Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle - E-Book

Sherlock Holmes E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

En el 221 de Baker Street, en Londres, se aloja Sherlock Holmes, un hombre peculiar, flemático, egocéntrico, melómano y algo adicto a la cocaína y a la morfina, pero con unas portentosas dotes de observación y una mente analítica y deductiva hiperdesarrollada, que hacen de él el mejor detective de Londres. Holmes siempre va acompañado del doctor Watson, que no sólo le asiste y le da la réplica, sino que además se dedica a compilar y narrar en primera persona cada uno de los complicados y fascinantes casos que el famoso detective desenreda con su infalible uso de la lógica. Es imposible cuantificar el impacto que ha tenido Sherlock Holmes en el universo literario de los investigadores, pero lo que es seguro es que el género detectivesco sería completamente diferente si él no hubiera existido.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Portadilla

Arthur Conan Doyle. Estudio en escarlata

Nota preliminar

Primera Parte. Reimpresión de las memorias de John H. Watson

I. El señor Sherlock Holmes

II. La ciencia de la deducción

III. El misterio de Lauriston Gardens

IV. Lo que John Rance tenía que decir

V. Nuestro anuncio nos trae una visita

VI. Tobias Gregson da una prueba de lo que es capaz

VII. Una luz en la oscuridad

Segunda Parte. La Tierra De Los Santos

I. En la gran llanura alcalina

II. La flor de Utah

III. John Ferrier habla con el Profeta

IV. Una fuga para salvar la vida

V. Los Ángeles Vengadores

VI. Continuación de las memorias de John Watson, Doctor en Medicina

VII. Conclusión

Arthur Conan Doyle. El signo de los cuatro

Guía del lector

I. La ciencia del razonamiento deductivo

II. La exposición del caso

III. A la búsqueda de una solución

IV. La historia del hombre calvo

V. La tragedia del Pabellón Pondicherry

VI. Sherlock Holmes hace una demostración

VII. El episodio del barril

VIII. Los irregulares de Baker Street

IX. La cadena se rompe

X. El final de un isleño

XI. El gran tesoro de Agra

XII. El extraño relato de Jonathan Small

Arthur Conan Doyle. El sabueso de los Baskerville

Nota preliminar

I. El señor Sherlock Holmes

II. La maldición de los Baskerville

III. El problema

IV. Sir Henry Baskerville

V. Tres hilos rotos

VI. La mansión de los Baskerville

VII. Los Stapleton de la casa de Merripit

VIII. Primer informe del doctor Watson

IX. Una luz en el páramo

X. Extracto del diario del doctor Watson

XI. El hombre del risco

XII. Muerte en el páramo

XIII. Colocando las redes

XIV. El sabueso de los Baskerville

XV. Examen retrospectivo

Arthur Conan Doyle. El valle del terror

Guía del lector

Primera Parte. La Tragedia De Birlstone

I. El aviso

II. Sherlock Holmes razona

III. La tragedia de Birlstone

IV. Oscuridad

V. Los personajes del drama

VI. Comienza a hacerse la luz

VII. La solución

Segunda Parte. Los Chirrioneros

I. El hombre

II. El Gran Maestre

III. Logia 341, Vermissa

IV. El valle del terror

V. La hora más negra

VI. Peligro

VII. Edwards el Pajarraco cae en la trampa

Epílogo

Notas

Estudio en escarlata

Título original: A Study in Scarlet, 1887

El signo de los cuatro

Título original: The Sign of Four, 1890

El sabueso de los Baskerville

Título original: The Hound of the Baskervilles, 1901-1902

El valle del terror

Título original: The Valley of Fear, 1914-1915

Traducción: Amando Lázaro Ros

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2013.

Avda. Diagonal, 189-08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.

OBDO449

ISBN: 978-84-1132-960-6

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Arthur Conan Doyle

Estudio

en escarlata

NOTA PRELIMINAR

Una madeja enmarañada fue el título que sir Arthur Conan Doyle escribió a la cabeza del borrador de la novela que luego había de titularse definitivamente Estudio en escarlata y con la que Sherlock Holmes nació al mundo literario. Tampoco Sherlock era el patronímico que el autor —que era por aquel entonces un médico joven y de escasos ingresos— había destinado a su héroe. Holmes se llamó primero Sherrinford, pero este nombre no acababa de gustarle. Garrapateando posibles nombres más eufónicos, su instinto de buen titulador le hizo escribir al azar un nombre irlandés: Sherlock. Sonaba bien al oído en cualquier idioma y latitud, aunque sir Conan Doyle estaba muy lejos de pensar que había creado un personaje literario universal.

Ni fama ni dinero dio a su autor Estudio en escarlata. Quizá no sea tampoco una de las mejores novelas de su ciclo detectivesco; pero resulta pieza indispensable del mismo, porque en ella nos hace la presentación de sus dos personajes fundamentales: Sherlock Holmes y el doctor Watson; porque en ella expone el autor su entonces novedosa teoría científica del detectivismo (que en algunos momentos llega a ser una transparente lección de lógica práctica), y porque nos proporciona un adelanto del concepto que sobre el crimen y la justicia aplica sir Arthur Conan Doyle en sus novelas.

Quiero insistir en este último punto con alguna extensión. Toda la literatura detectivesca, desde Edgar Poe —y aun en sus balbuceos anteriores—, gira alrededor del crimen y de la delincuencia, pero no como un campo de estudios metafísicos ni éticos, sino como una serie de problemas técnicos, de rompecabezas en acción, en los que el espíritu observador, la lógica y el valor del detective —generalmente aficionado— luchan contra la inventiva, la astucia y los instintos primarios del que conculca la ley y asalta la vida o la hacienda ajenas. Los autores de novelas detectivescas levantan el zorro de un delito y de un delincuente a los que han dotado de astucia, agilidad y colmillos afilados y sueltan luego en su rastro la jauría policíaca o el sabueso solitario. La inventiva del novelista empieza a crear crímenes y criminales. Crímenes que parecen fríamente calculados por criminales inteligentes.

Quienes querrían ver en la novela una lección y no una pura distracción fruncen a veces el ceño a las detectivescas y querrían que el autor, al final de las mismas, pusiera púlpito, o, por lo menos, estrados, y se encarase con el reo que acaban de sentenciar para decirle: «¿Se creía usted que era cosa fácil burlar a la justicia? —Y luego, volviéndose hacia el público que ha concurrido a la audiencia pública—: ¡Y ustedes, pongan sus barbas a remojar! El crimen es un mal negocio».

En esto, como en muchas cosas, los españoles estamos de vuelta cuando otros inician el viaje de ida. Demos un salto hacia atrás hasta la novela picaresca, tan deliciosa y divertida (salvo que hoy nos parece que a los pícaros de entonces les habría hecho falta el D. D. T.). Cervantes no endilga sermones después de presentarnos a Ginés de Pasamonte y a Monipodio. En cambio, el escudero Marcos de Obregón nos sirve emparedados los sermoncicos y las granujadas. Hoy raemos con el cuchillo el sermoncico y paladeamos la granujada, que es donde está la novela, y cuando el espíritu nos pide sermón, echamos mano a la Guía de pecadores. Entonces ocurría probablemente eso mismo. Digo yo. Por mi parte, no creo que ningún hombre de buen sentido se haya hecho pícaro por haber leído una novela picaresca sin sermón, ni que haya dejado de hacerse, si es que llevaba al pícaro dentro de sí, por haber leído las ejemplares pláticas escuderiles. La cosa es bastante más complicada. En mi opinión, la novela detectivesca clásica —y las de Sherlock Holmes son lo ático entre sus clásicos— es el género literario con menores posibilidades de toxicidad moral. El tóxico —muy débil, desde luego, si es que lo hay— está en la novela policíaca no detectivesca, es decir, de tiros a granel e idealización del gangsterismo, made in USA., y en un fenómeno de nuestros días: la precocidad en la lectura.

Nada de todo eso reza con las auténticas novelas detectivescas —las de problemas, las de rompecabezas—, y menos con las de sir Arthur Conan Doyle. Y no porque ponga púlpito ni estrados. El autor de Sherlock Holmes, que tan bellas —y, a veces, profundas— cosas escribe al desgaire, no sermonea; pero en todas sus novelas detectivescas palpita un profundo sentido de justicia. El caso mismo que plantea en Estudio en escarlata, que a primera vista se diría que es un caso de venganza, no es tal, examinado a fondo. «Pueden tomarme por asesino; pero yo sostengo que no soy sino un funcionario de la justicia, lo mismo que lo son ustedes —les dice Jefferson Hope a los policías—. Eran reos —se refiere a los muertos— de la muerte de dos seres humanos, un padre y una hija, y, por consiguiente, habían perdido el derecho a sus propias vidas. A mí me era imposible, después del lapso transcurrido desde su crimen, conseguir pruebas de su convicción para acusarlos ante ningún tribunal. Pero, como ya sabía que eran culpables, resolví que yo mismo sería el juez, el jurado y el ejecutor, todo en una pieza.» Los culpables habían cometido sus crímenes, bajo el velo de Los Ángeles Exterminadores, en la ciudad de los mormones, Salt Lake City. Tan convencido de que hacía justicia estaba Jefferson Hope, que ideó un nuevo juicio de Dios, como los practicados en los siglos medievales. «La Providencia no habría permitido en modo alguno que eligiese otra píldora que la del veneno.»

Es, pues, un conturbador problema de conciencia el que sir Conan Doyle plantea. Jefferson Hope es el instrumento de que el Juez Supremo se vale para hacer justicia en dos criminales de la secta mormónica. Y ese mismo Juez Supremo hace justicia en Jefferson matándolo de un aneurisma y... «Un juez de más alta categoría se había hecho cargo del asunto, y Jefferson Hope había sido llamado ante un tribunal en el que se le iba a hacer estricta justicia. La misma noche que siguió a su captura estalló el aneurisma...» Sir Arthur Conan Doyle, respetuoso con la justicia formal de los hombres (sujeta a tantos errores), tiene siempre un Supremo Juez de apelación. Es el suyo un criterio de justicia inmanente, insoslayable y sin posibilidad de error. ¿Qué son, después de todo, los grandes personajes detectivescos sino una reacción contra las limitaciones y rutinas de la policía oficial y de la justicia de los hombres? Hasta Sherlock Holmes fracasa a veces, y el crimen queda impune en la tierra. Pero nadie escapa a la justicia del Supremo Juez.

«Era preciso hacer justicia, y la depravación de la víctima no equivalía a una condonación a los ojos de la ley» (Estudio en escarlata). Pero en problema tan conturbador es el Supremo Juez quien dará el fallo definitivo.

PRIMERA PARTE

Reimpresión de las memorias de

JOHN H. WATSON,

Doctor en Medicina y oficial retirado del Cuerpo de Médicos del Ejército Británico

CAPÍTULO I

EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES

En el año 1878 me gradué de Doctor en Medicina por la Universidad de Londres, y a continuación me trasladé a Netley con objeto de cumplir el curso que es obligatorio para ser médico cirujano en el Ejército. Una vez concluidos esos estudios, fui a su debido tiempo destinado, en calidad de médico cirujano ayudante, al 5.° de Fusileros de Northumberland. El regimiento se hallaba en aquel entonces de guarnición en la India y, antes de que yo pudiera incorporarme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado los desfiladeros de la frontera y se había adentrado profundamente en el país enemigo. Yo, sin embargo, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en situación idéntica a la mía, seguí viaje, logrando llegar sin percances a Candahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé en el acto a mi nuevo servicio.

Aquella campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí sólo me acarreó desgracias e infortunios. Fui separado de mi brigada para incorporarme a las tropas de Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando tuvo lugar la desdichada batalla de Maiwand. Fui herido allí por una bala explosiva, que me destrozó el hueso del hombro, rozando la arteria subclavia. Habría caí do en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el valor y la lealtad de Murray, mi ordenanza, quien me colocó de través, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y consiguió llevarme sin más percances hasta las líneas británicas.

Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas soportadas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawar. Me restablecí en ese lugar hasta el punto de que ya podía pa sear por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, cuando caí víctima de ese azote de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando por fin reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. En consecuencia, fui embarcado en el transporte militar Orontes, y un mes después pisaba tierra en el muelle de Portsmouth, convertido en una irremediable ruina física, pero disponiendo de un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el período de nueve meses que se me concedía.

Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es natural en una situación como esa, me dirigí hacia Londres, gran sumidero al que se ven arrastrados de manera irresistible todos cuantos atraviesan una época de descanso y ociosidad.

Me alojé durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida absurda y sin sentido, y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, era necesario que alterase por completo mi forma de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata.

Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, en pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpecitos en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Barts1 como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta grato ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquel entonces, Stamford no era precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi júbilo exuberante, lo invité a que almorzase conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo, de los llamados hansom.

—¿Y qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez.

Le relaté a grandes rasgos mi aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino.

—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?

—Estoy buscando habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones confortables a un precio razonable.

—Es curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted la segunda persona que hoy me habla en esos mismos términos.

—¿Quién ha sido la primera? —le pregunté.

—Un señor que trabaja en el laboratorio de Química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese alquilar a medias con él un bonito apartamento que había encontrado y que resultaba demasiado gravoso para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de veras busca a alguien con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Preferiría tener un compañero a vivir solo.

El joven Stamford me miró de un modo bastante raro, por encima de un vaso de vino, y dijo:

—No conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerlo constantemente de compañero.

—¿Por qué? ¿Hay algo en su contra?

—Yo no he dicho que haya algo en su contra. Es un hombre de ideas raras. Le entusiasman ciertas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es una persona bastante aceptable.

—¿Estudia quizá Medicina? —le pregunté.

—No... Yo no creo que tenga intención de seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera clase; sin embargo, nunca asistió de manera sistemática, que yo sepa, a clases de Medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes, que asombrarían a sus profesores.

—¿Le ha preguntado usted alguna vez cuáles son sus propósitos? —indagué.

—Nunca; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque suele ser bastante comunicativo cuando está en vena.

—Me gustaría conocerlo —dije—. De tener que vivir con alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido o el barullo. Los que tuve que aguantar en Afganistán, me bastan para todo lo que me resta de vida normal. ¿Hay modo de que conozca a ese amigo suyo?

—De fijo que está ahora mismo en el laboratorio —contestó mi compañero—. Hay ocasiones en que no aparece por allí durante semanas, y otras en que no se mueve del laboratorio desde la mañana hasta la noche. Podemos acercarnos los dos en coche después del almuerzo, si lo desea.

—Claro que sí —le respondí.

Y la conversación se desvió por otros derroteros.

* * *

Mientras nos dirigíamos al hospital, después de abandonar el Holborn, Stamford me fue dando unos pocos detalles más acerca del caballero al que yo tenía el propósito de tomar por compañero de habitaciones.

—No debe echarme a mí la culpa si no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que yo sé de Sherlock lo sé por haberlo tratado alguna vez que otra en el laboratorio. Usted es quien ha propuesto el asunto y no debe hacerme a mí responsable.

—Si no nos llevamos bien, será cosa fácil separarnos —comenté—. Me está pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este asunto —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es un hombre terriblemente destemplado, o qué? No se ande con rodeos.

—No resulta fácil expresar lo inexpresable —me contestó, riéndose—. Para mi gusto, Holmes es un hombre excesivamente científico. Tan científico que casi roza la insensibilidad. Yo incluso hasta llego a imaginármelo dándole a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal descubierto, pero no por malicia, compréndame, sino por puro espíritu de investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos.

—Y tiene muchísima razón.

—Sí, pero esa condición se puede llevar al exceso. Y, desde luego, toma una forma bastante chocante si llega hasta golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de disección.

—¡Apalear los cadáveres!

—Sí, para comprobar qué tipo de magulladuras se puede producir después de la muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia Medicina?

—No. ¡Vaya usted a saber qué finalidad busca con sus estudios! Pero ya hemos llegado, y es usted mismo quien debe formar sus propias impresiones acerca de esa persona.

Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de piedra y cuando avanzamos por el largo pasillo de paredes encaladas y puertas de color castaño. Hacia el final del pasillo, había otro corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al laboratorio de Química.

Consistía éste en una sala de techos altos, llena por todas partes de botellas alineadas en las paredes y desperdigadas por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de llamas azules onduladas. Un solo estudiante había en la habitación, y estaba embebido en su trabajo, inclinado sobre una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y saltó en pie con una exclamación de placer.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. Acabo de descubrir un reactivo que es precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina.

Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto una mina de oro.

—El doctor Watson; el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las presentaciones.

—¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, estrechando mi mano con una fuerza que yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.

—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté, asombrado.

—No se preocupe —dijo él, riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad?

—No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora bien, prácticamente...

—Pero, hombre, ¡si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en muchos años en la Medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!

Era tal su interés, que me agarró de la manga de la americana y me llevó hasta la mesa en la que había estado trabajando.

—Procurémonos un poco de sangre reciente —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua. Fíjese en que la mez cla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro de que podemos obtener la reacción característica.

Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado y apareció, en el fondo de la vasija de cristal, un precipitado de polvo pardusco.

—¡Ajá! —exclamó, palmoteando y tan emocionado como niño con un juguete nuevo—. ¿Qué me dice a eso?

—Parece una demostración muy sutil —le dije.

—¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre. Esta última demostración es inocua si las manchas datan de algunas horas. Pues bien, esta mía actúa, según parece, con igual eficacia tanto si la sangre es vieja como si es reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy se pasean impunemente por las calles habrían pagado hace tiempo la pena que se merecían por sus crímenes.

—¡Ah!, ¿sí? —murmuré yo.

—Las causas criminales giran constantemente sobre este punto único. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues porque no se dispone de una prueba demostrativa segura. De hoy en adelante, disponemos ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad.

Le relucían los ojos al hablar; puso la palma de la mano sobre su corazón, y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación.

—Merece usted que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido ante aquel entusiasmo suyo.

—El pasado año se vio en Frankfurt el caso de Von Bischoff. De haber existido esta prueba, lo habrían ahorcado, con toda seguridad. Hemos tenido también el de Mason, el de Bradford y el tan famoso de Muller y Lefèvre, de Montpellier, y el de Samson, de Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido decisiva.

—Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford, riéndose—. Podría iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policíaco de antaño.

—Y que quizá resultase una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes, poniéndose un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo.

Luego prosiguió, volviéndose sonriente hacia mí.

—Tengo que tener siempre un especial cuidado, por cuanto manipulo venenos con mucha frecuencia.

Alargó la mano al mismo tiempo que hablaba, y pude ver que la tenía moteada de otros parchecitos parecidos y descolorida por efecto de ácidos fuertes.

—Hemos venido a tratar de un negocio —dijo Stamford, sentándose en un elevado taburete de tres patas y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda buscando dónde meterse; y como usted se quejaba de no encontrar quien quisiera alquilar habitaciones a medias con usted, se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era ponerlos en contacto a los dos.

A Sherlock Holmes pareció complacerle la idea de compartir sus habitaciones conmigo, y advirtió:

—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street que nos vendrían que ni pintadas. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad?

—Yo mismo no fumo de otra clase —le contesté.

—Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo suelo tener a mano sustancias químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le supondría esto alguna molestia?

—¡De ninguna manera!

—Veamos... ¿Qué otros inconvenientes tengo? Hay veces que me entra la morriña, y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurra, no debe usted tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo de que advertirme? Cuando dos personas van a empezar a vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo peor de cada una de ellas.

Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije:

—Tengo un perro cachorro; me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso está quebrantado; me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es distinto: pero los que acabo de indicar son los principales que tengo en la actualidad.

—¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría de cosas estrepitosas? —preguntó Holmes ansiosamente.

—Depende del violinista —respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer de dioses; ahora bien, cuando se toca mal...

—No hay inconveniente entonces —exclamó él con risa alegre—. Creo que podemos dar por cerrado el trato; es decir, si le agradan las habitaciones.

—¿Cuándo podemos visitarlas?

—Venga a buscarme aquí mañana al mediodía, iremos juntos y lo dejaremos todo arreglado —me respondió.

—De acuerdo. A las doce en punto —le contesté, dándole un apretón de manos.

* * *

Lo dejamos trabajando en sus productos químicos y nos fuimos paseando juntos hacia mi hotel.

—A propósito —pregunté de pronto, deteniéndome y volviéndome a mirar a Stamford—. ¿Cómo diablos ha sabido que yo había venido de Afganistán?

Mi acompañante se sonrió enigmáticamente y dijo:

—Ésa es una de sus peculiaridades. Son muchísimas las personas que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas.

—¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos—. Esto resulta muy intrigante. Le quedo muy agradecido por habernos presentado. Ya sabe usted aquello de que «el verdadero tema de estudio para la Humanidad es el hombre».

—Entonces dedíquese a estudiar a nuestro hombre —dijo Stamford al despedirse de mí—. Aunque le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más acerca de usted que usted acerca de él. Adiós.

—Adiós —le contesté.

Y seguí caminando sin prisa hacia mi hotel, muy interesado en el hombre al que acababa de conocer.

CAPÍTULO II

LA CIENCIA DE LA DEDUCCIÓN

Según habíamos acordado, nos vimos al día siguiente e inspeccionamos las habitaciones del número 221 B de Baker Street, a las que nos habíamos referido en nuestra entrevista. Consistían en dos cómodos dormitorios y un único cuarto de estar, amplio y ventilado, amueblado de manera agradable, y que recibía luz de dos grandes ventanas.

Tan agradable resultaba el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que cerramos el trato en el acto e inmediatamente tomamos posesión de la vivienda. Aquella misma tarde trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente se presentó allí Sherlock Holmes con varias cajas y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro nuevo medio.

Desde luego, no era difícil convivir con Holmes. Resultó hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Era raro el que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche y, para cuando yo me levantaba por la mañana, él ya se había desayunado y marchado a la calle. En ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de Química; otras veces, en las salas de disección y, de cuando en cuando, en largas caminatas que lo llevaban, por lo visto, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apode raba de él una extraña lasitud y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente.

Mi interés por él y mi curiosidad por conocer cuáles eran las finalidades de su vida fueron haciéndose mayores y más profundos a medida que transcurrían las semanas. Hasta su persona misma y su apariencia externa eran como para llamar la atención del menos dado a la observación. En estatura sobrepasaba el metro ochenta, y era tan extraordinariamente enjuto que daba la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, excepto en los intervalos de sopor a los que me he referido antes; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su barbilla delataba al hombre de voluntad, por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus frágiles instrumentos de Física.

* * *

Quizás el lector me califique de entremetido impertinente si le confieso hasta qué punto estimuló aquel hombre mi curiosidad y las muchas veces que intenté quebrar la reticencia de que daba pruebas en todo cuanto a él mismo se refería. Sin embargo, tenga presente, antes de sentenciar, cuán carente de finalidad estaba mi vida y cuán pocas cosas atraían mi atención. El estado de mi salud me vedaba el aventurarme a salir a la calle, a menos que el tiempo fuese excepcionalmente benigno, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En tales circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo.

No era Medicina lo que estudiaba. Sobre ese extremo y contestando a cierta pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford al respecto. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por una de las puertas que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero, aun así, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados que las observaciones que hacía me asombraban bastante.

Con seguridad que nadie trabajaría tan ahincadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos de proponerse una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa, rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.

Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión que hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad que quién era éste, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiera una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.

—Parece que se ha asombrado usted —me dijo sonriendo, al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien, ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.

—¡Por olvidarlo...!

—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan todo lo que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien, el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Sólo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor; pero de éstas sí que tiene un gran surtido, y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.

—Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.

—¿Y qué diablos supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.

Estaba ya a punto de preguntarle qué clase de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo pensar que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le ocupaba. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran útiles para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito; cuando tuve listo el documento, no pude menos de sonreírme. He aquí el resultado:

SHERLOCK HOLMES

ÁREA DE SUS CONOCIMIENTOS

Literatura: Cero.Filosofía: Cero.Astronomía: Cero.Política: Ligeros.Botánica: Desiguales. Al corriente sobre la belladona, el opio y los venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.Geología: Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierra. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado.Química: Exactos, pero no sistemáticos.Anatomía: Profundos.Literatura sensacionalista: Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.Toca el violín.Experto boxeador y esgrimista de palo y espada.Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.

Llevaba ya inscrito en mi lista todo eso cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: «Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo, desde ahora, renunciar a mi propósito».

Veo que he hecho referencia más arriba a su habilidad con el violín. Era ésta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Sabía yo perfectamente que él era capaz de ejecutar piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los lieder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su rodilla. A veces, las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban fantásticas y agradables. Era evidente que reflejaban los pensamientos de que se hallaba poseído, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a pensar o si los sonidos que emitía no eran nada más que el resultado de un capricho o fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era habitual que Holmes terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.

En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que éstas pertenecían a las más distintas clases de la sociedad. Una de ellas era un hombrecillo pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, quien acudió tres o cuatro veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo; me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una anciana desaseada. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio. En todas esas ocasiones se disculpaba por causarme aquella molestia diciendo:

—Me es indispensable servirme de esta habitación como oficina de negocios, y estas personas son clientes míos.

Era otra nueva oportunidad que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante; pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia iniciativa.

Fue un 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le indiqué en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunarme. Luego, eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un buen vistazo.

Su título, algo ambicioso, era El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo cuanto le rodeaba. El escrito me produjo la impresión de ser una extraña mezcolanza de sagacidad y necedad. Los razonamientos eran enjundiosos e intensos, pero las deducciones me parecieron excesivamente audaces y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre a través de una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la manera de mirar. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no cabía engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que mientras éste no llegase a conocer los procesos por medio de los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como un nigromántico.

Decía el autor: «Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de tratar ciertos aspectos morales y mentales de esa materia que sin duda presentan grandes dificultades, el investigador debe empezar por dominar los problemas más elementales. Por ejemplo, cuando le presenten a cualquier ser mortal, empiece por descubrir de una sola ojeada cuál es su oficio o profesión. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. Detalles tan simples como las uñas de los dedos de las manos, las mangas de su chaqueta, el calzado, las rodilleras de los pantalones, las callosidades de los dedos índice y pulgar, la expresión de su rostro o los puños de la camisa pueden revelar con claridad la profesión de una persona. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente».

—¡Qué indecible charlatanismo! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería.

—¿De qué se trata? —me preguntó Sherlock Holmes.

—De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunarme—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón y va desenvolviendo todas estas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de tercera clase del ferrocarril subterráneo y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya.

—Perdería usted su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo.

—¡Usted!

—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas, tan prácticas que de ellas dependen el pan y el queso que como.

—¿Cómo así? —pregunté involuntariamente.

—Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective-consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir, y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal, y si uno se conoce al dedillo y con todo detalle un millar de casos, pocas veces deja de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, y en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí.

—¿Y los demás visitantes?

—A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios.

—De modo, según eso —le dije—, que usted, sin salir de su habitación, es capaz de aclarar situaciones que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto por sí mismos todos los detalles.

—Así es. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que tengo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que ha suscitado sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. De hecho, usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido de Afganistán.

—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.

—¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rígido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: «He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara tiene un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, dado que sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada... ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán». Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.

—Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo —dije, sonriendo—. Me hace usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas existiese sino en las novelas.

Sherlock Holmes se puso en pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación:

—No me cabe duda de que usted cree hacerme una lisonja comparándome con Dupin. Pero, en mi opinión, Dupin era un hombre que valía muy poco. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda que poseía un algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.

—¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? —le pregunté—. ¿Está Lecoq a la altura de la idea que tiene usted formada del detective?

Sherlock Holmes oliscó burlonamente, y respondió con acento irritado:

—Lecoq era un chapucero indecoroso que, a mi entender, sólo tenía una cualidad envidiable: su energía. El tal libro me ocasionó una verdadera enfermedad. Se trataba del problema de cómo identificar a un preso desconocido. Yo habría sido capaz de conseguirlo en veinticuatro horas. A Lecoq le costó cosa de seis meses. Podría servir de texto para enseñar a los detectives qué es lo que no deben hacer.

Me indignó bastante el ver con qué desdén trataba a dos personajes que yo había admirado. Me fui hasta la ventana y permanecí contemplando el ajetreo de la calle. Y pensé para mis adentros: «No dudo de que este hombre sea muy inteligente, pero es desde luego muy engreído».

—Los de nuestros días no son crímenes ni criminales —dijo con tono quejumbroso—. ¿De qué sirve en nuestra profesión el tener talento? Yo sé bien que lo poseo dentro de mí como para hacerme famoso. Ni existe ni ha existido jamás un hombre que haya aportado al descubrimiento del crimen una suma de estudio y de talento natural como los míos. ¿Con qué resultado? No hay un crimen que poner en claro, o, en el mejor de los casos, sólo se da algún delito chapucero cuyos móviles son tan transparentes, que hasta un funcionario de Scotland Yard sería capaz de descubrirlo.

Yo seguía molesto por aquella manera presuntuosa de expresarse. Pensé que lo mejor sería cambiar de tema, y pregunté, señalando con el dedo, acerca de un individuo fornido, mal vestido, que se paseaba despacio por el otro lado de la calle, mirando con gran afán los números de las casas. Llevaba en la mano un ancho sobre azul y era evidentemente portador de un mensaje:

—¿Qué buscará ese individuo?

—¿Se refiere usted a ese sargento retirado de la Marina? —contestó Sherlock Holmes.

«¡Pura fanfarria y fachenda! —pensé para mis adentros—. Sabe bien que no tengo manera de comprobar si su hipótesis es cierta.»

Apenas había tenido tiempo de cruzar por mi cerebro esa idea, cuando el hombre al que estábamos observando descubrió el número de la puerta de nuestra casa y cruzó presuroso la calzada. Oímos un fuerte aldabonazo y una voz de mucho volumen debajo de nosotros, y fuertes pasos de alguien que subía por la escalera.

—Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación y entregando la carta a mi amigo.

Allí se ofrecía la ocasión de curarle de su engreimiento. Lejos estaba él de pensar que ocurriría esto cuando lanzó al buen tuntún aquel escopetazo.

—¿Me permite, buen hombre, que le pregunte cuál es su profesión? —dije con mi voz más dulzona.

—Ordenanza, señor —me contestó, gruñón—. Me están arreglando el uniforme.

—¿Y qué era usted antes? —le pregunté dirigiendo una mirada levemente maliciosa a mi compañero.

—Sargento de infantería ligera de la Marina Real, señor. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.

Hizo chocar los talones uno con otro, marcó el saludo militar con la mano y desapareció.

CAPÍTULO III

EL MISTERIO DE LAURISTON GARDENS

Confieso que me produjo considerable sorpresa aquella prueba evidente de la índole práctica de las teorías de mi compañero. Sentí que mi respeto por su capacidad para el análisis aumentaba en proporciones asombrosas. Con todo y con eso, en mi cerebro quedaba aún latente cierto recelo de que todo aquello no fuese más que un episodio preparado de antemano con el propósito de deslumbrarme, aunque excedía a mi comprensión qué diablos podía buscar con semejante ardid. Cuando le miré, él había terminado de leer la carta y sus ojos mostraban ahora la expresión perdida y sin brillo que indica ensimismamiento.

—¿Cómo se las ha arreglado para hacer tal deducción? —le pregunté.

—¿Qué deducción? —me contestó Holmes con cierta petulancia.

—¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.

—No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente; pero luego se dulcificó con una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó el hilo de mis pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que el hombre era ex sargento de la Marina?

—En modo alguno.

—Pues resultaba más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le dijeran que demostrase que dos y dos son cuatro, quizás usted se vería en apuros, a pesar de tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y lucía las patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de Guerra. Había en nuestro hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y en el vaivén que imprimía a su bastón.

—¡Asombroso! —exclamé.

—Es de lo más corriente —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto!

Me lanzó desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído.

—Pero ¡esto es espantoso! —exclamé en cuanto le eché la vista encima.

—Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted inconveniente en leérmela en voz alta?

He aquí la carta que le leí:

«Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, situados a un lado de la carretera de Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Estaba nuestro hombre haciendo la ronda cuando, a eso de las dos de la madrugada, vio una luz en la casa, y como se trata de una vivienda deshabitada sospechó que ocurría algo fuera de lo normal. Halló la puerta abierta, y en la habitación de la parte delantera, que está sin amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido. En uno de sus bolsillos dio con unas tarjetas con este nombre: “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE.UU.”. No ha existido robo alguno, y no hay nada que indique de qué manera halló aquel hombre la muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase allí; el asunto resulta todo él un rompecabezas. Si le es posible llegarse hasta la casa en cualquier momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas las cosas en statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su parte el que me favorezca con su opinión.

»Suyo atentamente,

Tobias Gregson.»

—Gregson es el hombre más agudo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y Lestrade son lo mejorcito de un grupo de torpes. Actúan con rapidez y energía, pero sin salirse de la rutina. Son odiosamente rutinarios. Además, se acuchillan el uno al otro. Son tan celosos como una pareja de beldades profesionales. Será divertido este caso si los dos husmean la pista.

Yo estaba atónito viendo la tranquilidad con que Holmes iba haciendo, una tras otra, sus observaciones, y exclamé:

—No se puede perder un momento. ¿Quiere que pida un coche de caballos para usted?

—No estoy seguro de que me decida a ir. Soy el individuo más incurablemente haragán que calzó jamás zapatos de cuero...; quiero decir que lo soy cuando me acomete el acceso de haraganería, porque en otras ocasiones puedo ser bastante activo.

—Pero aquí tiene la oportunidad que tanto anhelaba.

—¿Y qué le va a usted en ello, mi querido compañero? Supongamos que yo lo aclaro todo. En ese caso, puede usted tener la seguridad de que Gregson, Lestrade y compañía se llevarán toda la gloria. Eso ocurre cuando se es un personaje sin cargo oficial.

—Pero él le suplica que acuda en su ayuda.

—Sí. Él me sabe superior y lo reconoce ante mí; pero se cortaría la lengua antes de confesarlo ante una tercera persona. Sin embargo, bien podemos ir y echar un vistazo. Trabajaré en el asunto por mi propia cuenta. Podré por lo menos reírme de ellos, porque sé que no sacaré otra cosa. ¡Vamos!

Se puso a toda prisa el gabán y se ajetreó de manera que se veía que el acceso de apatía había sido desplazado por otro de energía.

—Su sombrero —me dijo.

—¿Desea usted que le acompañe?

—Sí, a menos que tenga algo mejor que hacer.

Un minuto después, nos hallábamos los dos dentro de un carruaje de tipo hansom que nos llevaba a una velocidad furibunda por la carretera de Brixton.

Era una mañana brumosa y de nubes, y sobre los tejados de las casas colgaba un velo de color pardo, que producía la impresión de ser un reflejo del color de barro de las calles. Mi compañero estaba de un excelente buen humor y fue chachareando acerca de los violines de Cremona y las diferencias que existen entre un Stradivarius y un Amati. Yo, por mi parte, iba callado, porque el tiempo tristón y lo melancólico del asunto en que nos habíamos metido deprimían mi ánimo.

—Me parece que no dedica usted gran atención al asunto que tiene entre manos —le dije, por fin, cortando las disquisiciones musicales de Holmes.

—No dispongo todavía de datos —me contestó—. Es una equivocación garrafal el sentar teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como éste se tuerce en un determinado sentido.

—Pronto va usted a disponer de los datos que necesita, porque ésta es la carretera de Brixton y aquí tenemos la casa, si no estoy muy equivocado —le dije, señalándosela con el dedo.

—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!

Nos encontrábamos todavía a un centenar de metros más o menos de la casa; pero él insistió en que nos apeásemos, y terminamos a pie nuestro viaje.

El número 3 de Lauriston Gardens ofrecía un aspecto siniestro y amenazador. Era una de las cuatro casas que se alzaban un poco apartadas de la calle, y de las cuales dos estaban habitadas y otras dos vacías. Estas últimas miraban por tres hileras de melancólicas ventanas inexpresivas, desnudas y tristonas, menos alguna que otra en que un cartel de «Se alquila» se había extendido como una catarata sobre los legañosos paneles de cristal. Un jardincillo salpicado por una erupción de enfermizas plantas aisladas separaba de la calle cada una de estas casas; todos los jardincillos estaban atravesados por un estrecho sendero de color amarillento que parecía formado por una mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido todo en un barrizal. Rodeaba el jardín una tapia de ladrillo de cerca de un metro de altura rematada por una orla de listones de madera. Recostado en esa cerca había un fornido guardia, al que rodeaba un pequeño grupo de curiosos que estiraban el cuello y ponían en tensión sus ojos con la vana esperanza de ver algo de lo que ocurría dentro.