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"La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corrientes. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, tomados de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido".
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Seitenzahl: 834
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Índice
Portadilla
Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes. Sobre el uso científico de la imaginación, por Edgardo LoisAgradecimientos
Estudio en escarlata
PRIMERA PARTE. Reimpreso de las memorias de John H. Watson. Doctor en medicina que perteneció al cuerpo de médicos del ejército
Capítulo I. El señor Sherlock Holmes
Capítulo II. La ciencia de la deducción
Capítulo III. El misterio del jardín de Lauriston
Capítulo IV. Lo que John Rance tenía que decir
Capítulo V. Nuestro anuncio nos trae una visita
Capítulo VI. Tobías Gregson da una prueba de lo que él es capaz
Capítulo VII. Una luz en la oscuridad
SEGUNDA PARTE. El país de los santos
Capítulo I. En la gran llanura de Álcali
Capítulo II. La flor de Utah
Capítulo III. John Ferrier habla con el profeta
Capítulo IV. Una fuga para salvar la vida
Capítulo V. Los ángeles Vengadores
Capítulo VI. Continuación de las memorias de John H. Watson. Doctor en medicina
Capítulo VII. Final
El signo de los cuatro
Capítulo II. La exposición del caso
Capítulo III. En busca de una solución
Capítulo IV. La historia del hombre calvo
Capítulo V. La tragedia de Pondicherry Lodge
Capítulo VI. Sherlock Holmes hace una demostración
Capítulo VII. El episodio del barril
Capítulo VIII. Los irregulares de Baker Street
Capítulo IX. El eslabón roto
Capítulo X. El final de un isleño
Capítulo XI. El gran tesoro de Agra
Capítulo XII. La extraña historia de Jonathan Small
El sabueso de los Baskerville
Capítulo I. El señor Sherlock Holmes
Capítulo II. La maldición de los Baskerville
Capítulo III. El problema
Capítulo IV. Sir Henry Baskerville
Capítulo V. Tres cabos rotos
Capítulo VI. La mansión de los Baskerville
Capítulo VII. Los Stapleton de la casa Merripit
Capítulo VIII. Primer informe del doctor Watson
Capítulo IX. La luz en el páramo
Capítulo X. Fragmento del diario del doctor Watson
Capítulo XI. El hombre del risco
Capítulo XII. Muerte en el páramo
Capítulo XIII. Preparando las redes
Capítulo XIV. El sabueso de los Baskerville
Capítulo XV. Examen retrospectivo
Obras completas
Sherlock Holmes 1
Conan Doyle, Arthur
Obras completas de Sherlock Holmes / Arthur Conan Doyle ; coordinado por Mónica Piacentini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Díada, 2014.
v. 1, E-Book.
ISBN 978-987-1427-36-9
ISBN Obra completa 978-987-1427-35-2
1. Narrativa Inglesa. I. Piacentini, Mónica, coord. II. Título
CDD 823
© versión y edición a cargo de Edgardo Lois
© 2014, Díada de Editorial Del Nuevo Extremo S.A.
A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires Argentina
Tel/Fax: (54-11) 4773-3228
www.delnuevoextremo.com
Imagen editorial: Marta Cánovas
Diseño de tapa e interior: Sergio Manela
Digitalización: Proyecto451
ISBN 978-987-1427-36-9
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Contenido general
TOMO I
Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes. Sobre el uso científico de la imaginación, por Edgardo Lois.
Estudio en escarlata (novela, 1887)
PRIMERA PARTE. Reimpreso de las memorias de John H. Watson. Doctor en medicina que perteneció al cuerpo de médicos del ejército • Capítulo I. El señor Sherlock Holmes • Capítulo II. La ciencia de la deducción • Capítulo III. El misterio del jardín de Lauriston • Capítulo IV. Lo que John Rance tenía que decir • Capítulo V. Nuestro anuncio nos trae una visita • Capítulo VI. Tobías Gregson da una prueba de lo que él es capaz • Capítulo VII. Una luz en la oscuridad.
SEGUNDA PARTE El país de los santos • Capítulo I. En la gran llanura de Álcali • Capítulo II. La flor de Utah • Capítulo III. John Ferrier habla con el profeta • Capítulo IV. Una fuga para salvar la vida •Capítulo V. Los ángeles Vengadores • Capítulo VI. Continuación de las memorias de John H. Watson. Doctor en medicina • Capítulo VII. Final.
El signo de los cuatro (novela, 1890)
Capítulo I. La ciencia de la deducción • Capítulo II. La exposición del caso • Capítulo III. En busca de una solución • Capítulo IV. La historia del hombre calvo • Capítulo V. La tragedia de Pondicherry Lodge • Capítulo VI. Sherlock Holmes hace una demostración • Capítulo VII. El episodio del barril • Capítulo VIII. Los irregulares de Baker Street • Capítulo IX. El eslabón roto • Capítulo X. El final de un isleño • Capítulo XI. El gran tesoro de Agra • Capítulo XII. La extraña historia de Jonathan Small.
El sabueso de los Baskerville (novela, 1901)
Capítulo I. El señor Sherlock Holmes • Capítulo II. La maldición de los Baskerville • Capítulo III. El problema • Capítulo IV. Sir Henry Baskerville • Capítulo V. Tres cabos rotos • Capítulo VI. La mansión de los Baskerville • Capítulo VII. Los Stapleton de la casa Merripit •Capítulo VIII. Primer informe del doctor Watson • Capítulo IX. La luz en el páramo • Capítulo X. Fragmento del diario del doctor Watson • Capítulo XI. El hombre del risco • Capítulo XII. Muerte en el páramo • Capítulo XIII. Preparando las redes • Capítulo XIV. El sabueso de los Baskerville • Capítulo XV. Examen retrospectivo.
TOMO II
El valle del terror (novela, 1915)
PRIMERA PARTE. La tragedia de Birlstone • Capítulo I. El aviso • Capítulo II. Sherlock Holmes razona • Capítulo III. La tragedia de Birlstone • Capítulo IV. Oscuridad • Capítulo V. Los personajes del drama • Capítulo VI. Comienza a hacerse la luz • Capítulo VII. La solución.
SEGUNDA PARTE. Los Chirrioneros • Capítulo I. El hombre • Capítulo II. El gran maestro • Capítulo III. Logia 341, Vermissa • Capítulo IV. El valle del terror • Capítulo V. La hora más negra • Capítulo VI. El peligro • Capítulo VII. Edwards el pájaro cae en la trampa • Capítulo VIII. Epílogo.
Las aventuras de Sherlock Holmes (relatos, 1892)
Escándalo en Bohemia • La Liga de los pelirrojos • Un caso de identidad• El misterio de Boscombe Valley • Las cinco semillas de naranja • El hombre del labio retorcido • La aventura del rubí azul • La aventura de la banda de lunares • La aventura del pulgar del ingeniero • La aventura del aristócrata solterón • La aventura de la corona de esmeraldas verdemar • La aventura de Copper Beeches.
TOMO III
Memorias de Sherlock Holmes (relatos, 1893)
Estrella de plata • La cara amarilla • El escribiente del corredor de bolsa • La corbeta Gloria Scott • El ritual de los Musgrave • El hidalgo de Reigate • El jorobado • El paciente interno • El intérprete griego • El tratado naval • El problema final.
La reaparición de Sherlock Holmes (relatos, 1903)
La aventura de la casa vacía • La aventura del constructor de Norwood • La aventura de los bailarines • La aventura del ciclista solitario • La aventura del colegio Priory • La aventura de Peter el negro • La aventura de Charles Augustus Milverton • La aventura de los seis Napoleones • La aventura de los tres estudiantes • La aventura de los lentes de oro • La aventura del tres cuartos desaparecido • La aventura de la granja Abbey • La aventura de la segunda mancha.
TOMO IV
El último saludo desde el escenario (relatos, 1917)
Prólogo • La aventura del pabellón Wisteria - PRIMERA PARTE. El extraño suceso ocurrido al señor John Scott Eccles - SEGUNDA PARTE. El Tigre de San Pedro • La aventura de la caja de cartón • La aventura del Círculo rojo • La aventura de los planos del “Bruce-Partington” • La aventura del detective agonizante • La desaparición de lady Frances Carfax • La aventura del pie del diablo • El último saludo desde el escenario.
El archivo de Sherlock Holmes (relatos, 1927)
Prólogo • La aventura del cliente ilustre • La aventura del soldado de la piel decolorada • La aventura de la piedra preciosa de Mazarino • La aventura de los tres gabletes • La aventura del vampiro de Sussex • La aventura de los tres Garrideb • El problema del puente de Thor • La aventura del hombre que reptaba • La aventura de la melena de león • La aventura de la inquilina del velo • La aventura de Shoscombe Old Place • La aventura del fabricante de colores retirado.
Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes
Sobre el uso científico de la imaginación
“[...]decidí quemar definitivamente las naves y confiar sin reservas en mis poderes de escritor.”
“Si he sido capaz de sostener este personaje durante un buen período de tiempo, y si el público encuentra el último relato tan bueno como el primero, como parece ser así, ello se debe enteramente a que yo nunca, o casi nunca, he escrito precipitadamente.”
PARA que el lector sea testigo del iniciático alumbramiento de la narrativa detectivesca o policial es necesario, así lo explica el profesor de literatura inglesa y norteamericana Jaime Rest, un hecho delictivo, un asesinato, un robo, la desaparición de un objeto de valor o de una persona, etc., sobre el cual pueda desarrollarse la investigación policial. En un relato policial hay lugar para la víctima, para el detective, para el asesino, que sólo logrará tener una identidad en el final de la historia, y por último para los personajes adicionales que permitirán al autor jugar con distintas posibilidades en torno a su argumento.
Mucho se ha escrito tratando de clasificar las distintas vertientes del género policial. Clasificaciones, algunas válidas, otras antojadizas. Quizá debido a esta situación, Jorge Lafforgue, profesor de filosofía, periodista, y especialista en literatura latinoamericana, propone otra manera de acercarse al relato policial: acompañando su desarrollo histórico. El período de fundación, que se extiende en las últimas seis décadas del siglo XIX, o sea de Poe a Conan Doyle. Luego el período de auge de la novela-problema (un enigma complejo es resuelto por un detective analizando el problema y utilizando la vía inductiva), durante las tres primeras décadas del siglo XX. Por último, el período en el que toma forma la corriente “dura” dentro del policial, y que llega hasta nuestros días, en el que destacan autores como Hammet, Chandler, Cain. Con respecto a este último período, el escritor Jorge Luis Borges dijo: “Actualmente, el género policial ha caído mucho en Estados Unidos. El género policial es realista, de violencia, un género de violencias sexuales también. En todo caso, ha desaparecido. Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial. Este se ha mantenido en Inglaterra, donde todavía se escriben novelas muy tranquilas, donde el relato transcurre en una aldea inglesa; allí todo es intelectual, todo es tranquilo, no hay violencia, no hay mayor efusión de sangre”.
Toda una definición de Borges sobre el relato clásico policial; aquí su presente, pero, ¿cómo fue su nacimiento?
Se considera a Edgar Allan Poe (1809-1849) como el creador del género. Pueden citarse como antecedentes literarios del mismo, la novela de William Godwin Las aventuras de Caleb Williams (1794); Las memorias de Vidocq (1828), jefe de la policía francesa posterior a los tiempos napoleónicos; el cuento El asesinato del señor Higginbotham (1837) de Nathaniel Hawthorne; Un asunto tenebroso (1841) de Balzac. Pero es Poe, con su personaje Charles Auguste Dupin, que aparece en los cuentos Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Mary Roget, y La carta robada, quien será considerado el padre del género. Borges ubica a Poe como su creador citándolo como autor de cinco cuentos policiales, los tres ya citados y además El escarabajo de oro y Tú eres el hombre.
En los tres cuentos en que aparece Dupin, su amigo es quien narra la historia, y en la primera de ellas hay toda una descripción de la personalidad intelectual del investigador: “Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de los músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural”.
Una coincidencia evidente entre Dupin y su amigo, y los personajes de Arthur Conan Doyle, el legendario Sherlock Holmes y el doctor Watson, su compañero y también narrador.
Es Borges en su charla sobre el cuento policial quien entrega algunas definiciones y sensaciones sobre lo que significa leer y disfrutar del relato policial. Borges señaló: “Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector ha sido –ese lector se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones– engendrado por Edgar Allan Poe”. Siguiendo alrededor de la figura de Poe, dijo: “Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia. [...] El hecho es que un crimen es descubierto por un razonar abstracto y no por delaciones, por descuidos de los criminales”.
Es muy interesante la reflexión de Borges sobre los primeros lectores de las ficciones policiales, a partir de lo que somos nosotros, los lectores actuales: “[...] No estaban educados como nosotros, no eran una invención de Poe como lo somos nosotros. Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan Poe. Los que leyeron ese cuento se quedaron maravillados y luego vinieron los otros”.
Poe fue el creador, pero mucho es lo que debe el género a Conan Doyle y su personaje.
Arthur Conan Doyle, el padre de la criatura, nació el 22 de mayo de 1859 en Picardy Place, Edimburgo, Escocia. La familia era pobre; y la madre, Mary Foley, será la encargada de llevarla adelante, ya que Charles Doyle era un hombre que “[...] casi siempre parecía estar en otra esfera de la realidad, como en las nubes”. Arthur tuvo varios hermanos; Innes, su único hermano varón, y las niñas: Annette, Lottie, Connie, Ida, Julia. Vivir en la pobreza no le impidió ser un destacado lector, así lo registró en su libro de recuerdos Memorias y aventuras que escribió en 1924. Doyle anota: “[...] Durante mis primeros diez años, fui un lector voraz, hasta el punto de que una pequeña biblioteca a la que estábamos inscritos hizo saber a mi madre que los libros no se podían cambiar más de dos veces al día. Mis gustos eran bastante infantiles: Cazadores de cabelleras, de Mayne Reid, era mi libro preferido. Por aquellos días escribí un librito que yo mismo ilustré. Trataba de un hombre y un tigre que se fusionaban poco después de conocerse. Recuerdo haber dicho por entonces a mi madre, con precoz sabiduría, que era muy fácil meter en líos a la gente, pero no tanto sacarlos de ellos, cosa que sabe sin duda muy bien cualquier autor de libros de aventura”.
A los diez años fue enviado a la Escuela Hodder, preparatoria para Stonyhurst, un importante colegio católico de Lancashire, en manos de los jesuitas. Es interesante la observación que Doyle hace sobre la educación, y especialmente de la enseñanza de los clásicos durante su época de estudiante en Stonyhurst. Aquí su recuerdo: “[...] Era el consabido atracón de Euclides, álgebra y los clásicos, a la usanza tradicional, que suele producir el aborrecimiento duradero de tales cuestiones. Obligar a los chicos a darse un atracón de Virgilio u Homero, sin ofrecerles una idea general de lo que significa todo esto (de cómo fue la época clásica), es sin duda una manera absurda de abordar una asignatura. Estoy seguro de que un muchacho inteligente podría aprender más leyendo una buena traducción de Homero durante una semana que empollándose durante un año entero el original, como suele ser habitual. Con todo, hay que decir que Stonyhurst no era peor que cualquier otro colegio. Los defensores del método espartano suelen pretextar que cualquier ejercicio académico, por estúpido que sea en sí, forma parte de una especie de gimnasia que nos ayuda a mejorar nuestra capacidad mental. Pero ésta es, a mi entender, una teoría completamente falsa. Puedo decir con toda sinceridad que el aprendizaje del latín y del griego, que tantas horas de aburrido trabajo me costó, me han sido de escasa utilidad en la vida, y que las matemáticas no me han servido absolutamente para nada. Por el contrario, algunas cosas que aprendí casi accidentalmente, como el arte de leer en voz alta (mientras mi madre hacía ganchillo) o la lectura de libros en francés (deletreando las leyendas de las ilustraciones de Julio Verne), me han resultado sumamente útiles. Mi educación clásica me dejó un decidido aborrecimiento hacia los clásicos; por eso cuando, años después, los leí de una manera más razonable, me sorprendió sobremanera descubrir lo fascinantes que eran en realidad”. Igualmente certero es su comentario sobre la conducta del estudiante: “[...]Yo cometía faltas, hacía travesuras gratuitas, para demostrar que nada podía quebrantar mi ánimo. Si hubieran apelado a lo mejor de mi naturaleza y no a mis temores, habrían encontrado una respuesta a punto. Yo merecía los castigos por la manera de comportarme, pero me comportaba así porque me trataban mal”.
Fue mamá Mary quien decidió que su joven hijo fuera médico, quizá porque Edimburgo era una ciudad de larga tradición en la medicina. La carrera se hacía en cuatro años, y Doyle se matriculó en 1876; pero recién obtuvo su título en 1881. Hubo un recreo de un año. Mientras realizaba sus estudios, trabajó ayudando en los consultorios de algunos médicos, recibiendo a los pacientes, preparando los remedios. Con lo poco que ganaba compraba libros, y fue en 1878 cuando Doyle se dio cuenta de que podía ganar dinero de otra manera, de que el dinero podía ganarse sin necesidad de llenar frascos con prescripciones médicas. Un amigo le había hecho notar al lector voraz que sus cartas poseían “una viveza especial” debido a los méritos de la escritura. Doyle recuerda: “[...] Puedo asegurar que nunca soñé con llegar a escribir algo decente, y que la observación de mi amigo, poco dado por cierto a la lisonja, me cogió completamente por sorpresa. Sin embargo, me senté y escribí un pequeño relato de aventuras, que titulé El misterio del valle de Sassassa. Para mi alegría y sorpresa, fue aceptado en Chamber’s Journal, y recibí por él tres guineas. No importa que otros intentos fracasaran. Lo había conseguido una vez, y me animaba la idea de que podría volver a conseguirlo. Tendrían que pasar muchos años antes de que volviera a dirigirme al Chamber’s. Pero en 1879 otra pequeña historia mía, El relato del americano, fue publicada en la London Society, y recibí asimismo un pequeño cheque. Con todo, la idea del verdadero éxito aún estaba lejos de mi pensamiento”.
La lectura y los estudios lo llevaron a replantearse su formación religiosa. Aquí su mirada: “[...] Enfocando, así, la cuestión a la luz de todos los nuevos conocimientos adquiridos con mis lecturas y mis estudios, descubrí que los fundamentos del catolicismo, y también de todo el cristianismo en general, tal y como los ofrecía la teología decimonónica, eran tan débiles que mi espíritu no podía basarse en ellos. [...] Era, pues, todo el cristianismo, y no sólo el catolicismo, el que había alienado mi espíritu y me había llevado a un agnosticismo que nunca, ni por un instante, degeneró en ateísmo, pues yo tenía una percepción muy viva del maravilloso equilibrio del universo y de la fuerza poderosa que lo concebía y sustentaba. Yo era reverente pese a todas mis dudas y volvía una y otra vez sobre el asunto, pero cuanto más meditaba más me confirmaba en mi inconformidad”.
Conan Doyle tenía veinte años al momento de su recreo en la carrera de medicina. En 1880 pasó siete meses en el Ártico a bordo del ballenero Esperanza. Fue contratado como médico, pero como él mismo cuenta, fue una suerte que sus servicios como médico no fueran necesarios en casos graves. Es para destacar el testimonio que da sobre la caza de la foca. Una mirada helada: “[...] Al alba del tercer día, el barco tomó rumbo al hielo e inició su cosecha asesina. Es un trabajo brutal, aunque no más que el que se realiza para proveer las mesas familiares en las zonas rurales. Y, sin embargo, aquellas charcas de carmesí reluciente sobre el enceguecedor blanco de las banquisas, bajo el sosegante silencio del cielo azul ártico, me parecieron una intrusión espantosa. Pero ya se sabe que una demanda inexorable crea una oferta inexorable, y las focas, con su muerte, suponen un medio de vida para la gran multitud de marineros, estibadores, curtidores, curadores, controladores, fabricantes de velas y vendedores de pieles y aceite, que hacen de intermediarios entre, por una parte, esta carnicería anual y, por la otra, las personas exquisitas que gastan elegantes botas de cuero, o el sabio cuyos aparatos necesitan un aceite muy fino”. Algo más de ese viaje, otra reflexión de un hombre observador: “[...] Después de un mes o dos de permanencia, nuestros ojos se cansan de la luz eterna y echamos de menos el poder balsámico de la oscuridad. Recuerdo la maravillosa impresión que me produjo, a nuestro regreso, al llegar a la altura de Islandia, la simple visión de una estrella, hasta el punto de que me resistía a apartar la mirada. Solemos perdernos la mitad de las beldades de la Naturaleza a causa del exceso de familiaridad”.
En 1881 Doyle era Licenciado en Medicina y Maestro en Cirugía.
El 22 de octubre de 1881 se embarcó como servicio médico en el vapor Mayumba de la Compañía Naviera Africana. El barco llevaba mercancías manufacturadas a la costa africana occidental, y volvía cargado de materias primas. Llevaba además algunos pasajeros. La empresa pertenecía a unos dueños muy especiales: “[...] Nuestros pasajeros se dirigían en su mayor parte a Madeira, pero allí nos esperaban unas gentiles damas que se dirigían a la costa africana, más algunos antipáticos negreros cuyos modales y conducta dejaban mucho que desear pero que eran los propietarios de la compañía naviera y con los que, por tanto, había que hacer de tripas corazón”. Doyle consigna en sus memorias una imagen muy especial: “[...] Nunca olvidaré, al desembarcar en Victoria, la emoción que sentí cuando pasó ante mí lo que pensaba que era un enorme pájaro azul y luego descubrí que era una mariposa”.
En 1882 trabajó en el consultorio médico de un amigo en la ciudad de Plymouth, y luego de un cortocircuito poco amistoso, viajó a Portsmouth a establecer su propia consulta en Southsea, un barrio residencial. Doyle recuerda: “[...] Por aquella época publiqué varios relatos en la London Society, una revista hoy desaparecida pero a la sazón floreciente gracias a la dirección editorial de un tal Mr. Hogg. En el número de abril de 1882 publiqué un relato, hoy afortunadamente olvidado, titulado Huesos, y las navidades anteriores había publicado otro, El barranco de Bluemansdyke, ambos deudores de Bret Harte. Esos dos relatos, junto con los mencionados anteriormente, conformaban entonces la totalidad de mi producción. Expliqué a Mr. Hogg mi situación vital y escribí un nuevo cuento para el número de navidad titulado Mi amigo el asesino. Hogg se portó muy bien y me mandó diez libras, que yo guardé para el alquiler de mi primer trimestre. Sin embargo, no me hizo ninguna gracia cuando, años después, reivindicó todos los derechos de estos relatos inmaduros y los publicó en un volumen, encabezado con mi nombre. ¡Mucho cuidado, jóvenes autores, mucho cuidado si no queréis que vuestro peor enemigo sea vuestro temprano ego!”
Doyle se casó el 6 de agosto de 1885. Más allá de las afirmaciones cariñosas para con su esposa que aparecen en sus memorias, es curioso el detalle que nunca consigne su nombre. De la misma manera, sólo uno de los hijos del matrimonio recibirá en el libro la distinción del nombre. Sean bienvenidas a estas páginas, corrigiendo así la omisión del escritor, Louise Hawkins y Mary Louise. Entre 1885 y 1890 escribió relatos. El escritor James Payn le aceptó un relato corto, La declaración de Habakuk Jephson para la revista Cornhill, donde habían colaborado los escritores Thackeray y Stevenson. Para Doyle fue muy importante; si bien el relato iba sin firma, a él le alcanzaba con saber que había sido aceptado; también se alegró por el cheque de treinta libras. Dos nuevos relatos tuvieron un lugar en Cornhill, y otro en la publicación Blackwood. Doyle recuerda: “[...] Haría aproximadamente un año de mi matrimonio cuando me di cuenta de que podía seguir escribiendo relatos cortos durante toda la vida, sin salir nunca de aquel círculo. El escritor necesita que su nombre aparezca impreso en el lomo de un volumen. Sólo así afirma su individualidad y se hace acreedor del crédito, o descrédito, de su obra”.
Es la época del nacimiento de su criatura más famosa: “[...] El magistral detective de Poe, M. Dupin, había sido desde mi niñez uno de mis héroes. Pero ¿podía yo aportar algo nuevo de mi propia cosecha? Pensé en mi viejo profesor Joe Bell, en su cara de águila, en su singular comportamiento, en su enigmático método para descubrir pormenores. Si lo convertía en un detective, seguro que reduciría el fascinante pero desorganizado asunto de la investigación a algo muy parecido a ciencia exacta. Pues bien, yo intentaría que aquello se produjera. Si era posible en la vida real, ¿por qué no podía yo hacerlo igual de verosímil en la ficción? [...] Primero fue Sherringford Holmes; luego, Sherlock Holmes. No podía contar sus propias hazañas, por lo que debía haber un hombre corriente que le sirviera de acompañante, un hombre de acción suficientemente instruido y capaz a la vez de participar en sus hazañas y de narrarlas después. Para semejante personaje, nada amigo de la ostentación, necesitaba un nombre gris y tranquilo. Watson venía al pelo. Así, ya tenía mis dos protagonistas. No me quedaba sino escribir mi Estudio en escarlata”.
En 1887 aparece la novela Estudio en escarlata, y fue, entonces, la primera aparición de Sherlock Holmes.
En 1888 Conan Doyle terminó su libro Micah Clarke. Es interesante detenerse en la descripción que Doyle hace del mundo editorial en los Estados Unidos de esos años: “[...] La literatura británica estaba a la sazón en boga en Estados Unidos por la obvia razón de que, al no tener allí vigor los derechos de autor, los editores no tenían que pagar por ellos. Aquello era muy duro para los autores británicos, pero mucho más aún para los americanos, que se veían expuestos a una competencia devastadora. Como suele ocurrir con cualquier fenómeno de índole nacional, aquel pecado llevó consigo una penitencia no sólo para los autores americanos, que no tenían culpa, sino también para los propios editores –lo que pertenece a todo el mundo no pertenece en realidad a nadie–, los cuales no pudieron sacar a la luz ninguna edición decente que no fuera automáticamente un fracaso en ventas. Algunas de mis primeras ediciones americanas se habrían podido imprimir con el papel que utilizan los tenderos para envolver su mercancía. No obstante, en mi opinión aquello tuvo la ventaja de que el autor británico que tenía algo que decir se labró de inmediato la fama en Estados Unidos, el cual, cuando después aprobó la Ley de Derechos de Autor, tenía ya un público dispuesto a leerle. Así, como Estudio en escarlata había conocido cierto éxito allí, un agente de Lippincott que se hallaba en Londres expresó el deseo de obtener mi permiso para publicar un libro mío. Huelga decir que di a mis pacientes descanso por un día y acudí raudo a la cita”.
También en 1888 Doyle conoció a Oscar Wilde. El escritor había leído su Micah Clarke y expresó un juicio favorable. Doyle disfrutó mucho de ese primer encuentro; cuenta de Wilde: “ [...] Recibía lo mismo que daba, pero lo que daba era extraordinario. Sus afirmaciones eran asombrosamente precisas y su humor especialmente delicado; también le gustaba hacer pequeños gestos para ilustrar lo que decía, unos gestos muy peculiares y que, por desgracia, no se pueden reproducir por escrito”. Cuenta además de un compromiso literario: “[...] Al final de la velada Wilde y yo nos comprometimos a que cada uno de nosotros escribiría un libro para la Lippincott’s Magazine. Wilde escribiría El retrato de Dorian Grey, obra de profundo significado psicológico, mientras que yo escribí El signo de los cuatro, donde Holmes hacía su segunda aparición”.
Conan Doyle terminó muy conforme con su libro La compañía blanca, escrito en 1889, y luego, con Sir Nigel, que escribió catorce años después; en estos libros expuso algunas ideas que tenía sobre la Edad Media.
Una lucha interna comenzaba a darse en Doyle; su personaje, Sherlock Holmes, le deparaba placer y una fama creciente, pero la dualidad manifiesta frente a su personaje lo llevó a escribir: “[...] Todas las cosas acaban encajando en su sitio, pero creo que si yo no me hubiera interesado nunca por Holmes, que ha tendido a oscurecer mi obra más enjundiosa, ocuparía actualmente en la literatura un puesto mucho más alto”.
En 1887 Conan Doyle reconoció públicamente que se interesaba por el espiritismo. Había conocido a Drayson, un general pionero en los estudios psíquicos que vivía en Southsea. Doyle manifiesta: “[...] Así pues, su opinión sobre cualquier tema merecía ser tenida en cuenta; por eso, cuando me contó sus opiniones y experiencias sobre el espiritismo, no pude por menos de sentirme impresionado, aunque mi filosofía personal era demasiado sólida para ser fácilmente destruida”.
En 1890 la familia Doyle dejó Portsmouth y se estableció en Viena, donde el escritor iba a especializarse en oftalmología. De vuelta en Londres estableció su consulta en Devonshire Place, recuerda: “[...] Todas las mañanas salía a pie de mi domicilio de Montague Place y llegaba a mi consulta a las diez, donde permanecía hasta las tres o las cuatro, sin un solo timbrazo que perturbara mi serenidad. ¿Se podía pedir un lugar mejor para la reflexión y el trabajo? Era realmente ideal. Así, cuanto más confirmaba mi fracaso profesional más aumentaban mis probabilidades de afianzarme en mi carrera literaria. El hecho es que, cuando volvía a casa, a la hora del té, me llevaba conmigo numerosas resmas de papel escrito, primicias de una futura cosecha”.
Conan Doyle, como gran observador que era, colocó su mirada sobre la mecánica editorial de las publicaciones periódicas. Cuenta cómo y por qué pensó en escribir historias unitarias, con uno de sus personajes, aquí el nombre de su elegido: “[...] Por aquella época se editaba un sinfín de revistas semanales, entre las que destacaba The Strand, cuyo director era ya entonces Greenhough Smith. Leyendo algunas de aquellas revistas que publicaban relatos, se me ocurrió que un único personaje que reapareciera en una serie de relatos escritos para atraer la atención del lector lograría la fidelidad de éste a la revista en cuestión. Por otra parte, hacía tiempo que yo pensaba que la publicación por entregas al uso tenía más inconvenientes que ventajas; en efecto, el lector que se perdiera un número podía perder también todo interés por la revista. Estaba claro que el compromiso ideal era poner en escena un personaje que mantuviera siempre su propia autonomía y, al mismo tiempo, hacerlo en entregas completas en sí mismas, de manera que el comprador estuviera siempre seguro de poder degustar todo el contenido de la revista. Creo que yo fui el primero en darse cuenta de esto, y The Strand Magazine la primera revista en ponerlo en práctica.
Buscando entre mi repertorio un personaje principal, me pareció que Sherlock Holmes, a quien ya había dado vida en dos libritos anteriores, se prestaría fácilmente a una sucesión de relatos cortos. A esta tarea me dediqué durante largas horas de espera pasadas en mi consulta. Greenhough Smith, al que gustaron mis relatos desde el principio, me alentó a seguir adelante. Yo había encomendado la gestión de mis negocios literarios a ese rey de los agentes que era A.P. Watt, quien me liberó del lado odioso de las negociaciones y llevó mis asuntos tan bien que pronto desapareció en mí cualquier preocupación por el dinero. Menos mal, pues ni un solo paciente había atravesado entre tanto el umbral de mi consulta”.
No tardaría mucho en asumir el rol definitivo del escritor: “[...] Repasando toda mi vida anterior, vi lo necio que había sido al emplear mis ganancias literarias en mantener un gabinete oftalmológico en Wimpole Street, y, con una salvaje sensación de alegría, decidí quemar definitivamente las naves y confiar sin reservas en mis poderes de escritor. [...] Por fin sería mi propio dueño. Ya no tendría que ponerme ninguna bata ni tendría necesidad de agradar a nadie. Sería libre para vivir como y donde me gustara. Fue uno de los grandes momentos de exaltación de mi vida. Corría el mes de agosto de 1891”.
Doyle escribió Los refugiados, La gran sombra, El parásito, y Más allá de la ciudad, todos sus libros recibieron atención del público y la crítica, pero, siempre hay un “pero”, su personaje Sherlock Holmes seguía resolviendo crímenes: “[...] La gran dificultad, con Sherlock Holmes, estribaba en que cada relato necesitaba un argumento tan bien perfilado y tan original como el de cualquier libro más largo. Inventar argumentos continuamente es algo que requiere un gran esfuerzo, y si la trama es demasiado fina, ésta tiende a romperse. Yo estaba decidido, ahora que no tenía la excusa de la presión pecuniaria, a no escribir nunca nada que no fuera bueno; por tanto, no escribiría ninguna historia de Holmes que no fuera interesante y que a la vez me interesara a mí también, requisito éste primordial para apasionar a cualquier lector. Si he sido capaz de sostener este personaje durante un buen período de tiempo, y si el público encuentra el último relato tan bueno como el primero, como parece ser así, ello se debe enteramente a que yo nunca, o casi nunca, he escrito precipitadamente”.
Sherlock Holmes era más que un mito, Conan Doyle lo supo, lo sabía muy bien; recibió cartas dirigidas a su personaje, y también recibió cartas para Watson. Tuvo ofertas para que Holmes resolviera viejos enigmas familiares. Doyle reflexiona: “[...] Pero seguían siendo las historias de Sherlock Holmes las que el público reclamaba, historias que yo procuraba suministrarle de vez en cuando. Tras completar dos series, vi, no obstante, que corría el peligro de apurar demasiado esta veta, y de que se me identificara con lo que, en mi opinión, no representaba lo mejor de mi literatura. Para reforzar mejor mi resolución, decidí poner fin a la vida de mi héroe. Con este pensamiento in mente fui con mi mujer a pasar unas breves vacaciones en Suiza, donde visitamos las cascadas de Reichenbach, lugar admirable y terrible, que me pareció una tumba digna para el pobre Sherlock, aun cuando enterrara también con él mi cuenta bancaria. Así pues, allí lo enterré, completamente decidido a que yaciera allí, cosa que ocurrió durante algunos años. Pero quedé asombrado ante la inquietud expresada por el público. Se dice que nunca se aprecia verdaderamente a una persona hasta que se muere; la protesta general contra mi ejecución sumaria de Holmes me hizo ver cuán grande era el número de sus amigos. ‘Es usted un bruto’, empezaba la carta de reconvención que me mandó una dama, y supongo que hablaba también por otros. Oí decir que mucha gente había llorado incluso. Todo esto, la verdad, me impresionó poco. Yo estaba contento por la oportunidad que tenía ahora de abrir nuevos campos a mi imaginación; la tentación de los elevados derechos de autor era demasiado fuerte para que mi pensamiento se apartara fácilmente de Holmes”.
La presión y el interés del público por saber todos los detalles posibles en torno al escritor y el personaje, fue una constante en la vida de Doyle. Holmes era el tema obligado, su creador cuenta: “[...] Con frecuencia me han preguntado si poseo las facultades de Holmes, o si soy simplemente el Watson que parezco. Por supuesto, soy consciente de que una cosa es lidiar con un problema real y otra completamente distinta resolverlo según las reglas de juego establecidas por nosotros mismos. Sobre esto no me hago ilusiones. Pero, al mismo tiempo, no se puede fabricar un personaje a partir de la propia consciencia y hacerlo realmente verosímil si no se tienen algunos elementos de ese personaje, confesión peligrosa para quien, como yo, ha dibujado a tantos granujas”.
Sherlock Holmes, además de aparecer con regularidad en los relatos escritos, lo hacía también con frecuencia en el teatro, otro de sus éxitos. Doyle era muy consciente de este hecho, estaba dotando al personaje literario de una presencia real, Holmes era de carne y hueso. Holmes también llegó al cine. Doyle habla del actor que lo interpretó y establece algunas consideraciones: “[...] La filmación realizada por la compañía Stoll, con Ellie Norwood como Holmes, fue tan espléndida. [...] Desde entonces, Norwood ha interpretado en escena el papel de Holmes y se ha ganado la aprobación del público londinense. Posee era rara cualidad que sólo se puede describir con el término “encanto”, que nos obliga a mirar a un actor con el mayor interés incluso cuando no está haciendo nada. Posee una mirada pensativa que suscita expectativas y un poder de disimulo sin par. Mi única crítica de las películas es que introducen teléfonos, coches y otros lujos con los que el Holmes victoriano nunca soñó”.
Conan Doyle vuelve sobre su personaje, una y otra vez a lo largo de sus memorias la figura de Holmes exige su atención: “[...] No quisiera ser desagradecido con Holmes, que ha sido para mí un buen amigo en muchas ocasiones. Si a veces he estado a punto de cansarme de él es porque su papel no admite tonos ni matices. Es una máquina calculadora, y cualquier cosa que se añada a esto no hace sino debilitar el efecto. Así, la variedad de los relatos depende únicamente de la invención fabuladora y del sólido tratamiento del argumento. También quiero decir unas palabras con relación a Watson, el cual, a lo largo de siete volúmenes, no muestra nunca ni un destello de humor ni cuenta un solo chiste. Para hacer un verdadero personaje hay que sacrificarlo todo en aras de la unidad y no cometer la falta que Goldsmith reprocha a Johnson: que ‘hace hablar a los peces como ballenas’”.
Conan Doyle recibió cartas para Holmes, pero además nacieron misteriosas anécdotas. Una de ellas ocurrió cuando Doyle recibió, mientras jugaba en un campeonato de billar, una tiza verde para usar sobre su taco. Durante el juego, en una de las tantas ocasiones en que utilizó la tiza, el pequeño bloque verde se partió y en su interior apareció un papelito en el que se leía “De Arséne Lupin a Sherlock Holmes”. Arséne Lupin era otro investigador en la sintonía de Holmes, éste debía su existencia al escritor Maurice Leblanc.
La esposa de Doyle contrajo una tuberculosis que amenazó con ser fulminante. Los médicos le dieron unos meses de vida. Pero el matrimonio, que ya tenía dos hijos, reaccionó frente a la mala noticia y emprendió la búsqueda de lugares con climas que ayudaran a vencer la enfermedad. Así vivieron en muchos sitios del continente europeo y en varios lugares de Inglaterra. Lograron que ella pudiera sobrellevar la enfermedad desde 1893 a 1906. Debido a esta circunstancia los Doyle viajaron a Egipto en 1896. Arthur subió a la Gran Pirámide, jugó al golf, escribió La tragedia del Korosko, a esa época también pertenecen Las hazañas del Brigadier Gerard. Anota en sus memorias una reflexión sobre lo que veía en esos días: “[...] Mientras contemplaba desde las murallas el desierto omnipresente, salvo la mancha azul del lago de sal, no me cabía en la cabeza que aquello fuera todo lo que aquellos hombres verían del mundo por siempre, al tiempo que contrastaba su destino con mi atareada y variada existencia”.
Estando en Egipto estallaron los enfrentamientos entre Sudán y Egipto. Doyle viajó al lugar como corresponsal de la Westminster Gazette. Fue a cubrir una más de las participaciones bélicas que Inglaterra regalaba al mundo. Volvió de allí con muchas imágenes del desierto, y de alguno de sus menudos habitantes: “[...] Otra noche, entramos en una cabaña en ruinas para ver si podíamos dormir allí. La tenue luz de la vela nos mostró, dando vueltas al pie del muro, un animal que tomé por un ratón. Para mi profunda sorpresa, trepó de repente hasta el techo y volvió a bajar. Era una araña enorme, que agitaba las patas delanteras en nuestra dirección. Scudamore dio un gran salto y la aplastó, dejando un pie cuadrado de sopa inmunda”.
Escribió por esa época Tío Bernac, y siguió acercándose al terreno de los fenómenos psíquicos: “[...] La filosofía del psiquismo empezaba a dibujarse lentamente, y se hacía cada vez más manifiesto que la vida proseguía en el Más Allá no sólo bajo un envoltorio tenue, sino en condiciones parecidas a las que conocemos en la tierra. Yo había conseguido llegar hasta allí; pero los hechos no me habían impuesto aún su autoridad soberana”.
El 28 de febrero de 1900 Doyle zarpó en el buque Oriental con rumbo a Sudáfrica, la razón: el estallido de la Guerra de los Bóers. Fue como médico y cumplió una gran labor humanitaria, pero a la vez que cumplía salvando vidas, guardaba en su interior alguna idea muy especial sobre la guerra. Anota en sus memorias: “[...] Es maravillosa la atmósfera de la guerra. Cuando llegue el día en que Cristo establezca el reino de paz entre los hombres, el mundo ganará mucho sin duda; pero perderá algunas de sus emociones más fuertes”. Doyle, en su condición de ser humano que inevitablemente se contradice, que inevitablemente es influido por la época en que le toca en suerte vivir, a la vez como médico y hombre que valora la guerra, como férreo defensor del imperio británico, es también capaz de retener un momento, una sensación, otro recuerdo de aquellos días: “[...] Un olor nauseabundo flotaba sobre la población infestada. En cierta ocasión en que salí a respirar un poco de aire puro, a unas seis millas de la ciudad, el viento cambió de repente y llevó hasta mí la hediondez de la ciudad. Se podía oler Bloemfontein mucho antes de verla. Incluso hoy, si tuviera que oler aquel tufo infame mezcla de la enfermedad y los antisépticos, creo que me faltarían fuerzas”. Doyle escribió un libro, La gran guerra Bóer, aparecido en 1902, y sin duda fue este libro el gran hacedor de su nombramiento como Caballero y Subteniente de Surrey.
Más tarde, Sir Arthur Conan Doyle también quiso transformarse en un hombre político, es decir, acentuar sus posiciones, ya que siempre fue un hombre político. Se presentó dos veces a elecciones para el parlamento, pero nunca llegó a ganar ninguno de los cargos en disputa. Su experiencia en el mundillo de la política no será un buen recuerdo en su vida.
Luego de la muerte de su esposa, en 1906, se ocupó de la investigación de dos casos públicos en los que él estaba convencido de la inocencia de los acusados. Se esforzó muchísimo para lograr una revisión de los casos por parte de la justicia, pero, con revisiones incluidas, nada cambió. Es muy interesante la afirmación de Doyle sobre la justicia en Inglaterra: “[...] Empecé a considerar dementes a los empleados del Ministerio del Interior. Lo triste del caso es que, en Inglaterra, todos los funcionarios se apoyan entre sí y que, cuando nos vemos obligados a atacarlos, no podemos esperar que se haga justicia, pues nos topamos con una especie de sindicato sin estatutos, cuyos miembros subordinan la defensa del bien público a una falsa idea de la lealtad. Nos enfrentamos a una determinación férrea a no admitir nada que pueda inculpar a otro funcionario; y en cuanto a la posibilidad de castigar a un funcionario por delitos que han producido graves daños a víctimas indefensas, es algo que nunca se tomará en consideración”. Estas dudas e inquietudes sobre la justicia británica, estarán presente en algunas decisiones y pensamientos de Sherlock Holmes, en algunas ocasiones el detective exhibirá ideas y acciones que entran en conflicto con los mandatos de la justicia instituida.
El 18 de septiembre de 1907 se casó con Jane Leckie, con la que tuvo tres hijos, y la deferencia de nombrarla en sus memorias. Los tres hijos de este nuevo matrimonio no tendrán nombre en el mismo libro. Sus nombres son: Denis, Adrian, y Lena.
Toda su vida fue un gran deportista, practicó boxeo, rugby, golf, billar, criquet, esgrima. Aceptó gustoso ser cronista de los juegos olímpicos de 1908.
En 1912 apareció El mundo perdido, uno de sus libros más famosos, desde ya que lejos, muy lejos, de las alturas alcanzadas por las aventuras de Holmes, pero aun así, sigue siendo el segundo título por el que es recordado el escritor. En 1913 apareció El cinturón envenenado.
Conan Doyle viajó, en 1914, por Estados Unidos y Canadá. En Estados Unidos visitó el penal de Sing Sing. Doyle recuerda algunos pedidos muy especiales: “[...] Pedí que me encerraran después en una de las celdas - siete pies por cuatro - y me dejaran sentarme en la silla eléctrica, un artefacto común, sólido, con asiento de mimbre y varios hilos siniestros a su alrededor. Estuve charlando un buen rato con el gobernador; me pareció un hombre bastante humano, al que le venía grande el cometido que se le había encomendado”.
Al regreso de su viaje estalló la Primera Guerra Mundial. Doyle, desde el comienzo, estuvo inmerso en muchos temas relacionados con el conflicto. Ante la posible amenaza submarina de Alemania, Doyle insistió en la construcción de un túnel que uniera a Inglaterra con el continente. La entrada al túnel, que pasaría por debajo del Canal de la Mancha, sería defendida en el continente por una gran fortaleza. De esta manera la isla nunca podría ser bloqueada. Trabajó a favor del desarrollo y uso de una armadura liviana para la infantería, y gracias a su insistencia, los marinos comenzaron a usar un chaleco que los mantenía a flote en caso del hundimiento de la nave.
Durante la guerra visitó el frente británico. Aquí una visión patriótica: “[...] ¡Qué tipos tan formidables! A la orden de ‘¡Cabeza... a la derecha!’, todas aquellas caras feroces y oscuras se volvieron hacia nosotros, y entonces sentí el verdadero poder de la infantería británica, la intensa individualidad que no es incompatible con la disciplina superior. Habían padecido mucho, pero en sus rostros se trasparentaba un gran espíritu. Confieso que, mientras miraba a aquellos valientes ejemplares ingleses, y pensaba en lo mucho que les debíamos, a ellos y a los que ya habían muerto, sentí más emoción de la que conviene a un británico que se encuentra en el extranjero. ¿Cuántos de ellos seguirán vivos hoy?”; y también unas líneas con su parecer sobre el reconocimiento que el mundo negaba a la intervención inglesa en la guerra: “[...] Ciertamente fueron pocos los que supieron reconocerlo. No deja de ser singular que todo el mundo se aproveche del imperio británico y al mismo tiempo lo critique”.
También visitó el frente italiano, el frente francés, y estuvo presente en la batalla que rompió la defensa alemana y que determinó su derrota. Aquí las palabras que Doyle escribió sobre los vencidos: “[...] Avanzaban a trompicones esos patanes de mandíbulas caídas y cejas de escarabajo, recientemente capturados y que miraban con ojos espantados a sus vencedores. No noté en ninguno de ellos ese alivio por haber salido de la guerra de que se ha hablado, ni tampoco ningún signo de miedo; la impresión dominante era la impasibilidad y lentitud bovina. Era una manada de bestias, no una columna de hombres”, y otra visión de Doyle, pero esta vez sobre los festejos por el triunfo: “[...] Vi al civil romper el cuello de una botella de whisky y bebérsela a palo seco. No me habría importado que la multitud lo hubiera linchado. Era el momento de la plegaria, y esa bestia era una mancha en el paisaje. En general, la gente se portó bien y mantuvo el sentido del orden”.
Finalizó la guerra; Conan Doyle ofrendó al imperio a su hijo mayor, Kingsley; perdió a su hermano menor, Innes, y a tantos más que aparecen en su relato del conflicto. El espiritismo había pasado a formar parte importante de su vida; el convencimiento y la práctica activa de los mecanismos que, según Doyle, abren las puertas de comunicación, lo llevó a escribir estas líneas sobre la vida en el más allá de aquellos que murieron en la Primera Guerra Mundial. Sobre ellos afirma: “[...] Gracias a Dios, desde entonces he descubierto que las puertas no están cerradas, sino sólo entornadas, para quien muestra la debida seriedad en su búsqueda. De todos los que acabo de mencionar, no hay uno solo de cuya existencia póstuma no haya podido obtener una prueba clara”. Casi cuarenta años dedicó Arthur Conan Doyle al contacto psíquico con el más allá. El escritor afirma, asegura, anota, una larga lista de fenómenos físicos y auditivos que presenció durante sus investigaciones. Aquí una pequeña muestra: “[...] Yo he estrechado manos materializadas. He mantenido largas conversaciones con la voz de los espíritus. He olido el peculiar olor a ozono del ectoplasma. He escuchado profecías que se han cumplido enseguida. He visto a “muertos” reflejarse en una placa fotográfica, que no había tocado ninguna mano más que la mía”. Destaca en sus afirmaciones sobre la vida después de la muerte, todo lo referido a su hijo. Sobre la muerte de su hijo, el médico, el científico, y luego, tras un largo recorrido, el espiritista convencido, anota entre sus memorias: “[...] ¿No estoy mucho más cerca de mi hijo que si estuviera vivo y ejerciendo en el Servicio Médico del Ejército, que probablemente lo habría destinado a los confines de la tierra? Casi nunca pasa un mes, y a veces ni una semana, sin que me comunique con él. ¿No es evidente que tales hechos cambian todo el aspecto de la vida y tornan la neblina gris de la disolución en un amanecer rosado?”
Sir Arthur Conan Doyle murió el 7 de julio de 1930, en Sussex.
El creador tuvo su vida, sus ideas, pero, ¿cómo era su criatura?, ¿de qué manera es que una criatura literaria vive su mundo cotidiano? Se sabe del mundo de intriga, de enigma, que Sherlock Holmes, habita. En la definición del ensayista francés Régis Messac aparece el plano general, el gran paisaje habitado por Holmes: “La novela policial es un relato consagrado, ante todo, al descubrimiento metódico y gradual –por medio de instrumentos racionales y de circunstancias exactas– de un acontecimiento misterioso”. Pero, ¿qué hay más allá del misterio?
Watson, el compañero de Holmes, es el narrador de casi todas las historias. Es el observador, aquel que consigna ciertas impresiones, quien maneja y dosifica los datos sobre el detective. La apariencia personal de Sherlock Holmes, quien muchas veces camina por Londres embozado en un abrigo largo y amplio, y envuelto su cuello en una larga bufanda, es la siguiente: “Su estatura sobrepasaba los seis pies, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su barbilla delataba al hombre de voluntad, por lo prominente y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndolo manipular sus frágiles instrumentos de física”.
En relación a su cuerpo el detective se regía de un curioso sistema de valores: “Sherlock Holmes era un hombre que rara vez hacía ejercicio físico por el puro placer de hacerlo. Pocos hombres eran capaces de un esfuerzo muscular mayor, y resultaba, sin duda alguna, uno de los más hábiles boxeadores de su peso que yo he conocido; pero el ejercicio corporal sin una finalidad concreta considerábalo como un derroche de energía, y era raro que él se ajetrease si no existía alguna finalidad de su profesión a la que acudir. Cuando esto ocurría, era hombre incansable e infatigable. Resultaba digno de notar que Sherlock Holmes se conservase muscularmente a punto en tales condiciones, pero su régimen de comidas era de ordinario de lo más sobrio, y sus costumbres llegaban en su sencillez hasta el borde de la austeridad. Salvo que, de cuando en cuando, recurría a la cocaína, Holmes no tenía vicios, y si echaba mano de esa droga era como protesta contra la monotonía de la vida, cuando escaseaban los asuntos y cuando los periódicos no ofrecían interés”.
Holmes siempre va equipado con una cinta de medir y un gran cristal redondo de aumento. También lleva una linterna de bolsillo. Su arma favorita es una pesada fusta de caza. Aunque la fusta se gane el primer lugar entre sus armas, algunas veces va armado con un revólver; pero sólo algunas veces, ya que prefiere que el revólver esté en manos de Watson. Nunca olvida su pipa, como tampoco su cajita de rapé de oro viejo, adornada con una gran amatista en el centro de la tapa.
La vida del detective, puertas adentro de sus habitaciones de Baker Street 221B, muestra ciertas curiosidades. No tanto en el hecho de que Watson se queje de lo desordenado que es Holmes, situación que casi lo lleva a la desesperación; o en el hecho de que no guarde regularmente los registros de los casos en la gran caja metálica que corresponde a tal fin; o que no se preocupe tanto por la inclinación de los cuadros que cuelgan de las paredes, en ellos están los rostros de los delincuentes más célebres; todas estas situaciones, de por sí molestas, pero no excéntricas, no incomodaban tanto a Watson como la actividad desplegada por Holmes cuando sobrevenía alguno de sus arrebatos: “Siempre he sostenido también que la práctica de tiro con revólver debería ser, indiscutiblemente, un pasatiempo propio del aire libre, y cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello.
Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en sitios todavía más indeseables. Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos suyos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía energía para rotularlos y ordenarlos, pues, tal como he mencionado en algún lugar de estas incoherentes memorias, sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas con las que va asociado su nombre, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse, salvo para pasar del sofá a la mesa. Así, mes tras mes se acumulaban sus papeles, hasta que en todos los rincones de la habitación se apilaban fajos de textos manuscritos que por nada del mundo habían de quemarse y que no podían ser cambiados de lugar por nadie que no fuera su propietario”.
Holmes también era especial puertas adentro de su persona. Ante una consulta de Watson sobre sus amigos, Sherlock contestó: “Exceptuándolo a usted, no tengo ninguno [...] No soy aficionado a recibir visitas”. Holmes recuerda sus tiempos de estudiante, sin duda había en su vida una línea de conducta, una manera de ser: “Yo nunca fui un individuo muy sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños métodos de pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso. Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún punto de contacto”.
También puertas adentro de su persona, Sherlock admitía haber sido vencido por tres hombres y una mujer. Reconocía la capacidad intelectual de un destacado enemigo, el barón Adelbert Gruner. Y dedicaba la mayor atención a su enemigo número uno: Moriarty. Afirma sobre el malvado: “Lo digo con toda seriedad, Watson, que si yo consiguiera vencer a ese hombre, si me fuera posible libertar de él a la sociedad, tendría la sensación de que mi carrera habría alcanzado su cúspide, y estaría dispuesto a consagrarme a un género de vida más sosegado”.
Sherlock Holmes también escribía, era autor de monografías sobre diversos temas, como puede ser su trabajo sobre las diferencias entre la ceniza de las distintas clases de tabaco. Comenta a Watson: “[...] Aquí tiene mi monografía sobre las huellas de los pies, con algunas observaciones sobre el empleo del yeso en la conservación de las impresiones. He aquí también una curiosa obrita sobre la influencia del oficio en la forma de las manos, con litografías de manos de canteros, marinos, leñadores, cajistas de imprenta, tejedores y pulidores de diamantes. Es un asunto de gran interés práctico para el investigador científico, especialmente en los casos de cadáveres no identificados, o para la averiguación de los antecedentes de los criminales”. Cuando se haya retirado de su actividad detectivesca, se dedicará a la apicultura, siendo él autor del Manual práctico del apicultor, con algunas consideraciones sobre la separación de las reinas.
Su filosofía de vida lo lleva a desconfiar por completo de las mujeres. Su misoginia fundamentalista lo lleva a decirle “no” hasta a la mejor de las mujeres que se pueda imaginar. Holmes afirma que nunca se casará porque tiene miedo de perder el juicio.
Es un hombre que exige sinceridad de parte de la otra persona. La sinceridad es favorable ante Holmes, intentar el engaño, sumamente peligroso.
Confía en el poder de su mirada, sabe leer en los ojos de un hombre cuando éste comprende que es su persona la que corre peligro; confía en sus anotaciones, que a veces llega a realizar hasta en los puños de la camisa.
Lleva una escala de honorarios fija que nunca varía, salvo cuando decide perdonarlos. En relación al dinero y los ricos, opina que habría que enseñarles a éstos que no pueden sobornar a todo el mundo para salir libres de sus crímenes.
Ante el suicidio Holmes toma la siguiente posición. Dijo a una mujer que pretendía suicidarse, que su vida no le pertenecía, que no atentara contra ella. La mujer preguntó qué clase de utilidad tenía su vida, cuál era su sentido. A lo que Holmes contestó: “¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí mismo la más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente”.
El gran detective lleva a su amigo Watson de la admiración a la no comprensión, a sorprenderse ante determinadas respuestas, ante determinadas ideas que Holmes dota siempre de lógica, de “su” lógica, por supuesto: “Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían casi nulos. En cierta ocasión que yo hice una cita de Tomás Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era éste, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir, de manera casual, que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.
—Parece que se ha asombrado usted –me dijo sonriendo, al ver mi expresión de sorpresa–. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.
—¡Por olvidarlo!
—Me explicaré –dijo–. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Sólo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarlo a realizar su labor; pero de éstas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que pueden ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.
—Pero ¡lo del sistema solar! –dije yo con acento de protesta.
—¿Y qué diablos supone para mí? –me interrumpió él con impaciencia–. Me asegura usted que giramos alrededor del Sol. Aunque girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia”.