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Los psicoanalistas sabemos que la civilización, como el sujeto, padece malestares, insatisfacciones y obstáculos en su camino. La civilización enferma de sus verdades reprimidas y de su empuje pulsional. Por eso la civilización, como el sujeto, es interpretable. Una acción política orientada por el psicoanálisis va desde la clínica, de la que extrae sus fundamentos, a lo social. Los textos recogidos en este libro son la aportación de un psicoanalista ciudadano a algunos de los debates actuales más importantes. Aquí encontrarán la razón por la que el sujeto, por su síntoma, es siempre políticamente incorrecto. Encontrarán los fundamentos para entender por qué el yo es el lugar de mayor desconocimiento de uno mismo, lo que hace imposible la pretensión de sujeto del discurso capitalista de autodesignarse a voluntad. Encontrarán también las razones por las que, desde que ser feliz es un deber, la depresión y la angustia se han convertido en una epidemia, y los síntomas más regresivos, relacionados con la impulsividad y las dependencias, han desplazado a los síntomas derivados de la interdicción paterna. E igualmente encontrarán un análisis sobre las mutaciones familiares, el modo de vivir el amor, las relaciones entre los sexos, así como una reflexión sobre la violencia sexual y el feminicidio, tomando apoyo en la enseñanza de Jacques Lacan.
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Seitenzahl: 280
Director de la colección:
VICENTE PALOMERA
© del texto: Manuel Fernández Blanco, 2024.
© Imagen de la cubierta: LZF lamps, de su colección «Funny Farm» diseñada por Isidro Ferrer.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: mayo de 2024.
REF.: OBDO338
ISBN: 978-84-1132-882-1
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¿Soy lo que digo que soy?: Psicoanálisis y civilización, el título elegido por Manuel Fernández Blanco para esta recopilación de artículos y conferencias, nos recuerda lo que Jacques-Alain Miller formulaba en 2004: «¿No es el objeto a la brújula de la civilización de hoy? ¿Podemos darle a este objeto un lugar dominante en el discurso de la civilización?».[1]
El psicoanálisis se inventó para responder a un malestar, el del sujeto sumergido en una civilización que para hacer existir la relación sexual tiene que frenar, inhibir, reprimir el goce. La práctica freudiana abrió un camino que luego iba a manifestarse como una «liberación» del goce, anticipando lo que Lacan nombra como una «ascensión del objeto a al cénit social».[2] De hecho, el psicoanálisis contribuyó a instalarlo: «Es constatable que el plus de gozar ha ascendido en nuestra civilización al lugar dominante y hoy vemos que ese plus de gozar más que comandar un “eso marcha”, un “eso funciona”, produce más bien un “eso fracasa”».[3]
Manuel Fernández Blanco nos habla en este libro de las consecuencias de esta dictadura del plus de gozar y de sus consecuencias, a veces catastróficas, sobre el matrimonio, la dispersión de las familias, la precariedad de los lazos sociales, la modificación de los cuerpos, las distintas adicciones y los afectos de angustia y de culpa ligados a ellos.
Uno de los reproches que se le había formulado al psicoanálisis era el ser normativo por naturaleza, que las finalidades del psicoanálisis eran moralistas o adaptativas. Es verdad que los descendientes de Freud llevaron el psicoanálisis por los derroteros de la moralidad y fue precisamente la crítica que Lacan les hizo en su «retorno a Freud». Lacan siempre insistió en la dimensión ética del psicoanálisis. El objetivo de la ética no es prescribir una ley universal, sino, al contrario, dejar que los analizantes sepan qué hacer con ellos mismos, con sus vidas, con su goce y sus deseos, y hacerlo en función de lo más singular de cada uno, de lo que es incomparable, insustituible y único en cada uno. Para ello, había que dar un paso «más allá del Edipo», había que soltar las amarras del sentido que, como lo señala Lacan,[4] siempre conduce a la religión. Ese «más allá» implica saber servirse del padre para afrontar las nuevas reconfiguraciones de lo simbólico, pero a condición de pasar de él.
En la actualidad, las relaciones entre los sexos están frecuentemente presentes en la escena política. Algunos creían haber ido más allá del psicoanálisis haciendo del desvanecimiento de las identificaciones sexuales un factor de la modernidad, incluso una medida de «progreso». Es un intento de convertir la orientación sexual en una propiedad del ser y un modo de gozar, como han hecho muchos integrantes del movimiento queer.
Manuel Fernández Blanco tienen posiciones claras sobre estos puntos. En primer lugar, adopta el punto de vista de Lacan según el cual el goce no es transgresor, ni prohibido, y nunca debe convertirse en un deber, puesto que en ese caso se convierte en la voz cruel del superyó cuyo mandato es: «¡Goza!». La elección de pareja nunca es una característica del ser y no puede ser ni prescrita ni condenada, siempre que sea consensual. Se ajusta al destino que el inconsciente nos da a cada uno de nosotros.
Sin embargo, hay dos modalidades de goce diferentes: la del hombre y la de la mujer. Pero, la anatomía no nos obliga a ser contados como hombre o mujer. Tampoco es una elección consciente del yo, sino una elección determinada por el inconsciente de cada sujeto, es decir, determinada por las palabras que lo han marcado a ella o a él modelando sus formas de gozar mediante su enganche en sus cuerpos y cuyas consecuencias tendrán que asumir. Entre los sexos no hay relación, en el sentido en que estas dos formas de goce podrían llegar a ser una sola, incluso si las parejas pudieran soñar en algún tipo de fusión a través del amor. El partenaire, sea el que sea, es invariablemente un síntoma. Este no es un terreno en el que «todo está permitido» al que un análisis daría acceso; lejos de esto, si uno piensa que un síntoma es lo más real que uno tiene.
Entre el sujeto y sus partenaires, nos encontramos hoy con la familia hipermoderna. Hay que prestar atención a la dislocación del ideal de la familia como institución en la sociedad contemporánea. El divorcio, las familias monoparentales, las familias compuestas, las familias rotas, la violencia familiar y sobre las mujeres, etc., el ideal de la familia tiene su parte de fallos, pero, por otro lado, la misma dislocación de los ideales de la tradición familiar dan lugar a soluciones innovadoras que el psicoanálisis moderno debe tomar en cuenta.
Además, las tendencias progresistas o reaccionarias contribuyen a centrar la evolución de la sociedad en torno a diversos fenómenos de segregación. El psicoanálisis lacaniano se opone firmemente a cualquier forma de proceso segregativo.
En lo que respecta al aborto, al matrimonio homosexual y la paternidad, por ejemplo, el psicoanálisis ha tomado en cuenta las tendencias progresistas y se ha pronunciado a favor de eliminar los tabúes que afectan al goce y contra cualquier forma de prejuicios. Con todo, no es un camino abierto hacia un goce sin límites.
Estas son, entre otras muchas otras, las cuestiones abordadas en este libro. El lector descubrirá cómo un psicoanalista que supo llevar su análisis personal hasta su final lógico ha podido «unir a su horizonte la subjetividad de su época».[5]
Este libro ha sido posible porque lo ha querido mi colega y amiga Paula Díaz Fernández. Paula es psiquiatra y psicoanalista en Barcelona. Cuando estaba haciendo su formación MIR en Psiquiatría, solicitó hacer su rotación externa en la Unidad del Servicio de Psiquiatría de A Coruña, donde yo desarrollaba mi labor asistencial en la sanidad pública.
En las jornadas de trabajo conjunto, surgían temas sobre los que yo le sugería lecturas, y algunos de los textos que le recomendaba eran de mi autoría. Fue Paula quien me propuso la posibilidad de realizar una selección de esos textos para su publicación en forma de libro. Pero no solo lo propuso, sino que se puso a la tarea del trabajo de selección, ordenación, y corrección, que ha hecho posible el producto final. Quiero expresarle aquí todo mi agradecimiento por su empeño y tesón en culminar la tarea.
En ¿Soy lo que digo que soy?: Psicoanálisis y civilización se recopilan trece trabajos que responden al deber ético de situar al psicoanálisis como intérprete de la civilización. He dicho trece trabajos, pero tal vez sería más adecuado decir doce más uno, ya que el primer texto fue mi aportación a la publicación en castellano de La regla del juego.Testimonios de encuentro con el psicoanálisis. Es un texto de carácter testimonial, que titulé «El fin de la neurosis»,[6] donde se puede intuir la razón de mi gusto por la puesta en valor del psicoanálisis en la clínica y en la civilización. Ese texto es el marco que encuadra todos los trabajos que le siguen.
Sigmund Freud, en el primer párrafo de su ensayo Psicología de las masas y análisis del yo, escribe lo siguiente: «[...] En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, ‘el otro’, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado».[7]
Jacques-Alain Miller ha subrayado recientemente la importancia de esta tesis freudiana y nos ha invitado a «[...] hacernos presentes no solamente en la clínica, en la psicología individual, como dice Freud, sino también en la psicología individual en cuanto que colectiva, es decir en el campo político».[8]
Los psicoanalistas sabemos que la civilización, como el sujeto, padece de malestares, de insatisfacciones y de obstáculos en su camino. La civilización enferma de sus verdades reprimidas y de su empuje pulsional. Por eso la civilización, como el sujeto, es interpretable.
Una acción política orientada por el psicoanálisis va desde la clínica, de la que extrae sus fundamentos, a lo social. En la época en la que, a menudo, solo se contemplan las llamadas terapias afirmativas, conviene poner en valor que el descubrimiento freudiano del inconsciente ha permitido la posibilidad de la interpretación, tanto de los síntomas individuales como de los de la civilización.
En la época de los derechos, parece necesario afirmar que el sujeto que Freud alumbró al mundo, el sujeto del inconsciente, es al mismo tiempo el sujeto de un derecho: el derecho a ser interpretado. Como tantos otros, es un derecho, para quien quiera ejercerlo. Pero es un derecho al que no podemos renunciar: ni a nivel individual, ni tampoco colectivo.
Lacan, como Freud, también defendió la necesidad de situar el psicoanálisis (un psicoanálisis advertido) a la cabeza de la política, para que, en el campo de la política, se jueguen otras palabras. Lo expresa de modo claro en «Lituratierra», cuando escribe: «Que el síntoma instituya el orden en el que se revela nuestra política implica, por otro lado, que todo lo que se articula de ese orden sea pasible de interpretación. Por ello tienen mucha razón al colocar al psicoanálisis a la cabeza de la política. Y esto podría no ser del todo tranquilizador para lo que hasta aquí se destacó como política, si el psicoanálisis se demostrase al respecto advertido. Bastaría quizá, uno se dice eso probablemente, que sacásemos de la escritura otro partido que el de tribuna o tribunal, para que se jueguen allí otras palabras que nos brindaran su tributo».[9]
Un analista encuentra en el síntoma cómo el sujeto y la civilización se las arreglan con lo real. Por eso, el psicoanalista ciudadano debe aportar su interpretación en los debates de la época sin ampararse en ninguna extraterritorialidad. Los textos que siguen son una muestra de mi intento en este sentido. Abarcan un periodo que va desde el año 2000 al 2022. Se recogen, con apenas modificaciones, tal como fueron publicados o escritos.
Para mí supuso un efecto de sorpresa comprobar, al releer los textos, como algunos de los fenómenos más actuales (por ejemplo, la pretensión de autodesignación del sujeto contemporáneo) se vienen afianzando desde hace décadas. También verificar como esos fenómenos civilizatorios fueron adelantados por Lacan, en muchas ocasiones, hace más de cincuenta años. Espero que ese efecto de sorpresa pueda ser compartido por los lectores.
Yo sé bien que la infancia no es un paraíso. Lo supe desde siempre, desde que la neurosis hizo su temprana presencia en mi vida, a los cuatro años, bajo la forma de una fobia a las figuras de autoridad. Salí rápido de esta fobia: me convertí en un obsesivo. Así viví parasitado, durante muchos años, por un síntoma muy consistente, relacionado con el sentimiento de ilegitimidad de mi origen. Este síntoma, alimentado por un superyó feroz, me abocaba a la búsqueda compulsiva de reconocimiento, aquel que no había obtenido del padre, y me obligaba a los mayores esfuerzos en la búsqueda de garantizar mi inscripción civil.
Si del lado paterno se arrastraba el no reconocimiento como deuda-culpa, la presencia poderosa de una abuela analfabeta, y sus dichos, me llevaron a tejer una ficción de gloria familiar perdida. Esto me permitió articular un deseo a la falta. La vivencia culposa de su analfabetismo hacía que mi abuela me repitiera sin cesar: «No pases nunca esta vergüenza». Al mismo tiempo mi madre, emigrante en Latinoamérica, me enviaba baúles llenos de libros. El niño, que vivía con su abuela analfabeta, leía todo lo que caía en sus manos y era un alumno destacado en el Instituto de Enseñanza Secundaria. Pero todo esto se hacía bajo la forma de la sumisión absoluta a la demanda del Otro y del sentimiento del deber en su versión más neurótica.
Con ese mismo sentimiento sacrificial del deber entregué mi juventud, y el comienzo de mi vida adulta, a la militancia política. A punto de comenzar mis estudios universitarios, un buen amigo me regaló, por mi cumpleaños, El yo y el ello. La lectura de esta obra de Freud supuso para mí una subversión del pensamiento. Una luz sobre lo más íntimo de mi vida-sufrimiento.
Decidí estudiar psicología buscando, en el saber académico, una solución a mi neurosis. Al terminar la carrera, inicié una práctica basada en las enseñanzas de la facultad que, enseguida, se reveló profundamente insatisfactoria. Fue entonces cuando otro amigo me habló de un grupo de estudios psicoanalíticos que se reunía para hacer cursos de formación. Al poco tiempo de integrarme en el grupo de estudios, comencé mi primer psicoanálisis personal, que duró tres años. Tuvo efectos terapéuticos: alivió mi rumiación obsesiva y me permitió salir de la procrastinación. Pero mi primer psicoanalista, que fue miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA, por sus siglas en inglés), con sus interpretaciones de sentido, no me permitía avanzar hacia el hueso de mi análisis e ir más allá del padre.
Di por terminado ese análisis para iniciar otro en París, que se prolongó durante doce años hasta su conclusión. Esta experiencia transformó mi vida. Llegué a este análisis con los libros debajo del brazo. Tenía veintiocho años, pero ya había escrito algunas cosas. El desinterés inicial del analista, cuando le mostraba mi nombre en letra impresa, permitió hacer caer la demanda de reconocimiento y vislumbrar la dimensión del goce, oculto bajo los ideales.
Una sola frase, subrayada por el analista al principio del análisis, me permitió acceder a mi verdadera filiación y aislar el auténtico deseo que me había convocado a este mundo. Esta interpretación inolvidable tuvo como consecuencia la desaparición inmediata, y para siempre, del síntoma obsesivo que me había acompañado toda la vida. Ese efecto terapéutico, por sí solo, hubiera justificado la empresa.
Pero era posible ir más allá. La construcción, en tres tiempos, del fantasma fundamental me dejó aclarar la lógica de mi vida amorosa y el goce que extraía de mi fantasma, único modo de goce a mi alcance hasta entonces. En ese momento, creí haber terminado mi análisis. Pero la insistencia del analista, indicándome que la zona final es una zona por recorrer, me llevó a acceder a una experiencia inédita de la asociación libre. Así pude producir un significante nuevo, aquel que la repetición velaba, y poner límite a la interpretación del inconsciente. Este significante es una respuesta que no ignora la castración. Supone la revelación de lo más íntimo del ser y no llama a la asociación libre, solo permite el consentimiento a una forma de gozar y estar en el mundo. La sorpresa fue comprobar que, en esta palabra conclusiva, estaba incluido el rasgo que yo le había atribuido al analista y que me hizo posible elegirlo. El significante cualquiera de la transferencia, la causa de mi elección, se me revelaba como lo más real de mi propio ser e hizo que la separación se impusiera: ya no podía ser más analizante.
Este significante nuevo estuvo ahí desde siempre, a la espera, solo me quedaba vivirlo como lo más real de mí mismo, como mi nombre-síntoma. Síntoma, ya liberado del conflicto neurótico, que me permitía vivir la pulsión sin la hipoteca del fantasma. Así fue posible para mí pasar del deber ser a consentir a ser: soy lo que hago. Este fue el recorrido de mi análisis que me dejó llevar una vida más digna y liberada del sufrimiento neurótico. Yo puedo decir que el psicoanálisis cura la neurosis.
Ahora, desde la posición de psicoanalista, estoy disponible para facilitar que otros puedan hacer la experiencia de su inconsciente. En el plano político, mi síntoma me permite responder bien al trabajo de extensión y puesta en valor del psicoanálisis. Para eso, debo admitirlo, mi síntoma me viene como anillo al dedo.
La clínica enseña que, a diferencia del eclecticismo de que hace gala el sujeto actual, el síntoma no es ecléctico. El síntoma le impide al sujeto ser ecléctico, porque en el síntoma el sujeto no tiene esa opción, ya que el síntoma es una orientación, una orientación determinada. Esto significa que el sujeto no tiene más que una opción respecto al goce, no tiene más que una manera de hacer con el goce. Por eso, al decir una orientación determinada, decimos singular, y decimos que no hay posibilidad de elegir otra forma de goce porque el síntoma es ya su elección. En el síntoma, el sujeto no es ecléctico. Y, por no serlo, en el síntoma el sujeto es «políticamente incorrecto» porque su rigidez no admite componendas con el Otro.
Por eso un analista que se pretenda heredero de Freud y de Lacan no debería estar mal situado en relación con su política, porque encuentra en el síntoma el modo en que el sujeto se las arregla con lo real, que el privilegio dado actualmente a los semblantes pretende anular. Quizá por ello, cada vez más, las falsas ciencias están empeñadas en hacer desaparecer el síntoma, pulverizando las estructuras y proscribiendo hasta los nombres de la gran clínica.
Frente a las actuales políticas del síntoma, basadas en la banalización de la castración, el síntoma es fuente de aprendizaje para el analista: de ahí puede aprender cómo el sujeto ha hecho frente a la emergencia de lo real del goce, cómo ha cifrado ese goce, y cómo, para ello, ha recurrido al Otro para darle un sentido. El cifrado del síntoma es el nombre que tiene en cada sujeto la política del goce.
Pero ¿puede el síntoma servir para pensar la política como tal? Dicho de otra manera, ¿lo singular del síntoma es conjugable con lo público de la política? Y, previamente, ¿qué es la política? Y, más concretamente, ¿qué sería la política con relación al síntoma? Es más, si decimos que los síntomas cambian, ¿podemos seguir aceptando que la política permanece siendo la misma en un mundo donde todo parece obligado a cambiar con los tiempos?
Pues bien, si somos capaces de ver detrás de la gestión y la administración, o sea detrás de la rutina política, el malestar de los sujetos como eso a lo que se confronta la política, nos vemos abocados a confrontarnos al lazo social como el blanco de la política. En efecto, ese fue el interés más propiamente político desde los antiguos. Tomemos como confirmación de ello una frase de Lacan: «Lo que Sócrates pone de relieve es, exactamente, que no hay episteme de la virtud y, muy precisamente, de lo que conforma la virtud esencial —tanto para nosotros como para los Antiguos—, la virtud política, por la cual los ciudadanos se encuentran ligados en un cuerpo».[10]
El cuerpo al que se refiere la cita es el cuerpo social, establecido mediante el vínculo, el lazo social, respecto al que la sorpresa para el analista no es que haya desajustes, desarreglos, sino que sea posible el vínculo, porque no hay nada más irrenunciable para el sujeto que el goce que constituye su identidad. No es que esa irrenunciabilidad se traduzca en que el sujeto quede obligatoriamente fuera del vínculo, sino que lo que es obligado es que el sujeto lleve al vínculo su propio goce; ya veremos lo que esto supone.
El lazo social fue abordado por Lacan mediante su concepto de discurso. Pero entonces, ¿cómo coordinar el lazo social con el síntoma? Sencillamente diciendo, y esto solo lo puede sostener y demostrar el psicoanálisis, que no hay lazo social por fuera del síntoma, o sea, que no hay otra manera de vincularse más que por el síntoma —periclitado el amor al prójimo como vínculo cristiano y después de la tolerancia social como ideal—. Es lo que J.-A. Miller dice de una manera taxativa: «No me parece difícil la pregunta ¿qué constituye el lazo social en su conexión con el síntoma? La resuelvo suprimiendo la conexión. Considero que el lazo social es el síntoma». Y añade: «En el sentido de lo que llamaba partenaire-síntoma, si se plantea una exterioridad entre el lazo social y el síntoma, nunca se saldrá de allí. Hay que cortar y decir: el lazo social es el síntoma».[11] No se trata de que sea el Eros el que vincula, como afirma Marcuse, se trata del Eros sintomatizado, como afirma el psicoanálisis; claro que no tendríamos ninguna objeción que hacer a Herbert Marcuse si aceptamos que decir Eros es decir síntoma, pero eso no está en Marcuse.
Pero ¿no sería «humano» soñar con la desaparición del malestar mediante la reforma de lo social? Sí, sería humano, pero quizá «demasiado humano», como diría Nietzsche, solo que ese sueño no entra en los sueños freudianos, porque ese sueño no es más que ilusión, mientras que el síntoma es necesario. Como subraya J.-A. Miller: «En nuestra especie lo necesario —lo que no deja de escribirse, como dice Lacan— se escribe bajo la forma del síntoma, o sea, que no hay ninguna relación, no hay ningún vínculo susceptible de establecerse entre dos seres de esta especie, que no pase por la vía del síntoma».[12] El lazo social no puede sino contar con el goce —no hay lazo limpio de goce— y soñar con un vínculo organizado de tal manera que excluyera el malestar es una ilusión sostenida en nada, porque el síntoma es necesario, las reformas, fueren las que fueren, chocan con este punto imposible de eliminar, el del goce que hace síntoma, en el sujeto y en lo social, y, por ello, toda reforma será utopía si piensa desterrar el goce que obstaculiza la marcha de las sociedades. Y no creemos que la política actual vaya contra ello sino a su favor, a favor del goce, pues entendemos que las mejoras sociales suponen con frecuencia una alianza con lo que Freud llamó los beneficios primarios de su posición de goce. En el caso de los «enfermos del malestar social», las mejoras materiales a ellos encaminadas tapan ese beneficio de goce, con lo que cada vez más estos sujetos se confrontan a un Otro del poder que les paga el pan y les bendice el goce.
Estas reformas se encuentran ahora con una dificultad añadida porque bajo el acápite de «estado social de derecho» se deslizan prebendas que no son otra cosa que astucias del goce, pequeñas y no tan pequeñas, pillerías de listillos que hacen de los derechos coartada para su peculio. Es la nefanda alianza de la nueva política con los goces rentables.
J.-A. Miller ha articulado los textos de Freud: Psicología de las masas y análisis del yo y El malestar en la cultura, el segundo como reescritura del primero.[13] Sería posible, actualmente, pensar en un único texto cuyo título fuese «Malestar de las masas» porque, a pesar de todas las mejoras sociales, el malestar crece, y nos atrevemos a decir que crece a medida que el goce aumenta. Cada vez más el problema para la política no es ni la atención a las necesidades, ni la permisión de los goces, sino su articulación. Y esta es la cuestión que queremos subrayar: si los nuevos sujetos solo tienen el goce para salir de su homologación desubjetivante, ¿no está la nueva política prometida a destinar cada vez más recursos para tratar de articular los goces?
Cada vez más, cae la ilusión de que la tolerancia democrática permitiría articular los goces armónicamente. Cada vez más, cae el sueño de creer que se habla la misma lengua —es la cuestión de partidos, sindicatos, de grupos en general, por no hablar de naciones— y, cada vez más, la nueva política, si tal hay, se encuentra confrontada a una babelia de los goces.
La democracia mata al padre, y se tuvo el sueño, ya denunciado por Freud en Tótem y tabú, que, muerto el padre, todos seríamos iguales —es el sentido igualitarista de las democracias—. Solo que ese igualitarismo a ultranza no va sin la exclusión del Uno diferente.
En su texto El malestar en la cultura, Freud pudo decir «Lo que se inició con el padre, continuaría con las masas». Dicho de otra manera: las masas son la prosecución del padre, conservando así la necesidad de una figura que prohíbe, que incide sobre el goce. El padre al que nos referimos no es el padre pacífico y pacificante del Edipo, sino el padre de la horda primitiva, ese padre muerto, amo del goce, y al que los hijos matan en la creencia de que tras su muerte accederán a sus mujeres, las del padre. Y Lacan aclara: muerto el padre, un goce se vuelve imposible. Nuestra pregunta respetuosa es: ¿qué goce? ¿Es que acaso no vemos que los nuevos sujetos, sujetos postinterdicción, no son capaces o no quieren aceptar un freno para su goce?
Estos sujetos son sujetos del rechazo del Uno de la excepción, todos iguales, incluido el Uno del poder, o sea, el presidente igual que el último de los ciudadanos. Es el actual igualitarismo, propio del delirio democrático, que forcluye las diferencias y apuesta por un nuevo narcisismo más feroz que el conocido porque se sostiene en el goce.
J.-A. Miller desarrolló las consecuencias lógicas del empuje democrático al Uno en su curso que lleva por título De la naturaleza de los semblantes.[14] La primera sería la de fundar la democracia en el post mortem del padre. El padre mítico de la horda, ese padre al que se acaba matando. Su eliminación da origen al todos iguales. Pero, «el régimen del todos iguales no solo no escapa al régimen edípico, sino que, hablando con propiedad, lo constituye».[15] Y es con esto, con el semblante del padre, cuando la clínica pasa a la política. Dos figuras encarnan este edipismo político: el normativista Hans Kelsen, al que se le ha opuesto Carl Schmitt, el decisionista.
Para Kelsen, el Estado se debe limitar a administrar: sería el S2 en el lugar del Uno. Por el contrario, C. Schmitt era partidario de al-menos-uno, no como todos, y de ahí que a su posición política se le haya llamado decisionista, por oposición al normativismo kelseniano. Mientras que para Kelsen el Estado es un administrador, para Schmitt, lo importante es la decisión, aquella que viene al lugar y momento del agotamiento o inexistencia de las normas, allí cuando el derecho no responde. A la pregunta: ¿quién responde en la situación excepcional?, Schmitt contesta: el soberano, un soberano que queda legitimado por eso mismo, aunque su situación no fuese legal. El soberano, el uno-no-como-los-demás, encontraría su legitimidad en la situación que no es como las demás: la excepción del soberano, el soberano como excepción, encuentra su legitimidad en la excepción a la que él responde. Por tanto, a situación excepcional, gobernante excepcional, lo que no deja de recordarnos a los antiguos tiranos romanos, salvo que esta tiranía no se iguala a lo que actualmente se entiende por tal, ya que el senatus consultum ultimum, con el que el Senado romano, en momentos críticos, confería poderes dictatoriales a los cónsules, rezaba así: «Que los cónsules velen para que el Estado no sufra daño alguno».
La segunda consecuencia sería que cuando se acentúa el todos iguales, se obtiene el amo, un amo verdadero. Es lo que podría ocurrir en nuestra Europa administrativa que, como espacio liberal, imagina poder despolitizar la vida de los grupos: más se refuerza la norma, más se pagará el precio del retorno del amo, debido a «[...] la solidaridad entre la homogeneidad, la completa homogeneización, y el surgimiento de lo heterogéneo bajo la forma, si me permiten, de una excepción compacta».[16]
Sin olvidar las posibles derivaciones políticas de la posición de C. Schmitt, que fue el padre de la Constitución de Weimar, lo que nos parece destacable es que, para Schmitt, la excepción es más interesante que la norma, y que lo político reside en lo inconmensurable. Esto nos parece esencial en tanto lo inconmensurable es un nombre de lo real, y en tanto, lo inconmensurable, es el campo propio del psicoanálisis.
Este error es el error de la Aufklärung, dice J.-A. Miller, que «[...] está ciega por el odio a la excepción que caracteriza el reino de la razón».[17] Un error que consiste, pues, en no hacer la excepción y apostar por el régimen de lo «uniano» que quiere a todos semejantes. Por ello, mejor sería funcionar con que todos los casos son diferentes, con el «menos-uno» o el «más-uno». Si el Uno de la excepción es borrado, esto no es sin otra consecuencia, la que vio A. de Tocqueville cuando, en su célebre obra La democracia en América (1835-1840), escribió: «Se comienza demasiado pronto a educar a la juventud con vistas a acostumbrarla a las grandes aglomeraciones. De ello va a resultar que las gentes se pondrán a llorar cuando no sea, por lo menos, un centenar».[18] Tocqueville apunta, en su análisis de la democracia americana —ya en la primera mitad del siglo XIX—, a la emergencia de un sujeto que solo ansía ser uno más, sacrificando su singularidad. Igualmente, sostiene que la opinión pública tiende hacia la tiranía y que el gobierno de la mayoría podía ser tan opresivo como el gobierno de un déspota.
Sin embargo, no es tan seguro que se pueda decir que el empuje igualitario acaba con la singularidad, sino que más bien nos parece que hay una dialéctica entre lo común y lo diferente, lo universal y lo singular, entre el «todos» y el «al menos uno». El empuje a lo «uniano» no va sin la respuesta del lado de lo singular, pero lo que nos parece interesante es ver cuál es la respuesta propiciada a la búsqueda de la singularidad en este momento de tecno-capitalismo. Evidentemente si lo simbólico, el discurso, las ficciones, se vuelven más y más similares, uniformes, las respuestas singulares vienen por el lado del goce. El amo nos quiere anónimos, pero el sujeto no renuncia a su nombre, pero lo que se observa es que ese nombre identitario es un joint de imaginario —cada día más uniformemente diverso— y de goce —cada día vuelto más el recurso separador frente al Otro—. O sea, es por el goce que los sujetos actuales intentan salir del anonimato, con su correlato de extravío y de caída en lo obsceno de la mostración impúdica de esos goces en una irresistible ascensión de la privacidad.
A ese binario, Lacan opone el lado femenino, la serie, la enumeración, lo múltiple, que no hace un todo y que exige o conlleva la verificación de cada uno, tal como dice J.-A. Miller.[19] Este es uno de los problemas de la política: que el sujeto no quiere ser medido con ninguna Ley, porque es la Ley la que está impugnada en cuanto tal, y con ello el Otro como lugar de la Ley.
Entonces, ¿es que ya no hay más padre? ¿No hay ya más el Uno de la excepción? Nada es menos cierto porque el Uno es de estructura, y la pregunta es: si se anula aquel Uno, ¿dónde resurgiría? En la masa, en el Uno de la masa, y J.-A. Miller dice que si hay un Uno actualmente, este sería el de la opinión pública, «non titulo, sed exercitio talis», no por denominación sino por ejercicio, convirtiéndose la masa en el nuevo tirano, en la nueva tiranía sostenida por cada uno de los ciudadanos, lo que la hace más incuestionable; consúltese a este respecto a Ortega cuando en su obra sobre las masas certifica «el brutal imperio de las masas»,[20] y aún más asertivamente cuando afirma: «La masa dice “El estado soy yo”, lo cual es un perfecto error... Pero el caso es que, el hombre masa cree que él es el Estado, y tenderá cada vez más... a aplastar con él toda minoría perturbadora que lo perturbe —que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria»—.[21] En este sentido, el Uno de la opinión pública es más aplastante que el Uno de los viejos absolutismos.
Esta opinión pública a la que nos referimos tiene la misma función que antes tenía el poder: ahogar la diferencia, la excepción, pero lo que ha cambiado es la naturaleza de la excepción que no se consiente: antes era el sujeto «extraño», «raro», tal como lo señala B. Russell, refiriéndose al poder opresivo de la opinión en los pueblos o comunidades más o menos pequeñas,[22]