Te escribo una carta en mi cabeza - Isabel Coixet - E-Book

Te escribo una carta en mi cabeza E-Book

Isabel Coixet

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"A sus tres años Isabel Coixet aprendió una lección: la pantalla y la vida son dos mundos que colindan aunque no se comuniquen. De ese temprano aprendizaje proceden los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza. Porque podríamos decir que la niña crece, pero algo –o mucho– queda de ella, siempre alerta, sentada en esa butaca que ya nunca abandonará y desde ahí, todo oídos, los ojos bien abiertos, atraviesa la realidad de la mano de las cartas que le va escribiendo. Enamorarse del mundo tiene que ver con una renovada capacidad de sentir asombro, y es ese estado de permanente curiosidad el que hilvana estos textos en los que Coixet comparte su búsqueda de la singularidad –a veces llamada belleza– y la encuentra en las cosas aparentemente más corrientes: una buena comida, los cafés pendientes, su amor por las gafas, el vestido rosa de Greta Garbo, o la lluvia, que ya no es como la de antes. Son, pues, estos textos algo así como contraindicaciones, una invitación a cambiar de opinión, alejándonos de lo rotundo y del espejismo de las seguridades". _ Laura Ferrero

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© Círculo de Tiza

© Del texto: Isabel Coixet

© Del prólogo: Laura Ferrero

© De la fotografía de la autora: Zoe Sala Coixet

© De la ilustración: Isabel Coixet

Primera edición: abril 2024

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: Alberto Honrado

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-127906-9-6E-ISBN:  978-84-127906-0-3

Depósito legal: M-10560-2024

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

Para Zoe,

con amor, devoción, patatas y esperanza.

Índice

Un prólogo para alguien que odia los prólogos

I. Detrás de la pantalla

Abraza la niebla

A los que aman

Cinco películas

Creadores, showrunners y demás fauna

De qué no hablo cuando hablo de comedia

Veinte lecciones de cine

El arte de dejar de escribir

El cine lo vio antes

El exorcista

En la habitación de Ava

El vestido rosa de Greta Garbo

El otro lado de la esperanza

Holy Spider

Murakami haciendo desaparecer el elefante

Paraguas, calcetines, gafas

Qué significa hoy ser director de cine

La gavina y el barco

La mancha humana

La zona de interés

Lotería

Los humanos

Los monstruos sagrados no existen

No hay que exagerar con la verdad

Películas que me hubiera gustado rodar

Teloneros

El triángulo de la tristeza

Un amor en imágenes

Un amor

El cine y otras causas perdidas

Vanessa

II. Las protagonistas

A mi hija

Ada Blackjack, la tímida valiente

Ahora soy Medea

Callar

¿Cómo son de verdad las personas?

Consentimiento

Corre, Tristán

Cupido es un cabrón

Déjennos ser malas

Días sin Nuria

El espacio que no ocupas

El miedo inútil

El museo de las relaciones rotas

El suicidio y el canto

Dolores

Gaslighting o el arte de silenciar

La cara oculta del consentimiento

La mano dorada

La mujer del abrigo púrpura

La mujer que desayuna con agua

Las malditas gafas de Lolita

Los diarios de Jane B

Lavar el coche

Madame Nadie

Marguerite Duras cosiendo retales

Maternidades

Mazel Tov, Shoshanna Viaje al lugar más pobre de Norteamérica

Mi madre, la incombustible

Nat, la odiada

No decir ¿te acuerdas?

No pongas tus sucias manos sobre Jodie Foster

Olvidar es sano

¿Por qué eres tan guapa?

Soy melancólica

Sobrevivir

Te escribo una carta en mi cabeza

Una quieta desesperación

Victoria y la corona británica

III. El guión

Alguien debería prohibir los domingos por la tarde

Autoidentificación o fraude

Bailad sobre mí

Benidorm no se acaba nunca

Cansinamiento

Cisnes de toalla

Comer de lujo (tranquilo)

Conectados y solos

Cosas que nunca te dije sobre Tokio

Cuatro cosas

De vuelta

Días sin huella

El mundo según los romanos

El porqué de los suspiros

En esos momentos

Esquela

Excusas

La librera infiltrada

La muerte en directo

La peligrosa inutilidad de los gestos

La rareza de lo normal

La realidad sándwich

La vida del cementerio

Levantarse o caer

Libros usados

Lo que más me gusta de los vampiros

Los días chicle

Lugares comunes

¿Me subes el brillo?

Mercado de sueños

Mi aspiradora me mira raro

Molinos de viento

No soy un robot… creo

Pastor de cabras viejas

Pistolas de agua

Portátil

Romper el tiempo

Setecientos millones de parpadeos

Tímida defensa de la química

Todo el mundo es un museo

Todo va a salir bien

Tóxico no es un sinónimo

Tres caras (o mil) de Japón

Tres pies al gato

Una velada francesa y campestre

Un toro es un toro es un toro

Vladivostok

Vuelve el Grinch

Ya están ahí

Ya no llueve como antes

¿Y qué pensaría Martin Luther King?

IV. Bonus track

Sonora

Un prólogo para alguien que odia los prólogos

A Isabel Coixet no le gusta la lana que pica. Su aversión a esa textura áspera procede, creo, de una tarde en la oscuridad de una sala de cine. De la primera tarde de cine, de ese momento fundacional en el que una niña de tres años –pelo corto, leotardos de lana que pica, abrigo de paño, caramelos Darlins de limón– arranca a llorar. Y no llora por la lana, o no solo, sino porque en la pantalla, Pinocho es engullido por una ballena y ella cree, desde esa anónima butaca, que podrá impedirlo. Por eso, a pesar de que sus padres intentan convencerla de que no ocurrirá nada –quizás le susurren el consabido “hija, que es una película”– ella no ceja en su empeño. Imagino que piensa que sus gritos serán útiles para disuadir a la ballena de comerse a Pinocho, pero para lo que resultan verdaderamente útiles es para que el acomodador invite a la familia a abandonar la sala. Sin embargo, al día siguiente, tenaz, convence a sus padres para que la lleven de nuevo a ver la historia de ese abuelo solitario llamado Gepetto que se inventa a un nieto para poder seguir agarrándose a la vida. Entonces, cuando aparece la ballena, la niña ya no grita. Aprieta con fuerza los puños. A sus tres años, ha aprendido una lección: la pantalla y la vida son dos mundos que colindan aunque no se comuniquen.

De ese temprano aprendizaje, pero también de la amenaza de la ballena y de la incomodidad de los leotardos de lana, proceden los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza, una selección de artículos de Isabel Coixet, la mayor parte de ellos aparecidos en XL Semanal, al que se suman algunos inéditos. Porque podríamos decir que la niña crece, pero algo –o mucho– queda de ella, siempre alerta, sentada en esa butaca que ya nunca abandonará y desde ahí, todo oídos, los ojos bien abiertos, atraviesa la realidad de la mano de las cartas que le va escribiendo. Esas cartas a veces se disfrazan de artículos, de columnas, aunque en ocasiones, la mayoría, toman forma de película y así, habita su filmografía un infinito amor por las posibilidades de la palabra. Cuenta Isabel Coixet en ‘El arte de dejar de escribir’, una de las columnas aquí comprendidas, que Marcel Broodthaers, poeta belga, amigo de Rene Magritte abandonó la escritura, convencido de que el abismo entre “hacer, decir y contar” era infranqueable. En 1964, llegó a la conclusión de que el lenguaje no tenía sentido, que era únicamente una máscara, un envoltorio, puro vacío. Coixet sabe que los fundamentos de la realidad hunden sus raíces en el no, en lo que casi, en aquello que después de todo no llegó a suceder. Justamente por esa razón, además de las cartas que escribe se encuentran aquellas que habitan los márgenes y se escriben en la cabeza, como si su vida estuviera marcada por una incesante pugna por esclarecer la verdad oculta de las cosas, que se escinde a menudo entre lo que no se ve, lo que no se dice y lo que no se explica.

Enamorarse del mundo tiene que ver con una renovada capacidad de sentir asombro, y es ese estado de permanente curiosidad el que hilvana estos textos en los que Coixet comparte su búsqueda de la singularidad –a veces llamada belleza– y la encuentra en las cosas aparentemente más corrientes: una buena comida, los cisnes de toalla sobre la colcha del hotel, los cafés pendientes, su amor por las gafas, el vestido rosa de Greta Garbo, la lluvia, que ya no es como la de antes, o en calcetines de lunares que alguien querido le regaló. También aquí se cuelan nostalgias, homenajes a los que amó y perdió, faros como es la impronta luminosa de Victoria, su madre, o la constante mirada hacia su hija, y son todos estos los elementos que componen algo así como un territorio en el que es preciso adentrarse sin guías o instrucciones que valgan. Porque las instrucciones, bien lo sabe Isabel Coixet, se encogen, caducan.

En la columna ‘La rareza de lo normal’ recuerda que una vez, en un hotel, le ocurrió que no supo llegar a su habitación a pesar de seguir las indicaciones dispuestas en los pasillos. Arrastraba su maleta, volviendo sobre sus pasos una y otra vez. Pero no hubo manera. Una camarera la sacó del apuro desvelándole el secreto: esas indicaciones no servían ya. Recientemente se había renovado el hotel y la señalización antigua conducía a habitaciones que no existían. Valga esta anécdota como recordatorio de la falibilidad de las indicaciones, de la inutilidad de las instrucciones y recetas. Además, luego, en la vida, no suele aparecer una magnánima camarera que nos recuerda que aquello que antes servía ha dejado de hacerlo ya. Son, pues, estos textos algo así como contraindicaciones, una invitación a cambiar de opinión, alejándonos de lo rotundo y del espejismo de las seguridades. Escribe en ‘Lugares comunes’: “Me sorprende siempre la vehemencia de muchas personas que son capaces de articular opiniones rotundas, sin vacilaciones. Yo, la vehemencia, la reservo para esas cosas de las que estoy absolutamente segura: alabar la calidad de unas anchoas que están en el punto justo de sal, la belleza de los vencejos cruzando el cielo en escuadrón, las notas de una melodía que me retrotraen a otro momento y otro tiempo, cómo la singular armonía de un rastro evoca un retrato menor de Rembrandt. Y pocas cosas mas. Y aún ésas pueden cambiar. Como Groucho Marx, estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”. Por decirlo de algún modo, sus únicas seguridades, y las que pueblan estos textos, son las no-seguridades. Y a estas las acompañan, claro, algunos amores inquebrantables. Agnès Varda es uno de ellos.

Agnès Varda murió en 2019 y yo me la encontré dos años después, en 2021, en la oficina de Isabel Coixet. Al entrar, después de encender los farolillos rojos que cuelgan del techo, me quedé petrificada: detrás de la columna de la planta de arriba sobresalía una manga de chándal azul. Me detuve al pie de la escalera, sin atreverme a hacer ruido, y fui moviéndome hasta obtener un mejor ángulo de visión. Entonces me eché a reír. Era ella: pelo corto tipo tazón, bicolor – rojizo con una franja blanca que partía de la raíz–, sonrisa pícara. Agnès Varda. Seguí riendo. Isabel Coixet había comprado una figura de cartón a tamaño real de la cineasta belga y, no contenta con aquel primer susto que me dio, en los días sucesivos, como en un juego, la fue moviendo por distintos lugares de la oficina, desplazándola hasta los rincones menos obvios. Así que me sorprendía, día a día, tratando de imaginar en qué sitio amanecería Agnès. Fue así como me acostumbré a trabajar bajo la mirada de las dos, de Isabel y Agnès, hasta que llegó un punto en que no las distinguía, que eran casi la misma persona.

Cuando veo a Isabel Coixet, si llevo un jersey de lana y ella sospecha que pica, lo mira de reojo, desconfiada, y entonces regreso a esa niña que sigue en la butaca del cine. Esa niña que juega, sigue jugando, que ha empezado ya, aunque no lo sepa aún, a escribir cartas llenas de posibilidades, de hipótesis, de deseos. En ellas se cuela el quizás, el tal vez. Porque de lo único que podemos estar seguros al navegar la filmografía de Isabel Coixet o los textos comprendidos en Te escribo una carta en mi cabeza es de que existe el misterio y hacia él hay que caminar. Pero no para entenderlo, solo para abrazarlo.

Laura Ferrero

Barcelona, abril 2024

I. Detrás de la pantalla

Abraza la niebla

Cosas que me hubiera gustado que alguien me contara antes de empezar en el cine (y en la vida)

Muchísimas gracias a todas y a todos los que habéis decidido premiarme, a todos los que estáis aquí enmascarados, a los que no habéis podido venir, a los que por alguna razón que se me escapa habéis creído en mí siempre, tenéis mi eterna gratitud. Soy de esas personas imposibles que cuando no les dan un premio piensan que no se lo merecen, y cuando se lo dan, también.

Me gustaría pronunciar unas palabras dedicadas a las personas que quieren hacer lo que yo hago. Voy a invertir el premio en echarles una mano y estaría bien que, antes de nada, escucharan las cosas que me hubiera gustado que alguien me contara cuando empecé.

1/ Pregúntate por qué quieres hacer cine. ¿Querías ser pediatra y no sacaste bastante nota? ¿No eres un lince en matemáticas y crees que el cine será más fácil? ¿Te gustan las sillas de lona con tu nombre? ¿Piensas que las sillas de lona con tu nombre son cómodas? ¿Crees que si te sientas en una de esas sillas de repente todo el mundo te va a hacer caso? ¿Te han dicho que ligarás más? Si has contestado sí a alguna de estas preguntas, olvídate del cine y dedícate a otra cosa. Las granjas de pollos siempre necesitarán sexadores. Y los chihuahuas, veterinarios, algo que a mí me hubiera gustado ser. Veterinaria digo, no chihuahua.

2/ Lee, pregunta, escucha, observa, mira. Y observa. Y observa. Y escucha. Y fíjate. Observa la sonrisa forzada de una anciana en el autobús cuando te agradece que le cedas el asiento. El gesto furtivo de un niño que se tira de las mangas del jersey que le pica y que una tía bienintencionada le ha regalado. Una pareja silenciosa en un café que se aferra a los planes con amigos para seguir juntos. Y en el camarero, angustiado por llegar a fin de mes, que les trae un cortado que no pidieron.

Y cierra los ojos y en el pequeño cine de tu cabeza proyéctate el temblor en las manos de esa anciana, la exasperación del niño, la pasión desigual de la pareja, el sol deslumbrante reflejado en la cucharilla del cortado. Tienes derecho a inspirarte en todas esas cosas. Pero también si te vas a las quimbambas a hacer un documental sobre una tribu de cuya existencia nadie sabía nada o te inventas un planeta de dinosaurios zombis. Aunque antes, créeme, fíjate de verdad en cómo la vida se desenvuelve ante ti. Porque eso te servirá para rodar a tus amigos y conocidos o para filmar a la tribu que nunca ha visto a alguien como tú. O a los dinosaurios zombis. Eres una cámara. No le tengas nunca miedo a la cámara. Haz de ella tu prolongación. O haz de ti la suya. Construye incesantemente tu punto de vista. Viendo cine, leyendo, soñando, yendo a espectáculos de danza o entrando en un bar y escuchando a los parroquianos que comen anchoas mientras interpelan al televisor.

3/ No pierdas el tiempo en criticar a los que están consiguiendo tu sueño antes que tú, no pierdas el tiempo en quejarte de lo difícil que es todo, en maldecir a los que no te contestan llamadas, e-mails, preguntas y ruegos. Quieres dirigir películas; en ningún lugar está escrito que fuera fácil, asúmelo. Cada segundo que pierdes en alimentar tu rencor te aleja de tu objetivo. Créeme: he pasado por ahí. He estado en ese limbo que no lleva a ningún sitio. Abandónalo cuanto antes. Ponte las pilas. Y si no te las pones, no te quejes. O quéjate sin que nadie te vea.

4/ Festivales de cine: otra trampa. A pocos metros de aquí hay una cafetería en la que hace treinta años exactamente, una mañana como hoy, me senté con los periódicos que destrozaban mi primera película. Cada crítica era más sangrienta que la anterior. Estuve horas en esa cafetería en shock. Pasaron siete años hasta que pude dirigir la segunda. Y aún hoy al venir aquí y pasar por delante de ella no he podido evitar un escalofrío. Me hubiera gustado decirle a esa chica que se deshidrató llorando en la terraza que los festivales de cine, además de lugares donde descubrir películas, son las plazas de toros donde torean los egos de los directores, de los productores, de los actores y de los directores de festivales. Cuanto más elitistas, más arbitrarios. Así que si tienes un ego pequeño y frágil, como yo, tarde o temprano sufrirás. No es el fin del mundo, créeme. Escuece, pero nada que sumergirte en un nuevo proyecto no pueda curar. No te va a querer todo el mundo: grábate eso en la cabeza. Tatúatelo si hace falta.

5/ Respeta a todos los miembros del equipo, desde el meritorio hasta los que se ocupan del catering. Todos están ahí para que tú puedas realizar tu sueño. Sé agradecido. No menosprecies la opinión de nadie ni emitas órdenes arbitrarias solo para demostrar quién manda. Un set de rodaje no es un lugar para volcar tus frustraciones. Ven llorado, meado y psicoanalizado de casa.

6/ Que dirijas películas no quiere decir que seas un oráculo sobre política o historia o ética. Te preguntarán cosas de las que a veces no tienes ni idea o de las que ni siquiera te has formado una opinión. No tengas nunca miedo a decir lo que piensas o a decir que no sabes qué pensar. Los directores no somos gurús ni políticos ni mesías ni epidemiólogos ni politólogos. Tu discurso está en lo que haces. Tus películas, lo quieras o no, serán siempre productos de la historia, la política y la ética. Del mundo en el que te has criado. De tu mirada sobre él: sea amable, dura, rabiosa o inquisitiva.

Y, como dijo uno de mis personajes, “entenderlo todo hace a la mente perezosa”.

7/ Dirigir actores: algo por lo que siempre me preguntan. Para mí es fácil porque me enamoro de ellos. Así de simple. Si no te gustan los actores, si les temes, o son para ti un obstáculo inevitable, reconsidera lo de todos los pollos que necesitan sexador. O la animación. Pero incluso para la animación necesitas empatía, conocimiento de la naturaleza humana, paciencia, ternura, cariño. Piensa en Miyazaki.

8/ Carteles, marketing, maneras de vender películas… créeme, nadie sabe nada. En estos treinta años de carrera, una de las pocas cosas que he aprendido es que todo el mundo a tu alrededor quiere poner la patita en tu película. Lo cual es estupendo si tienen buenas ideas. Raramente es así. Esfuérzate lo que puedas en la promoción, pero desengáñate: si, por lo que sea, la gente no quiere ver lo que has hecho no irán. Tu deber es hacer la mejor película que puedas y sientas. Quizás es para menos gente de lo que creías o deseabas. No pasa nada. Hay alguien allá afuera que conectará con ella. En el cine nunca, nunca, nunca hay garantías. Comete siempre tus propios errores.

9/ No hagas películas pensando en el público o en los festivales o en los críticos o en tu madre. Bueno,en ti sí, mamá. Pero nunca les des la espalda. Una película es un encuentro de tu mirada con la del espectador… Una película no puede ser el espejo de tu vanidad. Es un espejo que compartir. Con dos. O con dos mil. O con doscientos mil. A veces, querer llegar a dos millones puede hacer que te quedes sin nadie. Y no hay nada más triste que hacer películas para nadie. Tú incluido.

10/ Habrá gente que cuestione tu papel en la sociedad, te llamarán rata, lacayo, titiritero, farsante, inútil, pretencioso, idiota, pedirán tu cabeza públicamente. No es bonito, pero tampoco es el fin del mundo. Ojalá todas esas personas dedicaran sus bríos a mejorar la vida: viviríamos en un mundo notablemente mejor. Mientras tanto, aprieta los dientes y recuerda que haces cine y no eres un predicador, no sueltes sermones. Sé desobediente. Ríete de tu sombra. Ten presente siempre que, incluso para los que la desprecian, la cultura es el futuro. Y que se metan sus apelativos donde les quepan.

11/ La falta de dinero, equipo, presupuesto nunca puede ser una excusa. Nunca. Crécete ante las limitaciones. Adáptate. Vivimos en una ola de incertidumbre como pocas veces se han visto en la historia de la humanidad. A falta de certezas, abraza la niebla. No queda otra. La niebla.

12/ Este último punto está dedicado a las mujeres cineastas que empiezan. Todo lo que he dicho antes se aplica por supuesto a vosotras, pero tengo dos noticias: la mala noticia es que todo lo que he apuntado tendréis que multiplicarlo por mil, tendréis que observar mil veces más, tendréis que fijaros más, que esforzaros más, que ser mil veces más fuertes, estar mil veces más serenas, más centradas, más curtidas. Os insinuarán una y mil veces que todo lo que obtenéis es por ser mujeres y, perversamente, los obstáculos que os pondrán serán por serlo. La buena noticia, creedme, es que, por fin, en los últimos años siento que esto está cambiando, que hay un interés real por nuestra mirada, por nuestra manera de filmar y de estar en el mundo. Ha costado llegar hasta aquí. Recordad siempre a las que han abierto camino. Nunca os creáis la última Coca-Cola en el desierto, el último huevo duro del picnic. Si queréis rezar a alguien, rezad a Agnès Varda. Ayudaos todo lo que podáis entre vosotras, esa es hoy por hoy, nuestra mayor responsabilidad.

Yo me esforzaré en apoyaros hasta que llegue un día en que no haga falta. Hasta ese día, abracemos juntas la niebla.

Posdata: Respeto absoluto a los sexadores de pollos, a los veterinarios, y a los camareros. Y a los chihuahuas.

A los que aman

Escribo esto en un tren que me lleva a una ciudad que será mi hogar los próximos tres meses. Me acabo de acordar de todas las cosas que he olvidado poner en la maleta. Libros, gafas, champú, regalos y algo que me ronda la cabeza y que no acabo de recordar. Los periódicos vienen todavía llenos de comentarios a la presentación de Ricky Gervais en los Golden Globes. Que esta asociación de prensa extranjera que cuenta con apenas cien miembros haya conseguido que sus premios arrastren a la crème de la crème de Hollywood es una prueba más de la vanidad hueca del mundillo de la supuesta meca del cine, esa gente que hoy se viste de negro, mañana con transparencias y pasado, si hace falta, se encadenarán un rato a un koala disecado. A la prensa americana el discurso demoledor de Ricky le ha parecido cínico y sin fundamento, a la prensa inglesa, genial, mayormente porque cualquier cosa que chinche a los americanos hará relamerse a los británicos. El espectáculo de esa audiencia tuneada hasta las cejas (¡nunca mejor dicho en el caso de Stellan Skarsgard!) tragando sapos es algo impagable que el público no podrá agradecerle bastante al autor de The Office, Extras y After Life, tres grandes shows que demuestran que Gervais sí es un creador al que le importan las cosas fundamentales: narrar con humor e ingenio historias extraordinarias sobre gente normal.

Todas las críticas a Gervais, me han hecho pensar en algo que un amable lector me mencionó no hace demasiado: muchas veces doy mucha más importancia a los comentarios hirientes y negativos, que a los positivos y alentadores. Y ahora recuerdo que, junto con las cosas olvidadas en casa, eso es lo que me rondaba por la cabeza, agradecer y celebrar como merecen los textos, comentarios, cartas y mensajes que cada día me llegan de gente que se siente tocada por lo que hago. Así pues, aquí va mi profundo agradecimiento a todos aquellos que expresan, muchas veces con una elocuencia bellísima que me corta el aliento, hasta qué punto les conmueve mi trabajo. En los momentos de desaliento, quiero tener muy presentes todos los testimonios de espectadores que me hacen sentir de una manera palpable que mis imágenes, mis palabras, mis canciones, mis personajes, mi mundo no son solo míos, sino que conectan con ellos y les hacen soñar, sentir, vivir. Mi natural derrotista me hace muchas veces pasar por encima de todo esto y no darle importancia, cuando es un tesoro que no tantos creadores en el mundo consiguen. Gracias a todos los que compartís vuestras vivencias, soledades, aventuras, filias y fobias conmigo. Aunque a veces no lo demuestre y no os pueda contestar, sois el fuel que hace que sienta que lo que hago tiene sentido. Hace años hice una película que se llamó A los que aman. No me he dado cuenta hasta hace poco de que todas mis películas deberían llamarse así. No lo olvidéis. No lo olvidaré.

Cinco películas

Para mí, estas cinco películas representan el alto precio que las mujeres pagamos por nuestra libertad.

Wanda (Barbara Loden)

Wanda es una película profundamente incómoda. Una mujer que deja que su marido obtenga la custodia de sus hijos porque es consciente de no servir como madre. Una mujer que comete error tras error en pos de algo que no sabe ni nombrar. Vemos los trompicones que da Wanda por la vida, interpretada por la propia Barbara Loden, que nos hacen enfrentarnos a partes de nosotros que no nos gustan.

Aún hoy, tantos años después, Wanda es una película que hace daño, como cuando te das una serie de golpes seguidos en la misma rodilla. Escuece.

Palm Trees and Power Lines (Jamie Dack)

Una película con un tempo perfecto. El juego implacable de la seducción y la fascinación que un adulto puede ejercer sobre una adolescente, contado con un absorbente amor al detalle en medio de un paisaje desolado que remarca aún más la soledad de la protagonista. Y un final que es de los más dolorosos que recuerdo en un film. Impecable puesta en escena y una actuación llena de vida y vulnerabilidad de la protagonista.

La nuit du douze (Dominik Moll)

¿Cómo convertir un suceso terrible pero desgraciadamente cotidiano en una historia que lo es todo menos banal? La investigación sobre un crimen real (una chica hallada con el cuerpo enteramente calcinado, en un pueblo pequeño) se convierte en un poderoso documento sociológico que muestra los criterios completamente sesgados con los que se tratan los crímenes de género. Si a las mujeres que sobreviven a una agresión se las cuestiona constantemente, sobre las muertas se echa tierra y maldad.

Una película que poco a poco desvela sus cartas y se va abriendo al espectador

Party Girl (Samuel Theis, Claire Burger y Marie Amachoukeli)

A caballo entre la realidad y la ficción, Party Girl es la historia de Angélique, una prostituta con varios hijos que no quiere renunciar a su oficio tras la propuesta de un antiguo cliente. Una película sobre la libertad por encima de todo, hasta del bienestar personal. La protagonista (cuyo hijo es uno de los directores y cuya historia personal no está lejos de la ficción de la película) es un prodigio de saber estar ante la cámara.

Holy Spider (Ali Abbasi)

Basada en la historia real de la captura de un fanático religioso que asesina prostitutas en una ciudad de Irán, Holy Spider se vive como una película de terror, de terror aumentado por el sentimiento de que todo lo que viven sus mujeres protagonistas es absolutamente verídico. El constante trato degradante que recibe la mujer periodista que investiga el caso es un cúmulo de agresiones cotidianas que te ponen en el lugar donde están las mujeres de Irán y el férreo control que ejercen sobre ellas los ayatolás. Angustiante, con un ritmo que no decae ni un momento y un final que hiela la sangre.

Creadores, showrunners y demás fauna

Ahora que se habla tanto de apropiación cultural, hay cosas que me parecen mucho más peligrosas y poco éticas, porque más que apropiación, son un latrocinio cultural: el mundo de los remakes y las revisiones de películas y series que se vuelven a rodar con idénticas tramas, pero con distintos actores y nuevas producciones... Creo que, hasta cierto punto, es normal que los creadores busquemos inspiración en el pasado, en otros autores y en otras obras. Pero sí hay algo que me indigna en todo esto: que la fuente original de una producción quede oscurecida por el morrazo que le echan unos cuantos para prácticamente atribuirse la creación de un formato que fue creado, genuinamente creado, antes que ellos nacieran. Cuando vi que se hacía una adaptación de Secretos de un matrimonio, la serie que Ingmar Bergman había creado en 1973 para la televisión sueca, recuerdo que lo primero que pensé es qué necesidad había. Ahora mismo, en Filmin, aquellos que no hayan visto lo que a mí me parece uno de los más certeros retratos de una pareja burguesa en el primer mundo, pueden verla y entender por qué Bergman sigue siendo un director cuya obra perdura y perdurará. Y un director de actores sin parangón, que supo extraer de gente de talento inmenso interpretaciones llenas de una vida y una verdad absolutamente irrepetibles. La nueva versión de esta obra maestra pretende poner al día su argumento y está interpretada por dos buenos actores: Oscar Isaac y Jessica Chastain. Si no existiera el precedente de Liv Ullman y Erland Josephson, hasta podría parecerme que sus interpretaciones son encomiables. El problema es que sí existe y, a medida que avanzaba la serie, yo recordaba más y más la rabia sucia y real, la crudeza venenosa y la increíble vulnerabilidad que destilaban los actores suecos. El problema es que, viendo a los americanos, no podía dejar de notar el esfuerzo que hacían: sentí que veía a una pareja de buenos actores fingiendo que hacían de suecos atormentados. No había desgarro, me parecía que el director había llevado a los intérpretes a un juego actoral correcto, ilustrativo, lleno de clichés, hueco. Todo es correcto, Hagai Levi ha introducido un beso entre mujeres, una pareja de amigos que practica el poliamor, una mujer que gana más dinero que su marido, que es el que cuida de la hija de ambos… pero todos esos cambios, unidos a que el personaje de Oscar Isaac viene de una familia ortodoxa y el personaje de Chastain tiene un affaire con un amante israelí, son completamente irrelevantes y están metidos con calzador.

Muchos espectadores que no han visto la obra de Bergman seguramente apreciarán el esfuerzo nada desdeñable de Jessica Chastain y Oscar Isaac. El problema es que Hagai Levi hace una versión edulcorada, plastificada y vacía de una bomba de relojería creada por un hombre que nunca creyó en el matrimonio, pero sí en el odio. Que supo despojar de artificio la puesta en escena cinematográfica hasta llegar a la médula de las relaciones humanas.

En los créditos se antepone el nombre de Hagai Levi como director, guionista y “creador” al de Ingmar Bergman. En la versión original de este último, basta escuchar la voz rota de Erland Josephson diciendo “… aquí estamos en medio de la noche en una ciudad oscura, sin fanfarrias…” para saber que la vida en pareja puede ser tanto o más solitaria que la vida en soledad.

De qué no hablo cuando hablo de comedia

De la saga de los apellidos, sean vascos, andaluces, catalanes o murcianos.

No hablo del chiste ni de la réplica ingeniosa ni de la burla ni de la sal gorda ni del exabrupto ni de la mofa ni de todo lo que ha constituido la comedia cinematográfica española, excluyendo a Berlanga y a Ferreri (que ya sé que era italiano, para el caso es casi lo mismo), que me parecen dos maestros universales cuyas películas ganan con el tiempo: véase la manera vergonzante en la que uno de los herederos de Pujol ha mencionado a Sazatornil en La escopeta nacional, en el juicio que le ha llevado a reunirse con Ignacio González en Soto del Real, cárcel que este último inauguró. De estar vivo Berlanga (¡cómo le necesitamos ahora mismo!) hace una secuela, seguro.

Comedia: hablo de Billy Wilder y ese equilibrio prodigioso entre la ternura y la acidez, el humor y el dolor, la inteligencia y las emociones. Hablo de Blake Edwards y ese dominio de la locura y la comedia física, el ingenio y la ingenuidad. Hablo de Annie Hall y hasta del primer Zoolander, de Lina Wertmuller y Vittorio Gassman. Hablo de ese momento de El verdugo, para mí una de las más bellas y terribles películas de la historia del cine, cuando la Guardia Civil entra en barca en las cuevas del Drach para buscar a Nino Manfredi.

Hablo de una visión de la vida que, si en primer plano es tragedia, se convierte en comedia en el plano general. De la comedia y la tragedia, que son vecinas como las máscaras sonriente y doliente que se encuentran en la enseña de muchos teatros.

Veinte lecciones de cine

Lección uno

Presentación.Quién soy. Qué he hecho.Desde mi primer corto a mi última película. Todos los terrenos que he tocado: cortos, largos, spots, music videos, largos documentales, cortos documentales, series de televisión.Resaltar el hecho de que yo no fui a una escuela de cine, aprendí viendo películas y haciéndolas. La pasión por contar historias que no me abandona desde que hice mi primer corto en super-8. Cuáles son las virtudes necesarias para empezar en el cine: la paciencia, la testarudez, el afán por llegar a los demás, la obsesión por la imagen, por narrar historias con imágenes. Qué vamos a aprender: vamos a aprender a hacer frente a las principales cuestiones a las que se enfrenta cualquiera que quiera empezar en el mundo del cine. Se trata de que te plantees una serie de cuestiones básicas, seguramente ya lo has hecho. ¿Es el lenguaje audiovisual la manera con la que quiero narrar el mundo? Supongo que ahora mismo me dirás “sí”. Espero que al final de estas lecciones estés todavía más seguro y sobre todo más feliz de tu elección.

Lección dos

La escritura. Uno de los caminos más directos para empezar en el cine es la escritura. La estructura de una buena película está en un buen guion. El guion no es el tema. Un tema puede ser absolutamente fascinante, pero si no sabemos desarrollarlo puede ser una completa estupidez. Por el contrario, un tema o historia al que sobre el papel no le daríamos la menos importancia, con un guion bien armado puede resultar realmente fascinante.¿Cómo empezar a escribir? Pues bien, empecemos por los personajes: edades, aspecto, pasado, presente, aspiraciones, ilusiones, traumas. ¿Cómo empiezan la historia? ¿Cómo terminan? ¿Las cosas que les pasan les cambian? Eso es lo que llamamos arco dramático. Que puede ser también un arco inexistente: hay muchos personajes en la historia del cine cuya fatalidad es esa justamente: a pesar de los problemas, las tragedias y los giros de guion no aprenden nada, no cambian. Ahí reside su drama. También ocurre en la vida, ¿no os parece? Una vez tenemos claro los personajes, pasemos a la trama. ¿Qué les pasa? ¿Cómo se relacionan? ¿Son sociables? ¿Son asociales y solitarios? ¿Qué ven? ¿Cómo lo asimilan? ¿Cómo reaccionan? Estas preguntas se aplican tanto a una película intimista como a una comedia o a una película de acción.La base de un guion es la escaleta y la base de la escaleta es la imaginación. Imaginaos la película que queréis hacer en la cabeza. Anotad: qué veo primero en mi película, qué quiero mostrar al espectador. Normalmente la escaleta se organiza por localizaciones: estoy en un descampado, veo a un personaje que se acerca a un bulto indeterminado. Ahora veo al personaje parado al lado del bulto y veo que el bulto es una oveja muerta. ¿Qué pongo a continuación? Si cambio de localización, pongo 2 en la escaleta. Pongamos que después de ver la oveja, por corte pasamos a un quirófano donde un veterinario le practica la autopsia a la oveja: eso es 2. El guion será la suma del material y la estructura apuntada en la escaleta, más desarrollada, con más detalle y los diálogos. Uno de los ejercicios mejores que se pueden hacer para escribir guiones es leer guiones, hoy se pueden encontrar cientos de websites donde es posible descargarse los mejores de la historia y analizarlos. Propongo que leáis tres guiones muy diferentes de tres cineastas que escriben y dirigen su propio material. No Country for Old Men de los hermanos Coen, Reservoir Dogs de Quentin Tarantino y Lost in Translation de Sofia Coppola. Fijaos que los dos primeros emplean métodos completamente diferentes. Los hermanos Coen utilizan diálogos muy cortos y le dan mucha importancia al silencio. Los diálogos nunca son el motor de la acción. Tarantino es lo opuesto: la verborrea constante de sus personajes es el motor de la acción en todas sus películas. En el caso de Sofia Coppola, es la atmósfera espacial y temporal la que se utiliza como motor de la acción y la que determina el comportamiento de sus personajes. Si queréis escribir vuestros propios guiones es importante estudiar con detenimiento la estructura de un guion. Y mejor empezar leyendo los mejores guiones que encontréis.

Lección tres

Creo que es la pregunta que más veces me han hecho: ¿De dónde salen las ideas? ¿Es una cuestión de imaginación? ¿De inspiración? ¿De esfuerzo? ¿De insistencia? ¿De trabajo? En realidad, es todo eso junto. Las ideas vienen cuando estamos abiertos a ellas, cuando estamos a la escucha. A la escucha de las historias de los otros, de las conversaciones que oímos en los bares, en el supermercado, en el metro. De las narraciones, novelas, ensayos históricos que leemos. De estar a la escucha de nuestro propio yo, de estar en contacto con las cosas que nos conmueven, que nos hacen vibrar, que nos emocionan, que nos intrigan.Uno de los ejemplos para mí más gráficos del origen de las ideas es la definición que da el poeta conde de Lautréamont cuando le preguntan qué es la poesía. Él dice: “Es el encuentro de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de quirófano”. Es decir, tenemos dos elementos que no tienen nada que ver en un lugar que no les corresponde… aparentemente, porque de repente esos elementos incongruentes pueden colisionar o podemos hacerlos encajar en nuestras cabezas. Se trata de estar abierto a considerar que cualquier cosa puede ser el desencadenante de una historia.Hay otra cosa a tener en cuenta: las ideas y la inspiración son solo un principio. Hay una buena noticia: todo el mundo, absolutamente todo el mundo, puede tener una idea brillante o un concepto genial para hacer una película. Lo que ocurre es que desarrollarla, trabajarla, llevarla a un nivel superior es cuestión de esfuerzo, dedicación y trabajo. La inspiración sola no lleva a ningún sitio. Uno de los ejercicios más simples que podemos hacer para ejercitar la imaginación es fabular, imaginar las vidas de los desconocidos con los que nos topamos cada día, en un bar, en una terraza, en un supermercado, en el metro. En una de mis películas, Cosas que nunca te dije, hay una escena que se hizo muy famosa y que aún la gente recuerda. Nuestra protagonista se encuentra a una mujer llorando en el supermercado, cerca de la sección de helados, la mujer le dice que llora porque no tienen su helado favorito. La verdad es que esa mujer llorando a lágrima viva en el supermercado existió y me inspiré en ella. No le pregunté por qué lloraba, pero el contexto del supermercado me pareció un lugar extraño para tener un ataque de lágrimas y lo del helado me lo inventé, pensé que era una excusa que sonaba plausible en el contexto, aunque ocultaba la auténtica razón por la que lloraba: el helado era solo una excusa.Mi obsesión por las lavanderías también viene de las horas que me pasaba en ellas cuando vivía en Estados Unidos. Como antes de ir allí nunca había estado una lavandería, a mí me parecía un lugar exótico y como tenías que pasar varias horas si querías salir con la ropa seca, empecé a imaginarme historias románticas que pasaban allí, aunque a mí, salvo un hombre de más de ochenta años que insistía en que quería adoptarme, nunca me sucedió nada remotamente romántico.

El arte de dejar de escribir

Marcel Broodthaers, poeta belga, amigo de René Magritte, abandonó la escritura, convencido de que el abismo entre “hacer, decir y contar” era infranqueable. En 1964, llegó a la conclusión de que el lenguaje no tenía sentido, era únicamente una carcasa, un envoltorio vacío. Su último trabajo fue una serie de cajas albergando poemas no escritos, la nada. Lo que mostraban era la posibilidad de un poema: esa ambigüedad final, que cada uno puede interpretar como quiere. O no interpretar.

Jean Arthur Rimbaud dejó de escribir a los veinticuatro años, convencido de que no había nada más que quisiera decir, que todo estaba ya dicho. Dejó una poderosa obra que hoy, ciento ochenta años después de su publicación, conecta con lectores de todas las generaciones. Y se embarcó en una vida oscura en Etiopía traficando con esclavos. Resulta imposible conectar al poeta que escribió Una temporada en el infierno y Le bateau ivre con el hombre que murió solo, de un cáncer óseo en un hotel, enfermo y amargado. ¿Demasiada brillantez demasiado pronto? ¿Lucidez extrema?

Las renuncias de Rimbaud y la de Marcel Broodthaers no son nada comunes. Los artistas suelen apurar su tiempo en esta tierra hasta los últimos momentos, si les queda aliento e inspiración. Cuando se retiran, solo los realmente famosos lo anuncian. Nadie en su momento supo que Herman Melville había dejado de escribir. De hecho, Rimbaud se sumergió en una vida sin escritura, tan solo comunicándoselo a Verlaine y a su escasa familia por carta. En el siglo xix, un escritor no era la celebridad que es hoy en día. Celebridad a la que se obliga a opinar y firmar libros y aparecer en congresos y debates y revistas de entretenimiento y otras sandeces que lo único que hacen es distraerle de la escritura (¡todo esto podría aplicarse también a un guionista de cine o a un director!).

Alice Munro ha declarado a los ochenta y tantos que ha dejado de escribir “para convertirse en una ciudadana más”, otros autores afirman su voluntad de escribir hasta el último momento de sus vidas, justamente para mantenerse vivos.

J. D. Salinger es otro famoso caso de escritor que dejó de escribir (al menos que sepamos) durante los cuarenta últimos años de su vida, aunque oficialmente buscó el retiro del mundanal ruido para escribir una gran obra, que hasta ahora nadie conoce.

Recuerdo una anécdota que ocurrió en un taller literario del escritor Reynolds Price. Price les dice a sus estudiantes que por una semana tienen que guardar en un cajón los textos en los que estén trabajando sin reescribirlos ni tocarlos. No pueden ni siquiera agregarles una coma. A la semana, los reúne a todos en clase y les pregunta si han cumplido la tarea. Todos alzan la mano. El profesor les mira un momento y antes de salir por la puerta les dice que cualquier persona capaz de abandonar un texto una semana entera, o un solo día, nunca llegará a ser escritor.

No sé si lo que dijo Price a sus alumnos es quizás una exageración, pero hay algo que sí se: que cuando todos los autores vivos de ahora mismo dejen de publicar, aparecerán todavía manuscritos desconocidos de Joyce Carol Oates, que yo creo que desde el más allá continuará escribiendo.

El cine lo vio antes

Desde que Georges Méliès rodó en 1901 el Viaje a la luna, el cine ha mostrado una asombrosa capacidad para anticipar muchos hitos en la historia de la humanidad. Desde la presencia constante y machacona de la publicidad (Blade Runner), hasta la obsesiva vigilancia con cámaras (El show de Truman), las posibilidades de la renovación celular (Gatacca) hasta un sinfín de plagas, desastres, catástrofes y hazañas que en su día nos parecieron pura fantasía y hoy sin embargo las asimilamos con total naturalidad.

Hasta que Stanley Kubrick rodó 2001, una odisea del espacio —quizás la película más visionaria de la historia — en el cine se mencionaba la presencia de vida en otros planetas de una manera absolutamente anecdótica: los extraterrestres eran mostrados hasta entonces bajo la apariencia de monstruos semihumanos cuya única misión era destruir la tierra y en el camino raptar a unos cuantos terrícolas. Kubrick (y Arthur C. Clarke, el autor de la novela en la que el film está basado) es el primero en despojar de cualquier folclorismo la presencia de ese ente más allá de las fronteras del universo conocido: un monolito de un material desconocido cuyo misterio es seguramente lo más cercano al conocimiento que alcanzaremos a tener… al menos de momento. Otra de las imágenes anticipatorias de 2001 es la dependencia del hombre de la máquina, personificada en ese HAL implacable que empieza a tomar decisiones por sí mismo y que hay que desconectar para seguir siendo libre: algo que en los últimos años se está haciendo cada vez más imprescindible si queremos preservar nuestra salud mental. La antológica escena de la desconexión de HAL hubiera debido servirnos de aviso.

Recuerdo bien cuando vi Blade Runner, la fascinación que sentí por todos los gadgets visuales que aparecían en la película: el comando de voz para el ordenador, las ampliaciones milimétricas de las fotografías que permitían ver cosas que no se apreciaban a simple vista… Hoy cualquier tableta de uso en el hogar permite no solo esos procesos sino cientos más complejos y sofisticados. Y cualquier viajero a Japón que se detenga en el cruce de Shibuya o Shinjuku, podrá experimentar ese momento Blade Runner cuando decenas de pantallas gigantes, algunas con efectos 4D, hablan, cantan, exhalan humo o te sumergen en arrecifes paradisíacos. Los androides de Blade Runner poseen tantas cualidades o más que los humanos y una suprema inocencia que les hace creer a pies juntillas que los recuerdos que les han implantado son reales: ahora mismo las técnicas de curación de personas que han sufrido graves daños psicológicos pasan por el borrado de recuerdos y la sugestión de otros nuevos y mejores. También en ese terreno Blade Runner se adelantó a su época.

Pero de entre todas las películas que se adelantaron a su tiempo, mi preferida es la cinta de Spike Jonze, Her. El film, protagonizado por Joaquim Phoenix y la voz de Scarlett Johansson, es un gran anticipo del mundo en el que ya vivimos: un mundo en que lo virtual, lo que no podemos ver ni acariciar ni besar ni tocar, se convierte en más real para nosotros que lo tangible. Cada vez más personas en el mundo mantienen conversaciones íntimas con Siri o con Alexa, contándoles cosas que no han confiado ni a su mejor amigo, imaginando una vida entera con esas voces sin cuerpo que parecen pendientes de ellos, perennemente a la escucha.

Como dijo el gran poeta Dylan Thomas, “miramos esa función de sombras que se besan o matan, con fragancia de celuloide, la mentira es amor”. Y en el caso del mundo que nos espera, el celuloide huele a verdad.

El exorcista

William Friedkin, el director de El exorcista, tenía métodos muy particulares para dirigir a los actores, y en esta película, rodada en 1973, no se privó de ello: ya Gene Hackman, aún después de ganar el Óscar con la anterior película de Friedkin, French Connection, dijo (y cumplió) que no volvería a trabajar con él. Le gustaba tiranizarlos y, si lo consideraba oportuno, incluso abofetearlos. Para rodar las escenas del interior de la casa de Regan, llegó a colocar equipos especiales de refrigeración en el interior para que la temperatura no llegará a los cero grados y así, al hablar, los actores expulsaban vaho y, en general, tenían un aspecto vulnerable y frágil. Como consecuencia, los miembros del equipo sufrieron toda clase de resfriados e incluso neumonías. El decorado se quemó varias veces sin que se supieran las razones. Otra de las cosas que hacía el director para crear tensión en el plató era de cuando en cuando sacar un rifle y disparar. Para rodar las escenas del padre Karras, aprovechó la tristeza real en el rostro del actor Jason Miller, cuyo hijo pequeño había tenido un accidente y se debatía entre la vida y la muerte. El niño sobrevivió (y se convirtió en el actor Jason Patric), pero su padre no volvió a interpretar a un personaje protagonista y rechazó el papel de Travis en Taxi Driver. El director se peleó con dos autores legendarios de bandas sonoras, Bernard Hermann y Lalo Schifrin, para acabar utilizando el tema de un desconocido en aquel momento: Mike Oldfield. Hoy, solo escuchar esos primeros acordes de Tubular Bells nos traslada a la enrarecida atmósfera de la película.