Soportar lo insoportable - Joanne Cacciatore - E-Book

Soportar lo insoportable E-Book

Joanne Cacciatore

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Beschreibung

Cuando fallece una persona a la que queremos, el dolor de la pérdida nos parece insoportable, sobre todo en los casos de una muerte traumática. En este libro, Joanne Cacciatore nos guía a lo largo del desgarrador sendero de la pérdida y el desconsuelo. A través de los relatos conmovedores de sus encuentros con el duelo, recopilados durante décadas de apoyo a familias y comunidades, así como de su propia experiencia tras la pérdida de su hija, abre un espacio para procesar, integrar y honrar profundamente nuestro dolor. Soportar lo insoportable es un valioso acompañante para los momentos más difíciles de la vida, revelándonos de qué manera el dolor puede abrir nuestro corazón a la conexión, la compasión y la propia esencia de lo que significa ser humano.

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Joanne Cacciatore

Soportar lo insoportable

Amor, pérdida y el camino del duelo

Prólogo de Jeffrey B. Rubin

Traducción del inglés al castellano de Fernando Mora

Título original: BEARING THE UNBEARABLE

Originally published by Wisdom Publications, Inc.

© 2017 Joanne Cacciatore

All rights reserved

© de la edición en castellano:

2021 Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora

Revisión: Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Imagen cubierta: Arne Richter

Primera edición en papel: Junio 2021

Primera edición en digital: Septiembre 2021

ISBN papel: 978-84-9988-853-8

ISBN epub: 978-84-9988-968-9

ISBN kindle: 978-84-9988-969-6

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

Lista de prácticas mencionadas para el dueloPrefacioPrólogo1. El papel de los demás en nuestro duelo2. Duelo público y privado3. Rituales y expresiones artísticas del duelo4. Manifestaciones tempranas del duelo5. Terreno con pocos nutrientes6. Sensibilidad cultural7. Soportar lo insoportable8. Hacer una pausa, reflexionar y sentir el significado9. El terror bajo el terror10. La búsqueda de la felicidad y la unión de los opuestos11. Pasar por alto el duelo, pasar por alto el amor12. Intensidad y afrontamiento13. Contracción y expansión14. La colisión del amor y la pérdida15. Amor ilimitado y atemporal16. Personificar el duelo17. Pausa con duelo18. La práctica de acompañar19. Mi corazón derramó muchas lágrimas20. Andar con los pies desnudos21. La vitalidad derivada de cuidar de uno mismo22. Cuidar de uno mismo y sueño23. Formas de cuidarse24. Comunicarle a nuestra familia lo que necesitamos25. Cuando el cuidado personal es una distracción26. Aprender, adaptarse y confiar en la intuición27. El retorno del duelo28. Rendirse y estirarse29. Cuando nos fragmentamos30. Duración del duelo31. El valor de recordar32. Unir las manos33. El poder del duelo traumático no procesado34. Silenciado durante décadas35. Culpa y vergüenza36. Dentro y fuera37. Las obras del amor38. Olas de duelo39. «Recuérdame», me dijo40. Ritual y microrrituales41. Significado de la acción compasiva42. Proyectos de bondad43. Conocer el sufrimiento44. Compasión feroz45. El caballo Chemakoh46. El precio del duelo y el trauma sin afrontar47. Duelo transgeneracional48. El caldo del duelo49. La oscuridad esconde sus dones50. Lo que séEpílogoAgradecimientos

En eterno homenaje a nuestros seres queridos fallecidos.

Y a todos los afligidos que confiaron en mí para que los acompañase en su casi inhabitable vacío provocado por el duelo.

Para mis cuatro hijos que todavía caminan y para Cheyenne, la hija que ya emprendió el vuelo.

Entonces, ahora, siempre y durante todos los kalpas.

El duelo es inevitable para todos y cada uno de nosotros.

Debemos tener presente nuestra muerte.

Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano

por las personas afligidas.

Tenemos que encarnar la compasión.

Para redimirnos, debemos recordar.

Recordar no solo es nuestro deber,

sino lo único que nos salvará.

Lista de prácticas mencionadas para el duelo

Receta para el duelo crudoCarta de disculpaCarta de disculpa (2)PersonificaciónDiario centrado en las emocionesPoesía de dueloPaseo descalzoPráctica de autocuidadoCarta a uno mismoVoto de un díaLista de deseos para los demásDiario de sentimientos/accionesPráctica de la rendiciónPalabras específicasCaja de recuerdosMicrorritualesProyecto AmabilidadOrdenar viejas cajas de fotografías familiares

Prefacio

por Jeffrey B. Rubin*

Habitamos un mundo precario en el que la pérdida y el duelo nos asaltan con un ritmo en apariencia cada vez más rápido.

En una sociedad como la nuestra, adicta a la búsqueda infatigable de la felicidad personal –quizá en un intento inconsciente de eludir el sufrimiento indeseado–, el duelo es un tema tabú que se ve patologizado y evitado de manera agresiva. A las personas que sufren se les aconseja «mirar el lado bueno de las cosas», «pensar en positivo» y «agradecer lo que tienen». Pero, cuando estos tópicos vacíos no funcionan (que es, básicamente, nunca), las personas angustiadas se ven adormecidas con drogas de todo tipo. Y esto hace que las víctimas de la pérdida y el duelo se sientan culpables o avergonzadas por su tristeza y carezcan de los recursos imprescindibles para tolerar su sufrimiento. Lo que es crucial en el trauma, y lo que lo torna más soportable (como nos recuerda de manera muy inteligente el psicoanalista Robert Stolorow en su libro Trauma and Human Existence), es contar con un hogar emocional en el que acoger nuestros sentimientos. El duelo descartado, suprimido o silenciado hace daño a los individuos, a las familias y a las comunidades y nos aboca, como la doctora Joanne Cacciatore señala de manera tan acertada en este estupendo libro, a «las adicciones, los abusos y la violencia, a menudo contra los más vulnerables: niños, mujeres, ancianos y animales».

En Soportar lo insoportable, la doctora Cacciatore, profesora asociada en la Universidad Estatal de Arizona, experta en duelo y pérdida traumática, sacerdote zen y ella misma madre en duelo, nos muestra un sendero más sano. Basándose en más de dos décadas de experiencia clínica, los resultados de la investigación, la sabiduría de los nativos americanos y los sabios budistas, cristianos y judíos, así como en la psicología occidental, la doctora Cacciatore esclarece el impacto emocional del duelo y los elementos psicológicos, relacionales y espirituales de la curación y la transformación. Este conmovedor e inteligente libro constituye un magnífico contrapeso a la loca carrera emprendida por nuestra sociedad para evitar el duelo, desterrar los sentimientos negativos y anestesiar la angustia emocional.

En sus conmovedores capítulos, en los que aborda temas como el precio del duelo y el trauma no aceptado y no procesado, el duelo transgeneracional, la culpa y la vergüenza, la relación de la pérdida y el amor, la práctica de estar con el dolor y el valor de los rituales y microrrituales, nos expone no solo las estrategias que los individuos y el establishment médico y psiquiátrico utilizan para negar, suprimir y anestesiar el duelo y el luto, sino también el camino que conduce a la sanación. Soportar lo insoportable nos brinda una crítica muy convincente de nuestra sociedad, «deficiente en compasión» y adicta a la felicidad, que genera una relación patológica con nuestros sentimientos en general y con el duelo en particular. La doctora Cacciatore dilucida el costo que reviste patologizar el duelo, así como descuidar e invalidar la experiencia emocional de las personas que padecen pérdidas terribles –la forma en que estos enfoques hacen que las personas en duelo duden de sí mismas y se sientan alienadas y solas–, todo lo cual impide, en definitiva, la curación.

Este libro es un llamamiento a que los enfoques terapéuticos del trauma y el duelo respeten sin vacilar el espectro completo de los sentimientos que experimentamos los seres humanos, proporcionando así un hogar emocional para nuestro sufrimiento. Basándose en historias conmovedoras y, en ocasiones, desgarradoras extraídas de su experiencia profesional y de su propia vida, la doctora Joanne Cacciatore –conocida cariñosamente con el nombre de Jojo por los miles de personas afectadas por el duelo con las que ha trabajado en los cinco continentes– nos muestra lo que se requiere para facilitar la curación. Con honestidad encomiable, coraje inspirador y empatía ejemplar, la doctora Cacciatore acoge el sufrimiento de sus clientes con paciencia, compasión y un espíritu intrépido de curiosidad y paciencia. Los lectores de este libro experimentarán una sutil transformación.

Soportar lo insoportable no solo nos brinda historias notables de curación, sino que es también un asombroso testamento del misterioso y transformador poder del duelo cuando este se hermana con la compasión para hacer crecer nuestro corazón, expandir nuestro círculo de compasión y generar vidas de mayor significado. Las personas traumatizadas viven en un universo psicológico diferente al de las personas no traumatizadas. Desgarrados por la pérdida y el duelo, los primeros también tienen la posibilidad de despertar del trance consensuado de la vida cotidiana. La doctora Cacciatore aclara dos formas en que esto resulta transformador: la gratitud acrecentada y lo que ella denomina «compasión feroz». Como reconocía el difunto Elie Wiesel: «Nadie es tan capaz de sentir gratitud como el que ha emergido del reino de la noche». En el libro de la doctora Cacciatore, nos vemos expuestos a personas que, a pesar de experimentar un duelo traumático, nos enseñan acerca de la gratitud incrementada y el servicio a los demás. La «compasión feroz», que emerge del duelo plenamente experimentado, nos ayuda a despertar de nuestro sueño y a vivir con mayor entusiasmo. Nos ayuda, en definitiva, a asumir más responsabilidad para llegar, más allá de nosotros mismos, a otras personas y el sufrimiento que las acosa. La doctora Cacciatore considera que esta es una fuerza capaz de curar el mundo.

Soportar lo insoportable está lleno de historias conmovedoras y originales que nos muestran que el sufrimiento puede convertirse en una puerta hacia la sabiduría y la compasión feroz. La doctora Cacciatore nos convence de que tenemos que ver con el dolor, así como que debemos estar con él. Este libro expandirá nuestra mente, calentará nuestro corazón y enriquecerá nuestro espíritu. Soportar lo insoportable no es solo una crítica a la evitación del duelo y una súplica de mayor empatía y compasión, sino también una invitación a una vida de apertura y cuidado, de valor y servicio.

Recomiendo encarecidamente este libro a las personas que han padecido alguna pérdida, a los profesionales de la salud mental, a los buscadores espirituales, a los estudiantes y a los profesores de humanidades, así como a la gente corriente que anhela vivir una vida más intensa y plena. Después de leer el maravilloso libro de la doctora Cacciatore, no solo soportaremos más hábilmente nuestro propio duelo y la tristeza de otras personas, sino que también viviremos y amaremos con mayor sabiduría.

Prólogo

«Buscar el olvido hace que el exilio sea más largo; el secreto de la redención reside en el recuerdo.»

RICHARD VON WEIZSÄCKER

I

Existe un lugar, un espacio inviolable, donde su nombre permanece salvaguardado, cincelado y grabado a fuego en los intersticios más profundos de mi corazón.

Era un caluroso día estival cuando enterré a Cheyenne, mi hija pequeña. Vi cómo hombres vestidos con traje gris arrojaban paletadas de tierra sobre el ataúd rosa satinado que contenía su cuerpo amortajado. Fue una ceremonia sin apenas acompañantes; tan escasa era la gente que la conocía.

No había amigos adolescentes que se despidieran de ella y lamentasen su temprana muerte. No había maestros que alabasen su bondad. No había ningún vecino que la hubiese conocido para expresar que echaría de menos su sonrisa. Solo estábamos yo –o eso me parecía– y mi corazón, que ardía en rebelión desbordada por su muerte repentina.

Hacía tan solo unas horas que yo misma había cerrado la tapa del ataúd. No hay palabras para describir esa enorme pérdida física, emocional y existencial que no sean las de decir que yo también morí con ella aquel día.

Yo no lo pedí.

Yo no lo quise.

Odiaba todo lo relacionado con aquello.

Recuerdo preguntarme cómo seguía girando el mundo después de semejante tragedia. Quería gritar a los automóviles que circulaban cerca del cementerio y chillar a los pájaros encaramados en los árboles que proyectaban sombras sobre su lápida. Quería que la hierba detuviese su crecimiento, que las nubes dejasen de flotar y que el resto de los niños, también enterrados en aquel lugar, dejasen de estar muertos.

A medida que las horas se convertían en días y los días en semanas, mi duelo se intensificaba e iba invadiendo cada milímetro de mi ser. En las raras ocasiones en que lograba conciliar el sueño, sentía una especie de muerte física que se repetía cada día al abrir los ojos. No solo me hacía daño respirar, sino que la tristeza me colmaba desde las puntas del cabello hasta las puntas de los dedos de los pies.

Recorría los pasillos a altas horas de la noche en busca de mi bebé como un animal salvaje enjaulado.

Su cuerpo había desaparecido, pero cada parte de mí se hallaba programada evolutivamente para estar con ella, para alimentarla con mis pechos, para consolar su llanto y para acariciar su piel. El dolor provocado por aquel anhelo era inagotable, enloquecedor y, en muchas ocasiones, me llevó a cuestionar mi propia cordura. Lo que no sabía en ese momento era que el sufrimiento me estaba cambiando y transformando, pero sin que viese aliviado en lo más mínimo mi duelo.

Y, hasta el día de hoy, de buen grado lo daría todo por tenerla de nuevo conmigo…

Cuando fallece un ser querido, nuestra vida puede tornarse insoportable. Y, sin embargo, se nos exige –por la vida y por la muerte– que aguantemos, que suframos lo insufrible, que soportemos lo insoportable. Soportar lo insoportable es una expresión surgida de mi propio corazón y del trabajo de mi vida, exigente y formidable, satisfactorio y profundamente esencial.

Este libro no nos brinda un bypass espiritual; su objetivo no es evitar que tengamos que afrontar la tristeza del duelo. Cuando amamos profundamente, lloramos profundamente, y el duelo extraordinario es una expresión de amor extraordinario. El duelo y el amor se reflejan el uno en el otro; el uno no es posible sin el otro.

Lo que este libro sí que hará –espero– es proporcionar un espacio seguro para sentir, para acompañar a nuestro corazón roto, sirviendo de invitación para permanecer con las desdichadas punzadas del sufrimiento, para morar en la oscura noche de nuestra alma afligida, y para estar presentes con lo que es, aunque sea difícil y por más que nos resulte muy doloroso.

La palabra inglesa bereave (duelo) deriva de una palabra del inglés antiguo, befearfian, que significa «privar, quitar o padecer un robo». Y, cuando es la muerte la que nos roba, nuestro luto, nuestra pérdida resuena a lo largo del tiempo. Lloramos por los momentos del mañana, por los momentos del mes siguiente y por los momentos del año próximo; lloramos por las graduaciones y las bodas, por los nacimientos y las muertes venideras. El duelo está constituido por innumerables partículas y un sinfín de momentos, cada uno de los cuales puede ser objeto de luto. Y, a través de todos ellos, siempre sabemos, en lo más profundo, que nos falta alguien, que hay un lugar en nuestro corazón que nunca se verá colmado.

Con el fallecimiento de un ser querido, se evapora la persona que una vez fuimos y asumimos lo que puede parecernos una forma aberrante de nosotros mismos, una manera desconocida de estar en el mundo. Esto no es lo que queríamos, esto no es lo que planeamos, las cosas no deberían ser de este modo, pero es lo que tenemos, incluso cuando nuestro corazón susurra repetidamente: «No, no, no». Y aquí estamos, sintiéndonos marginados, acostados boca abajo en el suelo o con las rodillas dobladas y magulladas, o con los brazos extendidos, suplicando consuelo.

Sentimos que la muerte es salvaje –y hasta cierto punto lo es–, pero el duelo no tiene por qué ser denigrado.

Cabe la posibilidad de que nunca aceptemos que nuestro hijo, padre, cónyuge, nieto, amigo o ser querido han fallecido, pero podemos aprender a aceptar cómo nos hace sentir esa pérdida, dónde es más agudo el dolor en nosotros, sus dimensiones y textura, su contenido y profundidad. Y con el tiempo, el duelo pasa de ser un intruso temido e indeseado a ser algo más familiar y menos aterrador, y quizá hasta se convierta en nuestro compañero.

Pero no nos equivoquemos: perder a una persona amada nos cambia de manera profunda, ineludible y para siempre, y duele más allá de toda imaginación. El psicólogo Rollo May escribe: «Uno no se vuelve completamente humano sin dolor». Es gracias a habitar, a menudo penosamente, nuestras propias emociones que somos capaces de convertirnos en plenamente humanos. Por medio del duelo, experimentamos una transformación alquímica que no puede ser inventada, acelerada o concedida por otras personas.

Habitar plenamente el duelo supone sostener la contradicción del gran misterio consistente en que la pérdida nos destroza al tiempo que nos completa. El duelo nos vacía y nos llena de emoción. El miedo nos paraliza, pero nos permite infundir valor a otras personas. Lloramos la ausencia de nuestros seres queridos y, al mismo tiempo, invocamos su presencia. Dejamos de existir como lo hicimos en el pasado y, sin embargo, nos volvemos más plenamente humanos. Conocemos la más oscura de todas las noches y, al hacerlo, traemos la luz de nuestros seres queridos al mundo.

Somos la paradoja.

Somos personas que soportan lo insoportable.

II

El núcleo de este libro comenzó con la muerte de mi hija, pero no emprendí su escritura hasta que no efectué una gira de seis semanas de duración por la Costa Este. Mis experiencias en aquel viaje, sobre todo en el largo trayecto de regreso en tren, sirvieron para subrayar una vez más, en mi caso, lo importante y poderoso que es atender realmente al duelo.

En aquel viaje, visité primero Richmond, Virginia, donde enseñé meditación centrada en el duelo. Los asistentes lloraron en silencio en el espacio que creamos, recordándome las palabras de Ajahn Chah: «Hasta que no lloras profundamente, no empiezas a meditar». Encendimos velas, recordamos y nos abrazamos. Algunas personas habían perdido a sus seres queridos tan solo unas pocas semanas antes del taller; otros, hacía décadas.

Me alojé en casa de la familia Bacon, en Newtown, Connecticut, y descendí los mismos escalones de madera que la alumna de primer curso Charlotte Helen Bacon había recorrido antes del trágico tiroteo masivo en la escuela primaria Sandy Hook. Conocí a su hermano, quien me dedicó una copia del libro que había escrito para honrar a su hermana pequeña asesinada. Sus padres y yo visitamos el lugar donde está enterrada, cerca de sus amigos, y permanecimos allí en silencio. ¿Qué se puede decir en presencia de tan terrible tragedia?

Viajé a Nueva York, donde orienté a profesionales de la salud para atender, capa por capa, el duelo ajeno. Durante cuatro días consecutivos, las personas que normalmente tienen la tarea de ayudar a los demás reconectaron con las heridas de su propia alma. Para algunas de ellas, el duelo latente era como una fotografía descolorida cuyos bordes se desgastan tras años de manipulación y, al igual que sus clientes, ellos también necesitaban un lugar seguro desde el que revisitar sus antiguas heridas.

En aquella conferencia, un grupo de madres en duelo reflexionó sobre sus experiencias de pérdida y compartió la forma en que recordaban a sus hijos a través de sus propias y continuas vidas de servicio, y de qué modo aquellos pequeños, aquellos niños recordados, se convierten en grandes maestros de compasión hacia todos nosotros. Una madre, que ahora presta ayuda a padres de todo el mundo, nos contó cómo se sintió físicamente limitada tras la inesperada muerte de su bebé. Otra mujer compartió cómo se enfrentaba a la culpa porque sus acciones, aunque involuntarias, habían causado la muerte de su hija. Ahora trabaja para convertirse en consejera del duelo. Otra persona describió los acontecimientos que condujeron a los asesinatos de sus dos hijos pequeños y habló del trabajo que realiza en el presente para ayudar a otros padres cuyos hijos también han padecido una muerte violenta.

Escuché muchas historias de amor, pérdida y duelo. A veces se me ofrecían de manera valiente en el seno de un grupo; otras veces eran confesiones efectuadas en la intimidad de una habitación. En ocasiones, la gente se ponía en contacto conmigo horas o días después mediante la relativa seguridad del correo electrónico. Pero todas sus historias de duelo han germinado ahora como una semilla a través de la tierra condensada durante años de compactación.

Y entonces, al subir al tren y volver a casa, reflexioné sobre una misteriosa cualidad del duelo: cuando miramos a los ojos de otra persona, alguien que ha conocido el sufrimiento, sabemos sin mediar palabra que ella lo sabe, y hay algo dolorosamente reparador en ese reconocimiento mutuo.

Una vez en el tren, constaté en repetidas ocasiones que conversaciones ocasionales se convertían rápidamente en intercambios profundos y significativos sobre el amor y la pérdida, sobre la vida y la muerte. Un joven con ojos tranquilos y sonrisa brillante, me comentó que asistió impotente a la escena en la que un tren atropellaba y mataba a su amigo, observando con evidente tristeza que se aproximaba el primer aniversario de ese acontecimiento. Tras una breve conversación con una joven madre sobre el reto de viajar en tren con niños pequeños, me preguntó cuál era mi trabajo. Cuando se lo dije, me habló de la muerte de su hermano mayor y de cómo su madre nunca había sido la misma tras la pérdida, porque la familia tenía la regla tácita de no hablar del fallecimiento de aquel niño y, por lo tanto, de no decir nada sobre su vida o su amor por él.

Una mañana, durante el desayuno, me senté delante de un hombre mayor del sur de California que llevaba una gorra de John Deere y cuyo vientre voluminoso casi descansaba sobre la mesa. Nos pusimos a hablar y, en un determinado momento, levantó la vista de su yogur griego y me dijo refiriéndose a los años que trabajó en un equipo SWAT:

–Sé mucho sobre el duelo y el trauma –me dijo–. No creería las cosas que he visto.

Y siguió hablándome de experiencias tan traumáticas que seguían afectándole incluso después de treinta y cinco años.

–Era fuerte, estoico. Nunca derramé una lágrima… Pero desde que me retiré, es como si siempre estuviese llorando, siempre emocionado.

Asentí con la cabeza y me pareció apropiado preguntarle cuánto tiempo había pasado desde que empezó a sentirse de ese modo. Se detuvo y miró hacia el techo y añadió:

–¿Sabe?, no lo sé. Nunca había sentido tantas emociones de manera tan profunda. Empiezo a dudar de si hay algo que no funciona en mí.

Al final de nuestra conversación, sin embargo, concluyó por su cuenta que sentir ahora aquella avalancha de emociones era «probablemente normal» porque tal como dijo:

–En aquel entonces no se te permitía mostrar debilidad ni llorar en el trabajo.

Otro hombre, procedente de San Luis, me habló una mañana, mientras desayunábamos avena, de la muerte de su primera esposa. No se había permitido el tiempo suficiente para llorarla y se volvió a casar a los pocos meses porque su tristeza era «demasiado para soportarla solo». Aun sin haberse sacudido de su dolor, él y su segunda esposa se divorciaron pasados dos años, tras el nacimiento de su primer hijo, y él comenzó a beber en exceso y perdió el contacto con su único descendiente. El dolor de esas pérdidas había dejado grabados profundos surcos en su rostro.

Conocí a una enfermera jubilada de setenta y ocho años, de Dayton, que se quejaba de las limitadas ofertas de té que había en el tren. Le dije que yo también era una forofa del té y que, por ese motivo, siempre llevaba conmigo mi propia mezcla orgánica. Le ofrecí un poco y me preguntó qué es lo que hacía en la Costa Este. Cuando se lo dije, miró su taza de humeante Earl Grey. Frunció los labios y tomó un sorbo, visiblemente incómoda, y luego dejó escapar un prolongado suspiro.

–¿Sabe?, tenía una hija –me dijo–. Era más o menos de su edad.

Volvió a suspirar y luego, durante más de dos horas, pasando por cordilleras, puentes con grafitis y campos de algodón dispersos, compartió conmigo la historia de su hija, fallecida en el año 1974. Era una historia que nunca había narrado a nadie en su totalidad. Cuando terminó, me dijo:

–Imagino que mi hija habría sido una joven tan agradable como usted.

Ambas teníamos los ojos anegados en lágrimas.

Mis trayectos hacia el este y luego de vuelta a casa me parecieron un símbolo de los múltiples viajes que efectuamos a través del amor y el dolor. Observando por la ventanilla desde mi asiento, vi parques abandonados y graneros decrépitos, yuxtapuestos a escuelas recién pintadas y granjas florecientes. Vi lechos de ríos secos y exuberantes acantilados ribereños. Contemplé estanques moribundos y arroyos verdes. En ocasiones, el recorrido era turbulento y discordante; otras veces, plácido y suave.

El tren, como el duelo, lleva su propio ritmo, velocidad variable y circunstancias cambiantes, condicionado por el clima, el buen o no tan buen mantenimiento de las vías y el terreno por el que viajamos. En ocasiones, parecía que nos arrastrábamos lentamente a través del recorrido y podía concentrarme en los silos de Garden City o en la manada de antílopes de la Pradera Nacional Comanche. Otras veces, la elevada velocidad difuminaba hasta los árboles más majestuosos, haciendo que los colores se entremezclasen y las formas fuesen indiscernibles.

Había lugares en el trayecto en los que un simple cruce de vías cambiaba nuestra dirección, lo cual me recordaba el camino que, en el duelo, podemos seguir hacia la negación o el amor, hacia el luto o el rechazo. En los túneles, había ocasiones en las que estaba tan oscuro que era imposible distinguir ninguna luz; el duelo también tiene momentos parecidos. Mis ojos necesitaban tiempo para adaptarse, pero, después de hacerlo, discernía lo que ocultaban esos lugares oscuros. En ocasiones, mi teléfono móvil tenía cobertura y otras no; a veces tenía conexión con el mundo exterior y, otras, estaba completamente desconectada, tal como ocurre en el duelo.

Al mirar por la ventanilla, también advertía el contraste entre los patios delanteros y los traseros. Los patios delanteros tenían setos bien recortados, con automóviles impecables y bicicletas rojas como las manzanas acarameladas. Los patios traseros parecían cementerios de basura, con objetos que la gente pensaba que ya no necesitaban y que ya no les servían. Los objetos de los patios traseros no eran deseados o estaban rotos, dañados y olvidados. Durante años, en algunos casos, esos objetos del patio trasero habían permanecido inexplorados y sin utilidad, fuera de la vista y, muchas veces, cubiertos por completo, pero, incluso de ese modo, seguían estando ahí. A muchas personas les parece que el duelo debe ser relegado a la condición de «basura» y exiliado al patio trasero, donde es inaccesible, carece de importancia y ya no ejerce influencia alguna. Ya no queremos los objetos que amontonamos en ese lugar, sino que nos olvidamos de ellos. Pero, tal como nos recuerda Richard von Weizsäcker, el primer presidente de la Alemania reunificada, «Buscar el olvido hace que el exilio sea más largo; el secreto de la redención reside en el recuerdo». Y lo mismo ocurre con el duelo.

Aquel viaje en tren de más de 5.000 kilómetros y 140 horas de duración se convirtió en un microcosmos de mi trabajo, consistente en crear un espacio donde el reconocimiento del duelo no sea simplemente bienvenido o alentado, sino algo sacrosanto. Y ahora, con este libro, invito a los lectores a unirse a mí para dar testimonio de la miríada de rostros y corazones que comparten su duelo, al tiempo que, juntos, reclamamos nuestra totalidad humana.

JOANNE KYOUJI CACCIATORE

Sedona, Arizona

1.El papel de los demás en nuestro duelo

«Y lloramos porque una persona tan encantadora tuviera una vida tan breve.»

WILLIAM CULLEN BRYANT

Conocí a la madre de Kyle debido a mi trabajo con padres afectados por la muerte de un familiar cercano. Su hijo, de catorce años, había sido alcanzado y asesinado por una bala perdida. Aunque no iba destinada a él, sus catorce años se vieron segados por alguien que nunca fue identificado ni juzgado.

–¡Odio el duelo! ¡Ya no quiero sufrirlo! ¡Quiero que haga que se detenga! ¡Me está matando! –gritaba y sollozaba Karen en el suelo de mi consulta mientras yo permanecía a su lado, sentada con las piernas cruzadas y en silencio.

Sus lágrimas eran tan profusas que caían sobre sus pantalones de lino beige, manchándolos con el rímel azul que, en un intento de cubrir su angustia, se ponía para acudir al trabajo cada mañana. Karen era madre soltera y Kyle era su único hijo y «toda su vida». El día en que murió, me confesó, su vida y su identidad cambiaron. Sentía la presión de los demás para seguir adelante y quiso «sentirse normal» de nuevo.

Me contó la historia de cómo su primo le presentó a un colega también sin hijos, lo que supuso un punto de inflexión en el aislamiento de Karen. A partir de ese momento, dejó de considerarse madre. Sus patrones de sueño cambiaron y ya no asistía a la iglesia. Se apartó de sus amigos y se sintió insegura en el mundo. Se mudó de la casa donde había criado a Kyle a un apartamento en un barrio cercano.

Karen acudió a mí seis meses después de la muerte de Kyle, recabando mi ayuda para «superar» su dolor y pidiéndome que «la ayudase a mejorar». Había una arista muy familiar de desesperación en nuestras interacciones. Se descubría fantaseando con su propia muerte para poder encontrarse con Kyle. Sin embargo, no quería morir literalmente; solo deseaba, con todas sus fuerzas, rebobinar el tiempo. Lo que quería es que Kyle volviese. Su regreso era lo único que pondría fin a su irremediable dolor. Su cuerpo, mente, corazón y alma no hacían sino protestar.

Muchas veces, después de muertes violentas muy publicitadas, o bien después del fallecimiento de celebridades, nos hallamos sometidos a una especie de hipnosis colectiva. Esto es algo muy común que suele verse acompañado por una efusión pública de emoción maquillada y de duelo incongruente por parte de extraños. Por el contrario, muertes como la de Kyle, que ocurren en circunstancias más privadas, pero no por ello menos trágicas, no se reconocen públicamente y solo suscitan una atención truncada.

En el caso de Karen, las muestras de compasión y apoyo fueron de breve duración. Su papel como madre se vio negado tras la prematura muerte de su hijo, lo que le llevó a dudar de sus propios sentimientos. Todavía sentía que era la madre de Kyle, pero la incesante influencia social la convenció para desconfiar no solo de su papel como madre de Kyle, sino también de sus propias emociones legítimas, es decir, del dolor que experimentaba. Nadie se acordaba de ella y nadie le hablaba de Kyle ni validaba su duelo.

Por el contrario, debido a la forma en que Charlotte Helen Bacon fue asesinada por un tirador en Newtown, Connecticut, la gente empezó a hablar de ella y eran muchas las personas que, aunque nunca la conocieron, expresaban pesar por su muerte.

Veinte alumnos de primer grado y seis miembros del personal fueron asesinados en la escuela primaria de Sandy Hook. Fue una historia de horror recordada por los medios de comunicación durante meses e incluso años. La incesante cobertura pública dejó indefensos y vulnerables a algunos de los que se vieron afectados personalmente por la muerte de un niño o de otro ser querido.

Conocí a los padres de Charlotte en el verano de 2014. Charlotte, una chica inteligente, audaz y tenaz que podía ser «un poco escurridiza» y ciertamente enérgica, fue asesinada mientras trataba de esconderse en los baños de la escuela con sus compañeros. Todos los niños que se escondieron en ese lugar, excepto uno, murieron aquel día fatídico. Los padres de Charlotte, Joel y JoAnn, se enfrentaron a la trágica muerte de su única hija mientras que, al mismo tiempo, resistían el escrutinio y el consumo público de su tragedia privada. En una carta abierta, una enojada, herida y frustrada JoAnn escribía:

El 14 de diciembre de 2012, un hombre asesinó a mi hija, robándole su futuro y también el mío. La llevaron, completamente vulnerable e indefensa, en manada al baño de la escuela con sus compañeros y la mataron a tiros. Y ESTOY ENFADADA. Según mi experiencia, la ira es la emoción que más disgusta a la gente, por lo que intentan una de estas tres cosas: tratar de cambiar mi actitud, haciendo que vea el «lado bueno de las cosas» y «agradezca lo que tengo», tratar de que cambie de tema o desaparecer por completo, todo lo cual no hace sino enfurecerme todavía más. Es un círculo vicioso. Puedo expresar mi verdad y hacer que todos se sientan incómodos y que se aparten de mí, o ser la gran hipócrita, sonriendo, asintiendo con la cabeza y haciéndome sentir como un completo fraude. Ambas cosas son horribles y me relegan al aislamiento y la incomprensión.