Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El acelerado ritmo de vida actual parece haberse trasladado también hasta las cimas del mundo, que se están convirtiendo en foco de competitividad en muchos sentidos. Juanjo Garbizu prefiere, en cambio, subir al monte para vivir a un ritmo más calmado y de esta forma hacer posible momentos en que el tiempo deje de ser importante (por ello asciende sin reloj). Así disfruta de todo lo que le ofrece el paisaje, agudiza sus sentidos con la observación de la naturaleza y vive con intensidad la plenitud de estímulos que sólo pueden ofrecernos las montañas. Esto es la Slow Mountain, la montaña a ritmo tranquilo que Garbizu reivindica en un libro que también es un manifiesto destinado a promover un movimiento para recuperar el espíritu original del montañismo y el excursionismo.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 287
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Slow MountainMonterapia 2
Porque en la montaña el tiempo se detiene
Juanjo Garbizu
JUANJO GARBIZU
Este publicista, alpinista y escritor (Donostia, 1961) es un gran apasionado de la montaña desde su juventud y siempre que puede escapa a ella, aunque sea para subir a una pequeña cima cercana y poder desconectar por unas horas. En muchas de estas incursiones aprovecha para realizar vídeos: en la actualidad cuenta con más de 250 piezas grabadas en montañas del País Vasco, Pirineos, Alpes o África.
Esta pasión es la que le llevó a escribir el libro Monterapia, cuesta arriba se piensa mejor, publicado en esta misma colección, y que ha gozado de una extraordinaria acogida por parte de todos los aficionados a la montaña, como lo demuestra que haya alcanzado ya su 8ª edición. Con Slow Mountain el autor da un paso adelante en su relajada filosofía de la montaña, aportando nuevos elementos de reflexión.
Juanjo Garbizu también es coautor de una guía sobre el Pirineo Francés.
www.monterapia.com
Mira la presentación en vídeo del libro desde el Pirineo por Juanjo Garbizu
Primera edición: noviembre de 2016
© Juanjo Garbizu
© Sebastián Álvaro (prólogo)
© de esta edición:
Editorial Diéresis, S.L.
Travessera de Les Corts, 171, 5º-1ª
08028 Barcelona
Tel: 93 491 15 60
eISBN: 978-84-943627-0-5
Todos los derechos reservados.
A Claudia y Pablo
Las montañas no son estadios donde satisfacer mi ambición deportiva, son catedrales donde practico mi religión… voy a ellas como la gente va a su fe. Desde la altura imposible de sus cimas veo mi pasado, sueño con el futuro y con inusual claridad puedo sentirme en el presente… mi visión se clarifica, mis fuerzas se renuevan. En las montañas celebro la creación. En cada viaje a ellas renazco.
Anatoli Bukreev
Alpinista kazajo fallecido en el Annapurna
¿Tiene sentido ir a contracorriente de las modas escribiendo un libro sobre la necesidad de tomarse la montaña, y en general la vida, con más calma?
Pues lo tienes entre las manos, querido lector.
Nadie nos tiene que decir que cada día vivimos más rápido, pues es algo que comprobamos a nuestro alrededor desde hace tiempo. La comida rápida, fast food, sólo sería la punta del iceberg de una sociedad donde los ciudadanos apenas disponen de tiempo libre para sí mismos. Se corre por las calles, los trabajos tienen que ser más eficientes, es decir sin pausas y a un ritmo cada vez más exigente, se come al mismo tiempo que se trabaja, acabando con la magnífica tradición latina de compartir la comida charlando, con una larga sobremesa y una buena siesta; los trenes y los aviones son más veloces, sólo los atascos nos hacen más desesperadamente lentos y, al final, toda nuestra vida se acelera, sin que sepamos por qué, en una sociedad alienada que ha perdido el sentido —quizás por estar sometida a cambios cada vez más profundos y rápidos— y en la que cada vez hay un creciente número de personas marginadas, en el sentido que una pintada de mayo del 68 simbolizó en las paredes de París: «Que paren el mundo que yo me bajo». Frente a esa realidad estresante nos quedaban las montañas como el último refugio de belleza, soledad y silencio. El último lugar donde encontrar el sosiego necesario que, sobre todo, las grandes ciudades nos niegan. Pero ya no es así. Las últimas modas han terminado de romper el ritmo tradicional y la filosofía adquiridos durante más de 200 años de alpinismo y montañas en soledad. Hoy en día se celebran más de 1.000 carreras en nuestras montañas y eso sin contar con las que no están registradas, ni las numerosas personas que salen a entrenar todos los fines de semana y que han terminado por convertir algunas de las montañas próximas a las ciudades en auténticos estadios de atletismo. Creo que el autor, Juanjo Garbizu, estará de acuerdo en asumir que no somos contrarios a la actividad de correr en algunos espacios naturales, siempre y cuando no se moleste a las personas que quieran gozar con tranquilidad de los mismos, se perturbe a la fauna del lugar, o se perjudique el medio ambiente. Simplemente, quizás, haya que acotar estos espacios para que unos y otros puedan llevar a cabo sus actividades sin fricciones. Tampoco estoy en contra del esquí, actividad que practico siempre que puedo, cuando me opongo a que urbanicen un valle o construyan una carretera para hacer una estación de esquí en lugares donde se destruiría su belleza. Simplemente reivindicamos otra forma de ir a la montaña, más sosegada, saludable y natural. Una forma que yo explicaría como el «Sentimiento de la Montaña» y Juanjo reivindica dentro de un movimiento más amplio llamado Slow Mountain. De eso es de lo que trata este libro. Creo que es más necesario que nunca.
No hace mucho se anunciaba que Kilian Jornet quería subir corriendo al Everest. Supongo que sería el símbolo supremo de los corredores. Aunque fue un intento fracasado, es posible que algún día se haga realidad. Sin duda puede argumentarse, con datos inapelables, que Messner, Loretan y Troillet, defensores del alpinismo clásico, ya han subido muy rápido al Everest y otras montañas. Pero, si se me permite discrepar, hasta ahora había alpinistas que a veces iban rápido por cuestiones de seguridad, pero lo que les impulsaba era la filosofía de la que se consideraban herederos y el estilo, cada vez más ligero, con el que acometían la montaña. Otros muchos, además, como Kukuczka, Kurtyka, Casaroto y buena parte de los mejores alpinistas de los países del Este, preferían asumir un mayor grado de exposición, escalando durante muchos días, por ejemplo, mientras abrían una nueva ruta en estilo alpino en la cara sur del K2. A todos ellos les interesaba más la montaña que el atletismo, la ética más que el récord. Es eso lo que ahora está cambiando. Y es sobre esa otra forma, la clásica, que de manera sugestiva Juanjo Garbizu reflexiona y nos enciende el corazón.
Porque estas páginas están llenas del sentido común que proporciona la experiencia en montaña, de reflexiones acertadas y de aportaciones curiosas (desde la imagen del caracol a la de reivindicar el slow sex , el sexo tranquilo, frente, supongo, a tanto gimnasta del sexo que aporta la industria del porno barato), pero también de rigor cuando nos descubre que caminar de forma tranquila en el medio natural es lo más saludable para el organismo, tanto para el cuerpo como la mente, que además fomenta la creatividad y nos permite ganar tiempo para nosotros mismos. Ese que nunca tenemos. Hace años que numerosos estudios han demostrado que caminar tranquilamente por un medio natural, como es la montaña, ajeno a las multitudes y el bullicio, fomenta el descanso necesario del cerebro, algo imprescindible en un mundo donde rara vez dejamos de mirar el teléfono, el ordenador, las pantallas por la calle o la televisión, y la cabeza no deja de estar asaltada por estímulos visuales y sonoros. En una palabra, necesitamos más que nunca otro ritmo y otra filosofía, los que convierten la misma cosa —ir al monte— en otro deporte. Cualquiera que haya leído a los clásicos griegos y romanos convendrá que es un debate que viene de lejos, pues de Aristóteles a Cicerón numerosos pensadores han alabado el acto de caminar como estímulo del pensamiento y la salud. Y cualquiera que haya ido de caminata al Karakórum lo habrá sentido en carne propia. Los baltíes, de la misma forma que los fieros pastunes, siempre contestan con un «Inch Allah» cuando se les pregunta por algo que necesita una respuesta rápida y concreta. Por ejemplo, si al día siguiente podremos subir a un collado o llegaremos al lugar previsto para acampar. En realidad no quieren que nadie les violente el ritmo de la montaña, su propio ritmo; en castellano tenemos una palabra que quiere decir lo mismo y que, naturalmente, proviene del árabe, ojalá. Aunque quizás la frase que más se acerca a lo que expresan era la que decían nuestras madres: «Si Dios quiere» que, en el fondo, no sólo supone abandonarse en manos de la divinidad sino tener otra concepción más relajada y flexible del tiempo y, claro está, también de la vida. Me costó un par de expediciones comprender, y más tarde compartir, su punto de vista. En las montañas de Pakistán el tiempo no lo marca exclusivamente el reloj, sino los ciclos vitales. Porque hay otra medida del tiempo diferente de la que marcan los años, los meses, las horas o los minutos. El tiempo también se mide en profundidad, intensidad, emociones, hondura. Lo demuestran estas páginas llenas de amor por la montaña, de puro Sentimiento de la Montaña. En este otro «tiempo» lleno de emociones, vale tanto la forma en que se vive como los años que se viven. Valen tanto las cumbres como el camino que nos guía hasta ellas.
Es entonces cuando ir a la montaña se convierte en un ejercicio que trasciende el deporte. Cuando cada bosque y cada árbol tienen su sentido, cada pájaro su función, cada río forma parte de la sinfonía de la naturaleza. Tal vez por esto mismo, Italo Calvino dijo que en momentos así es «como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni una nota». Y descubrimos que aquellos bosques, ríos y montañas terminarán formando parte de nosotros, de la misma forma que parte de nosotros se quedará en aquellos lugares quizás para siempre. El ritmo de las piernas entonces se acompasa al de nuestros pensamientos y al silencio del alma. Desde las cimas de las montañas se comprende la armonía del mundo. Como escribió Ramond de Carbonnières, el vencedor del Monte Perdido, «sobre esas cimas que son los verdaderos extremos de la tierra, el observador, invitado al recogimiento por la grandeza de los objetos y el silencio de la naturaleza, contempla sobre su cabeza la inmensidad del espacio y bajo sus pies la profundidad del tiempo». Algo difícil de obtener cuando se pasa corriendo pendiente del cronómetro. Porque los paisajes requieren de la participación activa de sus observadores. El paisaje vivido es una experiencia vital, donde los sentidos sienten, el talento creativo se pone en marcha y el saber se enriquece con el conocimiento. Pero todo esto requiere integración en el paisaje y en sus ritmos. Y los ritmos naturales son lentos y no suelen ser compatibles con las prisas. De manera que no puede haber paisajes para el amante de la velocidad, que sin duda va buscando otras cosas: el esfuerzo, el récord o la propia estética del gesto. Aunque, quizás, muchas de esas personas descubran un día el placer de recorrer el camino al ritmo del paisaje y sus pensamientos. Pues la montaña es uno de esos lugares que permite olvidarnos, precisamente, del tiempo, no ser esclavos de él. Caminar, vagar, como bien dice Juanjo, permite reencontrarnos con los ritmos naturales, participar en la grandeza de los últimos relictos de la Naturaleza donde aún se siente la grandeza de nuestro planeta. Encontrar, en suma, nuestro sitio en el universo. Por eso necesitamos esos últimos espacios, ajenos a la domesticación del ser humano, de nuestras últimas montañas donde podemos respirar aire puro, perdernos en un bosque de hayas, saltar un arroyuelo como un niño. No nos queda ya mucho aunque todavía es muy importante lo que tenemos. Pero lo necesitamos sin transformación, sin ruidos, sin masificación. Debemos preservar estos últimos lugares como el último refugio del espíritu. Por eso caminamos por las montañas con sosiego, al ritmo que marca el camino, no sólo por el placer obtenido por el ejercicio físico y el equilibrio que nos proporcionan los grandes paisajes, y también por la calidad de las experiencias obtenidas y los amigos con los que las compartimos, por un sencillo amor a las cosas de nuestra Tierra. La cima es, simplemente, su recompensa moral. Pues, en el fondo, somos vagabundos siempre en camino, nómadas que dejamos de serlo hace poco, donde el sentido de la vida es, como ya nos contaron los poetas, de Machado a Cavafis, es precisamente recorrer el camino. Esa búsqueda constante, que nos hace específicamente humanos, se recorre tanto por los grandes paisajes como por los oscuros abismos de nuestro interior. Ese legado impresionante de aventuras expresado en escritos, fotografías, poemas, músicas, documentales y películas, sumados a la acción y el conocimiento, es el que ha hecho de la montaña la causa más noble, la más cercana al corazón del ser humano. Por eso le he dedicado mi vida y por ello necesitamos, como bien nos invita Juanjo Garbizu, este Slow Mountain …
Así que les invitamos a disfrutar este libro, tan sensato que resulta imprescindible, y luego a ponerse en marcha. Da igual cualquier montaña o incluso sin destino ni rumbo fijo, a cualquiera de esos lugares donde, como dijo uno de los pioneros de la Antártida, podamos sentir «el alma desnuda del hombre». En definitiva, a ser, como bien dijo Cortázar —que acuñó una nueva y hermosa palabra en castellano— VAGAMUNDO, es decir vagabundo del mundo.
No se arrepentirán.
Sebastián Álvaro
Periodista y creador del programaAl filo de lo imposible
Dicen que la fe mueve montañas. No lo sé, tal vez sea cierto para algunos. En mi caso afirmaría más bien que las montañas mueven a la escritura.
Finalizaba el año 2011 cuando subiendo a una montaña —el Ganbo, en Aralar para más señas— se me ocurrió escribir Monterapia. Hacía honor al que luego sería su subtítulo: Cuesta arriba se piensa mejor. El libro vio la luz en octubre de 2012, encuadernado en unas llamativas tapas de color amarillo y, para gran regocijo mío, aquellas Navidades decoró el escaparate de varias librerías de mi ciudad. Eran momentos de incertidumbre, en los que uno no sabe si su texto conectará con la gente o simplemente pasará desapercibido. O lo que es aún mucho peor, si algún crítico o periodista dirá simplemente que no merece la pena malgastar el tiempo en él.
Afortunadamente el libro gustó y tuvo una buena acogida. Y con el tiempo, más allá del puro placer de haberlo escrito y realizado así una mágica catarsis personal, Monterapia empezó a abrir nuevas facetas en mi vida.
Realicé presentaciones del libro por varias ciudades (Donostia, Bilbao, Pamplona, Vitoria, Madrid y Barcelona), con desigual afluencia de asistentes como es lógico. Pero aquella experiencia me sirvió para expresarme en público y lograr conectar con la gente cara a cara. Porque creo que cuando uno habla con el corazón, intentando compartir sensaciones y experiencias relacionadas con algo tan apasionante como es el mundo de la montaña, se produce una química maravillosa con las personas allí presentes, muchas de las cuales son además lectores tuyos.
Cada charla que impartía me daba mayor confianza a la hora de expresarme. A ello también ayudaron las numerosas entrevistas que me hicieron en diferentes medios de comunicación. El que más te obliga a esmerarte es la radio en directo, porque lo que dices en tiempo real es lo que se emite, mientras que en un diario o en una revista lo que has comentado con el periodista pasa por su tamiz y capacidad de síntesis. En las ondas no hay tiempo para pensar la respuesta. Has de ser ágil, rápido e intentar ser coherente siempre, ya que de lo contrario los malditos podcasts —esos archivos sonoros que quedan para siempre flotando en Internet— pueden ponerte en un compromiso al cabo de los años.
Con el tiempo, aconsejado por un amigo, adapté los contenidos más relevantes del libro a un formato de conferencia. Y descubrí que disfrutaba compartiendo con un auditorio, sin importar su tamaño, la filosofía sobre la vida y la montaña que mi libro alberga. Era una faceta complementaria al mensaje escrito, pero a la vez terriblemente satisfactoria, ya que puedes sentir en directo la reacción del público frente a lo que en ese momento estás diciendo. Y no debía estar haciéndolo demasiado mal, porque me invitaron a participar en un TEDx en mi ciudad, en San Sebastián.
El TED son las siglas de Tecnología, Entretenimiento y Diseño. Consiste en un gran evento anual en forma de conferencia, donde algunos de los pensadores y emprendedores más importantes del mundo comparten lo que más les apasiona. Para ello cada orador dispone de un máximo de 18 minutos para su ponencia y ésta siempre ha de versar sobre un tema que provoque en el público presente nuevas inquietudes o ideas. Y con el propósito de poder difundir las ideas que merecen la pena a un público más amplio, TED creó hace unos años el formato TEDx: un programa de conferencias locales, organizadas de forma independiente, que permite disfrutar de una experiencia similar a las conferencias TED, pero a otra escala. La mía llevaba como título Tómate la vida más Slow. Puedes visualizarla a través de tu móvil, tablet u ordenador al final de este libro.
Cuando escribía Monterapia hace cuatro años, nunca había oído hablar del concepto slow. Y no fue hasta diciembre del 2012 cuando llamó mi atención a raíz de una entrevista que me hicieron en el diario La Vanguardia, concretamente en su sección más leída, La Contra. En ella el periodista Luis Amiguet me presentaba como «pionero del Slow Mountain». Un término que gustó tanto a mi editorial que lo utilizó en la contraportada del libro en ediciones sucesivas. El apelativo también fue de mi agrado, por lo que profundicé más sobre el término slow y acabé descubriendo que encierra toda una filosofía vital. Pero en ese momento quedó archivado en mi mente más como una divertida anécdota que como algo que con el tiempo iría tomando cuerpo.
Las redes sociales, concretamente Facebook, me permitieron además poder tener contacto con lectores de Monterapia. Un contacto muy interesante y enriquecedor con el que conocer de primera mano la opinión que la gente tiene de tu texto, de tu forma de ver y entender la montaña. Y en esta interrelación digital siempre aparecía, tarde o temprano, la pregunta de «¿Para cuándo tu segundo libro?».
Escribir Monterapia fue un impulso, un arrebato, que si lo hubiese racionalizado demasiado tal vez nunca lo hubiese llevado a cabo. Me dejé llevar por la necesidad de compartir una pasión —la montaña— desde el punto de vista de un montañero medio, de alguien que disfruta muchos fines de semana por los montes de su tierra y que de vez en cuando da un salto al Pirineo, que muy de vez en cuando se encarama a los Alpes y que en contadas ocasiones se ha atrevido con alguna cumbre de renombre, pero no con el Himalaya, esa cordillera que en una sociedad de etiquetas como la actual rápidamente te sitúa en otra liga. Por ello cuando terminé mi libro y tuve la gran suerte de verlo publicado no entraba en mis planes, al menos a corto plazo, volver a escribir otro.
Entonces, ¿qué me hizo cambiar de idea? Seguramente un artículo que escribí en noviembre del pasado año para el blog de una conocida marca de ropa outdoor. Un artículo titulado Slow Mountain, que gozó de gran aceptación, lo que me sirvió para comprobar que frente a la tendencia actual de ir cada vez más deprisa por la montaña, hay un importante número de personas que comparten la filosofía de realizar un montañismo más tranquilo y relajado.
Semanas más tarde, motivado por la acogida de dicho artículo, publiqué en Facebook un post sobre la misma idea, pero lógicamente condensada. Y una vez más la reacción fue muy positiva, logrando el mayor número de likes que ninguna publicación mía había logrado en esa red social. Es más, la gente comenzó a identificarme como «el del Slow Mountain», etiqueta que aquel periodista de La Vanguardia ya me había puesto años atrás.
Y es llegado a este punto, con lectores que por un lado me demandan un segundo libro y por otro con un concepto slow que hasta ahora no se había argumentado en la montaña, cuando surge la idea de escribir lo que ahora tienes en tus manos.
Me he esforzado para no repetir los contenidos ya expuestos en mi anterior libro y poder generar otros nuevos que vengan a complementar y reforzar la filosofía general que impregna la Monterapia. Porque tal como me dijo un avezado escritor con el que compartí caseta en la 72ª Feria del Libro de Madrid, tal vez sin yo ser consciente de ello había abierto una nueva línea en la literatura de montaña.
Han tenido que pasar unos años para que vuelva a calzarme aquellas botas impregnadas de tinta que dejaron sus huellas por la blancura nívea de la pantalla primero y del papel después. Porque la escritura de un libro, al igual que la práctica de la Slow Mountain, hay que hacerla sin prisas, disfrutando del camino, dando cada paso con seguridad, parándote de vez en cuando para volver la vista atrás y ver lo que has recorrido, pero con un objetivo claro en el horizonte al que quieres llegar.
Me gustaría que me acompañaras en este viaje.
Allí estábamos en la terraza de aquel «restaurante», rodeados de gallinas y algún que otro gato, un solar de tierra batida y bastante desigual en el que tenías que dedicar unos segundos para ver cómo colocar la silla y no irte al suelo. El establecimiento era uno de esos locales oscuros que flanqueaban la calle principal —y podríamos decir que única— de Imlil, una pequeña población ubicada en el Atlas, más concretamente en la parte de la extensa cordillera que se encuentra en Marruecos. Inicialmente nos habíamos sentado junto a la entrada del local, pero el viento insistió en enviarnos la densa humareda provocada por la barbacoa que estaba encendiendo el encargado, dueño, las dos cosas, o ninguna, del establecimiento. Tardó un buen rato en avivar el fuego, troceando pacientemente lo que intuíamos era carbón, el cual extraía, poco a poco, de una bolsa de plástico. Allí tenéis el reloj, aquí tenemos el tiempo es un dicho que se puede escuchar en Marruecos. Una bella manera de expresar la filosofía Slow que a lo largo de las páginas de este libro trataré de ir desbrozando, sin prisas, sin el amenazador tictac de ese demoníaco invento moderno. Lo haré tranquilamente, tomándome mi tiempo, como lo hacía nuestro amigo musulmán mientras sacaba un trozo de carbón, lo desmenuzaba con mimo, ajeno al hambre que sentíamos —desde la cinco de la mañana lo único que habíamos ingerido era un té de menta y unas galletas—pero con una meticulosidad digna de admiración. Nuestra impaciencia occidental, acostumbrada a que cuando pides algo esperas que no se demore demasiado, se vio ahogada por la blanca humareda que nos envolvía por momentos. De seguir mucho rato allí sentados, nos temíamos que el olor a parrilla nos acompañase durante el resto del viaje. Una vez ya tenía controlada las brasas y nosotros llorábamos, no sé muy bien si de alegría o del escozor provocado por el humo, el relajado cocinero se adentró en el local y estuvo un buen rato componiendo las diferentes brochetas que habíamos pedido. Sí, sin duda alguna, ellos tienen el tiempo. Todo el tiempo del mundo. Y lo gestionan con calma, sin ponerse nerviosos, presuponiendo que esos europeos allí sentados también tienen tiempo, ya que están de vacaciones. Contradiciendo el sabio refrán árabe, paradójicamente yo no tenía reloj, porque como explicaré unos capítulos más adelante, me desprendo de él cuando voy a la montaña, por lo que desde que aterrizamos unas horas antes en Marrakech yo ya estaba en modo Slow. Pero aunque mi muñeca estaba libre de la exactitud a veces exasperante de esas esfera con manecillas, las tripas iban marcando los minutos cada vez a mayor volumen. Al cabo de un rato, imposible determinar cuánto, el encargado/camarero/cocinero nos indicó por gestos que, antes que pereciésemos por asfixia, al otro lado de la calle disponía de una terraza, es decir, el destartalado solar que mencionaba al principio.
Ingenuamente pensábamos que la invitación a trasladarnos de lugar se debía a que la comida ya estaba lista y de esta forma podríamos acomodarnos mejor para disfrutar de ella. Allí tenéis el reloj, aquí tenemos el tiempo venía a confirmarnos una vez más la espera. Bien es cierto que no teníamos nada mejor que hacer, ya que unas horas antes habíamos llegado a Armed, un pueblecito situado a mayor altura que Imlil, el cual un amigo que ha guiado a muchos grupos por el Atlas nos había recomendado como lugar perfecto para pernoctar la primera noche y comenzar así la breve aclimatación. Y como Imlil es de algún modo el «campo base» del que suelen partir los grupos que se dirigen a los refugios del Toubkal, cuenta lógicamente con una mayor infraestructura en cuanto a lugares donde poder comer. Esta localidad se podría describir básicamente como una larga calle salpicada de restaurantes, albergues, hoteles y pensiones, alguna oficina de turismo de aventura y tiendas de material de montaña de segunda mano. Existe un mercadeo de este tipo de artículos y es frecuente cuando regresas de las alturas verte abordado por personas que te preguntan si quieres vender parte del material que has utilizado en tu ascensión. Me vino entonces a la memoria un argentino, de gesto nervioso y mirada inquisitiva, que al regresar a Mendoza tras el intento de ascensión al Aconcagua —intento por mi parte, porque el resto del grupo sí holló la cima— nos preguntó si queríamos vender algún material de alta montaña. Lógicamente el equipo que llevas al techo de América es más técnico y por ende más caro que el que llevas al techo del Atlas. El escenario del regateo también variaba considerablemente, ya que en el caso de los Andes estábamos cómodamente sentados en el hall de un hotel y en Marruecos nos hallábamos disfrutando en la calle de un maravilloso té con hierbabuena, tras habernos quitado las pesadas botas llenas de polvo. En Mendoza quise pasarme de listo y le ofrecí al avispado regateador el estupendo saco de plumas que había estrenado en aquella expedición y que por tanto estaba prácticamente nuevo. Le pedí exactamente lo que me costó, pero lo consideraba un chollo ya que gracias a un amigo lo había conseguido a precio de fábrica, considerablemente más barato por tanto que si lo hubiera adquirido en una tienda de material de montaña. Pero ni por esas. Ahora me alegro de no haber llegado a acuerdo alguno, pues es un saco extraordinario que me permitió dormir en Nido de Cóndores, a más de 5.000 metros de altura y con una temperatura de -12ºC según el pequeño termómetro que teníamos en el interior de la tienda de campaña.
En Marruecos comprar o vender algo es todo un arte, un ritual que a menudo comienza con un té de por medio. Tienen sangre bereber en su interior, una raza nómada que tiene un concepto muy sui géneris tanto del tiempo como del espacio. Durante siglos la arena del desierto les ha acompañado, filtrándose en cada poro de su piel. Esa arena fina de la que están hechos los relojes cónicos que recuerdan a un diábolo y donde los granos caen inexorables construyendo un pequeño desierto temporal encerrado entre las paredes de cristal de la cámara inferior. Del mismo modo, una imagen recurrente para expresar el devenir es ese puño cerrado que va dejando escapar poco a poco un fino reguero de arena. «Tempus fugit» decía la locución latina, lo mismo que esa sílice que se libera entre los dedos. Tal vez por ello los bereberes, actualmente asentados en localidades como Armed o Imlil, tienen esa concepción tan particular del tiempo, sea para comer, conversar o comerciar. En esta ocasión no intenté vender nada de mi material, ni tan siquiera mi vieja y descolorida chaqueta de Gore-Tex que me acompañaba por última vez. Había querido darle una justa jubilación en una cima simbólica y de cierto renombre, y el Jebel Toubkal encajaba con esa intención. También es cierto que si hubiese ofrecido mi chaqueta, el comprador de turno tal vez se hubiese sentido ofendido por atreverme a mostrar una prenda tan deteriorada, pero no es menos cierto que en esos comercios de segunda mano de Imlil vi colgando algún par de crampones dignos de estar en el museo que Messner ha montado sobre la historia del alpinismo en su castillo de Bolzano.
Vaya, lo que he tardado en reflexionar sobre el comercio bereber y recordar mi fallido trueque andino ha servido para que por fin nos trajesen las brochetas de pollo acompañadas de una abundante ensalada que no habíamos solicitado, aunque tal vez sí lo habíamos hecho sin ser conscientes de ello, ya que nuestros conocimientos de la lengua árabe son menos que nulos.
Ya con el estómago apaciguado, subimos a Armed para descansar. Al día siguiente comenzaba realmente la ascensión.
Amaneció un cielo despejado, pero el viento hizo acto de presencia. El propietario del hotel —un hombre encantador que vivía a caballo entre España y Marruecos— nos dijo que no nos preocupáramos, que al día siguiente el viento disminuiría, contradiciendo la información que horas después nos encontraríamos en el refugio Les Mouflons, situado a 3.200 metros de altitud. La aproximación a dicho refugio es larga pero llena de alicientes, ya que la senda remonta perezosa los casi 1.300 metros de desnivel. El punto de inflexión es el pueblecito de Sidi Chamarouch, una pequeña sucesión de construcciones escalonadas en las laderas que dan paso a un morabito, en este caso una gruta señalada por una gran roca pintada de blanco donde se supone habitó un ermitaño que realizaba curaciones, convirtiendo la zona en un lugar de frecuentes peregrinaciones. Hasta este punto la senda toma básicamente una componente sur y asciende de manera más o menos relajada. Tras abandonar Sidi, el camino vira hacia el suroeste y se empina para salvar una inclinada ladera que volverá a depositarnos en la orilla izquierda del río Imlil, otra vez en una relajada progresión. Como es lógico, en una ruta de varias horas el grupo suele dispersarse, compactarse, volver a dispersarse y así sucesivamente. Son momentos para la conversación, siempre y cuando la pendiente y el ritmo lo permitan, para detenerse a realizar una fotografía o grabar un plano de vídeo, o bien para comprar una chocolatina o un regenerador zumo de naranja natural en uno de los curiosos puestos que vas encontrando a lo largo de la ruta. Y es aquí cuando ha llegado el momento de que hable de mis compañeros.
Si yo me encontraba en el Atlas era gracias a la idea de Meriyou, a quien no conocí personalmente hasta unas horas antes de embarcar hacia África. No es la primera vez, y seguramente no será la última, que me apunto a una «aventura» con gente que no conozco. Hace más de veinte años me sumé a un trekking por la zona de Ladakh y Zanskar, en el norte de la India, entre las cordilleras del Himalaya y el Karakoram. Conocí a mis compañeros de viaje en el aeropuerto de Barajas y en aquel momento tenía muchos menos datos sobre ellos que en esta ocasión del Toubkal. ¿Por qué? Muy sencillo, porque a principios de los noventa no existía Internet a escala doméstica y mucho menos las redes sociales. No sabía ni cuántas personas componían por aquel entonces el grupo, ni su procedencia, ni su edad, sexo o gustos comunes. Aquello sí que comenzaba como una auténtica aventura hacia lo desconocido. Ahora todo había sido básicamente distinto, ya que la gaditana afincada en Portugalete que tuvo la idea de ir a Marruecos es vecina de ciberespacio, más concretamente de Facebook. Ambos nos hallamos en uno de esos grupos cerrados que tanto proliferan ahora y que de alguna manera tratan de aunar aficiones e intereses comunes. Amig@s del Pirineo, así se llama nuestro improvisado club virtual, con sede en la pantalla de cada uno de nosotros, abierto las 24 horas del día, los 365 días del año, y donde cada uno va mostrando sus excursiones, ascensiones, reflexiones y proyectos relacionados con el mundo de la montaña, y que en el momento de escribir estas líneas cuenta ya con más de 7.000 miembros. Allí es donde tuve conocimiento del proyecto de esta ilusionante andaluza. Fui de los últimos en sumarme a su idea, pues ya se había formado un grupo de cuatro personas (una de ellas en el último momento no pudo ir). Mis otros dos compañeros eran David, un catalán que había descubierto su pasión por la montaña hacía no mucho tiempo, y Javi, un tímido navarro que quería descubrir nuevas cimas más allá de sus montañas cercanas y del Pirineo que tanto frecuentaba. Cuando nos juntamos los cuatro en el aeropuerto de El Prat en Barcelona, aunque nunca nos habíamos visto cara a cara, sabíamos que básicamente nos motivaban las mismas cosas y que ya había una conexión más allá de la puramente digital.
Tanto Javi como David no habían pasado la barrera de los cuarenta años. Meriyou, espero sepa perdonar mi indiscreción, la había franqueado recientemente y un servidor, ya casi en los 55, era por tanto el viejuno del grupo. Ese salto generacional tal vez acentuase más las diferentes perspectivas que allí reinaban a la hora de abordar la ascensión. Mi filosofía es la Monterapia y dentro de ella, la Slow Mountain. Sobre la primera ya me explayé hace cuatro años en mi primer libro y sobre la segunda, me encuentro precisamente en ese apasionante proceso. Por tanto antes del viaje ya presuponía que los dos chicos mantendrían una especie de amistosa competitividad de baja intensidad en el Toubkal y que la chica se tomaría las cosas con más calma, entre otras cosas porque estaba recuperándose de un esguince que no se lo iba a poner demasiado fácil.