Seducida por el sultán - Sharon Kendrick - E-Book

Seducida por el sultán E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

El sultán siempre conseguía lo que quería. Catrin Thomas era una chica normal de un pueblo de Gales que se vio envuelta en una tórrida aventura amorosa con el sexy Murat, un sultán del desierto. Cuando descubrió que en su país natal le estaban preparando ya a unas cuantas jóvenes vírgenes para que eligiera a su futura esposa, Catrin decidió cortar su relación. Murat no estaba acostumbrado a que nadie lo desafiara y no iba a dejar que Catrin se fuera. Pero descubrió que Catrin no era tan dulce ni tan dócil como se había mostrado durante su relación. ¡Era una mujer formidable! Además de inteligente, luchadora y muy tentadora…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Sharon Kendrick

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Seducida por el sultán, n.º 2364 - enero 2015

Título original: Seduced by the Sultan

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5769-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

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Capítulo 1

 

No eres más que la mujerzuela de un millonario!

Las palabras seguían ardiendo en sus oídos. Catrin no se veía capaz de olvidarlas por mucho que lo intentara. Eran palabras llenas de odio y mucho más dolorosas cuando había sido su propia madre quien se las había dicho.

—¿Qué crees que hace cuando está de viaje? —le había preguntado Ursula Thomas—. ¿Piensas acaso que se va a la cama temprano para poder leer un rato? ¿Crees que lo hace solo? No te engañes.

Catrin había tenido que escuchar cómo su madre le decía esas cosas como siempre, medio borracha y arrastrando las palabras. Aun así, no había podido evitar sentir cada vez más inseguridad.

Tenía que admitir que sus acusaciones habían conseguido afectarle más de lo que habría querido. Creía que por eso había reaccionado a la defensiva. Se había clavado con fuerza las uñas en las palmas de las manos en vez de decirle a su madre que nada de eso era asunto suyo. Había intentado justificar su situación, aunque sabía que era inútil hacerlo. Sabía que algunas personas solo parecían capaces de ver el lado oscuro y negativo de la vida y, por desgracia, su madre era una de ellas.

A pesar de todo lo que le había dicho, sabía que no era ninguna mujerzuela.

Y estaba convencida de que Murat se iba a la cama solo.

Catrin se quedó pensando entonces en el exótico y atractivo sultán que había cambiado por completo su vida. Nunca había tenido la intención de convertirse en una mantenida ni había sido su sueño vivir en ese ático tan lujoso, pero así eran como habían resultado las cosas. Tampoco había soñado con tener una relación con un hombre tan carismático y poderoso, un hombre que no había nacido para seguir las normas, sino para romperlas a su antojo. El problema era precisamente que ella había roto la norma más peligrosa de todas y no sabía lo que iba a hacer al respecto.

Cuando Murat regresara de Qurhah, la tomaría en sus brazos y sabía que ella se olvidaría de todas sus dudas en cuanto la besara. Tenía el poder de bloquear así todo lo demás, pero no sabía durante cuánto tiempo iba a poder seguir viviendo de esa manera. Cada vez tenía más dudas, pero había algo que sabía con certeza. Había hecho lo que había jurado no hacer, se había enamorado de él.

Amaba a Murat.

Creía que era lo peor que le podía pasar.

Se acercó a la ventana y se distrajo mirando las vistas. No terminaba de entender cómo le había podido suceder algo así, especialmente a alguien como ella, que siempre había afirmado, por activa y por pasiva, que no creía en el amor. Y no lo hacía porque no sabía lo que era, nunca lo había sabido. Hasta ese momento.

No entendía cómo había ocurrido, pero era como si algo hubiera cambiado de repente dentro de ella y su corazón se acelerara cada vez que pensaba en él. Sabía que no era lógico amar a un hombre que nunca estaba cuando lo necesitaba y que no le había ofrecido nada más que noches de pasión y bonitos regalos.

Pero empezaba a darse cuenta de que el amor no tenía nada que ver con la lógica. Era una fuerza que arrastraba a las personas, lo desearan o no. Comenzaba a entender que el amor era peligroso y, para colmo de males, un sentimiento completamente inútil en su situación. Lo único que el sultán le había prometido era que nunca iba a tener algo serio con ella.

Se fijó en las copas de los árboles en la distancia y en cómo se movían delicadamente las hojas con la suave brisa de verano. A veces le resultaba difícil recordar que ese piso estaba en el centro de Londres, tenía unas vistas tan maravillosas desde los ventanales, que se sentía como si estuviera en medio del campo. Y también le costaba acostumbrarse al hecho de que la elegante mujer que le devolvía la mirada desde el espejo cada mañana fuera de verdad ella misma, Catrin Thomas, una sencilla joven de un pequeño pueblo que se había entregado por completo al autocrático rey del desierto de Qurhah.

Ya había desaparecido la desordenada maraña de rizos que siempre había tenido. En su lugar, lucía una melena ondulada y tan brillante que alguien le había sugerido una vez en una tienda que se dedicara a hacer anuncios de champú. Ya no se vestía con la ropa barata que solía comprarse con su modesto salario ni elegía su maquillaje en el supermercado más cercano.

Su aspecto había cambiado mucho y parecía una mujer sofisticada y con dinero. Después de todo, era la amante de un hombre rico.

Su teléfono sonó en ese instante y Catrin se apresuró a contestar en cuanto vio el nombre de Murat en la pantalla. Sabía que el sultán odiaba que lo hicieran esperar. Era algo que había aceptado, como había hecho con muchas otras cosas. Después de todo, Murat era un sultán y un rey, gobernaba una vasta y próspera región del desierto. No estaba acostumbrado a que nadie lo hiciera esperar. Su tiempo, como ella sabía demasiado bien, era un bien muy valioso.

—¿Diga? —contestó casi sin aliento.

Sabía que la llamaba ya desde su jet privado y que pronto aterrizaría en el pequeño campo de aviación que había a las afueras de Londres. Y ella aún no estaba lista para recibirlo.

—¿Cat? ¿Eres tú?

Contuvo emocionada la respiración. Su voz profunda y con algo de acento siempre conseguía tener el mismo efecto en ella. No podía evitar que se le hiciera un nudo en el estómago y se estremecía ya de placer al pensar que iba a estar con él muy pronto. Y, cada vez más, sentía que también su corazón le latía con más fuerza. Ya no eran solo amantes, eran algo más, al menos para ella. Pero ese detalle era algo que se esforzaba por ocultar. Creía que el amor no era más que un estúpido inconveniente en su situación.

—Por supuesto que soy yo —respondió ella en voz baja—. ¿Quién más podría ser?

—No lo sé, me pareció que tu voz sonaba distinta —le dijo Murat—. Por un momento pensé que a lo mejor te habías ido y me habías dejado.

Le hablaba con el mismo tono de voz que le solía dedicar cuando llevaban mucho tiempo sin verse. Murat llevaba un mes sin ir a Inglaterra, nunca habían pasado tanto tiempo separados y ella lo había echado mucho de menos.

—Creo que los dos tenemos muy claro que no tengo intención de irme a ninguna parte —le dijo ella tratando de ocultar que su voz temblaba de emoción.

—Me alegra oírlo.

Pero algo en su voz hizo que se quedara sin aliento y no pudo evitar sentir cierta aprensión. Frunció el ceño.

—Suenas algo… Algo cansado, Murat.

—Lo estoy —repuso él—. O, mejor dicho, lo estaba. Pero ahora de repente me he llenado de energía al darme cuenta de que estoy a punto de volver a verte, mi preciosa Cat. He echado de menos tus hermosos ojos verdes y estoy deseando estar contigo.

Se estremeció de nuevo al sentir el deseo en su voz. Deseaba que estuviera a su lado en ese instante, besándola y haciendo que desaparecieran todas sus dudas.

—Yo también —susurró ella.

—¿Qué es lo que has estado haciendo para que hables como si te faltara el aliento?

Tenía las palabras en la punta de la lengua, pero no podía decírselo, aunque una parte de ella se preguntaba cómo reaccionaría Murat si ella le contara la verdad, si le dijera que estaba aún tratando de superar el hecho de que su madre la hubiera acusado de no ser más que una mujerzuela y que no debía fiarse de un hombre como Murat.

Pero ella había decidido desde hacía ya mucho tiempo que no tenía sentido luchar contra las cosas que no se podían cambiar. Estaba tratando de vivir el momento y de disfrutar con lo que tenía, en lugar de obsesionarse con lo que le faltaba o lo que nunca iba a poder tener. Era esa una lección que había tenido que aprender a edad muy temprana. Su propia infancia le había enseñado que no tenía sentido vivir de otra manera.

—No estaba haciendo nada especial —respondió ella—. Me preguntaba a qué hora llegarías, eso es todo.

—Pronto, preciosa. Muy pronto. Pero no quiero perder el tiempo comentándote mi agenda cuando hay cosas mucho más interesantes de las que podríamos estar hablando. Y después de tantas semanas lejos de ti, solo tengo un pensamiento en la cabeza ahora mismo —le dijo Murat—. ¿Qué llevas puesto?

Catrin apretó con fuerza el teléfono y trató de ignorar el repentino nudo que se le había hecho en la garganta. Después de todo, sabía muy bien lo que Murat esperaba de ella y, normalmente, le resultaba fácil seguirle el juego. Él le había enseñado las reglas y había conseguido que se le diera muy bien. Le gustaba fingir ser la amante sexy que estaba siempre esperándolo, en cualquier momento del día o de la noche.

Pero ese día se sentía distinta, las semillas de la incertidumbre habían conseguido plantarse en su mente. Se sentía como una jugadora de tenis que había salido a la pista para descubrir, en el último momento, que tenía un enorme agujero en el centro de su raqueta.

«Cálmate», se dijo a sí misma. «Agradece lo que tienes y disfruta de la vida que te han dado en vez de la que anhelas en secreto».

Se pasó la mano por la cadera, rozando con los dedos la áspera tela de sus pantalones vaqueros. En vez de describir una prenda de vestir que Murat detestaba, se esforzó por hacer bien su papel y usar su fantasía, sabía que era ese un elemento clave en ese tipo de relación.

Era algo que también le había enseñado Murat.

—Llevo seda… —susurró con su voz más sensual.

—¿Qué tipo de seda?

Volvió a sentir el mismo nudo en la garganta, pero eso no le impidió continuar con el juego. De hecho, no podía imaginarse cómo sería tener una conversación telefónica con Murat que no fuera erótica. Era algo que nunca habría podido haber hecho cuando solo había sido una ingenua joven de un pueblo de Gales. Pero a pesar de sus antecedentes, siempre había sido inteligente. Devoraba los libros y nunca le había costado aprender, era buena estudiante, también en ese terreno.

—Una seda muy suave —le dijo—. Suave como la mantequilla.

—Sigue… —le pidió Murat.

Pensó en la ropa interior que se había comprado. Era muy sexy y aún la tenía en la caja de la tienda, protegida entre papeles de seda. Su idea había sido ponérsela en cuanto saliera de la ducha.

Sabía que Murat no iba a tardar más de unos segundos en arrancársela cuando la viera, pero merecía la pena.

—La prenda es de color azul oscuro —le dijo ella como si estuviera hablando del tiempo o de cualquier otra cosa.

—Excelente —susurró Murat—. ¿Y estamos hablando acaso de pequeñas braguitas?

—¡Oh, sí…! Tan pequeñas que casi no se ven. La verdad es que es una pérdida de tiempo ponerse algo tan diminuto y frágil.

—Entiendo…

Murat se quedó callado unos segundos.

—¿Y también tienes puesto un sujetador a juego?

—Sí —susurró ella haciendo también una pausa.

No podía evitarlo, se sentía algo culpable, pero recordó que no tenía motivos para sentirse así. A Murat le gustaban esos juegos y a ella también.

—Me temo que el sujetador también es demasiado pequeño —continuó ella con su voz más provocativa y sensual—. Pero tiene bastante encaje y así al menos no se ven tanto mis pezones.

Murat volvió a quedarse callado unos instantes antes de seguir con más preguntas. Su silencio era muy elocuente.

—¿Y las medias…? —murmuró poco después mientras tragaba saliva—. ¿Llevas medias?

Catrin respondió con un suave gemido, cerrando los ojos para no tener que ver sus pantalones vaqueros y poder usar así más fácilmente su imaginación.

—Por supuesto… Llevo medias de seda negras importadas desde París. Aunque, con el calor que hace, me temo que se han pegado a mis muslos.

—Estoy deseando verlas… —le aseguró Murat con la voz cargada de deseo—. Y después quiero quitártelas muy lentamente.

—¿Sí? ¿Lo vas a hacer?

—Sí… —repuso él con un gemido—. Y, en cuanto me deshaga de ellas, voy a deslizar mi lengua entre tus muslos y lamerte hasta que te deshagas entre mis brazos y grites de placer. ¿Te gustaría que lo hiciera, preciosa?

Siempre conseguía excitarla con sus palabras. Pero por alguna razón, la fantasía se evaporó de repente y abrió de golpe los ojos. No podía seguirle el juego, se veía incapaz de hacerlo. Pero no iba a permitir que Murat se diera cuenta de ello.

—Por supuesto, me gustaría mucho —le dijo ella—. ¿A qué hora…? ¿A qué hora vas a llegar?

—Pronto —repitió él—. Muy pronto.

Catrin estaba a punto de decirle adiós y colgar cuando oyó el ruido de una llave en la cerradura.

Se volvió hacia el sonido y casi se le cayó el teléfono al suelo cuando vio quién estaba de pie allí. Su primer pensamiento fue que no podía ser Murat, tenía una agenda demasiado apretada como para que hubiera podido llegar antes de tiempo, pero se dio cuenta de que no podía ser ninguna otra persona. De hecho, no había nadie en el mundo con el que pudiera confundirlo. Ni había ningún hombre que pudiera estar a su altura.

En su país lo llamaban Murat el Poderoso. También era conocido como Murat el Magnífico y no le extrañó que lo hicieran, creía que su aspecto no podía describirse de otro modo.

Su oscuro y ondulado cabello caía a ambos lados de su cara, haciendo que destacaran aún más sus masculinos rasgos y la suave sensualidad de sus labios. Se fijó en el brillo de sus ojos de ébano. Tenía el cuerpo de un guerrero del desierto, un detalle que no conseguían esconder los elegantes trajes italianos que solía llevar cuando no estaba en su país. Sabía que en Qurhah llevaba túnicas y un pañuelo en la cabeza, pero ella apenas lo había visto con ese tipo de ropa, solo en fotos. Y a veces, cuando lo veía en esas imágenes, sentía cierta melancolía al saber que ella solo ocupaba una pequeña parte de su vida, que nunca iba a tener acceso a ese otro aspecto de su existencia. Era algo que estaba fuera de su alcance.

—¡Murat! —exclamó sorprendida—. ¡No te esperaba tan pronto!

—Ya lo veo —respondió él cerrando la puerta suavemente tras él.

Comenzó a caminar hacia ella, con una sonrisa cómplice en los labios mientras apagaba el teléfono y se lo guardaba en el bolsillo del pantalón.

—¿No vas a saludarme, preciosa?

—Hola —susurró ella dejando su propio teléfono en una mesa cercana con manos algo temblorosas.

Murat dejó que su mirada se deslizara sobre el cuerpo de Catrin con los ojos entrecerrados. Había algo en ella diferente, pero no sabía qué era. Algo que le hacía sentir de una manera desconocida en él. Y entonces se dio cuenta de lo que era.

Le recordaba a la Cat que había conocido en un pueblo de Gales. La hermosa joven que había conseguido cautivarlo desde el primer momento, en cuanto la miró con esos extraordinarios ojos verdes.

Vestía de manera cómoda y deportiva y vio que estaba algo despeinada. La cascada oscura de rizos caía sobre sus hombros y la ropa que llevaba…

Sus maravillosas piernas estaban escondidas bajo unos pantalones vaqueros. Se trataba de una prenda que no le gustaba en una mujer y ella había dejado de usarlos en su presencia.

La fina camiseta que llevaba dibujaba de manera muy sugerente sus pechos, no podía dejar de mirarlos, pero no era lo que había estado esperando.

Pensó en lo mucho que había cambiado, en cómo su diamante en bruto se había convertido en una joya perfecta y pulida. A veces echaba de menos a la joven descarada y abierta que había conseguido conquistarlo en un principio, pero tenía que reconocer que Catrin se había adaptado muy bien a su papel. Casi demasiado bien…

—Me dijiste que llevabas medias —le dijo él lentamente.

Catrin se llevó las manos al pelo, como si acabara de recordar en ese instante lo despeinada que estaba su melena. Después, bajó la vista para mirarse los pantalones antes de volver a mirarlo a él. Tenía un gesto de culpabilidad en la cara.

—No esperaba que estuvieras tan cerca —protestó ella.

—Quería darte una sorpresa.

—¡Y lo has hecho! —exclamó Catrin mirándolo a los ojos.

—Bueno, ¿no vas a darle un beso de bienvenida a tu sultán? —le preguntó él mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba del respaldo de una silla—. ¿Ni siquiera un abrazo?

Catrin se mordió el labio como si quisiera decir algo pero no se atreviera a hacerlo. Por un momento, Murat se sintió también algo culpable. Creía que quizás hubiera sido injusto por su parte no advertirle de que ya iba de camino desde el aeropuerto. Pero el caso era que había cambiado su agenda del día porque había estado deseando verla y porque sabía que ya no iba a tener muchas más oportunidades como esa.

Durante las últimas semanas, había empezado a ser cada vez más consciente de que el reloj seguía corriendo en contra de esa relación y que, más pronto que tarde, iba a tener que sentarse con ella y hablar muy seriamente sobre su futuro. Había cosas que necesitaba contarle a Catrin sobre su vida. Cosas que debía saber.

Pero no quería tener que hacerlo ese día.

Apretó frustrado los labios, nunca encontraba el momento oportuno, seguía retrasando esa conversación.

Solo quería centrarse en el presente, tenía la intención de sacar el máximo provecho de esos momentos, de una relación que estaba durando más de lo que habría podido imaginar en un principio.

Le dedicó una sonrisa y fue entonces cuando por fin Catrin se relajó y le ofreció también el mismo gesto. Fue corriendo hacia Murat y se echó a sus brazos con entusiasmo, rodeándole el cuello con las manos mientras se aferraba a él. Pudo sentir enseguida la suavidad de sus pechos contra el torso y el dulce calor de su aliento mientras le regalaba mil besos por toda la cara.

—¡Murat! —le dijo ella con voz temblorosa—. Lo siento, perdóname. Hola de nuevo.

Su boca fue en busca de la de Murat y él no pudo evitar gemir cuando sus labios por fin se encontraron. Sus besos eran más dulces que los de cualquier otra mujer y también era distinta en la cama. No sabía si sería así porque él la había moldeado hasta convertirla en su amante perfecta, instruyendo a la inexperta e ingenua joven que había conocido hasta conseguir que se convirtiera en alguien tan hábil como cualquier cortesana o una de las mujeres del harén.

Catrin separó los labios para profundizar en el beso, jugando con su lengua contra la de él como si quisiera devorarlo.

Podía sentir sus pezones contra el torso y, de repente, olvidó que Catrin le había prometido que llevaba medias, olvidó que le gustaba que sus amantes lo esperaran siempre arregladas y preparadas para él.

Lo olvidó porque se trataba de Cat, así le gustaba llamarla, como «gato» en inglés. Era una cautivadora gatita que conseguía deshacerlo por completo y hacía que le temblaran las rodillas de deseo. Parecía ejercer sobre él un poder que no había experimentado nunca con ninguna otra mujer.

—Cat —suspiró en un tono que era casi una súplica—. Te he echado de menos más de lo que imaginas. Mientras cabalgaba por el desierto, mientras miraba las flores que crecen en las arenas de Mekathasinian, te he echado de menos…

Ella se apartó entonces, buscándolo con los ojos y con un gesto de intensa curiosidad en su mirada.

—¿De verdad?

—Por supuesto. ¿Necesitas preguntármelo?

Catrin asintió con la cabeza. Le pareció haber visto durante unos segundos una nube de incertidumbre en su mirada.

—Sí, Murat, lo necesito. A veces… —le confesó con la voz entrecortada—. A veces una mujer necesita escuchar estas cosas de vez en cuando.

—Entonces, déjame decirte todas las cosas que necesitas escuchar y alguna más. Te he echado mucho de menos —le susurró enterrando los labios en su pelo—. Mientras galopaba sobre las dunas del desierto, no podía dejar de pensar en ti. Durante las largas y tediosas reuniones en las que tratamos los asuntos de Estado, anhelaba tu mirada verde y poder sentir tu sedosa piel contra la mía. Quería estar encima de ti, dentro de ti, sumergirme en tu cálido interior y perderme en lo más profundo de tu cuerpo. Así que ven conmigo, mi bella morena, deja que te lleve a la cama antes de que pierda por completo la cabeza.

 

 

Catrin miró sus ojos negros, estaban cargados de deseo, pero las dudas que la habían acompañado durante la última semana se negaban a desaparecer. Murat estaba consiguiendo excitarla como lo hacía siempre, pero no podía evitar que le doliera que no quisiera hablar antes con ella. Llevaban semanas sin verse y la actitud de Murat le hacía sentirse como si solo fuera un objeto con el que quería saciar su lujuria. Le habría gustado que, al menos una vez, tratara de hacer algo más con ella que no fuera llevarla directamente a la cama.

«No eres más que la mujerzuela de un millonario».

No podía olvidar las duras palabras de su madre, pronunciadas con la dificultad del que había bebido más de la cuenta. Se preguntó cómo reaccionaría Murat si a ella se le ocurriera sugerir que se tomaran una taza de café antes de ir al dormitorio o si se atreviera a pedirle que la esperara, que necesitaba darse una ducha.

Pero, por muchas dudas y objeciones que tuviera, su cuerpo no parecía querer escucharla. Solo podía sentir cómo Murat había conseguido despertar el deseo en su interior. Así que no vaciló más que un segundo antes de dejar que la llevara al dormitorio principal, incapaz de resistirse a sus muchos encantos.

Sus dudas comenzaron a disolverse en cuanto Murat le quitó la camiseta y la tiró al suelo. Pocos segundos después, olvidó por completo sus incertidumbres cuando el poderoso sultán le desabrochó los pantalones vaqueros y susurró algo en su lengua materna antes de llevarla a la cama.

Su ropa interior era sencilla y práctica, el tipo de prendas que solía llevar cuando Murat no estaba en la ciudad. Sabía que él prefería que llevara tangas, pero no eran demasiado cómodos. Ese día, por ejemplo, llevaba unas braguitas blancas de algodón que eran completamente lisas.

Murat se quedó mirando su simple ropa interior durante un momento antes de tocarla. Cuando sintió su mano acariciando levemente la prenda, se quedó sin respiración. Él no tardó en apartar hábilmente las húmedas braguitas para poder acariciarla. Deslizó los dedos entre los suaves pliegues de su sexo y no pudo evitar retorcerse de placer cuando sintió uno de sus dedos dentro de ella.

Tras unos segundos en el cielo, Murat dejó de tocarla y, mirándola a los ojos, se lamió lentamente el dedo que había utilizado. Fue un momento tan erótico e íntimo que sentía que iba a perder la cabeza.

—No… ¿Qué haces? —gimió ella decepcionada al ver que se alejaba de la cama.

—Paciencia, mi pequeña gata, solo quiero quitarme el maldito traje.

Contuvo el aliento mientras observaba cómo se desnudaba, desvelando poco a poco el magnífico cuerpo que escondía bajo esas prendas. Le encantaba el tono oliváceo de su piel y su torso era maravilloso, solo empañaba esa perfección una cicatriz que tenía a un lado del abdomen.

Recordó que, cuando la vio por primera vez, la recorrió con los dedos mientras le preguntaba si era una herida de guerra. Y él le había respondido, en un tono algo seco, que era en realidad el legado de una operación de apendicitis que le habían hecho de niño en el hospital pediátrico de Simdahab, la capital de Qurhah.

No tardó nada en quitarse el resto de la ropa y pudo comprobar entonces lo excitado que estaba. No podía ver otra cosa que no fuera su imponente erección mientras iba hacia la cama, donde lo esperaba ella. Pudo sentir su firmeza contra el vientre cuando se echó sobre ella y le arrancó el sujetador con un hambre que no se molestó en ocultar.