Santiago de Chile en 32 crónicas - Fanor Contardo - E-Book

Santiago de Chile en 32 crónicas E-Book

Fanor Contardo

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Santiago de Chile en 32 crónicas, calles, sombras e inmortales, del profesor y escritor Fanor Contardo. Estas crónicas narran con minuciosidad el tratamiento de las historias ejercidas en la ciudad. Se fusiona el pasado con el presente y emergen geografías que nuestros recuerdos han cobijado en la memoria, geografías de una ciudad fascinante que es retratada como si fueran muchas pinturas a través de estas crónicas. En estas narraciones se da con plenitud lo que señalara Gabriel García Márquez, en cuanto al género: "La crónica es la novela de la realidad. Es un relato en el que hay que respetar estrictamente la realidad", y aquí lo vemos, las crónicas testimonian diversos trazos que la ciudad de Santiago ha ido experimentando junto a sus personajes, sus lugares típicos y, en especial la vida que transcurre en ella. En las crónicas, se iluminan determinados hechos mediante la descripción de la realidad misma, nos entrega los multicolores junto a factores emocionales que el autor va experimentando mientras construye esta radiografía de los barrios. La narración nos descorre los sucesos y se usan descripciones para ambientar a los lectores. En definitiva, estas crónicas sobre Santiago de Chile, tienen mucho valor literario, pero también histórico, porque a través de su narración nos llevamos las historias de la ciudad. Esto hace que se trate de un libro imprescindible en la literatura chilena escrita en las últimas décadas. Max G. Sáez, Director de MAGO Editores.

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“Los acontecimientos y los mitos que nos pertenecen, consiguen devolvernos un ayer impregnado de presente para que la felicidad no tenga que asociarse con la amnesia”.

Osvaldo Soriano

Hay mil maneras de ver una ciudad. Santiago está más allá de los planos, mapas, guías, cuadros y estadísticas. Tiene un alma y un rostro secreto que está escondido en sus esquinas y que hay que captar cuidadosamente para presentárselo a los extranjeros y turistas de paso. Es una ciudad ni fea ni bonita, es más bien una ciudad distinta. Hay que estar lejos para medir exactamente la emoción que produce esta capital dispersa y como lanzada al azar desde lo alto de la cordillera, desparramándose en forma incesante y alejándose al galope en dirección al mar. Es mentira que Santiago sea fósil y sin vida. Que no tenga historia ni personalidad. Que sea frío y gris. Que nos aburramos en él. Que no haya nunca nada en sus calles y plazas. Que no se recuerde con nostalgia cuando estamos lejos. Y que, finalmente, no le deje un recuerdo imborrable a la gente nacida en otras partes y que ancló alguna vez al pie del pequeño Santa Lucía.

Tito Mundt

© Copyright Fanor Contardo 2022 © Copyright Editorial MAGO 2022 Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos Director: Máximo G. Sáez Primera edición: Septiembre [email protected] Registro de Propiedad Intelectual No 2022-A-6951 ISBN: 978-956-317-706-0 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Palabras del autor

Estas crónicas fueron surgiendo sin ningún orden preestablecido, no representan alguna clasificación formal ni de tiempo ni de espacio. Por lo tanto, pueden ser leídas de igual manera, no convencional, incluso comenzando por sus páginas finales, o cualquiera otra.

Concebidas sin tomar en cuenta el inexorable paso del tiempo, aunque es el tiempo lo que ellas buscan recobrar, se abren como esquinas, como pasajes, como balcones y como calles, en la historia cotidiana de incontables seres y en esa otra olvidada historia de los años.

Por ellas pasan la vida de una ciudad y sus habitantes, sus entornos, sus tesoros escondidos, sus pasados, sus pequeñas y grandes historias, sus iconos ciudadanos y sus mitos urbanos, sus rincones de insospechada humanidad, sus héroes y villanos, sus tremendas tragedias y sus instantes de gloria. Todo conviviendo con nuestros azarosos días actuales, contaminados de febriles contradicciones, olvidos, pecados capitales, imperdonables sinrazones y nudos ciegos, que luchan por desatarse y unir sueños, vidas y porvenires.

Representan también una forma de amor de larga data desde algún momento de la primera infancia, sentado en un banco en medio del corazón de la ciudad, observando desde el silencio sobrecogido de la mirada de un niño, un lejano anochecer abismante de neones multicolores en las azoteas de los edificios, en una suerte de embrujo que me fue atrapando con los años de tanto andar sus calles, casi siempre sin un propósito definido, y se fue transformando en muchas otras sensaciones, que en un tiempo también fueron dolor y muerte, desencanto y oscuridad, adioses y ausencias.

En nuestra parte del mundo, la realidad, eternamente inasible, sobrepasa a la ficción; su abrumadora presencia se niega a toda clasificación formal porque la incongruencia, la paradoja, están en la raíz de nuestra vida, junto al torbellino de desastres telúricos, vergonzosas injusticias sociales, violencias políticas y derrumbes económicos. Nuestra historia es la del hombre que busca su filiación y su origen.

Los rasgos esenciales de nuestra naturaleza histórica se adecuan tanto al contexto de hoy como se adecuaron al de ayer. Chile no es solo un lugar sino una mentalidad, un conjunto de rasgos y valores que determinan un estilo de vida. Los mitos fundamentales por los que vive el hombre no cambian.

Nuestra historia, en lo que se refiere a la “historia oficial”, tal vez difiere a la visión que le dan el arte y la literatura, donde la historia adquiere el carácter de una epopeya popular. Las imágenes y las palabras tienen un papel más profundo.

Estas crónicas solo pretenden contar, o retratar a Santiago, hablar de un país aún no bien descubierto que nos marca, conmueve, enloquece. A veces somos sus náufragos, otras, sus dioses. Su misterioso arraigo está en lo insólito, lo inesperado, lo indescriptible. A la vuelta de una esquina, en cualquier calle, en alguna de sus innumerables plazas, a la bajada de un autobús, del Metro, o en una noche perdida del Forestal, salta la imagen única, dramática o risueña, pero intensa, que bien puede ser parte del absurdo, del realismo mágico, de tragedia griega o sainete. O tal vez sea por su picaresca, su eterna contradicción vital, sus miserias, sus dolorosos y lacerantes contrastes, su desvergüenza y a veces hasta su ternura; ¿En que otro sitio podríamos encontrar a un tipo, o a una mujer, que invitan al transeúnte con un cartel donde puede leerse; “Se escuchan historias de amor”, u otro por ahí que diga; “Se dan abrazos”…?

O pueda ser también porque aquí habitan- evocando a Jorge Teillier – “los muertos que siempre vanconmigo”.

Todo dentro de un marco sobrecogedor entre el Andes y crepúsculos de horizonte violeta, púrpura o carmesí. Y aunque parezca extraño, y quizás hasta incomprensible, es cuando reconozco el milagro de ser de esta parte del mundo. De haber nacido en Hispanoamérica.

Fanor Contardo Vallejos

El Cristo de las trincheras

¿Cuántos de nosotros, habitantes de esta inmensa urbe, hemos cruzado el umbral de este rincón misterioso e inquietante? …Entremos por la vieja Alameda de las Delicias hacia el sur, donde se intuyen los restos de un pasado luminoso e inimaginable hoy, en un barrio que algún día vio levantarse enormes mansiones reproducidas del París de la Belle Époque, y llegó a conocerse como “el pequeño Saint Germain de la América del Sur”, nervio central de las familias de la más alta y afrancesada oligarquía -con fortunas originadas en la minería de la plata y el salitre- como que sus primeras cuadras estaban pavimentadas con maderas nobles para evitar el ruido de los carruajes.

Entonces surge ante nosotros la Parroquia de San Lázaro, calle Ejercito Libertador con Gorbea. Ahí está, contiguo a la nave central, el “Cristo de las Trincheras”; restos de la imagen tallada en madera no policromada, hallada en una trinchera francesa al final de la Primera Guerra. Entre el lodo, ruinas, sangre, lamentos y explosiones, un Cristo parcialmente mutilado se mantiene erguido por encima de los escombros, como mudo y doliente testigo del horror humano. Casi al final del conflicto la imagen fue llevada hasta ahí para resguardarla de los bombardeos desde una catedral neogótica del siglo XV, donde era venerada. Es rescatada en 1920 por el pionero de la aviación chilena Armando Cortínez y traída a Santiago, dejándola bajo la custodia de la Orden de La Madre de Dios, entregándola como donación en 1924, donde se transformó en una de las “animitas” milagrosas y más sobrecogedoras de la ciudad, casi escondida en una esquina silenciosa del templo.

Volví hace un tiempo a visitarla con el propósito de reencontrarme con ese símbolo histórico- urbano- religioso, y con el niño que alguna vez estuvo, sujeto al brazo de mi padre, mudo y estremecido ante su cuerpo roto y el rostro desfigurado por un indescriptible dolor y sufrimiento, como el registro de la lejana tragedia a la que se asocia su historia.

Pasión y muerte del Waldorf

El célebre “Restaurante-Boîte Waldorf”. ¿Cuántos chilenos no lo conocieron?...Ahumada 170. Fundado en 1949. Años de la agonía del periodo radical, de la “Ley Maldita” de González Videla y de una bullente e interminable bohemia santiaguina como jamás volvió a existir. Muchos seguramente habrán fijado en la memoria o en los territorios de la saudade sus pasamanos de bronce y las escaleras alfombradas por donde se descendía al lugar, sede de un mítico local que funcionó como bar-restaurante y salón de té durante el día, y como boîte y salón de espectáculos durante las noches: «Establecimientos Waldorf», nombre que se eternizó en el alma de románticos y nostálgicos bohemios del Santiago que se perdió en el paso inexorable del tiempo, pero quedando inoxidable en las bellas crónicas de Oreste Plath en “El Santiago que se fue”.

“Sitio sin parangón en toda Sudamérica”, según crónicas de la época. Luces cegadoras decorando el ambiente, fotos artísticas y cristales de colores, donde se filmara la película chilena “Uno que ha sido marino” de José Bohr en 1951 y el musical “Chao amor” en 1968.

Ambiente eternamente festivo, en bailables que duraban hasta ver las auroras de la ciudad, amenizados con el inolvidable piano del maestro Roberto Inglés, nombre que lo inmortalizó dado su origen escoces y que se avecindara para siempre en Chile.

El Waldorf vio cantar a Lucho Gatica, Antonio Prieto, Cuco Sánchez, Sara Montiel, Doménico Modugno, Bill Halley, Los Cinco Latinos y The Platters, en todo su esplendor; uno de los vocalistas del conjunto norteamericano, Andy Moss, años después, ya disuelto el quinteto, regresó para contraer matrimonio con una bella chilena, la que fatalmente murió en un trágico accidente. Olvidado, enfermo y pobre, Moss fallecería un día en la miseria y el abandono en el puerto de San Antonio.

Registrando la historia y el anecdotario del Waldorf que acompaña su imperecedero recuerdo, se cuenta que una noche al gran Louis Armstrong se le negó la entrada por no cumplir con una de las normas más inflexibles del horario de espectáculos nocturnos, que era llevar como prenda obligada la tradicional corbata.

En 1984, en plena crisis social y económica, donde la herida de muerte vino a ser el toque de queda, en una dolorosa última jornada del mítico club, sus ya escasos clientes eran atendidos por los antiguos mozos para proceder después a su clausura.

Entonces las luces del “Waldorf” se apagaron para siempre, casi como un réquiem de la inigualable vida nocturna que alguna vez iluminó las noches de Santiago.

Fritangueras de Mapocho

Alguna vez nos hemos detenido en medio de la efervescencia y el tráfago afiebrado de las orillas del rio, próximo a las insólitas calles Artesanos y Avenida La Paz, como retablos de todo ese mundo abigarrado, ruidoso y febril, con su olor a mercaderías, a comida, a sexo, a peligro, sus mil formas de sobrevivencia, su traza de purgatorio y engaño que te transportan y te retienen, y que podrían encontrarse en cualquier sitio del mundo por ese aire misterioso, pecador e inquietante de los puertos que nos recuerda. Solo le falta el mar. Mundo circundado por la Estación, los desmantelados Puente de los Carros y Puente de los Obeliscos, la Piscina Escolar y el viejo Teatro Balmaceda, la Piojera y la Vega, la ex Escuela Dental, las Parroquias coloniales que flanquean al barrio; Fray Andresito y El Niño Jesús de Praga, y que aún le prestan un halo místico y evangélico a ese mundo casi pagano de su entorno, con sus antiquísimas procesiones anuales, que insólitamente se llenan de fieles.

Centro neurálgico de toda una bohemia esfumada de bares, restoranes históricos y picadas genuinamente populares que se nos fueron vida abajo entre esas riberas en permanente desgracia y decadencia, con la sombra del magnífico Calicanto colonial destruido, o un Mapocho históricamente salido de madres destruyendo la ciudad, el enorme luminoso de neones de “Aluminios El Mono” ya desaparecido, hoteles demolidos, burdeles desalojados, tranvías fantasmales y trenes extraviados en las estaciones del tiempo. Mapocho tuvo un esplendor aun recordado en la intimidad de algún bar perdido, un patio de amigos sobre la mesa del dominó entre vasos de vino, en la esquina de un pasaje o cité de otro tiempo.

La esquina de Bandera desde donde partían los caminos del mundo hacia el “Zeppelín”, el “Hércules”, el “Zun Rhein”, el “Jote”, el “Club Alemán”, el “Paris de noche” -cuyo cliente más insigne fue Míster Huifa (Renato González), tal vez el más grande periodista deportivo nacional- e incontables sitios más, esfumados en el tiempo con sus mil noches idas, ya guardados en el baúl de tesoros desaparecidos en la idealización de un mito sin parangón en la historia de la ciudad de Santiago.

Y es en este espacio ciudadano donde surge la figura singular, inesperada y casi anacrónica que se rebela a la extinción y la modernidad; alguna de las fritangueras de Mapocho, que me sorprende desde un rincón de la ribera con su tambor negro de aceite chirriante, equilibrado sobre una fogata de restos de tablas de cajas de fruta o tomates, donde flotan las más bravas y doradas merluzas fritas que yo recuerde, y que ella me ofrece con sus manos morenas dentro de un grueso papel de envolver, que devoro casi abrasándome la boca y los labios, frente a su mirada entre altiva y triste y el sudor de su rostro, que advierto a pesar del aceite que amenaza con arruinarme la ropa y el humo acre que me enceguece.

Parece una escena salida de otro tiempo perdido en una ciudad que no existe.

Pero ahí está. Venida desde algún incierto núcleo de miseria de la inmensa ciudad hasta encontrarse conmigo.

Y el resto de la tarde, caminando de regreso por el Forestal, sigo imaginando su nombre, su historia, perseguido de cerca por sus ojos verde-pardos de hembra aguerrida y dolorosamente nacional.

El poeta Pablo de Rokha, también nos habla de su paso por el barrio ultra Mapocho con sus mercados, flores y tentaciones culinarias populares;

“El farol del “pequenero” llora, por Carrión adentro, en Santiago, por Olivos, por Recoleta, por Moteros y Maruri,derivando hacia las Hornillas, el guiso del río Mapocho inmortal y encadenado como los rotos heroicos,afirmación del trasnochador, les suele hacerles agua la boca a los borrachos de aceropicante y fragante a cebolla…”

Recuerdos del “Unión Chica”

Caminando sin algún plan determinado, dejándonos llevar solo por nuestro instinto de búsqueda de algo incierto e inesperado, un mediodía cualquiera surge ante nuestros ojos el Bar Restaurante “Unión Chica”, en alusión casi jocosa a su proximidad con el histórico, aristocrático y elitista Club de La Unión, como uno de los últimos testigos de lo que fue la Alameda patriarcal que vio el Santiago elegante del primer Centenario.

Sitio mítico, democrático, republicano y transversal, emplazado en plena calle Nueva York 11, corazón del barrio de La Bolsa, inconfundible decoración tipo bar británico de gran mesón de madera y lámparas de bronce. Nació en 1940 como el “bar de Don Wenche”, apodo que recuerda a su primer dueño el español Wenceslao Álvarez, quien lo consagra como un sitio similar a los ya casi desaparecidos “clubes democráticos”, frecuentados por vividores y aventureros ligados a la intelectualidad y las artes, funcionando como una suerte de alternativa “popular” al refinado Club de la “Unión Grande “.

Refugio de poetas, escritores, artistas, bohemios y pantagruélicos, “donde el tiempo parece detenido” según crónicas varias en las numerosas publicaciones y reportajes que podemos encontrar sobre su historia.

“Sin embargo el Bar Unión ha quedado suspendido en el tiempo, fachada idéntica desde décadas y el interior igual que hace 50 años, lo único moderno es su televisor de pantalla plana y el aire acondicionado. La barra nos hace viajar en el tiempo e imaginarnos a cientos de republicanos saboreando vinos y sangrías, conversadores por montón e historias dignas de una enciclopedia; somos habladores por esencia los chilenos.

El vino es barato, algunos destilados de licor nacional y las infaltables Manzanillas de bajativo son el triunvirato ganador de este bar que no transa su naturaleza con inventos modernos en cuanto a cocteles” (Revista Wom, “Bar Unión”, 2020).

Al amparo de un cola de mono o borgoña helados, se hicieron célebres en su histórica barra verdaderos torneos de ideología política, de literatura, de arte, como también amistades y compadrazgos que terminaron durando toda la vida, junto a la interminable cantidad de chismes y tajantes afirmaciones sobre la vida pública y privada de connotados personajes de la vida nacional, sin reparar en prestigios, honras ni decoros.

“Me comentan que hay algunos que llegan puntualmente a las 11 de la mañana al bar y sacan el día acá” (Álvaro Peralta Sáenz, La Tercera, 2018).

Santuario de la mejor cocina hispano-chilena, que vio entre sus clientes más fieles y permanentes a Jorge Teilllier, icono y símbolo mayor de la poesía lárica de Chile; el eternizó en los anales de la literatura nacional el regreso al lar familiar, a la casa paterna y el pueblo de infancia que todos llevamos en las almas… “No creí nunca que volvería a ver a Venus sobre los techos lejanos del regimiento”.

Y cuando cruces su mampara, busca la cantina e imagina que en ella te esperan Stella Díaz Varin, Rosamel del Valle, Carlos Olivares, Rolando Cárdenas, Aristóteles España, Ramón Díaz Eterovic, Álvaro Ruiz, Jorge Teillier, y otros tantos, que te saludan como a un viejo amigo que solo quiere beber y escuchar poemas en la mesa de los inmortales.

Las Cachás Grandes

A don Alejandro Mena Ríos, mi maestro

No sé porque pero cada vez que vuelvo a Franklin, me asalta una antología de tangos y boleros que deriva entre mi cerebro y la piel. El barrio Matadero-Franklin guarda tesoros. Y casi siempre provenientes del mundo de la pobreza histórica y de la lucha incesante y cotidiana por la vida. Algunos de ellos son restoranes y merenderos que se arraigaron en la memoria colectiva de quienes fueran sus clientes habituales, que alguna vez se allegaron por esas callejuelas en sitios que fueron el paraíso y refugio de matarifes hambrientos, con el estilete pegado a la faja que apretaba la cintura, obreros, bohemios y soñadores, y despensa de desposeídos y miserables. Nacieron en un tiempo histórico de triste memoria, los años 30, con las dolorosas migraciones después del colapso de las salitreras y los fundos del valle central durante la Gran Depresión.

Viejas y empedradas calles con cites y conventillos que aun convergen como torrentes de vida popular, vericuetos estrechos, excitantes y coloridos entre boliches canallas, enfrentando esquinas que evocan algún perdido duelo de cuchillos bajo una luna cómplice de esos lances de amores, especie de arrabal amargo que alguna vez encontré buscando el Santiago profundo en años universitarios, hasta dar entre pasajes escondidos con la “Casa de los hijos de Franklin”, donde aún se puede leer en un viejo muro; “Entra y encuentra un piño del cual nunca estarás fuera. Ven y camina por territorio de choros. No le tengas miedo al patio trasero de Santiago”.

Pedazo de urbe interior, con bares que nunca cerraban, casas de remolienda célebres y recovecos donde el “Cabro Carrera” hizo sus primeras arremetidas en el mundo del hampa, junto a vagabundos, limosneros, borrachos consuetudinarios que deambulaban en pensiones de a “chaucha” para conseguir un caldo de patas o un plato de porotos ardientes de ají. Mundo certera y bellamente descrito en las obras dramáticas imborrables de Luis Rivano, como fueron “El Rucio de los cuchillos” y “Los matarifes”.

Aun se recuerdan los restaurantes más antiguos del barrio como “El Colonial”, “El Manchado”, y el “Pipeño”, todos nacidos hacia 1920, visitados por intelectuales, políticos y artistas; también “El Rey de los Tallarines”, fundado en 1950, y la recordada “Olla de Goma”, ubicada en calle Franklin esquina Germán Riesco, y llamado así porque milagrosamente siempre recreaba un plato más para algún comensal que llegara fuera de hora. Parecía que nunca se le acababa el guiso sabroso y humeante.