Sensaciones de Bilbao - Miguel de Unamuno - E-Book

Sensaciones de Bilbao E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Colección de textos de Miguel de Unamuno sobre Bilbao, su ciudad natal, algunos en forma de loa aunque no exentos de cierta mirada crítica hacia la situación de la capital vasca.-

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Seitenzahl: 74

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel de Unamuno

Sensaciones de Bilbao

 

Saga

Sensaciones de Bilbao

 

Copyright © 1922, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598629

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL DULCE PASADO

What were the world, or other worlds, or all the brightest future, without the sweet part...?

LORD BYRON, Heaven and Earth; a mystery. sc. III.

 

«¿QUÉ sería el mundo, u otros mundos, o todo el más brillante porvenir sin el dulce pasado?», dice Anah, en vísperas del diluvio universal, en el misterio dramático byroniano «Cielo y Tierra». Anah, la mujer de Jafet, el hijo de Noé, enamorada de un ángel, Azaziel, en vísperas del diluvio que va a anegar todo el pasado, acuérdase de este pasado, del dulce pasado, que es toda la realidad, la única realidad. Y más después exclama: «¡Oh, las tiendas de mi querido padre, mi rincón nativo, y montañas, tierras y bosques! Cuando no seáis, ¿quién enjugará mis lágrimas?».

Anah, la byroniana, no bíblica, creía estar enamorada del ángel Azaziel —«viendo los hijos de Dios a las hijas de los hombres, que eran hermosas, escogieron mujeres de entre ellas» (Gén. VI, 2) —de Azaziel, que como ángel que era, no vivía más que en el porvenir y para el porvenir, pero en realidad estaba enamorada de Jafet, el hombre hecho del légamo de la tierra y que, como hombre, no vivía más que en el pasado y para el pasado.

¡Que cualquier tiempo pasado fue mejor!

Francesca, la de Rimini, dirá lo que quiera, pero aquellas sus palabras inmortales de que «no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria», derramaban una indecible dulzura sobre su tormento todo. Ella, Francesca, la voluptuosa, al recordar su pasado, al recordar el momento eterno de la caída, il disiato riso, el beso que la unió para siempre a Paolo, se derrite en un dulcísimo dolor. Un beso trágico es su existencia toda. ¿Y es eso infierno? ¡Ah, no!

«¡Qué terriblemente reaccionarios somos!», me decía una vez uno que se jactaba de futurista. «No somos otra cosa —le contesté— ni podemos ser otra cosa, porque no conocemos más que el pasado, y sólo se quiere lo que se conoce, y porque en el porvenir no buscamos más que pasado, uno u otro pasado».

¿Para qué, para qué ir a buscar mi rincón nativo, mi bochito, las montañas y tierras y bosques que rodean a la Villa, para qué si no han de enjugar las lágrimas que hacia dentro de sí mismo llora mi corazón mejor que las enjugan los recuerdos de esas montañas y esas tierras y esos bosques? Allí, donde estuvo mi Bilbao, ha cambiado mucho que aquí dentro, donde le guardo, no cambia. ¿Que no cambia? ¡Se disuelve conmigo!

Oigo de pronto en la mesa, mientras restauro mi cuerpo, un nombre: ¡Pepachu!, y este nombre es una evocación. Me llega envuelto en una niebla de primera aurora, de mi primera aurora, y no logro asir más que el nombre. Al conjuro de ese nombre: ¡Pepachu!, vibra toda mi niñez, pero como algo de otro mundo, del otro mundo, de un mundo anterior a mi primer aurora. ¿Quién fue Pepachu? Sólo recuerdo que fue una que me fue familiar en mi niñez y de la que yo no conservo ni imagen ni reminiscencia de sus dichos ni hechos. A aquel que haya olvidado la lengua de su niñez, y que al llegar a viejo oiga rezar el padrenuestro en esa lengua y sin entenderlo, ¿qué le pasará?

Llevamos dentro enterrados los que fuimos, nuestros yos de antaño, y ¿qué cadena hay entre ellos? La de la continuidad, se dice. Cada uno de nosotros es una generación. ¡Y sólo en esta cadena vivimos, oh, dulce pasado!

¿No te ha ocurrido nunca, lector que me lees, sentarte en el muerto hogar de tus abuelos, a los que no conociste, y soñando allí, la frente entre las palmas de las manos, junto a la ceniza, tratar de resucitar a tus abuelos en ti? ¿No has hostigado nunca dentro de tu alma a las almas de los que te precedieron? ¿No te has esforzado por recordar los recuerdos de la niñez de tu padre, de tu abuelo? ¿No has buscado en tu corazón la eternidad del dulce pasado? Porque lo eterno no es el porvenir, lo eterno es el pasado. Solamente lo que pasa, queda.

Sí, sí, uno se revuelve a las veces acrimonioso y sarcástico contra los alabadores del pasado, contra los tradicionalistas, contra los que se acongojan ante el diluvio, pero...

Subiendo por el valle de Ceberio la carretera que nos lleva de Miravalles a Castillo de Elejabeitia —o sea Arteaga de Arratia—, he ido soñando en lo que aquel dulce valle arratiano, donde siendo casi un niño lloré las primeras lágrimas de congoja impersonal, debió de ser antes de que hubiese carretera, en la niñez de mi abuelo materno. El riachuelo sigue cantando su canción, la de antaño, la que brizó sus siestas de niño, junto a la casería en que naciera. En cambio, de la casa de mi padre y de los padres de mi padre, en Vergara, no me queda más que un dibujo que hice hace ya años de ella. La derribaron y allí me dicen que hay un mercado. ¿Para qué he de volver a ver aquella plaza y volver a soñar en ella un pasado anterior al mío? Porque nos cabe soñar nuestro pasado de antes de haber nacido. Nuestro, sí, nuestro. ¿O es que no venimos de la eternidad como vamos a ella?

¿Quién sabe si al morirse uno descubrirá quién ha sido de veras y qué ha sido siempre? ¿Quién sabe si al morirse se nos abre en vez de una eternidad de porvenir una eternidad de pasado? ¿O quién sabe si esta visión de la eternidad de nuestro pasado no es sino el disfrute de nuestra eternidad de porvenir? ¿Sueños? ¡Sí, sueños! ¡Soñemos, alma, soñemos!

Y estos sueños se nos vienen ahora en que como un diluvio terrenal se cierne sobre nuestros corazones y nuestras cabezas un porvenir de la más aborrascada negrura, cuando truena en lontananza, allí donde se pone el sol, y de los nubarrones preñados de pedrisco brota el relámpago.

«¡Retrógrado!». ¿Y quién sabe cuál es la verdadera dirección de nuestro movimiento? ¿Quién sabe si mientras creemos ir del recuerdo a la esperanza no vamos en realidad de la esperanza al recuerdo? No es más que esperanzas de recuerdos la juventud, y no es la vejez más que recuerdos de esperanzas. Espera el joven recordar un día y el viejo recuerda haber esperado y recuerda también esperar. ¡Se acuerda de esperar!

¡Oh, Bilbao de mis recuerdos y de mis esperanzas, de mis recuerdos de esperanzas y de mis esperanzas de recuerdos también, cómo trato de recoger el que hace treinta años soñaba que habría de ser hoy! ¡Y aún más allá, mucho más allá! ¡Es decir, aún más adelante, mucho más adelante, aún más en el porvenir! Oh, mi rincón nativo, y montañas y tierras y bosques que le ceñís, cuando no seáis, ¿quién enjugará mis lágrimas? Y no seréis cuando yo no sea. Oh, mi Bilbao, mi Bilbao, mi dulce pasado, ¿no eres tú acaso toda la eternidad de mi porvenir?

LA OBRA DE ARTE DE ADOLFO GUIARD

HACE más de treinta años, cuando éramos unos mozos los que empezamos ya a presumir de viejos, mantenía-se el arte de la pintura en Bilbao en una especie de estado de inocencia. Aplicando el concepto de honradez en el mismo sutil y algo malicioso sentido en que lo aplicara don Marcelino Menéndez y Pelayo al hablar de la honrada poesía vascongada, cabe decir que era entonces honrada, honradísima, la pintura vascongada. Honrada en el doble sentido de la palabra, el bueno y el otro. Era honrada e inocente. Y al llamarla así no me refiero a los asuntos que trataba —el asunto en un cuadro no suele ser más que la literatura — sino al modo de tratarlos, a lo estrictamente artístico en pintura.