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Aquel cambio de los negocios al placer iba a tener sus consecuencias… Harta de que el hombre del que llevaba años enamorada ni siquiera la viera, Kara Sloan decidió hacer las maletas y marcharse. Pero justo cuando estaba a punto de irse, Cooper Lonergan, su adorado jefe, la sorprendió con una noche de pasión. No podía dejar que se le escapara la única mujer que ponía orden en su caos. El plan de Cooper era hacer todo lo que estuviera en sus manos para que Kara no saliera de su vida… incluyendo llevársela a la cama.
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Seitenzahl: 151
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Maureen Child
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Seducida por el jefe, Deseo n.º 1519 - julio 2024
Título original: Strictly Lonergan's Business
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c a r a cteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741683
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Es muy fácil –se dijo Kara Sloan a sí misma al tiempo que se lanzaba una rápida mirada en el espejo retrovisor–. Él abre la puerta, y tú le dices: «Dejo el trabajo».
Exacto.
De ser tan fácil se lo habría dicho seis meses atrás. Mejor dicho, un año atrás.
En el momento en que se dio cuenta de que había cometido el tremendo error de enamorarse de su jefe.
El problema era que, cada vez que su jefe, Cooper Lonergan, se le acercaba, el cerebro dejaba de funcionarle y era todo emoción. Se deshacía con sólo mirarle. Una mirada a los ojos negros de ese hombre y se derretía.
Aún no sabía cómo había ocurrido. No lo había planeado. Llevaba cinco años como ayudante de Cooper Lonergan y todo había ido bien durante los cuatro primeros años. Habían sido amigos y siempre se habían llevado bien en el trabajo. Hasta que, de repente, un año atrás, ella se había dado cuenta de que le amaba.
Y desde aquel fatídico día no hacía más que sufrir.
No podía echarle en cara a Cooper que no se hubiera dado cuenta del cambio de sus sentimientos hacia él. ¿Cómo iba a saberlo? Para Cooper, ella era algo a lo que estaba tan acostumbrado como al sofá de cuero rojo del cuarto de estar de su casa. E igualmente cómodo.
Sólo ella era la culpable de la situación en la que se encontraba. Había cambiado las reglas del juego, pero él no lo sabía.
Nada aconsejable.
–Por eso es por lo que tienes que dejar el trabajo –insistió Kara, contemplando el reflejo de sus ojos verdes en el espejo retrovisor–. Ármate de valor y dilo.
Respiró profundamente, soltó el aire y asintió. Podía hacerlo. Iba a hacerlo.
Murmurando para sí, se bajó del coche, cerró la portezuela con un golpe y se quedó contemplando la espaciosa casa victoriana que Cooper había alquilado para el verano. Era una casa acogedora que parecía estar esperándola para darle la bienvenida.
Era una tontería, pero sentía no poder quedarse allí. Sentía tener que marcharse y regresar a Nueva York en dos semanas.
Delante de la casa había un claro con césped y estaba rodeada de viejos árboles. Los paneles de cristal de las ventanas brillaban a la luz del sol, el porche estaba adornado con macetas de flores resplandecientes bajo el sol de la mañana estival.
Inhaló el perfume de las flores y del césped recién cortado, también le llegó el olor del mar a unos pocos kilómetros de distancia. Siempre se había considerado una mujer de ciudad; feliz en Manhattan, entre la multitud y el ruido del tráfico.
Pero también el campo tenía su encanto. La tranquilidad. Los colores. El ritmo lento de la vida allí.
Sin embargo, no tenía sentido acostumbrarse a ello.
Cuando sus altos tacones se tambalearon ligeramente en la grava del camino, pensó que eso mismo le pasaba a ella. ¿No llevaba tambaleándose un año entero en compañía de Cooper? Además, de no haber perdido el juicio, habría hecho el viaje con pantalones vaqueros y zapatillas deportivas. Pero no… tenía que estar guapa para ir a verle. Aunque, por supuesto, él no iba a prestar atención a su atuendo.
Apretando los dientes, Kara admitió para sí que, aunque fuera desnuda, Cooper no se fijaría en ella.
Y por eso precisamente era por lo que tenía que dejar su trabajo. Era demasiado duro. Demasiado doloroso estar enamorada de un hombre que sólo la veía como la ayudante más eficiente del mundo.
–Es culpa mía –murmuró ella mientras se volvía de espaldas a la casa y se acercaba al maletero del coche.
Pulsó un botón en la llave del coche de alquiler, y el maletero se abrió lentamente, como si fuera la tapa de un ataúd en una vieja película de Drácula.
Trabajaban bien juntos, se reían mucho, y ella había tenido la satisfacción de saber que hacía bien su trabajo y que Cooper no podía arreglárselas sin ella. Pero lo había estropeado todo al cambiar las reglas del juego.
Ni siquiera sabía cuándo había ocurrido, cuándo había dejado de ver a Cooper como a su jefe y había empezado a tener sueños eróticos con él por las noches. Cooper la había hecho enamorarse de él sin proponérselo siquiera, y tenía el descaro de no darse cuenta.
Por eso tenía que dejar su trabajo. Por eso tenía que marcharse antes de que fuera demasiado tarde. Tal y como su mejor amiga, Gina, le había dicho la noche anterior, se trataba de una emergencia.
Gina la había invitado a unas copas y le había soltado una charla, ya que lo consideraba el deber de una amiga.
–Sabes perfectamente que ese hombre no va a cambiar.
–¿Por qué debería cambiar? –le había preguntado Kara, pinchando con un palillo la aceituna de su martini como si de un alienígena a punto de apoderarse del mundo se tratara–. En lo que a él respecta, todo marcha sobre ruedas. Todo es maravilloso.
–Exacto –Gina parpadeó, levantó la mano para llamar al camarero para que les llevara otra ronda y luego volvió la atención de nueva a su amiga–. ¿Cuánto lleva en California, tres días?
–Sí.
–Y ya te ha llamado unas cien veces.
Cierto. El teléfono móvil, siempre conectado para que Cooper pudiera localizarla en el momento que la necesitara, había estado sonando con alarmante regularidad. Kara se miró el reloj. Habían transcurrido veinte minutos desde la última llamada.
–Trabajo para él.
–Es mucho más que eso, Kara –dijo Gina, inclinándose sobre la reluciente mesa del bar hasta que las puntas de su rubia melena llegaron a rozarla–. La última vez que te ha llamado quería que le dijeras cómo hacer café. ¿Tiene treinta y tantos años y no puede preparar un café sin ayuda?
Kara se echó a reír.
–Tiene treinta y uno, y sí sabe hacer café, pero le sale fatal.
Gina no veía nada gracioso en ello. Sacudió la cabeza y se recostó en el respaldo de su asiento.
–Amiga mía, eres la única responsable de lo que te pasa. Te has hecho indispensable para él.
–¿Tan malo es eso? –Kara agarró la copa que le acababan de traer y clavó los ojos en la aceituna.
–Lo es cuando Cooper Lonergan te ve como si fueras un robot bien programado –Gina bebió un sorbo de su martini y movió la copa en el aire–. No se fija en ti, y nunca lo hará.
–Vaya, qué ánimos me estás dando.
–Es la verdad.
–Puede ser.
–Bueno, ¿qué vas a hacer al respecto? –preguntó Gina–. ¿Vas a seguir como estás hasta que seas una vieja solterona y te preguntes cómo has desperdiciado tu vida de esa manera? ¿No sería mejor que le dejaras antes de que sea demasiado tarde?
Ésa era la cuestión, pensó Kara, volviendo al presente y mirando al interior del maletero del coche. Sabía que Gina tenía razón. Ella no tenía un futuro con Cooper al margen de como su ayudante. Pero eso no era suficiente.
No, ya no lo era.
Un fresco viento que arrastraba olor a mar agitó las ramas de los árboles y le revolvió el cabello. Ella se lo recogió detrás de las orejas, lanzó un suspiro y sacó sus dos maletas del maletero del coche; la más pequeña contenía los panecillos de la tienda preferida de Cooper, el exquisito café sin el que él no podía escribir y cinco bolsas de marshmallows.
Ese hombre tenía un gusto más propio de un niño de diez años. Kara sonrió para sí misma, le parecía enternecedor que Cooper necesitara tener siempre sus galletas preferidas.
Sin embargo, al momento, se reprendió a sí misma. No era enternecedor, sino irritante. Eso, irritante.
Asintiendo para sí, rezó por tener el valor de presentar su dimisión en el momento en que se encontrara cara a cara con Cooper. Le daría dos semanas de tiempo para encontrar a alguien que la sustituyera temporalmente durante el verano en California; luego, cuando Cooper regresara a Manhattan, ya encontraría a una sustituta permanente.
Y ella… cuanto antes volviera a Nueva York, mejor.
Con renovada decisión avanzó hacia la puerta de la casa. «Se trata sólo de un trabajo. Encontrarás otro pronto, uno mejor. No necesitas a Cooper».
Casi se había convencido a sí misma cuando la puerta se abrió, la vieja portezuela de rejilla golpeó la fachada de la casa y Cooper Lonergan salió al amplio porche.
Alto y esbelto, llevaba su uniforme neoyorquino: pantalones negros y camisa negra. Sus rasgos faciales eran fuertes y angulosos, y sus cabellos negros le rozaban los hombros. Los ojos oscuros brillaron a la luz del sol; y cuando sonrió, Kara se sintió como si acabaran de darle un golpe en el vientre. Quizá fuera porque Cooper no sonreía con frecuencia; pero cuando lo hacía…
Ese hombre era irresistible.
–¡Kara!
Cooper bajó los cinco peldaños del porche y, con dos zancadas, llegó hasta ella, sobrecogida por la fuerza de sus sentimientos. Él la abrazó con fuerza y luego la soltó.
–Gracias a Dios que ya has llegado.
Una leve esperanza la embargó.
–¿Me has echado de menos?
–¡Que si te he echado de menos! –exclamó él–. No tienes ni idea de cuánto. He hecho café esta mañana, y sabía a agua de fregar los cacharros.
La realidad disipó aquella leve esperanza. No, Cooper no la echaba de menos. Cuando tomaba sus vacaciones, tres semanas al año, Cooper no la echaba de menos. Él echaba de menos lo que hacía por él. ¿Por qué iba a ser ahora diferente?
–Por favor, dime que me has traído mi café y mis galletas.
Kara suspiró, aceptando la verdad.
–Sí, Cooper, he traído tu café y tus galletas. Aunque eres demasiado alto para tener cuatro años.
–Excelente –Cooper ignoró el comentario. En realidad, también la ignoraba a ella, pensó Kara.
Cooper agarró la maleta de ella y se encaminó hacia la casa.
–¿Me has traído también la ropa de la tintorería?
–Sí, está en el maletero del coche.
–Y el pan especial que te encargué, ¿verdad? No me digas que lo has olvidado, por favor.
Kara sacudió la cabeza y le siguió. Diez segundos con él y ya había asumido su papel. ¿Qué había ocurrido con la promesa que se había hecho a sí misma? ¿Acaso no tenía fuerza de voluntad? ¿Por qué no le miraba a los ojos y le decía que dejaba el trabajo?
Kara respiró profundamente y casi lanzó un gruñido. Cooper también olía bien.
–Sí, me he acordado de tu pan –murmuró ella, enfadada consigo misma y con él–. En los cinco años que llevo contigo, ¿cuándo se me ha olvidado?
–Nunca –respondió Cooper, guiñándole un ojo, y a ella le temblaron las piernas–. Por eso es por lo que no puedo vivir sin ti.
Unas palabras pronunciadas con ligereza y facilidad. Pero ella sabía que, para Cooper, esas palabras no significaban nada. Aunque… ¡Ojalá fueran verdad!
Cooper la instó a entrar en la casa, echándose a un lado para cederle el paso. Los tacones de ella repiquetearon en la tarima del suelo antes de que se detuviera y, echando hacia atrás la melena castaña, se volviera para mirar a su alrededor.
Cooper la miró con detenimiento por primera vez desde su llegada. Él ya llevaba allí tres días, pero había pasado la mayor parte de esos tres días en su habitación, sentado delante del escritorio, trabajando.
Bueno, intentando trabajar. En realidad, había pasado la mayor parte del tiempo haciendo solitarios, cosa que no iba a ayudarle a entregar el trabajo a tiempo.
–Es una casa preciosa –dijo Kara con los ojos fijos en una lámpara de bronce que colgaba del centro del cuarto de estar.
Cooper miró en torno suyo, fijándose en los enormes sillones tapizados con un tejido color rosa palo. Una enorme alfombra cubría la mayor parte del arañado suelo de madera, y las paredes amarillas le parecieron animadas incluso a él. La empresa encargada del mantenimiento de la casa, la misma empresa que se la había alquilado, había hecho un gran trabajo.
–Hay gente que dice que hay fantasmas en la casa.
Ella le miró con fascinación.
–¿En serio?
Cooper asintió.
–Cuando era pequeño, pasaba los veranos aquí, en Coleville, con mi abuelo y mis primos –los recuerdos le asaltaron, la fuerza de las emociones revividas casi le dejó sin respiración. Las suprimió inmediatamente, cerró la puerta a sus sentimientos–. Por las noches, veníamos en bicicleta hasta esta casa, nos contábamos historias de miedo y nos quedábamos merodeando por aquí a la espera de ver alguna aparición.
Cooper encogió los hombros, sonrió y añadió:
–Nunca vimos nada.
–¿Y en estos tres días que llevas en la casa?
–Nada.
–Qué desilusión –comentó Kara.
Cooper volvió a sonreír. Siempre podía contar con que Kara viera las cosas de forma similar a él. Como escritor de novelas de terror, le había gustado la idea de alquilar la casa hechizada que tanta fascinación había ejercido en él de pequeño.
Pero debería haber sospechado que los únicos fantasmas que iba a encontrar allí ese verano eran los fantasmas de su pasado. Inmediatamente, interrumpió el hilo de sus pensamientos. No iba a tomar ese camino.
–En fin, sólo estaba a tres kilómetros de la casa de mi abuelo, así que era fácil venir aquí –dijo Cooper con un encogimiento de hombros.
–A propósito, ¿cómo está tu abuelo?
–Es una larga historia… pero está bien.
–Pero el médico dijo que se estaba muriendo…
–Como he dicho, es una larga historia –le interrumpió Cooper–. Y ahora dime, ¿por qué has tardado tanto en venir? Te esperaba ayer.
–Ya te dije que me iba a llevar tres día cerrar tu casa y encargarme de todo.
–Tienes razón. Lo que pasa es que esos tres días se me han hecho muy largos. Eres la mejor, Kara. ¿Te he subido el sueldo últimamente?
–No.
–Apúntalo en la lista. En fin, lo importante es que ya estás aquí.
Ella le sonrió, y Cooper añadió:
–Contigo en la casa, por fin podré trabajar. Puede que no lo creas, pero no he tomado una comida decente desde que me marché.
La sonrisa de ella se desvaneció.
–La tienda de comestibles de Coleville no hace pedidos a domicilio, así que tendrás que ir allí a hacer la compra –con la maleta en la mano, Cooper se dirigió hacia las escaleras–. Voy a dejar tus maletas. Estás en la habitación enfrente de la mía. Tienes unas bonitas vistas. Tenemos que compartir el cuarto de baño, pero no será problema. Podremos establecer un horario y…
–¡Cooper!
Cooper se detuvo, volvió la cabeza para mirarla y, de nuevo, le lanzó una de esas deslumbrantes sonrisas.
–Me alegro mucho de verte, Kara. Y no te preocupes, sé lo que ibas a decir.
–¿En serio?
–Naturalmente –contestó él–. A mí me pasa lo mismo. Es estupendo volver a la normalidad.
Horas más tarde, Kara había estado en la tienda de comestibles, tenía un pollo asándose en el horno y había encargado una máquina de fax que iban a llevar y a instalar la mañana del día siguiente.
Cooper estaba arriba, trabajando; y abajo, en la cocina cuadrada tipo granja, ella se estaba preguntando qué había ocurrido con su plan.
Apoyó una cadera en el gastado mostrador de formica y se cruzó de brazos. Con sus pantalones vaqueros viejos preferidos, una camiseta azul claro y unas maravillosas zapatillas deportivas, sacudió la cabeza y dijo en voz alta:
–Eres idiota, Kara. No tienes coraje. Eres una desgracia para tu profesión.
La luz de la tarde se filtraba por el encaje de los visillos trazando caprichosas figuras en la superficie de la mesa y en el suelo de madera.
Kara cruzó la estancia y se sentó a la mesa; apoyando los codos en ella, lanzó un suspiro de asco. Estaba tan disgustada con Cooper como consigo misma.
«De vuelta a la normalidad».
–No es culpa suya que le guste volver a su vida normal, a la vida que llevamos desde hace cinco años. Tú sabías lo que iba a pasar, Kara. La cuestión es, ¿por qué no has presentado tu dimisión?
Pero sabía la respuesta. Porque con sólo mirar a Cooper, sus sueños se apoderaban de ella.
No tenía problemas en imaginar ese mundo de ensueño…