Simplemente un hombre - Leanne Banks - E-Book

Simplemente un hombre E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

El príncipe perfecto. Nada más conocer al príncipe Michel Phillipe, Maggie Gillian encontró su aura de perfección de lo más irritante. Pero la razón por la que estaba allí era para darle clases al hijo de su majestad, no para entablar relación con el atractivo padre. Sin embargo, de pronto la invadió el deseo de conocer al hombre que había tras el príncipe... El príncipe Michel estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a sus pies, pero aquella profesora era demasiado para él. Por mucho que fuera príncipe, también era un hombre y tenía las necesidades de un hombre... y Maggie era exactamente lo que necesitaba.

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Leanne Banks

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Simplemente un hombre, n.º 1239 - abril 2016

Título original: Royal Dad

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8190-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Necesitaba una esposa. Aunque hacía rato que tendría que haber resuelto el tema, Michel lo había aplazado todo lo posible.

Apoyado en la barandilla de su balcón, miró el patio privado que brillaba a la luz de la luna. Sabía los requisitos para el cargo: discreción, gracia, comprensión y respeto por su rango. Según sus consejeros, que le proporcionase relaciones políticas beneficiosas sería una ventaja añadida.

La esposa de Michel había fallecido hacía años, dejándolo solo con su hijo. Con una sorda punzada de dolor, recordó a la frágil Charisse. Había sido una esposa diligente y madre cariñosa. Aunque su matrimonio con Charisse había sido de conveniencia, o quizá debido a ello, lo único que Michel llegó a sentir por ella era tierno cariño y necesidad de protegerla. Su hijo era quien había sufrido más su pérdida.

Y nuevamente los consejeros de Michel tenían una lista de los requisitos para el tipo de mujer con el que se debería casar; Michel tenía otra. Ahora era mayor y no estaba tan dispuesto como antes a aceptar ciegamente la elección de sus consejeros. La persona con quien se casase tendría que querer a su hijo como si fuese propio.

Si tuviese que pedir una esposa de encargo, diría que prefería una mujer con largo y suave cabello negro y un cuerpo de curvas bien proporcionadas. Prefería una mujer con voz suave y risa cálida. Y lo que era más importante, obediente por naturaleza.

Movió la mano y la luna hizo rutilar la sortija de oro que llevaba el escudo real de la Casa de Dumont. La sortija era un mero símbolo de una verdad que lo acompañaba desde su concepción: era el Príncipe Michel Charles Philippe, heredero del trono de Marceau. Su padre había fallecido hacía varios años, pero Michel todavía lo extrañaba. Aunque su madre, la Reina Anna Catherine había dado a luz a siete niños, siempre había sido más gobernante que madre.

Michel se sabía envidiado por su riqueza y su poder. Estaba seguro de que había hombres que soñaban con ocupar su puesto, con tomar decisiones inapelables en cualquier cuestión relativa a su país.

Michel, sin embargo, que había experimentado el otro lado del poder, sentía un enorme respeto por el ámbito de sus responsabilidades. Pero a pesar de su poder, no había podido detener el terrible huracán que había devastado Marceau hacía varios años; aunque tenía el segundo rango más alto en el país, no podía eliminar de la noche a la mañana los sempiternos prejuicios raciales ni la ignorancia. No podía resolver todos los problemas de su país en un día.

Por más que fuese el hombre más rico de Marceau y el de mayor posición en su país, por más que le hubiesen enseñado de pequeño a mantenerse aparte, seguía siendo solo eso: un hombre.

Capítulo Uno

 

Por la mañana temprano, Michel se dirigía a su despacho por el pasillo. Tenía la mente dividida entre todas las tareas y decisiones que lo esperaban y los pensamientos que lo habían ocupado la noche anterior. Necesitaría casarse pronto. Una mujer discreta, de buena educación y elegancia, pensó. Una mujer que llevase la paz y la tranquilidad a la casa real de los Dumont.

El ruido de sus pasos en el brillante suelo de mármol no logró apagar en absoluto el volumen de unas voces que se oían al final del pasillo.

–Por aquí, mademoiselle –dijo un hombre en voz alta, modulando las palabras exageradamente–. La acompañaré a sus habitaciones.

–Disculpe –dijo una voz de mujer, casi gritando–. Lo siento, ¿qué ha dicho?

El hombre era Francois, el ayuda de cámara de su hijo. ¿Y la mujer? Michel dio la vuelta a una esquina.

–Mademoiselle Gillian, ¿precisa una medicina? –preguntó Francois, exasperado.

–Quizá –respondió ella–. Siento que le oigo solo la mitad de lo que dice.

Michel dio la vuelta a otra esquina y divisó a Francois y una mujer joven con una alborotada melena pelirroja. Ella llevaba vaqueros y una camiseta con las siglas de un equipo de baloncesto americano. Ninguna de las dos prendas dejaban ver cómo era su figura. No porque él estuviese interesado. Aquella gritona no comprendería lo que significaba la palabra «silencio» aunque se la gritasen en la oreja.

Francois elevó los ojos y su mirada se cruzó con la de Michel. Una expresión de pánico se reflejó en los del sirviente antes de que el hombre hiciese una ligera reverencia.

–Alteza.

Distraído por la verde mirada curiosa y cansada de la mujer, Michel apenas inclinó la cabeza.

–¿Quién es nuestra invitada?

–Príncipe Michel Charles Philipe, me permite que le presente a mademoiselle Maggie Gillian. Ha venido de los Estados Unidos para ejercer de tutora del príncipe Maximillian.

Michel sintió una inmediata punzada de dolor. Su hijo tenía dislexia y le resultaba tan difícil leer que le tenía alergia a los libros. Era necesaria una acción inmediata, así que Michel había decidido contratar a una especialista que le habían recomendado ampliamente. Mademoiselle se enfrentaba al reto de ayudar a Max a superar su discapacidad.

–Bienvenida a Marceau, mademoiselle Gillian. Nos alegra que esté aquí para ayudar a Maximillian –dijo Michel.

–Gacias –le respondió Maggie a voces–. Lo siento, pero no pude oír todo. No me he quedado con su nombre.

Michel lanzó una rápida mirada a Francois, que parecía descompuesto.

–Puede usted llamarlo: «Alteza» –enuncio Francois con precisión.

Maggie parpadeó e hizo una distraída inclinación de cabeza.

–Encantada de conocerlo, Alteza –dijo ella, otra vez a voces.

Francois se estremeció.

Michel carraspeó.

–¿Tiene un problema de audición? –preguntó en voz baja.

–Solo transitorio, Alteza. Parece ser que se le han tapado los oídos durante el largo vuelo.

–De acuerdo –dijo Michel, relajándose–. Llévela a sus habitaciones antes de que tenga que vérselas con la guardia real.

–Eso es lo que intento hacer –masculló Francois y luego añadió–: Alteza.

Michel se dirigió a su despacho y le dio un poco de risa cuando volvió a oír la voz de la mujer resonando por el pasillo. Pobre Francois.

 

 

Ocho horas más tarde, Maggie se despertó con una terrible jaqueca. Sujetándose la cabeza con las manos para evitar que el dolor le empeorase al levantarse, se deslizó cuidadosamente de la cama, agarró la bolsa de sus cosméticos del cuarto de baño y sacó de ella dos pastillas que se puso en la boca y tragó tomando agua directamente del grifo.

Estaba decidida a hablar con su supervisora Carla Winfree cuando consiguiese un teléfono. Quemada por su trabajo de profesora en una escuela pública del centro del Washington, D.C, Maggie había necesitado desesperadamente un cambio. Cuando Carla Winfree se enteró de un trabajo que parecía fantástico en el Mediterráneo, había incluido el nombre de Maggie en la lista de candidatos. La habían elegido, pero no le habían dicho casi nada del alumno ni del trabajo en sí.

–Como que viviría en un palacio –dijo, volviendo a tomar un trago de agua del grifo–. Ni que mi alumno sería un príncipe de siete años. Seguro que está insoportablemente mimado –murmuró. Se lavó la cara y se la secó con una toalla–. Ni que tendría que tratar con un insignificante engreído sabelotodo que responde al nombre de Francois. Y un príncipe, por el amor de Dios.

Un príncipe alto, moreno y guapo, que parecía rígido como una barra de acero. Durante el poco tiempo que había estado con ellos, se había dado cuenta de que a ambos les importaba mucho las apariencias y el decoro.

A Maggie no. Respiró hondo y contó hasta diez. Algo que no podía soportar era la superioridad y el engreimiento. De acuerdo, eran dos cosas, no una, pero estaban relacionadas.

–Puede que no sea la persona adecuada para este trabajo –se cepilló los dientes e intentó no mirarse en el espejo. Después de cruzar medio mundo tenía un aspecto horrible.

Llamaron a la puerta del dormitorio y Maggie deseó que tuviese una mirilla.

–¿Quién es? –preguntó.

Se hizo un breve silencio y casi pudo sentir la exasperación que procedía del otro lado.

–Francois –dijo el irritante hombre.

Maggie abrió la puerta y vio a Francois con una bandeja con té y sándwiches. Se sintió un poco menos irritada. Quizá no fuese tan engreído como había creído después de todo.

–Pase, por favor –le dijo.

El rostro del hombre expresó alivio al entrar a la habitación y dejar la bandeja sobre la mesa.

–¿Sus oídos están mejor? ¿Oui?

–Sí, gracias. Le agradezco el antihistamínico y la comida. Estaba muerta de hambre.

–Suele suceder cuando el vuelo es transatlántico. Ya se adaptará al cambio de horario en los próximos días. Si necesita una pastilla para dormir, pídamela. Mientras tanto, le diré cuáles son sus funciones.

Maggie sintió que se volvía a irritar. Nunca le había sentado bien que le diesen órdenes de forma autoritaria.

–Creo que comprendo mis responsabilidades. Mi obligación es darle clase a Max porque tiene dislexia y está tan desanimado que ya no intenta aprender –alargó la mano y, tomando un sándwich, le dio un bocado.

Francois le dirigió una mirada de desconfianza.

–¿Cómo sabía que se siente desanimado?

–Porque trabajo con niños disléxicos todos los días –dijo ella, añadiendo para sí: «porque yo también he pasado por lo mismo»–. Estos niños hacen todo lo posible por no quedarse atrás, pero cuando siguen fallando se descorazonan. Mi trabajo es hacer que recuperen la esperanza –hizo una pausa–. Habrá sido difícil para la familia aceptar el hecho de que el príncipe Max no fuese perfecto.

–Permítame recordarle que no debe hablar de esto con nadie –le dijo Francois, poniéndose tenso–. Usted ha firmado un contrato de confidencialidad. La discapacidad del príncipe es una cuestión muy delicada.

–Pues, no debería serlo –dijo ella, dándole otro bocado al sándwich–. Einstein también tenía problemas de aprendizaje y era más inteligente que cualquiera de quienes viven en este palacio.

Francois dio muestras de sentirse ultrajado.

–Absténgase de comentar sobre la discapacidad del príncipe con nadie que no sea el príncipe Michel o yo.

–No lo haré, no se preocupe –le aseguró–. Pero debo decirle que no creo ser la persona adecuada para este trabajo. No sabía que trabajaría con la realeza y tengo poca paciencia con el protocolo innecesario. Por si no se ha dado cuenta todavía, no soy una chica remilgada.

–Se nota –dijo él secamente, mirándole la camiseta y los vaqueros.

Maggie no prestó atención al insulto.

–Se necesita mucho creatividad para lograr que un niño con problemas de aprendizaje se recupere, y en eso es en lo que yo me concentro. No tengo tiempo para tonterías de protocolo. Mi único objetivo es volver a enseñar a leer al príncipe Max y ayudarlo a recuperar la confianza y el placer de aprender –dijo, añadiendo para sus adentros–, «… aunque puede que este niño esté insoportablemente malcriado».

Francois le dirigió una mirada de velado respeto.

–Después de que haya comido y se haya arreglado, la llevaré hasta el príncipe Maximillian.

«Una tregua» pensó Maggie «al menos, de momento».

Acabó el sándwich y fue a ver qué se podía poner, algo que nunca hacía cuando enseñaba en los Estados Unidos. Le dio rabia tener que hacerlo, pero se imaginó que iba a la reunión de padres mensual y se puso un vestido tubo azul y sandalias.

Francois la llevó hasta el cuarto de estudio del príncipe donde el niño se hallaba sentado en un sofá viendo 101 Dálmatas.

–Alteza, os presento a mademoiselle Gillian.

El niño se puso de pie, apartando la mirada de la pantalla con reticencia. Maggie observó que era alto para su edad y llevaba traje, pero la camisa almidonada se encontraba arrugada y con un faldón salido. Tenía el pelo peinado con gomina, pero no habían logrado domarle un remolino en la coronilla y parecía «Daniel, el travieso». A Maggie le causó ternura. Como había tenido que vivir siempre a la sombra de su perfecto hermano, sentía una gran compasión por las imperfecciones.

Cuando Francois apagó la televisión, vio como el pequeño príncipe fruncía el ceño y la miraba con inquietud.

–Bienvenida a Marceau, mademoiselle Gillian –dijo con voz inexpresiva.

–Muchas gracias, Alteza. Encantada de conoceros. ¿Preferís que os dé tratamiento real o queréis que os tutee y os llame Max?.

El niño titubeó un instante y ella le lanzó una rápida mirada a Francois para que no interviniese.

–Max –dijo finalmente el niño.

–Bien –dijo ella–. Puedes llamarme Maggie o Miss Gillian.

Max asintió con la cabeza.

–Estoy aquí para ayudarte a aprender a leer y escribir.

Ella vio como el rostro le cambiaba inmediatamente. Era curioso cómo, príncipes o mendigos, todos los niños que habían experimentado demasiados fallos tenían la misma expresión.

–No me gusta leer y escribir.

–No me sorprende –dijo ella y se paseó por la estancia mirando los estantes y estantes de libros sin leer.

Max se cruzó de brazos y la miró con desconfianza.

–¿Por qué?

–Porque has tenido una experiencia horrible al intentar leer y escribir. Lo has intentado una y otra vez y te has sentido tonto, aunque eres muy inteligente.

–¿Cómo sabe que no soy tonto? –preguntó él.

A Maggie se le estrujó un poquito el corazón al oír que el niño dudaba. El brillo terco de los ojos infantiles escondía un mundo de dolor. Recordó los años de su infancia cuando se había sentido tonta porque no podía leer.

–Porque hay pruebas que miden el aprendizaje y la inteligencia y tú tuviste notas altas en las de inteligencia. Has tenido un problema con la lectura, pero estoy aquí para ayudarte.

–Prefiero ver películas –dijo Max, dirigiendo su mirada a la televisión.

Ella sonrió y se inclinó.

–Ver películas puede ser divertido un rato, pero tú eres muy listo y querrás hacer otras cosas.

Max la miró con una mezcla de duda y curiosidad.

–¿Es norteamericana?

–Sí.

–Mi padre dice que las mujeres americanas con frecuencia no valoran la importancia del deber real.

–Puede que sea verdad, porque no tenemos príncipes y princesas en América.

–Mi tío se casó con una norteamericana.

–¿Y a ti, qué te pareció ella?

–Era simpática. Me mostró su ordenador y me dio un trozo de chocolate.

Maggie apuntó mentalmente: ordenadores y chocolate.

–¿Cuál es tu animal favorito?

–El perro –dijo Max, sin dudarlo ni un instante–. Pero los leones también me gustan mucho.

–De acuerdo –dijo ella, registrando la información–. Comenzaremos mañana. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo Max, añadiendo luego–: Mademoiselle Gillian.

Maggie salió y Francois la acompañó por un pasillo.

–Ahora se reunirá con el príncipe.

 

 

Michel disponía de media hora para reunirse con la tutora norteamericana y luego tenía pensado retirarse a sus habitaciones con una copa de buen vino borgoña y disfrutar de un rato de silencio total. Había sido un día terriblemente largo.

Llamaron a la puerta.

–Entrez –dijo Michel.

–Excelencia, permitidme que os presente a mademoiselle Maggie Gillian.

–Gracias, Francois –dijo Michel, asintiendo con la cabeza–. Puede retirarse. Por favor, acérquese, mademoiselle Gillian –añadió, señalando una silla del otro lado de la mesa.

–Gracias, Alteza –dijo la mujer y salió de detrás de Francois.

Michel parpadeó al ver la transformación que la mujer había sufrido desde la mañana. Aunque su cabello seguía tan alborotado como antes, sus ojos verdes brillaban de curiosidad e inteligencia. Su vestido revelaba curvas femeninas y un par de piernas que llamaban la atención. Se movía con una mezcla de determinación y sensualidad. Le hizo recordar a un petardo que un guardia del palacio le había quitado de las manos una vez cuando era un adolescente dispuesto a divertirse.

Apenas recordaba la última vez que se había divertido de verdad. Entre la muerte de su padre y la responsabilidad del trono que había sido suya desde su nacimiento, su vida había sido implacablemente seria. La diversión era para los demás, se decía Michel, él tenía cosas mucho más importantes que hacer.

–Ya conoce a mi hijo –dijo.

–Sí –asintió ella con la cabeza–. Y he leído el informe sobre su educación y sus notas. Es muy inteligente, pero está desanimado, lo cual es normal en niños con problemas de aprendizaje.

Michel desvió la vista. No le gustaba el término «problemas de aprendizaje» relacionado con su hijo. Seguía desagradándole la idea de que su hijo tuviese alguna imperfección.

–Maximillian no es un niño típico. Como habrá usted observado, es muy inteligente y algún día será el rey de Marceau.

Ella sonrió, y su expresión lo tranquilizó.

–A muchos padres al principio les causa tristeza enterarse de que su hijo tiene dificultades de aprendizaje. Es la muerte del sueño de un niño perfecto y puede ser doloroso. Es parte del proceso. Pero hay otra parte. Yo creo que los niños con problemas de aprendizaje están infravalorados. Ven el mundo de una forma diferente y ello puede ser una ventaja. Estoy segura de que no es necesario que os diga que Einstein tenía problemas de aprendizaje.

–¿Einstein? –parpadeó Michel–. No lo sabía.

–Pues, sí. Los maestros de los primeros cursos le dijeron a su madre que nunca llegaría a nada. Ver el mundo de forma diferente puede ser algo positivo. Mi reto es ayudar a Max a desarrollarse y aprender y crecer en confianza. Le diré que necesita aprender a leer de una forma un poco diferente…

–No –comenzó a decir Michel.

–Sí –lo interrumpió ella, sorprendiéndolo. Nadie, excepto su madre, la reina, lo interrumpía–. Tanto si es un príncipe como si es un niño de un gueto, intento ser sincera y positiva con todos los niños a los que enseño –dijo con firmeza–. Le diré que puede tener éxito porque es la verdad.

–Mademoiselle Gillian… –comenzó él.

–Por favor, llamadme Maggie –lo volvió a interrumpir ella–. La formalidad es innecesaria conmigo.

Poco habituado a que le pidiesen algo semejante, Michel hizo una pausa y luego decidió no hacerle caso.

Las manos de ella le llamaron la atención porque las entrelazó y se frotó los dedos lentamente. Eran pequeñas y, sin embargo, parecían capaces, con las uñas sin pintar. Había algo en sus movimientos que sugería sensualidad. Si no estaba agitando las manos, se expresaba con un leve encogimiento de hombros que hacía que los pechos se le balanceasen ligeramente, o se tocaba la boca húmeda de labios llenos. No se le ocurrió con qué palabra describirla.

Michel controló su distraída mente y volvió al tema que los ocupaba.

–Maximillian ha desarrollado una aversión a los libros. Ha perdido toda la confianza.

–Ya he visto su aversión a los libros –asintió Maggie con la cabeza–. Ha perdido mucha confianza, pero no toda. Un poquito de esperanza alcanza para mucho –se puso seria–. Hay algo más que querría discutir con vos. No se me informó de que trabajaría en un palacio, y no sé nada del protocolo real. En mi universidad no teníamos asignaturas optativas sobre cómo hacer reverencias y, si queréis mi sincera opinión, es algo que me parece totalmente innecesario. Lo que sí me dijeron fue que tendría mucha libertad de acción en este puesto, para poder lograr mis objetivos. Si no voy a tener esa amplitud, lo más probable es que no sea la persona adecuada para esto –dijo y lentamente se acarició la garganta.

La forma en que ella se inclinó hacia él y sostuvo su mirada le dio a Michel la impresión de que confiaba en él y le sugirió una extraña sensación de intimidad. Michel lanzó una mirada a la mano que se movía y, mentalmente, siguió bajando por la piel de marfil de su cuello hasta su pecho. El vestido y lo que llevase bajo él se disolvieron y se imaginó sus pálidos pechos y apretados pezones rosados. Más abajo, visualizó sus caja torácica y luego su ombligo, hasta llegar a la suave masa de pelo que cubría su femineidad entre sus muslos de crema.

Michel se dio cuenta de que acababa de desnudar mentalmente a la profesora de su hijo y reprimió un juramento. Necesitaba un vaso de vino y una hora de soledad. Acababa de lidiar con muchas cosas, desde relaciones exteriores hasta legislación, pero aquella mujer le estaba dando dolor de cabeza.

–¿Qué ha planeado hacer con Maximillian?

–Tengo intención de hacerle redescubrir su pasión por el aprendizaje.

La mención de la palabra «pasión» le causó a Michel un sobresalto interno, recordándole que hacía rato que se privaba de ella.

–Vamos a hacer algo muy importante.

–¿Y qué es eso, mademoiselle Gillian? –le preguntó.

–Maggie –lo corrigió ella con un sensual gesto de sus labios–. Max y yo vamos a pasárnoslo bien.

Michel tenía pocos recuerdos de su infancia llenos de diversión. Quería que su hijo se lo pasase bien, pero comprendía las responsabilidades que tendría que asumir Maximillian en el futuro.

–Mi hijo gobernará algún día. Prepararlo requiere años de enseñanza y no se puede negar que es algo serio. Al provenir de los Estados Unidos, puede que usted no se dé cuenta de que…

–Oh, Max mencionó que no teníais una opinión muy elevada de las mujeres norteamericanas.

Al oírla, Michel sintió un atisbo de cólera.

–Mademoiselle