Secta - Stefan Malmström - E-Book

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Stefan Malmström

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Beschreibung

Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia. Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así. Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo  une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro. Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir.  Un thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología. 

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Índice de con­te­ni­do
Ca­pí­tu­lo 1
Ca­pí­tu­lo 2
Ca­pí­tu­lo 3
Ca­pí­tu­lo 4
Ca­pí­tu­lo 5
Ca­pí­tu­lo 6
Ca­pí­tu­lo 7
Ca­pí­tu­lo 8
Ca­pí­tu­lo 9
Ca­pí­tu­lo 10
Ca­pí­tu­lo 11
Ca­pí­tu­lo 12
Ca­pí­tu­lo 13
Ca­pí­tu­lo 14
Ca­pí­tu­lo 15
Ca­pí­tu­lo 16
Ca­pí­tu­lo 17
Ca­pí­tu­lo 18
Ca­pí­tu­lo 19
Ca­pí­tu­lo 20
Ca­pí­tu­lo 21
Ca­pí­tu­lo 22
Ca­pí­tu­lo 23
Ca­pí­tu­lo 24
Ca­pí­tu­lo 25
Ca­pí­tu­lo 26
Ca­pí­tu­lo 27
Ca­pí­tu­lo 28
Ca­pí­tu­lo 29
Ca­pí­tu­lo 0
Ca­pí­tu­lo 31
Ca­pí­tu­lo 32
Ca­pí­tu­lo 33
Ca­pí­tu­lo 34
Ca­pí­tu­lo 35
Ca­pí­tu­lo 36
Ca­pí­tu­lo 37
Ca­pí­tu­lo 38
Ca­pí­tu­lo 39
Ca­pí­tu­lo 40
Ca­pí­tu­lo 41
Ca­pí­tu­lo 42
Ca­pí­tu­lo 43
Ca­pí­tu­lo 44
Ca­pí­tu­lo 45
Ca­pí­tu­lo 46
Ca­pí­tu­lo 47
Ca­pí­tu­lo 48
Ca­pí­tu­lo 49
Ca­pí­tu­lo 50
Ca­pí­tu­lo 51
Ca­pí­tu­lo 52
Ca­pí­tu­lo 53
Ca­pí­tu­lo 54
Ca­pí­tu­lo 55
Nota del autor

Título ori­gi­nal: Kult

© Stefan Malmström 2019. All rights re­ser­ved. Ori­gi­nally pu­blished in the Swe­dish lan­g­ua­ge under the title Hjärntvät­tad in 2017. En­glish lan­g­ua­ge edi­t­ion © Stefan Malmström 2019

© de la tra­duc­ción: 2020, Alba Se­rra­no Gi­mé­nez

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

Fo­to­gra­fía de cu­b­ier­ta: Shut­ters­tock

___________________

1.ª edi­ción: oc­tu­bre 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2020: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

«La noche ha caído en nues­tra tierra.

¡Las es­tre­llas la ilu­mi­nan, re­lu­c­ien­tes, bri­llan­tes!

Nues­tros mundos pe­q­ue­ños de­am­bu­lan, dis­tan­tes.

La os­cu­ri­dad parece no tener fin.

La os­cu­ri­dad y el cre­pús­cu­lo y la pro­fun­di­dad,

¿por qué? ¿Por qué los amo?

Aunque las es­tre­llas erren lejos.

La tierra es aún el hogar de la hu­ma­ni­dad».

Erik Blom­berg

Todos los per­so­na­jes que apa­re­cen en este libro —ex­cep­to los per­so­na­jes pú­bli­cos re­co­no­ci­bles— son fic­ti­c­ios, y cual­q­u­ier pa­re­ci­do con per­so­nas reales, ya estén vivas o muer­tas, es pura coin­ci­den­c­ia.

1

A Luke le tembló la mano cuando in­ten­tó meter la llave en la ce­rra­du­ra. Algo iba mal, muy mal.

—¡Abre la puerta de una vez! —gritó The­re­se, la ex­mu­jer de Viktor, de pie detrás de Luke y al borde de la his­te­r­ia. A las ocho y media de la tarde de un lunes, es­ta­ban ante la puerta del piso de Viktor, en la ter­ce­ra planta del número 30 de la calle Ala­me­dan, en el centro de Karls­kro­na.

Luke mal­di­jo. La llave no quería entrar.

—Debes de ha­ber­te eq­ui­vo­ca­do de llave —dijo Luke—. Esta no entra.

The­re­se lo agarró del brazo y trató de qui­tár­se­la.

—Dámela. Ya lo hago yo.

Luke apartó el brazo con brus­q­ue­dad.

—No, yo lo haré —le espetó, y al mo­men­to se sintió cul­pa­ble por la as­pe­re­za de sus pa­la­bras. No era justo ha­blar­le de ese modo a The­re­se. Tenía de­re­cho a que la pre­o­cu­pa­ción la con­su­m­ie­ra. Viktor ten­dría que haber lle­ga­do con Agnes, la hija de cuatro años de ambos, a casa de Luke para cenar a las seis de la tarde, y de eso hacía ya dos horas y media. Luke había lla­ma­do a Viktor cuando pasaba una hora de la cita, pero no le con­tes­tó. Una hora más tarde, Luke, pre­o­cu­pa­do, de­ci­dió salir de su cabaña y se di­ri­gió al piso de cinco ha­bi­ta­c­io­nes y 275 metros cua­dra­dos de Viktor, en un es­pec­ta­cu­lar edi­fi­c­io de la­dri­llo visto. Hacía tres años que Viktor, su mejor amigo, vivía allí. Desde que se había di­vor­c­ia­do de The­re­se.

Al llegar a la ter­ce­ra planta, Luke oyó música y pensó que Viktor es­ta­ría dentro con Agnes. Pero nadie res­pon­día al timbre. Tras llamar y apo­rre­ar la puerta du­ran­te diez mi­nu­tos, no le quedó más re­me­d­io que te­le­fo­ne­ar a The­re­se para pe­dir­le su llave.

So­na­ron cuatro tonos y The­re­se res­pon­dió. Se oía mucho ruido y con­ver­sa­c­io­nes de fondo. Estaba en una fiesta de tra­ba­jo y se mostró irri­ta­da y ner­v­io­sa cuando le pre­gun­tó si le podía traer su llave. Había dejado a Agnes con Viktor a las cinco de la tarde y todo le había pa­re­ci­do normal. Le dijo que le lle­va­ría la llave en­se­g­ui­da.

Cuando col­ga­ron, Luke pulsó el botón del as­cen­sor para man­dar­lo abajo, de manera que The­re­se no per­d­ie­ra tiempo su­b­ien­do por las es­ca­le­ras. Al cabo de diez mi­nu­tos oyó que el as­cen­sor se ponía en marcha y paraba en la ter­ce­ra planta. The­re­se apa­re­ció ante él. Iba muy arre­gla­da.

—No ten­dría que haber acep­ta­do la cus­to­d­ia com­par­ti­da. —Fueron las pri­me­ras pa­la­bras que sa­l­ie­ron de su boca—. Viktor apenas puede cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a cuidar de una niña?

Mien­tras le daba la llave a Luke, siguió que­ján­do­se:

—Ya me ha es­tro­pe­a­do la noche. Es­tá­ba­mos ce­le­bran­do el mayor en­car­go en toda la his­to­r­ia de la em­pre­sa y justo íbamos a sen­tar­nos a cenar un menú de tres platos. Esta me la va a pagar, que le quede claro.

Unos mi­nu­tos des­pués, aq­ue­lla calma con­te­ni­da se había con­ver­ti­do en un pánico puro, vis­ce­ral. Era la pri­me­ra vez que Luke veía a una madre ate­rro­ri­za­da por la se­gu­ri­dad de su hijo, y le pa­re­ció la emo­ción más po­de­ro­sa de la que había sido tes­ti­go en toda su vida. In­clu­so au­men­tó su de­ses­pe­ra­ción por entrar al piso cuanto antes.

Ins­pec­c­io­nó la llave. Al prin­ci­p­io pen­sa­ba que era una de esas que fun­c­io­nan igual por las dos caras, pero ahora se daba cuenta de que quizás la había estado usando al revés. Le dio la vuelta y entró bien en la ranura. La giró y oyó el clic del ce­rro­jo. Empujó la pesada puerta y el sonido de la música le mar­ti­lleó los tím­pa­nos. Era jazz.

«Qué raro —pensó—. A Viktor no le gusta el jazz».

En­cen­dió la luz del salón y entró en el piso, ele­gan­te y mi­ni­ma­lis­ta. Viktor no había re­pa­ra­do en gastos cuando se di­vor­ció de The­re­se. Había com­pra­do aquel in­m­ue­ble y lo había re­no­va­do casi por com­ple­to. Cocina nueva, baños por es­tre­nar, suelos res­t­au­ra­dos y una mano de pin­tu­ra: una re­for­ma in­te­gral. Había con­tra­ta­do a una em­pre­sa de de­co­ra­ción de in­te­r­io­res y le había dado vía libre. Le costó una for­tu­na, pero si al­g­u­ien podía per­mi­tír­se­lo era Viktor. El suelo del re­ci­bi­dor, de bal­do­sas cua­dra­das blan­cas y negras, pa­re­cía un ta­ble­ro de aje­drez. Las pa­re­des eran blan­cas, y sobre un pe­q­ue­ño se­cre­ter negro col­ga­ba una obra del ar­tis­ta de la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge Kjell Hobjer: un gran pez rojo que ocu­pa­ba prác­ti­ca­men­te todo el lienzo sobre un fondo azul bri­llan­te.

En la cabeza de Luke se amon­to­na­ban pre­gun­tas, pero no res­p­ues­tas. ¿Una fuga de gas? Ima­gi­nó a Viktor y Agnes tum­ba­dos en la cama, in­cons­c­ien­tes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía con­tra­ta­da a una mujer de la lim­p­ie­za que solía venir los do­min­gos.

«Esto es ra­rí­si­mo», volvió a pensar Luke. El apar­ta­men­to estaba a os­cu­ras y sonaba jazz a todo vo­lu­men. Eso no era propio de Viktor.

—¡Viktor! —gritó Luke. The­re­se lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la ha­bi­ta­ción de su hija, en­cen­dió la luz, miró dentro y luego siguió bus­can­do por el piso. Luke tam­bién miró en la ha­bi­ta­ción. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los co­ji­nes de color rosa y los pe­lu­ches des­can­sa­ban en el pe­q­ue­ño sillón rojo, bien co­lo­ca­dos en fila. El libro de cuen­tos de hadas que Luke le había leído el do­min­go an­te­r­ior por la noche seguía en la mesita.

Luke corrió hacia el enorme salón. El or­de­na­dor, del que salía la música, estaba en­cen­di­do. The­re­se se había que­da­do de pie en la en­tra­da del salón. Luego gritó y de­sa­pa­re­ció en su in­te­r­ior. Un se­gun­do des­pués, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a The­re­se in­cli­nar­se sobre Agnes, que estaba tum­ba­da con su ca­mi­són en el sofá gris claro. Había vo­mi­ta­do y pa­re­cía dormir pro­fun­da­men­te.

Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor col­gan­do sin vida, ahor­ca­do en la puerta del baño.

2

Luke corrió hacia Viktor y lo le­van­tó mien­tras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se des­pren­d­ie­ra de la parte su­pe­r­ior. Cuando con­si­g­uió ba­jar­lo, su me­ji­lla se aplas­tó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la pri­me­ra vez que sentía la me­ji­lla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abra­zar­se, pero nunca me­ji­lla con me­ji­lla. Esta era la pri­me­ra vez, y la me­ji­lla de Viktor estaba fría.

—¿Qué dia­blos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mien­tras tum­ba­ba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de desha­cer sin de­ma­s­ia­do éxito el nudo al­re­de­dor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún in­di­c­io de vida en ellos. Buscó su al­ien­to y su pulso en el cuello, pero no los en­con­tró. In­ten­tó re­a­ni­mar­lo varias veces in­su­flán­do­le aire en los pul­mo­nes, pero pronto se rindió. No había res­p­ues­ta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asal­ta­ron los re­c­uer­dos de otra época, cuando había for­ma­do parte de los Re­bel­des del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no pre­sen­c­ia­ba una muerte.

—¡Luke, está muerta!

El llanto de la ex­mu­jer de su amigo se con­vir­tió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a The­re­se, que tra­ta­ba de prac­ti­car­le la re­a­ni­ma­ción car­d­io­pul­mo­nar a Agnes. Se in­cli­nó sobre la niña, puso su boca cerca de la pe­q­ue­ña nariz y sintió un le­ví­si­mo mo­vi­m­ien­to de aire.

—Res­pi­ra —dijo Luke.

Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida al­fom­bra tur­q­ue­sa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pul­mo­nes. Des­pués, pre­s­io­nó con las dos manos el pecho de la niña. Tras tr­ein­ta com­pre­s­io­nes, le dio su móvil a The­re­se.

—¡Llama a una am­bu­lan­c­ia! ¡Ahora!

Volvió a in­cli­nar­se y siguió so­plan­do y pre­s­io­nan­do al­ter­na­ti­va­men­te. Se dio cuenta de que, si no era cui­da­do­so, podía rom­per­le las cos­ti­llas, tan pe­q­ue­ñas, y aflojó las com­pre­s­io­nes. La miraba a la cara cuando pre­s­io­na­ba, con la es­pe­ran­za de per­ci­bir alguna señal de vida.

—Venga, Agnes —su­pli­có—. Tienes que lo­grar­lo. Por favor.

Luke miró a The­re­se. Estaba sen­ta­da y se había que­da­do pa­ra­li­za­da con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada com­pren­si­ble y volvió a coger el te­lé­fo­no.

—Sigue pre­s­io­nan­do. Tr­ein­ta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mien­tras se le­van­ta­ba y mar­ca­ba el número de emer­gen­c­ias. Una mujer con­tes­tó de in­me­d­ia­to.

—Ne­ce­si­to una am­bu­lan­c­ia. Es ur­gen­te. Calle Ala­me­dan tr­ein­ta. Hay dos per­so­nas: una esta muerta y la otra es una niña que to­da­vía res­pi­ra —dijo ace­le­ra­do.

—¿Puede re­pe­tir­lo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vo­ca­li­zar. Tam­bién ne­ce­si­to saber su nombre —dijo la te­le­o­pe­ra­do­ra.

Cuando Luke estaba es­tre­sa­do se le notaba más el acento ame­ri­ca­no y a los suecos les cos­ta­ba en­ten­der­lo.

—Luke Berg­mann. Ne­ce­si­ta­mos una am­bu­lan­c­ia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!

—Bien, trate de cal­mar­se para que yo pueda en­ten­der bien la in­for­ma­ción. Ins­pi­re hondo y luego dígame dónde se en­c­uen­tra. Ne­ce­si­to la di­rec­ción y la lo­ca­li­dad.

Luke apretó los dien­tes. Ins­pi­ró hondo y se es­for­zó para hablar len­ta­men­te.

—La di­rec­ción es calle Ala­me­dan número tr­ein­ta, en Karls­kro­na. Dos per­so­nas. Una está muerta. La otra es una niña pe­q­ue­ña que se está mu­r­ien­do y que se va a morir seguro si no envía una mal­di­ta am­bu­lan­c­ia. ¡Ahora!

—¿Me puede decir qué ha pasado? —pre­gun­tó la mujer.

—¿Y qué más da? —soltó Luke con ter­q­ue­dad—. No sé qué ha pasado. Hemos en­tra­do en el piso y nos hemos en­con­tra­do con esto.

—No puedo mandar una am­bu­lan­c­ia si no en­t­ien­do bien la si­t­ua­ción. Ne­ce­si­to ase­gu­rar­me de que lo que me está di­c­ien­do es real, de que es una emer­gen­c­ia de verdad.

Luke bajó la voz para trans­mi­tir miedo en lugar de rabia.

—Le pro­me­to que es real. Por favor.

La mujer se quedó en si­len­c­io du­ran­te un par de se­gun­dos.

—Le mando dos am­bu­lan­c­ias.

The­re­se llo­ra­ba e in­su­fla­ba aire en los pul­mo­nes de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la al­fom­bra de color acuoso, con el pelo rubio y largo es­par­ci­do al­re­de­dor de la cabeza y su ca­mi­són blanco. Las lá­gri­mas de The­re­se habían sal­pi­ca­do la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo im­pre­s­io­nan­te que sería cuando se con­vir­t­ie­ra en una ado­les­cen­te. Viktor y él habían ha­bla­do de eso justo el do­min­go pasado. Agnes estaba mi­ran­do su pro­gra­ma de te­le­vi­sión fa­vo­ri­to, Anki y Pytte, y se reía tan des­ca­ra­da­men­te con las ocu­rren­c­ias del patito pro­ta­go­nis­ta que Viktor y Luke de­ja­ron de pre­pa­rar la cena solo para mi­rar­la.

—Cuando crezca va a tener pro­ble­mas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.

—Yo creo que es más pro­ba­ble que los chicos vayan a tener pro­ble­mas con­mi­go —res­pon­dió Viktor.

A Luke se le borró la son­ri­sa de la boca y se cruzó de brazos.

—Y con­mi­go —dijo.

Más tarde, sonó el te­lé­fo­no. Viktor se metió en el des­pa­cho y le pidió a Luke que lle­va­ra a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los de­di­tos por el brazo mus­cu­lo­so y ta­t­ua­do de Luke y le pre­gun­tó por qué no se lavaba mejor. El co­ra­zón se le de­rri­tió to­da­vía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a en­ros­car los dedos en su pelo grueso y oscuro mien­tras, con­f­ia­da, se dormía entre sus brazos.

—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Res­pi­ra! ¡Por favor! —The­re­se se quedó sin al­ien­to tras in­ten­tar, por cuarta vez, llenar de aire los pul­mo­nes de la pe­q­ue­ña. Agnes estaba tum­ba­da con la boca medio ab­ier­ta y los ojos ce­rra­dos. Las bellas y largas pes­ta­ñas se le habían pegado a la piel. Pa­re­cía estar dur­m­ien­do tran­q­ui­la­men­te. Solo que esta vez quizás no vol­v­ie­ra a des­per­tar­se nunca.

La rabia de Luke hacia la te­le­o­pe­ra­do­ra se des­va­ne­ció. La sus­ti­tu­yó un es­ca­lo­frío que le re­co­rrió el cuerpo. Le su­su­rró una ora­ción al Dios en el que no creía.

—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que qu­ie­ras.

¿Dónde de­mo­n­ios es­ta­ban las am­bu­lan­c­ias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más in­ten­sa y ahogó el sonido de los es­f­uer­zos que The­re­se hacía por de­vol­ver­le la vida a su hija. Un te­cla­do eléc­tri­co y una gui­ta­rra ri­va­li­za­ban para ver quién podía tocar más notas por se­gun­do.

«Qué música tan car­gan­te», pensó Luke. Em­pe­za­ba a tener náu­se­as y le tem­bla­ban las pier­nas. Tenía que de­te­ner ese ruido. Con las pier­nas va­ci­lan­tes, se di­ri­gió al or­de­na­dor y lo apagó. En la mesa había un pe­q­ue­ño tarro rojo con la tapa ab­ier­ta y polvo blanco en el in­te­r­ior. Al lado, un vaso con una pasta gra­nu­lo­sa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media ta­ble­ta de cho­co­la­te con leche Ma­ra­b­ou. Luke había notado un leve sabor a cho­co­la­te cuando había tra­ta­do de re­a­ni­mar a Agnes. Oyó si­re­nas a lo lejos.

—¡Luke! ¡Ha dejado de res­pi­rar! ¡Agnes, no!

The­re­se co­men­zó a gritar, con­fun­di­da, y tomó a su hija entre sus brazos. Sen­ta­da en el suelo, se sa­cu­día fre­né­ti­ca­men­te hacia de­lan­te y hacia atrás. Luke se arro­di­lló y las abrazó a las dos muy fuerte.

3

Ron­neby, 5 de oc­tu­bre de 1991

—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?

El tipo que le hacía esta pre­gun­ta a Jenny se lla­ma­ba Peter. Tenía vein­ti­cin­co años, seis más que ella, y hacía medio que había ob­te­ni­do su MBA en la Uni­ver­si­dad de Lund. Lle­va­ba una cha­q­ue­ta marrón de pana, un pa­ñ­ue­lo rojo al­re­de­dor del cuello, gafas y bigote. Su as­pec­to era aris­to­crá­ti­co, como el de un dandi inglés; un estilo com­ple­ta­men­te dis­tin­to al del resto de chicos que Jenny co­no­cía.

Hacía seis meses que Jenny había ter­mi­na­do el ins­ti­tu­to en Karls­kro­na con ma­trí­cu­la de honor. Ahora tra­ba­ja­ba en una ca­fe­te­ría. Se había tomado un año sa­bá­ti­co y pla­ne­a­ba em­pe­zar los es­tu­d­ios uni­ver­si­ta­r­ios el otoño si­g­u­ien­te.

Se acu­rru­có en el sofá rojo —recién ad­q­ui­ri­do en IKEA— de Vic­to­r­ia, la her­ma­na de su novio Stefan. Vic­to­r­ia vivía en un mo­der­no piso de la calle Kungs­ga­tan, en el centro de Ron­neby. Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­trés años y había in­vi­ta­do a unos amigos a comer tarta. Pla­ne­a­ba or­ga­ni­zar una fiesta más ade­lan­te, a lo largo de ese mes.

Peter estaba hun­di­do en un sillón en­fren­te del sofá y su­je­ta­ba un ci­ga­rri­llo con ele­gan­c­ia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Ha­bla­ban mucho de po­lí­ti­ca, cosa que a Jenny no le in­te­re­sa­ba nada. La co­a­li­ción bur­g­ue­sa había ganado las elec­c­io­nes y había puesto fin a una etapa de tres le­gis­la­tu­ras so­c­ial­de­mó­cra­tas se­g­ui­das. Justo ese día, el con­ser­va­dor Carl Bildt había tomado po­se­sión del cargo de primer mi­nis­tro. Peter pen­sa­ba que Suecia había re­gre­sa­do al buen camino.

Desde el im­pre­s­io­nan­te equipo de sonido Pio­ne­er, la sedosa voz de Whit­n­ey Hous­ton los en­vol­vía: I’m your baby to­night.

A la iz­q­u­ier­da de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la de­re­cha, la her­ma­na mayor de Stefan, Vic­to­r­ia. De las ocho per­so­nas que había en el salón, Jenny solo co­no­cía a ellos dos. La última vez que había estado sen­ta­da en un sofá con Vic­to­r­ia había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un do­min­go a la hora de la me­r­ien­da. Ese día, Stefan le había pre­sen­ta­do a sus padres en medio de un am­b­ien­te tenso que Vic­to­r­ia había de­ci­di­do re­la­jar un poco. De pronto dio un res­pin­go, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».

¡Qué mala había sido Vic­to­r­ia! Jenny quiso que se la tra­ga­ra la tierra. In­ten­tó pro­tes­tar, pero no sirvió de nada. Se puso com­ple­ta­men­te roja. Estaba segura de que toda la fa­mi­l­ia de su novio pen­sa­ba que tenía gases.

Así que esa era la se­gun­da vez en solo unas se­ma­nas que se son­ro­ja­ba mien­tras estaba sen­ta­da en un sofá. La pre­gun­ta de Peter hizo que todo el mundo ca­lla­ra y mirara a Jenny. «¡Odio po­ner­me roja todo el tiempo!», pensó. Siem­pre la había in­co­mo­da­do ser el centro de aten­ción. Hablar de­lan­te de sus com­pa­ñe­ros en clase le su­po­nía una tor­tu­ra, aunque sabía que era guapa y una de las me­jo­res es­tu­d­ian­tes de su ins­ti­tu­to. Cuando los pro­fe­so­res re­par­tí­an los exá­me­nes y anun­c­ia­ban las notas en voz alta, una cos­tum­bre en las aulas de Suecia, casi siem­pre era ella quien había ob­te­ni­do los me­jo­res re­sul­ta­dos. Pero le mo­les­ta­ba te­rri­ble­men­te oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las me­ji­llas au­to­má­ti­ca­men­te. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocu­rría in­clu­so antes de que re­par­t­ie­ran los exá­me­nes: se son­ro­ja­ba solo de pensar que pronto iba a po­ner­se roja.

En el salón de Vic­to­r­ia, todos mi­ra­ron a Jenny. Los pen­sa­m­ien­tos se le arre­mo­li­na­ron en la cabeza. Se sintió pre­s­io­na­da y ner­v­io­sa. De modo que, na­tu­ral­men­te, se ru­bo­ri­zó.

—¿Qué qu­ie­res decir? —pre­gun­tó.

Peter sonrió.

—Bueno, piensa en 1787. Y trata de pr­o­yec­tar una imagen que aso­c­ies a este año.

Jenny dudó, pero se sentía obli­ga­da a res­pon­der.

—Mu­je­res con ves­ti­dos bo­ni­tos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.

—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?

—No lo sé.

Peter no se rindió.

—¿Qué pen­sa­m­ien­to ha venido a tu cabeza la pri­me­ra vez que te he hecho la pre­gun­ta?

—Mmm. ¿París, quizás?

—¡Genial! ¿Qué lugar con­cre­to de París? ¿Ves algún edi­fi­c­io?

Jenny cerró los ojos. Se agarró a la pri­me­ra imagen que le vino a la cabeza.

—Un pa­la­c­io. Ver­sa­lles.

—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?

—¿Yo?

—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?

Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.

—No lo sé. ¿Quizás una de las per­so­nas que baila?

—Des­crí­be­te.

Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus pár­pa­dos, vi­s­ua­li­zó un gran salón de baile lleno de gente en­ga­la­na­da con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un ves­ti­do de baile blanco. Reía y bai­la­ba.

—Llevo un ves­ti­do blanco. Tam­bién peluca, porque el pei­na­do es muy vo­lu­mi­no­so y está ador­na­do con perlas. Ah, y una más­ca­ra.

Se quedó en si­len­c­io, un poco sor­pren­di­da por todos los de­ta­lles que aca­ba­ba de re­ve­lar, aunque sos­pe­cha­ba de dónde podía ha­ber­los sacado. El año pasado habían leído sobre la Re­vo­lu­ción fran­ce­sa en clase. A ella le había fas­ci­na­do la his­to­r­ia de María An­to­n­ie­ta y había cogido un libro pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.

—¿Quién eres?

—Una mujer noble de la corte. —La res­p­ues­ta le llegó de re­pen­te—. Mi deber es tem­plar a la reina. Ese es mi tra­ba­jo. —Sonrió y miró a los demás. Le de­vol­v­ie­ron la son­ri­sa.

—¡Fan­tás­ti­co! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en par­ti­cu­lar?

Peter se in­cli­nó hacia Jenny. La música había parado y la ha­bi­ta­ción estaba en si­len­c­io. Luego le pre­gun­tó:

—¿Puede ser que lo que acabas de con­tar­nos sea un re­c­uer­do y no solo fruto de tu ima­gi­na­ción?

Jenny miró a su al­re­de­dor. Los demás la ob­ser­va­ban con in­te­rés. Estaba claro que para ellos aq­ue­lla con­ver­sa­ción no era ex­tra­ña. Se di­ri­gió a Peter:

—¿Te re­f­ie­res a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una car­ca­ja­da—. Sí, quizás sí. Pero tam­bién puede ser que me esté acor­dan­do de un libro sobre María An­to­n­ie­ta que cogí pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca hace unos meses.

—¿Por qué crees que es­ta­bas in­te­re­sa­da en María An­to­n­ie­ta? —res­pon­dió rá­pi­da­men­te Peter.

Quizás lo que decía tu­v­ie­ra sen­ti­do, pensó Jenny. Aquel pe­r­io­do his­tó­ri­co la fas­ci­na­ba. Al leer el libro, había de­se­a­do vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alo­ja­do en el pa­la­c­io de Ver­sa­lles. Y le atraía la idea de las vidas pa­sa­das.

—Mucha gente cree en la re­en­car­na­ción —con­ti­nuó Peter, que seguía in­cli­na­do y ahora estaba apa­gan­do su ci­ga­rri­llo en un grueso ce­ni­ce­ro de mármol—. Más de mil mi­llo­nes de per­so­nas en todo el mundo, con­tan­do solo a los bu­dis­tas y los hin­d­uis­tas. ¿Quién dice que los oc­ci­den­ta­les tienen razón?

Jenny afirmó con la cabeza.

—No todo el mundo ha tenido una vida tan in­te­re­san­te como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A fi­na­les del siglo xviii, yo era un gran­je­ro pio­jo­so del montón en la pro­vin­c­ia de Es­ca­n­ia.

Todo el mundo rio. Hubo muchas más car­ca­ja­das du­ran­te el resto de la velada, además de otras con­ver­sa­c­io­nes sobre vidas pa­sa­das y aca­lo­ra­das dis­cu­s­io­nes sobre la ca­li­dad de la música de Nir­va­na y sobre si Mikh­ail Gor­ba­chev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aq­ue­llas per­so­nas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la res­pe­ta­ban y que es­ta­ban ge­n­ui­na­men­te in­te­re­sa­dos en ella. Eran in­te­li­gen­tes y sim­pá­ti­cos, y no se pre­o­cu­pa­ban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acos­tum­bra­da a ro­de­ar­se de gente así.

Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se di­ri­g­ie­ron a la parada para coger el último au­to­bús a Karls­kro­na.

—Los amigos de Vic­to­r­ia son muy in­te­re­san­tes —dijo Jenny.

—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pa­sa­das es bas­tan­te atrac­ti­vo.

—A mí me cuesta acep­tar­lo —dijo Jenny—. Pero las imá­ge­nes que me han venido a la cabeza se iban ha­c­ien­do más y más con­cre­tas a medida que Peter me iba ha­c­ien­do pre­gun­tas. ¿Y si somos almas que van sal­tan­do de cuerpo en cuerpo? Me en­can­ta­ría que fuera verdad.

An­du­v­ie­ron en si­len­c­io du­ran­te varias de­ce­nas de metros. En la parada, es­pe­ra­ron de pie. El au­to­bús tar­da­ría cinco mi­nu­tos en llegar.

—¿De qué los conoce Vic­to­r­ia? —pre­gun­tó Jenny.

—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la es­c­ue­la pri­ma­r­ia —res­pon­dió Stefan—. La ma­yo­ría siem­pre ha vivido en Karls­kro­na, pero otros fueron lejos a la uni­ver­si­dad y acaban de volver. Mi her­ma­na me ha dicho que al­gu­nos forman parte de un grupo re­li­g­io­so que cree en la re­en­car­na­ción. Cien­c­io­lo­gía, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cris­t­ia­nis­mo. Creo que solo están in­te­re­sa­dos en este asunto de las vidas pa­sa­das y en apren­der téc­ni­cas co­mu­ni­ca­ti­vas. A Vic­to­r­ia todo esto no le llama de­ma­s­ia­do la aten­ción, pero le caen muy bien.

—Y a mí —dijo Jenny.

—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, son­r­ien­do y ro­deán­do­la con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha pa­re­ci­do guapo?

—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.

Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.

4

Miér­co­les, pri­me­ra hora de la mañana en el parque Ho­gland. Había pasado un día y medio desde que habían en­con­tra­do a un padre y a su hija de cuatro años muer­tos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con pre­c­au­ción. Una si­len­c­io­sa niebla ma­tu­ti­na cubría la ciudad, que estaba cons­tr­ui­da sobre tr­ein­ta y tres islas. La niebla evi­ta­ba que el sol ate­rri­za­ra y al­can­za­ra las pocas almas ma­dru­ga­do­ras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karls­kro­na.

Una de aq­ue­llas almas era Luke Berg­mann. A él no le im­por­ta­ba lo más mínimo si bri­lla­ba el sol o si di­lu­v­ia­ba. Ni si­q­u­ie­ra se habría dado cuenta.

Estaba sen­ta­do en un banco del parque con la mirada fija en la bol­si­ta que un ca­me­llo le había puesto en la mano. La bol­si­ta con­te­nía alivio. Po­si­ble­men­te tam­bién muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.

Había re­sis­ti­do la ten­ta­ción du­ran­te die­ci­séis años. Desde que había ate­rri­za­do en Karls­kro­na no había caído en ese agu­je­ro ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hu­b­ie­ra apa­ci­g­ua­do, siem­pre había estado allí.

Lle­va­ba papel de fumar de la marca Rizla en el bol­si­llo y el ca­me­llo le había dado una caja de ce­ri­llas. Tenía todo lo que ne­ce­si­ta­ba.

Se vi­s­ua­li­zó a sí mismo a los trece años, la pri­me­ra vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que fa­lle­ció por una so­bre­do­sis de he­ro­í­na. To­da­vía re­cor­da­ba lo que aquel canuto le hizo sentir: li­be­ra­ción. Una sen­sa­ción de ca­li­dez en el centro de su cuerpo ex­pul­só toda la an­s­ie­dad, la an­gus­t­ia y el pánico.

Des­pués de eso, siguió fu­man­do ma­rih­ua­na. Para él era su­fi­c­ien­te. El resto de chicos de la pan­di­lla con­su­mí­an todo lo que pi­lla­ban: crack, éx­ta­sis, he­ro­í­na, al­co­hol. Pero Luke no.

Cogió el papel de fumar y lo en­ro­lló re­tor­c­ien­do un ex­tre­mo. No quería usar filtro ni mez­clar tabaco. El sol em­pe­za­ba a des­ple­gar su calor. Un grupo de jó­ve­nes con monos de color na­ran­ja, el uni­for­me de su empleo de verano, re­co­gí­an basura cerca de la zona de juegos. Luke sos­tu­vo el porro entre los dedos.

La pri­me­ra noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vuel­tas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La se­gun­da noche la pasó dor­mi­tan­do, ins­ta­la­do en una es­pe­c­ie de pur­ga­to­r­io entre el sueño y la vi­gi­l­ia, y tuvo pe­sa­di­llas sobre la muerte. Todas tra­ta­ban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Tr­out­man de Bro­oklyn, vein­ti­c­ua­tro años atrás —un ado­les­cen­te afro­a­me­ri­ca­no de die­ci­séis años de los Na­va­jas negras— corría hacia él con los ojos ab­ier­tos como platos, dro­ga­do, mi­rán­do­lo fi­ja­men­te y blan­d­ien­do un cu­chi­llo de car­ni­ce­ro. Luke vio que el filo cor­tan­te del cu­chi­llo se acer­ca­ba a su cara y se quedó pa­ra­li­za­do, es­pe­ran­do que el acero se cla­va­ra en su frente. Se des­per­tó justo en el mo­men­to de la muerte, seguro de que todo había ter­mi­na­do. Con­fun­di­do, saltó de la cama para es­ca­par, y cuando re­co­bró la con­c­ien­c­ia estaba ja­de­an­do con el pulso ace­le­ra­do.

Dos chicos jó­ve­nes en­fun­da­dos en sus monos y con bolsas negras de basura se acer­ca­ron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bol­si­llo y se le­van­tó. De­ci­dió irse a casa y fu­már­se­lo allí.

El martes había lla­ma­do a Åsa Nordin, su jefa en Eke­ku­llen, para con­tar­le lo que había ocu­rri­do y pe­dir­le per­mi­so para to­mar­se unos días libres. Eke­ku­llen era una casa de aco­gi­da de Rödeby para jó­ve­nes con un his­to­r­ial de de­li­tos y con­su­mo de drogas. Luke aca­ba­ba de em­pe­zar a tra­ba­jar allí. Antes se había ocu­pa­do du­ran­te ocho años de una casa de aco­gi­da si­mi­lar en Lis­terby, a las af­ue­ras de la ciudad de Ron­neby.

Amanda, su ex­mu­jer, lo había lla­ma­do ese mismo día. Se había en­te­ra­do de lo que había ocu­rri­do y estaba de­so­la­da. Tam­bién co­no­cía bien a Viktor y había coin­ci­di­do con Agnes unas cuan­tas veces. Luke no había ha­bla­do con nadie más en las úl­ti­mas vein­ti­c­ua­tro horas.

Tardó quince mi­nu­tos en llegar a casa, a su pe­q­ue­ña cabaña del barrio de Björkhol­men. No era para nada es­pa­c­io­sa y tenía los techos bajos. Los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro que habían vivido allí a fi­na­les del siglo xvii debían de ser pig­me­os. Cuando aca­ba­ba de mu­dar­se, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto apren­dió dónde tenía que aga­char­se. Hacía cuatro años que se había ena­mo­ra­do de la pe­q­ue­ña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Wi­ll­iams­burg, en Bro­oklyn, donde había cre­ci­do. Su casero había eq­ui­pa­do la cabaña con un ja­cuz­zi, una cocina mo­der­na, una estufa de leña y un patio pe­q­ue­ño pero pre­c­io­so. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle pri­va­do con una barca a menos de cin­c­uen­ta metros de la puerta de en­tra­da. Gra­c­ias a ella, des­cu­brió la tran­q­ui­li­dad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le en­can­ta­ba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se lle­va­ba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.

Fue al dor­mi­to­r­io, sacó el porro y las ce­ri­llas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde apa­re­cía él en una de sus com­pe­ti­c­io­nes de lucha libre. Estaba en­mar­ca­da y col­ga­da encima del ca­be­ce­ro de la cama. Le habían tomado aq­ue­lla foto a los die­ci­n­ue­ve años, cuando solía tratar de pa­re­cer un tipo duro. Qué ri­dí­cu­lo. La des­col­ga­ría en cuanto tu­v­ie­ra fuer­zas para ha­cer­lo.

Estaba ham­br­ien­to. El porro ten­dría que es­pe­rar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el con­ge­la­dor, sacó un plato pre­pa­ra­do y lo metió en el mi­cro­on­das.

Luke y Viktor habían sido amigos ín­ti­mos du­ran­te diez años. Se habían co­no­ci­do a través de sus mu­je­res, que eran pro­fe­so­ras en la misma es­c­ue­la de se­cun­da­r­ia de Karls­kro­na.

Nin­gu­na de las dos pa­re­jas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y em­pe­za­ron a quedar. Luke y Viktor se ca­ye­ron bien desde el primer mo­men­to. Aunque hacía años que Luke vivía en Karls­kro­na, no había hecho de­ma­s­ia­dos amigos más. Cuando se mudó, de­di­ca­ba todo su tiempo a apren­der el idioma y a in­ten­tar adap­tar­se a la cul­tu­ra sueca. Además, al prin­ci­p­io de vivir en Suecia, se des­pla­za­ba a diario a Jämshög, a ochen­ta ki­ló­me­tros de Karls­kro­na, para ter­mi­nar sus es­tu­d­ios de Tra­ba­jo Social.

Nunca antes había tenido un amigo con quien le re­sul­ta­ra tan fácil y cómodo hablar, aunque pa­re­c­ie­ran dia­me­tral­men­te op­ues­tos. Viktor era ex­tro­ver­ti­do, ab­ier­to y se in­te­re­sa­ba mucho por los demás. Luke era un lobo so­li­ta­r­io, ha­bla­ba más bien poco y a veces daba la im­pre­sión de ser huraño. A Viktor le costó ho­rro­res co­no­cer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le con­ta­ra el se­cre­to que solo su mujer sabía: que su pasado in­cluía una vida de drogas y crimen en una banda de Wi­ll­iams­burg y un tra­ba­jo como guar­d­ia de se­gu­ri­dad para la mafia is­ra­e­lí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Lon­dres, donde se había ena­mo­ra­do lo­ca­men­te de Amanda, de Karls­kro­na, que tra­ba­ja­ba como au pair. Y todo lo que vino des­pués: el tras­la­do a Karls­kro­na, los cursos de sueco, las clases de adap­ta­ción y los es­tu­d­ios en Jämshög para con­ver­tir­se en tra­ba­ja­dor social. A Viktor le fas­ci­na­ba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de te­ra­p­ia que había hecho. Habían pasado horas y horas ha­blan­do sobre las di­fe­ren­c­ias entre los dis­tin­tos tipos de te­ra­p­ia.

2008 fue un año te­rri­ble para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó em­ba­ra­za­da des­pués de años de in­ten­tos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos do­lo­res de cabeza ho­rri­bles y pro­ble­mas de visión. Re­sul­ta­ron ser sín­to­mas de un tumor ce­re­bral y ella y su hijo nonato mu­r­ie­ron solo cuatro meses des­pués del diag­nós­ti­co. Viktor, des­tro­za­do, cayó en una pro­fun­da de­pre­sión de la que solo se salvó al co­no­cer a The­re­se, unos meses des­pués. The­re­se era nueve años más joven que él y de una be­lle­za cau­ti­va­do­ra. Viktor se ena­mo­ró de ella al ins­tan­te. Al cabo de tres meses de re­la­ción, The­re­se estaba em­ba­ra­za­da. Se ca­sa­ron medio año des­pués, casi al final del em­ba­ra­zo. En­ton­ces llegó el si­g­u­ien­te golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, The­re­se le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su ex­no­v­io, de quien seguía ena­mo­ra­da. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aq­ue­llo fue de­ma­s­ia­do para Viktor, que tuvo que re­ci­bir ayuda psi­q­uiá­tri­ca. Esta vez, la de­pre­sión fue aún más pro­fun­da, y le costó meses de te­ra­p­ia de crisis volver a ser el que era.

El ma­tri­mo­n­io de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más in­te­re­sa­do en la vida de los ado­les­cen­tes dro­ga­dic­tos con los que tra­ba­ja­ba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ul­ti­má­tum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el di­vor­c­io, y eligió el di­vor­c­io. Así que cuando Viktor cayó en su se­gun­da gran crisis, Luke tenía mu­chí­si­mo tiempo libre. Prác­ti­ca­men­te se mudó con Viktor y lo ayudó, ase­gu­rán­do­se de que se cum­pl­ie­ra el ré­gi­men de vi­si­tas de Agnes. Estaba con­ven­ci­do de que solo gra­c­ias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos es­ta­ban muer­tos.

Mien­tras Luke se comía una pe­chu­ga de pollo ca­len­ta­da al mi­cro­on­das que no sabía nada, re­me­mo­ró las dos imá­ge­nes que ya jamás ol­vi­da­ría: la de Viktor col­gan­do de la puerta del baño y la de Agnes tum­ba­da sin vida sobre la al­fom­bra tur­q­ue­sa. Y volvió a ha­cer­se la pre­gun­ta que cen­tra­ba todos sus pen­sa­m­ien­tos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hu­b­ie­ra qui­ta­do la vida, sino que tam­bién se la hu­b­ie­ra arre­ba­ta­do a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan ho­rri­ble, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las se­ña­les? Había notado a su amigo ex­tra­ña­men­te feliz el sábado por la noche. Le había ha­bla­do de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Ka­li­nin­gra­do. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había que­ri­do dar de­ma­s­ia­dos de­ta­lles. ¿Se había com­por­ta­do así para es­con­der sus ver­da­de­ros planes? ¿Por qué dia­blos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?

Luke estaba fu­r­io­so. Nunca podría en­ten­der a los sui­ci­das. ¿Qué pasa por la mente de una per­so­na que ha de­ci­di­do hacer algo tan irre­ver­si­ble? ¿Por qué su amigo había es­con­di­do aq­ue­llos pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos? ¿Por qué no había con­f­ia­do en él?

Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dor­mi­to­r­io y vio el porro. Al día si­g­u­ien­te con­tac­ta­ría con la psi­có­lo­ga de Viktor. Ne­ce­si­ta­ba en­ten­der por qué.

Lo había de­ci­di­do des­pués de hablar por te­lé­fo­no con la po­li­cía. Lo habían lla­ma­do para que el jueves por la tarde acu­d­ie­ra a la co­mi­sa­ría a leer su tes­ti­mo­n­io y a con­tes­tar al­gu­nas pre­gun­tas más sobre lo ocu­rri­do. Des­pués de hablar con ellos, es­pe­ra­ba que la psi­có­lo­ga de Viktor lo re­ci­b­ie­ra. Tenía que ha­cer­lo, por Viktor. Cogió el porro y la bol­si­ta de hojas verdes. Fue al baño, vació su con­te­ni­do en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una bo­te­lla grande de ron Ca­pi­tán Morgan que aún con­ser­va­ba el pre­cin­to, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así ador­me­ce­ría sus sen­ti­dos sin caer de lleno en la más ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad.

5

Le vol­ví­an a picar los huevos. A Thomas Svärd siem­pre le ocu­rría por la noche, y en­ton­ces el picor lo des­per­ta­ba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afec­ta­da. Era una sen­sa­ción agra­da­ble, pero al rato em­pe­za­ba a pre­o­cu­par­se por si, de tanto fro­tar­se, em­pe­za­ba a san­grar y el placer se con­ver­ti­ría en dolor.

En­cen­dió la luz, se bajó los cal­zon­ci­llos y echó un vis­ta­zo. De­tec­tó una leve rojez y se pre­gun­tó si se la habría pro­vo­ca­do él mismo al ras­car­se o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pe­q­ue­ño col­ga­jo de piel que medía unos pocos cen­tí­me­tros. To­da­vía se ma­re­a­ba cuando lo miraba, así que in­ten­ta­ba ig­no­rar­lo.

No siem­pre podía. A veces lo­gra­ba ol­vi­dar­se de él. Sin em­bar­go, eso era negar la re­a­li­dad. En las úl­ti­mas se­ma­nas, se había ido ha­c­ien­do más y más cons­c­ien­te de su si­t­ua­ción. Ya no tenía pene. Nunca vol­ve­ría a follar. Nunca vol­ve­ría a sentir el placer de la pe­ne­tra­ción. Nunca vol­ve­ría a tener un or­gas­mo.

Lo peor de aq­ue­lla des­gra­c­ia era que seguía ex­ci­tán­do­se tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que fo­lla­ba, re­vi­vía aq­ue­llos mo­men­tos con las niñas y se le­van­ta­ba ca­chon­do. Pero ahora ya no se podía de­sa­ho­gar.

Aq­ue­llo era in­cre­í­ble­men­te cruel. Hu­b­ie­ra sido mejor desha­cer­se de ambas cosas: la ex­ci­ta­ción y la polla. De hecho, si hu­b­ie­ra podido desha­cer­se de la ex­ci­ta­ción no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hu­b­ie­ra valido tanto la pena. Pero perder el ins­tru­men­to que le había pro­por­c­io­na­do ex­pe­r­ien­c­ias tan ma­ra­vi­llo­sas era, pro­ba­ble­men­te, el peor cas­ti­go que le podían haber in­fli­gi­do. La tor­tu­ra más im­pla­ca­ble.

Ahora, cuando se ex­ci­ta­ba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que mo­ver­se, ca­mi­nar sin des­can­so y for­zar­se a pensar en otras cosas para dis­tra­er­se. Tra­ta­ba de in­vo­car pen­sa­m­ien­tos que lo in­co­mo­da­ran. Algo que solía fun­c­io­nar era re­cor­dar el in­ci­den­te de la bañera, que le había ocu­rri­do a los doce años. Más o menos un año antes había des­cu­b­ier­to lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sor­pre­sa. Sen­ta­do en el baño, tiró de su sal­chi­cha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en au­men­to. De pronto, un chorro blanco salió dis­pa­ra­do de la punta y ate­rri­zó en la al­fom­bri­lla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le pre­gun­tó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a lim­p­iar aq­ue­lla mancha blanca y pe­ga­jo­sa con papel hi­gié­ni­co. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con sus­pi­ca­c­ia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.

El día del in­ci­den­te estaba tum­ba­do en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había ol­vi­da­do ce­rrar­la. Mamá entró y, al ver lo que estaba ha­c­ien­do, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hir­v­ien­do y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de su­mer­gir­se un poco en la bañera, pero gran parte del agua hir­v­ien­do lo sal­pi­có. Él au­lla­ba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chis­pas. «¡Esta es la per­di­ción de los hom­bres! ¡Si haces eso, irás al in­f­ier­no!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde du­ran­te tres se­ma­nas. Al fi­na­li­zar la lec­tu­ra le pegaba para «sa­car­le el de­mo­n­io de dentro».

Todo empezó más o menos por en­ton­ces, pero el en­gra­na­je se puso re­al­men­te en marcha solo unas se­ma­nas des­pués. El hijo del vecino, Pa­trick, que tenía ca­tor­ce años, había mon­tan­do una tienda de cam­pa­ña en el bosque. Es­ta­ban ju­gan­do a indios y va­q­ue­ros, y des­pués se reu­n­ie­ron en la tienda. Pa­trick le ordenó a Su­san­ne, que tenía doce años, que se qui­ta­ra los pan­ta­lo­nes y la ropa in­te­r­ior y se tum­ba­ra boca arriba. Había cinco niños más. Pa­trick se deshi­zo de los pan­ta­lo­nes y los cal­zon­ci­llos. Le había salido un poco de pelo al­re­de­dor de la polla. Thomas no pudo apar­tar la vista. Era la pri­me­ra vez que veía el pene erecto de otra per­so­na, largo y pun­t­ia­gu­do. Pa­trick se lo agarró y se tumbó encima de Su­san­ne, que estaba ahí tirada, en si­len­c­io. En­ton­ces empezó a fo­llár­se­la. Pero el sonido de unas voces que se apro­xi­ma­ban lo in­te­rrum­pió.

Aunque Pa­trick se había que­da­do a medias, a Svärd la escena lo había im­pre­s­io­na­do mucho. La suave vagina de Su­san­ne, libre de pelos negros as­q­ue­ro­sos. La lanza pun­t­ia­gu­da acer­cán­do­se y pe­ne­trán­do­la. En aquel mo­men­to había en­ten­di­do para qué servía aq­ue­lla he­rra­m­ien­ta.

Se sentó en la cama, des­can­só los pies en la al­fom­bra sucia y an­dra­jo­sa, en­cen­dió un ci­ga­rri­llo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se le­van­tó y re­co­rrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no so­por­ta­ba orinar. El chorro salía dis­pa­ra­do en todas di­rec­c­io­nes, y el lí­q­ui­do se dis­per­sa­ba, sal­va­je. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que que­da­ba del ori­fi­c­io de la uretra ahora fun­c­io­na­ba más o menos como un as­per­sor en un día ca­lu­ro­so de verano.

El baño no era grande. Cons­tr­ui­do a me­d­ia­dos del siglo pasado, por lo menos era bas­tan­te bonito y lu­mi­no­so, pero tam­bién era es­tre­cho, y Svärd se había acos­tum­bra­do a entrar de culo. Estaba com­ple­ta­men­te ali­ca­ta­do y el mango de la ducha col­ga­ba de la pared de detrás del ino­do­ro. Cuando se du­cha­ba, todo el baño que­da­ba em­pa­pa­do y des­pués tenía que pa­sar­se quince mi­nu­tos fre­gán­do­lo. Im­po­si­ble que cu­p­ie­se más de un hombre en aquel mal­di­to búnker.

Se le­van­tó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pe­q­ue­ña mesa des­ven­ci­ja­da y en­cen­dió el por­tá­til. Ne­ce­si­ta­ba com­ple­tar los datos del si­g­u­ien­te en­car­go, pero antes de ha­cer­lo entró en Sex­Nor­dics BBS. Se metió en su ga­le­ría de fotos y vio que tenía men­sa­jes nuevos. Un im­bé­cil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Se­gu­ra­men­te había bus­ca­do las marcas de na­ci­m­ien­to y ahora estaba con­ven­ci­do de que la niña de la foto no era ella. Tam­bién le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era de­ma­s­ia­do mayor para su gusto.

Svärd sopesó el co­men­ta­r­io de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era su­fi­c­ien­te. La de­man­da del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que es­ta­ban dis­p­ues­tos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años des­nu­da en una pose sexy. Leyó el resto de men­sa­jes y mal­di­jo. Nin­gu­no de aq­ue­llos ca­bro­nes estaba dis­p­ues­to pagar; solo eran im­bé­ci­les que que­rí­an des­car­gar­se las imá­ge­nes gratis, a qu­ie­nes no les im­por­ta­ba que hu­b­ie­ra marcas de agua, porque lo único que que­rí­an era ad­mi­rar su ex­q­ui­si­ta co­lec­ción.

Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Mal­di­ta sea, con eso no podía pa­gar­se ni un vuelo. Tenía que con­se­g­uir más dinero.

Se pasó una hora bus­can­do guar­de­rí­as en el barrio de Kungshol­men, en Es­to­col­mo: había más de veinte. Entró en todas las pá­gi­nas para ver cuáles es­ta­ban ab­ier­tas du­ran­te el verano y se sor­pren­dió al en­con­trar siete. Re­dac­tó una carta para pos­tu­lar­se como pro­fe­sor sus­ti­tu­to y la mandó a las siete, junto con su di­plo­ma fal­si­fi­ca­do de la Uni­ver­si­dad de Linné y un cu­rrí­cu­lum in­ven­ta­do. Usó su an­ti­g­uo nombre falso, Gustav Thor­dén. Estaba seguro de que alguna de aq­ue­llas guar­de­rí­as haría las lla­ma­das co­rres­pon­d­ien­tes para com­pro­bar que todo era verdad. Pero, in­clu­so si lla­ma­ban, les re­sul­ta­ría casi im­po­si­ble en­con­trar a al­g­u­ien du­ran­te las va­ca­c­io­nes. Y si es­ta­ban de­ses­pe­ra­das por con­tra­tar a al­g­u­ien, quizás se sal­ta­ran esa parte del pro­ce­so.

Des­pués con­sul­tó la pre­vi­sión me­te­o­ro­ló­gi­ca para el día si­g­u­ien­te en una página web: so­le­a­do y ca­lu­ro­so todo el vier­nes. Como era la tem­po­ra­da de va­ca­c­io­nes, las zonas de juegos es­ta­rí­an llenas de fa­mi­l­ias con niños pe­q­ue­ños. Cerró el por­tá­til y se metió en la cama con una media son­ri­sa en los labios.

6

Karls­kro­na, 6 de di­c­iem­bre de 1991

—Luego quiero que vayas co­rr­ien­do a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí en­se­g­ui­da y dime lo que has visto. Hant­ver­kar­ga­tan 17 A, ter­ce­ra planta. Podrás en­con­trar­lo, ¿verdad?

Jenny sus­pi­ró por lo bajo. Aunque a re­ga­ña­d­ien­tes, ad­mi­ra­ba a aquel ju­ga­dor de fútbol a quien todo el mundo lla­ma­ba Piddle y que se había atre­vi­do a retar a Peter. Miró a Piddle, que a su vez miraba a Peter con aten­ción. Ya no bro­me­a­ba. En los úl­ti­mos mi­nu­tos, las me­ji­llas se le habían en­ro­je­ci­do, el vo­lu­men de su voz había au­men­ta­do con­si­de­ra­ble­men­te y su tono se había en­du­re­ci­do.

Piddle, que en re­a­li­dad se lla­ma­ba Per Jo­hans­son, era la es­tre­lla de Karls­kro­na AIF, el equipo de fútbol de la ciudad. Estaba allí porque era amigo de Affe, que iba camino de me­ter­se de cabeza en la cien­c­io­lo­gía (aún no estaba con­ven­ci­do del todo, pero le fal­ta­ba poco). Piddle era po­pu­lar entre la gente joven de la ciudad. Había es­tu­d­ia­do en la Uni­ver­si­dad de Växjö para ser ma­es­tro. In­te­li­gen­te y atrac­ti­vo, su futuro como ju­ga­dor de fútbol pro­me­tía, lo cual no era muy común entre los ju­ga­do­res de Karls­kro­na. A Jenny le caía bien, pero pen­sa­ba que aq­ue­lla noche se podría haber dejado el pa­ñ­ue­lo pa­les­ti­no en casa. Seguro que lo lle­va­ba para pro­vo­car. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era co­mu­nis­ta. El co­mu­nis­mo no estaba nada bien visto entre los cien­ció­lo­gos, de eso no tenía nin­gu­na duda.

Affe jugaba en la liga ju­ve­nil de fútbol con Piddle y le habían en­car­ga­do que cap­ta­ra su in­te­rés. Esa era la es­tra­te­g­ia: con­se­g­uir que gente po­pu­lar, in­te­li­gen­te y famosa de la ciudad sin­t­ie­ra cu­r­io­si­dad por el mo­vi­m­ien­to; luego otros los se­g­ui­rí­an. La idea había salido del Centro de Fa­mo­sos de Holly­wo­od, di­ri­gi­do con éxito por un grupo de cien­ció­lo­gos du­ran­te más de diez años. Habían con­se­g­ui­do re­clu­tar al actor fa­vo­ri­to de Jenny, John Tra­vol­ta, la pri­me­ra es­tre­lla in­ter­na­c­io­nal en con­ver­tir­se a la cien­c­io­lo­gía. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Tra­vol­ta! Y el año an­te­r­ior, Tom Cruise tam­bién se había unido al mo­vi­m­ien­to. Eso era im­por­tan­te, porque si ellos for­ma­ban parte de la cien­c­io­lo­gía, es que algo genial debía de tener.

Aq­ue­lla noche es­ta­ban to­man­do té en el piso de Peter, si­t­ua­do en la calle Vall­ga­tan. Los había in­vi­ta­do para ce­le­brar que había al­can­za­do el estado TO III de la cien­c­io­lo­gía, thetán ope­ran­te nivel tres. Eso sig­ni­fi­ca­ba que estaba tres ni­ve­les por encima del primer nivel de oyente, lla­ma­do Cla­ri­dad, y que por lo tanto ahora podría aban­do­nar su cuerpo y actuar en el mundo ma­te­r­ial solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la in­q­u­ie­ta­ba un poco. ¿Y si de pronto Peter apa­re­cía en su casa cuando ella estaba a punto de du­char­se o se de­di­ca­ba a so­bre­vo­lar su cama en mitad de la noche?

Había can­de­la­bros con velas en­cen­di­das en el suelo, una gran cabeza de Buda ta­lla­da en madera de nogal los miraba desde el es­cri­to­r­io, una im­pre­s­io­nan­te lám­pa­ra de araña col­ga­ba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco, re­don­da y con las patas curvas. El salón pa­re­cía una tienda de an­ti­güe­da­des, un museo de la ga­lan­te­ría de otros tiem­pos y de la bur­g­ue­sía sueca que había in­va­di­do la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge a fi­na­les del siglo xvii.

En la mesita de centro había té de gro­se­lla negra y bo­ca­di­llos, mer­me­la­da de moras de Ro­bin­son y el ape­ri­ti­vo fa­vo­ri­to de Peter: que­si­tos de La vaca que ríe. En los al­ta­vo­ces sonaba Like a prayer, de Ma­don­na. Diez per­so­nas es­ta­ban sen­ta­das en el pe­q­ue­ño salón, al­gu­nas en el suelo y el resto re­par­ti­das entre el sofá de piel marrón y los si­llo­nes. Jenny y Stefan ya se sen­tí­an parte del grupo. Tras la pri­me­ra noche en Ron­neby, habían que­da­do varias veces con ellos para tomar café. En esas ve­la­das, Jenny había apren­di­do mucho sobre la cien­c­io­lo­gía. Peter, y Mikael, Fre­drik y Maria, que tam­bién eran agra­da­bles, in­te­li­gen­tes y so­fis­ti­ca­dos, le habían ab­ier­to un mundo com­ple­ta­men­te nuevo.

Aq­ue­lla era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien osaba con­tra­de­cir a Peter, cues­t­io­nar lo que decía, y el salón en­mu­de­ció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el vo­lu­men de la música. A Jenny le in­te­re­sa­ba mucho saber cómo sal­dría parado Peter de todo aq­ue­llo, aunque no creía que Piddle tu­v­ie­ra nin­gu­na opor­tu­ni­dad. Todo el mundo estaba pen­d­ien­te de Peter, que miró a Piddle con aten­ción y sonrió.

—¿Por qué de­be­ría ha­cer­lo? No ne­ce­si­to de­mos­trar­te nada. Esta ha­bi­li­dad no debe usarse para jugar, sino para cosas más im­por­tan­tes.

Piddle miró a su al­re­de­dor, a la docena de chicos y chicas que se habían con­gre­ga­do allí. Le­van­tó las manos.

—Pero aquí hay unas cuan­tas per­so­nas, creo, que puede que duden de que tú, tu alma o como qu­ie­ras lla­mar­lo pueda aban­do­nar tu cuerpo. Quizás duden in­clu­so de la exis­ten­c­ia del alma. Esta es tu opor­tu­ni­dad para con­ven­cer­nos. Venga, Peter, ve y com­prué­ba­lo. Luego yo lla­ma­ré a mi madre y ve­re­mos si tienes razón.

Peter se echó para atrás y se aco­mo­dó en el sofá de piel marrón, se acercó la taza a la boca y le dio un sorbo a su té antes de con­tes­tar.

—Así que no crees que ten­ga­mos alma. ¿Pien­sas que sim­ple­men­te somos trozos de carne que sa­tis­fa­cen sus ne­ce­si­da­des pri­ma­r­ias du­ran­te unos cuan­tos años y luego nos en­t­ie­rran y nos con­ver­ti­mos en polvo?

Dejó la taza en la mesa y muchos son­r­ie­ron. Jenny ya había oído esos ar­gu­men­tos antes. Le gus­ta­ban.

Piddle no se rindió.

—No cam­b­ies de tema, Peter. Ve ahora para que po­da­mos com­pro­bar­lo. Si ac­ier­tas la ropa que lleva mi madre, te pro­me­to que me ins­cri­bi­ré en la igle­s­ia y em­pe­za­ré a tra­ba­jar mañana mismo —dijo Piddle mien­tras le­van­ta­ba la mano como si es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un ju­ra­men­to.

Los se­g­ui­do­res de­vo­tos de la cien­c­io­lo­gía fir­ma­ban un con­tra­to me­d­ian­te el que se com­pro­me­tí­an a tra­ba­jar para la igle­s­ia las tardes y los fines de semana du­ran­te dos años y medio. A cambio, tenían acceso a de­ter­mi­na­das te­ra­p­ias y cursos gratis.

—No te es­f­uer­ces. —Peter le­van­tó un poco la voz—. No voy a ha­cer­lo. No ju­ga­mos con estas cosas, ya te lo he dicho.

Jenny empezó a dudar. Aq­ue­llo era un poco ex­tra­ño. En re­a­li­dad, Peter tenía una opor­tu­ni­dad per­fec­ta para hacer callar a Piddle de una vez por todas y con­ven­cer a qu­ie­nes to­da­vía mos­tra­ban re­ti­cen­c­ias. ¿Por qué no lo hacía? Peter estaba a punto de ter­mi­nar aquel debate en una po­si­ción su­bor­di­na­da muy poco na­tu­ral: Jenny nunca lo había visto perder una dis­cu­sión. Y seguro que ella no era la única que estaba pen­san­do eso. La duda se coló en su in­te­r­ior. ¿Era po­si­ble que en re­a­li­dad Peter no pu­d­ie­ra aban­do­nar su cuerpo?

—Su­pon­go que com­pren­des que eso no suena es­pe­c­ial­men­te cre­í­ble —con­ti­nuó Piddle—. Ase­gu­ras que has al­can­za­do un de­ter­mi­na­do estado, ¿cómo lo has lla­ma­do?

—TO. Thetán ope­ran­te. El tercer nivel.

—Exacto. Eso sig­ni­fi­ca que puedes aban­do­nar tu cuerpo, lo que te per­mi­te hacer cier­tas cosas. ¿O so­la­men­te puedes mirar? ¿Puedes o no hacer otras cosas?

—Re­cu­pe­ras ha­bi­li­da­des que te per­mi­ten im­pac­tar en lo que lla­ma­mos MEST[1] sin de­pen­der de tu cuerpo. Re­cu­pe­rar­las es el tér­mi­no co­rrec­to, ya que son ha­bi­li­da­des que te­ní­a­mos en el pasado. In­clu­so los ma­te­r­ia­lis­tas como tú, Piddle. —Peter miró al­re­de­dor y sonrió. La son­ri­sa le fue de­v­uel­ta.

Piddle rio por lo bajo.

—¡Qué in­te­li­gen­te era Hub­bard! ¿Qué chaval de diez años no ha soñado con ser in­vi­si­ble para de­di­car­se a ha­cer­les tras­ta­das a los demás? Hub­bard robó ideas del bu­dis­mo y del hin­d­uis­mo para crear su propia pócima, y luego la for­mu­ló de manera que pa­re­c­ie­ra cien­tí­fi­ca. Se in­ven­tó unos cuan­tos ejer­ci­c­ios y dijo: «¡Voilà, una nueva re­li­gión!». Su ob­je­ti­vo era con­ver­tir­se en un Su­per­man in­vi­si­ble que lucha contra el mal. Y con el tiempo, su cuenta ban­ca­r­ia fue cre­c­ien­do más y más. Porque Hub­bard era un es­cri­tor de cien­c­ia-fic­ción fra­ca­sa­do. Es­cri­bía tan mal que no con­se­guía ga­nar­se la vida con la li­te­ra­tu­ra. Por eso, en lugar de seguir es­cri­b­ien­do, de­ci­dió fundar una re­li­gión. Es la mejor manera de ha­cer­se rico. Él mismo lo dijo.

Jenny pensó que se notaba que Piddle había venido pre­pa­ra­do. La his­to­r­ia sobre Hub­bard y el dinero no era nueva para ella. Pero sabía que Peter tenía buenas res­p­ues­tas en la re­cá­ma­ra. Es­cu­char aq­ue­lla dis­cu­sión era como mirar un com­ba­te de boxeo.

Peter se in­cli­nó sobre la mesa, sacó un ci­ga­rri­llo del pa­q­ue­te y lo en­cen­dió con calma. Ahora tenía a Piddle en su te­rre­no, y Jenny lo sabía. Ya había sido tes­ti­go de esa misma po­lé­mi­ca en otras oca­s­io­nes.

—L. Ron Hub­bard es­cri­bió cua­ren­ta libros sobre cien­c­io­lo­gía. Tam­bién nos dejó un vo­lu­men de die­ci­s­ie­te mil se­te­c­ien­tas pá­gi­nas sobre téc­ni­cas y pro­ce­sos te­ra­péu­ti­cos, y un vo­lu­men adi­c­io­nal de once mil ocho­c­ien­tas pá­gi­nas sobre cómo di­ri­gir una or­ga­ni­za­ción de cien­c­io­lo­gía. Im­par­tió más de cinco mil con­fe­ren­c­ias y tra­ba­jó más horas que un reloj du­ran­te tr­ein­ta años. ¿De verdad crees que una per­so­na que solo qui­s­ie­ra ha­cer­se rica in­ver­ti­ría tanto tiempo en un ne­go­c­io? ¡Ni si­q­u­ie­ra tuvo tiempo de dis­fru­tar del dinero, por el amor de Dios! Habría sido mucho más fácil vender el pro­duc­to de cual­q­u­ier otro.

—Lo que tú digas —con­tes­tó Piddle—. Está claro que crees que es un genio, y ya veo que no eres el único que lo piensa. Pero yo solo quiero una prueba. Dame una evi­den­c­ia de que puedes aban­do­nar tu cuerpo y te se­g­ui­ré en cuerpo y alma.