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"Cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello. Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en sitios todavía más indeseables. Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía ganas para ordenarlos, pues sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse".
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Seitenzahl: 796
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Obras completas
Sherlock Holmes 4
Doyle, Arthur Conan
Obras completas de Sherlock Holmes / Arthur Conan Doyle ; coordinado por Mónica Piacentini. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Díada, 2014.
v. 4, E-Book
ISBN: 978-987-1427-39-0
ISBN Obra completa: 978-987-1427-35-2
1. Narrativa Inglesa. I. Piacentini, Mónica, coord. II. Título
CDD 823
© versión y edición a cargo de Edgardo Lois
© 2014, Díada de Editorial Del Nuevo Extremo S.A.
A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires Argentina
Tel/Fax: (54-11) 4773-3228
www.delnuevoextremo.com
ISBN de la Obra Completa: 978-987-1427-35-2
ISBN del Volumen IV: 978-987-1427-39-0
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Digitalización: Proyecto451
EL ÚLTIMO SALUDO DESDE EL ESCENARIO
Prólogo
Los amigos de Sherlock Holmes se alegrarán de saber que vive todavía y que, fuera de algunos ataques de reumatismo que de cuando en cuando lo vienen mortificando, goza de buena salud. Lleva muchos años viviendo en una pequeña granja de las Tierras Bajas, a diez kilómetros de Eastbourne, y allí distribuye sus horas entre la filosofía y la apicultura. En el transcurso de este período de descanso, ha desechado los más espléndidos ofrecimientos que se le han hecho para que se hiciese cargo de varios casos, resuelto ya a que su retiro fuese definitivo. Sin embargo, la inminencia de la guerra con Alemania lo movió a poner a disposición del Gobierno su extraordinaria combinación de actividad intelectual y práctica, con resultados históricos que se relatan en El último saludo desde el escenario. A esta obra, y para completar el volumen, se han agregado varios casos que han estado esperando mucho tiempo en mi carpeta.
JOHN H. WATSON, M. D.
La aventura del pabellón Wisteria
PRIMERA PARTE
El extraño suceso ocurrido al señor John Scott Eccles
EL hecho ocurrió, según consta en mi libro de notas, en un día crudo y ventoso, a fines de marzo de 1892. Estando sentados a la mesa y almorzando, Holmes recibió un telegrama y garabateó en el acto la contestación. No hubo ningún comentario, pero aquel asunto no se apartó de sus pensamientos, porque, después de almorzar, se situó de pie delante del fuego, con expresión meditabunda, fumando su pipa, y volviendo a leer de cuando en cuando el mensaje. De pronto se volvió hacia mí con ojos en que brillaba una mirada maliciosa:
—Escuche, Watson: creo que podemos considerarlo a usted como hombre de letras. ¿Qué definición le daría a la palabra «grotesco»?
—La de cosa rara, fuera de lo normal –apunté yo.
Al oír esta definición movió negativamente la cabeza.
—Seguramente que abarca algo más que eso; algo que lleva dentro de sí una sugerencia de cosa trágica y terrible. Si usted repasa mentalmente alguno de esos relatos con los que ha martirizado a un público por demás paciente, se dará cuenta de que lo grotesco se convirtió con frecuencia en criminal en cuanto se ahondó en el asunto.
Recuerde el insignificante episodio de los pelirrojos. En sus comienzos fue cosa grotesca, pero al final se convirtió en una atrevida tentativa de robo. Y nada digamos de aquel otro episodio por demás grotesco de las cinco semillas de naranja, que desembocó en línea recta en un complot asesino. Esa palabra hace que yo me ponga en guardia.
—¿La tiene usted en el telegrama? –le pregunté.
Me lo leyó en voz alta:
“Me ha ocurrido un incidente increíble y grotesco. ¿Puedo consultar con usted? Scott Eccles, oficina de Correos Charing Cross.”
—¿Hombre o mujer? –le pregunté.
—Naturalmente que es un hombre. No hay mujer capaz de enviar un telegrama con la contestación pagada. Se habría presentado aquí sin más.
—¿Lo recibirá usted?
—Ya sabe, querido Watson, que desde que hicimos encerrar al coronel Carruthers estoy aburridísimo. Mi cerebro es como un motor en marcha, que se destroza si no está embragado a la máquina para la que fue construido. La vida es una cosa vulgar, los periódicos resultan estériles; lo audaz y lo novelesco desaparecieron, por lo visto, del mundo criminal. En estas condiciones, ¿cómo es posible que me pregunte si estoy dispuesto a ocuparme de un problema nuevo, por fútil que resulte? Pero, si no me equivoco, aquí tenemos a nuestro cliente.
Se oyeron unos pasos lentos en la escalera y, un momento después, se hizo pasar a la habitación a un hombre corpulento, alto, de patillas grises y aspecto solemne y respetable. En sus facciones graves y maneras pomposas estaba escrita la historia de su vida. Desde sus botines de paño hasta sus gafas de armazón de oro, aquel hombre era un miembro de partido conservador eclesiástico, buen ciudadano, ortodoxo y rutinario en el más alto grado. Pero algo asombroso había venido a perturbar su compostura natural, marcando sus huellas en los cabellos revueltos, en las mejillas encendidas e irritadas, en sus maneras inquietas y llenas de excitación. Se zambulló sin más en el asunto diciendo:
—Señor Holmes, me ha ocurrido algo de lo más extraordinario y desagradable. En toda mi vida no me he visto en situación semejante. Una situación por demás indecorosa, por demás ofensiva. No tengo más remedio que buscarle una explicación.
De irritado que estaba, tragó saliva y bufó.
—Tenga la amabilidad de sentarse, señor Scott Eccles –le dijo Holmes en tono tranquilizador–. Antes que nada, ¿puedo preguntarle cómo es que se ha dirigido a mí?
—Pues verá usted, señor: el asunto no parecía ser como para llevarlo a la policía, pero, cuando usted se entere de los hechos, reconocerá que yo no podía dejar las cosas como estaban. Yo no abrigo la menor simpatía hacia los detectives particulares, considerados como una clase, pero como había oído hablar de usted…
—Perfectamente. Y ahora, en segundo lugar, le pregunto: ¿por qué no vino inmediatamente?
—¿Qué quiere usted decir con esas palabras?
Holmes miró su reloj.
—Son las dos y cuarto –dijo–. Su telegrama fue puesto a eso de la una. Pero basta mirar sus ropas y su cabeza para darse cuenta de que sus dificultades arrancaron del instante en que usted se despertó esta mañana.
Nuestro cliente alisó sus cabellos revueltos y se palpó la barbilla sin afeitar.
—Tiene razón, señor Holmes. Ni por un momento pensé en arreglarme. Lo que yo quería era salir a cualquier precio de esa casa. Pero antes de venir a verlo anduve de un lado para otro haciendo averiguaciones. Fui a la agencia de alquileres y me contestaron que el señor García tenía pago el alquiler de la casa hasta la fecha, y que todo estaba en orden en el pabellón Wisteria.
—Vamos, señor –exclamó Holmes, echándose a reír–. Se parece usted a mi amigo Watson, quien acostumbra contar sus historias mal y en orden invertido. Por favor, ponga orden en sus pensamientos y presente en su debida secuencia los sucesos que lo han impulsado a salir de casa sin peinarse ni arreglarse, con botas de paño y los botones del chaleco abrochados en ojales equivocados, para buscar consejo y ayuda.
Nuestro cliente bajó los ojos para contemplar con expresión lastimosa su extraordinaria apariencia exterior.
—Señor Holmes, estoy seguro de que produzco una impresión detestable, y no creo que en toda mi vida me haya ocurrido hasta ahora cosa semejante. Voy a contarle el rarísimo suceso y no me cabe la menor duda de que, cuando haya terminado, usted reconocerá que ha habido motivo suficiente para disculparme.
Pero el relato quedó cortado en flor. Se oyó fuera mucho ajetreo y la señora Hudson abrió la puerta para permitirles la entrada en la habitación a dos individuos robustos y con aspecto de funcionarios públicos. Uno de ellos nos era bien conocido, por ser el inspector Gregson, de Scotland Yard, funcionario enérgico, valeroso y, dentro de sus límites, capaz. Cambió con Holmes un apretón de manos y presentó a su camarada, el inspector Baynes, de la Policía de Surrey.
—Hemos salido juntos a cazar, señor Holmes, y el olfato nos ha traído hacia aquí.
Volvió sus ojos de bulldog hacia nuestro visitante.
—¿Es usted señor John Scott Eccles, de Popham House, Lee?
—Sí, señor.
—Lo venimos siguiendo en sus andanzas toda la mañana.
—Sin duda que lo ubicaron gracias al telegrama –dijo Holmes.
—Exactamente, señor Holmes. Le tomamos la pista en la oficina de correos de Charing Cross y venimos hasta aquí.
—¿Y por qué me siguen? ¿Qué desean?
—Deseamos, señor Scott Eccles, que nos proporcione una declaración acerca de los hechos que desembocaron en la muerte de Aloysius García, del pabellón Wisteria, cerca de Esher.
Nuestro cliente se había erguido en su asiento, con ojos desorbitados y sin el menor vestigio de color en su cara asombrada.
—¿Muerto? ¿Dice usted que murió?
—Sí, señor; ha muerto.
—Pero ¿cómo fue? ¿Quizá por accidente?
—Se trata de un asesinato, como si fuese posible dudarlo...
—¡Santo Dios! ¡Es espantoso! ¿Me va usted a decir…, me va usted a decir que se sospecha de mí?
—Al muerto se le encontró en el bolsillo una carta que usted le escribió, y por ella sabemos que usted había proyectado pasar la noche en su casa.
—Y en ella la pasé.
El policía sacó su cuaderno de notas, pero Sherlock Holmes le dijo:
—Espere un momento, Gregson. Lo que usted busca es un relato claro de lo ocurrido, ¿no es así?
—Y es mi deber prevenir al señor Scott Eccles, porque lo que él diga puede ser usado en su contra.
—Cuando ustedes entraron, estaba a punto de contárnoslo todo. Watson, yo creo que un vaso de coñac con soda no le hará ningún mal. Y ahora, señor Eccles, le ruego que, sin preocuparse de que su auditorio ha aumentado, prosiga con su narración, como si nadie lo hubiera interrumpido.
Nuestro visitante bebió de un trago el cognac, y le volvieron los colores a la cara; después de dirigir una mirada recelosa al cuaderno del inspector, se lanzó resueltamente a su extraordinario relato:
—Soy soltero –dijo–, y como me agrada conocer gente, cultivo un gran número de amistades. Entre éstas se encuentran las familias de un cervecero retirado que se apellida Malvilla y que vive en Mansión Albemarle, Kensigton. En su mesa conocí hace algunas semanas a un señor joven apellidado García. Me informaron que era hijo de españoles y que tenía no sé qué cargo en la embajada. Hablaba un inglés perfecto, era de maneras agradables y nunca he visto hombre mejor parecido.
No sé cómo ocurrió, pero el hecho es que aquel joven y yo entablamos una fuerte amistad. Pareció que desde el primer momento se aficionaba a mí, y sin cumplirse los dos días de habernos conocido, vino a visitarme a Lee. De una cosa pasamos a la otra y él acabó por invitarme a pasar algunos días en su casa pabellón Wisteria, entre Esher y Oxshott. Para cumplir con el compromiso contraído, me dirigí ayer por la tarde a Esher.
Me había descrito su casa antes que yo fuese a ella. Residía con un criado fiel, un compatriota suyo que atendía todas sus necesidades. Este individuo hablaba inglés y se encargaba de todos los menesteres de la casa. Tenía, además, un estupendo cocinero; según me contó, era un mestizo con el que se había hecho en uno de sus viajes, y que era capaz de preparar excelentes comidas. Recuerdo que él mismo comentó que para vivir en el corazón de Surrey formaban una extraña familia, opinión con la que me manifesté conforme, aunque estaba lejos de pensar todo lo extraña que era.
Me hice llevar en coche hasta la casa, que se hallaba a cosa de cuatro kilómetros de Esher por el lado Sur. La casa es de regular capacidad y se alza retirada de la carretera, desde la que se llega a ella por una avenida bordeada de arbustos perennes. El edificio es viejo, destartalado y en ruinas. Cuando el coche se detuvo delante de la puerta, llena de manchas y estigmas del tiempo, tuve mis dudas sobre si hacía bien en visitar a un hombre al que sólo conocía muy superficialmente. Sin embargo, él fue quien abrió la puerta, recibiéndome con la más brillante cordialidad. Luego me puso en manos de su criado, individuo moreno y melancólico, quien me llevó a mi dormitorio, encargándose de mi maleta. Toda la atmósfera de la casa resultaba deprimente. Cenamos tête à tête, y aunque mi anfitrión hizo cuanto estuvo de su parte por mantener una conversación agradable, parecía como si sus pensamientos se le desordenasen constantemente y hablaba de un modo tan vago y arrebatado que yo apenas si lo comprendía. Tamborileaba constantemente con los dedos en la mesa, se mordía las uñas y daba otras señales de nerviosa impaciencia. La comida no fue ni bien servida ni estaba bien condimentada, y la sombría presencia del taciturno criado no contribuyó a alegrarla. Les aseguro a ustedes que anduve buscando muchas veces, en el transcurso de la velada, una excusa para regresar a Lee.
Recuerdo en este momento otra cosa que quizá tenga importancia en relación con el asunto que ustedes dos, caballeros, están investigando; en aquel momento yo no le atribuí ninguna. Ya casi terminando la cena, el criado entregó una carta, y me fijé en que, después de leerla, mi anfitrión se mostró aún más distraído y raro que hasta entonces. Renunció ya a mantener ni siquiera una simulación de diálogo y permaneció en su silla, fumando incontables cigarrillos, ensimismado en sus pensamientos y sin hacer observación alguna acerca del texto de la carta. Me alegré, cuando dieron las once, de poder retirarme a descansar. Algo más tarde García se asomó a mirar al interior de mi habitación, que estaba ya a oscuras, y me preguntó si había llamado a la campanilla. Le dije que no. Entonces él se disculpó por haberme molestado a una hora tan tardía, diciendo que era cerca de la una. Yo concilié el sueño acto seguido y dormí toda la noche profundamente.
Y ahora llego a la parte asombrosa de mi historia. Cuando me desperté era pleno día. Miré mi reloj y era cerca de las nueve. Yo había insitido en que me despertaran a las ocho, me asombró mucho aquel descuido. Salté de la cama y tiré de la campanilla para llamar al criado. Nadie contestó. Volví a llamar una y otra vez, siempre con idéntico resultado. Llegué entonces a la conclusión de que la campanilla estaba descompuesta. Me vestí rápidamente y me apresuré a bajar, muy malhumorado, para pedir agua caliente. Imagínese mi sorpresa al no encontrar a nadie en la casa. Llamé a gritos desde el vestíbulo. Nadie respondió. La noche anterior el dueño de casa había indicado cuál era su dormitorio. Llamé, pues, a la puerta. La habitación estaba vacía y la cama no había sido tocada. También él se había marchado con los demás. ¡El dueño extranjero, el lacayo extranjero, el cocinero extranjero, habían desaparecido durante la noche! Así terminó mi visita al pabellón Wisteria.
Sherlock Holmes se frotaba las manos y murmuraba por lo bajo ante aquella ocasión de agregar tan extraño suceso a su colección de episodios extraordinarios. Y dijo al visitante:
—Según tengo memoria, lo que a usted le ha ocurrido constituye un caso único, ¿quiere decirme, señor, qué hizo usted entonces?
—Estaba furioso. La primera idea que se me ocurrió fue la de que había sido víctima de una broma pesada. Empaqueté mis cosas, cerré con estrépito la puerta del vestíbulo al salir y marché en dirección a Esher, cargado con mi maleta. Fui a la oficina de Allan Brothers, los agentes de alquileres más importantes del pueblo, y me encontré con que eran ellos quienes habían dado la casa en alquiler. Se me ocurrió que todo aquel enredo no podía tener por único objeto burlarse de mí, y que seguramente lo que sobre todo buscaba el señor García era largarse sin pagar la renta. Marzo va muy avanzado, de manera que pronto habrá que pagar el trimestre. Pero esta suposición resultó equivocada. Los agentes me dieron las gracias por mi advertencia, pero me informaron que la renta había sido pagada por adelantado. En vista de eso, vine a Londres y me encaminé a la Embajada Española. Aquel hombre era conocido allí. Acto seguido me trasladé a ver a Malvilla, en cuya casa me habían presentado a García, pero me encontré con que él sabía aún menos que yo. Por último, al recibir su telegrama de contestación, me encaminé aquí, por tener entendido que usted aconseja lo que hay que hacer cuando se presenta un caso difícil. Y ahora, señor inspector, afirmo, a raíz de las palabras que usted dijo antes de seguir adelante con el relato, que lo que acabo de decir es la pura verdad, y que, fuera de ello, desconozco en absoluto todo lo que haya podido ocurrirle a este hombre. Mi único deseo es ayudar a la justicia en todo cuanto me sea posible.
—Estoy seguro de ello, señor Scott Eccles, totalmente seguro –dijo el inspector Gregson con gran amabilidad–. No tengo más remedio que decir que todos los hechos tal cual nos los ha relatado coinciden con los datos que han llegado a nuestro conocimiento. Veamos ahora, por ejemplo, lo relativo a esa carta que llegó mientras ustedes cenaban. ¿Se fijó usted qué hizo con ella?
—Sí que me fijé. García la arrugó y la echó al fuego.
—¿Qué me dice usted a eso, Baynes?
El detective campesino era un hombre voluminoso, mofletudo, colorado, cuya cara se salvaba de lo grosero gracias al brillo extraordinario de unos ojos casi ocultos detrás de las fofas gorduras de las cejas y de las mejillas. Con despaciosa sonrisa extrajo del bolsillo una hoja de papel, doblada y descolorida.
—La rejilla de la chimenea es graduable y el papel fue lanzado por encima de los bordes de aquella. Lo encontré intacto en la parte de atrás.
Holmes dio a entender con una sonrisa el aprecio que ello le merecía.
—Bien detalladamente ha debido usted de registrar la casa para encontrar un bollito de papel.
—Así es, señor Holmes. Es mi costumbre. ¿Quiere, Gregson, que la leamos?
El detective londinense asintió con la cabeza.
—La carta está escrita en papel corriente color crema y no tiene filigranas. Es de tamaño cuartilla y le han dado dos cortes con unas tijeritas. Le han hecho luego tres dobleces y la han sellado con lacre rojo, extendido apresuradamente y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Está dirigida al señor García, pabellón Wisteria, y dice así: “Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta verde. Buen viaje. D.” Es letra de mujer, escrita con pluma de punta fina, pero el sobre ha sido escrito con otra pluma, o por otra persona. Como ven ustedes, la letra es más gruesa y de rasgos más enérgicos.
—Es una carta muy notable –dijo Holmes, mirándola de arriba abajo–. Lo felicito, señor Baynes, por el cuidado del detalle que ha demostrado en el análisis que ha hecho de ella. Podrían quizás añadirse algunos otros aspectos insignificantes. El sello ovalado es, sin discusión, de un gemelo de puño, ¿qué otra cosa tiene esa forma? Las tijeritas son las de uñas. A pesar de lo pequeños que son los cortes, se observa claramente en ambos la misma ligera curva.
El detective campesino murmuró por lo bajo y dijo:
—Creí que le había sacado totalmente el jugo, pero veo que aún quedaba un poco más. No tengo más remedio que decir que lo único que obtengo de la carta es que se traían algún asunto entre manos y que, como es corriente, en el fondo de todo anda una mujer.
Durante esta conversación, el señor Scott Eccles se había movido nervioso en su asiento, y dijo:
—Me alegro de que hayan encontrado esa carta, que viene a corroborar lo que yo había dicho. Pero me permito hacerles notar que no sé todavía qué es lo que le ha ocurrido al señor García, ni lo que ha sido de sus criados.
—Por lo que a García respecta, la contestación es fácil –dijo Gregson–. Se lo encontró esta mañana muerto en el parque comunal de Oxshott, a casi dos kilómetros de su casa. Tenía la cabeza reducida a papilla como consecuencia de fuertes golpes que le habrían sido dados con un talego de arena o con un instrumento por el estilo, que, antes que herir, aplasta. Estaba en un sitio solitario y no hay casa alguna a menos de quinientos metros. Por lo que se deduce, lo atacaron primero por la espalda, pero su agresor siguió golpeándolo mucho tiempo después de muerto. Fue una agresión furibunda. No se han descubierto huellas de pisadas ni pista alguna que lleve hacia los criminales.
—¿Le robaron algo?
—No; no se advierte ninguna tentativa de robo.
—Eso es muy doloroso, muy doloroso y terrible –exclamó señor Scott Eccles, con voz quejumbrosa–; pero la situación en que a mí me pone es muy difícil. Nada he tenido yo que ver en que mi huésped emprendiese una excursión nocturna y encontrase un final tan triste. ¿Cómo es que me veo metido en semejante asunto?
—Muy sencillo, señor –le contestó el inspector Baynes–. El único instrumento que se le ha encontrado en el bolsillo al muerto ha sido la carta en la que usted le anunciaba que pasaría con él la noche en que murió. Por el sobre de la carta pude conocer el nombre y la dirección del muerto. Esta mañana llegamos a su casa después de las nueve, y no hallamos en ella ni a usted ni a nadie.
Telegrafié a Gregson para que diese con su paradero en Londres, mientras yo registraba el pabellón Wisteria. Después vine a Londres, me reuní con el señor Gregson y aquí nos tiene.
—Creo –dijo Gregson, levantándose– que lo mejor que podríamos hacer ahora es dar forma oficial al asunto. Usted nos acompañará a la comisaría, señor Scott Eccles, y pondremos por escrito su declaración.
—Iré enseguida, desde luego. Pero retengo los servicios del señor Holmes. Quiero que no economice gastos ni esfuerzos para llegar al fondo de este asunto.
Mi amigo se volvió hacia el inspector provinciano.
—Supongo, señor Baynes, que no verá inconveniente alguno en que colabore con usted.
—Me consideraré muy honrado, señor.
—Veo que usted ha actuado con gran rapidez y método en todo. ¿Se tiene algún dato que permita fijar la hora exacta en que ese hombre halló la muerte?
—Llevaba allí desde la una de la madrugada. Alrededor de esa hora llovió y con toda seguridad que su muerte se produjo antes de la lluvia.
—Eso es completamente imposible, señor Baynes –exclamó nuestro cliente–. Tenía una voz inconfundible. Yo estaría dispuesto a jurar que fue él quien me habló a esa hora en mi dormitorio.
—Es extraordinario, pero no imposible—dijo Holmes, sonriendo.
—¿Tiene usted acaso una pista? – preguntó Gregson.
—Así, a primera vista, el caso no parece muy complejo, aunque ofrece notas de novedad y de interés. Necesitaría conocer más los hechos antes de aventurarme a exponer una opinión última y definitiva. A propósito, señor Baynes: ¿no encontró usted nada inusual, fuera de esa carta, durante su registro en la casa?
El detective miró a mi amigo de una manera rara y dijo:
—Sí, encontré algunas cosas sumamente notables. Quizá cuando yo haya terminado los trámites en la comisaría, le interese venir para que le dé mi opinión acerca de ellas.
—Estoy por completo a sus órdenes –dijo Sherlock Holmes, llamando a la campanilla–. Señora Hudson, acompañe hasta la puerta a esos caballeros, y tenga la bondad de enviar al botones con este telegrama, que lleva contestación paga de cinco chelines.
Permanecimos un rato sentados y en silencio después que se marcharon nuestros visitantes. Holmes fumaba sin parar, con las cejas fuertemente apretadas sobre sus ojos penetrantes y la cabeza caída hacia delante, con la expresión afanosa que lo caracterizaba.
—¿Qué me dice usted, Watson, de este asunto? –me preguntó, al mismo tiempo que se volvía de manera súbita hacia mí.
—Este embuste de que ha sido víctima Scott Eccles no me dice nada.
—¿Y el crimen?
—Pues verá usted: teniendo en cuenta la fuga de los compañeros del muerto, yo diría que ellos están complicados de un modo u otro en el asesinato y han huido de la justicia.
—Desde luego, es un punto de vista razonable. Pero así, a simple vista, tendrá usted que reconocer que resulta muy raro que sus dos criados estuviesen mezclados en una conspiración en contra de su amo y que agrediesen a éste precisamente la noche en que había un invitado, teniéndolo como lo tenían a su merced, todos los restantes días de la semana en los que estaba solo.
—¿Por qué razón han huido entonces?
—Eso es. ¿Por qué han huido? Ése es el hecho trascendental. El otro es el caso extraordinario ocurrido a nuestro cliente, el señor Scott Eccles. Ahora bien, Watson: ¿está acaso fuera de los límites de la inteligencia humana suministrar una explicación en la que encajen estos dos hechos trascendentales? Si en esa explicación cupiese también la misteriosa carta con su cariñosa fraseología, quizá valdría la pena aceptarla como una hipótesis transitoria. Y si los nuevos hechos que vayamos conociendo encajan en el cuadro, quizá entonces nuestra hipótesis se convierta gradualmente en la solución.
—¿Y cuál es esa hipótesis?
Holmes se arrellanó en un sillón, con los ojos entornados.
—Tiene usted que empezar por aceptar, Watson, que la idea de que se trata de una broma pesada es inaceptable. Se preparaban graves acontecimientos, según lo demostraron los hechos, y ese atraer con halagos a Scott Eccles al pabellón Wisteria tiene alguna relación con ellos.
—¿Y cuál puede ser esa relación?
—Vayamos tomando eslabón por eslabón. A simple vista resulta fuera de lo corriente esa rara y súbita amistad entre el joven hispano y Scott Eccles. Fue aquél quien forzó la marcha de la cosa. El día siguiente al de conocerse, fue a visitar a Eccles al otro extremo de Londres, y se mantuvo en estrecho contacto con él hasta que consiguió que fuese a Esher. Y yo pregunto: ¿para qué podía querer a Eccles? ¿Qué era lo que éste le podía proporcionar? A mí no me parece un hombre especialmente inteligente, ni que tenga condiciones para despertar las simpatías de un hombre de raza latina y de ingenio rápido. ¿Por qué, pues, eligió García precisamente a Eccles, entre todas las personas con quien estaba relacionado, como la más indicada para sus propósitos? ¿Posee alguna cualidad destacable? Yo digo que sí. Es el tipo exacto de lo que entendemos como respetabilidad inglesa, es el hombre que, como testigo, mejor impresión puede causar en el ánimo de otro inglés. Usted mismo ha podido ver cómo ninguno de los dos inspectores ha soñado ni por un instante en poner en tela de juicio sus declaraciones, por extraordinarias que hayan sido.
—¿Y qué es lo que él tenía que declarar como testigo?
—Tal como salieron las cosas, nada; pero todo, si hubiesen resultado de manera distinta. Así es como yo veo este asunto.
—Es decir, que él podría resultar quien demostrase una coartada.
—Exactamente, mi querido Watson; él podría haber hecho buena una coartada. Supongamos, nada más que como base de argumentación, que los habitantes del pabellón Wisteria son compinches de un determinado plan. Y que éste tiene que ser puesto en ejecución, sea el que sea, antes de la una de la madrugada. Es posible que, mediante el manejo de relojes, hayan conseguido que Scott Eccles se acostase más temprano de lo que él pensaba; en todo caso, es muy probable que cuando García llegó hasta el cuarto de dicho señor para decirle que era la una, no fuese sino las doce. Suponiendo que García realizase lo que tenía que realizar y estuviese de vuelta para la hora mencionada, es evidente que disponía de un elemento muy fuerte de prueba contra cualquier acusación. ¡Allí estaba aquel inglés irreprochable, dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que el acusado no salió de su casa! Era ése un seguro contra lo peor que pudiera ocurrir.
—Sí, sí, eso ya lo veo. Pero ¿y qué me dice de la desaparición de los otros dos?
—Aún no tengo todos los hechos en la mano, pero no creo que haya dificultades insuperables. Sin embargo, es un error adelantarse en los juicios a los hechos. Porque uno se deja llevar insensiblemente a retorcerlos para acomodarlos a las teorías que se ha forjado.
—¿Y la carta que recibió?
—¿Recuerda su texto? “Nuestros colores son verde y blanco.” Esto suena a cosa de carrera de caballos. “Verde, abierto; blanco, cerrado.” Esto es evidentemente una señal. “Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, bayeta verde.” Esto es una cita. Quizás encontramos en el fondo de todo a un marido celoso. Se trataba en todo caso de una búsqueda peligrosa. De no haberlo sido, no habría escrito: “Que Dios lo proteja”. Y la firma D. Esto debería servirnos de guía.
—El hombre era español. Me permito insinuar que D. significa Dolores, que es un nombre de mujer bastante corriente en España.
—Muy bien dicho, Watson, muy bien dicho; pero completamente inadmisible. Una española que escribe a un español lo habría hecho en este idioma. Quien ha escrito esta carta es con absoluta certidumbre una inglesa. Bueno, lo mejor será que nos revistamos de paciencia hasta que este magnífico inspector vuelva por aquí. Mientras nos ha salvado durante unas breves horas de la insoportable fatiga de no hacer nada.
* * *
Antes que nuestro inspector regresase de Surrey, llegó la contestación al telegrama de Holmes. Éste lo leyó, y ya se disponía a guardarlo en su cuaderno de notas, cuando se fijó en la expresión de expectativa que tenía mi cara. Me lo tiró, riéndose, y me dijo:
—Nos moveremos entre gentes de gran altura.
El telegrama no era otra cosa que una lista de nombres y direcciones:
“Lord Harringby, The Dingle; sir George Folliot, Exshott Towers; mister Hynes Hymes, J. P. Purdey Place; mister James Baker Williams, Forton Old Hall; mister Henderson, High Gable; reverendo Joshua Stone, Nether Walsling.”
—Es una manera muy sencilla de limitar nuestro campo de operaciones –dijo Holmes–. No me cabe duda de que Baynes, con su manera metódica de discurrir, ha adoptado ya un plan semejante.
—No termino de comprender lo que me dice.
—Querido compañero, hemos llegado ya a la conclusión de que el mensaje recibido por García tenía que ser una dirección o una cita amorosa. Pues bien: si la interpretación es correcta, y para encontrarse en el lugar de la cita uno tiene que subir por una escalera principal y buscar la séptima puerta de un pasillo, salta a la vista que la casa es muy grande. Es también evidente que tal mansión no puede encontrarse a distancia mayor de dos o tres kilómetros de Oxshott, puesto que García caminaba en esa dirección y calculaba, según mi manera de interpretar los hechos, hallarse de vuelta en el pabellón Wisteria con tiempo para beneficiarse de una coartada, que sólo sería válida hasta la una de la madrugada. Como el número de casas espaciosas de las proximidades de Oxshott tiene que ser limitado, adopté el método que tenía a mano, es decir, envié un telegrama a los agentes de las fincas mencionadas por Scott Eccles, y conseguí de ellos una lista. Son las que menciona este telegrama de contestación, y entre ellas debe de encontrarse el otro extremo suelto de esta nuestra enmarañada madeja.
* * *
Era ya cerca de las seis para cuando estuvimos en la linda aldea de Esher, del condado de Surrey, acompañados por el inspector Baynes.
Holmes y yo llevábamos todo lo necesario para pasar allí una noche, y hallamos cómodo hospedaje en el mesón “El Toro”. Por último, nos dirigimos con el detective a realizar nuestra visita al pabellón Wisteria. Era un atardecer frío y oscuro de marzo; un viento cortante y una fina lluvia golpeaban nuestras caras, dando ambiente a los inhóspitos terrenos comunales, por los que cruzaba nuestro camino, y al final trágico hacia el que nos conducía.
SEGUNDA PARTE
El Tigre de San Pedro
Una caminata fría y melancólica, de un par de millas, nos llevó hasta una elevada puerta exterior de madera, por la que se desemboca en una lóbrega avenida de castaños. La avenida, sombría y con forma de curva, nos condujo hasta una casa baja y oscura, que se proyectaba como una mancha de resina sobre el fondo del firmamento color pizarra. El brillo de una luz débil se filtraba por la ventana de la fachada, a la izquierda de la puerta. Baynes dijo:
—Hay un guardián al cuidado de la casa. Llamaré a la ventana.
Cruzó la pradera y dio unos golpecitos en el cristal. A través del vidrio empañado vi confusamente cómo un hombre que estaba sentado junto al fuego se ponía de pie de un salto, y oí el grito agudo que lanzaba dentro de la habitación. Un instante después nos abría la puerta el guardia de la policía, demudado y jadeante. La luz de la vela se balanceaba en su trémula mano; Baynes le preguntó con serenidad:
—¿Qué le ocurre, Walters?
El hombre se secó con el pañuelo el sudor de la frente y dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—Me alegro de que usted haya venido, señor. Ha sido una vigila muy prolongada, y creo que mis nervios no son ya lo que eran.
—¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviese usted un solo nervio en el cuerpo.
—Ha sido, señor, culpa de esta casa solitaria y silenciosa, y de esas cosas raras que hemos encontrado en la cocina. Y cuando usted golpeó en la ventana, pensé que volvía de nuevo.
—¿Qué es lo que volvía de nuevo?
—Lo que fuese, que igual podía ser el demonio. Estaba en la ventana.
—¿Qué es lo que estaba en la ventana, y cuándo ha sido eso?
—Hará cosa de dos horas, cuando empezaba a oscurecer. Yo estaba sentado en la silla, leyendo. No sé qué impulso me dio de levantar la vista, pero el caso es que había una cara que me miraba por el cristal inferior. ¡Válgame Dios, y qué cara! La veré en mis sueños.
—¡Vaya, vaya, Walters! No es ése el mejor lenguaje para un agente de policía.
—Lo sé, señor, lo sé; pero me estremeció, ¡a qué negarlo! No era negra ni blanca ni de ninguno de los colores que yo conozco, sino de una rara tonalidad de arcilla, con salpicaduras de leche. Y luego su tamaño: era el doble que la de usted, señor; y su aspecto, señor, aquellos enormes ojazos saltones, y los dientes blancos como los de una fiera. Le aseguro, que no me fue posible mover un dedo, ni recobrar el aliento, hasta que se apartó y desapareció. Salí de la casa, me lancé por el matorral, pero, gracias a Dios, no había nadie allí.
—Si yo no supiera, Walters, que es usted un hombre valiente, pondría una tacha negra junto a su nombre por esto que dice. Ni aunque se trate del diablo en persona debe un agente de policía que está de servicio dar gracias a Dios por no haber podido atrapar a la persona a quien persigue. ¿No será todo ello una alucinación y un efecto de los nervios?
—Eso, al menos, es cosa fácil de comprobar—dijo Holmes, encendiendo su pequeña linterna de bolsillo.
Después de un rápido examen del campo de césped, nos informó:
—En efecto, hay huellas de un pie que yo creo que debe de ser del número cuarenta y cuatro. Si el resto del cuerpo era proporcional a su pie, con seguridad que se trata de un gigante.
—¿Qué fue de él?
—Creo que se abrió paso por los matorrales y ganó la carretera.
—Bien –dijo el inspector con expresión grave y pensativa–, sea quien fuere, y quisiese lo que quisiere, se marchó ya, y tenemos otras cosas a las que atender de inmediato. Y ahora, señor Holmes, le mostraré la casa.
Los diferentes dormitorios y salas no aportaron nada a una investigación cuidadosa. Por lo que se veía, los inquilinos habían traído poco o nada con ellos, y habían arrendado la casa completamente amueblada, hasta en sus menores detalles. Habían dejado una buena cantidad de ropa, con la etiqueta de Marx y Cía., Hingh Hilborn. Se habían hecho ya investigaciones por telégrafo, y por ellas se supo que Marx no poseía dato alguno respecto a su cliente, al margen de que era un buen pagador. Entre los objetos de propiedad personal, había algunas chucherías, pipas, novelas –dos de ellas en español–, un anticuado revólver de percusión por aguja y una guitarra.
—De todo esto no se saca nada –dijo Baynes, caminando de habitación en habitación con la vela en la mano–. Pero ahora, señor Holmes, lo invito a que fije su atención en la cocina.
Era una habitación lóbrega, de elevado cielo raso, situada en la parte posterior de la casa, con un lecho de paja en un rincón, que servía aparentemente de cama al cocinero. La mesa estaba cubierta de platos y de fuentes con los restos de la cena de la noche anterior.
—Fíjese en esto –dijo Baynes–. ¿Qué saca usted en consecuencia?
Sostuvo la vela, alumbrando un objeto rarísimo que se apoyaba en la parte posterior del trinchante. Se hallaba tan arrugado, encogido y marchito que resultaba imposible decir qué pudo haber sido aquello. Por un lado era negro y correoso, de cierto parecido con una figura humana. Al examinarla, creí en un principio que se trataba de algún bebé negro, momificado, y luego lo tomé por un mono muy antiguo y retorcido. Finalmente quedé en duda de si aquello era un animal o un ser humano. Tenía ceñida la cintura por una franja doble de conchas marinas blancas.
—¡Cosa interesante, interesantísima! –exclamó Holmes, contemplando aquellos restos siniestros–. ¿Hay algo más?
Baynes nos llevó sin decir palabra hasta la pileta y adelantó la vela para iluminarla con su luz. Todo estaba cubierto con los miembros y el cuerpo de un ave corpulenta y blanca, despedazada de una manera salvaje, y sin desplumar.
Holmes señaló con el dedo las barbillas de la cabeza cortada del tronco y dijo:
—Es un gallo blanco. ¡Por demás interesante! Estamos ante un caso curiosísimo.
Pero el señor Baynes había reservado para el final la más siniestra de sus exhibiciones. Sacó de abajo de la pileta un cubo de cinc que contenía cierta cantidad de sangre, y, acto seguido, retiró de la mesa una fuente, en la que había un montón de trocitos de huesos chamuscados.
—Aquí se ha matado a un ser viviente y lo incineraron. Todos estos huesos los entresacamos del hogar. Hicimos venir esta mañana a un médico, y éste afirmó que no se trataba de huesos humanos.
Holmes sonrió y se frotó las manos.
—Inspector, no tengo más remedio que felicitarlo por la manera como ha llevado este caso tan característico y tan instructivo. Si no lo toma a mal, le diré que pienso que usted tiene dotes superiores a las oportunidades que se le presentan para ejercitarlos.
Los ojillos del inspector Baynes relampagueaban de satisfacción.
—Tiene usted razón, señor Holmes. Aquí, en las provincias, nos estancamos. Un caso como este supone para un hombre una oportunidad, y yo confío en aprovecharla. ¿Qué saca usted en consecuencia a propósito de estos huesos?
—Yo diría que son de un cordero o de un cabrito.
—¿Y el gallo blanco?
—Es un detalle curioso, Baynes, muy curioso. Casi diría único.
—En efecto, señor: en esta casa ha debido de vivir gente muy atípica y de costumbres muy extrañas también. Una de esas personas a que me refiero ha muerto. ¿Serían acaso sus compañeros los que lo siguieron y lo mataron? Si es obra suya, estoy seguro de que los atraparemos, porque están vigilados todos los puertos de embarque. Pero yo tengo un criterio distinto acerca de eso. Sí, mi criterio es muy distinto.
—Según eso, usted tiene ya su teoría al respecto, ¿no es así?
—Y quiero llevarla yo mismo adelante, señor Holmes. Debo hacerlo en honor a mis propias facultades. Usted tiene ya hecho su prestigio, pero yo tengo todavía por hacer el mío. Me alegraría mucho poder afirmar, al final del asunto, que he solucionado el caso sin su ayuda.
Holmes se echó a reír de muy buen agrado, y dijo:
—Muy bien, muy bien, inspector. Usted siga su camino y yo seguiré el mío. Lo que yo consiga está siempre de muy buena gana a su servicio, si usted no encuentra inconveniente en dirigirse a mí. Creo que he visto ya en esta casa todo lo que quería ver, y el tiempo de que dispongo podría emplearse con mayor provecho en cualquier otro lugar. Au revoir, y ¡buena suerte!
Yo habría podido decir, por muchos indicios sutiles, que se le habrían escapado a cualquier otra persona menos a mí, que Holmes seguía una pista todavía fresca. A pesar de que un observador casual lo habría encontrado tan impasible como siempre, brotaban de sus ojos encendidos y de sus maneras más briosas un anhelo apagado y una sugerencia de energía en tensión, que a mí me dieron la seguridad de que la pieza de caza no estaba lejos. Nada dijo Holmes, según tenía por costumbre, y nada le pregunté yo, según también tenía por costumbre. Me alcanzaba con participar en la partida de caza y aportar mi humilde ayuda para la captura, sin distraer con interrupciones innecesarias la atención de aquel cerebro reconcentrado. Todo se manifestaría a su debido tiempo.
Esperaría pues; pero, para mi desilusión, cada vez mayor, fue en vano. Siguió un día, a otro día, y mi amigo no avanzó un paso. Se pasó una mañana en Londres, y yo me enteré, por una alusión casual, que había visitado el Museo Británico. Fuera de esta única excursión, pasó los días en largas caminatas, frecuentemente solitarias, o en charlar con cierto número de gentes de la aldea, cuya amistad se había dedicado a cultivar.
—Watson, tengo la seguridad de que una semana en el campo le vendrá magníficamente –me dijo–. Resulta por demás agradable ver cómo surgen en los setos los primeros tallos verdes y las primeras candelillas en los avellanos. Con una escarda, una caja de hojalata y un libro elemental sobre botánica, pueden invertirse días muy instructivos.
Él mismo vagaba de un lado para otro cargado con ese equipo, pero el surtido de plantas que traía cada noche era muy escaso.
De cuando en cuando tropezábamos en nuestras andanzas con el inspector Baynes. Su cara gorda y colorada se retorcía de sonrisas y los ojitos le brillaban al saludar a mi compañero. Poco era lo que hablaba acerca del caso, pero de ese poco sacamos en limpio que tampoco él se hallaba insatisfecho del curso que llevaban los acontecimientos. Sin embargo, no tengo más remedio que confesar que me quedé algo sorprendido cuando unos cinco días después del crimen abrí mi periódico de la mañana y me encontré con estos grandes titulares:
“El misterio de Oxshott
Hacia la solución
Detención del presunto asesino”
Holmes saltó de su asiento al leer tales anuncios, como si lo hubiesen pinchado, y exclamó:
—¡Por Júpiter! ¿Quiere decir eso que Baynes lo ha atrapado?
—Por lo visto, sí – le contesté, y leí el siguiente informe:
“Se ha producido en Esher y en toda su comarca una gran emoción al saberse, a última hora de la pasada noche, que se había llevado a cabo una detención relacionada con el asesinato de Oxshott. Se recordará que en el parque comunal de Oxshott fue encontrado muerto el señor García, del pabellón Wisteria. Su cadáver mostraba señales de una agresión de extraordinaria violencia, y también se recordará que su criado y su cocinero huyeron aquella noche, lo que parecía demostrar su participación en el crimen. Se apuntó la idea, que no llegó a demostrarse, de que el muerto guardaba quizá en la casa objetos de valor, y que el móvil del crimen había sido el robo de los mismos. El inspector Baynes, a cuyo cargo está el caso, realizó toda clase de esfuerzos para descubrir el lugar en que se ocultaban los fugitivos, teniendo buenas razones para creer que no habían ido muy lejos y que se hallaban ocultos en algún escondite que tenían preparado previamente. Se tuvo, a pesar de todo, desde el primer momento, la certidumbre de que llegarían a dar con su paradero, porque el cocinero, según declaraciones de algunos proveedores que tuvieron ocasión de verlo por la ventana, era hombre de aspecto por demás llamativo. Se trata de un mulato gigantesco y feísimo, de rasgos amarillentos, de marcado tipo negroide. A este individuo se lo ha visto con posterioridad al crimen, porque la noche siguiente fue descubierto y perseguido por el guardia de la policía Walters, pues tuvo la audacia de regresar al pabellón Wisteria. El inspector Baynes, pensando que una visita de esa clase no se hacía sin ninguna finalidad determinada, y que era probable, por consiguiente, que se repetiría, dejó sin guardia la casa, pero colocó personal emboscado en los matorrales. El individuo en cuestión cayó en la trampa y fue capturado la noche pasada después de grandes forcejeos, en el transcurso de los cuales dio una feroz mordedura al agente de policía Downing. Tenemos entendido que, cuando el preso sea llevado ante los jueces, la policía solicitará que se mantenga su detención, y se espera que su captura traiga como consecuencia grandes novedades.”
—No tenemos más remedio que ir a visitar inmediatamente a Baynes –exclamó Holmes, echando mano a su sombrero–. Lo alcanzaremos con el tiempo preciso antes que salga de casa.
Cruzamos a toda prisa la calle de la aldea y, tal cual esperábamos, encontramos al inspector cuando salía de sus habitaciones.
—¿Ha leído usted el periódico, señor Holmes? – preguntó, alargándonos un ejemplar del mismo.
—Sí, lo he leído, señor Baynes. Le ruego que no tome a mal que lo ponga a usted amistosamente en guardia.
—¿En guardia, contra qué, mister Holmes?
—He estudiado este caso con especial atención, y no estoy convencido de que la dirección que usted sigue sea la verdadera. No me agradaría que se lanzara demasiado adelante por ese camino, a menos que tenga una completa seguridad.
—Es usted muy amable, Holmes.
—Le aseguro que hablo pensando en usted.
Creí advertir en uno de los ojillos del señor Baynes un temblor que se parecía a un guiño.
—Señor Holmes, habíamos convenido en que cada cual llevase el asunto siguiendo sus propias directrices, y eso es lo que yo estoy haciendo.
—Pues entonces, no digo nada –contestó Holmes–. No lo tome a mal.
—De ninguna manera, señor; yo creo que usted mira por mi bien. Pero todos tenemos nuestros métodos de trabajo, señor Holmes. Usted tiene los suyos y quizá yo también tenga los míos.
—Ni una palabra más.
—De todos modos, le voy a dar con mucho gusto los datos que poseo. El individuo en cuestión es un completo salvaje, tan fuerte como un caballo percherón, y tan agresivo como un demonio. Casi le arrancó el pulgar a Downing de un mordisco, antes que pudiera ser dominado. Apenas si habla algunas palabras en inglés, y sólo hemos conseguido que nos conteste con gruñidos.
—¿Y usted cree tener pruebas de que él asesino a su amo?
—Yo no he dicho eso, señor Holmes; yo no he dicho eso. Todos tenemos nuestros pequeños trucos. Pruebe usted con los suyos y yo probaré con los míos. Ése es nuestro convenio.
Mientras nos alejábamos, Holmes se encogió de hombros y dijo:
—No puedo conseguir que ese hombre se me confiese. Me da la impresión de que cabalga de tal forma que va a sufrir una caída. Pero bueno, y como él dice, cada uno de nosotros debe proceder a su manera, y ya veremos lo que resulta. Sin embargo, observo algo en el inspector Baynes que no acabo de comprender por completo.
Una vez que estuvimos de vuelta en nuestra habitación de “El Toro”, me dijo Sherlock Holmes:
—Watson, haga el favor de sentarse en esa silla, porque voy a ponerlo al tanto de la situación, pues bien pudiera ser que esta noche yo necesite su ayuda. Voy a explicarle la evolución que ha experimentado este caso hasta donde yo he sido capaz de seguirlo. En sus rasgos fundamentales ha sido sencillo, pero, a pesar de ello, ha ofrecido extraordinarias dificultades para poder realizar una detención. En ese aspecto hay todavía huecos que necesitaré llenar… Volvamos a la carta que le fue entregada a García la noche de su muerte. Podemos descartar la idea que tiene Baynes de que los criados de García participaron en el hecho. La prueba en ello la tenemos en que quien se las había ingeniado para que Scott Eccles se hallase presente aquella noche en la casa fue el mismo García, y ya sabemos que ese acto no podía tener otra finalidad que la de preparar una coartada. Era, pues, García quien meditaba una empresa, una empresa que por lo visto era criminal, porque sólo quien medita un crimen trata de establecer una coartada. ¿Quién es, pues, la persona que con mayor probabilidad le quitó la vida? No cabe duda de que esa persona es la misma contra la cual iba dirigida la empresa criminal. Hasta aquí creo yo que avanzamos por terreno firme… Nos encontramos, pues, con una razón que explica la desaparición de los criados de García. Todos ellos estaban confabulados para cometer algún crimen que nosotros desconocemos. Si ese crimen se realizaba, García regresaría a casa, quedaría cubierto contra toda sospecha por la declaración del caballero inglés, y no habría pasado nada. Pero lo que premeditaban debía de ser una empresa peligrosa, y si García no regresaba a casa a una hora determinada, era probable que hubiese perdido la vida él mismo. Por consiguiente, habían quedado convenidos en que, si tal cosa ocurría, sus dos subordinados huirían a algún lugar previamente estipulado, para librarse de allí de las pesquisas y estar en situación de renovar más adelante el intento. ¿No es cierto que esta hipótesis explica todos los hechos ocurridos?
Tuve la sensación de que la inexplicable maraña se desenredaba ante mis ojos. Y, como siempre me ocurría, me pregunté cómo no había visto yo antes una cosa tan evidente.
—Pero ¿por qué razón había de regresar uno solo de los servidores?
—Podemos suponer que, en la confusión de la fuga, se habían olvidado de algo de mucho valor, de algo que no se resignaban a desprenderse. Eso explicaría la insistencia en regresar, ¿no es cierto?
—Bien, ¿y cuál es el próximo paso?
—El paso que viene a continuación es la carta recibida por García durante la cena. Ella descubre la existencia de otro compinche en el extremo contrario. Pero ¿dónde se encuentra el extremo contrario? Ya le tengo dicho que ese extremo sólo podía encontrarse en alguna casa muy espaciosa, y que el número de casas de esa categoría que hay en el contorno es muy escaso. Los primeros días que pasé en esta aldea los consagré a una serie de caminatas, y durante éstas, en los intervalos de mis pesquisas botánicas, llevé a cabo un reconocimiento de todas las casas grandes y un examen de la historia familiar de sus ocupantes. Una, sólo una de las casas reclamó mi atención. Esa casa fue la conocida granja de estilo jacobino, de High Gable, situada a dos kilómetros del extremo más lejano a Oxshott, y a menos de un kilómetro del escenario de la tragedia. Las demás casonas pertenecen a gentes prosaicas y respetables, que viven muy lejos de todo lo novelesco. En cambio el señor Henderson, de High Gable, resultó desde todo punto de vista un hombre raro al que bien podían ocurrirle aventuras insólitas. Concentraré, pues, mi atención en él y en su casa… Ahí tiene usted, Watson, una colección de gentes raras; y la más curiosa entre todas ellas es el mismo Henderson. Me las arreglé para visitarlo con un pretexto razonable; pero me pareció leer en sus ojos negros, profundos y amigos de la meditación, que él sabía perfectamente cuál era mi verdadera finalidad. Es un hombre de cincuenta años y aires de emperador; es decir, un hombre impetuoso, dominador, que oculta un temperamento al rojo vivo detrás de su cara apergaminada. O es extranjero o ha vivido mucho tiempo en los trópicos, porque tiene un color amarillento y está reseco, aunque es tan correoso como una trenza de látigo. Su amigo y secretario, el señor Lucas, es indudablemente extranjero, de color chocolate, complaciente y gatuno, con una melosidad venenosa en el habla. De modo, pues, Watson, que nos encontramos ya ante dos grupos de extranjeros, uno en el pabellón Wisteria, y el otro en High Gable, con lo que empiezan a taparse los huecos de los que antes le hablaba. Esta pareja de amigos íntimos y confidenciales constituyen el centro de toda la casa; pero hay otra persona que quizá sea más importante para las finalidades inmediatas que perseguimos nosotros. Henderson tiene dos hijas, una de doce y otra de trece años. Tienen de institutriz a cierta señorita Burnet, inglesa, de unos cuarenta años. Hay también un criado de confianza. Este pequeño grupo es el que forma la verdadera familia, porque siempre viajan juntos, ya que Henderson es un gran viajero que anda siempre de un lado para otro. No hace más que unas semanas que regresaron a High Gable, después de un año de ausencia. Agregaré que es un hombre inmensamente rico que puede satisfacer todos sus caprichos sin sacrificio alguno. Fuera del grupo del que hablo, su casa está llena de despenseros, lacayos, doncellas y todo personal sobrealimentado y en holganza que es común ver en las grandes residencias campestres de Inglaterra… De todo eso me enteré en parte por los chismorreos de la aldea, y en parte por mi propia observación. No hay mejores instrumentos en esa tarea que los criados que han sido echados y se sienten resentidos. Yo tuve buena suerte, aunque tampoco lo habría encontrado si no hubiese andado a su caza. Como dice Baynes, cada cual tiene su sistema. Fue mi método de trabajo el que me permitió conocer a John Warner, quien fue jardinero de High Gable y que fue despedido en un momento de mal humor por su despótico amo. A su vez, el jardinero tenía amigos entre la servidumbre del interior de la casa, a la que unen el temor y la antipatía hacia el amo. En esa forma conseguí la llave que me iba a abrir los secretos de aquella familia… ¡Gente rara, Watson! No afirmo que conozca ya todo lo que allí ocurre, pero son, sin duda alguna, gente rara. El edificio esta compueso de dos alas; la servidumbre vive en una y la familia en otra. Entre los dos sectores no existe más ligazón que el criado de confianza de Henderson, quien sirve de comer a la familia. Todo se lleva hasta una determinada puerta, que conecta las dos alas. La institutriz y las niñas apenas salen, como no sea al jardín. Jamás, ni por casualidad, Henderson se pasea solo. Su moreno secretario es como su sombra. Entre la servidumbre se rumorea que su amo tiene un miedo terrible de algo. Warner dice: “Vendió su alma al diablo por dinero, y teme que su acreedor se presente en cualquier momento a reclamar la deuda.” Nadie tiene la menor idea de dónde vinieron, o quiénes son. Es gente violenta. En dos ocaciones Henderson la ha emprendido a latigazos con algunas personas, y tan sólo se ha librado de comparecer ante los tribunales gracias a su repleta bolsa y a las fuertes indemnizaciones que ha pagado… Y ahora, Watson, examinemos la situación de estos datos nuevos. Podemos dar por supuesto que la carta procedía de esta extraña familia, y que en ella se invitaba a García a realizar algún proyecto que tenían convenido. ¿Quién escribió la carta? Alguien que estaba dentro de la ciudadela, y que era una mujer. ¿Qué otra persona podía ser sino la institutriz Burnet? Todos nuestros razonamientos nos llevan en esa dirección. Podemos, en todo caso, tomarlo como una hipótesis, y ver las consecuencias que de ella se derivarán. Agregaré que la edad y la manera de ser de la señorita Burnet viene a desmentir mi primera suposición de que pudiera haber en nuestra historia un asunto amoroso… Si ella escribió la carta, es de suponer que era amiga y aliada de García. ¿Qué actitud puede suponerse en consecuencia que adoptaría al recibir la noticia de su muerte? Si la empresa en que colaboraban era pecaminosa, se callaría, aunque guardase en su corazón aborrecimiento y odio contra quienes le habían dado muerte; y también era de presumir que prestaría su ayuda, mientras se tratase de tomar venganza de ellos. ¿Me sería posible hablar con ella, y servirme de ella? Tal fue mi primer pensamiento. Pero ahora nos enfrentamos con un hecho siniestro. Desde la noche del crimen, nadie ha visto a la señorita Burnet. Desde entonces se ha esfumado por completo. ¿Vive? ¿Ha sufrido suerte idéntica y en idéntica noche que el amigo al que había dado cita? ¿O la tienen simplemente prisionera? He ahí el punto que nos queda todavía por resolver… Por lo dicho se dará cuenta usted, Watson, de lo difícil de la situación. No disponemos de prueba alguna que nos permita solicitar un edicto judicial. Si expusiésemos ante un juez nuestras suposiciones, las tomaría por pura fantasía. La desaparición de la mujer nada representa, porque en esa extraordinaria servidumbre puede ocurrir que no se vea a uno de sus miembros, durante una semana entera. Sin embargo, pudiera encontrarse ahora mismo en peligro de muerte. Todo lo que yo puedo hacer ahora es vigilar la casa, haciendo que mi agente Warner monte guardia frente a las puertas exteriores del parque. No podemos consentir que se prolongue semejante situación. Puesto que la justicia no puede hacer nada, debemos actuar cargando nosotros con los riesgos.
—¿Qué es lo que usted sugiere?
—Conozco la habitación de esa mujer. Se puede llegar hasta ella por el tejado de una de las dependencias accesorias. Sugiero, pues, que usted y yo vayamos allí esta noche para ver si damos en el corazón mismo del misterio.
La perspectiva, no tengo más remedio que reconocerlo, no era muy atrayente. La vieja casa, con su atmósfera de misterio, sus extraños y temibles habitantes, los peligros desconocidos que podía ofrecer el acercarse a ella, y el que, desde el punto de vista legal, nos colocábamos en una situación riesgosa, todo, en fin, se combinaba para darle un apagón a mi entusiasmo. Pero la frialdad de témpano que Holmes ponía en sus razonamientos tenía algo que hacía imposible echarse atrás cuando él recomendaba alguna aventura. Le daba a uno el convencimiento de que así, y sólo así, era posible llegar a la solución. Estreché su mano en silencio. La suerte estaba echada.
Pero no quiso el destino que nuestra investigación tuviese un final aventurero. Serían las cinco de la tarde, y ya empezaban a descender las sombras de marzo, cuando se precipitó dentro de nuestra habitación un excitado campesino.
—Se fueron, señor Holmes. Se marcharon con el último tren. La señora se escapó y yo la tengo escondida abajo, en un coche.
—¡Magnífico, Warner! –exclamó Holmes, poniéndose de pie de un salto–. Watson, esos huecos se van llenando rápidamente.
Dentro del coche encontramos una mujer, medio desmayada por efecto del agotamiento nervioso. En los rasgos de su cara aguileña y enflaquecida mostraba las huellas de alguna tragedia reciente. La cabeza le colgaba inexpresiva sobre el pecho, pero cuando la levantó y fijó en nosotros sus ojos apagados, vi que sus pupilas formaban dos puntitos negros en el centro del ancho iris grisáceo. La habían narcotizado con opio. Nuestro emisario, es decir, el jardinero despedido, nos dijo: