Siempre juntos - Sharon Kendrick - E-Book
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Siempre juntos E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Ursula O'Neil había encontrado a su hombre ideal hacía mucho tiempo y lo veía todos los días, ya que era su jefe. Pero Ross Sheridan, genio de la publicidad, estaba casadísimo con Jane y además tenía una preciosa hija. Pero cuando Ross invitó inesperadamente a Ursula a la fiesta de cumpleaños de su hija, se dio cuenta de que el matrimonio de Ross era una farsa. Y cuando Jane lo dejó para irse con otro hombre, Ross acudió a Ursula en busca de ayuda para criar a su hija. Como ella adoraba a la niña, no le importó en absoluto, pero... ¿qué más quería Ross de ella?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 1998 Sharon Kendrick

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Siempre juntos, n.º 1142 - febrero 2020

Título original: One Husband Required

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-075-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

Julio

 

URSULA?

–Dime, Ross.

–Esto… ¿Haces algo el sábado que viene?

Ursula O’Neil era una mujer práctica que normalmente funcionaba casi en piloto automático hasta el mediodía. Pero aquella pregunta bastó para hacer que su mano se detuviese sobre el teléfono. Miró a su jefe muy sorprendida.

Fue tanto el «esto…» como la pregunta en sí misma lo que la hizo erguirse y prestar atención.

Trabajar con un hombre durante seis años quería decir llegar a conocerlo bien. Ross Sheridan podía parecer ausente cuando se concentraba en el trabajo, mostrarse irritable cuando se acercaba una fecha límite, y ser blandísimo con su hija pero… ¿Dudar, él? Eso nunca.

Las palabras eran su negocio, su mercancía. Lo que Ross no pudiera hacer con palabras es que no merecía la pena. Podía hacerte llorar, reír o salir corriendo a comprar cierta marca de comida para perros… ¡Incluso si no tenías perro!

Ya había llegado a director de la agencia, pero en el fondo de su corazón era un redactor de publicidad.

Y un hombre que jamás dudaba.

Ursula se olvidó de la llamada que iba a hacer.

–¿Te importaría repetirme eso que acabas de decir, Ross?

Ross observó con atención el lápiz que tenía entre los dedos. Entonces alzó los ojos y sonrió y Ursula se vio asaeteada por unos ojos tan oscuros que parecían negros. Negros como la tinta, brillantes e inolvidables.

Pero su mirada estaba ensombrecida por el fruncido ceño.

–He dicho que si haces algo el sábado que viene.

Una cosa era segura: no le estaba pidiendo una cita. Aun así Ursula se concedió un instante para disfrutar de aquella fantasía antes de decir:

–No, la verdad es que no. ¿Por qué?

–Porque damos una fiesta.

–¿Dais una fiesta? –repitió ella lentamente.

–Eso es.

–¿Dónde?

–¿Y dónde da fiestas la gente normalmente? En casa, por supuesto.

–Ya, ya te entiendo.

Pero no lo entendía. Ross y su mujer habían organizado antes muchas fiestas y nunca se habían molestado en mandarle una invitación. ¿Por qué este súbito cambio de opinión?

–Y nos hemos preguntado si te gustaría venir.

Ursula continuó mirando a Ross como si buscase pistas en una cara que era demasiado interesante para describirla como meramente bella. Aunque no andaba lejos de serlo…

–¿Yo? –exclamó ella dándose cuenta de que lo había dicho con tono de moderna Cenicienta.

–Sí, tú –confirmó él frunciendo aún más el ceño–. ¡Por Dios, Ursula, jamás te he visto tan atónita! ¿Qué es lo que crees que va a pasar? ¿Que te voy a dar en la cabeza con un mazo y te voy a vender al mejor postor?

Interesante fantasía, pensó Ursula.

Él se recostó más en la silla.

–¿Tanto te ha chocado que te invite?

–No, no me ha chocado. Haría falta algo más que eso, Ross… Sorprenderme sería una palabra más exacta. Quiero decir que, en todos los años que llevo trabajando contigo…

–¡Por favor, no me recuerdes cuántos son!

–No, no voy a hacerlo.

Años que se habían esfumado. La constancia de cuántos eran debería desasosegar a Ursula más que a Ross, pero ella nunca se permitía parar a pensarlo. Porque si lo hacía tal vez llegase a la conclusión de que su vida era una rutina y que ya era hora de un cambio.

Y no quería cambiar porque, ¿qué persona en su sano juicio iba a renunciar al trabajo perfecto y al jefe perfecto?

–Desde mi primer día en este loco mundo de la publicidad –sonrió ella– y desde el momento en que me sacaste de la oscuridad de la oficina general para nombrarme ayudante personal tuya…

–¿Qué? –le interrumpió él con impaciencia como solía hacerlo cuando consideraba algo poco pertinente–. ¿Qué tiene todo eso que ver con que te invite a una fiesta?

–Pues que nunca me has invitado a ninguna fiesta en tu casa.

–¡Eso es porque una vez me dijiste con bastante convicción que no te gustaba mezclar los negocios con el tiempo libre!

Ursula lo pensó un instante.

–Es verdad… –admitió.

Era verdad que lo había dicho, pero no que lo pensase de verdad, claro. No en el fondo. Había sido un truco para sobrevivir al desproporcionado encanto de su jefe. A decir verdad, habría podido pasarse cada tarde felizmente en compañía de su jefe. Y cada almuerzo, y cada desayuno. Para ser brutalmente sincera, cada hora del día. Y solo una cosa la detenía.

Él estaba casado.

Y aunque no lo hubiera estado, tampoco la habría mirado a ella dos veces. A los hombres como Ross Sheridan nunca les atraían las mujeres con muchas curvas. Con una caderas mullidas y unos pechos como dos melones maduros. Les gustaban las mujeres delgadas. Hasta flacas. Mujeres huesudas como un caballo de carreras, mujeres con clase.

Como Jane, la esposa de Ross.

Jane, que era alta y muy creativa y que tenía las cualidades a que aspiran todas las lectoras de revistas para adolescentes. Jane, que se podía poner un vestido andrajoso de segunda mano y parecer una modelo.

Ursula se obligó a tragarse aquella estúpida emoción, cualquiera que fuese, que le oprimía la garganta y miró a su jefe.

–Y esa fiesta… ¿En beneficio de qué es?

–Le prometimos a Katy que tendría una fiesta de cumpleaños –dijo él lentamente–. Y Jane pensó que estaría bien aumentarla un poco e invitar a algunos adultos. Yo pensé en ti inmediatamente.

–Ah –sonrió una complacida Ursula–, ya veo.

Katy era la hija de Ross y Ursula la quería muchísimo. Él la llevaba algunas veces a la oficina cuando la niña estaba de vacaciones y Jane muy ocupada. A Katy le gustaba seguir a Ursula por todas partes como un perrillo y Ursula a su vez disfrutaba de su compañía.

–No puedo creer que ya sea su cumpleaños otra vez –le dijo ella–. Cumple once, ¿no?

Él negó con la oscura cabeza.

–Diez –dijo al tiempo que jugueteaba con el lápiz como si fuese un bastón de majorette, igual que hacía siempre que estaba concentrado–. Aunque parece mayor.

–Y además se comporta como si lo fuese –observó Ursula pensativamente al recordar la notable serenidad de Katy–. Es una mujercita muy adulta, y sabe más de fracciones y números naturales de lo que yo sabré jamás.

–Bueno, eso no es mucho –contestó Ross con un brillo travieso en los negros ojos–, ya que tú eres la persona menos dotada para las matemáticas que conozco…

–¡Si eso quiere decir que no me gusta nada que tenga que ver con los números, es verdad!

Ursula continuó observando los juguetones dedos de Ross.

–¿Hay algún problema, Ross?

Los dedos de él se detuvieron y sus ojos se entrecerraron, aguzando la mirada.

–¿Problemas? –repitió él suspicazmente–. ¿Por qué lo dices?

–Me da la impresión de que estás un poco preocupado esta mañana –contestó ella con sinceridad–. Y en lo que va de semana, para ser sincera.

En realidad había sido así durante todo el mes, para ser brutalmente sincera.

–Me conoces demasiado bien, Ursula –dijo él lentamente, aunque sonó más a acusación que a cumplido.

–Bueno –dijo ella sin hacer caso de la mirada de alerta en sus ojos–, ¿qué es lo que está pasando?

–Varias fechas límite se acercan…

–¡Pues delega! –le dijo ella severamente–. Por Dios, eres el director de la agencia…

–Pero los clientes me quieren a mí.

Ese era el problema. El cliente siempre lo quería a él.

–Puede que el cliente no pueda tenerte –se indignó ella–. Puede que tenga que trabajar con Oliver o con uno de esos niños prodigio de la publicidad a los que les pagas unos estupendos sueldos.

–Ya veremos –dijo él encogiéndose de hombros para volver a lucir una indolente sonrisa–. Entonces, ¿vas a venir, Ursula? A Katy le encantaría verte por allí.

–Sí, gracias. Me encantará ir.

–Estupendo.

–¿A qué hora tengo que ir?

–¿Hacia las seis te va bien? Le prometimos a Katy que la fiesta podría ser un poco tarde.

Otra vez aquel plural que le recordaba a Ursula, como si se le pudiese olvidar, que Ross ya compartía su vida con alguien.

–¿Entonces no va a haber gelatina y helado? –preguntó ella en tono jovial.

–Yo no diría eso. Es más, si te portas bien puede que hasta te toque algo de tarta de chocolate –sonrió él mientras empezaba a hacer dibujitos en una hoja de papel, señal de que daba por terminada la conversación.

–¿Te apetece un café? –le preguntó Ursula poniéndose de pie.

–Buena idea.

Ella ya estaba en la puerta cuando él dijo:

–Ursula…

Ella se volvió y entonces advirtió las ojeras que él tenía y pensó que le hacía falta dormir una noche entera.

–Dime, Ross.

–¿Me podrías traer un par de aspirinas con el café?

Cuando ponía esos ojos de cachorrillo abandonado Ursula hubiera sido capaz hasta de machacar tiza para hacer las aspirinas ella misma.

–¿Tienes resaca –preguntó ella dulcemente–, o es alguna enfermedad crónica de la que debería tener noticia?

Él arrugó la frente.

–Solo te he pedido dos aspirinas, ¡no me esperaba un examen médico completo de ti!

–Sí, jefe –dijo muy dispuesta–. Usted quédese aquí descansando mientras yo voy por ahí haciendo sus recados.

–Gracias –contestó él distraídamente mientras escribía algo y sin reparar en el sarcasmo de la respuesta.

Ursula fue a la cocinita contigua, molió café y encendió la cafetera. Entonces se quedó mirando por la ventana, contemplando los tejados de Londres, mientras esperaba a que el agua hirviese. Reflexionó sobre la suerte que tenía al trabajar justo en el centro, en aquel edificio tan bonito. ¡No le había ido mal para ser una chica que solo tenía unos cuantos certificados de mecanografía!

Al igual que el resto del edificio la cocina había sido diseñada con sumo gusto, como se podía esperar de una agencia de publicidad. Como Ross le había dicho el día que llegó a Wickens, «La imagen lo es todo en este negocio». Ursula recordó que lo dijo en un tono irónico, como si estuviera un tanto harto y que ella se preguntó entonces si él sería feliz o no.

Rememoró también el día en que se había enterado de que él estaba casado y tenía una hija y cómo le dolió la decepción. Lo cuál le resultó ridículo cuando volvió a pensarlo más tarde. ¿Cómo se le había podido pasar por la cabeza que un hombre que lo tenía todo, como él, iba a mostrar interés en una rellenita huérfana irlandesa como ella?

–¿Qué ha pasado con el café? –se le oyó gruñir entonces–. ¿Es que te has ido a Colombia a recolectarlo?

Ursula sonrió mientras sacaba dos aspirinas de la cajita, llenaba un vaso de agua y se lo llevaba todo.

Estaba muy pálido, pensó ella al darle el agua y las pastillas.

–Gracias.

–Ross, ¿estás enfermo?

Él negó con la cabeza.

–Solo es falta de sueño.

–Bueno, pues no frunzas tanto el ceño –le dijo ella con ternura–, que te van a salir arrugas.

Volvió acto seguido a la cocinita en que el aromático café ya humeaba, antes de que él tuviese tiempo de salir con alguna respuesta ingeniosa.

Le llevó la bandeja con el café y unas cuantas de sus galletas favoritas. Se había servido a sí misma otra taza y, cuando se sentó a su propia mesa con esta, la voz profunda de él rompió el silencio.

–Ursula…

–Qué, Ross.

–Oye… ¿Tú cuántos años tienes?

Ursula parpadeó sorprendida. De nuevo había notado cierta poco característica duda en su voz.

–¡Pero si ya lo sabes!

La boca de él se curvó en un gesto que recordaba al de un niño obstinado.

–No, no lo sé. No exactamente –insistió él.

–¿Y cuánta exactitud quieres? ¿Quieres que te lo diga al minuto? ¿Es que me vas a hacer la carta astral?

–Qué graciosa…

–¿Pero es que no sabes que es una grosería preguntarle a una dama su edad?

–Es que yo no veo damas –se burló él–. Solo mujeres.

La suavidad aterciopelada con que había dicho aquellas palabras tuvo el poco deseable efecto de hacerla sonrojarse.

–Ursula –rio él–, te estás sonrojando.

–¡Culpa tuya! –repuso ella.

–Lo he dicho porque te estabas mostrando tan reticente a hablar de tu edad…

–No era reticencia –le contestó–. Era un deseo, perfectamente natural por otra parte, de guardarme algo para mí misma.

–Yo que tú no me esforzaría mucho. Ya te guardas un montón para ti misma –comentó él con cierta ambigüedad antes de tomar un sorbo de café para después mirarla fijamente–. Bueno, ¿me lo vas a decir?

–Tengo veintisiete años… Veintiocho dentro de poco –dijo apartando la mirada–. ¿Por qué lo quieres saber?

Él contestó con un gesto inocente.

–¿Y por qué había de tener una razón?

–Por supuesto que tiene que haber una razón –le respondió–. Llevo seis años trabajando contigo y nunca me lo has preguntado.

–A lo mejor es que te quiero dar una sorpresa…

–¿Quieres decir que mañana vas a llegar a tu hora?

Él rio, pero fue una risa un tanto tensa.

–Tienes razón –admitió él–, últimamente estoy llegando tarde muy a menudo.

Ursula colocó los documentos que tenía sobre el escritorio. No tenía intención de preguntarle por qué. No hacía falta. Los hombres casados que llegaban tarde por la mañana tenían una muy legítima razón para hacerlo: se suponía que se habían entretenido con los encantos femeninos de sus esposas.

–A ver, entonces, ¿de dónde viene ese súbito interés por mi edad? –preguntó ella de nuevo–. ¿No será que has decidido que, por todos estos años de servicio, me merezco un aumento de sueldo? O a lo mejor me lo merezco simplemente por todo lo que te he aguantado.

Sin hacer caso de aquella pregunta Ross tomó un lápiz y, con tres trazos, hizo una estupenda caricatura de un político mujeriego que llevaba toda la semana saliendo en las noticias.

–Es preocupante –dijo tras un minuto– pensar en que ya tienes casi treinta años.

–Muy preocupante –confirmó Ursula–, especialmente cuando lo dices así. Porque no es así. ¿Quién es el desastre en matemáticas ahora? No se si te das cuenta de que me faltan más de dos años para cumplir treinta. Vamos, que no es como si ya estuviera haciendo cola para cobrar la pensión… Además –añadió ella, un tanto a la defensiva, como si aquello la ayudase a conjurar el miedo a una vejez solitaria–, treinta años no son tantos en estos días.

–No, tienes razón. No es mucho –dijo él pensativamente mientras la observaba con aquellos brillantes ojos–. ¿Hay algún hombre en tu vida?

Ursula no podía creerlo. ¿Qué le estaba pasando a Ross? Primero la invitaba a la fiesta de Katy y ahora esto. Jamás había mostrado ningún interés por su vida privada.

–¿Quieres decir… que si salgo con algún chico? –preguntó casi conteniendo la respiración.

Ross esbozó una extraña sonrisa.

–¿Quiere eso decir que sales con chicos y no con hombres?

¿Si él supiera!

Pero no lo sabía ni él, ni nadie. Ni siquiera su hermana, aunque Ursula sospechaba que Amber ya había descubierto su embarazoso secreto. Que había llegado a los veintisiete y solo había tenido un novio. Y además, tampoco había sido tan en serio. Al menos no si se juzgaba la relación por lo que la mayoría de la gente lo hacía: el sexo. Porque en un mundo liberal en el que la experiencia era lo que se valoraba, Ursula O’Neil era aún una anacrónica virgen.

–No, no tengo novio –le dijo esperando que su tono no resultase hostil–. Ya estoy bastante ocupada con las clases de baile y de francés. Y además leo mucho. Mira, ¡no necesito un hombre para justificar mi existencia! –dijo mirándolo con suspicacia–. ¿Y se puede saber por qué de repente te interesa tanto mi vida?

–Por nada –dijo él ingenuamente antes de devorar una galleta.

–No has desayunado hoy, ¿verdad?

–¿Cómo lo sabes?

–Porque casi te comes los dedos también. Eso me ha dado una pequeña pista…

Él sonrió y capturó con la lengua una migaja que le había quedado en un dedo.

–Ursula, eres inteligente, graciosa y muy paciente –dijo antes de hacer una pausa para mirarla–, ¿nunca te has planteado cambiar de trabajo?

Puede que Ursula se sintiese algo insegura en cuanto a su apariencia y a su atractivo para los hombres pero en lo que se refería al trabajo estaba muy segura de sí misma. No se le había pasado por la cabeza ni por un instante que Ross la estuviese animando a irse. Adoptó entonces una expresión de falso horror antes de responder:

–¿De verdad hace falta que te conteste? ¿Un lunes por la mañana y cuando estás con dolor de cabeza? ¿Qué pasa Ross, es que tienes miedo de que me vaya y te deje tirado?

–Estoy hablando en serio, Ursula.

–Yo también –dijo mirándolo con los azulísimos ojos de enormes pestañas que, según su madre decía, eran su mejor rasgo–. Me imagino que esto no es la introducción para acabar «dejando que me vaya», o cualquiera que sea el horrible eufemismo que usen estos días para despedirte. ¿O me equivoco?

–¿Despedirte a ti? –dijo él con una sonrisa de incredulidad–. Si te digo la verdad, no me imagino esta oficina sin ti.

Lo cual podía ser un cumplido pero la dejó un tanto preocupada.

–Ross, ¿a ti te parece que yo he caído en la rutina?

–Por la forma en que lo dices debes de pensar que otros sí lo han hecho. ¿Estás pensando en alguien en particular?

–Sí, en mi hermana.

Ross arrugó la frente.

–¿En Amber? ¿Amber la modelo?

–Bueno, ahora apenas trabaja como modelo. No desde que está con Finn Fitzgerald.

–¿Pero es que ella no está de acuerdo con que trabajes aquí?

Ursula se mordisqueó el labio y deseó no haber empezado aquella maldita conversación. La vida era más fácil dejándose llevar sin hacer muchas preguntas.

–Amber piensa que seis años en el mismo trabajo es mucho tiempo.

–Y tiene razón –dijo él lentamente.

Ella lo miró alarmada. Puede que se hubiese confundido. Puede que él, en su subconsciente, quisiera que ella se fuese.

Ross percibió el miedo en sus ojos y meneó la cabeza.

–A ver, ¿qué se te está pasando por esa preciosa cabecita?

–¡No me hables con esa condescendencia! –le espetó ella–. ¡Y no me mientas!

–¿En qué te estoy mintiendo?

–Yo no soy preciosa.

–Bueno, eso es puramente subjetivo. Y resulta que a mí sí me lo pareces. Mucho –dijo él sonriendo al verla sonrojarse–. De hecho, si me propongo ser objetivo, podría describir esos ojos como dos zafiros engarzados en una piel tan fresca como una rosa después de la lluvia…

–Te estás dejando llevar por la deformación profesional –lo interrumpió ella secamente–. ¿Qué intentas decirme, Ross? ¿Que como equipo empezamos a agotarnos? ¿Que hay alguna otra que quiere mi puesto y tú prefieres que me vaya?

Ross suspiró.

–No, no quiero que te vayas a ninguna parte. Por el momento lo único que quiero es resistirme a la tentación de decir lo que pienso sobre la lógica femenina. O, mejor dicho, la falta de ella –añadió algo sombríamente–. Pero sí me interesa que me cuentes cuáles son las objeciones de tu hermana a que trabajes conmigo. Sobre todo porque casi no me conoce. ¡Solo nos hemos visto unas pocas veces! –terminó él con indignación.

–Bueno –dijo ella haciendo un evasivo gesto con los hombros–, ya sabes…

–No, Ursula. No lo sé.

–Dice que…

–Que… –añadió él tratando de animarla a hablar.

No se atrevía a contarle cuáles eran las verdaderas razones de su hermana para animarla a dejar Sheridan-Blackman. A decirle que Amber pensaba que Ursula estaba siendo poco realista malgastando su vida suspirando por un hombre que nunca sería suyo. ¡Excepto que ella no suspiraba ni estaba siendo poco realista!, pensó una desafiante Ursula.

El que le gustase Ross como hombre y disfrutase trabajando con él no quería decir que estuviese desesperada por llevárselo a la cama.

–Piensa que un cambio de aires me vendría bien.

–A lo mejor merece la pena que te lo pienses –dijo él sin que Ursula se lo esperase.

–¿Quieres decir…?

–No quiero decir nada –le interrumpió él con impaciencia–. Solo que puede que fuese buena idea que te lo pensases si surgen otras ofertas.

¿Otras ofertas? Ursula lo miró, confusa.

–Pero no es probable que eso suceda, ¿no? No estoy haciendo nada por buscar otro trabajo y como soy una ayudante y no una creativa no se puede decir que los cazatalentos vayan a pensar en mí.

–Supongo que tienes razón –contestó él si más–. ¿Tienes mucho trabajo?

–No, no demasiado.

Había intentado responder en un tono desenfadado pero le resultaba difícil ahora que él había sembrado la duda en su mente. De alguna manera había pasado en apenas media hora de sentirse segura a insegura respecto a su puesto de trabajo.

–Si no no estaría aquí cotorreando contigo –añadió ella para terminar.

–Entonces, ¿podrías hacerme el favor de bajar a la tienda a comprarme unas cuantas naranjas?

Ella no se alteró en absoluto. Ya estaba más que acostumbrada a sus extrañas peticiones.

–¿Cuántas quieres?

–Una docena.

–Y, ¿son para comer o para mirarlas?

–Para mirarlas. Necesito inspiración. Hay una campaña para zumo de naranja a punto de ser asignada y Oliver está intentando que nos llevemos nosotros el contrato. O sea que tenemos que dar con la frase perfecta que haga que la gente se precipite a los supermercados a comprar los zumos Jerry. ¿Se te ocurre a ti algo?

Ursula se concentró y frunció el ceño. ¿Qué era lo que más la gustaba del zumo de naranja?

–Todo el mundo que anuncia zumo de naranja se centra en lo dulce que es…

–¿Y?

–Que por qué no hacemos precisamente lo contrario: darle más énfasis a lo refrescante que es.

–¿Alguna idea más concreta?

Ursula hizo un gesto como desentendiéndose.

–Bueno, las posibilidades son infinitas. Puedes decir que te refresca el paladar, qué se yo… Tú eres el de los textos, Ross.

–Ya… –murmuró él, muy despacio–. Pero puede que tú debieras hacerlo también. ¿Sabes, Ursula? Creo que no estás en el puesto que te corresponde.

–¡Sí que lo estoy! –dijo ella abriendo la pequeña caja fuerte para tomar un billete de diez libras–. El hecho de que tenga una imaginación fértil no quiere decir que quiera ser una creativa.

Él dejó escapar una carcajada.

–En fin, ¿vendrás a la fiesta de Katy el sábado?

–No me la perdería por nada del mundo –confirmó ella con mucha gracia.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SE OYÓ un «clic» al establecerse la conexión.

–¿Sí?

Ursula hizo una pausa antes de preguntar:

–¿Eres tú, Amber?

–¡Claro que soy yo! Ya deberías ir conociendo mi voz, soy tu hermana…

–Es que tenías la voz, no sé, rara.

Amber dejó escapar un profundo suspiro.

–Es que estoy harta. Finn está otra vez trabajando a todas horas. ¿Y tú qué tal estás?

–Bueno, bien –dijo una dubitativa Ursula–. Ross me ha invitado a una fiesta en su casa el sábado.

–Vaya, vaya… ¿Y su mujer qué opina de eso?

Ursula contó hasta diez para sí misma. Quería muchísimo a su hermana pero a veces le daban ganas de…

–No tengo ni idea –respondió fríamente–. Pero me imagino que ya se lo habrá consultado a ella antes de invitarme. Y preferiría que no sacases conclusiones, Amber. Yo no puedo competir con ella y además Jane me cae bien.

–Sí, sí, claro.

Ursula decidió que tenía que poner freno a las erróneas ideas de Amber sobre qué tipo de fiesta era aquella.

–Sí, me cae bien –insistió más por obligación que por convicción–. Por lo poco que la conozco. Y, de todas formas, la fiesta es por el cumpleaños de su hija Katy.

–Ah…

–¿Por qué lo dices con ese tono?

–Por nada. Me imagino que porque había pensado que te iba a llevar a alguna fantástica fiesta del mundo de la publicidad.

–Pues no es así. De todas formas, yo nunca voy a esas fiestas.

–O sea, que te han invitado a una fiesta de niños.

–En realidad es una cena, aunque temprano.

–Me impresionas…

–Amber, no seas tan irónica.

–No lo soy. Estoy siendo objetiva. Y protectora.

–¿Cómo que protectora?

–Me parece un tanto preocupante que esa… fiesta sea lo más interesante de tu vida social este mes.

–¡No lo es!

–A ver, ¿qué más has hecho este mes?

Incluso Ursula se espantó al oír la respuesta que le dio a su hermana.

–La semana pasada salí a cenar con mis compañeros de la clase de francés…

–¿Había algún hombre?

–¡Había muchos!

–Me refiero a hombres que merezcan la pena –añadió Amber con algo de brusquedad.

–Eso es algo tan subjetivo que no te podría contestar –le contestó una serena Ursula.

–Entonces, si todo te va tan bien, ¿para qué me llamas?

–Porque no tengo nada que ponerme –se quejó Ursula.

Hubo un corto silencio.