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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia. Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así. Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro. Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.
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Seitenzahl: 448
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Título original: Kult
© Stefan Malmström 2019. All rights reserved. Originally published in the Swedish language under the title Hjärntvättad in 2017. English language edition © Stefan Malmström 2019
© de la traducción: 2020, Alba Serrano Giménez
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Diseño de cubierta y fotomontaje: Eva Olaya
Fotografía de cubierta: Shutterstock
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1.ª edición: octubre 2020
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2020: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
«La noche ha caído en nuestra tierra.
¡Las estrellas la iluminan, relucientes, brillantes!
Nuestros mundos pequeños deambulan, distantes.
La oscuridad parece no tener fin.
La oscuridad y el crepúsculo y la profundidad,
¿por qué? ¿Por qué los amo?
Aunque las estrellas erren lejos.
La tierra es aún el hogar de la humanidad».
Erik Blomberg
Todos los personajes que aparecen en este libro —excepto los personajes públicos reconocibles— son ficticios, y cualquier parecido con personas reales, ya estén vivas o muertas, es pura coincidencia.
A Luke le tembló la mano cuando intentó meter la llave en la cerradura. Algo iba mal, muy mal.
—¡Abre la puerta de una vez! —gritó Therese, la exmujer de Viktor, de pie detrás de Luke y al borde de la histeria. A las ocho y media de la tarde de un lunes, estaban ante la puerta del piso de Viktor, en la tercera planta del número 30 de la calle Alamedan, en el centro de Karlskrona.
Luke maldijo. La llave no quería entrar.
—Debes de haberte equivocado de llave —dijo Luke—. Esta no entra.
Therese lo agarró del brazo y trató de quitársela.
—Dámela. Ya lo hago yo.
Luke apartó el brazo con brusquedad.
—No, yo lo haré —le espetó, y al momento se sintió culpable por la aspereza de sus palabras. No era justo hablarle de ese modo a Therese. Tenía derecho a que la preocupación la consumiera. Viktor tendría que haber llegado con Agnes, la hija de cuatro años de ambos, a casa de Luke para cenar a las seis de la tarde, y de eso hacía ya dos horas y media. Luke había llamado a Viktor cuando pasaba una hora de la cita, pero no le contestó. Una hora más tarde, Luke, preocupado, decidió salir de su cabaña y se dirigió al piso de cinco habitaciones y 275 metros cuadrados de Viktor, en un espectacular edificio de ladrillo visto. Hacía tres años que Viktor, su mejor amigo, vivía allí. Desde que se había divorciado de Therese.
Al llegar a la tercera planta, Luke oyó música y pensó que Viktor estaría dentro con Agnes. Pero nadie respondía al timbre. Tras llamar y aporrear la puerta durante diez minutos, no le quedó más remedio que telefonear a Therese para pedirle su llave.
Sonaron cuatro tonos y Therese respondió. Se oía mucho ruido y conversaciones de fondo. Estaba en una fiesta de trabajo y se mostró irritada y nerviosa cuando le preguntó si le podía traer su llave. Había dejado a Agnes con Viktor a las cinco de la tarde y todo le había parecido normal. Le dijo que le llevaría la llave enseguida.
Cuando colgaron, Luke pulsó el botón del ascensor para mandarlo abajo, de manera que Therese no perdiera tiempo subiendo por las escaleras. Al cabo de diez minutos oyó que el ascensor se ponía en marcha y paraba en la tercera planta. Therese apareció ante él. Iba muy arreglada.
—No tendría que haber aceptado la custodia compartida. —Fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Viktor apenas puede cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a cuidar de una niña?
Mientras le daba la llave a Luke, siguió quejándose:
—Ya me ha estropeado la noche. Estábamos celebrando el mayor encargo en toda la historia de la empresa y justo íbamos a sentarnos a cenar un menú de tres platos. Esta me la va a pagar, que le quede claro.
Unos minutos después, aquella calma contenida se había convertido en un pánico puro, visceral. Era la primera vez que Luke veía a una madre aterrorizada por la seguridad de su hijo, y le pareció la emoción más poderosa de la que había sido testigo en toda su vida. Incluso aumentó su desesperación por entrar al piso cuanto antes.
Inspeccionó la llave. Al principio pensaba que era una de esas que funcionan igual por las dos caras, pero ahora se daba cuenta de que quizás la había estado usando al revés. Le dio la vuelta y entró bien en la ranura. La giró y oyó el clic del cerrojo. Empujó la pesada puerta y el sonido de la música le martilleó los tímpanos. Era jazz.
«Qué raro —pensó—. A Viktor no le gusta el jazz».
Encendió la luz del salón y entró en el piso, elegante y minimalista. Viktor no había reparado en gastos cuando se divorció de Therese. Había comprado aquel inmueble y lo había renovado casi por completo. Cocina nueva, baños por estrenar, suelos restaurados y una mano de pintura: una reforma integral. Había contratado a una empresa de decoración de interiores y le había dado vía libre. Le costó una fortuna, pero si alguien podía permitírselo era Viktor. El suelo del recibidor, de baldosas cuadradas blancas y negras, parecía un tablero de ajedrez. Las paredes eran blancas, y sobre un pequeño secreter negro colgaba una obra del artista de la provincia de Blekinge Kjell Hobjer: un gran pez rojo que ocupaba prácticamente todo el lienzo sobre un fondo azul brillante.
En la cabeza de Luke se amontonaban preguntas, pero no respuestas. ¿Una fuga de gas? Imaginó a Viktor y Agnes tumbados en la cama, inconscientes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía contratada a una mujer de la limpieza que solía venir los domingos.
«Esto es rarísimo», volvió a pensar Luke. El apartamento estaba a oscuras y sonaba jazz a todo volumen. Eso no era propio de Viktor.
—¡Viktor! —gritó Luke. Therese lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la habitación de su hija, encendió la luz, miró dentro y luego siguió buscando por el piso. Luke también miró en la habitación. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los cojines de color rosa y los peluches descansaban en el pequeño sillón rojo, bien colocados en fila. El libro de cuentos de hadas que Luke le había leído el domingo anterior por la noche seguía en la mesita.
Luke corrió hacia el enorme salón. El ordenador, del que salía la música, estaba encendido. Therese se había quedado de pie en la entrada del salón. Luego gritó y desapareció en su interior. Un segundo después, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a Therese inclinarse sobre Agnes, que estaba tumbada con su camisón en el sofá gris claro. Había vomitado y parecía dormir profundamente.
Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor colgando sin vida, ahorcado en la puerta del baño.
Luke corrió hacia Viktor y lo levantó mientras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se desprendiera de la parte superior. Cuando consiguió bajarlo, su mejilla se aplastó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la primera vez que sentía la mejilla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abrazarse, pero nunca mejilla con mejilla. Esta era la primera vez, y la mejilla de Viktor estaba fría.
—¿Qué diablos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mientras tumbaba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de deshacer sin demasiado éxito el nudo alrededor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún indicio de vida en ellos. Buscó su aliento y su pulso en el cuello, pero no los encontró. Intentó reanimarlo varias veces insuflándole aire en los pulmones, pero pronto se rindió. No había respuesta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asaltaron los recuerdos de otra época, cuando había formado parte de los Rebeldes del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no presenciaba una muerte.
—¡Luke, está muerta!
El llanto de la exmujer de su amigo se convirtió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a Therese, que trataba de practicarle la reanimación cardiopulmonar a Agnes. Se inclinó sobre la niña, puso su boca cerca de la pequeña nariz y sintió un levísimo movimiento de aire.
—Respira —dijo Luke.
Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida alfombra turquesa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pulmones. Después, presionó con las dos manos el pecho de la niña. Tras treinta compresiones, le dio su móvil a Therese.
—¡Llama a una ambulancia! ¡Ahora!
Volvió a inclinarse y siguió soplando y presionando alternativamente. Se dio cuenta de que, si no era cuidadoso, podía romperle las costillas, tan pequeñas, y aflojó las compresiones. La miraba a la cara cuando presionaba, con la esperanza de percibir alguna señal de vida.
—Venga, Agnes —suplicó—. Tienes que lograrlo. Por favor.
Luke miró a Therese. Estaba sentada y se había quedado paralizada con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada comprensible y volvió a coger el teléfono.
—Sigue presionando. Treinta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mientras se levantaba y marcaba el número de emergencias. Una mujer contestó de inmediato.
—Necesito una ambulancia. Es urgente. Calle Alamedan treinta. Hay dos personas: una esta muerta y la otra es una niña que todavía respira —dijo acelerado.
—¿Puede repetirlo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vocalizar. También necesito saber su nombre —dijo la teleoperadora.
Cuando Luke estaba estresado se le notaba más el acento americano y a los suecos les costaba entenderlo.
—Luke Bergmann. Necesitamos una ambulancia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!
—Bien, trate de calmarse para que yo pueda entender bien la información. Inspire hondo y luego dígame dónde se encuentra. Necesito la dirección y la localidad.
Luke apretó los dientes. Inspiró hondo y se esforzó para hablar lentamente.
—La dirección es calle Alamedan número treinta, en Karlskrona. Dos personas. Una está muerta. La otra es una niña pequeña que se está muriendo y que se va a morir seguro si no envía una maldita ambulancia. ¡Ahora!
—¿Me puede decir qué ha pasado? —preguntó la mujer.
—¿Y qué más da? —soltó Luke con terquedad—. No sé qué ha pasado. Hemos entrado en el piso y nos hemos encontrado con esto.
—No puedo mandar una ambulancia si no entiendo bien la situación. Necesito asegurarme de que lo que me está diciendo es real, de que es una emergencia de verdad.
Luke bajó la voz para transmitir miedo en lugar de rabia.
—Le prometo que es real. Por favor.
La mujer se quedó en silencio durante un par de segundos.
—Le mando dos ambulancias.
Therese lloraba e insuflaba aire en los pulmones de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la alfombra de color acuoso, con el pelo rubio y largo esparcido alrededor de la cabeza y su camisón blanco. Las lágrimas de Therese habían salpicado la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo impresionante que sería cuando se convirtiera en una adolescente. Viktor y él habían hablado de eso justo el domingo pasado. Agnes estaba mirando su programa de televisión favorito, Anki y Pytte, y se reía tan descaradamente con las ocurrencias del patito protagonista que Viktor y Luke dejaron de preparar la cena solo para mirarla.
—Cuando crezca va a tener problemas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.
—Yo creo que es más probable que los chicos vayan a tener problemas conmigo —respondió Viktor.
A Luke se le borró la sonrisa de la boca y se cruzó de brazos.
—Y conmigo —dijo.
Más tarde, sonó el teléfono. Viktor se metió en el despacho y le pidió a Luke que llevara a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los deditos por el brazo musculoso y tatuado de Luke y le preguntó por qué no se lavaba mejor. El corazón se le derritió todavía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a enroscar los dedos en su pelo grueso y oscuro mientras, confiada, se dormía entre sus brazos.
—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Respira! ¡Por favor! —Therese se quedó sin aliento tras intentar, por cuarta vez, llenar de aire los pulmones de la pequeña. Agnes estaba tumbada con la boca medio abierta y los ojos cerrados. Las bellas y largas pestañas se le habían pegado a la piel. Parecía estar durmiendo tranquilamente. Solo que esta vez quizás no volviera a despertarse nunca.
La rabia de Luke hacia la teleoperadora se desvaneció. La sustituyó un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Le susurró una oración al Dios en el que no creía.
—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que quieras.
¿Dónde demonios estaban las ambulancias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más intensa y ahogó el sonido de los esfuerzos que Therese hacía por devolverle la vida a su hija. Un teclado eléctrico y una guitarra rivalizaban para ver quién podía tocar más notas por segundo.
«Qué música tan cargante», pensó Luke. Empezaba a tener náuseas y le temblaban las piernas. Tenía que detener ese ruido. Con las piernas vacilantes, se dirigió al ordenador y lo apagó. En la mesa había un pequeño tarro rojo con la tapa abierta y polvo blanco en el interior. Al lado, un vaso con una pasta granulosa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media tableta de chocolate con leche Marabou. Luke había notado un leve sabor a chocolate cuando había tratado de reanimar a Agnes. Oyó sirenas a lo lejos.
—¡Luke! ¡Ha dejado de respirar! ¡Agnes, no!
Therese comenzó a gritar, confundida, y tomó a su hija entre sus brazos. Sentada en el suelo, se sacudía frenéticamente hacia delante y hacia atrás. Luke se arrodilló y las abrazó a las dos muy fuerte.
Ronneby, 5 de octubre de 1991
—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?
El tipo que le hacía esta pregunta a Jenny se llamaba Peter. Tenía veinticinco años, seis más que ella, y hacía medio que había obtenido su MBA en la Universidad de Lund. Llevaba una chaqueta marrón de pana, un pañuelo rojo alrededor del cuello, gafas y bigote. Su aspecto era aristocrático, como el de un dandi inglés; un estilo completamente distinto al del resto de chicos que Jenny conocía.
Hacía seis meses que Jenny había terminado el instituto en Karlskrona con matrícula de honor. Ahora trabajaba en una cafetería. Se había tomado un año sabático y planeaba empezar los estudios universitarios el otoño siguiente.
Se acurrucó en el sofá rojo —recién adquirido en IKEA— de Victoria, la hermana de su novio Stefan. Victoria vivía en un moderno piso de la calle Kungsgatan, en el centro de Ronneby. Acababa de cumplir veintitrés años y había invitado a unos amigos a comer tarta. Planeaba organizar una fiesta más adelante, a lo largo de ese mes.
Peter estaba hundido en un sillón enfrente del sofá y sujetaba un cigarrillo con elegancia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Hablaban mucho de política, cosa que a Jenny no le interesaba nada. La coalición burguesa había ganado las elecciones y había puesto fin a una etapa de tres legislaturas socialdemócratas seguidas. Justo ese día, el conservador Carl Bildt había tomado posesión del cargo de primer ministro. Peter pensaba que Suecia había regresado al buen camino.
Desde el impresionante equipo de sonido Pioneer, la sedosa voz de Whitney Houston los envolvía: I’m your baby tonight.
A la izquierda de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la derecha, la hermana mayor de Stefan, Victoria. De las ocho personas que había en el salón, Jenny solo conocía a ellos dos. La última vez que había estado sentada en un sofá con Victoria había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un domingo a la hora de la merienda. Ese día, Stefan le había presentado a sus padres en medio de un ambiente tenso que Victoria había decidido relajar un poco. De pronto dio un respingo, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».
¡Qué mala había sido Victoria! Jenny quiso que se la tragara la tierra. Intentó protestar, pero no sirvió de nada. Se puso completamente roja. Estaba segura de que toda la familia de su novio pensaba que tenía gases.
Así que esa era la segunda vez en solo unas semanas que se sonrojaba mientras estaba sentada en un sofá. La pregunta de Peter hizo que todo el mundo callara y mirara a Jenny. «¡Odio ponerme roja todo el tiempo!», pensó. Siempre la había incomodado ser el centro de atención. Hablar delante de sus compañeros en clase le suponía una tortura, aunque sabía que era guapa y una de las mejores estudiantes de su instituto. Cuando los profesores repartían los exámenes y anunciaban las notas en voz alta, una costumbre en las aulas de Suecia, casi siempre era ella quien había obtenido los mejores resultados. Pero le molestaba terriblemente oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las mejillas automáticamente. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocurría incluso antes de que repartieran los exámenes: se sonrojaba solo de pensar que pronto iba a ponerse roja.
En el salón de Victoria, todos miraron a Jenny. Los pensamientos se le arremolinaron en la cabeza. Se sintió presionada y nerviosa. De modo que, naturalmente, se ruborizó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Peter sonrió.
—Bueno, piensa en 1787. Y trata de proyectar una imagen que asocies a este año.
Jenny dudó, pero se sentía obligada a responder.
—Mujeres con vestidos bonitos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.
—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?
—No lo sé.
Peter no se rindió.
—¿Qué pensamiento ha venido a tu cabeza la primera vez que te he hecho la pregunta?
—Mmm. ¿París, quizás?
—¡Genial! ¿Qué lugar concreto de París? ¿Ves algún edificio?
Jenny cerró los ojos. Se agarró a la primera imagen que le vino a la cabeza.
—Un palacio. Versalles.
—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?
—¿Yo?
—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?
Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.
—No lo sé. ¿Quizás una de las personas que baila?
—Descríbete.
Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus párpados, visualizó un gran salón de baile lleno de gente engalanada con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un vestido de baile blanco. Reía y bailaba.
—Llevo un vestido blanco. También peluca, porque el peinado es muy voluminoso y está adornado con perlas. Ah, y una máscara.
Se quedó en silencio, un poco sorprendida por todos los detalles que acababa de revelar, aunque sospechaba de dónde podía haberlos sacado. El año pasado habían leído sobre la Revolución francesa en clase. A ella le había fascinado la historia de María Antonieta y había cogido un libro prestado de la biblioteca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.
—¿Quién eres?
—Una mujer noble de la corte. —La respuesta le llegó de repente—. Mi deber es templar a la reina. Ese es mi trabajo. —Sonrió y miró a los demás. Le devolvieron la sonrisa.
—¡Fantástico! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en particular?
Peter se inclinó hacia Jenny. La música había parado y la habitación estaba en silencio. Luego le preguntó:
—¿Puede ser que lo que acabas de contarnos sea un recuerdo y no solo fruto de tu imaginación?
Jenny miró a su alrededor. Los demás la observaban con interés. Estaba claro que para ellos aquella conversación no era extraña. Se dirigió a Peter:
—¿Te refieres a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una carcajada—. Sí, quizás sí. Pero también puede ser que me esté acordando de un libro sobre María Antonieta que cogí prestado de la biblioteca hace unos meses.
—¿Por qué crees que estabas interesada en María Antonieta? —respondió rápidamente Peter.
Quizás lo que decía tuviera sentido, pensó Jenny. Aquel periodo histórico la fascinaba. Al leer el libro, había deseado vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alojado en el palacio de Versalles. Y le atraía la idea de las vidas pasadas.
—Mucha gente cree en la reencarnación —continuó Peter, que seguía inclinado y ahora estaba apagando su cigarrillo en un grueso cenicero de mármol—. Más de mil millones de personas en todo el mundo, contando solo a los budistas y los hinduistas. ¿Quién dice que los occidentales tienen razón?
Jenny afirmó con la cabeza.
—No todo el mundo ha tenido una vida tan interesante como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A finales del siglo xviii, yo era un granjero piojoso del montón en la provincia de Escania.
Todo el mundo rio. Hubo muchas más carcajadas durante el resto de la velada, además de otras conversaciones sobre vidas pasadas y acaloradas discusiones sobre la calidad de la música de Nirvana y sobre si Mikhail Gorbachev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aquellas personas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la respetaban y que estaban genuinamente interesados en ella. Eran inteligentes y simpáticos, y no se preocupaban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acostumbrada a rodearse de gente así.
Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se dirigieron a la parada para coger el último autobús a Karlskrona.
—Los amigos de Victoria son muy interesantes —dijo Jenny.
—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pasadas es bastante atractivo.
—A mí me cuesta aceptarlo —dijo Jenny—. Pero las imágenes que me han venido a la cabeza se iban haciendo más y más concretas a medida que Peter me iba haciendo preguntas. ¿Y si somos almas que van saltando de cuerpo en cuerpo? Me encantaría que fuera verdad.
Anduvieron en silencio durante varias decenas de metros. En la parada, esperaron de pie. El autobús tardaría cinco minutos en llegar.
—¿De qué los conoce Victoria? —preguntó Jenny.
—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la escuela primaria —respondió Stefan—. La mayoría siempre ha vivido en Karlskrona, pero otros fueron lejos a la universidad y acaban de volver. Mi hermana me ha dicho que algunos forman parte de un grupo religioso que cree en la reencarnación. Cienciología, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cristianismo. Creo que solo están interesados en este asunto de las vidas pasadas y en aprender técnicas comunicativas. A Victoria todo esto no le llama demasiado la atención, pero le caen muy bien.
—Y a mí —dijo Jenny.
—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, sonriendo y rodeándola con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha parecido guapo?
—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.
Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.
Miércoles, primera hora de la mañana en el parque Hogland. Había pasado un día y medio desde que habían encontrado a un padre y a su hija de cuatro años muertos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con precaución. Una silenciosa niebla matutina cubría la ciudad, que estaba construida sobre treinta y tres islas. La niebla evitaba que el sol aterrizara y alcanzara las pocas almas madrugadoras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karlskrona.
Una de aquellas almas era Luke Bergmann. A él no le importaba lo más mínimo si brillaba el sol o si diluviaba. Ni siquiera se habría dado cuenta.
Estaba sentado en un banco del parque con la mirada fija en la bolsita que un camello le había puesto en la mano. La bolsita contenía alivio. Posiblemente también muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.
Había resistido la tentación durante dieciséis años. Desde que había aterrizado en Karlskrona no había caído en ese agujero ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hubiera apaciguado, siempre había estado allí.
Llevaba papel de fumar de la marca Rizla en el bolsillo y el camello le había dado una caja de cerillas. Tenía todo lo que necesitaba.
Se visualizó a sí mismo a los trece años, la primera vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que falleció por una sobredosis de heroína. Todavía recordaba lo que aquel canuto le hizo sentir: liberación. Una sensación de calidez en el centro de su cuerpo expulsó toda la ansiedad, la angustia y el pánico.
Después de eso, siguió fumando marihuana. Para él era suficiente. El resto de chicos de la pandilla consumían todo lo que pillaban: crack, éxtasis, heroína, alcohol. Pero Luke no.
Cogió el papel de fumar y lo enrolló retorciendo un extremo. No quería usar filtro ni mezclar tabaco. El sol empezaba a desplegar su calor. Un grupo de jóvenes con monos de color naranja, el uniforme de su empleo de verano, recogían basura cerca de la zona de juegos. Luke sostuvo el porro entre los dedos.
La primera noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vueltas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La segunda noche la pasó dormitando, instalado en una especie de purgatorio entre el sueño y la vigilia, y tuvo pesadillas sobre la muerte. Todas trataban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Troutman de Brooklyn, veinticuatro años atrás —un adolescente afroamericano de dieciséis años de los Navajas negras— corría hacia él con los ojos abiertos como platos, drogado, mirándolo fijamente y blandiendo un cuchillo de carnicero. Luke vio que el filo cortante del cuchillo se acercaba a su cara y se quedó paralizado, esperando que el acero se clavara en su frente. Se despertó justo en el momento de la muerte, seguro de que todo había terminado. Confundido, saltó de la cama para escapar, y cuando recobró la conciencia estaba jadeando con el pulso acelerado.
Dos chicos jóvenes enfundados en sus monos y con bolsas negras de basura se acercaron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bolsillo y se levantó. Decidió irse a casa y fumárselo allí.
El martes había llamado a Åsa Nordin, su jefa en Ekekullen, para contarle lo que había ocurrido y pedirle permiso para tomarse unos días libres. Ekekullen era una casa de acogida de Rödeby para jóvenes con un historial de delitos y consumo de drogas. Luke acababa de empezar a trabajar allí. Antes se había ocupado durante ocho años de una casa de acogida similar en Listerby, a las afueras de la ciudad de Ronneby.
Amanda, su exmujer, lo había llamado ese mismo día. Se había enterado de lo que había ocurrido y estaba desolada. También conocía bien a Viktor y había coincidido con Agnes unas cuantas veces. Luke no había hablado con nadie más en las últimas veinticuatro horas.
Tardó quince minutos en llegar a casa, a su pequeña cabaña del barrio de Björkholmen. No era para nada espaciosa y tenía los techos bajos. Los trabajadores del astillero que habían vivido allí a finales del siglo xvii debían de ser pigmeos. Cuando acababa de mudarse, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto aprendió dónde tenía que agacharse. Hacía cuatro años que se había enamorado de la pequeña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Williamsburg, en Brooklyn, donde había crecido. Su casero había equipado la cabaña con un jacuzzi, una cocina moderna, una estufa de leña y un patio pequeño pero precioso. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle privado con una barca a menos de cincuenta metros de la puerta de entrada. Gracias a ella, descubrió la tranquilidad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le encantaba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se llevaba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.
Fue al dormitorio, sacó el porro y las cerillas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde aparecía él en una de sus competiciones de lucha libre. Estaba enmarcada y colgada encima del cabecero de la cama. Le habían tomado aquella foto a los diecinueve años, cuando solía tratar de parecer un tipo duro. Qué ridículo. La descolgaría en cuanto tuviera fuerzas para hacerlo.
Estaba hambriento. El porro tendría que esperar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el congelador, sacó un plato preparado y lo metió en el microondas.
Luke y Viktor habían sido amigos íntimos durante diez años. Se habían conocido a través de sus mujeres, que eran profesoras en la misma escuela de secundaria de Karlskrona.
Ninguna de las dos parejas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y empezaron a quedar. Luke y Viktor se cayeron bien desde el primer momento. Aunque hacía años que Luke vivía en Karlskrona, no había hecho demasiados amigos más. Cuando se mudó, dedicaba todo su tiempo a aprender el idioma y a intentar adaptarse a la cultura sueca. Además, al principio de vivir en Suecia, se desplazaba a diario a Jämshög, a ochenta kilómetros de Karlskrona, para terminar sus estudios de Trabajo Social.
Nunca antes había tenido un amigo con quien le resultara tan fácil y cómodo hablar, aunque parecieran diametralmente opuestos. Viktor era extrovertido, abierto y se interesaba mucho por los demás. Luke era un lobo solitario, hablaba más bien poco y a veces daba la impresión de ser huraño. A Viktor le costó horrores conocer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le contara el secreto que solo su mujer sabía: que su pasado incluía una vida de drogas y crimen en una banda de Williamsburg y un trabajo como guardia de seguridad para la mafia israelí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Londres, donde se había enamorado locamente de Amanda, de Karlskrona, que trabajaba como au pair. Y todo lo que vino después: el traslado a Karlskrona, los cursos de sueco, las clases de adaptación y los estudios en Jämshög para convertirse en trabajador social. A Viktor le fascinaba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de terapia que había hecho. Habían pasado horas y horas hablando sobre las diferencias entre los distintos tipos de terapia.
2008 fue un año terrible para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó embarazada después de años de intentos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos dolores de cabeza horribles y problemas de visión. Resultaron ser síntomas de un tumor cerebral y ella y su hijo nonato murieron solo cuatro meses después del diagnóstico. Viktor, destrozado, cayó en una profunda depresión de la que solo se salvó al conocer a Therese, unos meses después. Therese era nueve años más joven que él y de una belleza cautivadora. Viktor se enamoró de ella al instante. Al cabo de tres meses de relación, Therese estaba embarazada. Se casaron medio año después, casi al final del embarazo. Entonces llegó el siguiente golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, Therese le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su exnovio, de quien seguía enamorada. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aquello fue demasiado para Viktor, que tuvo que recibir ayuda psiquiátrica. Esta vez, la depresión fue aún más profunda, y le costó meses de terapia de crisis volver a ser el que era.
El matrimonio de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más interesado en la vida de los adolescentes drogadictos con los que trabajaba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ultimátum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el divorcio, y eligió el divorcio. Así que cuando Viktor cayó en su segunda gran crisis, Luke tenía muchísimo tiempo libre. Prácticamente se mudó con Viktor y lo ayudó, asegurándose de que se cumpliera el régimen de visitas de Agnes. Estaba convencido de que solo gracias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos estaban muertos.
Mientras Luke se comía una pechuga de pollo calentada al microondas que no sabía nada, rememoró las dos imágenes que ya jamás olvidaría: la de Viktor colgando de la puerta del baño y la de Agnes tumbada sin vida sobre la alfombra turquesa. Y volvió a hacerse la pregunta que centraba todos sus pensamientos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hubiera quitado la vida, sino que también se la hubiera arrebatado a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan horrible, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las señales? Había notado a su amigo extrañamente feliz el sábado por la noche. Le había hablado de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Kaliningrado. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había querido dar demasiados detalles. ¿Se había comportado así para esconder sus verdaderos planes? ¿Por qué diablos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?
Luke estaba furioso. Nunca podría entender a los suicidas. ¿Qué pasa por la mente de una persona que ha decidido hacer algo tan irreversible? ¿Por qué su amigo había escondido aquellos pensamientos destructivos? ¿Por qué no había confiado en él?
Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dormitorio y vio el porro. Al día siguiente contactaría con la psicóloga de Viktor. Necesitaba entender por qué.
Lo había decidido después de hablar por teléfono con la policía. Lo habían llamado para que el jueves por la tarde acudiera a la comisaría a leer su testimonio y a contestar algunas preguntas más sobre lo ocurrido. Después de hablar con ellos, esperaba que la psicóloga de Viktor lo recibiera. Tenía que hacerlo, por Viktor. Cogió el porro y la bolsita de hojas verdes. Fue al baño, vació su contenido en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una botella grande de ron Capitán Morgan que aún conservaba el precinto, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así adormecería sus sentidos sin caer de lleno en la más absoluta oscuridad.
Le volvían a picar los huevos. A Thomas Svärd siempre le ocurría por la noche, y entonces el picor lo despertaba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afectada. Era una sensación agradable, pero al rato empezaba a preocuparse por si, de tanto frotarse, empezaba a sangrar y el placer se convertiría en dolor.
Encendió la luz, se bajó los calzoncillos y echó un vistazo. Detectó una leve rojez y se preguntó si se la habría provocado él mismo al rascarse o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pequeño colgajo de piel que medía unos pocos centímetros. Todavía se mareaba cuando lo miraba, así que intentaba ignorarlo.
No siempre podía. A veces lograba olvidarse de él. Sin embargo, eso era negar la realidad. En las últimas semanas, se había ido haciendo más y más consciente de su situación. Ya no tenía pene. Nunca volvería a follar. Nunca volvería a sentir el placer de la penetración. Nunca volvería a tener un orgasmo.
Lo peor de aquella desgracia era que seguía excitándose tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que follaba, revivía aquellos momentos con las niñas y se levantaba cachondo. Pero ahora ya no se podía desahogar.
Aquello era increíblemente cruel. Hubiera sido mejor deshacerse de ambas cosas: la excitación y la polla. De hecho, si hubiera podido deshacerse de la excitación no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hubiera valido tanto la pena. Pero perder el instrumento que le había proporcionado experiencias tan maravillosas era, probablemente, el peor castigo que le podían haber infligido. La tortura más implacable.
Ahora, cuando se excitaba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que moverse, caminar sin descanso y forzarse a pensar en otras cosas para distraerse. Trataba de invocar pensamientos que lo incomodaran. Algo que solía funcionar era recordar el incidente de la bañera, que le había ocurrido a los doce años. Más o menos un año antes había descubierto lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sorpresa. Sentado en el baño, tiró de su salchicha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en aumento. De pronto, un chorro blanco salió disparado de la punta y aterrizó en la alfombrilla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le preguntó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a limpiar aquella mancha blanca y pegajosa con papel higiénico. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con suspicacia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.
El día del incidente estaba tumbado en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había olvidado cerrarla. Mamá entró y, al ver lo que estaba haciendo, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hirviendo y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de sumergirse un poco en la bañera, pero gran parte del agua hirviendo lo salpicó. Él aullaba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chispas. «¡Esta es la perdición de los hombres! ¡Si haces eso, irás al infierno!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde durante tres semanas. Al finalizar la lectura le pegaba para «sacarle el demonio de dentro».
Todo empezó más o menos por entonces, pero el engranaje se puso realmente en marcha solo unas semanas después. El hijo del vecino, Patrick, que tenía catorce años, había montando una tienda de campaña en el bosque. Estaban jugando a indios y vaqueros, y después se reunieron en la tienda. Patrick le ordenó a Susanne, que tenía doce años, que se quitara los pantalones y la ropa interior y se tumbara boca arriba. Había cinco niños más. Patrick se deshizo de los pantalones y los calzoncillos. Le había salido un poco de pelo alrededor de la polla. Thomas no pudo apartar la vista. Era la primera vez que veía el pene erecto de otra persona, largo y puntiagudo. Patrick se lo agarró y se tumbó encima de Susanne, que estaba ahí tirada, en silencio. Entonces empezó a follársela. Pero el sonido de unas voces que se aproximaban lo interrumpió.
Aunque Patrick se había quedado a medias, a Svärd la escena lo había impresionado mucho. La suave vagina de Susanne, libre de pelos negros asquerosos. La lanza puntiaguda acercándose y penetrándola. En aquel momento había entendido para qué servía aquella herramienta.
Se sentó en la cama, descansó los pies en la alfombra sucia y andrajosa, encendió un cigarrillo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se levantó y recorrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no soportaba orinar. El chorro salía disparado en todas direcciones, y el líquido se dispersaba, salvaje. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que quedaba del orificio de la uretra ahora funcionaba más o menos como un aspersor en un día caluroso de verano.
El baño no era grande. Construido a mediados del siglo pasado, por lo menos era bastante bonito y luminoso, pero también era estrecho, y Svärd se había acostumbrado a entrar de culo. Estaba completamente alicatado y el mango de la ducha colgaba de la pared de detrás del inodoro. Cuando se duchaba, todo el baño quedaba empapado y después tenía que pasarse quince minutos fregándolo. Imposible que cupiese más de un hombre en aquel maldito búnker.
Se levantó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pequeña mesa desvencijada y encendió el portátil. Necesitaba completar los datos del siguiente encargo, pero antes de hacerlo entró en SexNordics BBS. Se metió en su galería de fotos y vio que tenía mensajes nuevos. Un imbécil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Seguramente había buscado las marcas de nacimiento y ahora estaba convencido de que la niña de la foto no era ella. También le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era demasiado mayor para su gusto.
Svärd sopesó el comentario de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era suficiente. La demanda del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que estaban dispuestos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años desnuda en una pose sexy. Leyó el resto de mensajes y maldijo. Ninguno de aquellos cabrones estaba dispuesto pagar; solo eran imbéciles que querían descargarse las imágenes gratis, a quienes no les importaba que hubiera marcas de agua, porque lo único que querían era admirar su exquisita colección.
Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Maldita sea, con eso no podía pagarse ni un vuelo. Tenía que conseguir más dinero.
Se pasó una hora buscando guarderías en el barrio de Kungsholmen, en Estocolmo: había más de veinte. Entró en todas las páginas para ver cuáles estaban abiertas durante el verano y se sorprendió al encontrar siete. Redactó una carta para postularse como profesor sustituto y la mandó a las siete, junto con su diploma falsificado de la Universidad de Linné y un currículum inventado. Usó su antiguo nombre falso, Gustav Thordén. Estaba seguro de que alguna de aquellas guarderías haría las llamadas correspondientes para comprobar que todo era verdad. Pero, incluso si llamaban, les resultaría casi imposible encontrar a alguien durante las vacaciones. Y si estaban desesperadas por contratar a alguien, quizás se saltaran esa parte del proceso.
Después consultó la previsión meteorológica para el día siguiente en una página web: soleado y caluroso todo el viernes. Como era la temporada de vacaciones, las zonas de juegos estarían llenas de familias con niños pequeños. Cerró el portátil y se metió en la cama con una media sonrisa en los labios.
Karlskrona, 6 de diciembre de 1991
—Luego quiero que vayas corriendo a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí enseguida y dime lo que has visto. Hantverkargatan 17 A, tercera planta. Podrás encontrarlo, ¿verdad?
Jenny suspiró por lo bajo. Aunque a regañadientes, admiraba a aquel jugador de fútbol a quien todo el mundo llamaba Piddle y que se había atrevido a retar a Peter. Miró a Piddle, que a su vez miraba a Peter con atención. Ya no bromeaba. En los últimos minutos, las mejillas se le habían enrojecido, el volumen de su voz había aumentado considerablemente y su tono se había endurecido.
Piddle, que en realidad se llamaba Per Johansson, era la estrella de Karlskrona AIF, el equipo de fútbol de la ciudad. Estaba allí porque era amigo de Affe, que iba camino de meterse de cabeza en la cienciología (aún no estaba convencido del todo, pero le faltaba poco). Piddle era popular entre la gente joven de la ciudad. Había estudiado en la Universidad de Växjö para ser maestro. Inteligente y atractivo, su futuro como jugador de fútbol prometía, lo cual no era muy común entre los jugadores de Karlskrona. A Jenny le caía bien, pero pensaba que aquella noche se podría haber dejado el pañuelo palestino en casa. Seguro que lo llevaba para provocar. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era comunista. El comunismo no estaba nada bien visto entre los cienciólogos, de eso no tenía ninguna duda.
Affe jugaba en la liga juvenil de fútbol con Piddle y le habían encargado que captara su interés. Esa era la estrategia: conseguir que gente popular, inteligente y famosa de la ciudad sintiera curiosidad por el movimiento; luego otros los seguirían. La idea había salido del Centro de Famosos de Hollywood, dirigido con éxito por un grupo de cienciólogos durante más de diez años. Habían conseguido reclutar al actor favorito de Jenny, John Travolta, la primera estrella internacional en convertirse a la cienciología. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Travolta! Y el año anterior, Tom Cruise también se había unido al movimiento. Eso era importante, porque si ellos formaban parte de la cienciología, es que algo genial debía de tener.
Aquella noche estaban tomando té en el piso de Peter, situado en la calle Vallgatan. Los había invitado para celebrar que había alcanzado el estado TO III de la cienciología, thetán operante nivel tres. Eso significaba que estaba tres niveles por encima del primer nivel de oyente, llamado Claridad, y que por lo tanto ahora podría abandonar su cuerpo y actuar en el mundo material solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la inquietaba un poco. ¿Y si de pronto Peter aparecía en su casa cuando ella estaba a punto de ducharse o se dedicaba a sobrevolar su cama en mitad de la noche?
Había candelabros con velas encendidas en el suelo, una gran cabeza de Buda tallada en madera de nogal los miraba desde el escritorio, una impresionante lámpara de araña colgaba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco, redonda y con las patas curvas. El salón parecía una tienda de antigüedades, un museo de la galantería de otros tiempos y de la burguesía sueca que había invadido la provincia de Blekinge a finales del siglo xvii.
En la mesita de centro había té de grosella negra y bocadillos, mermelada de moras de Robinson y el aperitivo favorito de Peter: quesitos de La vaca que ríe. En los altavoces sonaba Like a prayer, de Madonna. Diez personas estaban sentadas en el pequeño salón, algunas en el suelo y el resto repartidas entre el sofá de piel marrón y los sillones. Jenny y Stefan ya se sentían parte del grupo. Tras la primera noche en Ronneby, habían quedado varias veces con ellos para tomar café. En esas veladas, Jenny había aprendido mucho sobre la cienciología. Peter, y Mikael, Fredrik y Maria, que también eran agradables, inteligentes y sofisticados, le habían abierto un mundo completamente nuevo.
Aquella era la primera vez que alguien osaba contradecir a Peter, cuestionar lo que decía, y el salón enmudeció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el volumen de la música. A Jenny le interesaba mucho saber cómo saldría parado Peter de todo aquello, aunque no creía que Piddle tuviera ninguna oportunidad. Todo el mundo estaba pendiente de Peter, que miró a Piddle con atención y sonrió.
—¿Por qué debería hacerlo? No necesito demostrarte nada. Esta habilidad no debe usarse para jugar, sino para cosas más importantes.
Piddle miró a su alrededor, a la docena de chicos y chicas que se habían congregado allí. Levantó las manos.
—Pero aquí hay unas cuantas personas, creo, que puede que duden de que tú, tu alma o como quieras llamarlo pueda abandonar tu cuerpo. Quizás duden incluso de la existencia del alma. Esta es tu oportunidad para convencernos. Venga, Peter, ve y compruébalo. Luego yo llamaré a mi madre y veremos si tienes razón.
Peter se echó para atrás y se acomodó en el sofá de piel marrón, se acercó la taza a la boca y le dio un sorbo a su té antes de contestar.
—Así que no crees que tengamos alma. ¿Piensas que simplemente somos trozos de carne que satisfacen sus necesidades primarias durante unos cuantos años y luego nos entierran y nos convertimos en polvo?
Dejó la taza en la mesa y muchos sonrieron. Jenny ya había oído esos argumentos antes. Le gustaban.
Piddle no se rindió.
—No cambies de tema, Peter. Ve ahora para que podamos comprobarlo. Si aciertas la ropa que lleva mi madre, te prometo que me inscribiré en la iglesia y empezaré a trabajar mañana mismo —dijo Piddle mientras levantaba la mano como si estuviera haciendo un juramento.
Los seguidores devotos de la cienciología firmaban un contrato mediante el que se comprometían a trabajar para la iglesia las tardes y los fines de semana durante dos años y medio. A cambio, tenían acceso a determinadas terapias y cursos gratis.
—No te esfuerces. —Peter levantó un poco la voz—. No voy a hacerlo. No jugamos con estas cosas, ya te lo he dicho.
Jenny empezó a dudar. Aquello era un poco extraño. En realidad, Peter tenía una oportunidad perfecta para hacer callar a Piddle de una vez por todas y convencer a quienes todavía mostraban reticencias. ¿Por qué no lo hacía? Peter estaba a punto de terminar aquel debate en una posición subordinada muy poco natural: Jenny nunca lo había visto perder una discusión. Y seguro que ella no era la única que estaba pensando eso. La duda se coló en su interior. ¿Era posible que en realidad Peter no pudiera abandonar su cuerpo?
—Supongo que comprendes que eso no suena especialmente creíble —continuó Piddle—. Aseguras que has alcanzado un determinado estado, ¿cómo lo has llamado?
—TO. Thetán operante. El tercer nivel.
—Exacto. Eso significa que puedes abandonar tu cuerpo, lo que te permite hacer ciertas cosas. ¿O solamente puedes mirar? ¿Puedes o no hacer otras cosas?
—Recuperas habilidades que te permiten impactar en lo que llamamos MEST[1] sin depender de tu cuerpo. Recuperarlas es el término correcto, ya que son habilidades que teníamos en el pasado. Incluso los materialistas como tú, Piddle. —Peter miró alrededor y sonrió. La sonrisa le fue devuelta.
Piddle rio por lo bajo.
—¡Qué inteligente era Hubbard! ¿Qué chaval de diez años no ha soñado con ser invisible para dedicarse a hacerles trastadas a los demás? Hubbard robó ideas del budismo y del hinduismo para crear su propia pócima, y luego la formuló de manera que pareciera científica. Se inventó unos cuantos ejercicios y dijo: «¡Voilà, una nueva religión!». Su objetivo era convertirse en un Superman invisible que lucha contra el mal. Y con el tiempo, su cuenta bancaria fue creciendo más y más. Porque Hubbard era un escritor de ciencia-ficción fracasado. Escribía tan mal que no conseguía ganarse la vida con la literatura. Por eso, en lugar de seguir escribiendo, decidió fundar una religión. Es la mejor manera de hacerse rico. Él mismo lo dijo.
Jenny pensó que se notaba que Piddle había venido preparado. La historia sobre Hubbard y el dinero no era nueva para ella. Pero sabía que Peter tenía buenas respuestas en la recámara. Escuchar aquella discusión era como mirar un combate de boxeo.
Peter se inclinó sobre la mesa, sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió con calma. Ahora tenía a Piddle en su terreno, y Jenny lo sabía. Ya había sido testigo de esa misma polémica en otras ocasiones.
—L. Ron Hubbard escribió cuarenta libros sobre cienciología. También nos dejó un volumen de diecisiete mil setecientas páginas sobre técnicas y procesos terapéuticos, y un volumen adicional de once mil ochocientas páginas sobre cómo dirigir una organización de cienciología. Impartió más de cinco mil conferencias y trabajó más horas que un reloj durante treinta años. ¿De verdad crees que una persona que solo quisiera hacerse rica invertiría tanto tiempo en un negocio? ¡Ni siquiera tuvo tiempo de disfrutar del dinero, por el amor de Dios! Habría sido mucho más fácil vender el producto de cualquier otro.
—Lo que tú digas —contestó Piddle—. Está claro que crees que es un genio, y ya veo que no eres el único que lo piensa. Pero yo solo quiero una prueba. Dame una evidencia de que puedes abandonar tu cuerpo y te seguiré en cuerpo y alma.