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Juntos, los dos solos, en el paraíso… ¡hacían que subiese la temperatura! Strato Doukas se sintió sorprendido y fascinado al conocer a la bióloga marina Cora Georgiou en una isla desierta en Grecia. El cínico multimillonario se había sorprendido a sí mismo al proponerle que explorasen su intensa atracción… en su yate privado. Cora creía saber cómo eran aquellos hombres ricos y privilegiados, pero no había sido capaz de rechazar la sensual propuesta de Strato. Además, a pesar de que este tenía fama de playboy, el hombre que había detrás de aquella fachada le resultaba cautivador. Un hombre cuyo pasado le había hecho prometer que jamás se casaría ni formaría una familia. El hombre que acababa de dejarla embarazada.
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Seitenzahl: 171
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Annie West
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solos en el paraíso, n.º 2908 - febrero 2022
Título original: A Consequence Made in Greece
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-373-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ESTÁS seguro de que no quieres venir conmigo?
Strato entrecerró los ojos, cegado por el sol, mientras miraba a la mujer que había metida en la piscina de su yate, que se había quitado la parte de arriba del bikini. Sus pechos flotaban en el agua, pero tenía la melena rubia seca.
–No, gracias.
Si quería nadar, lo haría en las aguas cristalinas de aquella zona del mar de Grecia. Además, cuando él nadaba lo hacía para ejercitarse, no en una piscina que se cruzaba de un lado a otro en seis brazadas.
Pensó que el problema era que no quería estar con aquella mujer.
Cuatro días había sido tiempo suficiente para recordar que no le gustaba el parloteo sin sentido. No se podía mantener con ella conversaciones estimulantes ni tenía sentido del humor.
Strato frunció el ceño. A todas les faltaba algo.
El problema, tuvo que admitir, era él, no ella.
Había evitado tener relaciones profundas e implicarse emocionalmente desde que tenía uso de razón. Y se había pasado la vida con mujeres dispuestas a admitir esas restricciones, que disfrutaban pasándolo bien, pero él se sentía cada vez más inquieto e insatisfecho.
Había invitado a Liv y a su amiga al yate de manera impulsiva, pero en vez de estar disfrutando de su compañía, solo las estaba evitando.
–Si no quieres bañarte, puedo darte un masaje –le propuso ella, ladeando la cabeza.
Strato se estremeció. Lo que quería era que lo dejasen en paz. No quería que aquellos dedos huesudos se clavasen en sus hombros como preludio a una sesión sexual que lo dejaría todavía más vacío de lo que ya se sentía. Si necesitaba un masaje, se lo pediría a su entrenador personal y masajista, que también estaba a bordo.
–¿O prefieres otra cosa? –insistió ella con voz sensual.
Strato se giró y vio como su otra invitada salía del interior del yate contoneándose.
Llevaba el pelo largo suelto e iba desnuda debajo del caftán bordado con pedrería casi transparente. La vio mirarlo de reojo y esbozar una sonrisa invitadora y hambrienta, aunque Strato sabía que, en realidad, solo le interesaba su dinero.
Contuvo un suspiro. Estaba siendo injusto. Tenía lo que se merecía. Había sido un error invitar a Liv y a Lene a aquel viaje. Les había dejado claro que solo se trataba de divertirse, tener sexo y disfrutar del lujo, todo de manera temporal, pero era evidente que ellas pensaban que el término temporal era negociable.
En todo caso, Strato no podía permitir que albergasen ninguna esperanza. Solo de pensarlo, se le ponía el vello de punta.
–Tal vez prefieras estar con las dos a la vez –le sugirió Lene, quitándose el caftán y dejando al descubierto su elegante cuerpo antes de meterse también en la piscina–. ¿Quieres que empecemos Liv y yo y luego te unes?
Alargó la mano y la pasó por el cuerpo desnudo de su amiga.
Ambas mujeres lo miraban fijamente y Strato sintió el peso de su interés. No lo deseaban a él, solo deseaban complacerlo para que las mantuviese a su lado o, tal vez, en un momento de debilidad, las convirtiese en sus amantes durante un periodo de tiempo más extenso.
Él sonrió y se quitó las gafas de sol. Ellas esbozaron también dos sonrisas perfectas y se acercaron más la una a la otra. Lo que no sabían era que su sonrisa ocultaba una sensación de disgusto. Disgusto con él mismo por lo que estaba ocurriendo.
¿Cómo había podido pensar que podía divertirse con aquellas dos mujeres?
La situación no era en absoluto divertida.
Él había sabido cómo eran antes de que subiesen al yate, lo mismo que ellas habían sabido cómo era él: un hombre rico, al que no le gustaba aburrirse y que no quería ataduras.
–Gracias por la invitación, señoritas –les respondió, poniéndose en pie.
Ellas recorrieron su cuerpo con la mirada y él pensó que tal vez el interés que sentían por su cuerpo no fuese tan fingido, pero eso no cambiaba nada. Aquello no iba a funcionar.
–Disculpadme, pero me ha surgido un imprevisto.
Señaló hacia su despacho, del que había salido solo unos minutos antes, para hacerles pensar que tenía que trabajar y para que así, cuando les dijese que tenían que marcharse de allí, pudiesen hacerlo con algo de dignidad.
–Pasadlo bien. Yo me temo que tengo que volver a Atenas hoy mismo –les anunció–. Mi helicóptero os dejará en tierra antes de que anochezca, o más temprano, si lo preferís. Desde allí, un coche os llevará a donde queráis. Gracias por vuestra compañía, ha sido memorable.
Dicho aquello, se dio la media vuelta y atravesó la cubierta mientras las dejaba boquiabiertas dentro de la piscina.
Su eficiente secretaria apareció justo cuando Strato llegaba al otro lado del barco. Siempre estaba allí cuando la necesitaba.
–Organízalo todo, por favor, Manoli. Y cómprales un regalo apropiado a cada una.
Luego, clavó la vista en la pequeña isla que había a un par de kilómetros de distancia. Respiró hondo para ver si el aire salado aliviaba el sabor amargo de su lengua y después se lanzó al mar y empezó a nadar.
STRATO anduvo por la arena blanca y suave de la pequeña playa y se dirigió hacia un grupo de árboles. El baño había reactivado su cuerpo y había hecho que se le ocurriese una solución para un problema de trabajo que lo había mantenido despierto la noche anterior.
Le convenía concentrarse en aquello en vez de pensar en el error que había cometido al invitar a Lene y a Liv al yate.
Se dejó caer en la arena, ya a la sombra, y se dijo que lo mejor era centrarse en las dificultades que habían surgido en sus oficinas de Asia.
Unos minutos después, un ruido le hizo levantar la cabeza. Vio su helicóptero despegando del helipuerto del yate. Al parecer, sus invitadas habían decidido marcharse cuanto antes, para poder buscar a otro patrocinador lo más pronto posible.
Strato hizo una mueca. Su falta de criterio con aquellas dos le había hecho sentirse extrañamente… vulnerable. Frunció el ceño al reconocerlo.
¿Era posible que el hecho de buscar de manera deliberada relaciones superficiales y vacías lo estuviese convirtiendo a él también en una persona vacía y superficial?
No veía la manera de evitarlo. No quería que nadie se le acercase demasiado, pero tenía la sensación de que las mujeres interpretaban aquello como un reto para intentarlo. No entendían que Strato Doukas no tenía ningún punto débil ni ningún anhelo secreto de casarse o de formar una familia.
Sintió náuseas solo de pensarlo. Jamás olvidaría lo que había aprendido durante la niñez, gracias a su padre.
Apartó aquellos terribles recuerdos de su mente. Lo mejor era centrarse en el trabajo, uno de sus antídotos para no pensar en un pasado que era mejor olvidar.
Pero antes de que su mente volviese a Asia, vio en el mar un barco pequeño y blanco, con una línea turquesa y roja, que avanzaba hacia la isla.
Suspiró. Quería estar solo y no le apetecía encontrarse con un grupo de turistas. Aunque enseguida se dio cuenta de que en el barco iba solo una persona que llevaba puesto un sombrero de paja y una camisa ancha.
La embarcación se aproximó hasta el extremo rocoso de la playa y él deseó que no fuese un fotógrafo.
El intruso se quitó el sombrero y Strato se dio cuenta de que se trataba de una mujer con una melena oscura que le llegaba casi hasta la cintura. Arqueó las cejas. Uno no veía melenas así todos los días.
Sin embargo, se dijo que debía centrarse en sus problemas logísticos…
La mujer se quitó la camisa y Strato se quedó sin aliento al ver su cuerpo. Tampoco estaba acostumbrado a ver cuerpos así, al menos, en sus círculos sociales.
La vio inclinarse para guardar el sombrero y la camisa y Strato se fijó en su flexibilidad, dato que siempre era importante, además de admirar sus espectaculares curvas.
Después de haber pasado parte de la semana con sus dos delgadísimas invitadas, aquel cuerpo no pudo llamar más su atención. La vio quitarse los pantalones cortos y dejar al descubierto las generosas caderas, quedándose solo con un traje de baño oscuro, de una sola pieza, que le sentaba como un guante.
Strato sonrió, de repente, ya no le parecía tan mala idea conocer a una turista.
Sin embargo, la mujer no se dirigió hacia la playa, sino que se puso unas gafas y un tubo para bucear y se adentró en el mar. Él la observó durante cinco minutos con curiosidad.
Fuese quien fuese, parecía saber lo que estaba haciendo, no corría el riesgo de ahogarse. Sus largas piernas golpeaban el agua con fuerza, y la vio moverse con gracia y precisión hasta que desapareció de su vista.
Tanto mejor. Había ido allí para estar solo. Lo último que necesitaba era que otra mujer lo distrajese. Se estiró sobre la arena y se dio la media vuelta, apartando la mirada del mar.
Cora se sujetó el sobrero mientras avanzaba por las rocas, con la mirada clavada en el suelo. Al llegar a la arena, miró hacia la sombra en la que había decidido parar a comer y entonces se dio cuenta de que no estaba sola.
Allí había alguien durmiendo.
Nunca iba nadie a aquella pequeña isla, salvo en temporada alta, cuando de vez en cuando paraba algún grupo de turistas. Se giró hacia el agua. Aparte de la pequeña barca que había tomado prestada de su padre, solo se veía un enorme yate a lo lejos. Frunció el ceño al fijarse en el par de huellas sobre la arena.
Las personas que viajaban en aquel tipo de embarcaciones no nadaban cuatro kilómetros solo por diversión. Se preguntó si a aquel hombre se le habría hundido la barca. La noche anterior había habido tormenta, pero las huellas de la arena eran demasiado recientes.
Avanzó hacia él con el ceño fruncido, esperando que no estuviese malherido, pero redujo el paso al darse cuenta de que estaba desnudo. Tenía el trasero terso y redondeado y las piernas muy largas, cubiertas de vello.
Cora tragó saliva al notar que, de repente, se le había secado la boca y se le había cortado la respiración.
Era un hombre grande, muy grande, con un cuerpo atlético, musculado.
Dado su trabajo, ella estaba acostumbrada a los hombres así, pero pensó que nunca había visto algo semejante.
La brisa movió su pelo oscuro, pero él no se movió. Cora se fijó en que tenía una parte del hombro más blanca, con una marca, pero no podía ser una herida reciente porque no había sangre.
Dejó el petate en el suelo y se acercó a él con cierto miedo para comprobar si respiraba.
Una vez más cerca, comprobó que, efectivamente, la marca del hombro no era reciente, sino una cicatriz antigua…
Entonces, aquella montaña de músculos y piel dorada se giró y ella retrocedió.
Efectivamente, era espectacular también de frente.
Cora tragó saliva y estudió su rostro. Tenía la frente ancha, las cejas pobladas y oscuras y unos brillantes ojos verdes.
Ya sabía a quién se parecía, a Poseidón.
El dios del mar siempre se había considerado la personificación de la fuerza y de la belleza masculina y ella pensó que, de haber sido real, habría tenido también unos ojos así, del color del mar del que ella acababa de salir, tan intensos como aquel.
A Cora se le secó la boca.
–Está vivo.
–¿Esperaba encontrar un cadáver?
A Cora se le puso el vello de punta al oír aquella voz profunda, el tono divertido, que acababa de despertar algo que había estado aletargado en ella.
Se puso tensa y retrocedió.
–No sabía qué pensar.
Tal vez le hubiese dado demasiado el sol, porque se había sentido aturdida y se le había nublado la visión al ver aquellos ojos verdes.
Cora apartó la mirada y frunció el ceño.
–No tiene toalla, ni ropa –añadió, teniendo que hacer un esfuerzo para no volver a mirar su cuerpo desnudo, sobre todo, por debajo de la cintura.
Se ruborizó solo de pensar en lo que había visto ya.
Él arqueó las cejas.
–¿Hay alguna norma que diga que haya que ir siempre vestido o tener una toalla?
–He pensado que había sufrido un accidente.
–¿Por eso se ha acercado tanto a mí? ¿Iba a hacerme el boca a boca?
Ella bajó la vista de sus ojos, pasando por la nariz recta y posando la mirada en sus sonrientes labios. Tenía una boca muy bonita, casi demasiado bonita para ser un hombre. Aunque el resto de sus facciones, desde la sólida mandíbula hasta los marcados pómulos, con otra cicatriz en uno de ellos, eran muy masculinos.
Aquel rostro, aquella sonrisa, eran burlones, no bonitos. Aunque no cabía duda de que era un hombre muy atractivo… Y la prueba era el ritmo al que latía su corazón.
Cora no era ingenua. Tal vez fuese un hombre carismático, masculino y sexy, pero tenía algo que no le gustaba.
Como todos los griegos sabían, los dioses de la antigüedad no eran criaturas amables y cariñosas, sino muy peligrosas.
Lo mismo que aquel hombre. Su instinto femenino la alertó del peligro.
Un peligro que estaba patente en la mirada de él, en el hecho de que a ella se le hubiesen endurecido los pechos debajo de la desgastada camisa vaquera que llevaba puesta. Y en el modo en el que él seguía sonriendo.
Y, sobre todo, en el hecho de que no hubiese intentado taparse y siguiese allí tumbado, tan tranquilo.
–Bueno, si está bien, me marcho –le dijo, aunque fuese el único lugar con sombra de la playa y fuese la hora de comer.
–¿Cómo sabe que estoy bien? No me ha tomado el pulso.
Strato estudió a aquella Nereida con curiosidad e interés. Porque se trataba sin duda de una Nereida, una ninfa de los mares.
Era la misma a la que había visto bucear. Tenía el pelo muy largo y todavía llevaba en el rostro la marca de las gafas de buceo. Además, ni siquiera la camisa ancha y los pantalones podían ocultar su exuberante cuerpo.
Ella arqueó las cejas y sus ojos color miel se clavaron en los de él con impaciencia y cautela, mirada a la que Strato no estaba acostumbrado.
Las mujeres solían mirarlo con avidez.
Aunque aquella también había estudiado su cuerpo con interés un par de minutos antes, había estado a punto de marcharse cuando él la había detenido con sus palabras.
Sin duda, era una mujer diferente y eso lo intrigaba. Y lo molestaba al mismo tiempo, porque, en el fondo, no quería el interés de ninguna mujer.
Tal vez no soportase la idea de sentirse ignorado por una mujer, o quizás fuese el hecho de que parecía distinta a las mujeres con las que solía interactuar lo que hubiese despertado su interés. O ambas cosas a la vez.
–¿Está bien? ¿No se habrá dado un golpe en la cabeza?
Strato se dio cuenta de que se había llevado la mano a la frente, como si le doliese la cabeza y, por un instante, pensó en mentir, pero decidió que prefería decir la verdad, por cruda que esta fuese. Sabía que no enfrentarse a la realidad podía llegar a ser muy peligroso.
Apretó los labios con fuerza y la vio fruncir el ceño.
Eso provocó en él un calor que no tenía nada que ver con deseo sexual, sino con el hecho de que aquella mujer estuviese realmente preocupada por él.
Era extraño.
Pagaba a todo un equipo para que se ocupase de satisfacer todas sus necesidades, no necesitaba que una extraña se preocupase por él, sin embargo, sus palabras habían despertado en su interior algo que llevaba mucho tiempo sin experimentar.
Se pasó los dedos por el pelo y sonrió con languidez.
–No, estoy bien. ¿O es que no se lo parezco?
–Me alegro –le respondió ella con voz ronca después de unos segundos.
Aunque no parecía contenta. Estaba demasiado tensa. Y a Strato le gustó aquello, lo mismo que le gustó ver que se le marcaban los pezones a través de la raída camisa, lo que, a su vez, hizo que se preguntase cómo sería acariciarlos con las manos.
La vio hacer otro amago de marcharse y le preguntó:
–¿No tendrá algo de beber? Estoy seco.
Ella se quedó inmóvil.
–¿No tiene agua? ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Él se encogió de hombros.
–Varias horas, supongo.
–¿Supone? ¿No lo sabe? ¿No ha traído víveres?
Su tono enojado y preocupado hizo que Strato se la imaginase vestida como una remilgada profesora de escuela. Una fantasía nueva que no tardó en desaparecer de su mente, ya que prefería la imagen del bañador, o desnuda.
–No, no he traído nada –admitió, dándose cuenta de que era cierto que tenía sed.
Tenía que haber vuelto al yate hacía rato. Nadie iría a buscarlo allí, porque las personas que trabajaban para él sabían que le gustaba disfrutar de aquellos momentos de soledad.
Ella volvió a fruncir el ceño y murmuró algo que Strato no logró entender.
–¿Y qué hace aquí sin nada? ¡Qué locura!
Él se sintió fascinado. Hacía siglos que nadie lo reprendía. La última había sido su tía, que se había preocupado por él hasta el final de sus días.
–Aunque todavía no estemos en pleno verano, no hay que correr el riesgo de quedarse deshidratado. En especial, estando solo, porque… ¿está solo?
–Sí, pero vendrán a recogerme cuando caiga el sol –le respondió Strato, ya que eso era lo que había acordado con su tripulación.
Ella volvió a apretar los labios con desaprobación.
–Eso es una estupidez. Podría pasarle cualquier cosa en todo ese tiempo.
«Sí, cualquier cosa», pensó él, estudiando sus deliciosos labios, su melena todavía mojada y los generosos pechos.
–¿No tendrá también algo de comida? –le preguntó él–. Llevo todo el día sin comer.
CORA estaba buscando en su bolsa, pero levantó la cabeza al oírlo hablar en tono socarrón.
Lo miró, clavó la vista en su pecho y se maldijo antes de levantarla hacia el rostro.
Su gesto era indescifrable, pero Cora tenía claro que se estaba riendo de ella.
Lo más sensato habría sido marcharse. Odiaba que los hombres se burlasen de ella, no iba a tropezar dos veces con la misma piedra…