Secretos ocultos - Sharon Kendrick - E-Book

Secretos ocultos E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Camarera… amante… ¿esposa? Darcy Denton no era más que una joven e ingenua camarera. Sabía que no era el tipo del poderoso magnate Renzo Sabatini, porque no era alta, ni grácil, ni sofisticada, pero la había embelesado, y se había vuelto adicta a las noches de pasión que compartían. Mientras disfrutaba como invitada en su villa de la Toscana, Darcy vislumbró el agitado pasado de Renzo y la desolación que anegaba su alma. Pensó en poner fin a su relación antes de involucrarse demasiado, pero un día descubrió que... ¡estaba embarazada! No se atrevía a contarle a Renzo los secretos de su infancia, pero iba a ser la madre de su hijo, y era solo cuestión de tiempo que él lo descubriera y reclamase lo que era suyo...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Sharon Kendrick

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secretos ocultos, n.º 2567 - septiembre 2017

Título original: Secrets of a Billionaire’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-033-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Renzo Sabatini estaba desabrochándose la camisa cuando sonó el timbre de la puerta. Tenía que ser Darcy. Acudió a su mente una imagen de ella besándolo mientras recorría su torso con las manos, y sintió un repentino calor en la entrepierna. Nadie más que ella podría ayudarlo a apartar de su mente lo que le esperaba.

Pensó en la Toscana, en lo que sería cerrar un capítulo de su vida. Era extraño que algunos recuerdos, después de tantos años, aún le doliesen tanto. Tal vez por eso siguiese pensando en esas cosas, porque continuaban doliéndole.

Pero ¿por qué dejarse llevar por la oscuridad cuando Darcy, su amante, estaba llamando a la puerta y era toda luz? Ya hacía cuatro meses que se conocían y seguía tan hechizado por ella como el primer día. Y la verdad era que no dejaba de sorprenderlo que su relación estuviese durando tanto, teniendo en cuenta que pertenecían a mundos muy distintos.

Descalzo, se dirigió al vestíbulo, atravesando las amplias estancias de su apartamento, en el distrito londinense de Belgravia, y cuando abrió la puerta se encontró a Darcy como esperaba, con el pelo y la ropa mojados por la lluvia.

Aunque no era muy alta, Darcy Denton resultaba llamativa por su belleza; era imposible no fijarse en ella. Se había recogido la rizada melena pelirroja en una coleta y debajo de la gabardina, cuyo cinturón resaltaba su estrecha cintura, asomaba el uniforme de camarera.

Darcy vivía en la otra punta de Londres, y habían constatado que perdían al menos una hora de estar juntos si iba a casa a cambiarse al salir del trabajo, aunque él mandara a su chófer a recogerla.

Él era un hombre muy ocupado, al frente de un despacho de arquitectos con proyectos en varios continentes, y su tiempo era demasiado valioso como para desperdiciarlo. Por eso, al salir de trabajar, Darcy iba allí directamente con su bolsa de viaje… y podría prescindir de la poca ropa que llevaba en ella, porque la mayor parte del tiempo que pasaban juntos estaba desnuda.

Se miró en sus ojos verdes, que brillaban como esmeraldas en su rostro de porcelana, y un cosquilleo de expectación y deseo lo recorrió.

–Llegas pronto –observó–. ¿No será que querías pillarme desvistiéndome?

 

 

Darcy esbozó una sonrisa forzada por toda respuesta, mientras Renzo se hacía a un lado para dejarla entrar. Estaba empapada, tenía frío, y había tenido un día horrible. Un cliente le había derramado el té encima, un niño había vomitado, y al ir a marcharse había empezado a llover y se había encontrado con que alguien se había llevado su paraguas.

Y ahora Renzo estaba allí plantado, en su palaciego apartamento con calefacción central, sugiriendo que no tenía nada mejor que hacer que calcular el momento justo para llegar y pillarlo desvistiéndose. Dudaba que hubiese un hombre más arrogante que él sobre la faz de la Tierra.

Claro que no podía decir que no hubiera sabido desde el principio dónde se estaba metiendo, porque todo el mundo sabía que un hombre rico y poderoso que flirteaba con una camarera solo podía querer una cosa.

Había perdido aquella batalla y acabado en la cama de Renzo. No había podido evitar dejarse seducir por él. Con solo besarla, había caído bajo su embrujo. Nunca se había imaginado que un beso podría hacerla sentirse de aquella manera, como si estuviese flotando. Le había entregado su virginidad y, tras el desconcierto de descubrir que nunca antes había yacido con un hombre, Renzo le había desvelado poco a poco los secretos del sexo, abriéndole los ojos a todo un mundo de placer.

Durante un tiempo las cosas entre ellos habían ido bien; mejor que bien. Cuando Renzo estaba en Londres y tenía un hueco en su apretada agenda, pasaba la noche con él. Y a veces también el día siguiente, si era fin de semana. Renzo le preparaba huevos revueltos, y le ponía algún CD de música clásica que nunca antes había oído, de esa que invitaba a soñar, con un montón de violines, mientras él repasaba los intrincados planos de uno de esos rascacielos que diseñaba y por los que se había hecho mundialmente famoso.

Sin embargo, últimamente algo había empezado a reconcomerla por dentro. ¿Sería su conciencia?, ¿sería la sensación de que el que Renzo la ocultara allí, como un secreto del que se avergonzaba, estuviese empezando a hacer mella en su autoestima, ya de por sí precaria?

No estaba segura. Lo único que sabía era que había empezado a analizar en qué se había convertido, y no le había gustado la respuesta. Era el juguete de un hombre rico, una mujer dispuesta a abrir las piernas solo con que él chasquease los dedos.

Y, aun así, ahora que estaba allí con él, le parecía que sería tonto dejar que sus dudas echasen a perder las horas que tenían por delante para estar juntos, así que esbozó una sonrisa, tratando de parecer despreocupada, dejó caer su bolsa al suelo y se soltó el cabello. Mientras agitaba su húmeda melena rizada, no pudo evitar sentir una punzada de satisfacción al ver que a Renzo se le oscurecían los ojos de deseo.

Claro que nunca había dudado que se sintiera atraído por ella. De hecho, parecía que estaba encaprichado con ella, y sospechaba que sabía el porqué: porque era diferente. Era una chica de clase trabajadora que no había ido a la universidad, y era una pelirroja con curvas, muy distinta de las delgadas morenas con las que Renzo solía salir en las fotos de los periódicos. Parecían incompatibles a todos los niveles… excepto en la cama.

Sí, el sexo con Renzo era increíble, pero no podía dejarse llevar por ese camino que no conducía a ninguna parte. Sabía lo que tenía que hacer; se había dado cuenta de que Renzo estaba empezando a dar por sentado que siempre estaría ahí para cuando a él se le antojase y sabía que, si dejaba que las cosas siguiesen así, la magia que había entre ellos se marchitaría poco a poco. Y no quería que pasara eso. Los malos recuerdos podían convertirse en un pesado lastre, y estaba decidida a conservar algunos buenos para aligerar esa carga. Tenía que armarse de valor y alejarse de él antes de que él se cansara de ella y la dejara tirada, destrozándole el corazón.

–He llegado pronto porque le dije a tu chófer que se fuese y he venido en metro –le explicó, atusándose el cabello húmedo con la mano.

–¿Que le dijiste que se fuera? –repitió él con el ceño fruncido, mientras la ayudaba a quitarse la gabardina–. ¿Y por qué hiciste eso?

Darcy suspiró, y se preguntó cómo sería llevar la vida de alguien como Renzo, con un chófer y un jet privado a su servicio, con empleados que le hacían la compra y recogían la ropa que había dejado tirada por el suelo la noche anterior, y sin las preocupaciones de la gente normal.

–Porque el tráfico está infernal a esta hora, y puedes tirarte media hora en un atasco –contestó quitándole la gabardina de la mano para colgarla en el perchero, junto a la puerta–. Y ahora, en vez de seguir hablando de estas menudencias, ¿qué tal si me ofreces una taza de té caliente? Vengo empapada, por si no te has dado cuenta… y estoy helada.

Sin embargo, en vez de ir a la cocina, Renzo la tomó entre sus brazos y la besó al tiempo que la asía por las nalgas para apretarla contra sí. Al notar su erección y el calor de su pecho desnudo, Darcy cerró los ojos y respondió al beso, enlazando su lengua con la de él. Renzo le separó las piernas con el muslo, y de inmediato se olvidó de todo, pero, cuando subió las manos a su torso esculpido y frotó las palmas contra él, Renzo dio un respingo.

–¿Estás intentando calentarte las manos en mi pecho?

–Ya te he dicho que estaba helada. Y como tú no quieres apiadarte de mí y hacerme una mísera taza de té…

–Hay otras formas de entrar en calor –murmuró él–. Podría enseñártelas –tomó su mano y la condujo hasta su entrepierna–. ¿Qué me dices?, ¿quieres venirte a la ducha conmigo?

Darcy no habría podido decir «no» aunque hubiera querido. Una caricia de Renzo era como prender fuego a una mecha, y con solo estar un par de segundos en sus brazos estallaba en llamas.

 

 

Ya en el cuarto de baño, de los labios de Renzo salían palabras susurradas en italiano mientras le bajaba la cremallera del uniforme y quedaban al descubierto sus senos. Tener unos pechos grandes siempre había sido una pesadilla para ella porque eran como un imán para los hombres, y, aunque no podía costearlo con lo que ganaba sirviendo mesas, más de una vez había pensado en someterse a una operación para reducirlos.

De hecho, había pasado mucho tiempo disimulándolos con sujetadores especiales, pero todo había cambiado cuando Renzo le había dicho que nunca había visto unos pechos tan hermosos, y le había enseñado a amar su cuerpo. Le encantaba cuando los succionaba y cuando los mordisqueaba suavemente hasta hacerla gemir de placer. Hasta había empezado a comprarle lencería.

Era lo único que dejaba que le comprase. Renzo le decía que no comprendía su reticencia a dejar que se gastase dinero en ella, pero no estaba por la labor de explicárselo. Sus razones eran demasiado dolorosas y personales. Si dejaba que le comprase prendas de lencería bonita y sexy, como sujetadores de escote abalconado y braguitas minúsculas a juego, era solo porque decía que lo excitaba vérsela puesta, y quitársela, y porque decía que realzaban su figura.

También porque la hacía sentirse sensual cuando estaba en el trabajo, sabiendo que llevaba esa lencería fina, hecha con la mejor seda y el mejor encaje, bajo el feo uniforme de camarera.

Renzo le había dicho que quería que pensase en él cuando estuviese fuera, que cuando estaba lejos de ella le gustaba imaginarla masturbándose mientras pensaba en él. Y aunque nunca lo había hecho, la idea la excitaba.

Claro que todo lo que tuviera que ver con Renzo la excitaba: lo alto que era, su figura atlética, su cabello negro, sus ojos castaños, y hasta las gafas que se ponía para revisar los planos de uno de sus proyectos. Igual que la excitaba cómo estaba mirándola en ese momento mientras la acariciaba.

Pronto toda su ropa estuvo en el suelo, y, cuando su amante italiano estuvo desnudo también, Darcy tragó saliva al ver su tremenda erección.

–Impresionante, ¿no? –bromeó él con una sonrisa burlona–. ¿Quieres tocarme?

–No hasta que no estemos dentro de la ducha bajo el chorro del agua caliente. Con lo frías que tengo las manos, si te tocara, darías tal salto que te golpearías la cabeza con el techo.

Renzo se rio y la llevó dentro de la ducha. Con el agua caliente chorreando sobre ambos, Renzo la besó con avidez mientras le masajeaba los pechos y jugueteaba con sus pezones. El vapor que los envolvía hizo que su imaginación la transportara a una selva tropical, y cerró los ojos un instante para disfrutar de las caricias de Renzo y de la relajante sensación del agua caliente en su piel.

Deslizó las manos por el torso de Renzo, deleitándose en el tacto de sus músculos, perfectamente definidos bajo su piel aceitunada. Alargó la mano atrevidamente para agarrar su miembro erecto, y lo frotó con el índice y el pulgar como sabía que le gustaba. Renzo gruñó de placer, y Darcy cerró los ojos cuando su mano descendió por su vientre hasta enredarse en los húmedos rizos de entre sus muslos. Introdujo un dedo entre sus pliegues hinchados y, cuando empezó a moverlo dentro y fuera de ella, al tiempo que le acariciaba el clítoris con el pulgar, Darcy se encontró arqueando las caderas hacia él entre gemidos, ansiosa por alcanzar el clímax.

–¿A qué esperas, Renzo? –lo increpó jadeante–. Hazme tuya ya…

–Estás un poco impaciente, ¿no?

Pues claro que estaba impaciente. Había pasado casi un mes desde la última vez que se habían visto. Renzo se había ido a Japón por su trabajo, y luego a Sudamérica. Había recibido algún que otro e-mail de él, aunque todos breves e impersonales, y un día, cuando habían retrasado su vuelo, la había llamado desde el aeropuerto de Río de Janeiro, pero probablemente solo lo había hecho para matar el tiempo.

Una y otra vez había intentado convencerse de que no la afectaba la absoluta falta de interés que mostraba Renzo. Nunca la había engañado; desde el principio le había dejado claro lo que no debía esperar de su relación, como amor, o cualquier tipo de compromiso por su parte.

El día que habían tenido esa conversación se había vuelto hacia Renzo mientras él hablaba, y la había sorprendido la desolación que había visto en sus ojos. Habría querido preguntarle qué le ocurría, pero no lo había hecho; estaba segura de que no le habría contestado y se habría encerrado aún más en sí mismo. Además, tenía por costumbre no meterse en los asuntos de los demás. Cuando se le hacían a alguien demasiadas preguntas personales, se corría el riesgo de que se las devolvieran, y eso era lo último que quería. No quería que nadie hurgase en su vida ni en su pasado.

Cierto que había aceptado las frías condiciones que Renzo había impuesto a su relación, pero habían pasado ya varios meses desde esa conversación, y el tiempo lo cambiaba todo. Hacía que los sentimientos se volviesen más profundos, y que se empezase a soñar con lo imposible, como imaginarse que se podía tener un futuro con un arquitecto multimillonario con casas en medio mundo y un estilo de vida completamente distinto del suyo. ¿Cómo iba a querer un hombre casarse con una simple camarera?

Apretó los labios contra el hombro de Renzo, mientras pensaba en cómo responder a su pregunta para demostrarle que aún tenía algún control sobre la situación, aunque estuviese perdiéndolo por segundos.

–¿Impaciente? –murmuró contra su piel mojada–. Si voy demasiado deprisa para ti, podemos dejarlo para más tarde. Y así me tomo esa taza de té que no has querido hacerme. ¿Es eso lo que quieres?

La respuesta de Renzo fue inmediata e inequívoca. La empujó contra la pared de azulejos, le abrió las piernas y la penetró, arrancando un gemido ahogado de su garganta. Cuando empezó a mover las caderas, Darcy gritó de placer. Renzo se lo había enseñado todo sobre el sexo y ella había sido una alumna aplicada. En sus brazos se sentía viva.

–Renzo… –jadeó mientras entraba y salía de ella.

–¿Me has echado de menos, cara?

Darcy cerró los ojos.

–He echado de menos… esto.

–¿Y nada más?

Darcy habría querido espetarle que en su relación no había nada aparte del sexo, pero ¿por qué estropear aquel momento tan erótico? Además, ningún hombre querría oír algo así en el fragor del coito, aunque fuera cierto. Y menos un hombre con un ego como el de Renzo.

–Pues claro que te he echado de menos –contestó cuando se quedó quieto, esperando su respuesta.

Tal vez Renzo advirtió la falta de convicción en sus palabras, porque, aunque empezó a mover las caderas de nuevo, el ritmo era mucho más lento, casi insoportable, como si estuviera infligiéndole un tormento en vez de haciéndole el amor.

–Renzo… –protestó.

–¿Qué pasa? –respondió él como si tal cosa.

¿Cómo podía parecer tan calmado, cuando ella no podía aguantar más? Lo necesitaba, necesitaba ese orgasmo… Claro que mantener el control en cualquier situación era lo que a Renzo se le daba mejor.

–No juegues conmigo –le dijo.

–Creía que te gustaba jugar –murmuró él–. Quizá… –le susurró al oído– debería hacerte suplicar.

–¡Ah, no!, ¡de eso nada! –exclamó Darcy, agarrándolo por las nalgas para retenerlo contra sí.

Renzo se echó a reír y por fin le dio lo que quería y comenzó a mover las caderas tan deprisa y con tanta fuerza que una escalada de placer sacudió a Darcy hasta que, entre intensos gemidos, le sobrevino el ansiado orgasmo. A Renzo le llegó poco después, y dejó escapar un largo gruñido de satisfacción.

La sostuvo entre sus brazos hasta que dejó de temblar, y luego la enjabonó con tal ternura que parecía que estuviese intentando compensarla por aquella sesión de sexo casi salvaje. Luego tomó una toalla y la secó con delicadeza antes de llevarla en volandas al enorme dormitorio.

La depositó sobre la cama, se tumbó a su lado y después de taparlos a ambos con la sábana y la colcha, le rodeó la cintura con los brazos. Darcy se notaba somnolienta, y suponía que él también lo estaría, pero deberían tener algo de conversación, y no solo aparearse como animales y luego quedarse dormidos. Pero ¿no era eso lo único que había en su relación, el sexo?

–¿Qué tal tu viaje? –se obligó a preguntarle.

–Dudo que te interese.

–Sí que me interesa.

–Lo que tú digas –murmuró él, antes de bostezar–. El hotel está casi terminado, y me han encargado el diseño de una nueva galería de arte en Tokio. Ha ido bien y ha sido un viaje provechoso, aunque agotador.

–¿Alguna vez has pensado en bajar un poco el ritmo?, ¿en quedarte en un segundo plano y limitarte a disfrutar de tu éxito?

–La verdad es que no –contestó él con otro bostezo.

–¿Por qué no? –insistió ella, aunque notaba que lo estaba irritando con sus preguntas.

–Porque alguien que ha llegado tan alto como yo he llegado no puede permitirse bajar el ritmo. Hay cientos de arquitectos que vienen pisando fuerte y a los que les encantaría estar donde yo estoy. Si le quitas el ojo a la pelota, aunque solo sea un momento, estás perdido –le explicó Renzo–. ¿Por qué no me cuentas tú cómo te ha ido a ti la semana? –murmuró acariciándole un pezón.

–¡Bah, yo no tengo nada interesante que contar! Lo único que hago es servir mesas –contestó ella.

Cerró los ojos, dando por hecho que iban a dormir, pero se equivocaba, porque Renzo se puso a masajear sus pechos y a frotar su creciente erección contra su trasero hasta que ella lo instó con un gemido a que la poseyera, y la penetró desde atrás, encontrándola húmeda y lista para él.

Mientras se movía dentro y fuera de ella la besaba en el cuello y jugueteaba con sus pezones, y pronto Darcy llegó al clímax, temblorosa y jadeante. Llevaban dos orgasmos en menos de una hora, y al poco rato, incapaz de seguir luchando contra el cansancio y el sopor que se estaba apoderando de ella, se quedó profundamente dormida.

Cuando se despertó, notó que Renzo se levantaba de la cama y lo oyó salir de la habitación. Al abrir los ojos y mirar hacia la ventana, vio que estaba atardeciendo. Los últimos rayos del sol teñían las hojas de los árboles, y a lo lejos se oía el canto de un mirlo.

Los frondosos árboles de los jardines de Eaton Square, adonde daban las ventanas del dormitorio, hacían que pareciese que estaban en medio del campo en vez de en Londres. Pero era solo una ilusión; más allá de aquella exclusiva zona residencial se alzaban edificios con apartamentos y tiendas en rebajas, y se extendían calles de aceras no tan limpias, con montones de coches y conductores enfadados tocando el claxon. Y a unas cuantas estaciones de metro, aunque pareciese que fuesen millones de kilómetros, en una galaxia distinta, estaba el minúsculo apartamento que para ella era su hogar.

A veces aquello se le antojaba como algo sacado de una novela rosa, la típica historia del multimillonario y su amante, la camarera, porque esas cosas no solían pasarles a chicas como ella. Pero Renzo jamás se había aprovechado de ella; nunca le había pedido nada que ella no hubiera estado dispuesta a darle. Además, tampoco era culpa de Renzo que lo que seguramente había pretendido que fuese un romance de una sola noche, se hubiese alargado hasta devenir en la extraña relación que tenían. Una relación que solo existía entre las paredes de su apartamento porque, como si hubieran llegado a un tácito acuerdo, nunca salían a cenar, ni a tomar una copa, ni a bailar, ni le había presentado a sus amigos… Claro que los amigos de Renzo eran gente rica e influyente, como él, que no tenían nada en común con ella. Por no mencionar lo raro que sería que empezasen a aparecer juntos en actos públicos cuando ni siquiera eran una pareja de verdad.

No, Darcy tenía los pies en el suelo. Y también el suficiente sentido común como para saber que Renzo Sabatini era como ese cucurucho de helado que se tomaba en un día soleado. Por delicioso que fuera su sabor, y aunque fuera el mejor helado que se hubiera probado, se sabía que no duraría mucho.

Cuando oyó pasos, alzó la mirada y vio a Renzo entrando en el dormitorio con una taza en cada mano.

–¿Tienes hambre? –le preguntó, deteniéndose junto a la cama.

–No mucha, pero sed sí que tengo.

–Me lo imaginaba –respondió él, inclinándose para depositar un beso en sus labios–. Por eso te he traído esto.

Darcy esbozó una media sonrisa y tomó la taza de té que le tendía, y Renzo se fue hacia el escritorio, donde dejó su taza para ponerse unos vaqueros. Luego se sentó, se puso las gafas, y encendió el ordenador, que había dejado suspendido, y al rato estaba ya tan enfrascado en lo que estaba mirando que Darcy se sintió completamente ignorada. Con Renzo sentado de espaldas a ella se sentía como una insignificante pieza en el complejo engranaje de su vida.

–¿Ocurre algo? –inquirió él, como extrañado por su silencio, aunque sin volverse.