Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Sobre Latinoamérica recoge las pasiones americanas de Miguel de Unamuno. Para hablar de las peculiaridades del Nuevo mundo, Unamuno inventó la palabra «americanidad», este libro recoge sus principales reflexiones sobre el tema. Leyendo sus artículos publicados en diferentes periódicos y revistas latinoamericanos, sus cartas y reflexiones es evidente que Unamuno tenía un gran interés por los temas de la América hispánica. Entre 1901 y 1906, Unamuno trabajó en el periódico La Lectura (Madrid) como redactor de la sección titulada «De literatura hispanoamericana». Esa actividad lo puso en contacto con las obras literarias e históricas de Hispanoamérica. También, y gracias a la mediación de Rubén Darío, Unamuno había empezado a colaborar en La Nación (Buenos Aires). Entre 1899 y 1935 envió cientos de artículos y ensayos a este y a otros periódicos y revistas de Latinoamérica. Sin embargo, el vínculo más importante de Unamuno con Hispanoamérica fue a raíz de su lectura de las obras literarias e históricas de este continente. Además de su correspondencia y sus contactos y amigos personales, Es por esta razón que el escritor se halla en constante búsqueda de los antecedentes españoles de sus obras favoritas hispanoamericanas, tales como Martín Fierro.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 277
Veröffentlichungsjahr: 2019
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Miguel de Unamuno
Sobre Latinoamérica
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Sobre Latinoamérica.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de la colección: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-385-3.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-684-0.
ISBN ebook: 978-84-9007-521-0.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Créditos 4
La lengua de América 9
La hermandad hispánica 11
El pueblo que habla español 15
Lexicografía hispanoamericana 19
Méjico y no México 23
Lecciones de historia americana 27
Sobre la argentinidad 27
Mi visión primera de Méjico 35
Huitzilipotzli y Chimalpopoca 41
El caballo americano 47
Don Bartolomé Mitre, español 57
Sobre el dos de mayo 63
Don Quijote y Bolívar 71
La lección del Paraguay 81
Letras americanas 87
Sobre la literatura hispanoamericana 87
Sor Juana Inés, hija de Eva 95
Carta autógrafa a Ricardo Rojas 99
Sobre la literatura argentina 99
Domingo Faustino Sarmiento 101
La literatura gauchesca 107
El gaucho Martín Fierro poema popular gauchesco de don José Hernández 115
I 115
II 117
III 123
IV 127
Sobre el estilo de José Martí 133
Prólogo al libro poesías de José Asunción Silva 141
Amado Nervo, en voz baja 155
Una novela venezolana 167
Ídolos rotos 167
Otra novela venezolana 179
Sangre patricia 179
El libro de un crítico venezolano 187
El castillo de Elsinor 187
Una aclaración Rubén Darío, juzgado por Unamuno 193
De la correspondencia de Rubén Darío 199
Carta autógrafa a Rubén Darío, X-1907 215
¡Hay que ser justo y bueno, Rubén! 217
Libros a la carta 225
La sangre del espíritu
La sangre de mi espíritu es mi lengua
y mi patria es allí donde resuene
soberano su verbo, que no amengua
su voz por mucho que ambos mundos llene.
Ya Séneca la preludió aún no nacida,
y en su austero latín ella se encierra;
Alfonso a Europa dio con ella vida,
Colón con ella redobló la tierra.
Y esta mi lengua flota como el arca
de cien pueblos contrarios y distantes,
que las flores en ellas hallaron brote de
Juárez y Rizal, pues ella abarca
legión de razas, lengua en que a Cervantes
Dios le dio el Evangelio del Quijote.
Salamanca, 10 de octubre, 1910.
Rosario de sonetos líricos, 1911,
en: Obras completas, VI, pág. 375.
Se ha comentado, y seguirá todavía comentándose por algún tiempo, el mensaje que, como la flecha que lanzaba el parto al retirarse del campo de batalla, puso el señor conde de Romanones1 en manos de Su Majestad el Rey en el Consejo de ministros en que se terminó la última crisis política ministerial.
No vamos aquí a comentarlo sino en una parte de permanente interés. El mensaje nos parece, en general, bien, muy bien. Lo único malo de él es que sea de quien es, porque hasta a los más identificados con el sentido del documento se nos hace muy cuesta arriba creer en la sinceridad de quien lo redactó, y nos tememos que no pase de ser una habilidad más.
Pero vamos al caso que ahora y aquí nos importa. Dice, entre otras cosas, el documento:
«Pesa en mi ánimo otra consideración. España es depositaria del patrimonio espiritual de una gran raza. Aspira históricamente a presidir la Confederación moral de todas las naciones de nuestra sangre. Y esa aspiración se malogrará definitivamente si, en hora tan decisiva para lo futuro como la actual, España y sus hijas aparecieran espiritualmente divorciadas».
Podemos asegurar que estos párrafos no serán leí dos con simpatía allende los mares, en la América hispánica, en aquellas naciones de nuestra lengua —de ellos y de nosotros—, ya que lo de la supuesta comunidad de sangre implica muchas veces un problema peliagudo. Que démonos, pues, con lo de la lengua, que es claro y es histórico, y aseguremos que no serán recibidos con general simpatía esas palabras entre aquellas naciones a que nos obstinamos en tratar de hijas y no de hermanas. Y en civilidad, que es lo que importa, esa filiación es más que dudosa.
«¡Ingratos —nos decía una vez un compatriota refiriéndose a los portorriqueños—, después que descubrimos y conquistamos y poblamos aquello!» «¿Cómo —le replicó el que esto escribe— que descubrimos y conquistamos y poblamos aquello nosotros? Pues yo no me acuerdo de haber tomado parte en tales proezas». Y él entonces: «¡Bueno, nosotros no; pero nuestros abuelos». Y yo, a mi vez: «¡Los nuestros no, caballero, sino los de ellos!». Porque es indudable que los actuales hispanoamericanos, criollos y aun mestizos, descienden tanto o más que nosotros de los que descubrieron y poblaron sus tierras. Estos descubridores, conquistadores y pobladores fue ron padres de sus abuelos y tíos de los nuestros. Del mayorazgo, que se quedó aquí, descenderemos nosotros, o del que no pudo irse; pero del segundón, del aventurero que se fue, descienden ellos.
Y esto conviene no perderlo de vista.
España es depositaria del patrimonio espiritual de una gran raza. Pero ese patrimonio espiritual no es ningún inmueble, ninguna dehesa, ningún coto que esté ligado al solar en que nacieron los abuelos. El patrimonio espiritual puede muy bien atravesar los mares y nadie le tiene en depósito. Y hasta pudiera ocurrir que tengamos un día que ir a buscar civilidad hispánica, esto es, verdadera españolidad, espíritu de libertad y de independencia y de dignidad civiles encarnados en nuestra lengua, allá, a aquellas tierras de allende el Océano, donde las conciencias nacionales se fecundan mejor que aquí en conciencia internacional.
No; podemos asegurar que los más dignos y más conscientes espíritus de aquellos pueblos no reconocen eso del depósito del patrimonio espiritual de una gran raza en poder de la llamada madre España. Ese patrimonio, en cuanto queda, es comunal; lo disfrutamos en común con las naciones americanas hermanas —no hijas— de lengua de la nuestra. Y en lo que hace a la lengua misma, no admiten, y en ello hacen muy bien, monopolios de castidad. Hasta se da el caso de que entre los sabios, los verdaderos sabios de nuestra común lengua, figuren americanos, como Bello, Cuervo, Suárez, etc., en primera línea.
Nuevo Mundo, Madrid, 18 mayo, 1917, en: Obras completas, IV, págs. 1019-1020.
1 Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones (1863-1950), servía varias veces como presidente del gobierno español bajo Alfonso XIII.
Es un fenómeno interesante el de la lucha por el idioma, combate obstinado y persistente. Los pueblos que se creen oprimidos por otros cultivan, para preservar su individualidad, sus privativos idiomas. Todo regionalismo empieza por manifestarse en la esfera lingüística. La primera victoria de los checos sobre los alemanes fue la de que se reconociese su lengua como oficial en el imperio austro-húngaro. Y, por otra parte, el paneslavismo, el pan germanismo y el anglosajonismo no son más que movimientos basados en la lengua. Trátase de reunir en grandes razas históricas, bajo una lengua común, a castas y pueblos cuya consaguinidad es más que discutible de ordinario.
Y aquí estamos el pueblo que habla español. Recluidos de nuevo a nuestra Península, después del gloriosísimo ensueño de nuestra expansión colonial, volvemos a vernos como Segismundo, vuelto a su cueva, según de cía Ganivet.2 Y ahora es cuando nos acordamos de nuestra raza.
Mas esta nuestra raza no puede pretender consaguinidad; no la hay en España misma. Nuestra unidad es, o más bien será, la lengua, el viejo romance castellano convertido en la gran lengua española, sangre que puede más que el agua, verbo que domina el Océano.
¡Tierra!, así en robusta entonación castellana, ¡tierra! debió ser la primera palabra que oyó silenciosa América al abrir se a nuestro mundo, y en el seno del verbo de que brotó esa palabra ha de fraguarse la hermandad española.
Tan hondamente lo han entendido así en América, que es allí donde más cuidado, acaso, se ha puesto en purgar al idioma castellano de toda corruptela. De allí salió Bello, nuestro más sesudo gramático; de allí, Caro, y Cuervo y otros. Y allí, donde con tanto ahínco se ha estudiado al menudeo la tradición de nuestra lengua, allí apunta la labor de progreso sobre ella. Allí es donde la reforma ortográfica, medio de los más eficaces para pro mover el avance del idioma, halla más decididos cultiva dores, y allí es donde más se empeñan en movilizar nuestro tan petrificado romance. Ahí está Rubén Darío, a quien creen, y él también se cree, dudo que con razón, escritor poco o nada americano; es en gran parte un revolucionario del idioma por ver la realidad de manera poco castellana. El espíritu, procedente del verbo, al difundir lo e impulsarlo, lo transforma.
No hemos de ser nosotros quienes les demos todo sin tomar de ellos nada, ni pretendamos ser más descendientes que ellos de los intrépidos conquistadores. No hemos de pretender que el viejo romance castellano se difunda a tan dilatados países para ser sangre espiritual del pueblo que habla español sin que haya que tocar para ello a sus venerables tradiciones. Hay que ensancharlo para que llene tanta tierra. Su tradición de hoy fue progreso en un tiempo; tendamos a asentar en tradición viva nuestro progreso. Hay, en gran parte, que hacer el lenguaje de los pueblos de lengua española para que se pueda decir en él cosas que nunca todavía ha dicho. Basta coger un diario argentino, de aquel maravilloso país en que empieza a abrirse la raza española a nueva vida, para ver al punto multitud de neologismos y observar un corte y tono especial en el idioma que emplean. Y eso que lo más de aquella incipiente grandeza es inefable todavía; no ha encarnado aún en verbo vivo. Que el progreso sea progreso de tradición es lo indispensable, y por serlo, para revolucionar la lengua hay que zahondarle los redaños. Hay que cavada hasta el subsuelo para labrarla mejor.
Y así la raza. En América desarrollará la española, la raza histórica, la que tiene por sangre la lengua, potencialidades que aquí se ajan y languidecen atrofiadas a falta de uso. Y allí, a la vez, se enriquecerá y se complejizará nuestra habla, flexibilizando sus rígidos contornos. En tan vastos y variados dominios se cumplirá una diferenciación mayor de nuestra raza histórica, y la lengua integrará las diferencias así logradas. Italianos, alemanes, franceses, cuantos concurren a formar las repúblicas hispanoamericanas, serán absorbidos por nuestra sangre espiritual, por nuestro idioma, y dirán mi tierra, así, en robusta entonación castellana, al continente que oyó ¡tierra! como saludo del otro mundo. Y en ellos, en los españoles de América, aprenderemos a conocernos y a vivir acaso los que quedemos en el viejo solar de los abuelos, en «la pequeña España», a cultivar el pago de Alonso Quijano el Bueno.
Aquí no hemos luchado más que con los hombres, casi siempre, desde la épica Reconquista; de allí nos en señarán a luchar con la tierra. «Lucharemos con la naturaleza y la venceremos», dijo el gran Bolívar, aquel retoño de la fuerte rama vasca transplantada a América. Y si el pueblo que luchó con los hombres, el de Don Quijote, hizo el viejo romance castellano, el verbo de la pequeña España en que cantara proezas del Cid y hazañas de conquistadores de hombres, el pueblo que lucha con la naturaleza, el de Bolívar, nos impulsará a hacer la lengua española, el verbo del pueblo que hable español, el que elevará algún día himno robusto a la fraternidad humana, asentada sobre la naturaleza, a nuestra ciencia y nuestro poderío domeñado.
Hay que fraguar la gran lengua española o hispanoamericana, amigo Maeztu,3 para poder cantar en ella cuando usted desea se cante; la flor de la cultura industrial y el goce de vivir libre de la gleba; hay que fraguarla para forjar con ella, luego, la letra a que acompañe como canto el fragor de las máquinas.
El Sol, Buenos Aires, 16 de noviembre, 1899, en: Obras completas: IV, págs. 571-573.
2 Compañero de generación de Unamuno, Ángel Ganivet (1865-1898), en su Ideárium español (1897), §C, reinterpretó La vida es sueño, de Calderón, donde «en un caso psicológico individual que tiene un valor simbólico universal, nos da el artista una explicación clara, lúcida y profética de nuestra historia. España, como Segismundo, fue arrancada violentamente de la caverna de su vida oscura de combates contra los africanos, lanzada al foco de la vida europea y convertida en dueña y señora de gentes que ni siquiera conocía; y cuando después de muchos y extraordinarios sucesos, que parecen más fantásticos que reales, volvemos a la razón de nuestra antigua caverna, en la que nos hallamos al presente encadenados por nuestra miseria y nuestra pobreza, preguntamos si toda esa historia fue realidad o fue sueño».
3 Era común, entre los miembros de la Generación del 98, dirigirse la palabra unos a otros en artículos y ensayos. Así, pues, el mismo Ramiro de Maeztu (1874-1936), ensayista y periodista, sabía que Unamuno le leía al describirle en un artículo del 18 de octubre, 1899, como a uno de «mis poquísimos amigos... artista de la idea, hasta anegar la vida en el pensamiento... cuáquero, asceta, montaraz» [ver sus Artículos desconocidos 1897-1904, recopilados por E. loman Fox (Madrid, Editorial Castalia, 1977), págs. 144-145]. Maeztu era entonces socialista y enemigo implacable del latifundismo español.
Dos mil setecientas voces que hacen falta en el Diccionario Académico (Papeletas lexicográficas), por Ricardo Palma, académico correspondiente de la Española. Lima, 1903.
He aquí un libro técnico en que el conocidísimo escritor peruano don Ricardo Palma nos presenta 2.700 voces que dice hacen falta en el Diccionario de lengua española, en el de la Academia, es decir, ¡Dos mil setecientas! ¡Si no fueran más!...
Hace ya tiempo que me preguntó un extranjero si no había un inventario de léxico castellano, esto es, una recopilación del mayor número posible de voces que se hallen en uso corriente, y hube de contestarle que no lo conozco. Porque el Diccionario de la Academia no es tal inventario, un registro en que se consigne el uso, sino que pretende ser algo así como un código del bien decir en que no se dé el pase a ciertos vocablos. Y es curiosa, según lo sé por quien tiene motivos de saberlo, es curiosa, digo, la manera con que los venerables ancianos que constituyen su mayoría defienden su criterio y resisten, con todas sus fuerzas, a la admisión de vocablos y neologismos. Afortunadamente nadie hace caso para escribir al Diccionario ese, ni se cuida de si una palabra ha sido o no admitida en él.
Nos dice el señor Palma que en 1895 dio a luz, con el título Neologismos y americanismos, un opúsculo en el que consignó poco más de quinientas voces que no se encontraban en el Diccionario y que son de uso corriente en América y muchas aún en España, y que en las Juntas académicas a que concurrió en Madrid en 1892 y 1893 propuso la admisión hasta de una docena de palabras que en su mayor parte fueron desdeñadas, por lo cual se retrajo de continuar proponiendo. Mejor fortuna tuvo su opúsculo, pues de los vocablos en él apuntados adquirieron lugar en la edición décimatercia —la última del Diccionario hasta ciento cincuenta y uno—. Y lo sorprendente es que estas voces, que al entrar en la edición 13.ª es porque no se hallaban en la 12.ª, son voces como acaparar, agigantar, amordazar, aplomo, autonomista, carnavales, concienzudo, diagnosticar, embrionario, fusilamiento y otras por el estilo.
El libro que hoy nos presenta el señor Palma es una obra meritoria; representa una cosecha de voces recogidas en dos años de labor paciente. Y las hay —las más de ellas— que son hoy corrientes en los países de lengua española y que las entienden todos los que la hablan. Sorprende, en efecto, que falten en el Diccionario voces como abolicionista, aborricarse, acaparamiento, agónico, ajedrecista, alarmante, alcoholizarse, alienado, altruismo, amadamado, analfabeto, anestesiar, anexionar, etc., etc.
En realidad, esto nada tiene de extraño ni de censurable, pues como un idioma no es caudal estático de voces, un número de ellas mayor o menor, sino que es un fondo que aumenta y se multiplica según leyes de derivación y analogía, propias de cada lengua, no es cosa de que se registren todas las voces posibles. No es la riqueza actual de un idioma, el número de voces que tenga en circulación; lo que debe tomarse en cuenta, si no su fecundidad, su poder de formar voces nuevas siempre que hagan falta. Vale más vivir de un capitalillo que nos dé un regular interés, que no tener que comerse una fortuna en porciones.
Por mi parte, cuando me hace falta un vocablo, lo compongo, procurando atenerme a los procederes espontáneos de la lengua, y si me lo entienden, me basta. Por eso, sin duda, en la voz neólogo después de decir el señor Palma que no lo es tan solo el que emplea neologismos, como dice la Academia, sino también el que los crea —la Academia quiso, sin duda, al decir el que los emplea, el que los crea—, añade: «Para mí el más fecundo neólogo del día, en esta segunda acepción, es Unamuno». Me atribuye, entre otras, las voces chirigotizar y metafisiquear, de la que dice haberse generalizado en América, y que uso mucho ramplonería, vocablo que puso a la moda en 1874 en el Perú el periodista político Becerra. ¡Claro que la uso mucho! Lo extraño es que no la registre la Academia cuando la cualidad por ella designada es la que más se topa en esta nuestra España de hoy, si no es que encontramos más otra cualidad, cuyo nombre tampoco registra, y es la pedigüeñería. Con repique de campanas dice en otro pasaje de su libro que debe admitirse el neologismo fulanismo, que también me atribuye. Yo agradezco al señor Palma el honor que me hace, pero debo decir, en descargo de mi conciencia, que en los más de los casos no sabría decir si invento los vocablos o si los oigo y los meto en mis escritos.
No es que yo invente más que otros, sino que tengo menos escrúpulos en usarlos por la idea que del idioma tengo, idea debida a los años que llevo estudiándolo. Muchos de los vocablos que el señor Palma señala como habiéndolos visto en mis escritos, son términos técnicos que traslado a nuestra lengua, y algunos, como especialización y diferenciación, son de uso corriente en nuestras obras científicas; otros —los que más me ha criticado un amigo— son voces que emplea el pueblo de esta región salmantina y aun de mucha parte del oeste y noroeste de España, tales como mejer, remejer, cogüelmo, solombrío, perinchir, retuso (una palabra ésta puramente latina y aquí en Salamanca muy en uso), enfusar, etc. Vocablo hay, como, v. gr., cibanto, escarpe o rápida des igualdad del terreno, corte del suelo a modo de escalón, que lo he oído aquí y me han asegurado manchegos y granadinos que se usa en sus respectivas regiones, y voz que se use aquí, en la Mancha y tierra de Granada, no puede decirse que sea regional. Me gusta más sacar voces del pueblo y enfusadas luego en mis escritos, que no ir a desentrijar arcaísmos de cualquier mamotreto del siglo XIV o XV, y es de esperar que la Academia, en vez de pagar voces que vayan entresacando de escritores, más o menos clásicos, pero ya difuntos, éste o el otro erudito, promueva el que se escarbe el habla popular de las diferentes regiones españolas y americanas y se aflore a la lengua escrita lo que vive y florece en la lengua hablada.
El señor Palma se ha dedicado a esto, a cosechar voces de las que empiezan a correr y usarse y no ha entrojado aún la Academia, y merece pláceme como buen meseguero que es de la lengua corriente y moliente, de la que se está haciendo minuto a minuto, y no solo del añoso lenguaje de los académicos que toman en serio el serlo.
La Lectura, año III, tomo III, Madrid, diciembre, 1903, págs. 537-539, en: Obras completas, IV, págs. 581-583.
Como en cuestión de lenguaje está visto que nada se pro paga más que lo pedantesco, ni nada hace más estragos que ese absurdo purismo que trata de detener la vida del idioma, no estará de más trabajar cuanto se pueda para atajar el daño.
Antes de ahora he tratado con cierta extensión de ortografía, que es uno de los campos donde más a sus anchas se explaya la pedantería libresca, y cada día recojo nuevos datos.
Ahora han dado nuestros periódicos por rendirse a la pedantesca manía mejicana de escribir México, y no hay quien lo evite. No sé por qué no imitan a aquellos de mis paisanos que escriben Bizkaya con tanta razón o tan poca, como México los mejicanos.
La tendencia natural de un idioma es a acercarse en su escritura a la ortografía fonética, y ya que no la adopte por completo, mediante una revolución, debe por lo menos no retroceder.
Todos escribíamos Méjico, y ahora nos salen con esa x, por aquello de que el vocablo deriva de una palabra azteca con sonido paladial representado por x en castellano cuando este idioma tenía tal sonido.
Pero por la misma razón habría que escribir Guadalaxara, Xerez, dixo, xefe, etc. No se ve qué privilegio ha de tener México para adoptar en él una ortografía pseudo-etimológica, cuando en castellano domina la fonética.
¿Qué hay en el fondo de esto? Lo mismo que en el fondo del Bizkaya de mis paisanos. La cuestión es dar al vocablo cierto aire exótico y extraño para expresar así cierto prurito de distinción e independencia. Por lo visto, son menester la B y la k de Biskaya para recuerdo de que el vascuense es un idioma de distinta estirpe que el castellano y no emparentado por consanguinidad con él. Y de la misma manera han plantado la x los criollos mejicanos para que se sepa que el nombre de su nación —nombre privilegiado que se escribe de un modo y se lee de otro— es un nombre de origen indígena. Si se escribiera racionalmente Méjico, podría acaso correr peligro la clara conciencia de la personalidad nacional de la próspera república de Porfirio Díaz. Hay que distinguirse aunque solo sea por una x. Todo ello no pasa, después de todo, de un desahogo infantil.
Santo y bueno que los mejicanos quieran dar distinción ortográfica al nombre de su patria; pero no sé por qué les hemos de imitar los españoles, que hace tiempo dejamos de escribir con x aquellas voces en que, como en México, representaba un sonido originariamente paladial (una especie de ch francesa). ¿Ha de ser Méjico más que Guadalajara en esto? Sobre todo, igualdad ante la ley.
Nada mejor que estrechar cada día más los lazos espirituales entre las naciones todas de lengua española, y estrecharlos sobre la base del idioma común ante todo; pero esta labor ha de hacerse con racionalidad, y no atendiendo a caprichos pueriles.
Quede para la Real Academia el atiborrar su Diccionario de palabras guaraníes, aztecas, toltecas, chichimecas, quichuas, charrúas, araucanas o lo que sea.
Es en América precisamente donde más se trabaja por la reforma nacional de nuestra ortografía en sentido fonético, que es el más científico.
Yo creo que hay que hacer la lengua española o hispanoamericana sobre la base del castellano, pero es combatiendo tendencias como la que se manifiesta en el humildísimo hecho de la x de Méjico.
Madrid Cómico, 28 de mayo, 1898, en: Obras completas, IV, págs. 569-570.
En mi correspondencia anterior, primera de las que dedico al libro de Ricardo Rojas, La restauración nacionalista,4 libro henchido de sugestiones, usé de dos palabras que ignoro si han sido o no usadas ya, pero que ciertamente no corren mucho. Son las palabras «americanidad» y «argentinidad». Ya otras veces he usado la de «españolidad» y la de «hispanidad». Y los italianos emplean bastante la voz italianita.
Fue leyendo al gran historiador y psicólogo portugués Oliveira Martins cómo me hirió la imaginación la voz hombridade, que aplica a los castellanos. Tenemos, es cierto, la voz hombría en el giro «hombría de bien»; pero «hombridad» me pareció un hallazgo. No es lo mismo que humanidad, voz que, siendo de origen erudito, se halla estropeada por aplicaciones pedantescas y sectarias. Y no es tampoco uno de esos terribles terminachos que huelen a secta y a doctrina abstracta. Hombridad es la cualidad de ser hombre, de ser hombre entero y verdadero, de ser todo un hombre. Decir, pues, de uno que tiene hombridad, equivale a decir de él que es todo un hombre. ¡Y son tan pocos los hombres de quienes pueda decirse que sean todo un hombre!
Al hablar, pues, de americanidad o de argentinidad, quiero hablar de aquellas cualidades espirituales, de aquella fisonomía moral —mental, ética, estética y religiosa— que hace al americano americano y al argentino argentino. Y si no me engaño, a eso tiende la labor de Rojas: a sacar a flor de conciencia colectiva la argentinidad, para que se robustezca y defina y acreciente al aire de la vida civil y de la historia.
Rojas, continuador de la obra de los Sarmiento, Alberdi, Mitre y otros grandes conductores de su pueblo, cita aquellas palabras del primero de éstos: «¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajustes ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y des de cuando, bueno es darse cuenta de ello».
Y aquí un alto.
Es fácil que alguno de mis lectores criollos, sobre todo algunos de los que están tocados de la «ironía canalla» de que Rojas nos habla, imaginándose que estoy macaneando, me interrumpa por lo bajo, diciéndome: «Pero, ¿y a usted quién le da vela en este entierro?», o en el giro correspondiente que ahí se use. A usted —se dirá—, ¿qué le va ni le viene en este pleito? Voy a ello.
Aquí podría yo, en propia apología, presentar los memoriales que me acreditan como uno de los pocos, de los poquísimos europeos que se han interesado por el conocimiento de las cosas de América, y algunos de esos memoriales podría sacarlos de la obra misma de Rojas, que me sirve de tema para estos mis actuales comentos.
Tiene mucha razón Rojas cuando acusa a los europeos de poca curiosidad cosmopolita, y cuando, no sin cierto dejo de molestia, se queja de que por acá, por Europa, haya gentes que pasan por cultas, que apenas si saben hacia dónde cae Buenos Aires. Esto es muy cierto, y es tanto más cierto cuanto el país europeo sea más adelantado.
Puede asegurarse que en ciertos respectos el máximo de ignorancia alcanzan las clases medias, la burguesía de la cultura en París, Londres y Berlín. La incipiencia del parisiense de buena cepa, respecto a lo que pasa más allá de Batignolles, es proverbial. Lo reconocen ellos mismos y hasta se jactan de semejante cosa.
Creo ser una excepción a esa incuriosidad europea. No solo me han interesado y me interesan las cosas de América, sino que soy una de las excepciones a la profunda ignorancia que aquí reina respecto a la historia, literatura y arte de Portugal. Esta mi incurable plurilaterialidad de atención, este espíritu curioso por todo lo que en todas partes pasa, me llevó a aprender danés —o noruego, que es lo mismo— para poder leer sobre todo a un hombre, a Kierkegaard, y he estado a punto de aprender rumano para leer a otro. Y de cada país me interesan los que más del país son, los más castizos, los más propios, los menos traducidos y menos traducibles.
(...)
Y así, de los escritores y pensadores argentinos he buscado, no a esos sociólogos traducidos, o a esos poetas en un tiempo modernistas, y hoy no sé qué, que me dicen mejor o peor, lo mismo que estoy harto de oír aquí, sino a aquellos más de la tierra, más verdadera mente nativos, pero nativos de verdad, y no tampoco por modo de criollismo literario y macaneante, a aquellos que me revelan la argentinidad latente. Y he aquí por qué he sido tan devoto lector y tan entusiasta panegirista de Sarmiento.5 Sin mucha eficacia aquí.
Sin mucha eficacia, repito. A raíz de una conferencia que di en el Ateneo de Madrid, y en que hablé como suelo siempre hacerlo del gran Sarmiento, surgió entre algunos jóvenes ateneístas la idea de dirigir a la Junta de aquel Centro de cultura una instancia pidiendo que adquiriera para su biblioteca las obras de aquél. Y no debieron de haberse adquirido, por cuanto al ir a dar, uno o dos años después, una conferencia en aquel mismo Centro Rojas, tuvo que procurarse el Facundo, los Recuerdos de provincia y los Viajes de mi librería particular, pues en Madrid no pudo obtenerlos. Hace pocos días ha pronunciado un discurso en ese mismo Centro, Belisario Roldán: ha sido estrepitosamente aplaudido, y la prensa toda se ha deshecho en elogios a su elocuencia. En ese discurso habló de Sarmiento, según mis noticias, con la conmovida devoción con que debe hablar todo argentino de aquel genio a quien tantas veces se le trató de loco en vida por la ironía canalla. Pues bien, os aseguro que no ha conseguido Roldán el que uno solo de sus oyentes se haya decidido a pedir una siquiera de las obras de Sarmiento.
Además —y vaya esto por vía de digresión—, es tan difícil encontrar aquí libros americanos... Y la gente que no se molesta. Por recomendación mía ha habido quienes han buscado en las librerías de Madrid las Conferencias y discursos del gran poeta-orador Zorrilla de San Martín y el libro Ideas y observaciones del gran pensador y pedagogo Vaz Ferreira, orientales ambos, y al no encontrarlos, no han hecho gestión alguna ulterior para procurárselos.
Ahora sí, parece como que aquí escritores, políticos, literatos y artistas agitan un poco más eso de la fraternidad hispanoamericana y hablan de la comunidad de la raza, pero no les hagáis caso. Conozco a mi gente. En el fondo se trata de egoísmos mercantiles. Dicen que ahí hay campo; dicen que tal o cual se ha traído tantos y cuantos miles de pesos; dicen que nuestros dramaturgos y saineteros empiezan a cobrar trimestres de América; dicen que ése tiene que ser nuestro mercado de libros; dicen que lo que importa es calzarse alguna corresponsalía en un diario americano, que son los que pagan. Y de todo eso de la confraternidad, la mitad es macaneo.
Y esto os lo digo yo, yo, que por lo que hace a mi pluma, vivo más de la América que de España, y os lo digo con este noble cinismo y con esta que dicen mi displicencia, que me ha rodeado de una protectora mu ralla de antipatía; os lo digo yo, el egoísta, según los otros. Y os lo digo porque estoy harto de farsas ahí, aquí y en todas partes.
Y volviendo a mi tema —si es que le tengo y no es esto una sarta de reflexiones sin cuerda—, os diré que la argentinidad me interesa porque mi batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro, y me interesa además como español recalcitrante y preocupado de mantener aquí la españolidad.
Al fin del informe que me pidió Rojas, y que en su obra inserta, informe en que hacía yo constar que ahí, en la Argentina, empiezan a dar fruto gérmenes que siendo muy castizos y peculiares nuestros, aquí se han malogra do, y en que decía cómo estoy convencido de que cuan do se quiera ver la historia en argentino, en nativo, se acabará por verla en español; al final de este informe escribe Rojas: «Cree el señor Unamuno que cuando los argentinos veamos nuestra propia historia en argentino concluiremos por verla en español, y yo creo que cuan do los españoles la vean con esa clarividencia terminarán por verla en argentino, coincidiendo unos y otros en sus apreciaciones». Conformes de toda conformidad.
Lo que Rojas escribe sobre la pedagogía de las estatuas es acertadísimo. Es verdad, las estatuas de Garibaldi y de Mazzini —y lo mismo diría si se tratase de las de Castelar o de Riego— parecen decir a sus paisanos: «No venís a una patria, sino a una colonia». (Son palabras de Rojas). Y luego tiene mucha razón al añadir que «en cuanto a Garibaldi y Mazzini, su significado es actual y político, grande dentro de Italia, pero fuera de Italia depresivo para nosotros, o reducido a las proporciones de una época o de un partido». Y tiene razón, mucha razón, en decir que como testimonio de fraternidad correspondíale ese honor al Dante, «símbolo de la Italia nueva y de la vieja y de la italianidad imperecedera». Y todo lo que luego escribe Rojas sobre Garibaldi y sobre Mazzini —y cuenta que éste es uno de los hombres a quien más admiro— es de una gran justeza. Pero es que el Dante está por encima de los entusiasmos sectarios; es que el Dante fue católico, en el más noble, más alto, más imperecedero y más hondo sentido de la catolicidad. Fue católico y gibelino.
¿Y nosotros, los españoles? Como homenaje de fraternidad debería bastarnos con la estatua de Cervantes, el creador del Quijote, que es tan americano como español. Y luego, con que se cumpliese el voto de Rojas de que sobre el pedestal en que hoy se alza ahí Mazzini se alzase Juan de Garay, ¿para qué queríamos más? Porque Garay, que fue español y muy español, doblemente es pañol por ser de sangre vasca, no es de colonia, sino que es el nexo entre la españolidad y la argentinidad, que en su fondo primitivo ha brotado de aquélla.