Sherlock Holmes obras completas Tomo 1 - Arthur Conan Doyle - E-Book

Sherlock Holmes obras completas Tomo 1 E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

"La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas que en realidad son de lo más corrientes. Si pudiéramos salir volando por esa ventana, tomados de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo trasnochado e insípido".

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Seitenzahl: 834

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice

Portadilla

Art­hur Co­nan Doy­le y Sher­lock Hol­mes. So­bre el uso cien­tí­fi­co de la ima­gi­na­ción, por Ed­gar­do LoisAgradecimientos

Estudio en escarlata

PRIMERA PARTE. Reim­pre­so de las me­mo­rias de John H. Wat­son. Doc­tor en me­di­ci­na que per­te­ne­ció al cuer­po de mé­di­cos del ejér­ci­to

Ca­pí­tu­lo I. El se­ñor Sher­lock Hol­mes

Ca­pí­tu­lo II. La cien­cia de la de­duc­ción

Ca­pí­tu­lo III. El mis­te­rio del jar­dín de Lau­ris­ton

Ca­pí­tu­lo IV. Lo que John Ran­ce te­nía que de­cir

Ca­pí­tu­lo V. Nues­tro anun­cio nos trae una vi­si­ta

Ca­pí­tu­lo VI. To­bías Greg­son da una prue­ba de lo que él es ca­paz

Ca­pí­tu­lo VII. Una luz en la os­cu­ri­dad

SEGUNDA PARTE. El país de los san­tos

Ca­pí­tu­lo I. En la gran lla­nu­ra de Ál­ca­li

Ca­pí­tu­lo II. La flor de Utah

Ca­pí­tu­lo III. John Fe­rrier ha­bla con el pro­fe­ta

Ca­pí­tu­lo IV. Una fu­ga pa­ra sal­var la vi­da

Ca­pí­tu­lo V. Los án­ge­les Ven­ga­do­res

Ca­pí­tu­lo VI. Con­ti­nua­ción de las me­mo­rias de John H. Wat­son. Doc­tor en me­di­ci­na

Ca­pí­tu­lo VII. Fi­nal

El sig­no de los cua­tro

Ca­pí­tu­lo II. La ex­po­si­ción del ca­so

Ca­pí­tu­lo III. En bus­ca de una so­lu­ción

Ca­pí­tu­lo IV. La his­to­ria del hom­bre cal­vo

Ca­pí­tu­lo V. La tra­ge­dia de Pon­di­cherry Lod­ge

Ca­pí­tu­lo VI. Sher­lock Hol­mes ha­ce una de­mos­tra­ción

Ca­pí­tu­lo VII. El epi­so­dio del ba­rril

Ca­pí­tu­lo VIII. Los irre­gu­la­res de Ba­ker Street

Ca­pí­tu­lo IX. El es­la­bón ro­to

Ca­pí­tu­lo X. El fi­nal de un is­le­ño

Ca­pí­tu­lo XI. El gran te­so­ro de Agra

Ca­pí­tu­lo XII. La ex­tra­ña his­to­ria de Jo­nat­han Small

El sa­bue­so de los Bas­ker­vi­lle

Ca­pí­tu­lo I. El se­ñor Sher­lock Hol­mes

Ca­pí­tu­lo II. La mal­di­ción de los Bas­ker­vi­lle

Ca­pí­tu­lo III. El pro­ble­ma

Ca­pí­tu­lo IV. Sir Henry Bas­ker­vi­lle

Ca­pí­tu­lo V. Tres ca­bos ro­tos

Ca­pí­tu­lo VI. La man­sión de los Bas­ker­vi­lle

Ca­pí­tu­lo VII. Los Sta­ple­ton de la ca­sa Me­rri­pit

Ca­pí­tu­lo VIII. Pri­mer in­for­me del doc­tor Wat­son

Ca­pí­tu­lo IX. La luz en el pá­ra­mo

Ca­pí­tu­lo X. Frag­men­to del dia­rio del doc­tor Wat­son

Ca­pí­tu­lo XI. El hom­bre del ris­co

Ca­pí­tu­lo XII. Muer­te en el pá­ra­mo

Ca­pí­tu­lo XIII. Pre­pa­ran­do las re­des

Ca­pí­tu­lo XIV. El sa­bue­so de los Bas­ker­vi­lle

Ca­pí­tu­lo XV. Exa­men re­tros­pec­ti­vo

Obras completas

Sherlock Holmes 1

Conan Doyle, Arthur

Obras completas de Sherlock Holmes / Arthur Conan Doyle ; coordinado por Mónica Piacentini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Díada, 2014.

v. 1, E-Book.

ISBN 978-987-1427-36-9

ISBN Obra completa 978-987-1427-35-2

1. Narrativa Inglesa. I. Piacentini, Mónica, coord. II. Título

CDD 823

© versión y edición a cargo de Edgardo Lois

© 2014, Díada de Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires Argentina

Tel/Fax: (54-11) 4773-3228

www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas

Diseño de tapa e interior: Sergio Manela

Digitalización: Proyecto451

ISBN 978-987-1427-36-9

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Contenido general

TOMO I

Art­hur Co­nan Doy­le y Sher­lock Hol­mes. So­bre el uso cien­tí­fi­co de la ima­gi­na­ción, por Ed­gar­do Lois.

Es­tu­dio en es­car­la­ta (no­ve­la, 1887)

PRIMERA PARTE. Reim­pre­so de las me­mo­rias de John H. Wat­son. Doc­tor en me­di­ci­na que per­te­ne­ció al cuer­po de mé­di­cos del ejér­cito • Ca­pí­tu­lo I. El se­ñor Sher­lock Hol­mes • Ca­pí­tu­lo II. La cien­cia de la de­duc­ción • Ca­pí­tu­lo III. El mis­te­rio del jar­dín de Lau­ris­ton • Ca­pí­tu­lo IV. Lo que John Ran­ce te­nía que de­cir • Ca­pí­tu­lo V. Nues­tro anun­cio nos trae una vi­si­ta • Ca­pí­tu­lo VI. To­bías Greg­son da una prue­ba de lo que él es ca­paz • Ca­pí­tu­lo VII. Una luz en la os­cu­ri­dad.

SEGUNDA PARTE El país de los san­tos • Ca­pí­tu­lo I. En la gran lla­nu­ra de Ál­ca­li • Ca­pí­tu­lo II. La flor de Utah • Ca­pí­tu­lo III. John Fe­rrier ha­bla con el pro­fe­ta • Ca­pí­tu­lo IV. Una fu­ga pa­ra sal­var la vi­da •Ca­pí­tu­lo V. Los án­ge­les Ven­ga­do­res • Ca­pí­tu­lo VI. Con­ti­nua­ción de las me­mo­rias de John H. Wat­son. Doc­tor en me­di­ci­na • Ca­pí­tu­lo VII. Fi­nal.

El sig­no de los cua­tro (no­ve­la, 1890)

Ca­pí­tu­lo I. La cien­cia de la de­duc­ción • Ca­pí­tu­lo II. La ex­po­si­ción del ca­so • Ca­pí­tu­lo III. En bus­ca de una so­lu­ción • Ca­pí­tu­lo IV. La his­to­ria del hom­bre cal­vo • Ca­pí­tu­lo V. La tra­ge­dia de Pon­di­cherry Lod­ge • Ca­pí­tu­lo VI. Sher­lock Hol­mes ha­ce una de­mos­tra­ción • Ca­pí­tu­lo VII. El epi­so­dio del ba­rril • Ca­pí­tu­lo VIII. Los irre­gu­la­res de Ba­ker Street • Ca­pí­tu­lo IX. El es­la­bón ro­to • Ca­pí­tu­lo X. El fi­nal de un is­le­ño • Ca­pí­tu­lo XI. El gran te­so­ro de Agra • Ca­pí­tu­lo XII. La ex­tra­ña his­to­ria de Jo­nat­han Small.

El sa­bue­so de los Bas­ker­vi­lle (no­ve­la, 1901)

Ca­pí­tu­lo I. El se­ñor Sher­lock Hol­mes • Ca­pí­tu­lo II. La mal­di­ción de los Bas­ker­vi­lle • Ca­pí­tu­lo III. El pro­ble­ma • Ca­pí­tu­lo IV. Sir Henry Bas­ker­vi­lle • Ca­pí­tu­lo V. Tres ca­bos ro­tos • Ca­pí­tu­lo VI. La man­sión de los Bas­ker­vi­lle • Ca­pí­tu­lo VII. Los Sta­ple­ton de la ca­sa Me­rri­pit •Ca­pí­tu­lo VIII. Pri­mer in­for­me del doc­tor Wat­son • Ca­pí­tu­lo IX. La luz en el pá­ra­mo • Ca­pí­tu­lo X. Frag­men­to del dia­rio del doc­tor Wat­son • Ca­pí­tu­lo XI. El hom­bre del ris­co • Ca­pí­tu­lo XII. Muer­te en el pá­ra­mo • Ca­pí­tu­lo XIII. Pre­pa­ran­do las re­des • Ca­pí­tu­lo XIV. El sa­bue­so de los Bas­ker­vi­lle • Ca­pí­tu­lo XV. Exa­men re­tros­pec­ti­vo.

TOMO II

El va­lle del te­rror (no­ve­la, 1915)

PRIMERA PARTE. La tra­ge­dia de Birls­to­ne • Ca­pí­tu­lo I. El avi­so • Ca­pí­tu­lo II. Sher­lock Hol­mes ra­zo­na • Ca­pí­tu­lo III. La tra­ge­dia de Birls­to­ne • Ca­pí­tu­lo IV. Os­cu­ri­dad • Ca­pí­tu­lo V. Los per­so­na­jes del dra­ma • Ca­pí­tu­lo VI. Co­mien­za a ha­cer­se la luz • Ca­pí­tu­lo VII. La so­lu­ción.

SEGUNDA PARTE. Los Chi­rrio­ne­ros • Ca­pí­tu­lo I. El hom­bre • Ca­pí­tu­lo II. El gran maes­tro • Ca­pí­tu­lo III. Lo­gia 341, Ver­mis­sa • Ca­pí­tu­lo IV. El va­lle del te­rror • Ca­pí­tu­lo V. La ho­ra más ne­gra • Ca­pí­tu­lo VI. El pe­li­gro • Ca­pí­tu­lo VII. Ed­wards el pá­ja­ro cae en la tram­pa • Ca­pí­tu­lo VIII. Epí­lo­go.

Las aven­tu­ras de Sher­lock Hol­mes (re­la­tos, 1892)

Es­cán­da­lo en Bo­he­mia • La Li­ga de los pe­li­rro­jos • Un ca­so de iden­ti­dad• El mis­te­rio de Bos­com­be Va­lley • Las cin­co se­mi­llas de na­ran­ja • El hom­bre del la­bio re­tor­ci­do • La aven­tu­ra del ru­bí azul • La aven­tu­ra de la ban­da de lu­na­res • La aven­tu­ra del pul­gar del in­ge­nie­ro • La aven­tu­ra del aris­tó­cra­ta sol­te­rón • La aven­tu­ra de la co­ro­na de es­me­ral­das ver­de­mar • La aven­tu­ra de Cop­per Bee­ches.

TOMO III

Me­mo­rias de Sher­lock Hol­mes (re­la­tos, 1893)

Es­tre­lla de pla­ta • La ca­ra ama­ri­lla • El es­cri­bien­te del co­rre­dor de bol­sa • La cor­be­ta Glo­ria Scott • El ri­tual de los Mus­gra­ve • El hi­dal­go de Rei­ga­te • El jo­ro­ba­do • El pa­cien­te in­ter­no • El in­tér­pre­te grie­go • El tra­ta­do na­val • El pro­ble­ma fi­nal.

La rea­pa­ri­ción de Sher­lock Hol­mes (re­la­tos, 1903)

La aven­tu­ra de la ca­sa va­cía • La aven­tu­ra del cons­truc­tor de Nor­wood • La aven­tu­ra de los bai­la­ri­nes • La aven­tu­ra del ci­clis­ta so­li­ta­rio • La aven­tu­ra del co­le­gio Priory • La aven­tu­ra de Pe­ter el ne­gro • La aven­tu­ra de Char­les Au­gus­tus Mil­ver­ton • La aven­tu­ra de los seis Na­po­leo­nes • La aven­tu­ra de los tres es­tu­dian­tes • La aven­tu­ra de los len­tes de oro • La aven­tu­ra del tres cuar­tos de­sa­pa­re­ci­do • La aven­tu­ra de la gran­ja Ab­bey • La aven­tu­ra de la se­gun­da man­cha.

TOMO IV

El úl­ti­mo sa­lu­do des­de el es­ce­na­rio (re­la­tos, 1917)

Pró­lo­go • La aven­tu­ra del pa­be­llón Wis­te­ria - PRIMERA PARTE. El ex­tra­ño su­ce­so ocu­rri­do al se­ñor John Scott Ec­cles - SEGUNDA PARTE. El Ti­gre de San Pe­dro • La aven­tu­ra de la ca­ja de car­tón • La aven­tu­ra del Cír­cu­lo ro­jo • La aven­tu­ra de los pla­nos del “Bru­ce-Par­ting­ton” • La aven­tu­ra del de­tec­ti­ve ago­ni­zan­te • La de­sa­pa­ri­ción de lady Fran­ces Car­fax • La aven­tu­ra del pie del dia­blo • El úl­ti­mo sa­lu­do des­de el es­ce­na­rio.

El ar­chi­vo de Sher­lock Hol­mes (re­la­tos, 1927)

Pró­lo­go • La aven­tu­ra del clien­te ilus­tre • La aven­tu­ra del sol­da­do de la piel de­co­lo­ra­da • La aven­tu­ra de la pie­dra pre­cio­sa de Ma­za­ri­no • La aven­tu­ra de los tres ga­ble­tes • La aven­tu­ra del vam­pi­ro de Sus­sex • La aven­tu­ra de los tres Ga­rri­deb • El pro­ble­ma del puen­te de Thor • La aven­tu­ra del hom­bre que rep­ta­ba • La aven­tu­ra de la me­le­na de león • La aven­tu­ra de la in­qui­li­na del ve­lo • La aven­tu­ra de Shos­com­be Old Pla­ce • La aven­tu­ra del fa­bri­can­te de co­lo­res re­ti­ra­do.

Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes

Sobre el uso científico de la imaginación

“[...]de­ci­dí que­mar de­fi­ni­ti­va­men­te las na­ves y con­fiar sin re­ser­vas en mis po­de­res de es­cri­tor.”

“Si he si­do ca­paz de sos­te­ner es­te per­so­na­je du­ran­te un buen pe­río­do de tiem­po, y si el pú­bli­co en­cuen­tra el úl­ti­mo re­la­to tan bue­no co­mo el pri­me­ro, co­mo pa­re­ce ser así, ello se de­be en­te­ra­men­te a que yo nun­ca, o ca­si nun­ca, he es­cri­to pre­ci­pi­ta­da­men­te.”

PARA que el lec­tor sea tes­ti­go del ini­ciá­ti­co alum­bra­mien­to de la na­rra­ti­va de­tec­ti­ves­ca o po­li­cial es ne­ce­sa­rio, así lo ex­pli­ca el pro­fe­sor de li­te­ra­tu­ra in­gle­sa y nor­tea­me­ri­ca­na Jai­me Rest, un he­cho de­lic­ti­vo, un ase­si­na­to, un ro­bo, la de­sa­pa­ri­ción de un ob­je­to de va­lor o de una per­so­na, etc., so­bre el cual pue­da de­sa­rro­llar­se la in­ves­ti­ga­ción po­li­cial. En un re­la­to po­li­cial hay lu­gar pa­ra la víc­ti­ma, pa­ra el de­tec­ti­ve, pa­ra el ase­si­no, que só­lo lo­gra­rá te­ner una iden­ti­dad en el fi­nal de la his­to­ria, y por úl­ti­mo pa­ra los per­so­na­jes adi­cio­na­les que per­mi­ti­rán al au­tor ju­gar con dis­tin­tas po­si­bi­li­da­des en tor­no a su ar­gu­men­to.

Mu­cho se ha es­cri­to tra­tan­do de cla­si­fi­car las dis­tin­tas ver­tien­tes del gé­ne­ro po­li­cial. Cla­si­fi­ca­cio­nes, al­gu­nas vá­li­das, otras an­to­ja­di­zas. Qui­zá de­bi­do a es­ta si­tua­ción, Jor­ge Laf­for­gue, pro­fe­sor de fi­lo­so­fía, pe­rio­dis­ta, y es­pe­cia­lis­ta en li­te­ra­tu­ra la­ti­noa­me­ri­ca­na, pro­po­ne otra ma­ne­ra de acer­car­se al re­la­to po­li­cial: acom­pa­ñan­do su de­sa­rro­llo his­tó­ri­co. El pe­río­do de fun­da­ción, que se ex­tien­de en las úl­ti­mas seis dé­ca­das del si­glo XIX, o sea de Poe a Co­nan Doy­le. Lue­go el pe­río­do de au­ge de la no­ve­la-pro­ble­ma (un enig­ma com­ple­jo es re­suel­to por un de­tec­ti­ve ana­li­zan­do el pro­ble­ma y uti­li­zan­do la vía in­duc­ti­va), du­ran­te las tres pri­me­ras dé­ca­das del si­glo XX. Por úl­ti­mo, el pe­río­do en el que to­ma for­ma la co­rrien­te “du­ra” den­tro del po­li­cial, y que lle­ga has­ta nues­tros días, en el que des­ta­can au­to­res co­mo Ham­met, Chand­ler, Cain. Con res­pec­to a es­te úl­ti­mo pe­río­do, el es­cri­tor Jor­ge Luis Bor­ges di­jo: “Ac­tual­men­te, el gé­ne­ro po­li­cial ha caí­do mu­cho en Es­ta­dos Uni­dos. El gé­ne­ro po­li­cial es rea­lis­ta, de vio­len­cia, un gé­ne­ro de vio­len­cias se­xua­les tam­bién. En to­do ca­so, ha de­sa­pa­re­ci­do. Se ha ol­vi­da­do el ori­gen in­te­lec­tual del re­la­to po­li­cial. Es­te se ha man­te­ni­do en In­gla­te­rra, don­de to­da­vía se es­cri­ben no­ve­las muy tran­qui­las, don­de el re­la­to trans­cu­rre en una al­dea in­gle­sa; allí to­do es in­te­lec­tual, to­do es tran­qui­lo, no hay vio­len­cia, no hay ma­yor efu­sión de san­gre”.

To­da una de­fi­ni­ción de Bor­ges so­bre el re­la­to clá­si­co po­li­cial; aquí su pre­sen­te, pe­ro, ¿có­mo fue su na­ci­mien­to?

Se con­si­de­ra a Ed­gar Allan Poe (1809-1849) co­mo el crea­dor del gé­ne­ro. Pue­den ci­tar­se co­mo an­te­ce­den­tes li­te­ra­rios del mis­mo, la no­ve­la de Wi­lliam God­win Las aven­tu­ras de Ca­leb Wi­lliams (1794); Las me­mo­rias de Vi­docq (1828), je­fe de la po­li­cía fran­ce­sa pos­te­rior a los tiem­pos na­po­leó­ni­cos; el cuen­to El ase­si­na­to del se­ñor Hig­gin­bot­ham (1837) de Nat­ha­niel Hawt­hor­ne; Un asun­to te­ne­bro­so (1841) de Bal­zac. Pe­ro es Poe, con su per­so­na­je Char­les Au­gus­te Du­pin, que apa­re­ce en los cuen­tos Los crí­me­nes de la ca­lle Mor­gue, El mis­te­rio de Mary Ro­get, y La car­ta ro­ba­da, quien se­rá con­si­de­ra­do el pa­dre del gé­ne­ro. Bor­ges ubi­ca a Poe co­mo su crea­dor ci­tán­do­lo co­mo au­tor de cin­co cuen­tos po­li­cia­les, los tres ya ci­ta­dos y ade­más El es­ca­ra­ba­jo de oro y Tú eres el hom­bre.

En los tres cuen­tos en que apa­re­ce Du­pin, su ami­go es quien na­rra la his­to­ria, y en la pri­me­ra de ellas hay to­da una des­crip­ción de la per­so­na­li­dad in­te­lec­tual del in­ves­ti­ga­dor: “Las ca­rac­te­rís­ti­cas de la in­te­li­gen­cia que sue­len ca­li­fi­car­se de ana­lí­ti­cas son en sí mis­mas po­co sus­cep­ti­bles de aná­li­sis. Só­lo las apre­cia­mos a tra­vés de sus re­sul­ta­dos. En­tre otras co­sas sa­be­mos que, pa­ra aquel que las po­see en al­to gra­do, son fuen­te del más vi­vo go­ce. Así co­mo el hom­bre ro­bus­to se com­pla­ce en su des­tre­za fí­si­ca y se de­lei­ta con aque­llos ejer­ci­cios que re­cla­man la ac­ción de los mús­cu­los, así el ana­lis­ta ha­lla su pla­cer en esa ac­ti­vi­dad del es­pí­ri­tu con­sis­ten­te en de­sen­re­dar. Go­za in­clu­so con las ocu­pa­cio­nes más tri­via­les, siem­pre que pon­gan en jue­go su ta­len­to. Le en­can­tan los enig­mas, los acer­ti­jos, los je­ro­glí­fi­cos, y al so­lu­cio­nar­los mues­tra un gra­do de pers­pi­ca­cia que, pa­ra la men­te or­di­na­ria, pa­re­ce so­bre­na­tu­ral”.

Una coin­ci­den­cia evi­den­te en­tre Du­pin y su ami­go, y los per­so­na­jes de Art­hur Co­nan Doy­le, el le­gen­da­rio Sher­lock Hol­mes y el doc­tor Wat­son, su com­pa­ñe­ro y tam­bién na­rra­dor.

Es Bor­ges en su char­la so­bre el cuen­to po­li­cial quien en­tre­ga al­gu­nas de­fi­ni­cio­nes y sen­sa­cio­nes so­bre lo que sig­ni­fi­ca leer y dis­fru­tar del re­la­to po­li­cial. Bor­ges se­ña­ló: “Hay un ti­po de lec­tor ac­tual, el lec­tor de fic­cio­nes po­li­cia­les. Ese lec­tor ha si­do –ese lec­tor se en­cuen­tra en to­dos los paí­ses del mun­do y se cuen­ta por mi­llo­nes– en­gen­dra­do por Ed­gar Allan Poe”. Si­guien­do al­re­de­dor de la fi­gu­ra de Poe, di­jo: “Poe no que­ría que el gé­ne­ro po­li­cial fue­ra un gé­ne­ro rea­lis­ta, que­ría que fue­ra un gé­ne­ro in­te­lec­tual, un gé­ne­ro fan­tás­ti­co si us­te­des quie­ren, pe­ro un gé­ne­ro fan­tás­ti­co de la in­te­li­gen­cia, no de la ima­gi­na­ción so­la­men­te; de am­bas co­sas des­de lue­go, pe­ro so­bre to­do de la in­te­li­gen­cia. [...] El he­cho es que un cri­men es des­cu­bier­to por un ra­zo­nar abs­trac­to y no por de­la­cio­nes, por des­cui­dos de los cri­mi­na­les”.

Es muy in­te­re­san­te la re­fle­xión de Bor­ges so­bre los pri­me­ros lec­to­res de las fic­cio­nes po­li­cia­les, a par­tir de lo que so­mos no­so­tros, los lec­to­res ac­tua­les: “[...] No es­ta­ban edu­ca­dos co­mo no­so­tros, no eran una in­ven­ción de Poe co­mo lo so­mos no­so­tros. No­so­tros, al leer una no­ve­la po­li­cial, so­mos una in­ven­ción de Ed­gar Allan Poe. Los que le­ye­ron ese cuen­to se que­da­ron ma­ra­vi­lla­dos y lue­go vi­nie­ron los otros”.

Poe fue el crea­dor, pe­ro mu­cho es lo que de­be el gé­ne­ro a Co­nan Doy­le y su per­so­na­je.

Art­hur Co­nan Doy­le, el pa­dre de la cria­tu­ra, na­ció el 22 de ma­yo de 1859 en Pi­cardy Pla­ce, Edim­bur­go, Es­co­cia. La fa­mi­lia era po­bre; y la ma­dre, Mary Fo­ley, se­rá la en­car­ga­da de lle­varla ade­lan­te, ya que Char­les Doy­le era un hom­bre que “[...] ca­si siem­pre pa­re­cía es­tar en otra es­fe­ra de la rea­li­dad, co­mo en las nu­bes”. Art­hur tu­vo va­rios her­ma­nos; In­nes, su úni­co her­ma­no va­rón, y las ni­ñas: An­net­te, Lot­tie, Con­nie, Ida, Ju­lia. Vi­vir en la po­bre­za no le im­pi­dió ser un des­ta­ca­do lec­tor, así lo re­gis­tró en su li­bro de re­cuer­dos Me­mo­rias y aven­tu­ras que es­cri­bió en 1924. Doy­le ano­ta: “[...] Du­ran­te mis pri­me­ros diez años, fui un lec­tor vo­raz, has­ta el pun­to de que una pe­que­ña bi­blio­te­ca a la que es­tá­ba­mos ins­cri­tos hi­zo sa­ber a mi ma­dre que los li­bros no se po­dían cam­biar más de dos ve­ces al día. Mis gus­tos eran bas­tan­te in­fan­ti­les: Ca­za­do­res de ca­be­lle­ras, de May­ne Reid, era mi li­bro pre­fe­ri­do. Por aque­llos días es­cri­bí un li­bri­to que yo mis­mo ilus­tré. Tra­ta­ba de un hom­bre y un ti­gre que se fu­sio­na­ban po­co des­pués de co­no­cer­se. Re­cuer­do ha­ber di­cho por en­ton­ces a mi ma­dre, con pre­coz sa­bi­du­ría, que era muy fá­cil me­ter en líos a la gen­te, pe­ro no tan­to sa­car­los de ellos, co­sa que sa­be sin du­da muy bien cual­quier au­tor de li­bros de aven­tu­ra”.

A los diez años fue en­via­do a la Es­cue­la Hod­der, pre­pa­ra­to­ria pa­ra Stony­hurst, un im­por­tan­te co­le­gio ca­tó­li­co de Lan­cas­hi­re, en ma­nos de los je­sui­tas. Es in­te­re­san­te la ob­ser­va­ción que Doy­le ha­ce so­bre la edu­ca­ción, y es­pe­cial­men­te de la en­se­ñan­za de los clá­si­cos du­ran­te su épo­ca de es­tu­dian­te en Stony­hurst. Aquí su re­cuer­do: “[...] Era el con­sa­bi­do atra­cón de Eu­cli­des, ál­ge­bra y los clá­si­cos, a la usan­za tra­di­cio­nal, que sue­le pro­du­cir el abo­rre­ci­mien­to du­ra­de­ro de ta­les cues­tio­nes. Obli­gar a los chi­cos a dar­se un atra­cón de Vir­gi­lio u Ho­me­ro, sin ofre­cer­les una idea ge­ne­ral de lo que sig­ni­fi­ca to­do es­to (de có­mo fue la épo­ca clá­si­ca), es sin du­da una ma­ne­ra ab­sur­da de abor­dar una asig­na­tu­ra. Es­toy se­gu­ro de que un mu­cha­cho in­te­li­gen­te po­dría apren­der más le­yen­do una bue­na tra­duc­ción de Ho­me­ro du­ran­te una se­ma­na que em­po­llán­do­se du­ran­te un año en­te­ro el ori­gi­nal, co­mo sue­le ser ha­bi­tual. Con to­do, hay que de­cir que Stony­hurst no era peor que cual­quier otro co­le­gio. Los de­fen­so­res del mé­to­do es­par­ta­no sue­len pre­tex­tar que cual­quier ejer­ci­cio aca­dé­mi­co, por es­tú­pi­do que sea en sí, for­ma par­te de una es­pe­cie de gim­na­sia que nos ayu­da a me­jo­rar nues­tra ca­pa­ci­dad men­tal. Pe­ro és­ta es, a mi en­ten­der, una teo­ría com­ple­ta­men­te fal­sa. Pue­do de­cir con to­da sin­ce­ri­dad que el apren­di­za­je del la­tín y del grie­go, que tan­tas ho­ras de abu­rri­do tra­ba­jo me cos­tó, me han si­do de es­ca­sa uti­li­dad en la vi­da, y que las ma­te­má­ti­cas no me han ser­vi­do ab­so­lu­ta­men­te pa­ra na­da. Por el con­tra­rio, al­gu­nas co­sas que apren­dí ca­si ac­ci­den­tal­men­te, co­mo el ar­te de leer en voz al­ta (mien­tras mi ma­dre ha­cía gan­chi­llo) o la lec­tu­ra de li­bros en fran­cés (de­le­trean­do las le­yen­das de las ilus­tra­cio­nes de Ju­lio Ver­ne), me han re­sul­ta­do su­ma­men­te úti­les. Mi edu­ca­ción clá­si­ca me de­jó un de­ci­di­do abo­rre­ci­mien­to ha­cia los clá­si­cos; por eso cuan­do, años des­pués, los leí de una ma­ne­ra más ra­zo­na­ble, me sor­pren­dió so­bre­ma­ne­ra des­cu­brir lo fas­ci­nan­tes que eran en rea­li­dad”. Igual­men­te cer­te­ro es su co­men­ta­rio so­bre la con­duc­ta del es­tu­dian­te: “[...]Yo co­me­tía fal­tas, ha­cía tra­ve­su­ras gra­tui­tas, pa­ra de­mos­trar que na­da po­día que­bran­tar mi áni­mo. Si hu­bie­ran ape­la­do a lo me­jor de mi na­tu­ra­le­za y no a mis te­mo­res, ha­brían en­con­tra­do una res­pues­ta a pun­to. Yo me­re­cía los cas­ti­gos por la ma­ne­ra de com­por­tar­me, pe­ro me com­por­ta­ba así por­que me tra­ta­ban mal”.

Fue ma­má Mary quien de­ci­dió que su jo­ven hi­jo fue­ra mé­di­co, qui­zá por­que Edim­bur­go era una ciu­dad de lar­ga tra­di­ción en la me­di­ci­na. La ca­rre­ra se ha­cía en cua­tro años, y Doy­le se ma­tri­cu­ló en 1876; pe­ro re­cién ob­tu­vo su tí­tu­lo en 1881. Hu­bo un re­creo de un año. Mien­tras rea­li­za­ba sus es­tu­dios, tra­ba­jó ayu­dan­do en los con­sul­to­rios de al­gu­nos mé­di­cos, re­ci­bien­do a los pa­cien­tes, pre­pa­ran­do los re­me­dios. Con lo po­co que ga­na­ba com­pra­ba li­bros, y fue en 1878 cuan­do Doy­le se dio cuen­ta de que po­día ga­nar di­ne­ro de otra ma­ne­ra, de que el di­ne­ro po­día ga­nar­se sin ne­ce­si­dad de lle­nar fras­cos con pres­crip­cio­nes mé­di­cas. Un ami­go le ha­bía he­cho no­tar al lec­tor vo­raz que sus car­tas po­seían “una vi­ve­za es­pe­cial” de­bi­do a los mé­ri­tos de la es­cri­tu­ra. Doy­le re­cuer­da: “[...] Pue­do ase­gu­rar que nun­ca so­ñé con lle­gar a es­cri­bir al­go de­cen­te, y que la ob­ser­va­ción de mi ami­go, po­co da­do por cier­to a la li­son­ja, me co­gió com­ple­ta­men­te por sor­pre­sa. Sin em­bar­go, me sen­té y es­cri­bí un pe­que­ño re­la­to de aven­tu­ras, que ti­tu­lé El mis­te­rio del va­lle de Sas­sas­sa. Pa­ra mi ale­gría y sor­pre­sa, fue acep­ta­do en Cham­ber’s Jour­nal, y re­ci­bí por él tres gui­neas. No im­por­ta que otros in­ten­tos fra­ca­sa­ran. Lo ha­bía con­se­gui­do una vez, y me ani­ma­ba la idea de que po­dría vol­ver a con­se­guir­lo. Ten­drían que pa­sar mu­chos años an­tes de que vol­vie­ra a di­ri­gir­me al Cham­ber’s. Pe­ro en 1879 otra pe­que­ña his­to­ria mía, El re­la­to del ame­ri­ca­no, fue pu­bli­ca­da en la Lon­don So­ciety, y re­ci­bí asi­mis­mo un pe­que­ño che­que. Con to­do, la idea del ver­da­de­ro éxi­to aún es­ta­ba le­jos de mi pen­sa­mien­to”.

La lec­tu­ra y los es­tu­dios lo lle­va­ron a re­plan­tear­se su for­ma­ción re­li­gio­sa. Aquí su mi­ra­da: “[...] En­fo­can­do, así, la cues­tión a la luz de to­dos los nue­vos co­no­ci­mien­tos ad­qui­ri­dos con mis lec­tu­ras y mis es­tu­dios, des­cu­brí que los fun­da­men­tos del ca­to­li­cis­mo, y tam­bién de to­do el cris­tia­nis­mo en ge­ne­ral, tal y co­mo los ofre­cía la teo­lo­gía de­ci­mo­nó­ni­ca, eran tan dé­bi­les que mi es­pí­ri­tu no po­día ba­sar­se en ellos. [...] Era, pues, to­do el cris­tia­nis­mo, y no só­lo el ca­to­li­cis­mo, el que ha­bía alie­na­do mi es­pí­ri­tu y me ha­bía lle­va­do a un ag­nos­ti­cis­mo que nun­ca, ni por un ins­tan­te, de­ge­ne­ró en ateís­mo, pues yo te­nía una per­cep­ción muy vi­va del ma­ra­vi­llo­so equi­li­brio del uni­ver­so y de la fuer­za po­de­ro­sa que lo con­ce­bía y sus­ten­ta­ba. Yo era re­ve­ren­te pe­se a to­das mis du­das y vol­vía una y otra vez so­bre el asun­to, pe­ro cuan­to más me­di­ta­ba más me con­fir­ma­ba en mi in­con­for­mi­dad”.

Co­nan Doy­le te­nía vein­te años al mo­men­to de su re­creo en la ca­rre­ra de me­di­ci­na. En 1880 pa­só sie­te me­ses en el Ár­ti­co a bor­do del ba­lle­ne­ro Es­pe­ran­za. Fue con­tra­ta­do co­mo mé­di­co, pe­ro co­mo él mis­mo cuen­ta, fue una suer­te que sus ser­vi­cios co­mo mé­di­co no fue­ran ne­ce­sa­rios en ca­sos gra­ves. Es pa­ra des­ta­car el tes­ti­mo­nio que da so­bre la ca­za de la fo­ca. Una mi­ra­da he­la­da: “[...] Al al­ba del ter­cer día, el bar­co to­mó rum­bo al hie­lo e ini­ció su co­se­cha ase­si­na. Es un tra­ba­jo bru­tal, aun­que no más que el que se rea­li­za pa­ra pro­veer las me­sas fa­mi­lia­res en las zo­nas ru­ra­les. Y, sin em­bar­go, aque­llas char­cas de car­me­sí re­lu­cien­te so­bre el en­ce­gue­ce­dor blan­co de las ban­qui­sas, ba­jo el so­se­gan­te si­len­cio del cie­lo azul ár­ti­co, me pa­re­cie­ron una in­tru­sión es­pan­to­sa. Pe­ro ya se sa­be que una de­man­da ine­xo­ra­ble crea una ofer­ta ine­xo­ra­ble, y las fo­cas, con su muer­te, su­po­nen un me­dio de vi­da pa­ra la gran mul­ti­tud de ma­ri­ne­ros, es­ti­ba­do­res, cur­ti­do­res, cu­ra­do­res, con­tro­la­do­res, fa­bri­can­tes de ve­las y ven­de­do­res de pie­les y acei­te, que ha­cen de in­ter­me­dia­rios en­tre, por una par­te, es­ta car­ni­ce­ría anual y, por la otra, las per­so­nas ex­qui­si­tas que gas­tan ele­gan­tes bo­tas de cue­ro, o el sa­bio cu­yos apa­ra­tos ne­ce­si­tan un acei­te muy fi­no”. Al­go más de ese via­je, otra re­fle­xión de un hom­bre ob­ser­va­dor: “[...] Des­pués de un mes o dos de per­ma­nen­cia, nues­tros ojos se can­san de la luz eter­na y echa­mos de me­nos el po­der bal­sá­mi­co de la os­cu­ri­dad. Re­cuer­do la ma­ra­vi­llo­sa im­pre­sión que me pro­du­jo, a nues­tro re­gre­so, al lle­gar a la al­tu­ra de Is­lan­dia, la sim­ple vi­sión de una es­tre­lla, has­ta el pun­to de que me re­sis­tía a apar­tar la mi­ra­da. So­le­mos per­der­nos la mi­tad de las bel­da­des de la Na­tu­ra­le­za a cau­sa del ex­ce­so de fa­mi­lia­ri­dad”.

En 1881 Doy­le era Li­cen­cia­do en Me­di­ci­na y Maes­tro en Ci­ru­gía.

El 22 de oc­tu­bre de 1881 se em­bar­có co­mo ser­vi­cio mé­di­co en el va­por Ma­yum­ba de la Com­pa­ñía Na­vie­ra Afri­ca­na. El bar­co lle­va­ba mer­can­cías ma­nu­fac­tu­ra­das a la cos­ta afri­ca­na oc­ci­den­tal, y vol­vía car­ga­do de ma­te­rias pri­mas. Lle­va­ba ade­más al­gu­nos pa­sa­je­ros. La em­pre­sa per­te­ne­cía a unos due­ños muy es­pe­cia­les: “[...] Nues­tros pa­sa­je­ros se di­ri­gían en su ma­yor par­te a Ma­dei­ra, pe­ro allí nos es­pe­ra­ban unas gen­ti­les da­mas que se di­ri­gían a la cos­ta afri­ca­na, más al­gu­nos an­ti­pá­ti­cos ne­gre­ros cu­yos mo­da­les y con­duc­ta de­ja­ban mu­cho que de­sear pe­ro que eran los pro­pie­ta­rios de la com­pa­ñía na­vie­ra y con los que, por tan­to, ha­bía que ha­cer de tri­pas co­ra­zón”. Doy­le con­sig­na en sus me­mo­rias una ima­gen muy es­pe­cial: “[...] Nun­ca ol­vi­da­ré, al de­sem­bar­car en Vic­to­ria, la emo­ción que sen­tí cuan­do pa­só an­te mí lo que pen­sa­ba que era un enor­me pá­ja­ro azul y lue­go des­cu­brí que era una ma­ri­po­sa”.

En 1882 tra­ba­jó en el con­sul­to­rio mé­di­co de un ami­go en la ciu­dad de Ply­mouth, y lue­go de un cor­to­cir­cui­to po­co amis­to­so, via­jó a Ports­mouth a es­ta­ble­cer su pro­pia con­sul­ta en South­sea, un ba­rrio re­si­den­cial. Doy­le re­cuer­da: “[...] Por aque­lla épo­ca pu­bli­qué va­rios re­la­tos en la Lon­don So­ciety, una re­vis­ta hoy de­sa­pa­re­ci­da pe­ro a la sa­zón flo­re­cien­te gra­cias a la di­rec­ción edi­to­rial de un tal Mr. Hogg. En el nú­me­ro de abril de 1882 pu­bli­qué un re­la­to, hoy afor­tu­na­da­men­te ol­vi­da­do, ti­tu­la­do Hue­sos, y las na­vi­da­des an­te­rio­res ha­bía pu­bli­ca­do otro, El ba­rran­co de Blue­mansdy­ke, am­bos deu­do­res de Bret Har­te. Esos dos re­la­tos, jun­to con los men­cio­na­dos an­te­rior­men­te, con­for­ma­ban en­ton­ces la to­ta­li­dad de mi pro­duc­ción. Ex­pli­qué a Mr. Hogg mi si­tua­ción vi­tal y es­cri­bí un nue­vo cuen­to pa­ra el nú­me­ro de na­vi­dad ti­tu­la­do Mi ami­go el ase­si­no. Hogg se por­tó muy bien y me man­dó diez li­bras, que yo guar­dé pa­ra el al­qui­ler de mi pri­mer tri­mes­tre. Sin em­bar­go, no me hi­zo nin­gu­na gra­cia cuan­do, años des­pués, rei­vin­di­có to­dos los de­re­chos de es­tos re­la­tos in­ma­du­ros y los pu­bli­có en un vo­lu­men, en­ca­be­za­do con mi nom­bre. ¡Mu­cho cui­da­do, jó­ve­nes au­to­res, mu­cho cui­da­do si no que­réis que vues­tro peor ene­mi­go sea vues­tro tem­pra­no ego!”

Doy­le se ca­só el 6 de agos­to de 1885. Más allá de las afir­ma­cio­nes ca­ri­ño­sas pa­ra con su es­po­sa que apa­re­cen en sus me­mo­rias, es cu­rio­so el de­ta­lle que nun­ca con­sig­ne su nom­bre. De la mis­ma ma­ne­ra, só­lo uno de los hi­jos del ma­tri­mo­nio re­ci­bi­rá en el li­bro la dis­tin­ción del nom­bre. Sean bien­ve­ni­das a es­tas pá­gi­nas, co­rri­gien­do así la omi­sión del es­cri­tor, Loui­se Haw­kins y Mary Loui­se. En­tre 1885 y 1890 es­cri­bió re­la­tos. El es­cri­tor Ja­mes Payn le acep­tó un re­la­to cor­to, La de­cla­ra­ción de Ha­ba­kuk Jeph­son pa­ra la re­vis­ta Corn­hill, don­de ha­bían co­la­bo­ra­do los es­cri­to­res Thac­ke­ray y Ste­ven­son. Pa­ra Doy­le fue muy im­por­tan­te; si bien el re­la­to iba sin fir­ma, a él le al­can­za­ba con sa­ber que ha­bía si­do acep­ta­do; tam­bién se ale­gró por el che­que de trein­ta li­bras. Dos nue­vos re­la­tos tu­vie­ron un lu­gar en Corn­hill, y otro en la pu­bli­ca­ción Black­wood. Doy­le re­cuer­da: “[...] Ha­ría apro­xi­ma­da­men­te un año de mi ma­tri­mo­nio cuan­do me di cuen­ta de que po­día se­guir es­cri­bien­do re­la­tos cor­tos du­ran­te to­da la vi­da, sin sa­lir nun­ca de aquel cír­cu­lo. El es­cri­tor ne­ce­si­ta que su nom­bre apa­rez­ca im­pre­so en el lo­mo de un vo­lu­men. Só­lo así afir­ma su in­di­vi­dua­li­dad y se ha­ce acree­dor del cré­di­to, o des­cré­di­to, de su obra”.

Es la épo­ca del na­ci­mien­to de su cria­tu­ra más fa­mo­sa: “[...] El ma­gis­tral de­tec­ti­ve de Poe, M. Du­pin, ha­bía si­do des­de mi ni­ñez uno de mis hé­roes. Pe­ro ¿po­día yo apor­tar al­go nue­vo de mi pro­pia co­se­cha? Pen­sé en mi vie­jo pro­fe­sor Joe Bell, en su ca­ra de águi­la, en su sin­gu­lar com­por­ta­mien­to, en su enig­má­ti­co mé­to­do pa­ra des­cu­brir por­me­no­res. Si lo con­ver­tía en un de­tec­ti­ve, se­gu­ro que re­du­ci­ría el fas­ci­nan­te pe­ro de­sor­ga­ni­za­do asun­to de la in­ves­ti­ga­ción a al­go muy pa­re­ci­do a cien­cia exac­ta. Pues bien, yo in­ten­ta­ría que aque­llo se pro­du­je­ra. Si era po­si­ble en la vi­da real, ¿por qué no po­día yo ha­cer­lo igual de ve­ro­sí­mil en la fic­ción? [...] Pri­me­ro fue She­rring­ford Hol­mes; lue­go, Sher­lock Hol­mes. No po­día con­tar sus pro­pias ha­za­ñas, por lo que de­bía ha­ber un hom­bre co­rrien­te que le sir­vie­ra de acom­pa­ñan­te, un hom­bre de ac­ción su­fi­cien­te­men­te ins­trui­do y ca­paz a la vez de par­ti­ci­par en sus ha­za­ñas y de na­rrar­las des­pués. Pa­ra se­me­jan­te per­so­na­je, na­da ami­go de la os­ten­ta­ción, ne­ce­si­ta­ba un nom­bre gris y tran­qui­lo. Wat­son ve­nía al pe­lo. Así, ya te­nía mis dos pro­ta­go­nis­tas. No me que­da­ba si­no es­cri­bir mi Es­tu­dio en es­car­la­ta”.

En 1887 apa­re­ce la no­ve­la Es­tu­dio en es­car­la­ta, y fue, en­ton­ces, la pri­me­ra apa­ri­ción de Sher­lock Hol­mes.

En 1888 Co­nan Doy­le ter­mi­nó su li­bro Mi­cah Clar­ke. Es in­te­re­san­te de­te­ner­se en la des­crip­ción que Doy­le ha­ce del mun­do edi­to­rial en los Es­ta­dos Uni­dos de esos años: “[...] La li­te­ra­tu­ra bri­tá­ni­ca es­ta­ba a la sa­zón en bo­ga en Es­ta­dos Uni­dos por la ob­via ra­zón de que, al no te­ner allí vi­gor los de­re­chos de au­tor, los edi­to­res no te­nían que pa­gar por ellos. Aque­llo era muy du­ro pa­ra los au­to­res bri­tá­ni­cos, pe­ro mu­cho más aún pa­ra los ame­ri­ca­nos, que se veían ex­pues­tos a una com­pe­ten­cia de­vas­ta­do­ra. Co­mo sue­le ocu­rrir con cual­quier fe­nó­me­no de ín­do­le na­cio­nal, aquel pe­ca­do lle­vó con­si­go una pe­ni­ten­cia no só­lo pa­ra los au­to­res ame­ri­ca­nos, que no te­nían cul­pa, si­no tam­bién pa­ra los pro­pios edi­to­res –lo que per­te­ne­ce a to­do el mun­do no per­te­ne­ce en rea­li­dad a na­die–, los cua­les no pu­die­ron sa­car a la luz nin­gu­na edi­ción de­cen­te que no fue­ra au­to­má­ti­ca­men­te un fra­ca­so en ven­tas. Al­gu­nas de mis pri­me­ras edi­cio­nes ame­ri­ca­nas se ha­brían po­di­do im­pri­mir con el pa­pel que uti­li­zan los ten­de­ros pa­ra en­vol­ver su mer­can­cía. No obs­tan­te, en mi opi­nión aque­llo tu­vo la ven­ta­ja de que el au­tor bri­tá­ni­co que te­nía al­go que de­cir se la­bró de in­me­dia­to la fa­ma en Es­ta­dos Uni­dos, el cual, cuan­do des­pués apro­bó la Ley de De­re­chos de Au­tor, te­nía ya un pú­bli­co dis­pues­to a leer­le. Así, co­mo Es­tu­dio en es­car­la­ta ha­bía co­no­ci­do cier­to éxi­to allí, un agen­te de Lip­pin­cott que se ha­lla­ba en Lon­dres ex­pre­só el de­seo de ob­te­ner mi per­mi­so pa­ra pu­bli­car un li­bro mío. Huel­ga de­cir que di a mis pa­cien­tes des­can­so por un día y acu­dí rau­do a la ci­ta”.

Tam­bién en 1888 Doy­le co­no­ció a Os­car Wil­de. El es­cri­tor ha­bía leí­do su Mi­cah Clar­ke y ex­pre­só un jui­cio fa­vo­ra­ble. Doy­le dis­fru­tó mu­cho de ese pri­mer en­cuen­tro; cuen­ta de Wil­de: “ [...] Re­ci­bía lo mis­mo que da­ba, pe­ro lo que da­ba era ex­traor­di­na­rio. Sus afir­ma­cio­nes eran asom­bro­sa­men­te pre­ci­sas y su hu­mor es­pe­cial­men­te de­li­ca­do; tam­bién le gus­ta­ba ha­cer pe­que­ños ges­tos pa­ra ilus­trar lo que de­cía, unos ges­tos muy pe­cu­lia­res y que, por des­gra­cia, no se pue­den re­pro­du­cir por es­cri­to”. Cuen­ta ade­más de un com­pro­mi­so li­te­ra­rio: “[...] Al fi­nal de la ve­la­da Wil­de y yo nos com­pro­me­ti­mos a que ca­da uno de no­so­tros es­cri­bi­ría un li­bro pa­ra la Lip­pin­cott’s Ma­ga­zi­ne. Wil­de es­cri­bi­ría El re­tra­to de Do­rian Grey, obra de pro­fun­do sig­ni­fi­ca­do psi­co­ló­gi­co, mien­tras que yo es­cri­bí El sig­no de los cua­tro, don­de Hol­mes ha­cía su se­gun­da apa­ri­ción”.

Co­nan Doy­le ter­mi­nó muy con­for­me con su li­bro La com­pa­ñía blan­ca, es­cri­to en 1889, y lue­go, con Sir Ni­gel, que es­cri­bió ca­tor­ce años des­pués; en es­tos li­bros ex­pu­so al­gu­nas ideas que te­nía so­bre la Edad Me­dia.

Una lu­cha in­ter­na co­men­za­ba a dar­se en Doy­le; su per­so­na­je, Sher­lock Hol­mes, le de­pa­ra­ba pla­cer y una fa­ma cre­cien­te, pe­ro la dua­li­dad ma­ni­fies­ta fren­te a su per­so­na­je lo lle­vó a es­cri­bir: “[...] To­das las co­sas aca­ban en­ca­jan­do en su si­tio, pe­ro creo que si yo no me hu­bie­ra in­te­re­sa­do nun­ca por Hol­mes, que ha ten­di­do a os­cu­re­cer mi obra más en­jun­dio­sa, ocu­pa­ría ac­tual­men­te en la li­te­ra­tu­ra un pues­to mu­cho más al­to”.

En 1887 Co­nan Doy­le re­co­no­ció pú­bli­ca­men­te que se in­te­re­sa­ba por el es­pi­ri­tis­mo. Ha­bía co­no­ci­do a Dray­son, un ge­ne­ral pio­ne­ro en los es­tu­dios psí­qui­cos que vi­vía en South­sea. Doy­le ma­ni­fies­ta: “[...] Así pues, su opi­nión so­bre cual­quier te­ma me­re­cía ser te­ni­da en cuen­ta; por eso, cuan­do me con­tó sus opi­nio­nes y ex­pe­rien­cias so­bre el es­pi­ri­tis­mo, no pu­de por me­nos de sen­tir­me im­pre­sio­na­do, aun­que mi fi­lo­so­fía per­so­nal era de­ma­sia­do só­li­da pa­ra ser fá­cil­men­te des­trui­da”.

En 1890 la fa­mi­lia Doy­le de­jó Ports­mouth y se es­ta­ble­ció en Vie­na, don­de el es­cri­tor iba a es­pe­cia­li­zar­se en of­tal­mo­lo­gía. De vuel­ta en Lon­dres es­ta­ble­ció su con­sul­ta en De­vons­hi­re Pla­ce, re­cuer­da: “[...] To­das las ma­ña­nas sa­lía a pie de mi do­mi­ci­lio de Mon­ta­gue Pla­ce y lle­ga­ba a mi con­sul­ta a las diez, don­de per­ma­ne­cía has­ta las tres o las cua­tro, sin un so­lo tim­bra­zo que per­tur­ba­ra mi se­re­ni­dad. ¿Se po­día pe­dir un lu­gar me­jor pa­ra la re­fle­xión y el tra­ba­jo? Era real­men­te ideal. Así, cuan­to más con­fir­ma­ba mi fra­ca­so pro­fe­sio­nal más au­men­ta­ban mis pro­ba­bi­li­da­des de afian­zar­me en mi ca­rre­ra li­te­ra­ria. El he­cho es que, cuan­do vol­vía a ca­sa, a la ho­ra del té, me lle­va­ba con­mi­go nu­me­ro­sas res­mas de pa­pel es­cri­to, pri­mi­cias de una fu­tu­ra co­se­cha”.

Co­nan Doy­le, co­mo gran ob­ser­va­dor que era, co­lo­có su mi­ra­da so­bre la me­cá­ni­ca edi­to­rial de las pu­bli­ca­cio­nes pe­rió­di­cas. Cuen­ta có­mo y por qué pen­só en es­cri­bir his­to­rias uni­ta­rias, con uno de sus per­so­na­jes, aquí el nom­bre de su ele­gi­do: “[...] Por aque­lla épo­ca se edi­ta­ba un sin­fín de re­vis­tas se­ma­na­les, en­tre las que des­ta­ca­ba The Strand, cu­yo di­rec­tor era ya en­ton­ces Green­hough Smith. Le­yen­do al­gu­nas de aque­llas re­vis­tas que pu­bli­ca­ban re­la­tos, se me ocu­rrió que un úni­co per­so­na­je que rea­pa­re­cie­ra en una se­rie de re­la­tos es­cri­tos pa­ra atraer la aten­ción del lec­tor lo­gra­ría la fi­de­li­dad de és­te a la re­vis­ta en cues­tión. Por otra par­te, ha­cía tiem­po que yo pen­sa­ba que la pu­bli­ca­ción por en­tre­gas al uso te­nía más in­con­ve­nien­tes que ven­ta­jas; en efec­to, el lec­tor que se per­die­ra un nú­me­ro po­día per­der tam­bién to­do in­te­rés por la re­vis­ta. Es­ta­ba cla­ro que el com­pro­mi­so ideal era po­ner en es­ce­na un per­so­na­je que man­tu­vie­ra siem­pre su pro­pia au­to­no­mía y, al mis­mo tiem­po, ha­cer­lo en en­tre­gas com­ple­tas en sí mis­mas, de ma­ne­ra que el com­pra­dor es­tu­vie­ra siem­pre se­gu­ro de po­der de­gus­tar to­do el con­te­ni­do de la re­vis­ta. Creo que yo fui el pri­me­ro en dar­se cuen­ta de es­to, y The Strand Ma­ga­zi­ne la pri­me­ra re­vis­ta en po­ner­lo en prác­ti­ca.

Bus­can­do en­tre mi re­per­to­rio un per­so­na­je prin­ci­pal, me pa­re­ció que Sher­lock Hol­mes, a quien ya ha­bía da­do vi­da en dos li­bri­tos an­te­rio­res, se pres­ta­ría fá­cil­men­te a una su­ce­sión de re­la­tos cor­tos. A es­ta ta­rea me de­di­qué du­ran­te lar­gas ho­ras de es­pe­ra pa­sa­das en mi con­sul­ta. Green­hough Smith, al que gus­ta­ron mis re­la­tos des­de el prin­ci­pio, me alen­tó a se­guir ade­lan­te. Yo ha­bía en­co­men­da­do la ges­tión de mis ne­go­cios li­te­ra­rios a ese rey de los agen­tes que era A.P. Watt, quien me li­be­ró del la­do odio­so de las ne­go­cia­cio­nes y lle­vó mis asun­tos tan bien que pron­to de­sa­pa­re­ció en mí cual­quier preo­cu­pa­ción por el di­ne­ro. Me­nos mal, pues ni un so­lo pa­cien­te ha­bía atra­ve­sa­do en­tre tan­to el um­bral de mi con­sul­ta”.

No tar­da­ría mu­cho en asu­mir el rol de­fi­ni­ti­vo del es­cri­tor: “[...] Re­pa­san­do to­da mi vi­da an­te­rior, vi lo ne­cio que ha­bía si­do al em­plear mis ga­nan­cias li­te­ra­rias en man­te­ner un ga­bi­ne­te of­tal­mo­ló­gi­co en Wim­po­le Street, y, con una sal­va­je sen­sa­ción de ale­gría, de­ci­dí que­mar de­fi­ni­ti­va­men­te las na­ves y con­fiar sin re­ser­vas en mis po­de­res de es­cri­tor. [...] Por fin se­ría mi pro­pio due­ño. Ya no ten­dría que po­ner­me nin­gu­na ba­ta ni ten­dría ne­ce­si­dad de agra­dar a na­die. Se­ría li­bre pa­ra vi­vir co­mo y don­de me gus­ta­ra. Fue uno de los gran­des mo­men­tos de exal­ta­ción de mi vi­da. Co­rría el mes de agos­to de 1891”.

Doy­le es­cri­bió Los re­fu­gia­dos, La gran som­bra, El pa­rá­si­to, y Más allá de la ciu­dad, to­dos sus li­bros re­ci­bie­ron aten­ción del pú­bli­co y la crí­ti­ca, pe­ro, siem­pre hay un “pe­ro”, su per­so­na­je Sher­lock Hol­mes se­guía re­sol­vien­do crí­me­nes: “[...] La gran di­fi­cul­tad, con Sher­lock Hol­mes, es­tri­ba­ba en que ca­da re­la­to ne­ce­si­ta­ba un ar­gu­men­to tan bien per­fi­la­do y tan ori­gi­nal co­mo el de cual­quier li­bro más lar­go. In­ven­tar ar­gu­men­tos con­ti­nua­men­te es al­go que re­quie­re un gran es­fuer­zo, y si la tra­ma es de­ma­sia­do fi­na, és­ta tien­de a rom­per­se. Yo es­ta­ba de­ci­di­do, aho­ra que no te­nía la ex­cu­sa de la pre­sión pe­cu­nia­ria, a no es­cri­bir nun­ca na­da que no fue­ra bue­no; por tan­to, no es­cri­bi­ría nin­gu­na his­to­ria de Hol­mes que no fue­ra in­te­re­san­te y que a la vez me in­te­re­sa­ra a mí tam­bién, re­qui­si­to és­te pri­mor­dial pa­ra apa­sio­nar a cual­quier lec­tor. Si he si­do ca­paz de sos­te­ner es­te per­so­na­je du­ran­te un buen pe­río­do de tiem­po, y si el pú­bli­co en­cuen­tra el úl­ti­mo re­la­to tan bue­no co­mo el pri­me­ro, co­mo pa­re­ce ser así, ello se de­be en­te­ra­men­te a que yo nun­ca, o ca­si nun­ca, he es­cri­to pre­ci­pi­ta­da­men­te”.

Sher­lock Hol­mes era más que un mi­to, Co­nan Doy­le lo su­po, lo sa­bía muy bien; re­ci­bió car­tas di­ri­gi­das a su per­so­na­je, y tam­bién re­ci­bió car­tas pa­ra Wat­son. Tu­vo ofer­tas pa­ra que Hol­mes re­sol­vie­ra vie­jos enig­mas fa­mi­lia­res. Doy­le re­fle­xio­na: “[...] Pe­ro se­guían sien­do las his­to­rias de Sher­lock Hol­mes las que el pú­bli­co re­cla­ma­ba, his­to­rias que yo pro­cu­ra­ba su­mi­nis­trar­le de vez en cuan­do. Tras com­ple­tar dos se­ries, vi, no obs­tan­te, que co­rría el pe­li­gro de apu­rar de­ma­sia­do es­ta ve­ta, y de que se me iden­ti­fi­ca­ra con lo que, en mi opi­nión, no re­pre­sen­ta­ba lo me­jor de mi li­te­ra­tu­ra. Pa­ra re­for­zar me­jor mi re­so­lu­ción, de­ci­dí po­ner fin a la vi­da de mi hé­roe. Con es­te pen­sa­mien­to in men­te fui con mi mu­jer a pa­sar unas bre­ves va­ca­cio­nes en Sui­za, don­de vi­si­ta­mos las cas­ca­das de Rei­chen­bach, lu­gar ad­mi­ra­ble y te­rri­ble, que me pa­re­ció una tum­ba dig­na pa­ra el po­bre Sher­lock, aun cuan­do en­te­rra­ra tam­bién con él mi cuen­ta ban­ca­ria. Así pues, allí lo en­te­rré, com­ple­ta­men­te de­ci­di­do a que ya­cie­ra allí, co­sa que ocu­rrió du­ran­te al­gu­nos años. Pe­ro que­dé asom­bra­do an­te la in­quie­tud ex­pre­sa­da por el pú­bli­co. Se di­ce que nun­ca se apre­cia ver­da­de­ra­men­te a una per­so­na has­ta que se mue­re; la pro­tes­ta ge­ne­ral con­tra mi eje­cu­ción su­ma­ria de Hol­mes me hi­zo ver cuán gran­de era el nú­me­ro de sus ami­gos. ‘Es us­ted un bru­to’, em­pe­za­ba la car­ta de re­con­ven­ción que me man­dó una da­ma, y su­pon­go que ha­bla­ba tam­bién por otros. Oí de­cir que mu­cha gen­te ha­bía llo­ra­do in­clu­so. To­do es­to, la ver­dad, me im­pre­sio­nó po­co. Yo es­ta­ba con­ten­to por la opor­tu­ni­dad que te­nía aho­ra de abrir nue­vos cam­pos a mi ima­gi­na­ción; la ten­ta­ción de los ele­va­dos de­re­chos de au­tor era de­ma­sia­do fuer­te pa­ra que mi pen­sa­mien­to se apar­ta­ra fá­cil­men­te de Hol­mes”.

La pre­sión y el in­te­rés del pú­bli­co por sa­ber to­dos los de­ta­lles po­si­bles en tor­no al es­cri­tor y el per­so­na­je, fue una cons­tan­te en la vi­da de Doy­le. Hol­mes era el te­ma obli­ga­do, su crea­dor cuen­ta: “[...] Con fre­cuen­cia me han pre­gun­ta­do si po­seo las fa­cul­ta­des de Hol­mes, o si soy sim­ple­men­te el Wat­son que pa­rez­co. Por su­pues­to, soy cons­cien­te de que una co­sa es li­diar con un pro­ble­ma real y otra com­ple­ta­men­te dis­tin­ta re­sol­ver­lo se­gún las re­glas de jue­go es­ta­ble­ci­das por no­so­tros mis­mos. So­bre es­to no me ha­go ilu­sio­nes. Pe­ro, al mis­mo tiem­po, no se pue­de fa­bri­car un per­so­na­je a par­tir de la pro­pia cons­cien­cia y ha­cer­lo real­men­te ve­ro­sí­mil si no se tie­nen al­gu­nos ele­men­tos de ese per­so­na­je, con­fe­sión pe­li­gro­sa pa­ra quien, co­mo yo, ha di­bu­ja­do a tan­tos gra­nu­jas”.

Sher­lock Hol­mes, ade­más de apa­re­cer con re­gu­la­ri­dad en los re­la­tos es­cri­tos, lo ha­cía tam­bién con fre­cuen­cia en el tea­tro, otro de sus éxi­tos. Doy­le era muy cons­cien­te de es­te he­cho, es­ta­ba do­tan­do al per­so­na­je li­te­ra­rio de una pre­sen­cia real, Hol­mes era de car­ne y hue­so. Hol­mes tam­bién lle­gó al ci­ne. Doy­le ha­bla del ac­tor que lo in­ter­pre­tó y es­ta­ble­ce al­gu­nas con­si­de­ra­cio­nes: “[...] La fil­ma­ción rea­li­za­da por la com­pa­ñía Stoll, con Ellie Nor­wood co­mo Hol­mes, fue tan es­plén­di­da. [...] Des­de en­ton­ces, Nor­wood ha in­ter­pre­ta­do en es­ce­na el pa­pel de Hol­mes y se ha ga­na­do la apro­ba­ción del pú­bli­co lon­di­nen­se. Po­see era ra­ra cua­li­dad que só­lo se pue­de des­cri­bir con el tér­mi­no “en­can­to”, que nos obli­ga a mi­rar a un ac­tor con el ma­yor in­te­rés in­clu­so cuan­do no es­tá ha­cien­do na­da. Po­see una mi­ra­da pen­sa­ti­va que sus­ci­ta ex­pec­ta­ti­vas y un po­der de di­si­mu­lo sin par. Mi úni­ca crí­ti­ca de las pe­lí­cu­las es que in­tro­du­cen te­lé­fo­nos, co­ches y otros lu­jos con los que el Hol­mes vic­to­ria­no nun­ca so­ñó”.

Co­nan Doy­le vuel­ve so­bre su per­so­na­je, una y otra vez a lo lar­go de sus me­mo­rias la fi­gu­ra de Hol­mes exi­ge su aten­ción: “[...] No qui­sie­ra ser de­sa­gra­de­ci­do con Hol­mes, que ha si­do pa­ra mí un buen ami­go en mu­chas oca­sio­nes. Si a ve­ces he es­ta­do a pun­to de can­sar­me de él es por­que su pa­pel no ad­mi­te to­nos ni ma­ti­ces. Es una má­qui­na cal­cu­la­do­ra, y cual­quier co­sa que se aña­da a es­to no ha­ce si­no de­bi­li­tar el efec­to. Así, la va­rie­dad de los re­la­tos de­pen­de úni­ca­men­te de la in­ven­ción fa­bu­la­do­ra y del só­li­do tra­ta­mien­to del ar­gu­men­to. Tam­bién quie­ro de­cir unas pa­la­bras con re­la­ción a Wat­son, el cual, a lo lar­go de sie­te vo­lú­me­nes, no mues­tra nun­ca ni un des­te­llo de hu­mor ni cuen­ta un so­lo chis­te. Pa­ra ha­cer un ver­da­de­ro per­so­na­je hay que sa­cri­fi­car­lo to­do en aras de la uni­dad y no co­me­ter la fal­ta que Golds­mith re­pro­cha a John­son: que ‘ha­ce ha­blar a los pe­ces co­mo ba­lle­nas’”.

Co­nan Doy­le re­ci­bió car­tas pa­ra Hol­mes, pe­ro ade­más na­cie­ron mis­te­rio­sas anéc­do­tas. Una de ellas ocu­rrió cuan­do Doy­le re­ci­bió, mien­tras ju­ga­ba en un cam­peo­na­to de bi­llar, una ti­za ver­de pa­ra usar so­bre su ta­co. Du­ran­te el jue­go, en una de las tan­tas oca­sio­nes en que uti­li­zó la ti­za, el pe­que­ño blo­que ver­de se par­tió y en su in­te­rior apa­re­ció un pa­pe­li­to en el que se leía “De Ar­sé­ne Lu­pin a Sher­lock Hol­mes”. Ar­sé­ne Lu­pin era otro in­ves­ti­ga­dor en la sin­to­nía de Hol­mes, és­te de­bía su exis­ten­cia al es­cri­tor Mau­ri­ce Le­blanc.

La es­po­sa de Doy­le con­tra­jo una tu­ber­cu­lo­sis que ame­na­zó con ser ful­mi­nan­te. Los mé­di­cos le die­ron unos me­ses de vi­da. Pe­ro el ma­tri­mo­nio, que ya te­nía dos hi­jos, reac­cio­nó fren­te a la ma­la no­ti­cia y em­pren­dió la bús­que­da de lu­ga­res con cli­mas que ayu­da­ran a ven­cer la en­fer­me­dad. Así vi­vie­ron en mu­chos si­tios del con­ti­nen­te eu­ro­peo y en va­rios lu­ga­res de In­gla­te­rra. Lo­gra­ron que ella pu­die­ra so­bre­lle­var la en­fer­me­dad des­de 1893 a 1906. De­bi­do a es­ta cir­cuns­tan­cia los Doy­le via­ja­ron a Egip­to en 1896. Art­hur su­bió a la Gran Pi­rá­mi­de, ju­gó al golf, es­cri­bió La tra­ge­dia del Ko­ros­ko, a esa épo­ca tam­bién per­te­ne­cen Las ha­za­ñas del Bri­ga­dier Ge­rard. Ano­ta en sus me­mo­rias una re­fle­xión so­bre lo que veía en esos días: “[...] Mien­tras con­tem­pla­ba des­de las mu­ra­llas el de­sier­to om­ni­pre­sen­te, sal­vo la man­cha azul del la­go de sal, no me ca­bía en la ca­be­za que aque­llo fue­ra to­do lo que aque­llos hom­bres ve­rían del mun­do por siem­pre, al tiem­po que con­tras­ta­ba su des­ti­no con mi ata­rea­da y va­ria­da exis­ten­cia”.

Es­tan­do en Egip­to es­ta­lla­ron los en­fren­ta­mien­tos en­tre Su­dán y Egip­to. Doy­le via­jó al lu­gar co­mo co­rres­pon­sal de la West­mins­ter Ga­zet­te. Fue a cu­brir una más de las par­ti­ci­pa­cio­nes bé­li­cas que In­gla­te­rra re­ga­la­ba al mun­do. Vol­vió de allí con mu­chas imá­ge­nes del de­sier­to, y de al­gu­no de sus me­nu­dos ha­bi­tan­tes: “[...] Otra no­che, en­tra­mos en una ca­ba­ña en rui­nas pa­ra ver si po­día­mos dor­mir allí. La te­nue luz de la ve­la nos mos­tró, dan­do vuel­tas al pie del mu­ro, un ani­mal que to­mé por un ra­tón. Pa­ra mi pro­fun­da sor­pre­sa, tre­pó de re­pen­te has­ta el te­cho y vol­vió a ba­jar. Era una ara­ña enor­me, que agi­ta­ba las pa­tas de­lan­te­ras en nues­tra di­rec­ción. Scu­da­mo­re dio un gran sal­to y la aplas­tó, de­jan­do un pie cua­dra­do de so­pa in­mun­da”.

Es­cri­bió por esa épo­ca Tío Ber­nac, y si­guió acer­cán­do­se al te­rre­no de los fe­nó­me­nos psí­qui­cos: “[...] La fi­lo­so­fía del psi­quis­mo em­pe­za­ba a di­bu­jar­se len­ta­men­te, y se ha­cía ca­da vez más ma­ni­fies­to que la vi­da pro­se­guía en el Más Allá no só­lo ba­jo un en­vol­to­rio te­nue, si­no en con­di­cio­nes pa­re­ci­das a las que co­no­ce­mos en la tie­rra. Yo ha­bía con­se­gui­do lle­gar has­ta allí; pe­ro los he­chos no me ha­bían im­pues­to aún su au­to­ri­dad so­be­ra­na”.

El 28 de fe­bre­ro de 1900 Doy­le zar­pó en el bu­que Orien­tal con rum­bo a Su­dá­fri­ca, la ra­zón: el es­ta­lli­do de la Gue­rra de los Bóers. Fue co­mo mé­di­co y cum­plió una gran la­bor hu­ma­ni­ta­ria, pe­ro a la vez que cum­plía sal­van­do vi­das, guar­da­ba en su in­te­rior al­gu­na idea muy es­pe­cial so­bre la gue­rra. Ano­ta en sus me­mo­rias: “[...] Es ma­ra­vi­llo­sa la at­mós­fe­ra de la gue­rra. Cuan­do lle­gue el día en que Cris­to es­ta­blez­ca el rei­no de paz en­tre los hom­bres, el mun­do ga­na­rá mu­cho sin du­da; pe­ro per­de­rá al­gu­nas de sus emo­cio­nes más fuer­tes”. Doy­le, en su con­di­ción de ser hu­ma­no que ine­vi­ta­ble­men­te se con­tra­di­ce, que ine­vi­ta­ble­men­te es in­flui­do por la épo­ca en que le to­ca en suer­te vi­vir, a la vez co­mo mé­di­co y hom­bre que va­lo­ra la gue­rra, co­mo fé­rreo de­fen­sor del im­pe­rio bri­tá­ni­co, es tam­bién ca­paz de re­te­ner un mo­men­to, una sen­sa­ción, otro re­cuer­do de aque­llos días: “[...] Un olor nau­sea­bun­do flo­ta­ba so­bre la po­bla­ción in­fes­ta­da. En cier­ta oca­sión en que sa­lí a res­pi­rar un po­co de ai­re pu­ro, a unas seis mi­llas de la ciu­dad, el vien­to cam­bió de re­pen­te y lle­vó has­ta mí la he­dion­dez de la ciu­dad. Se po­día oler Bloem­fon­tein mu­cho an­tes de ver­la. In­clu­so hoy, si tu­vie­ra que oler aquel tu­fo in­fa­me mez­cla de la en­fer­me­dad y los an­ti­sép­ti­cos, creo que me fal­ta­rían fuer­zas”. Doy­le es­cri­bió un li­bro, La gran gue­rra Bóer, apa­re­ci­do en 1902, y sin du­da fue es­te li­bro el gran ha­ce­dor de su nom­bra­mien­to co­mo Ca­ba­lle­ro y Sub­te­nien­te de Su­rrey.

Más tar­de, Sir Art­hur Co­nan Doy­le tam­bién qui­so trans­for­mar­se en un hom­bre po­lí­ti­co, es de­cir, acen­tuar sus po­si­cio­nes, ya que siem­pre fue un hom­bre po­lí­ti­co. Se pre­sen­tó dos ve­ces a elec­cio­nes pa­ra el par­la­men­to, pe­ro nun­ca lle­gó a ga­nar nin­gu­no de los car­gos en dis­pu­ta. Su ex­pe­rien­cia en el mun­di­llo de la po­lí­ti­ca no se­rá un buen re­cuer­do en su vi­da.

Lue­go de la muer­te de su es­po­sa, en 1906, se ocu­pó de la in­ves­ti­ga­ción de dos ca­sos pú­bli­cos en los que él es­ta­ba con­ven­ci­do de la ino­cen­cia de los acu­sa­dos. Se es­for­zó mu­chí­si­mo pa­ra lo­grar una re­vi­sión de los ca­sos por par­te de la jus­ti­cia, pe­ro, con re­vi­sio­nes in­clui­das, na­da cam­bió. Es muy in­te­re­san­te la afir­ma­ción de Doy­le so­bre la jus­ti­cia en In­gla­te­rra: “[...] Em­pe­cé a con­si­de­rar de­men­tes a los em­plea­dos del Mi­nis­te­rio del In­te­rior. Lo tris­te del ca­so es que, en In­gla­te­rra, to­dos los fun­cio­na­rios se apo­yan en­tre sí y que, cuan­do nos ve­mos obli­ga­dos a ata­car­los, no po­de­mos es­pe­rar que se ha­ga jus­ti­cia, pues nos to­pa­mos con una es­pe­cie de sin­di­ca­to sin es­ta­tu­tos, cu­yos miem­bros su­bor­di­nan la de­fen­sa del bien pú­bli­co a una fal­sa idea de la leal­tad. Nos en­fren­ta­mos a una de­ter­mi­na­ción fé­rrea a no ad­mi­tir na­da que pue­da in­cul­par a otro fun­cio­na­rio; y en cuan­to a la po­si­bi­li­dad de cas­ti­gar a un fun­cio­na­rio por de­li­tos que han pro­du­ci­do gra­ves da­ños a víc­ti­mas in­de­fen­sas, es al­go que nun­ca se to­ma­rá en con­si­de­ra­ción”. Es­tas du­das e in­quie­tu­des so­bre la jus­ti­cia bri­tá­ni­ca, es­ta­rán pre­sen­te en al­gu­nas de­ci­sio­nes y pen­sa­mien­tos de Sher­lock Hol­mes, en al­gu­nas oca­sio­nes el de­tec­ti­ve ex­hi­bi­rá ideas y ac­cio­nes que en­tran en con­flic­to con los man­da­tos de la jus­ti­cia ins­ti­tui­da.

El 18 de sep­tiem­bre de 1907 se ca­só con Ja­ne Lec­kie, con la que tu­vo tres hi­jos, y la de­fe­ren­cia de nom­brar­la en sus me­mo­rias. Los tres hi­jos de es­te nue­vo ma­tri­mo­nio no ten­drán nom­bre en el mis­mo li­bro. Sus nom­bres son: De­nis, Adrian, y Le­na.

To­da su vi­da fue un gran de­por­tis­ta, prac­ti­có bo­xeo, rugby, golf, bi­llar, cri­quet, es­gri­ma. Acep­tó gus­to­so ser cro­nis­ta de los jue­gos olím­pi­cos de 1908.

En 1912 apa­re­ció El mun­do per­di­do, uno de sus li­bros más fa­mo­sos, des­de ya que le­jos, muy le­jos, de las al­tu­ras al­can­za­das por las aven­tu­ras de Hol­mes, pe­ro aun así, si­gue sien­do el se­gun­do tí­tu­lo por el que es re­cor­da­do el es­cri­tor. En 1913 apa­re­ció El cin­tu­rón en­ve­ne­na­do.

Co­nan Doy­le via­jó, en 1914, por Es­ta­dos Uni­dos y Ca­na­dá. En Es­ta­dos Uni­dos vi­si­tó el pe­nal de Sing Sing. Doy­le re­cuer­da al­gu­nos pe­di­dos muy es­pe­cia­les: “[...] Pe­dí que me en­ce­rra­ran des­pués en una de las cel­das - sie­te pies por cua­tro - y me de­ja­ran sen­tar­me en la si­lla eléc­tri­ca, un ar­te­fac­to co­mún, só­li­do, con asien­to de mim­bre y va­rios hi­los si­nies­tros a su al­re­de­dor. Es­tu­ve char­lan­do un buen ra­to con el go­ber­na­dor; me pa­re­ció un hom­bre bas­tan­te hu­ma­no, al que le ve­nía gran­de el co­me­ti­do que se le ha­bía en­co­men­da­do”.

Al re­gre­so de su via­je es­ta­lló la Pri­me­ra Gue­rra Mun­dial. Doy­le, des­de el co­mien­zo, es­tu­vo in­mer­so en mu­chos te­mas re­la­cio­na­dos con el con­flic­to. An­te la po­si­ble ame­na­za sub­ma­ri­na de Ale­ma­nia, Doy­le in­sis­tió en la cons­truc­ción de un tú­nel que unie­ra a In­gla­te­rra con el con­ti­nen­te. La en­tra­da al tú­nel, que pa­sa­ría por de­ba­jo del Ca­nal de la Man­cha, se­ría de­fen­di­da en el con­ti­nen­te por una gran for­ta­le­za. De es­ta ma­ne­ra la is­la nun­ca po­dría ser blo­quea­da. Tra­ba­jó a fa­vor del de­sa­rro­llo y uso de una ar­ma­du­ra li­via­na pa­ra la in­fan­te­ría, y gra­cias a su in­sis­ten­cia, los ma­ri­nos co­men­za­ron a usar un cha­le­co que los man­te­nía a flo­te en ca­so del hun­di­mien­to de la na­ve.

Du­ran­te la gue­rra vi­si­tó el fren­te bri­tá­ni­co. Aquí una vi­sión pa­trió­ti­ca: “[...] ¡Qué ti­pos tan for­mi­da­bles! A la or­den de ‘¡Ca­be­za... a la de­re­cha!’, to­das aque­llas ca­ras fe­ro­ces y os­cu­ras se vol­vie­ron ha­cia no­so­tros, y en­ton­ces sen­tí el ver­da­de­ro po­der de la in­fan­te­ría bri­tá­ni­ca, la in­ten­sa in­di­vi­dua­li­dad que no es in­com­pa­ti­ble con la dis­ci­pli­na su­pe­rior. Ha­bían pa­de­ci­do mu­cho, pe­ro en sus ros­tros se tras­pa­ren­ta­ba un gran es­pí­ri­tu. Con­fie­so que, mien­tras mi­ra­ba a aque­llos va­lien­tes ejem­pla­res in­gle­ses, y pen­sa­ba en lo mu­cho que les de­bía­mos, a ellos y a los que ya ha­bían muer­to, sen­tí más emo­ción de la que con­vie­ne a un bri­tá­ni­co que se en­cuen­tra en el ex­tran­je­ro. ¿Cuán­tos de ellos se­gui­rán vi­vos hoy?”; y tam­bién unas lí­neas con su pa­re­cer so­bre el re­co­no­ci­mien­to que el mun­do ne­ga­ba a la in­ter­ven­ción in­gle­sa en la gue­rra: “[...] Cier­ta­men­te fue­ron po­cos los que su­pie­ron re­co­no­cer­lo. No de­ja de ser sin­gu­lar que to­do el mun­do se apro­ve­che del im­pe­rio bri­tá­ni­co y al mis­mo tiem­po lo cri­ti­que”.

Tam­bién vi­si­tó el fren­te ita­lia­no, el fren­te fran­cés, y es­tu­vo pre­sen­te en la ba­ta­lla que rom­pió la de­fen­sa ale­ma­na y que de­ter­mi­nó su de­rro­ta. Aquí las pa­la­bras que Doy­le es­cri­bió so­bre los ven­ci­dos: “[...] Avan­za­ban a trom­pi­co­nes esos pa­ta­nes de man­dí­bu­las caí­das y ce­jas de es­ca­ra­ba­jo, re­cien­te­men­te cap­tu­ra­dos y que mi­ra­ban con ojos es­pan­ta­dos a sus ven­ce­do­res. No no­té en nin­gu­no de ellos ese ali­vio por ha­ber sa­li­do de la gue­rra de que se ha ha­bla­do, ni tam­po­co nin­gún sig­no de mie­do; la im­pre­sión do­mi­nan­te era la im­pa­si­bi­li­dad y len­ti­tud bo­vi­na. Era una ma­na­da de bes­tias, no una co­lum­na de hom­bres”, y otra vi­sión de Doy­le, pe­ro es­ta vez so­bre los fes­te­jos por el triun­fo: “[...] Vi al ci­vil rom­per el cue­llo de una bo­te­lla de whisky y be­bér­se­la a pa­lo se­co. No me ha­bría im­por­ta­do que la mul­ti­tud lo hu­bie­ra lin­cha­do. Era el mo­men­to de la ple­ga­ria, y esa bes­tia era una man­cha en el pai­sa­je. En ge­ne­ral, la gen­te se por­tó bien y man­tu­vo el sen­ti­do del or­den”.

Fi­na­li­zó la gue­rra; Co­nan Doy­le ofren­dó al im­pe­rio a su hi­jo ma­yor, Kings­ley; per­dió a su her­ma­no me­nor, In­nes, y a tan­tos más que apa­re­cen en su re­la­to del con­flic­to. El es­pi­ri­tis­mo ha­bía pa­sa­do a for­mar par­te im­por­tan­te de su vi­da; el con­ven­ci­mien­to y la prác­ti­ca ac­ti­va de los me­ca­nis­mos que, se­gún Doy­le, abren las puer­tas de co­mu­ni­ca­ción, lo lle­vó a es­cri­bir es­tas lí­neas so­bre la vi­da en el más allá de aque­llos que mu­rie­ron en la Pri­me­ra Gue­rra Mun­dial. So­bre ellos afir­ma: “[...] Gra­cias a Dios, des­de en­ton­ces he des­cu­bier­to que las puer­tas no es­tán ce­rra­das, si­no só­lo en­tor­na­das, pa­ra quien mues­tra la de­bi­da se­rie­dad en su bús­que­da. De to­dos los que aca­bo de men­cio­nar, no hay uno so­lo de cu­ya exis­ten­cia pós­tu­ma no ha­ya po­di­do ob­te­ner una prue­ba cla­ra”. Ca­si cua­ren­ta años de­di­có Art­hur Co­nan Doy­le al con­tac­to psí­qui­co con el más allá. El es­cri­tor afir­ma, ase­gu­ra, ano­ta, una lar­ga lis­ta de fe­nó­me­nos fí­si­cos y au­di­ti­vos que pre­sen­ció du­ran­te sus in­ves­ti­ga­cio­nes. Aquí una pe­que­ña mues­tra: “[...] Yo he es­tre­cha­do ma­nos ma­te­ria­li­za­das. He man­te­ni­do lar­gas con­ver­sa­cio­nes con la voz de los es­pí­ri­tus. He oli­do el pe­cu­liar olor a ozo­no del ec­to­plas­ma. He es­cu­cha­do pro­fe­cías que se han cum­pli­do en­se­gui­da. He vis­to a “muer­tos” re­fle­jar­se en una pla­ca fo­to­grá­fi­ca, que no ha­bía to­ca­do nin­gu­na ma­no más que la mía”. Des­ta­ca en sus afir­ma­cio­nes so­bre la vi­da des­pués de la muer­te, to­do lo re­fe­ri­do a su hi­jo. So­bre la muer­te de su hi­jo, el mé­di­co, el cien­tí­fi­co, y lue­go, tras un lar­go re­co­rri­do, el es­pi­ri­tis­ta con­ven­ci­do, ano­ta en­tre sus me­mo­rias: “[...] ¿No es­toy mu­cho más cer­ca de mi hi­jo que si es­tu­vie­ra vi­vo y ejer­cien­do en el Ser­vi­cio Mé­di­co del Ejér­ci­to, que pro­ba­ble­men­te lo ha­bría des­ti­na­do a los con­fi­nes de la tie­rra? Ca­si nun­ca pa­sa un mes, y a ve­ces ni una se­ma­na, sin que me co­mu­ni­que con él. ¿No es evi­den­te que ta­les he­chos cam­bian to­do el as­pec­to de la vi­da y tor­nan la ne­bli­na gris de la di­so­lu­ción en un ama­ne­cer ro­sa­do?”

Sir Art­hur Co­nan Doy­le mu­rió el 7 de ju­lio de 1930, en Sus­sex.

El crea­dor tu­vo su vi­da, sus ideas, pe­ro, ¿có­mo era su cria­tu­ra?, ¿de qué ma­ne­ra es que una cria­tu­ra li­te­ra­ria vi­ve su mun­do co­ti­dia­no? Se sa­be del mun­do de in­tri­ga, de enig­ma, que Sher­lock Hol­mes, ha­bi­ta. En la de­fi­ni­ción del en­sa­yis­ta fran­cés Ré­gis Mes­sac apa­re­ce el pla­no ge­ne­ral, el gran pai­sa­je ha­bi­ta­do por Hol­mes: “La no­ve­la po­li­cial es un re­la­to con­sa­gra­do, an­te to­do, al des­cu­bri­mien­to me­tó­di­co y gra­dual –por me­dio de ins­tru­men­tos ra­cio­na­les y de cir­cuns­tan­cias exac­tas– de un acon­te­ci­mien­to mis­te­rio­so”. Pe­ro, ¿qué hay más allá del mis­te­rio?

Wat­son, el com­pa­ñe­ro de Hol­mes, es el na­rra­dor de ca­si to­das las his­to­rias. Es el ob­ser­va­dor, aquel que con­sig­na cier­tas im­pre­sio­nes, quien ma­ne­ja y do­si­fi­ca los da­tos so­bre el de­tec­ti­ve. La apa­rien­cia per­so­nal de Sher­lock Hol­mes, quien mu­chas ve­ces ca­mi­na por Lon­dres em­bo­za­do en un abri­go lar­go y am­plio, y en­vuel­to su cue­llo en una lar­ga bu­fan­da, es la si­guien­te: “Su es­ta­tu­ra so­bre­pa­sa­ba los seis pies, y era tan ex­traor­di­na­ria­men­te en­ju­to que pro­du­cía la im­pre­sión de ser aún más al­to. Te­nía la mi­ra­da agu­da y pe­ne­tran­te, fue­ra de los in­ter­va­los de so­por a que an­tes me he re­fe­ri­do; y su na­riz, fi­na y agui­le­ña, da­ba al con­jun­to de sus fac­cio­nes un ai­re de vi­ve­za y de re­so­lu­ción. Tam­bién su bar­bi­lla de­la­ta­ba al hom­bre de vo­lun­tad, por lo pro­mi­nen­te y cua­dra­da. Aun­que sus ma­nos te­nían siem­pre bo­rro­nes de tin­ta y man­chas de pro­duc­tos quí­mi­cos, es­ta­ban do­ta­das de una de­li­ca­de­za de tac­to ex­traor­di­na­ria, se­gún pu­de ob­ser­var con fre­cuen­cia vién­do­lo ma­ni­pu­lar sus frá­gi­les ins­tru­men­tos de fí­si­ca”.

En re­la­ción a su cuer­po el de­tec­ti­ve se re­gía de un cu­rio­so sis­te­ma de va­lo­res: “Sher­lock Hol­mes era un hom­bre que ra­ra vez ha­cía ejer­ci­cio fí­si­co por el pu­ro pla­cer de ha­cer­lo. Po­cos hom­bres eran ca­pa­ces de un es­fuer­zo mus­cu­lar ma­yor, y re­sul­ta­ba, sin du­da al­gu­na, uno de los más há­bi­les bo­xea­do­res de su pe­so que yo he co­no­ci­do; pe­ro el ejer­ci­cio cor­po­ral sin una fi­na­li­dad con­cre­ta con­si­de­rá­ba­lo co­mo un de­rro­che de ener­gía, y era ra­ro que él se aje­trea­se si no exis­tía al­gu­na fi­na­li­dad de su pro­fe­sión a la que acu­dir. Cuan­do es­to ocu­rría, era hom­bre in­can­sa­ble e in­fa­ti­ga­ble. Re­sul­ta­ba dig­no de no­tar que Sher­lock Hol­mes se con­ser­va­se mus­cu­lar­men­te a pun­to en ta­les con­di­cio­nes, pe­ro su ré­gi­men de co­mi­das era de or­di­na­rio de lo más so­brio, y sus cos­tum­bres lle­ga­ban en su sen­ci­llez has­ta el bor­de de la aus­te­ri­dad. Sal­vo que, de cuan­do en cuan­do, re­cu­rría a la co­caí­na, Hol­mes no te­nía vi­cios, y si echa­ba ma­no de esa dro­ga era co­mo pro­tes­ta con­tra la mo­no­to­nía de la vi­da, cuan­do es­ca­sea­ban los asun­tos y cuan­do los pe­rió­di­cos no ofre­cían in­te­rés”.

Hol­mes siem­pre va equi­pa­do con una cin­ta de me­dir y un gran cris­tal re­don­do de au­men­to. Tam­bién lle­va una lin­ter­na de bol­si­llo. Su ar­ma fa­vo­ri­ta es una pe­sa­da fus­ta de ca­za. Aun­que la fus­ta se ga­ne el pri­mer lu­gar en­tre sus ar­mas, al­gu­nas ve­ces va ar­ma­do con un re­vól­ver; pe­ro só­lo al­gu­nas ve­ces, ya que pre­fie­re que el re­vól­ver es­té en ma­nos de Wat­son. Nun­ca ol­vi­da su pi­pa, co­mo tam­po­co su ca­ji­ta de ra­pé de oro vie­jo, ador­na­da con una gran ama­tis­ta en el cen­tro de la ta­pa.

La vi­da del de­tec­ti­ve, puer­tas aden­tro de sus ha­bi­ta­cio­nes de Ba­ker Street 221B, mues­tra cier­tas cu­rio­si­da­des. No tan­to en el he­cho de que Wat­son se que­je de lo de­sor­de­na­do que es Hol­mes, si­tua­ción que ca­si lo lle­va a la de­ses­pe­ra­ción; o en el he­cho de que no guar­de re­gu­lar­men­te los re­gis­tros de los ca­sos en la gran ca­ja me­tá­li­ca que co­rres­pon­de a tal fin; o que no se preo­cu­pe tan­to por la in­cli­na­ción de los cua­dros que cuel­gan de las pa­re­des, en ellos es­tán los ros­tros de los de­lin­cuen­tes más cé­le­bres; to­das es­tas si­tua­cio­nes, de por sí mo­les­tas, pe­ro no ex­cén­tri­cas, no in­co­mo­da­ban tan­to a Wat­son co­mo la ac­ti­vi­dad des­ple­ga­da por Hol­mes cuan­do so­bre­ve­nía al­gu­no de sus arre­ba­tos: “Siem­pre he sos­te­ni­do tam­bién que la prác­ti­ca de ti­ro con re­vól­ver de­be­ría ser, in­dis­cu­ti­ble­men­te, un pa­sa­tiem­po pro­pio del ai­re li­bre, y cuan­do Hol­mes, en uno de sus arre­ba­tos de ex­tra­va­gan­te hu­mor se sen­ta­ba en una bu­ta­ca, con su re­vól­ver y un cen­te­nar de car­tu­chos Bo­xer, y pro­ce­día a ador­nar la pa­red opues­ta con unas pa­trió­ti­cas ini­cia­les V.R. tra­za­das a ba­la­zos, yo creía fir­me­men­te que ni la at­mós­fe­ra ni la apa­rien­cia de nues­tra ha­bi­ta­ción me­jo­ra­ban con ello.

Nues­tros apo­sen­tos siem­pre es­ta­ban lle­nos de pro­duc­tos quí­mi­cos y de re­li­quias del mun­do cri­mi­nal, que te­nían la par­ti­cu­la­ri­dad de des­pla­zar­se has­ta lu­ga­res im­pro­ba­bles y apa­re­cer en la man­te­que­ra o en si­tios to­da­vía más in­de­sea­bles. Pe­ro mi peor cruz eran sus pa­pe­les. Le cau­sa­ba ho­rror des­truir do­cu­men­tos, en es­pe­cial aque­llos que guar­da­ban re­la­ción con an­te­rio­res ca­sos su­yos, y sin em­bar­go só­lo una o dos ve­ces al año reu­nía ener­gía pa­ra ro­tu­lar­los y or­de­nar­los, pues, tal co­mo he men­cio­na­do en al­gún lu­gar de es­tas in­co­he­ren­tes me­mo­rias, sus arran­ques de apa­sio­na­da ener­gía, cuan­do lle­va­ba a ca­bo las no­ta­bles ha­za­ñas con las que va aso­cia­do su nom­bre, eran se­gui­dos por reac­cio­nes le­tár­gi­cas du­ran­te las cua­les per­ma­ne­cía tum­ba­do con su vio­lín y sus li­bros, ca­si sin mo­ver­se, sal­vo pa­ra pa­sar del so­fá a la me­sa. Así, mes tras mes se acu­mu­la­ban sus pa­pe­les, has­ta que en to­dos los rin­co­nes de la ha­bi­ta­ción se api­la­ban fa­jos de tex­tos ma­nus­cri­tos que por na­da del mun­do ha­bían de que­mar­se y que no po­dían ser cam­bia­dos de lu­gar por na­die que no fue­ra su pro­pie­ta­rio”.

Hol­mes tam­bién era es­pe­cial puer­tas aden­tro de su per­so­na. An­te una con­sul­ta de Wat­son so­bre sus ami­gos, Sher­lock con­tes­tó: “Ex­cep­tuán­do­lo a us­ted, no ten­go nin­gu­no [...] No soy afi­cio­na­do a re­ci­bir vi­si­tas”. Hol­mes re­cuer­da sus tiem­pos de es­tu­dian­te, sin du­da ha­bía en su vi­da una lí­nea de con­duc­ta, una ma­ne­ra de ser: “Yo nun­ca fui un in­di­vi­duo muy so­cia­ble, Wat­son, y siem­pre pre­fe­rí per­ma­ne­cer en mi ha­bi­ta­ción y de­sa­rro­llar mis pe­que­ños mé­to­dos de pen­sa­mien­to, de mo­do que nun­ca al­ter­né mu­cho con los jó­ve­nes de mi cur­so. Ex­cep­to la es­gri­ma y el bo­xeo, yo no te­nía gran­des afi­cio­nes atlé­ti­cas y, ade­más, mi lí­nea de es­tu­dios era muy dis­tin­ta de la de los de­más con­dis­cí­pu­los, de mo­do que no te­nía­mos nin­gún pun­to de con­tac­to”.

Tam­bién puer­tas aden­tro de su per­so­na, Sher­lock ad­mi­tía ha­ber si­do ven­ci­do por tres hom­bres y una mu­jer. Re­co­no­cía la ca­pa­ci­dad in­te­lec­tual de un des­ta­ca­do ene­mi­go, el ba­rón Adel­bert Gru­ner. Y de­di­ca­ba la ma­yor aten­ción a su ene­mi­go nú­me­ro uno: Mo­riarty. Afir­ma so­bre el mal­va­do: “Lo di­go con to­da se­rie­dad, Wat­son, que si yo con­si­guie­ra ven­cer a ese hom­bre, si me fue­ra po­si­ble li­ber­tar de él a la so­cie­dad, ten­dría la sen­sa­ción de que mi ca­rre­ra ha­bría al­can­za­do su cús­pi­de, y es­ta­ría dis­pues­to a con­sa­grar­me a un gé­ne­ro de vi­da más so­se­ga­do”.

Sher­lock Hol­mes tam­bién es­cri­bía, era au­tor de mo­no­gra­fías so­bre di­ver­sos te­mas, co­mo pue­de ser su tra­ba­jo so­bre las di­fe­ren­cias en­tre la ce­ni­za de las dis­tin­tas cla­ses de ta­ba­co. Co­men­ta a Wat­son: “[...] Aquí tie­ne mi mo­no­gra­fía so­bre las hue­llas de los pies, con al­gu­nas ob­ser­va­cio­nes so­bre el em­pleo del ye­so en la con­ser­va­ción de las im­pre­sio­nes. He aquí tam­bién una cu­rio­sa obri­ta so­bre la in­fluen­cia del ofi­cio en la for­ma de las ma­nos, con li­to­gra­fías de ma­nos de can­te­ros, ma­ri­nos, le­ña­do­res, ca­jis­tas de im­pren­ta, te­je­do­res y pu­li­do­res de dia­man­tes. Es un asun­to de gran in­te­rés prác­ti­co pa­ra el in­ves­ti­ga­dor cien­tí­fi­co, es­pe­cial­men­te en los ca­sos de ca­dá­ve­res no iden­ti­fi­ca­dos, o pa­ra la ave­ri­gua­ción de los an­te­ce­den­tes de los cri­mi­na­les”. Cuan­do se ha­ya re­ti­ra­do de su ac­ti­vi­dad de­tec­ti­ves­ca, se de­di­ca­rá a la api­cul­tu­ra, sien­do él au­tor del Ma­nual prác­ti­co del api­cul­tor, con al­gu­nas con­si­de­ra­cio­nes so­bre la se­pa­ra­ción de las rei­nas.

Su fi­lo­so­fía de vi­da lo lle­va a des­con­fiar por com­ple­to de las mu­je­res. Su mi­so­gi­nia fun­da­men­ta­lis­ta lo lle­va a de­cir­le “no” has­ta a la me­jor de las mu­je­res que se pue­da ima­gi­nar. Hol­mes afir­ma que nun­ca se ca­sa­rá por­que tie­ne mie­do de per­der el jui­cio.

Es un hom­bre que exi­ge sin­ce­ri­dad de par­te de la otra per­so­na. La sin­ce­ri­dad es fa­vo­ra­ble an­te Hol­mes, in­ten­tar el en­ga­ño, su­ma­men­te pe­li­gro­so.

Con­fía en el po­der de su mi­ra­da, sa­be leer en los ojos de un hom­bre cuan­do és­te com­pren­de que es su per­so­na la que co­rre pe­li­gro; con­fía en sus ano­ta­cio­nes, que a ve­ces lle­ga a rea­li­zar has­ta en los pu­ños de la ca­mi­sa.

Lle­va una es­ca­la de ho­no­ra­rios fi­ja que nun­ca va­ría, sal­vo cuan­do de­ci­de per­do­nar­los. En re­la­ción al di­ne­ro y los ri­cos, opi­na que ha­bría que en­se­ñar­les a és­tos que no pue­den so­bor­nar a to­do el mun­do pa­ra sa­lir li­bres de sus crí­me­nes.

An­te el sui­ci­dio Hol­mes to­ma la si­guien­te po­si­ción. Di­jo a una mu­jer que pre­ten­día sui­ci­dar­se, que su vi­da no le per­te­ne­cía, que no aten­ta­ra con­tra ella. La mu­jer pre­gun­tó qué cla­se de uti­li­dad te­nía su vi­da, cuál era su sen­ti­do. A lo que Hol­mes con­tes­tó: “¿Qué sa­be us­ted? El su­frir con pa­cien­cia cons­ti­tu­ye por sí mis­mo la más pre­cio­sa de las lec­cio­nes que se pue­den dar a un mun­do im­pa­cien­te”.

El gran de­tec­ti­ve lle­va a su ami­go Wat­son de la ad­mi­ra­ción a la no com­pren­sión, a sor­pren­der­se an­te de­ter­mi­na­das res­pues­tas, an­te de­ter­mi­na­das ideas que Hol­mes do­ta siem­pre de ló­gi­ca, de “su” ló­gi­ca, por su­pues­to: “Tan no­ta­ble co­mo lo que sa­bía era lo que ig­no­ra­ba. Sus co­no­ci­mien­tos de li­te­ra­tu­ra con­tem­po­rá­nea, de fi­lo­so­fía y de po­lí­ti­ca pa­re­cían ca­si nu­los. En cier­ta oca­sión que yo hi­ce una ci­ta de To­más Carly­le, me pre­gun­tó con la ma­yor in­ge­nui­dad quién era és­te, y qué ha­bía he­cho. Sin em­bar­go, mi sor­pre­sa al­can­zó el pun­to cul­mi­nan­te al des­cu­brir, de ma­ne­ra ca­sual, que des­co­no­cía la teo­ría de Co­pér­ni­co y la com­po­si­ción del sis­te­ma so­lar. Me re­sul­tó tan ex­traor­di­na­rio que en nues­tro si­glo XIX hu­bie­se una per­so­na ci­vi­li­za­da que ig­no­ra­se que la Tie­rra gi­ra al­re­de­dor del Sol, que me cos­tó tra­ba­jo dar­lo por bue­no.

—Pa­re­ce que se ha asom­bra­do us­ted –me di­jo son­rien­do, al ver mi ex­pre­sión de sor­pre­sa–. Pues bien: aho­ra que ya lo sé, ha­ré to­do lo po­si­ble por ol­vi­dar­lo.

—¡Por ol­vi­dar­lo!

—Me ex­pli­ca­ré –di­jo–. Yo creo que, ori­gi­na­ria­men­te, el ce­re­bro de una per­so­na es co­mo un pe­que­ño áti­co va­cío en el que hay que me­ter el mo­bi­lia­rio que uno pre­fie­ra. Las gen­tes ne­cias amon­to­nan en ese áti­co to­da la ma­de­ra que en­cuen­tran a ma­no, y así re­sul­ta que no que­da es­pa­cio en él pa­ra los co­no­ci­mien­tos que po­drían ser­les úti­les, o, en el me­jor de los ca­sos, esos co­no­ci­mien­tos se en­cuen­tran tan re­vuel­tos con otra mon­to­ne­ra de co­sas, que les re­sul­ta di­fí­cil dar con ellos. Pues bien: el ar­te­sa­no há­bil tie­ne mu­chí­si­mo cui­da­do con lo que me­te en el áti­co del ce­re­bro. Só­lo ad­mi­te en el mis­mo las he­rra­mien­tas que pue­den ayu­dar­lo a rea­li­zar su la­bor; pe­ro de és­tas sí que tie­ne un gran sur­ti­do y lo guar­da en el or­den más per­fec­to. Es un error creer que la pe­que­ña ha­bi­ta­ción tie­ne pa­re­des elás­ti­cas y que pue­den en­san­char­se in­de­fi­ni­da­men­te. Créa­me, lle­ga un mo­men­to en que ca­da co­no­ci­mien­to nue­vo que se agre­ga su­po­ne el ol­vi­do de al­go que ya se co­no­cía. Por con­si­guien­te, es de la ma­yor im­por­tan­cia no de­jar que los da­tos inú­ti­les des­pla­cen a los úti­les.

—Pe­ro ¡lo del sis­te­ma so­lar! –di­je yo con acen­to de pro­tes­ta.

—¿Y qué dia­blos su­po­ne pa­ra mí? –me in­te­rrum­pió él con im­pa­cien­cia–. Me ase­gu­ra us­ted que gi­ra­mos al­re­de­dor del Sol. Aun­que gi­rá­se­mos al­re­de­dor de la Lu­na, ello no su­pon­dría pa­ra mí o pa­ra mi la­bor la más in­sig­ni­fi­can­te di­fe­ren­cia”.