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Un thriller estremecedor en el que confluyen el violento mundo de las maras con las redes de tráfico de mujeres y los turbios secretos que ocultan las aparentemente idílicas colonias sudamericanas fundadas por alemanes. Ethan trabaja con cierta comodidad como caza recompensas en Florida hasta que recibe una inquietante llamada de auxilio. La hija de su antigua amante ha sido secuestrada en Centroamérica a manos de una mara, las bandas criminales que asolan ese territorio. Aunque todos los indicios apuntan a que la niña ya esté muerta, él decide marchar en su busca en contra de la opinión general y sobre todo la de su novia, angustiada pero también celosa. Ethan aterrizará para un reencuentro con su ex pareja que desestabilizará su vida emocional, y para arrancar una improbable investigación que le adentrará en un mundo brutal dominado por la violencia, la corrupción policial y las redes de tráfico de personas. Pronto descubrirá la trama de engaños que oculta su misión, en la que él no será más que un náufrago en una tormenta y para la que cuenta con la única ayuda de un amigo local, tan perplejo como los demás ante su decisión: ¿Qué le ha empujado a embaucarse en un viaje que le puede costar la vida para encontrar a alguien que seguramente ya la haya perdido? Pero Ethan guarda un secreto ante todos que le empuja y le aterra por igual. La noche previa a la noticia vio a la niña en lo que en ese momento creyó un simple sueño. La pequeña, perdida y desorientada, le explicó los hechos que conocería la mañana siguiente, y se despidió con un estremecedor ruego: "No estoy muerta. Ayúdame."
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Seitenzahl: 838
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Sombras que cruzan América
© 2017, Guillermo Valcárcel
Publicado de acuerdo con Pontas Literary & Film Agency.
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Mario Arturo
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Depositphotos
ISBN: 978-84-9139-191-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
1. Sincronicidades
2. Los niños perdidos
3. Caribe
4. Verdades incómodas
5. Un momento de furia
6. Confesiones robadas
7. Colônia Liberdade
8. Luces en la distancia
9. La ruta de las ratas
10. Las sociedades secretas
11. La boca abierta del Infierno
Epílogo
A modo de ejemplo citaré un suceso que yo mismo observé. Una señora joven a la que estaba tratando tuvo, en un momento crítico, un sueño en el que le daban un escarabajo dorado. Mientras me contaba el sueño me senté de espaldas a la ventana, que estaba cerrada. De pronto oí un ruido detrás de mí, como un ligero golpeteo. Me di la vuelta y vi un insecto que golpeaba contra el cristal por la parte exterior. Abrí la ventana y cogí al animalito en el aire al entrar. Era lo más parecido al escarabajo dorado que se encuentra en nuestras latitudes: un escarabajo escarabeido, la centonia dorada común, que en contra de sus costumbres había sentido, sin duda, la necesidad de entrar en una habitación oscura en ese preciso momento. He de admitir que no me había sucedido nada parecido ni antes ni después y que el sueño de la paciente ha permanecido como algo único en mi experiencia.
C. G. Jung. Sincronicidad como principio de conexiones acausales. 1952
De pronto volvió a soñar con ella. Pero ya no era una niña menuda y graciosa como entonces, sino una preadolescente alargada y precoz como lo son en las latitudes tropicales, de tal vez once o doce años, de acuerdo con lo que correspondería en la realidad. La observó sin saber si aquel era su rostro actual, pero adivinó que era ella igual que se sabe todo en los sueños, como una verdad anunciada desde un lugar que no conocemos. Lo supo a pesar de que con probabilidad no la habría reconocido de cruzársela por la calle, y más tarde se dio cuenta de que en el sueño tal vez ni había visto su cara, que tal vez ni tuviera.
Escuchó una voz débil e insegura que no salía de su boca y le alcanzaba como un eco: «No estoy muerta». Las palabras fluyeron hacia él en forma de niebla y sintió al recibirlas frío en la espalda, pero no pudo volverse. Algo en aquel lugar le preocupaba. Algo inexplicable se acercaba como una amenaza, una presencia abstracta que surgía desde un punto indeterminado y le hacía mantenerse en guardia. El fantasmal susurro de la niña se diluyó y la sintió disgregarse; ya no había nadie frente a él, pero sabía que no se había marchado. Intuyó que ella deseaba huir y comprendió que un peligro inimaginable llegaba en su busca. Sus músculos se tensaron y un olor nauseabundo fue llenando el espacio. Más adelante se preguntaría si había existido, si es posible soñar con olores o era una simple sugestión, pero en aquel momento se convirtió en algo físico, una señal desconocida que anunciaba una verdad aterradora.
Ella volvió a hablar sin mover los labios de ese rostro que tal vez no existía: «No estoy muerta», y su tímida voz infantil se confundió con el horror que llegaba, el horror del que deseaba salvarla pero que crecía en torno a ellos como una nube de insectos, envolviéndola, engulléndola, borrándola ante su ojos e impidiéndole moverse, casi ni respirar ante una oscuridad que ocupaba el espacio del aire, y sintió su pecho aplastado, los pulmones vacíos, el corazón luchando por bombear de tal modo que… Abrió los ojos y despertó.
Palpó la cama buscando la solidez de la realidad con cierta falta de equilibrio y desorientado, con la triste certeza de haberla abandonado, como si despertar hubiera sido en sí una traición. Y con la vista aún borrosa, la mirada fija en el techo, repitió su nombre varias veces: «Michelle. Michi», tratando de volver a su recuerdo infantil y separarla de aquella siniestra bruma. Pero no podría despegarse de esa inquietud en toda la jornada.
Se quedó tumbado un tiempo incierto preguntándose cuándo había sido la última vez que se había asustado por una pesadilla, cuándo se había agarrado a las sábanas con miedo de ser arrastrado, ¿con doce, trece años? Y por último pensó en ella, en Michi: morenita y pequeña como un muñeco, corriendo tras él con cuatro años y pasos de pato, el vestido botando al viento como un dibujo animado, riendo como loca, el pelo negro enmarañado por los mofletes, los ojos café y los rasgos latinos que le asegurarían la belleza de su madre cuando creciera. El temor se tornó en melancolía. No había vuelto a soñar con ella aunque la recordaba a menudo, con cada niño que veía hacer una gracia. No comprendía cómo la había recreado en un entorno tan lúgubre, y le provocaba más desazón aún haberla imaginado con la que suponía sería su edad actual, incorpórea como un espíritu, prisionera de algún miedo propio. Michelle. Donde quiera que estuviera.
Volvió a la realidad, miró el reloj y se escandalizó de la hora, las nueve, de no haber oído el despertador, de haber dormido con el sol en alto y sobre todo de que Ari se hubiera marchado sin avisarle. Pero era así, su lado de la cama estaba vacío y su hueco frío. Ari llevaría una hora fuera y por algún motivo le había dejado dormir sin razón aparente. Deambuló por la casa incapaz de centrarse, como si ese sueño le hubiera infectado, y más extrañado aún de no encontrar rastro de ella. Era evidente que había cocinado su propio desayuno y había lavado sus cacharros, como cuando estaba enfadada. Volvió a hacer memoria de la noche anterior y no recordó nada anormal. Se habían quedado en casa cuadrando las cuentas trimestrales, habían visto un par de capítulos de la serie a la que estaban enganchados y Ari se había acostado agotada. Cuando él llegó a la cama ella dormía y no la despertó. Ni siquiera habían tenido sexo. No encontraba razón para algún cambio. Por fin, desconcertado como si acabara de aterrizar en su propia vida, se encaminó a la oficina.
El recorrido no era largo. Lo más pesado era abandonar el área residencial, que a esas horas parecía deshabitada; tras pasar la avenida Madison, enmarcada por torres de oficinas, el bulevar Franklin desembocaba en el parque comercial en el que se encontraba su negocio, una discreta parcela de una sola altura en forma de herradura con pequeños establecimientos de los que la mitad se encontraban desocupados. Allí se localizaba su escaparate, casi indistinguible junto a una tienda de mascotas y con el ancho justo para el rótulo: GONZÁLEZ BAIL BONDS FIANZAS 24/7. El apellido y su bilingüismo habían funcionado como reclamo los primeros años, pero hoy en día cualquier fiador sabía que debía manejarse en español, empezando por la misma Ari, que lo dominaba con corrección. A esas alturas la empresa funcionaba más por la inercia generada que por su propio empuje, y eso les preocupaba. Aparcó el todoterreno junto a la pick-up de ella y la pudo ver de espaldas a través del ventanal. El local era estrecho y profundo y se dividía en dos espacios iguales, el despacho de Ari que funcionaba como recepción y, separado por una mampara, el suyo, en el que lo más habitual era no encontrarlo porque la mayor parte del tiempo lo pasaba fuera trayendo o llevando reclusos. Cuando entró, Ari atendía una llamada.
—¿Cuál es el delito del que acusan a su hijo? Sí, entiendo. Lo más importante ahora es que no se ponga nerviosa, nosotros estamos para ayudarla…
Ethan lo aprovechó para escabullirse a su mesa con un esquivo alzado de cejas.
—¿Conoce el funcionamiento de las fianzas? Entiendo. OK, bien. ¿Que ya hemos pagado la fianza de su hijo antes? ¿Cómo se llamaba? Sí, ya recuerdo, el chico del tatuaje de Batman. ¿Y qué…? Ah, que es su otro hijo, el pequeño. La compadezco, señora. Bueno, mire, si ya nos conoce puede ir adelantando para ganar tiempo, los impresos se los puede descargar de la página web y… sí, correcto. Sí, el aval y el diez por ciento. Exacto. Sí, de acuerdo, aquí la esperamos. También para usted. Sí, que tenga suerte, sí, sí. Adiós.
Él dudaba de qué hacer a continuación. No paraba de darle vueltas y seguía sin encontrar motivo para el posible enojo de Ari, pero si no era imaginación suya, con su arrebatado carácter lo mejor en un momento como ese era mantenerse lejos; por otro lado, si no estaba molesta el método más efectivo para enfadarla sería preguntarle si lo estaba. Así que se veía en un callejón sin salida, o con una única salida que pasaba por el escritorio de ella, que era lo mismo. La escuchó colgar y se descubrió sin saber cómo reaccionar. Antes de que lo decidiera, ella se colocó en el quicio de la puerta.
—No me has saludado.
Ethan dio un pequeño respingo.
—Hola, cariño. Es que te vi ocupada.
—Sí, claro. Digo ahora que he terminado.
Podía ser que no estuviera molesta después de todo. Había iniciado la conversación sin darle opción para preguntarle si lo estaba, lo que tomó como un favor porque lo más probable era que tampoco se hubiera atrevido.
—¿No te ha llamado el Oso?
—No, hace unos días que no hablo con él.
—Qué raro. Me llamó a mí para pedirnos que le acompañes en una búsqueda hoy. Me pidió que te avisara para que lo recojas en su casa.
Ethan le dedicó una mirada interrogativa que ella le devolvió aumentada.
—¿Y por qué no me ha llamado a mí?
—Eso me pregunto yo.
—Debe de estar preocupado por algo.
Ari asintió dos veces.
—Eso pienso. Si no, no te evitaría por teléfono. Siempre tiene ese miedo de que le vayas a descubrir y se lo saques antes de verte. —Adoptó un dejo irónico—. Sigue sin enterarse de lo obtuso que eres para la intuición.
Así pues, Ari estaba resentida. Pero Ethan no pensaba averiguar el motivo, teniendo una excusa tan buena prefería ignorar el comentario, pasar el día fuera y cuando se vieran por la noche con un poco de suerte no haría falta ni mencionarlo.
—¿Qué te dijo?
—Un chico que faltó a juicio. No entendí si era por posesión o por no pagar la pensión de su hijo, porque estaba nervioso y se embrolló para explicarlo.
—Estará en preventiva por una de las dos, ¿cómo queda el pago?
—Son quinientos dólares. ¿Crees que necesitará dinero?
A Ethan se le escapó una risilla autosuficiente.
—¿El Oso? Pues está apañado.
Ari se puso a la defensiva.
—¿Por qué te tienes que reír?
—No me río de ti. ¿Qué dinero va a necesitar de nosotros?
Se mostraba molesta, vulnerable.
—Vamos, ya conozco esa mirada.
—No empieces otra vez, no te he mirado de ninguna manera.
Ari se contuvo y Ethan se mostró respetuoso. El control de la ira para ella era una batalla constante en la que hacía tiempo él no ayudaba.
—Estamos un poco nerviosos.
Ari balbuceó la respuesta.
—No ha pasado nada.
Su tono no reflejaba rabia sino cansancio. Él replicó sin pensar.
—Creo que deberíamos irnos un par de días a la montaña, olvidarnos de todo. A la cabaña a la que fuimos aquella vez, el tipo nos la dejaría tirada de precio.
—¿Y quién iba a llevar esto?
Ethan se encogió de hombros. Lanzaba sus ocurrencias y se encogía de hombros. Era su modo de hacer. Era un buen táctico, se le daba bien planear el futuro, y tenía ideas brillantes, Ari lo sabía, pero era perezoso para resolverlas, necesitaba ayuda, un brazo ejecutor que se encargara mientras él se perdía en otro nuevo proyecto. Ari lo entendía muy bien, lo había entendido desde el día que lo conoció, antes de que Michelle lo abandonara, cuando él ni había reparado en su presencia, cuando no era más que una adolescente cargada de problemas.
Ethan se le acercó y la abrazó precavido ante su reacción, sin pretender besarla. A esas alturas nada de la relación se iba a arreglar con un beso, pero su intuición solía acertar. Ari recibió el cuerpo cubriendo su espalda, regalándole su calor y dándole la seguridad que necesitaba. Eso le hizo percibir la rigidez de su propio cuello, la tensión que descendía hasta los hombros, los nervios acumulados tras una mala época que él había rematado esa noche repitiendo entre sueños el nombre de su antigua amante. Sus músculos se relajaron bajo el contacto sostenido y sin bajar la guardia sintió cómo sus defensas se vencían, cómo se abandonaba sin permitirle notarlo. Cuando él se apartó volvió el frío.
—Entonces iré a ver al Oso. Supongo que comeremos juntos.
—Adiós.
Y ella se quedó de nuevo sentada, mirando al espacio vacío sin saber describirse todas las cosas que odiaba de sí misma. Sin saberse explicar su propia incapacidad para comunicarse.
Ethan condujo arrepintiéndose de lo dicho, como siempre. Tal vez Ari no lo supiera, pero había adquirido ese poder sobre él. Él podía resultar locuaz y convincente, podía callarla o desquiciarla, pero cuando se quedaba solo, los silencios de Ari, sus razones, a veces simples, mal expresadas, volvían para golpearlo y se repetían una y otra vez cargándolo de culpa. ¿Por qué se cebaba en su baja autoestima? ¿Por qué necesitaba dañarla?
Ethan había caído en esa vida, en el sentido más estricto de la palabra, siendo tal como él solía decir, «un imbécil de veinte años con ganas de aventura y necesidad de que le partieran la cara». Lo segundo lo había conseguido; lo primero, alguna vez. Después de una muy conflictiva relación con su padre, un diplomático que le había llevado a vivir por distintos países durante su infancia, Ethan había acabado escapando de casa varias veces, coqueteando con el menudeo de drogas duras y viviendo una temporada en la calle de la que solo consiguió sacar sinsabores y amargura. Hasta los dieciséis años la vida se le había presentado como un camino delineado y dirigido, algo que su hermana mayor había aceptado sin discusiones y él había enfrentado buscando la diferencia, la emoción y la intensidad. El tipo de planteamientos, reflexionaba ahora, que uno se puede hacer mientras hay dinero en casa. Y como el dinero era algo con lo que siempre había contado, era lo único que no buscaba. Ethan pasó su primera adolescencia peleándose con el mundo que le había tocado conocer, renunciando a sus beneficios y sus obligaciones, y la segunda peleando por encontrar el lugar que le dictaba su imaginario, el de los barrios, que en ese momento para él era lo auténtico, el espacio en el que la verdad existía. Pasó de grupo en grupo los años suficientes para ser traicionado, que le rompieran la nariz dos veces, traicionar él, decepcionarse y aprender que la mentira y la miseria no eran exclusivos de la jaula de cristal en la que le habían criado. Y por último, para comprender que, de todos modos, él pertenecía a la calle.
Por una casualidad, con veinte años le dieron la oportunidad de entregar al traficante que le había empleado durante meses y después se había acostado con su novia en su misma cara, que le había burlado y le había robado lo prometido, y no dudó por un momento. Se convirtió en confidente para un cazarrecompensas por celos y amor propio, y acabó pidiéndole trabajo por el mismo rechazo que había sentido hacia su ambiente familiar. Después de conocer los estratos más bajos del tráfico de drogas, en un arrebato juvenil se volcó al otro extremo y decidió convertirse en el perseguidor de sus antiguos compañeros. Sin dificultad aprobó los cursos necesarios, se sacó las licencias y se zambulló en un nuevo mundo de aventuras que acabó por mostrarse como el más triste de todos. Lejos de perseguir a peligrosos narcotraficantes, acabó localizando a tristes fugitivos que en la mayoría de los casos reaccionaban como perros arrastrados a la perrera; no solo frente a él sino frente a todo el sistema. Y esos desahuciados, como animales callejeros, trataban igual a los que se encontraban bajo su bota, a menudo los niños que dependían de ellos. Así había conocido a Ari y al maltratador que las mantenía a ella y a su hermana Sasha, cuando aún era como un paquetito embutido en un pañal que la seguía de un lado a otro cambiando el equilibrio a cada paso.
Ethan no había tardado en instalarse como fiador para evitar los espectáculos más lamentables. Si le preguntasen hoy en día en qué consistía su trabajo respondería que en ayudar a la gente a evitar la cárcel, no en llevarla. La mayor parte de las búsquedas de custodiados no correspondían a huidas sino a descuidos, olvidos, miedo. El grueso de los demandados que no volvían para el juicio correspondía a unos inconscientes cuya última intención era crearse más problemas con la justicia, seres incapaces de sobrellevar su día a día con el mínimo control y que se veían superados por todas sus decisiones vitales, siempre equivocadas. Personas cuyo delito era ser irresponsables, que atendían de manera civilizada cuando llamaba y le acompañaban más asustados que molestos, a veces avergonzados y otras llorando. El ambiente en el que se movía no era de criminales y mafiosos sino de infelices y fracasados luchando por sobrevivir bajo un régimen que se les ponía más cuesta arriba cada día. Con los años, Ethan no había desarrollado un instinto de caza, sino una dolorosa empatía por los perdedores. En un sistema en el que veía ir a prisión a los más débiles, lo que no funcionaba debía ser el propio sistema.
Con esa previsión, Ari había vuelto a estudiar para terminar el instituto y el plan era que comenzase Derecho ese mismo curso, algo a lo que se dedicaba con una perseverancia inimaginable en ella unos años antes. La madurez que había alcanzado desde que la conociera también le resultaba inaudita. Aunque no tenían aún un plan concreto, la intención de cambiar y las buenas expectativas de sus estudios los mantenían esperanzados. Y mientras tanto el negocio aguantaba con sus altibajos sobreviviendo gracias a parches como los trabajos del Oso, que les ayudaban a cerrar muchos meses. En lógica debía ser Ethan quien contratara al Oso para encontrar fugitivos, pero eso ocurría muy pocas veces, así que al final acababa él de vuelta como ayudante suyo.
Se detuvo delante de un bucólico ejemplo del American way of life: fachada Boston, jardín delantero, tono pastel y buhardilla con ojo de buey, y tocó el claxon tres veces. La entrada se abrió y se asomó Candy destrozando la postal: chaleco y pantalones de cuero, tatuajes dibujando los fibrosos brazos y el pelo azabache recogido en moño sobre la cabeza. Le saludó con una mano y le indicó que no podía dedicarle más tiempo, tenía trabajo. El umbral se mantuvo vacío unos segundos y enseguida fue ocupado por el voluminoso cuerpo del Oso, que hacía honor a su nombre. Su aspecto, empero, era el opuesto al de ella: traje de lino color crema, zapatos de veinticuatro horas en lugar de las botas de campaña y, eso sí, el pelo largo hasta la base del cuello, que nunca se cortaría, engominado hacia atrás. El Oso, que con sus casi dos metros y ciento treinta kilos siempre había sentido inseguridad sobre su físico, vivía en una búsqueda sin fin de su propia estética que le conducía a los resultados más variopintos, y ahora, cercano a los cincuenta, se había decidido por un aspecto que en su mente le otorgaba la respetabilidad de un ejecutivo y en la realidad lo hacía parecer un gigante vendedor de biblias con chaleco antibalas. Se introdujo con cierta incomodidad y le saludó con un escueto «Hola». El Oso hablaba con frases cortas y directas, con un tono parcialmente mecánico que impresionaba a los fugados y facilitaba las entregas. El sistema judicial ofrece mejores espacios para escapar que un armario de cuatro cuerpos armado y blindado. Antes de arrancar compartió la documentación con su amigo.
—Mira, este es el chico. Veintiún años, una hija de dos.
—Ya lo veo. Joder, ya estoy aburrido de esa gente, ¿para qué tienen niños como si tuvieran perros? Los abandonan para que crezcan en la calle, como la madre de Ari, tres hijos de tres padres y todos criados sin ella. No se puede ser más bastardo. Y lo digo con el debido respeto, que en paz descanse. ¿Vamos a buscarlo a casa de su madre o de su novia?
En un ochenta por ciento de los casos la persecución se reducía a esas dos preguntas. La mayor parte de los camellos de barrio vivía en casa de sus padres aunque superasen la treintena, no podían independizarse y sus rutinas consistían en comer allí, socializar y pasar las noches con la parienta, y si habían salido de la cárcel o estaban en busca y captura, con mayor garantía. No tenían otro sitio al que ir, no sabían moverse fuera y sus previsiones de futuro rara vez superaban el siguiente fin de semana. Frente a la ley se escudaban en que no podían sacarlos sin una orden judicial y que nadie se iba a molestar en pedirla para ellos. Era como vivir en un juego en el que allí estaban a salvo, y las reglas las aprendían en las películas, ni se molestaban en averiguar si eran ciertas. Entre tanto se cargaban de juguetes electrónicos y ropa deportiva de marca y seguían vegetando, ignorando qué sería de ellos el siguiente mes.
—En casa de la madre. Luego irá a ver a la novia, pero allí está la bebé y prefiero evitarlo.
Esa era la respuesta. La novia lo habría denunciado por la cría y ahora se la mostraba cada noche para que jugasen y lo cubría de miamores y bendiciones. En los malos momentos llamaban a la policía y en los buenos se olvidaban y seguían su camino mientras la justicia seguía el suyo por otro lado, y cuando se reencontraban por otro delito menor, otra pelea, quedaban sentenciados. Entonces uno podía aparecer a detenerlo en presencia de la misma chica que lo había condenado y ella lloraría, gritaría y se arrastraría, amenazaría y a veces se pondría violenta; huidas intempestivas, golpes, peleas, y si el reo conseguía salir fuera, el caos: llegarían vecinos, conocidos y socios. Eran los únicos momentos en que la situación podía descontrolarse. Ethan había estado envuelto en suficientes tiroteos como para temerlos. Había aprendido a soportar largas charlas con pareja, padres, primos y su retahíla de quejas sobre cómo los había tratado la vida, cualquier cosa por conseguir que se entregaran, hasta aguantar que la novia los siguiera en su propio coche sin dejar de dar voces y con los niños. Siempre los niños, aterrados.
—Estoy de acuerdo. Vamos allá.
Aparcaron a dos manzanas de la casa, en una cuesta que les permitía dominar el perímetro.
—¿Lo ves? El maletero que asoma por allí es el suyo, tiene un Toyota.
—¿Lo aparca en la calle de atrás? El tipo es un genio de la seguridad.
El Oso dejó la chaqueta bien doblada en el asiento trasero, descendieron con los chalecos identificativos y las armas a la vista y recorrieron el paseo sin cruzarse con nadie. Las capturas no consisten en persecuciones por autopista sino en horas de coche, vigilancias, avisos a la policía para indicar la situación del sospechoso y grotescas peleas cuando hay mala suerte. A medida que bajaban el silencio se les hizo más presente, y al alcanzar el porche era casi sólido, con ojos invisibles escrutando desde ambas aceras. El patio delantero estaba plagado de juguetes infantiles, un par de sillas de playa y una piscina individual desinflada, y la pintura de la fachada, caída a jirones, daba muestra del abandono. No se veía luz a través del portal, que tenía un bastidor con mosquitera como refuerzo, ni por la ventana de la cocina. Ethan localizó un timbre y lo presionó sin resultado. Retiró el bastidor y llamó con los nudillos mientras gritaba al interior.
—¿Hola? ¡Toc, toc! ¿Hola?
El Oso no dudó.
—Están dentro.
Ethan palmeó con fuerza.
—¡Hola! ¡Buenos días!
Tras unos segundos de espera golpeó con una rotundidad que hizo temblar la endeble carpintería. Una voz muy castigada farfulló algo ininteligible. Él respondió.
—¡Buenos días! ¿Tyrone?
La voz se acercó a la puerta. Correspondía a una mujer mayor.
—¿Eh?
—Buenos días, señora. ¿Va todo bien?
—¿Eh?
—Necesitamos que nos abra.
—¿Quién es? ¿Quién está ahí?
—Necesitamos que nos abra, por favor.
—¿Quién es? Esta es mi casa.
—Somos agentes oficiales. Aquí tiene las identificaciones, si abre podrá verlas.
—Esta es mi casa.
—Claro que sí, señora. Lo que necesitamos…
—Aquí estoy yo.
Mientras Ethan hablaba a través del contrachapado, el Oso reculó unos pasos para estudiar el piso superior.
—Sabemos que tiene a Tyrone con usted. Debemos recogerlo para evitarle más problemas.
—¡Aquí estoy yo!
—Si colabora va a ser mucho mejor para él, señora.
—Él no está aquí.
—Sabemos que está con usted.
—No, no está.
—¿Y sabe dónde está?
—Ay mi pobre niño, mi niño. Él no ha hecho nada, ¡quién lo va a saber mejor que yo que soy su madre!
—No dudamos de su inocencia, pero si no acude al tribunal solo va a empeorarlo.
—¡Él no ha hecho nada!
—No discutimos eso, señora. ¿Podría abrirnos?
—Mi niño no ha hecho nada. Hay un juez que lo odia y lo quiere encerrar.
Atendiendo a la deriva de la conversación, el Oso se alejó hasta la calzada para alcanzar una visión global.
—Si yo ya sé que tiene que ir donde el juez, y yo se lo diría, pero no puedo porque no está.
—La comprendo. ¿Y su novia? ¿Sabe si sigue viendo a su novia?
—Ay, no, mi pobre hijo. ¡Cómo va a tener novia con la injusticia que le hacen! Y una bebé que ha dejado.
—Usted no tiene ni idea de dónde puede estar.
—Sí, sí, en Alaska. Se marchó a Alaska, siempre se quejaba del calor que hace aquí.
A Ethan se le escapó una carcajada. De Florida a Alaska. No había encontrado un estado más lejano.
—Y no tiene dirección ni teléfono, por supuesto.
—No, ¡cómo va a tener! Mi pobre niño… ¡Si está en Alaska!
—Mire, señora, esto es una investigación criminal. Si usted me dice que su hijo no se oculta en casa y los vecinos nos dicen lo contrario es encubrimiento, no sé si me entiende. Quiero que me escuche porque sé que piensa que le está haciendo un favor, porque lo quiere. Pero le voy a explicar lo que pasa si sigue sin…
Un silbido corto del Oso le alertó. Se giró y lo vio señalar desde la otra acera. El chico debía de haber saltado por la parte trasera. Ethan abandonó el monólogo y se reunieron a la carrera.
—¿Crees que habría abierto?
—Nunca.
—¿Y por qué seguías hablando?
—Si no, ¿cómo íbamos a sacarlo?
Cuando arrancaron, el objetivo había desaparecido. Apretó el acelerador a fondo hasta el cruce, donde tampoco llegaron a verlo. A la derecha creyó percibir algo, apenas un reflejo que reverberó sobre el asfalto antes de desaparecer y una imperceptible línea gris en el aire.
—OK, me la juego a todo o nada. ¿Qué dices?
Y sin esperar respuesta dio un volantazo en esa dirección. Dos cruces más allá entró en su campo visual. Un Corolla desvencijado con pegatinas que imitaban un Dodge giraba en una bocacalle a la izquierda. Se detuvieron un semáforo atrás para darle ventaja y lo siguieron a distancia. Un par de kilómetros más tarde, sin que aparentara haberlos descubierto, aparcó junto a un bar que no conocían y desapareció dentro. La edificación, de una sola planta, ocupaba toda la manzana.
—¿Dividimos? ¿Entro por la cocina?
—No sabe que lo seguimos. No hará falta.
—Aficionados…
Empujaron el portón, tras el que una cortina negra impedía el paso de la luz. El local era amplio, con decoración irlandesa, una barra longitudinal a la derecha que se doblaba antes de los baños y multitud de mesas con luces independientes, ahora vacías. Al fondo, dos marcos con el cartel de privado y ventanas altas y ahumadas que tamizaban la entrada del sol hasta dejarla irreconocible. El camarero los observaba desde el interior y en la última esquina dos sombras parecían disfrutar un desayuno tardío. Ethan y el Oso tomaron nota de los tres y mostraron sus Remington 870 cargadas con cartuchos no letales.
—Buenos días. Buscamos a Tyrone, el muchacho que acaba de entrar.
El barman señaló el baño. Ambos sonrieron.
—Vaya, se escapó sin mear.
Cuando se aproximaban, uno de los clientes se incorporó.
—Quién lo iba a decir, ¡el Oso y Ethan!, menuda sorpresa.
Lo reconocieron de inmediato.
—¡Tony!
—No me lo puedo creer, ¡Tony!
—¿Hace cuánto tiempo?
Tony abrazó al Oso. Todo el mundo conocía al Oso, y a pesar de su aspecto, Ethan no recordaba a nadie que no lo quisiera. La conversación se animó unos momentos hasta que sonó el secador de manos y surgió el muchacho, alegre de escuchar la algarabía. De pronto reconoció los dos chalecos y le venció un mareo frío, como si su novia le hubiera dicho que esperaba otro bebé. Titubeó sin llegar a comprender la imagen, buscó la mirada de Tony, que le devolvió el silencio por respuesta, y sus captores le atajaron con las escopetas bajas y ánimo distendido.
—Hola, Tyrone, hemos venido a buscarte. Tienes que acompañarnos.
—Las manos a la espalda, por favor.
El Oso le invitó a volverse mientras sacaba las esposas. El detenido se giró con sumisión e inmediatamente le lanzó una patada y salió corriendo a través de las mesas. Ethan suspiró, arrojó su escopeta al Oso, que ni se había enterado de la patada, y se lanzó tras él.
Tyrone corrió volcando las sillas que encontraba tras de sí hasta llegar a la pesada cortina que apartó con rabia, molesto porque le entorpecía; golpeó el portalón con el hombro y el impulso lo tiró a la acera, donde apoyó una mano, luego la otra y pudo levantarse justo para volver a correr. En lugar de dirigirse a su Corolla, decidió cruzar el callejón, única escapatoria posible.
Ethan se encontró un bosque de sillas derrumbándose y saltó por encima de las mesas, que por suerte no eran muy endebles. La tercera se dobló dejándolo en el suelo, se alzó dolorido y brincó hacia la salida a tiempo de ver la cortina caer con solidez, pasó por debajo librándose del estorbo y pudo atravesar el hueco con la hoja aún batiéndose, recuperando el espacio perdido en esos dos movimientos y dejando a su presa al alcance. Vio al chico recuperar el equilibrio dando dos pasos con sus manos y ese lapso fue suficiente, se lanzó a sus tibias y lo placó en el momento en que empezaba a cruzar.
Tyrone lanzaba un pie cuando sintió la prensa en las piernas y se fue hacia adelante. Las palmas frenaron el golpe de manera instintiva, pero aun así su cara aterrizó quemándose con el asfalto ardiente al sol del mediodía. Ethan se sentó sobre él a horcajadas y lo esposó sin recibir resistencia. El chico aún se pasaba la lengua por la boca averiguando si se había roto algún diente y preguntándose qué le había ocurrido. El Oso los alcanzó y lo introdujeron en el todoterreno.
—Lo hacen porque lo ven en la tele. Los realities nos han jodido.
Conversaban como si fueran solos.
—Te invito a almorzar después de la entrega. Estaba pensando en lo de antes… ¿Alguna madre te ha entregado a su hijo?
—No, nunca… Mentira, una vez una sí que nos dijo dónde se escondía, pero no era por colaborar, era para que no siguiera con su novia. Le echaba la culpa de todo, estaba segura de que, si pasaba un tiempo entre rejas, la chavala lo dejaría, y ella se sentiría más tranquila.
—Será una broma.
—Sí, una broma. Fue capaz de enchironar a su hijo con tal de apartarlo de una fulana que no le gustaba. La gente está muy mal.
—¿Y qué pasó después?
—¿Cómo quieres que lo sepa? A ver si te crees que voy a visitarlos cuando salen.
—¿Por qué no? Yo lo hago con algunos, son buenos chicos, han formado un grupo de reinserción.
—Oso, eres único…
Tan pronto dejaron a Tyrone, Ethan se sintió libre para hablar.
—Oso, no quería mencionarlo delante del paquete, pero… era Tony.
—Sí, me impactó verlo.
—Yo no conocía el local.
—Ni yo, Tony se está escondiendo.
—¿Crees que le preocupó vernos?
—Seguro. Sabe que no lo buscamos, pero no sabe si lo comentaremos con alguien.
Se dirigieron a una franquicia de falsa comida mexicana.
—Pensé que había dejado la ciudad.
—Y yo. En su situación no es inteligente quedarse.
—Pero todo su negocio está aquí. Si ese Tyrone dependía de él, puede que ahora tenga un problema.
—¿Crees que cantará?
—Dudo que lo sepan, pero si se enteran y le ofrecen un trato, Tony está jodido. ¿En cuánto está su recompensa ahora?
—No lo sé. Mira Ethan, quería… quería contarte…
Ethan le vio trabarse y supo que por fin iban a llegar a la cuestión que le quemaba y que había dilatado toda la mañana.
—M… Michelle me escribió.
Recibió el nombre como un latigazo. Michelle. De todos los motivos que podía sospechar era el único imposible. Michelle. Su sonido seguía doliendo como un golpe. Su incomodidad se evidenció y el Oso le respondió sin que él abriera la boca.
—Lo sé. Yo… tampoco me lo imaginaba. M-me envió un correo. Tenía que tener guardada mi dirección. A lo mejor también la tuya.
—Eso no importa. Seguro que la tiene.
Michelle. No imaginaba que le sacudiría de esa manera. Tampoco imaginaba que volvería a oír hablar de ella. Hacía seis años que no mantenían contacto, puede que algo menos. Ella había seguido enviándole correos electrónicos y alguna carta que él nunca respondió, y en algún momento se dio por enterada y se detuvo. Michelle había salido de su vida como había entrado, sin pedir permiso y avasallando. Michelle era el infierno. Eso era lo que él recordaba. Así veía ahora su relación, los continuos altibajos, las peleas, los cambios de humor, los celos injustificados. Cuatro años en los que no se había dedicado a nada más, no había podido dirigir su vida en otra dirección. Michelle era extrema en todos los sentidos: una belleza latina racial y exuberante con un carácter explosivo e incontrolable que existía para ser adorada y necesitaba cada minuto de atención, que volcaba toda su energía en ocupar el espacio vital de su amante, y tenía mucha. Ethan lo recordaba más como una adicción que como amor, algo que no le hacía disfrutar pero sin cuya dosis diaria no podía sobrevivir, y así se sintió cuando se fue, como un adicto, como si hubiera muerto.
Después de una temporada de peleas y desaires más intensa de lo habitual, algo de lo que él ya había perdido perspectiva, una tarde desapareció con la niña. Más adelante le escribiría admitiendo que había vuelto con ella a Centroamérica, que le seguía queriendo pero no como antes, y que había preferido actuar así para hacerlo menos doloroso. No le explicó que se había marchado siguiendo los pasos de un galán barato que la había conquistado para que le pagase el billete y que la abandonó al aterrizar el avión. El vividor, que le había prometido convertirla en su reina, no había contado con que ella se fuera a plantar en el asiento contiguo, y menos con una hija de seis años. Ethan se enteraría de ese extremo un tiempo más tarde, a través de terceros, y para él sería como morir de nuevo. Michelle le había mentido como tantas otras veces, había decorado la realidad de su abandono como hacía con todo en su vida, pero, al final, ni siquiera cuando lo superó pudo odiarla, porque Michelle era la principal víctima de sí misma.
—¿Por qué te escribió? ¿Te pidió que hablaras conmigo?
—Sss-sí. No le he respondido.
—¿Qué te contó?
El Oso se pasó la mano por la frente sin saber cómo continuar. Trató dos veces de arrancar la frase hasta ser capaz.
—H… han secuestrado a la niña. A Michi. La raptaron cuando volvía de la escuela hace tres días, y no son capaces d-de encontrarla. No han pedido rescate ni han contactado con ella. Se la llevaron y se acabó. Ha ido a la policía y a un detective, y lo que le dicen no es nada bueno. Nn-no sabe qué hacer. Estaba desesperada.
Como una explosión de luz, el sueño volvió a la memoria de Ethan inundándola, vívido, inquietante, como si despertara en ese momento. Lo zarandeó y le mostró que algo se le escapaba de las manos. Seis años sin saber de las dos y de pronto soñaba con la niña cuatro horas antes de recibir la noticia. Su rostro se debió descomponer porque el Oso se preocupó.
—¿Estás bien? Lo siento, tío. Yo… a mí me impresionó también. Yo sé que era como tu hija. No sé. En lo que quieras, tío, yo te apoyo. Lo que quieras hacer, lo que sea.
—No, no es eso, es que… —La imagen se formaba en su interior y se sentía girar como en un tiovivo. Michi hablando con una voz casi adolescente desde un rostro que no reconocía, «No estoy muerta», con un sonido que parecía flotar en el espacio sin salir de su boca. Lo revivía una y otra vez, y por un momento llegó a sentir que le faltaba el aire.
—No, no es… —repitió mecánico—, ¿no te contó nada más? ¿No dio más detalles?
—Solo eso. Lo escribió todo seguido, sin puntos, como enajenada. Solo lo contaba y me pedía que te lo dijera. «Díselo a Ethan por favor Yo no puedo».
—¿No te pidió ayuda ni dinero?
—No. No pedía nada. Que te lo contara. Me pareció que intentaba resignarse. No le dieron esperanzas, una niña que desaparece en Centroamérica, ellos saben lo que significa. Y sé que tú también. Lo siento tanto. —Le tembló el labio.
Ethan se descubrió con una seguridad que no comprendía, como si la información le llegara desde fuera.
—No está muerta. Michi está viva. —Y al decirlo se hacía consciente de que negaba la lógica, que el asesinato era la única opción.
¿De qué otro modo podía acabar un secuestro en una de las tierras más peligrosas del mundo si ni siquiera habían pedido rescate? ¿Y qué rescate iban a pedir si la familia era pobre? Cualquier profesional, empezando por él mismo, les habría aconsejado comenzar la búsqueda por los depósitos de cadáveres. Sin embargo, de algún modo esa idea ni había cruzado su mente. No lo había dudado por un momento.
—Está viva. No sé dónde está, pero sigue viva.
Los ojos del Oso se abrieron con una incredulidad que rayaba la estupefacción.
—Sé que suena loco, perdóname. ¿Puedes enseñarme el correo en tu móvil?
—Por supuesto, amigo.
Ethan lo leyó. Era un texto largo, errático y redundante que parecía escrito de corrido, sin correcciones, con apenas puntuación, sin el estilo habitual de Michelle aunque con gran parte de sus expresiones, y que explicaba atropellado y confuso todo lo ocurrido. Tres días atrás una amiga que volvía con Michi de la escuela la había llamado llorando. Un coche las había interceptado por el camino y los ocupantes se habían identificado como amigos de Michelle madre, dando muestras claras de conocerla y ofreciéndose a llevar a su hija al hospital pues había sufrido un accidente. A pesar del sobresalto, Michi había reaccionado con la impropia madurez que la caracterizaba y había rehusado a subir, pero los secuestradores no le habían dado opción y la habían arrebatado con cierta facilidad, desapareciendo al instante. La amiga, presa del shock, no había sido capaz de describir ni siquiera el color del coche, y todo acababa allí. El correo no explicaba nada más del asalto ni qué pasos habían seguido en las primeras y decisivas horas. En lugar de eso Michelle se aferraba con desesperación a la posibilidad de que realmente la conocieran, obviando la táctica que sin duda habían utilizado y que sigue siendo de las más efectivas con los niños, sonsacarles el nombre de los padres y repetirlo para engañarlos aprovechando su inocencia. El asesino en serie Ted Bundy había utilizado ese método con su última víctima, otra niña de también doce años.
El correo continuaba sin orden ni concierto mentando a un detective al que describía como un santo sabio que la ayudaba, sin especificar si lo había contratado, si estaba realizando pesquisas o solo le había dado consejo, y remataba repitiendo una y otra vez que nadie la podía odiar tanto, y que aunque fuera así, que era impensable que pudieran dañar a Michi para atacarla a ella. Mencionaba a Dios repetidas veces, tanto para darle las gracias como para exhortarlo en su ayuda, y eso también sorprendió a Ethan, pues, si bien sabía que era católica, nunca la había visto expresarlo con tanta vehemencia. Concluyó que, en un caso de tal desesperación, acudir a las creencias más básicas sería parte del proceso. Al final, tras uno de los escasos puntos del escrito, cerraba con el ruego al Oso de que se lo contara, ya que ella no se sentía capaz. Ethan, conociéndola bien, buscó entre líneas, pero no encontró acusaciones, reproches ni mensajes velados, no le pedía nada. Era un grito desgarrado, el aullido de una madre desamparada que después de tres días de angustia se desahogaba. Tal vez lo único que pedía era una mentira, un ánimo que apuntalase una búsqueda sin esperanza.
Por un lado le frustró que no se lo hubiera enviado a él, no solo por su relación sino por la que había mantenido con Michi. Por otro era lo más lógico, no le había contestado durante años y ahora no tendría cuerpo para enfrentarse a un nuevo silencio. Lo leyó tres veces y sintió su columna helarse con cada nueva pasada.
—¿Se lo has contado a Candy?
—No. Pensé que tenías que ser el primero.
Los dos callaron. ¿Qué debía hacer? Cuando había hablado antes de las paternidades irresponsables no se había dado cuenta de que se refería a las dos Michelle. Ahora lo entendía. Aunque no recordara el sueño lo había tenido presente todo el tiempo, ellas eran el ejemplo más claro. Michi, cuyo padre las había abandonado antes del nacimiento y que había heredado el nombre como refuerzo de su propiedad única, acostumbrada a vivir en la inseguridad y el movimiento continuo, rodeada de amantes, encuentros ocasionales, caraduras y aventureros a menudo no fiables, a veces peligrosos; el resultado de la inestabilidad que había forjado un carácter templado y una sensatez que llegaba a asustar, la única defensa con la que contaba frente al mundo. Michi, la hija invisible que se había instalado sin hacer ruido y sin querer lo había convertido en su familia, lo que por un lado ayudó a su madre, que por primera vez la vio feliz y tutelada, y por otro provocó ciertos fantasmas de celos. Michelle creaba la necesidad insatisfecha en Ethan y Michi lo colmaba con su amor infantil. El equilibrio era precario pero funcionó cuatro años en los que creció y se sintió amada y protegida. Y entonces, cuando había comenzado los trámites de adopción –el posible matrimonio era otro tema de discusión constante–, desaparecieron.
La pérdida de Michi fue tan dolorosa como la de Michelle, si no más. En muchos aspectos fue la causante de su depresión, y también de que a posteriori fuera tan reservado ante una futura paternidad. La desaparición de un niño es mucho más desoladora que la de un amante: la ansiedad por cuidarlo y protegerlo, por estar presente en todo momento y compartir su vida, por evitarle cualquier trastorno, la extraña necesidad de entregarle todo a cambio de su felicidad egoísta. De pronto ella no volvió a estar. La herida nunca había cicatrizado y él agradecía que Ari aún no hubiera planteado seriamente el tema de su maternidad.
Había un secreto en la superación de aquella ruptura que Ethan no había compartido con nadie y le atormentaba. No solo Michelle le había escrito. Michi le envió cartas desde pocas semanas después de su partida, pero nunca fue capaz de responderlas. Cuando encontró la primera en su buzón la confundió con una de su madre hasta que adivinó la letra infantil, y la sacudida fue tan dolorosa que no pudo abrirla. Vivió durante meses atemorizado ante la posibilidad de recibir otra, y llegaron tres más. Sufrió un bloqueo incomprensible. La necesitaba con tal intensidad que esa debería haber sido su mayor ilusión, pero los sobres le transmitían una angustia atroz que lo devoraba e inutilizaba durante días. Al final se trasladó para no saber si seguía escribiendo. No se deshizo de ninguna carta igual que no las abrió, las guardó en una caja de viejos papeles y trató de olvidarlas. Ese falso silencio le sirvió para estabilizarse y la presencia de Ari se incrementó hasta convertirse en su nueva pareja, pero el miedo no se había curado, se había calmado con un cierre de compromiso sobre el que inició su nueva vida sin plantearse qué ocurriría si volvía alguna vez.
—No sé qué pensar. No sé qué hacer.
Y de pronto había vuelto. Como en un espejo deformante, como una broma grotesca: la ausencia de la niña, ahora por un crimen, y sus mensajes no pedidos, ahora sueños producto de su imaginación. Se le revolvió el estómago. Sabía que era su mente, pero algo en él se empeñaba en creer que era real. Algo de él quería pensar que era real, se dijo, buscarle una explicación para justificar que no había ocurrido lo que ellos sabían que había ocurrido. Sin darse cuenta lo repitió en voz alta, algo que no le había ocurrido antes.
—…que no ha ocurrido lo que sabemos que ha ocurrido.
El Oso se preocupó al verlo tan desorientado.
—Vamos a casa, tomemos un café con Candy y decidamos qué hacer. Cuando lo tengamos claro hablas con Ari, o si lo prefieres lo hacemos nosotros.
Ari. Esa era la pieza que faltaba en el puzle. La chica que había ocupado el lugar de Michelle, que le daba tal pavor que su sola mención la ponía de mal humor. Le sobraban razones. La había conocido siendo menor de edad y había compartido con él los momentos más sórdidos de esa relación mientras vivía una vida brutal en la calle. Hasta mucho después no le había admitido que había estado enamorada de él desde el primer momento, y para ella Michelle no era solo la mujer que lo había empujado a la autodestrucción, era un fantasma, un rival invisible que se había convertido en un tabú. Michelle ejemplificaba todas las faltas que Ari sentía en sí misma, y Michi apenas existía para ella, era una sombra fugaz a la que no había prestado atención y que también creaba un terrible agravio comparativo con su hermana Sasha. Era indiscutible que con Sasha no había existido otro camino, que habían hecho lo correcto, pero la comparación se hacía inevitable, y tan dolorosa para ella como había sido la pérdida de Michi para él.
—No. Perdona, estaba divagando. Creo que ya me aclaro. ¿Me ayudarás?
—Lo que digas.
—Necesito… —Ethan sudaba—. Necesito ver a mi contable. ¿Me acompañas?
El Oso se envaró, alarmado.
—¿En qué estás pensando?
—Lo sabes tan bien como yo.
—¿Te quieres ir? ¿Y qué vas a hacer allí? No lo veo. No lo veo, Ethan.
—Es solo una idea. Y lo primero que tengo que hacer es ver si me lo puedo permitir.
—Nosotros te podemos prestar.
Ethan se revolvió.
—¿Estás de broma? ¿Has pensado la cantidad? Pueden ser semanas, meses. No podríais aunque quisierais. ¿Y le dirás a Candy que me vais a dejar dinero para ir a buscar a Michi? Ya tienes suficientes problemas.
—Puede ser. Pero tampoco necesitas ver a tu asesor, sabes lo que te va a decir.
—Salgamos, me estoy agobiando.
Ethan abandonó el local y, en lugar de dirigirse al coche, caminó calle abajo hasta la esquina y subió de nuevo. El Oso le esperó junto a la puerta. Volvió a bajar y subió otra vez. El Oso podía escuchar su respiración acelerándose con cada vuelta. A la cuarta, Ethan lucía rojo como si hubiera corrido media hora, y se agachó para tomar aire. El Oso no se movió.
—¿Estás bien?
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! Sí. ¿Sabes lo que pienso?
—Creo que tendrías que consultarlo con la almohada. Al menos hablarlo con Ari.
—¡Uf! ¡Uf! —Ethan sentía su tensión dispararse, la adrenalina subiendo como el gas de una bebida carbonatada, el miedo expandiéndose—. ¿Qué otra oportunidad tenemos? Si volvemos mañana, Tony no estará.
—¿Y si ya se ha ido?
—Entonces tendré que pensar en otro plan.
—Ethan, es una locura, las cosas no se hacen así.
—¿Cuánto dinero es, Oso?
—No lo sé.
—Es suficiente para pagar el viaje. ¿Tú llevarías la oficina con Ari unas semanas?
—Ethan, haré lo que me pidas, pero es una locura. Y es Tony, tío. No podemos hacerlo con Tony. ¿Cómo nos van a mirar después?
—No tengo otra oportunidad, eso lo pensaré luego. No puedo dejarlo ir, me lo acaban de poner en bandeja, ¿y sabes qué?, estoy dudando de si es una casualidad. Están pasando cosas que no entiendo, y si no lo hacemos ahora y no puedo… No digo que me vaya a ir a buscar a Michi —le costaba hablar y le temblaban las manos—, no digo que vaya a ir con seguridad, digo que necesito poder hacerlo. Si mañana decido que voy y no lo encontramos… Si quiero ir y no puedo pagarlo… Dios, si no hago nada por ella, ¿cuántos años me puedo estar arrepintiendo?
El todoterreno entró al aparcamiento, donde aún aguardaba el Corolla de Tyrone.
—Hay que tener cuidado con el barman, nos queda de espaldas y tendrá un arma.
—Si tenemos suerte será un bate.
—Si tenemos suerte. Tampoco sabemos si habrá alguien en el almacén o clientes.
—Eso nos podría venir bien.
Ethan se mostraba sombrío.
—Debemos cubrir las puertas. ¿Entramos los dos por delante o envolvemos?
—Ni siquiera sabemos si está. Vamos los dos.
Apartaron la cortina con lentitud para adaptarse a la penumbra del lugar. La hora de sobremesa no invitaba a visitar un local como ese y seguía vacío. Localizaron al barman y comprobaron de inmediato que Tony no se había marchado. Su compañero anterior había desaparecido y se encontraba solo frente a una tableta electrónica en la que escribía con desgana. Un par de mesas más allá dos jóvenes tomaban una cerveza, pero no dudaron de que se trataba de dos gregarios que esperaban órdenes. Les seguía preocupando más el camarero, a todas luces un profesional; los muchachos les recordaban a Tyrone, fanfarrones más dados a la huida que al enfrentamiento. Tony alzó la vista y su gesto cambió. La sonrisa se le agrió pero trató de mantener la compostura.
—No esperaba que volvierais.
Ethan evitó la diplomacia:
—Tony, tienes que acompañarnos. Es una operación mía, el Oso no tiene nada que ver.
El Oso apuntó al barman y él a los dos chicos de la mesa, que no reaccionaron. Ninguno apuntaba a Tony, que le respondió con ironía.
—Entonces se podía haber quedado en su casa. —Se incorporó mostrando que iba desarmado—. Oso, si no estás en esto puedes marcharte. Me iré con Ethan sin dar problemas.
Pero el Oso no le prestó atención, atento a sacar al empleado, que se negaba.
—Vamos, no me hagas entrar.
Ethan se acercó a Tony sin dejar de apuntar a los dos peones, que se iban cargando de electricidad. Lo seguían con ojos desorbitados y habían soltado las cervezas sin saber dónde dirigir las manos, que les temblaban. A medida que se desarrollaba, la situación se volvía más inestable. Si el objetivo del Oso seguía sin colaborar y entraba a buscarlo, les daría la espalda, y eso preocupaba a Ethan; los cuatro adultos tenían claros sus papeles, pero ellos no parecían conocer el suyo. Podían comportarse y esperar órdenes de Tony o podían hacerse los héroes e intentar detenerlos, o mucho peor, podían asustarse y entonces sus reacciones serían imprevisibles. Y eso era lo que estaba ocurriendo. Ethan lo veía llegar y Tony no hacía nada por detenerlo, así que decidió dirigirlos él.
—Vosotros dos, quietos ahí. Las manos muy altas, vamos, al techo. Quiero verlas.
Buscaron la autoridad de Tony, pero no les indicó nada. Se encontraban perdidos y él dejaba que la confusión creciese. Cruzaron una mirada fugaz y Ethan aprovechó su zozobra para aumentar la presión.
—¡Las putas manos! ¡O no me oís!
El Oso, tratando de mantenerse frontal a ellos, se arrimó a la barra para inmovilizar a su oponente, pero este se echó atrás un palmo, lo justo para salir de su alcance. Molesto, resopló y de un golpe barrió las copas con escándalo. El barman comprendió la amenaza y se congeló. Los secuaces brincaron como dos gatos y uno tropezó arrastrando con él la mesa, las dos cervezas, el servilletero y un plato, armando un estruendo que reverberó por los rincones. Tony dio un paso instintivo y Ethan giró el arma hacia él.
—Quieto.
El Oso los miró, emitió un gruñido y con una agilidad insospechada se abalanzó sobre la barra para agarrar al camarero, al que alcanzó por el cuello de la camisa. El primer chico trastabilló arrastrado por la mesa y tropezó sobre su silla, cayendo hacia atrás y empujando a su compañero, que fuera de sí se dejó ir tras el tablero y guiñando los ojos se sacó del pantalón un revólver que nunca había utilizado, apuntó a ciegas hacia los extraños y apretó el gatillo sintiendo cómo se le congestionaba la nariz. El primer disparo tronó con un estrépito seco y desató el breve caos. Tony se abalanzó sobre el banco para resguardarse y Ethan lo bloqueó, el segundo chico se ovilló tras el respaldo de su silla y empezó a gritar tapándose la cabeza, el barman se soltó del Oso y el tirador siguió disparando al aire sin abrir los ojos. El Oso giró la Remington en dirección a los estallidos pero de inmediato volvió al camarero, que se arrastraba bajo la barra tratando de sacar algo. Asomó la culata de una Mossberg que cogía con ambas manos. Ethan pudo tirar del pelo a Tony y levantarlo. Una botella estalló a dos metros del Oso con el tercer disparo, que volvió a ignorar. Ensordecido por los gritos de pánico del chaval, apuntó al camarero y elevó su voz con la firmeza de la amenaza.
—¡Sácala y te reviento!
El pistolero aleatorio de algún modo dirigió su revólver a la fuente del sonido e instintivamente disparó las tres últimas balas. El Oso se encontraba de perfil apuntando a su rival, que había soltado la recortada. El primer proyectil impactó en su chaleco sin riesgo, pero los dos siguientes entraron con limpieza por el flanco, bajo las cinchas del protector. Lanzó un aullido entrecortado y se derrumbó entre las banquetas multiplicando la confusión. Tony gritó algo entre la barahúnda y Ethan vio caer a su mejor amigo, que quedó enganchado entre el reposapiés y una banqueta con su arma a un metro. Con esa imagen en la retina enfiló el cañón hacia la mesa y disparó. La explosión retumbó con el humo y las esquirlas regando el ambiente. El tirador soltó el revólver sin saber qué había llegado a provocar. Ethan se volvió a tiempo de ver alzarse al camarero, que aprovechaba la circunstancial ventaja. No le dio opción de reaccionar y tiró a la columna de madera que sostenía el cielo del mostrador, apenas a medio metro de él, que sintió la detonación al lado, la abrasión de las postas en su mejilla, la metralla del vidrio y la madera volando como dardos en todas direcciones, atravesando su carne, el pánico ante el bramido que le ensordecía. Ethan, casi tan enajenado como él, utilizó la fracción de segundo que le permitía la situación, aguantó la tensión sintiendo cómo las piernas le flaqueaban, cómo se le atoraba la voz, y mantuvo la frialdad suficiente para no disparar de nuevo.
—¡Tírala! ¡Tírala! ¡Las manos arriba!
Estiró el pelo de Tony sin dejar de apuntar a su sirviente, que soltó la Mossberg sin haberla utilizado y se colocó las palmas en la nuca con resignada paciencia.
—¡Fuera! ¡Sal de ahí! ¡Vosotros al suelo, joder! ¡Al suelo, las manos a la espalda!
Tony obedecía sus órdenes, pero ambos reaccionaban mecánicamente, con movimientos aprendidos que carecían de significado. Ambos seguían un patrón establecido con la atención en otro punto, hipnotizados por el volumen inerte de su amigo. El Oso había caído y su cuerpo se adivinaba entre las nubes de polvo que ascendían y la lluvia de finas astillas que se demoraban con el viento, flotando como partículas por el salón igual que las cenizas en una fiesta popular.
EL MONSTRUO
El Monstruo se observó en el espejo retrovisor del camión. Le gustaba llamarse así, Monstruo, mirarse así, sentir su poder antes de atacar. Su rostro hueco, su mirada fija, penetrante, le gustaba decir, era una palabra que una mujer le había regalado antes de conocer su verdadera naturaleza, y le excitaba usarla, aunque no comprendiera por completo su significado. «Penetrante». Se veía como un conquistador invencible, un amo omnipresente que paseara por tierras hasta donde abarcaba la vista, campos de hembras que eran suyas, eran su posesión. Él las dominaría con su mirada, porque era «penetrante» y después les mostraría su terrible poder. Era un destructor implacable, una fiera sin conciencia ni piedad que les enseñaría, que debía enseñarles hasta dónde alcanzaba la grandeza de su mal. El Monstruo era un mensajero imponente y tenebroso, y tras sus ojos penetrantes se ocultaba un potencial de muerte y dolor como ellas no podían imaginar. Supuraba lleno de rencor aunque le gustaba pensar que era solo otra faceta de su inmensidad, no su impulso primario. No sentía odio por sus víctimas, ni siquiera desprecio, en el fondo de su pútrida alma, ellas no eran más que un reflejo de la necesidad de su ego. Él era su señor y podía agredirlas a su antojo como se rompe un juguete. Fascinado ante su propia mirada, convencido de que en la palabra «penetrante» se escondía un sentido obsceno y perturbador, se retiró la camisa estudiando las cicatrices de su torso, que acarició con lubricidad. Volvió a vestírsela y se sintió preparado, ansioso por actuar.
Encendió el motor de la máquina y la bestia comenzó a respirar con el olor de los mil pozos de petróleo que la alimentaban, con el grave rumor de su amenaza. El camión tronó al alcanzar la cuesta, cuando saltó el compresor como un martillo del infierno que anunciaba su presencia golpeando al mundo. Satisfecho de sí mismo, regodeado en su brutalidad, alcanzó el chamizo que se levantaba un par de metros por encima de la carretera. Ya había caído la noche y la zona suburbial se encerraba en un tenso silencio. Las casetas de tablones y techos de chapa, la mayor parte conectadas al alumbrado público, mostraban tenues luces que dibujaban las juntas verticales, y múltiples voces televisivas invadían el silencio nocturno, pero nadie se asomaba al exterior. En esas favelas latinas, el exterior de la noche pertenecía a los monstruos como él.
La chabola se abrió y se asomó la muchacha de semblante famélico y endurecido, el abundante pelo negro envolviendo el cuello como una boa de plumas y unos zapatos rojos de tacón que resultaban imposibles en esa pista de tierra. Observó el camión coqueta y desafiante y desplegó la pierna derecha mostrando la cremallera de su minipantalón, cortado por las ingles, con desparpajo. La abatió varias veces como un luminoso que se anunciara y habló con un acento rudo y portuario:
—¿´tonses, qué, papi? ¿Se anima esta noche, viejo?
El Monstruo se relamió. Dos noches de buenos pagos para ablandarla, para confiarla. Las putas jóvenes se confiaban pronto.
—Subí, mamita. Hoy ti voy a enseñar mi palacio.
La chica rio con una carcajada masculina.
—¡No, papito! Mi mami no me deja irme con extraños. Es aquí.
El Monstruo descendió de un salto, orgulloso de mostrar sus botas vaqueras relucientes, que se cubrieron con un manto de polvo, y su camisa blanca abierta. Ropa que ella no conocía y le produjo un extraño resquemor. Él lo percibió.
—¿Vio, mami? Son buenas, ¿sí? Tocalas, dale, tocalas sin miedo. Cuestan más de quinientos dólares, toditas a mano, cada una es una serpiente, hechas para mí.
La chiquilla las miraba con más curiosidad a medida que escuchaba el precio, aunque le seguían pareciendo igual de ridículas, y se le ocurrió que tal vez ese desgraciado tuviera algo interesante que robar en su viejo tráiler. Él, confundiendo su curiosidad con admiración, le tomó con suavidad la barbilla.
—Hoy quiero en mi cabina, mamita. Eso me enciende vivo, rica. Además, yo ya no soy un extraño.
La adolescente apartó la cara con desagrado mientras ponderaba el riesgo frente al posible beneficio. Ante la discusión, una nueva figura se instaló en el hueco de la entrada desde el interior. El Monstruo sonrió a la silueta cuyo gesto resultaba indescifrable al contraluz.
—Dele, doña, decile a tu hija que conmigo está segura.
Y sacando unos billetes, más del triple que las visitas previas, se los plantó en la mano dejando a ambas boquiabiertas. La alcahueta trató de disimular pero no pudo evitar contarlos y pasarse la lengua por los labios. El Monstruo se sintió crecer y clavó las pupilas en la chiquilla con la improbable intención de impresionarla. Ella las recibió con la dureza de una niña de la calle y él le volvió a hablar sintiéndose irrechazable.
—¿Vio mis ojos penetrantes?
Ella reaccionó con un gesto de extrañeza, a punto de reírse. Se volvió a su madre, que le respondió con un imperceptible asentimiento, y lo tomó de la mano.
—Pos claro, sos un bravo.
Pero el Monstruo era consciente de su burla, que le hería como un insulto, encendiendo aún más su resentimiento. «Ahora vas a aprender quién es el que manda, puta. Ahora vas a aprender el miedo».
Tras montar en el camión, la chica abrió la guantera y la revisó con descuido.