Secreto de mujer - Sharon Kendrick - E-Book

Secreto de mujer E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Nueve años atrás, el atractivo hostelero Marcus Foreman había sido el jefe de Donna King y también su primer amante. Aquella aventura de una noche fue un desastre y, al día siguiente, él la despidió. Ahora, Donna había vuelto a la ciudad, tenía su propio negocio y estaba más hermosa que nunca... y Marcus parecía decidido a demostrarle cómo debería haber sido esa primera noche. En esta ocasión, la experiencia en la cama fue fabulosa, ardiente y apasionada; sin embargo, al contrario de lo que Donna había esperado, no consiguió zanjar con ello aquel asunto pendiente... Porque el hombre que le había causado tanto dolor en el pasado era el padre del hijo que llevaba en el vientre...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Sharon Kendrick

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secreto de mujer, n.º 1186 - julio 2019

Título original: Her Secret Pregnancy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-405-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL ABOGADO era listo, sofisticado y atractivo, y tenía las manos más cuidadas que Donna había visto en su vida.

–Está bien, Donna, firma aquí, por favor –el abogado señaló una zona del papel con una uña casi perfecta–. ¿Lo ves?, justo ahí.

Donna contuvo las ganas de reír.

–¿Te refieres al sitio que tu secretaria ha señalado con una cruz?

–Ah, sí, perdona –dijo él rápidamente–. No era mi intención insultarte.

La tensión de los últimos días se disolvió.

–No te preocupes, no lo has hecho –Donna estampó su firma–. No sabes cuánto me alegro de que todo haya terminado.

La expresión de Tony Paxman no se hizo eco de las palabras de Donna.

–Voy a echarte de menos –Tony suspiró–. En fin, la cosa es que la propiedad ya es tuya y has conseguido la licencia para servir alcohol. ¡Felicidades, Donna! Te deseo todo el éxito del mundo.

–Gracias –respondió ella.

Donna recogió su chaqueta de seda color crema y dedicó a Tony Paxman una sonrisa de agradecimiento. El abogado, con sumo celo, se había encargado de los trámites burocráticos referentes a la compra de la propiedad. Y, sobre todo, lo había hecho con absoluta discreción. Donna le debía un favor.

–¿Te apetecería almorzar conmigo para celebrarlo?

Tony parpadeó. Su expresión de sorpresa sugirió que una invitación a almorzar, viniendo de Donna King, era lo último que habría esperado oír.

–¿Almorzar? –repitió Tony débilmente.

Donna arqueó una ceja. ¡No estaba haciéndole proposiciones deshonestas!

–¿He quebrantado alguna ley al invitarte a almorzar conmigo?

Tony sacudió la cabeza rápidamente.

–No, no, en absoluto. Es más, con frecuencia almuerzo con mis clientes.

–Lo suponía –Donna se miró el reloj–. ¿Te parece bien a la una? ¿En el New Hampshire?

–¿El New Hampshire? –Tony Paxman sonrió con pesar–. ¿El restaurante de Marcus Foreman? Me encantaría, pero no creo que consigamos una mesa para hoy. Para comer en ese restaurante hay que hacer la reserva con mucha anticipación. No, imposible encontrar mesa para hoy.

–Lo sé –Donna sonrió–. Por eso mismo tomé la precaución de reservar una mesa la semana pasada.

Tony frunció el ceño.

–¿Tan segura estabas de que lograríamos zanjarlo todo hoy?

–Bastante segura. Sabía que hoy era el día en que se me tenía que dar la licencia y no pensaba que se presentara ningún imprevisto.

–Eres una mujer con mucha confianza en sí misma, Donna –dijo Tony con voz suave–. Además de sumamente bonita.

Había llegado el momento de destruir sus falsas ilusiones. Era una pena que algunos hombres interpretaran simples gestos de amistad como una invitación a algo más profundo e íntimo.

–Por favor, Tony, no te engañes –le dijo ella con voz queda–. Se trata de un almuerzo amistoso; por mi parte, es una forma de demostrarte lo agradecida que estoy por todo lo que has trabajado. Eso es todo, nada más.

–Bien –Tony comenzó a ordenar papeles en su escritorio con repentina urgencia–. Bueno, entonces hasta la una en el New Hampshire, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –Donna agarró su bolso y se puso en pie, los tacones de sus zapatos marrones de ante la hacían parecer mucho más alta–. Hasta la una, Tony.

–Adiós –respondió él.

Fuera del despacho del abogado, Donna respiró el fresco aire de abril, casi sin poder creer que estaba de vuelta en aquella ciudad a la que tanto quería. Desde su llegada unas semanas atrás, había mantenido su regreso en secreto; pero ya no había necesidad de ocultarse. Había vuelto e iba a quedarse.

Hacía un día perfecto. Cielo azul. Sol. Los lustrosos pétalos blancos de una magnolia brillando como estrellas. Una iglesia con muros de piedra gris y una torre afilada como un lápiz. Perfecto. Y lo que lo coronaba todo era su adquisición.

La gente le había dicho que era una locura abrir una «casa de té» en una ciudad como Winchester, llena ya a rebosar de cafeterías y restaurantes. Y no les faltaba razón. Pero la mayoría de los establecimientos pertenecían a grandes e impersonales cadenas. Solo uno se destacaba, y pertenecía a Marcus Foreman.

Donna se tragó la excitación, los nervios y otra cosa. Algo que hacía mucho que no sentía, algo que había creído imposible volver a sentir. Era una sensación olvidada hacía mucho tiempo. Pero ahí estaba, urgente e insistente, con solo pensar en que pronto volvería a ver a Marcus.

Excitación. Y no la clase de excitación previa a un viaje de vacaciones. Era una excitación que le producía picor en los pezones y temblor en las extremidades.

–¡Maldita sea! –dijo Donna en voz alta–. ¡Maldita sea, maldita sea!

Y después de subirse el cuello de la chaqueta para protegerse del frío aire de primavera, Donna emprendió el camino calle abajo para mirar escaparates hasta que llegara la hora de su cita para almorzar.

Pasó despacio por delante de las tiendas, mirando sin excesivo interés las caras prendas de las boutiques. Exquisita ropa hecha con tejidos naturales de seda, algodón y cachemira. Ropa que, cualquier día normal, se sentiría tentada a examinar cuidadosamente, y quizá a comprar.

Pero ese no era un día normal. Y no solo porque no ocurría todos los días que uno invirtiera sus ahorros en un negocio que algunas personas consideraban destinado a fracasar desde el principio.

No, ese día era diferente porque, además de caminar hacia delante, Donna iba a retroceder. Iba a volver al lugar donde conoció a Marcus y donde aprendió sobre el amor y el sentimiento de pérdida, y muchas más cosas.

Acababa de dar la una cuando Dona entró en el New Hampshire, esperando dar la impresión de tener una confianza en sí misma que, en ese momento, no sentía. Tras la pálida máscara de su cuidadosamente maquillado rostro, miró nerviosa a su alrededor.

El restaurante había cambiado completamente. Cuando ella trabajó allí, fue en una época en la que se llevaba una decoración más recargada, todo con volantes, encajes y flores.

Pero Marcus había cambiado con los tiempos. Las alfombras habían desaparecido para dar paso a encerados suelos de tarima y sencillas cortinas cubrían las ventanas. El mobiliario que había era el mínimo posible y daba sensación de sencillez y confort, no de opulencia.

Donna recordó lo intimidada que se sintió la primera vez que cruzó aquellas puertas. Fue como entrar en otro mundo. Pero, claro, aquello ocurrió cuando acababa de cumplir dieciocho años, hacía nueve años y toda una vida.

Donna se acercó al mostrador de recepción en el que había un florero gigante con flores aromáticas. Los carnosos pétalos de los lirios estaban rodeados por un follaje verde espinoso. Era un arreglo floral extraordinario… pero Marcus siempre había tenido un gusto exquisito.

La recepcionista levantó el rostro.

–¿En qué puedo servirla, señora?

–Sí, hola… tengo reservada una mesa para almorzar –Donna sonrió.

–¿Su nombre, por favor?

–King. Donna King –la voz le pareció que sonaba desacostumbradamente alta, y medio esperó que Marcus saliera de un salto de las sombras–. Voy a reunirme con el señor Tony Paxman.

La recepcionista leyó la lista y marcó el nombre de Donna antes de volver a levantar la cabeza.

–Sí. El señor Paxman ya ha llegado y la está esperando –la recepcionista, con educación, lanzó a Donna una mirada interrogante–. ¿Ha comido alguna vez en el New Hampshire?

Donna negó con la cabeza.

–No.

Había hecho camas y fregado los cuartos de baño de las habitaciones de arriba, y también había comido los deliciosos restos de comida que solía haber en la cocina. Y una vez, junto al resto del personal del hotel restaurante, había comido en el salón privado del piso de arriba cuando Marcus les invitó a todos para celebrar un extraordinariamente halagador artículo sobre el restaurante en un periódico.

Donna tragó saliva al recordar aquel incidente en concreto. Pero, hablando estrictamente, no podía decir que hubiera comido en el restaurante.

–No, no he comido aquí nunca.

–En ese caso, llamaré a alguien para que la lleve a su mesa.

Donna, decidida a no dejarse intimidar y repitiéndose a sí misma que había trabajado y comido en lugares así por todo el mundo, siguió a uno de los camareros.

Sin embargo, el corazón le latía con fuerza ante la idea de la posibilidad de verlo, y se preguntó por qué.

Ya que había superado lo de Marcus.

Hacía años.

El restaurante estaba ya casi lleno, y Tony Paxman se puso en pie al verla aproximarse.

–Empezaba a pensar que ibas a dejarme plantado.

–¡Oh, hombre de poca fe! –bromeó Donna, sonriendo al camarero que, educadamente, esperaba–. Por favor, tráiganos champán de la casa.

–Por supuesto, señora.

Tony Paxman esperó a la segunda copa de champán para comentar sombríamente:

–Esperemos que dentro de seis meses sigas teniendo motivos de celebración.

–¿Qué quieres decir?

Tony se encogió de hombros.

–Solo que a Marcus Foreman no va a hacerle mucha gracia la competencia de un nuevo establecimiento en la ciudad.

–¿En serio? –Donna se metió una oliva verde en la boca y la masticó pensativamente–. Todo el mundo lo conoce, su reputación en la hostelería es extraordinaria. Y supongo que es lo suficientemente hombre para aguantar un poco de competencia, ¿no?

–Supongo que es lo suficientemente hombre para la mayoría de las cosas –observó Tony con cinismo–, pero quizá no le apetezca tener competencia en la misma calle.

Donna dejó el hueso de la aceituna en el platillo que tenía delante.

–Vamos, no soy una seria rival, ¿no? Además, su hotel solo sirve el té de la tarde a sus residentes.

–Cierto. ¿Pero y si los residentes del hotel empiezan a ir a tu establecimiento a tomar el té?

Donna se encogió de hombros.

–Es un país libre –Donna sonrió al tiempo que alzaba su copa para brindar–. ¡Que gane el mejor!

–Que gane el mejor –repitió Tony.

Donna examinó la carta, el menú era excelente.

–Vamos a elegir la comida, ¿te parece? Estoy muerta de hambre.

–Me parece perfecto. Después, háblame de tu vida –Tony frunció el ceño–. ¿Sabes una cosa? Tienes un color de pelo increíble, rojo dorado. Apuesto a que te vestías de princesa cuando eras pequeña.

–No, me vestía con andrajos –bromeó Donna; aunque, realmente, no era una broma.

Había pasado una infancia itinerante con su cariñosa, pero alocada, madre. De ella había aprendido el arte de la exageración y la evasión, y después que ambas cosas eran diferentes formas de mentir. Y las mentiras se hacían más y más grandes, hasta que acababan tragándose a uno.

Donna sonrió a Tony Paxman.

–Hablemos mejor de ti. Y luego cuéntame todo lo que sepas de Winchester.

Tony empezó a hablar, y Donna se esforzó realmente por disfrutar de la comida y de la compañía de Tony. A Tony se le daba bien conversar de todo y de nada en particular.

Pero Donna estaba demasiado distraída como para concentrarse en la charla. O en la comida. Extraño. No había creído posible que Marcus aún tuviera el poder de hacerla perder el apetito.

Siempre contrataba a los mejores cocineros; incluso al principio, cuando no podía permitirse el lujo de pagarles buenos salarios. Y la cocina de aquel restaurante no había bajado de calidad. Nada en absoluto. Donna contempló la perfecta pirámide de mousse de chocolate en medio de una salsa de plátano.

Quizá se hubiera vuelto loca al pensar que, de alguna forma, podía competir con ese hombre.

–Donna –dijo Tony de repente.

Donna apartó su plato hacia un lado y levantó la mirada.

–¿Mmmmm?

–¿Por qué me has invitado a almorzar? –Tony bebió vino y se llenó de nuevo la copa; después, respondió a su propia pregunta sin darse cuenta de lo que hacía–. Desde luego, no ha sido porque quisieras profundizar nuestra relación.

Ella, confusa, se lo quedó mirando.

–Eso ya te lo he dicho en la oficina.

–Sí, supongo que sí –Tony se encogió de hombros–. Puede que tuviera la esperanza de que quizá cambiaras de idea.

–Lo siento –dijo ella con voz suave, y se recostó en el respaldo del asiento para mirarlo fijamente–. La comida ha sido una forma de darte las gracias.

–¿Por?

–Por arreglarlo todo sin complicaciones y por haberlo mantenido en secreto.

–Ah, sí –Tony volvió a llevarse la copa a los labios, mirándola–. Quería preguntarte… ¿por qué el secreto? ¿Por qué no querías que nadie se enterase?

–Ya no es ningún secreto –Donna sonrió–. Puedes decírselo a quien te plazca.

Tony se inclinó sobre la mesa.

–Me dijiste que no habías comido nunca aquí.

–Y es verdad.

–Pero no es la primera vez que vienes aquí, ¿verdad?

Donna empequeñeció los ojos. No había supuesto que Tony pudiera ser tan perceptivo.

–¿Por qué dices eso?

–Por tu actitud. Me paso la vida observando a la gente, es mi trabajo. Soy un experto.

No tan experto, pensó Donna, al no notar que había estado enviándole señales de no acercarse a ella. Sin embargo, no tenía sentido acabar con malentendidos. Ella debía saberlo bien.

–Trabajé aquí –dijo Donna–. Trabajé aquí hace años, cuando era joven.

–No se puede decir que seas una anciana.

–Tengo veintisiete años.

–¿Y llena de experiencia? –bromeó Tony.

–No, no lo creo –dijo una sedosa voz a espaldas de Donna, justo detrás de su hombro derecho–. No, si nos atenemos al pasado. ¿No estás de acuerdo, Donna?

Ella no se volvió. No necesitaba hacerlo. Habría reconocido aquella voz en cualquier lugar del mundo. Echó la cabeza hacia atrás un milímetro y casi sintió la presencia de él, a pesar de no poder verlo.

–Hola, Marcus –dijo ella con cuidado, preguntándose cómo le sonaría su voz a él.

¿Una voz más madura y reflexiva? ¿O aún llena de juvenil adoración?

Marcus entró en su zona de visión, aunque solo Dios sabía cuánto tiempo llevaba oyendo su conversación. Pero, al principio, Marcus no miró a Donna, sino a Tony Paxman; por lo tanto, Donna pudo observar a Marcus sin que él lo notara.

Y el corazón pareció querer salírsele del pecho.

Donna había sabido que se lo encontraría; y, mentalmente, había ensayado aquel momento. Cierto atisbo de maldad le había hecho preguntarse si Marcus estaría calvo, si el dinero y el éxito le habrían hecho relajarse y tener barriga, o si habría empezado a llevar ropa horrorosa.

Pero no, claro que no le había ocurrido nada de eso.

Marcus Foreman seguía siendo la clase de hombre por el que la mayoría de las mujeres abandonaría su hogar.

–Hola, Tony –dijo Marcus.

El abogado inclinó la cabeza.

–Hola, Marcus.

–¿Os conocíais? –preguntó Donna a Tony con sorpresa.

–Todo el mundo conoce a Marcus –respondió Tony con un encogimiento de hombros.

Pero Donna notó un sutil cambio en su compañero de mesa. De repente, Tony Paxman ya no le parecía el astuto y atractivo abogado de antes. Ahora, parecía un hombre normal y corriente. Un hombre que acababa de reconocer al jefe de la manada.

Por fin, Marcus la miró y Donna se dio cuenta de que esa era su oportunidad de reaccionar como había jurado que haría si volvía a verlo: con frialdad, clama e indiferencia.

Su educada sonrisa no vaciló, pero Donna se preguntó si podía notarse, desde fuera, la forma en que le martilleaba el corazón y el modo en que le sudaban las manos.

–¿Qué tal, Donna? –dijo Marcus despacio.

Y Donna vio, con vergonzosa fascinación, esos ojos azul frío de oscuras pestañas, ojos tan puros y claros como las aguas de una piscina a primeras horas de la mañana.

–¿Qué tal, Marcus?

Bien, de acuerdo que Marcus no estaba calvo ni gordo ni feo, pero había cambiado. Había cambiado mucho. ¿No cambiaba todo el mundo?

–¿Lo vas a decir tú o prefieres que lo diga yo? –la voz de Marcus estaba impregnada de burla… y algo más. Algo que Donna no pudo interpretar, pero que la hizo sentirse consciente de ponerse en guardia.

–¿Decir qué?

–¡Cuánto tiempo! –contestó él perezosamente–. ¿No es lo que suele decirse cuando dos personas se ven después de tanto tiempo?

–Sí, supongo que sí –respondió ella lentamente, pensando que habían pasado nueve años desde la última vez que lo había visto–. Podrías haber dicho: «¡Hola, Donna, qué alegría verte de nuevo!». Pero eso habría sido una gran mentira, ¿verdad, Marcus?

–Tú lo has dicho –Marcus sonrió–. Y tú eres la experta en mentiras, ¿no, Donna?

Se mantuvieron la mirada y Donna se sorprendió a sí misma observando los detalles del rostro de Marcus; un rostro adorado en el pasado… pero ahora solo un rostro entre tantos, se dijo Donna a sí misma.

Donna lo conoció al principio de la vertiginosa carrera profesional de Marcus, antes de que el éxito le resultara tan normal como respirar. Antes de que Marcus se fabricara su propia imagen, en vez de proyectar la que había heredado.

Se había deshecho del aspecto educado y académico que había heredado, al igual que del traje de chaqueta y la corbata, de los zapatos de cuero italianos y las camisas confeccionadas en Jermyn Street. Ahora, Marcus llevaba pantalones claros y una camisa; pero, naturalmente, una camisa de seda y, por supuesto, los dos botones de arriba desabrochados. Estaba muy atractivo.

También llevaba el pelo un poco más largo. Antes, el corto cabello definía bien la orgullosa forma de su cabeza; ahora, finos mechones le acariciaban las cejas y los prominentes pómulos, y le cubrían la nuca, tocándole el cuello de la camisa. Tenía aire de haber salido de la cama de una hermosa chica después de hacer el amor salvajemente al mediodía.

Y quizá así hubiera sido.

Desesperadamente, Donna buscó algo que decir mientras encontraba un estúpido alivio en mirarle los zapatos.

–Es evidente que no estás trabajando.

Los ojos de él no habían cambiado, y ahora disimulaban una leve sorpresa, como si la reacción de ella no hubiera sido la esperada. Marcus se miró los zapatos náuticos que le cubrían los pies desnudos.

–¿Qué tienen de malo? –quiso saber Marcus.

–Supongo que nada, solo que no es un calzado convencional, ¿no te parece? –observó ella burlonamente–. Más apropiados para navegar que para llevar un negocio.

–Pero yo no llevo un negocio convencional –dijo él con impaciencia–. Y ya no siento la necesidad de esconderme detrás de un traje y una corbata.

–¡Dios mío! ¡Te has vuelto un rebelde, Marcus! –comentó Donna, notando las chispas que oscurecieron aquellos ojos, transformándolos de aguamarinas en zafiros.

Se oyó una pequeña tos, y Donna y Marcus volvieron las cabezas y sorprendieron a Tony Paxman observándolos. Donna, con arrepentimiento, se mordió los labios.

Se había olvidado de su compañero de mesa. ¡Qué maleducada! Que Marcus hubiera aparecido no significaba que el mundo hubiera dejado de girar sobre su eje.

Aunque lo hubiera parecido…

–¿Te parece que pidamos café, Tony? –preguntó ella rápidamente.

Pero Tony Paxman ya había sufrido demasiado rechazo por un día. Sacudió la cabeza y se puso en pie.

–Vaya, no me había dado cuenta de que fuera tan tarde. Bueno, debo marcharme ya, tengo una cita con un cliente a las tres –le ofreció la mano a Donna–. Muchas gracias por el almuerzo, Donna.

De repente, Donna se sintió mal. No había sido su intención que ocurriera aquello, que Marcus le estropeara el día. Lo que la dejó preguntándose qué había esperado realmente. Había sido consciente de la posibilidad de verlo. ¿Acaso había esperado que él pasara por delante de su mesa sin reconocerla? ¿O que simplemente hubieran intercambiado un rápido saludo?

–¡Gracias por todo lo que has hecho por mí, Tony! Quizá almorcemos otro día.

–Sí, bien. Adiós, Marcus –Marcus estrechó la mano que Tony le ofreció–. Una comida excelente… como siempre.

–Muchas gracias –murmuró Marcus.

Los dos se quedaron en silencio mientras Tony Paxman se abría camino entre las mesas. Entonces, de repente, Donna casi se sintió mareada cuando Marcus centró su atención en ella. Era como si se hubiera lanzado a las profundas aguas de sus ojos sin saber nadar.

–Felicidades, Donna. Ese es uno de los jóvenes abogados con más dinero y más inteligentes de la ciudad.

–Su cuenta bancaria y su cara bonita no me interesan, lo elegí porque es el mejor.

Marcus arqueó una ceja.

–¿En qué?

–¡No en lo que estás pensando! Me lo recomendaron –respondió Donna con un suspiro.