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El libro de Éleonore es un documento de una fuerza excepcional, que muestra hasta qué punto los prejuicios y estigmas, con los que demasiado a menudo convivimos sin hacernos preguntas, no son tan inexpugnables. Contando con el apoyo decidido de unos padres admirables y con un enorme deseo de vivir una vida plena, esta muchacha rebelde, alegre, ingeniosa y tenaz no sólo consigue independizarse y vivir una vida amorosa plena; sino que pasa revista con sus reflexiones a todas las grandes cuestiones de la existencia. Haciendo que a menudo, al leerla, nos olvidemos por completo de la genética y sus supuestas constricciones. Esta lectura supone un desafío para el lector y pone en aprieto muchas concepciones paternalistas sobre el Síndrome de Down. Concepciones con las que muchas veces nos consolamos cada vez que nos cruzamos en la calle con alguien "diferente".
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Seitenzahl: 180
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Titulo original: Triso et alors!
Éléonore Laloux en collaboration avec Yann Barte
1ère édition en France en 2014 aux Éditions Max Milo
© Max Milo éditions, 2014
Tous droits reserves
© Del Posfacio: Enric Berenguer
© Traducción: Alfonso Díez
© De la fotografía de cubierta: Emmanuel Laloux
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
Primera edición: febrero de 2015
© Nuevos Emprendimientos Editoriales S.L.
C/ Aribau, 168-170, 1.º 1.ª
08036 Barcelona (España)
e-mail: [email protected]
www.nedediciones.com
Maquetación: Editor Service, S.L.
Diagonal, 299 entlo. 1ª – 08013 Barcelona
www.editorservice.net
eISBN: 978-84-942364-9-5
Depósito legal: B.556-2015
Reservados todos los derechos de esta obra. Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, de forma idéntica, extractada o modificada en castellano o cualquier otra lengua.
Índice
1. No soy un veneno
2. Toda azul
3. Una maldita guarrada
4. ¡Venga, vamos!
5. Declaración de guerra
6. Mi hermano mayor
7. Los buenos modales
8. La habitación de Stéphanie
9. Las fotocopias
10. Los años del instituto
11. La araña que anda a reculones
12. Mis aprendizajes
13. Mis enamorados
14. Me gano la vida
15. Los amigos de Éléonore
16. Cuando me hablan como a una niña
17. Un colectivo que da que hablar
18. La Isla Bon Secours
19. ¿Qué es el amor?
20. Mi casa
21. Puertas abiertas
22. Célia
23. Todos al hockey contra la trisomía 21
24. La invitada de la semana
25. «Choi chico del Nochte»
26. El Grand Journal
27. ¡Hay que romperlo todo!
28. «In a beautiful world»
Posfacio de Enric Berenguer
1. No soy un veneno
Ya lo sé, a veces hago cosas que pueden incomodar: hablo sola, hago muecas... ¡Pero no somos veneno! Somos como los demás, vivimos como los demás. Yo me esfuerzo, hablo sola cada vez menos. Tengo un cromosoma de más, eso es todo. Mi padre dice que es «el cromosoma de la felicidad»: tengo la trisomía 21.
Es un genetista quien nos trata de «veneno», Jean-Didier Vincent, en France Inter. Me hace daño y me da rabia. Mi padre puso la radio a tope en casa y yo la oía desde abajo. Era la emisión La tête au carré, del 5 de octubre de 2012. Mi madre se alteró: «¡Es inadmisible!»
Me gustaría que los médicos dejaran de decir cosas tan duras. Palabras que hieren y que dan miedo. Es un insulto a las personas que tienen trisomía, a sus familias. En la radio hablan de los nuevos tests sanguíneos de detección precoz de la trisomía 21 al inicio del embarazo. Tests que ya se utilizan en los EE.UU desde hace un año, también en algunos países europeos. «¿Por qué habría que conservar a los trisómicos, si al fin y al cabo son un veneno para la familia?» Sí, esto es lo que dice ese médico biologista. Habla de las personas trisómicas como perjudiciales porque impiden a las familias ser felices. Yo sé que es todo lo contrario.
Mi padre piensa como yo. Dice que son prejuicios e ignorancia. Este médico conoce el cerebro humano, pero no sabe nada de las personas portadoras de trisomía 21. No como mis padres y yo. No personalmente.
Le digo a mi padre que hay que denunciarlo. De hecho soy yo quien tiene que hacerlo. No tiene derecho a tratarnos así. Podemos ser felices y dar felicidad. Mis padres le escriben una carta. Yo cuelgo un video en Dailymotion para decirle lo que pienso de sus palabras. Él no ha respondido. No se ha disculpado. Nada.
No acepto estas etiquetas: «disminuida», «aberración cromosómica». Es lo que les dijeron a mis padres cuando nací: soy una «aberración cromosómica». ¡Así da miedo, desde luego! Pero no es una minusvalía. Es una enfermedad que se puede tratar y se necesitan investigadores que hagan pastillas de tratamiento.1 Mis padres consideran que de todos modos es una minusvalía ser un poco lenta, pero yo rechazo esa palabra. Me gustaría tranquilizar a las mamás. No hay que asustarlas así. Ellas tienen que hablar de eso. Es una enfermedad genética que no es difícil de sobrellevar, pero hay que vivir con ella. Hay que ayudar a la investigación y sobre todo informar y tranquilizar. Pero también hay que respetar la elección de los padres. Si no quieren quedarse con el niño, no pasa nada. Pero de todas formas es una lástima.
Nota:
1. N. de T.: en el original se indica en nota que la expresión de Éléonore no es aquí muy correcta. Hemos tratado de reproducir esta pequeña incorrección.
2. Toda azul
A mis padres, los llamo «los enamorados»: «¡Hola enamorados!» «¿Qué tal, enamorados?» De hecho se llaman Manu y Maryse. Siempre están contentos de verme. Me dan mucho amor y buen humor. Yo les echo un cable cuando no están bien. A la gente le gusta estar conmigo porque siempre tengo una sonrisa. Y a mí todos me hacen feliz: mis padres, mi hermano, mi familia, mis amigos...
Lucho por vivir. Desde mi infancia. Y estoy muy contenta de estar aquí, si no nunca hubiera podido tocar la guitarra eléctrica, cocinar, ir a conciertos o encontrarme con mi padre en el Mac gracias a FaceTime, para charlar con la webcam. Me gusta todo eso. Y a veces, cuando no estoy bien, pongo música y escribo. Así es como despejo mi mente y me siento mucho mejor.
Nazco en Arras, el 26 de agosto de 1985. Peso 2 k 600 g. Me transfieren una hora después al Centro de Patología Neonatal del hospital municipal: estoy cianótica. Allí habían atendido a mi hermano mayor Mathurin tres años antes. Nació prematuramente, con siete meses y dos días. Mi otro hermano, Valentin, también nació allí el año siguiente. Murió una hora después de nacer. No se sabe por qué, quizás debido a un medicamento que le dieron a mi madre para retrasar el parto.
Así que, conmigo, mi madre tenía algo de miedo. Tomó todas las precauciones, desde el principio. Cambio de obstetra, de maternidad. Hizo ecografías, aceptó un cerclage para que yo aguantara en su vientre y descansó en casa durante cinco meses con una ayuda familiar.
En la maternidad, tres días después de mi nacimiento, los médicos deciden darle pastillas a mi madre para cortar la subida de la leche, sin pedirle su opinión. Dicen que no hay que apegarse a mí. El obstetra se lleva a mi padre al pasillo para anunciarle que tengo una malformación en el corazón y que soy una «aberración cromosómica». ¡Maldita palabra! Voy a morir quizás en quince días o tal vez tres semanas, no se sabe muy bien. Y además estoy completamente azul.
Mi padre ya ha imprimido las tarjetas de mi nacimiento. Entonces, deprisa y corriendo, añade unas palabras sobre mi salud. Todavía están ahí, en mi álbum de fotos: «El estado de salud de Éléonore es muy crítico. Ojalá vuestras oraciones la ayuden a permanecer con nosotros». Lo de las oraciones es para las familias de mi padre y de mi madre. Las dos son creyentes. A mis padres Dios les da un poco igual, sobre todo a mi madre. No lo traga.
Cuando les cuentan todo lo que tengo, mis padres se sienten perdidos, echos polvo. Además no saben nada de la trisomía 21. Confían en los médicos pero piensan que es una locura que les pidan que no se apeguen a mí.
Mi madre no tiene mucho apoyo, salvo por parte del personal médico y de su familia. Casi no tiene visitas en la maternidad. La gente se siente incómoda por mi trisomía. Le dan pocos regalos para mí. Pero con Valentin fue peor... Una amiga de mi madre le dice que soy un «pesado lastre». Y como ella ha trabajado con personas que tienen trisomía, mis padres todavía sienten más miedo.
Hay gente que le pregunta a mi madre: «Pero ¿cómo es que no sabías que llevabas un niño trisómico? ¿No te habías hecho una amniocentesis?»
No, mi madre no lo sabía. Y además no le hubieran hecho una amniocentesis porque era joven. Tenía 29 años. Yo sé que ella está contenta de no haberlo sabido. Dice que quizás hubiera hecho «la mayor tontería de su vida». Por miedo, porque no sabía nada y porque todavía no me conocía. A padre también le hace feliz que yo haya nacido.
En el Centro de Patología Neonatal, los médicos usan palabras diferentes, más suaves. Porque allí la gente conoce bien los problemas de los bebés. Todos tienen un discurso muy positivo: los médicos, las enfermeras y auxiliares, la directora del servicio... Incluso es un médico quien pone a mis padres en contacto con la asociación AISET, una asociación departamental de padres de niños trisómicos que mi padre dirigirá algunos meses después. Gracias al doctor Théret, mis padres se encuentran con la familia Tô mientras yo estoy todavía en el Centro de patología neonatal.
Los Tô tienen una hija, Flor, con trisomía 21. Cuando mis padres llegan a su casa, Flor está tocando el piano. Tiene 12 años. Es una familia feliz y como cualquier otra. Esto es lo que tranquiliza a mis padres: ver a una familia feliz y normal con una hija trisómica. Y además mi madre piensa que quizás no sea culpa suya haber tenido embarazos complicados, eso puede pasarle a cualquiera, incluso a médicos como los padres de Flor. El padre es obstetra y la madre médico laboral.
A mis padres no les dejan tomarme en brazos, ni siquiera tocarme. Antes era así. Hasta los médicos ignoraban que el contacto del bebé enfermo con sus padres es importante. Solo las enfermeras podían tocarme, lavarme.
A mediados de septiembre, mi madre pudo abrazarme al fin. Tengo la foto en mi álbum, lo encuentro muy bonito.
Salgo del centro después de dos meses y medio de cuidados intensivos y todavía con una salud muy débil, el 4 de noviembre. Mis padres se acuerdan de la fecha. Todavía me cuentan esa historia muy a menudo. Estoy muy delgada y respiro mal. Mi estado no es tranquilizador y los médicos tampoco lo son. Algunos son muy pesimistas, aunque otros dan esperanzas a mis padres.
Me bautiza, veinte días después, el abad que había casado a mis padres. Me bautizan porque se sienten completamente perdidos y además así es más fácil que me acepten mis abuelos paternos, que son muy católicos.
Lo hacen en la sala de estar, en el sofá, creo, sólo con mis padres, mi hermano Mathurin, mis abuelos, mi padrino y mi madrina. Todavía estoy mal de salud. Respiro mal por las noches y mis padres se levantan constantemente para colocarme bien. Debido a mi malformación de corazón. Me ahogo con cada biberón. Entonces sólo me daban de comer de a poquitos. A los 4 meses todavía me dan siete comidas. También tengo una bombona de oxígeno al lado de mi cuna, se la llevan a todas partes, en cada desplazamiento, al hospital o a casa de mis abuelos.
Tienen que hospitalizarme a menudo debido a mis problemas respiratorios y a las infecciones. Casi cada mes. No gano peso. Me canso con sólo tomar el biberón, así que no tengo tiempo para crecer. Mi madre me contó que me costaba media hora beber 30 ml. Pero no es por eso que soy bajita. Mido 1,41. Las personas con trisomía son pequeñas, así es la cosa.
Aparte de mis problemas de salud, parece que soy una niña fácil. Por suerte para mis padres, porque de problemas de salud tengo un montón...
3. Una maldita guarrada
«¡Era una maldita guarrada!» Eso dijo el profesor Binet a mis padres al salir del quirófano.
Con un año, sólo peso 5 k 700 g y todavía tengo muchos problemas de salud. Mis padres están agotados. Se levantan más de diez veces cada noche, por turnos, para ponerme bien cuando me ahogo.
Mi insuficiencia cardíaca puede estropear mis pulmones. Hay que operar. Es una intervención larga y muy peligrosa. Pero no hay elección. Me llevan al hospital de Lille y desde allí me envían al Centro quirúrgico Marie Lannelongue en el Plessis-Robinson. Ahí es donde me opera el profesor Binet a corazón abierto el 9 de septiembre de 1986. La intervención dura doce horas.
Para esa operación se necesita siete veces mi volumen de sangre. Entonces, para apoyarme, profesores y padres de alumnos donan su sangre en el instituto Louez Dieu, donde mi padre es profesor de artes plásticas. La camioneta se instala en el patio y durante todo el día la gente va desfilando. Son más de cien. Incluso hubo un artículo en La Voix du Nord. Mi padre conoce bien al director del instituto, Henri Vignolle. Ahora está jubilado y se ocupa de los sin-papeles en Calais. Les lleva comida a sus tiendas, en camión, lava su ropa, los ducha.
Después de mi operación todo se complica aún más. Al día siguiente, los médicos tienen que volver a abrirme porque un catéter ha quedado atrapado en una sutura. Y tres semanas más tarde hago una infección por estafilococo áureo. No sé muy bien qué es —una palabra más que tengo que apuntar en mi cuaderno. Pero sé que eso también es una «maldita guarrada». Es lo que dice mi padre. Luego hay otra intervención quirúrgica, debido a una mediastinitis. Así que me queda una cicatriz muy grande en el esternón. Dicen que no es «muy bonita de ver».
Estoy en reanimación hasta finales de octubre. Sigo aún en un lugar estéril y mis padres no pueden verme. Los cirujanos les explican que si fuera una adulta me hubiera dejado morir, de tanto que debo estar sufriendo. También les advierten que tengo una posibilidad sobre dos de sobrevivir y que pueden decidir no continuar conmigo.
Todavía tengo que luchar para mostrar que quiero vivir. Pero no sé hablar. De todas formas tengo las cuerdas vocales atrapadas por los tubos que tengo en la boca para que me alimenten.
Luego dejan que mis padres me vean. Me miran a través de un vidrio. Tengo los brazos y los pies atados. Estoy crucificada, con la cabeza inmovilizada y tubos por todas partes. Ellos hablan y yo los oigo. Sonrío cuando reconozco sus voces. Mis padres se emocionan. Todavía les ocurre cuando me cuentan esta historia.
Durante tres meses y medio, lucho y sonrío a mis padres para tranquilizarlos. Me alimentan con muchas proteínas para favorecer que vuelvan a crecer los tejidos y se cierre mi esternón. Tengo vendajes por todas partes y tubos en la boca, en la nariz... también cuando salgo de reanimación. Mi madre los aparta un poco para las fotos, para que se vea parte de mi cabeza. Pero saco la lengua en todas las fotos porque no puedo tener a mi ortofonista en el hospital para hacer mis ejercicios.
El 23 de noviembre me quitan todos los tubos. Vuelvo a casa unos días antes de Navidad. Mi hermano Mathurin estaba muy inquieto todo este tiempo que yo permanecí en el hospital. Tiene cuatro años y medio. Cuando vuelvo a casa, me dice: «Estoy contento de que no te hayas muerto».
4. ¡Venga, vamos!
«¡Venga, vamos!» Así es como mis padres me han dado marcha siempre, desde que nací. Y esto me ayuda. También ahora, cuando voy a comprar a Lecrerc, me meten prisa. Empezamos cada uno por un lado y trato de terminar antes que ellos. Uso el escáner,2 voy a la caja, pago y espero sentada en un banco a que terminen sus compras. Mi padre lo hace tranquilamente, como yo, mi madre va un poco disparada, pero está bien así.
Desde que mis padres conocieron a la familia Tô, cuando yo nací, y vieron lo feliz que parecía Flor, tuvieron esperanzas y decidieron ayudarme lo más posible para que siempre siguiera progresando. Me estimulan constantemente. Hacen todo lo que pueden para que me vuelva rápidamente autónoma. Están felices cada vez que hago algo nuevo, aunque sea muy sencillo. Están pendientes del menor progreso: la primera vez que me aguanto sentada, la primera vez que agarro el tapón del biberón... Y todo lo fotografían.
Mis padres me llevan también a todos los especialistas. Cuando observan que, siendo aún bebé, saco la lengua, me llevan primero a un ortofonista. Ocurre a menudo en los bebés con trisomía: se nos cae la lengua. Todas las semanas vamos a Douai a ver a una ortofonista que conoce muy bien a los bebés con trisomía 21. Vamos allí con mi botella de oxígeno en el coche. La ortofonista enseña a mis padres cómo estimular mi lengua, como hacer que mis labios se pongan más fuertes, dándome de comer con una cucharita y apoyándola en mi lengua. Enseguida dejo el biberón para comer potitos. Mis padres incluso pegaron en mi álbum de fotos las etiquetas de los potitos Guigoz con albaricoque, manzana o zanahoria.
Consultan en todas partes: una fisioterapeuta para enderezar mis pies y hacer ejercicios respiratorios, una psicomotricista. Luego podólogos para mis pies planos, una ortodontista, un oftalmólogo para corregir mi estrabismo. Tengo que llevar un parche en las gafas durante casi dos años porque bizqueo, y hago ejercicios con un dedo para bizquear todavía más y así corregir. Miro mi dedo o un bolígrafo que se acerca y no tengo que dejar de mirarlo hasta que llega casi a tocarme la nariz. Mis padres me llevan también a pediatras, psicólogos, cardiólogos, neumólogos, estomatólogos... Van corriendo a todas partes, me llevan también a consultas especializadas en París, al Instituto Jerôme Lejeune, luego al Hospital Necker. Algunos médicos no se esfuerzan demasiado por entender las causas y dicen que mis problemas de salud son debidos a mi trisomía. Pero esto es demasiado fácil... así que mis padres siguen buscando consejos en otros lugares.
Nota:
2. N. de T.: scan-achat.
5. Declaración de guerra
No me gusta estar rodeada de niños. Me dan miedo sus juegos, sus gritos, sus movimientos bruscos. No consigo seguirlos, se mueven demasiado para mí. Y me aterroriza que se peleen.
A los 3 años entro en la escuela maternal. Es un nuevo reto para mí. Mis padres tienen algo de miedo porque no me integro, me empujan. Soy un taponcito. Soy muy pequeña para mi edad.
Mis padres están muy orgullosos cuando me voy con mi cartera a la espalda, como mi hermano mayor Mathurin. Él va a otra escuela, también pública. Mis padres están empeñados en que yo haga mi escolaridad en la escuela ordinaria, pero no pueden mantenerme en la escuela pública. Entro en la escuela Santa María de la Presentación. Voy allí por primera vez en 1988. Sin problemas y sin llorar. Estoy más bien tranqui y me adapto con facilidad.
Al principio a menudo me quedo en un rincón en el recreo. No me gusta el jaleo. Los ruidos me asustan, como las sirenas de ambulancia o de bomberos. Me recuerdan a todas las hospitalizaciones. Hasta hoy, cuando oigo sirenas, me tapo los oídos. Mi madre siempre me repite: «¡Vamos, Éléonore, no tengas miedo!», para que me acerque a los demás o simplemente para que entre en una tienda... A veces me empuja de verdad por la espalda para que siga. Doy un paso y ella me empuja otra vez. Eso me ayuda. También para empezar un dibujo, un ejercicio, necesito que me empuje. Tengo miedo de fallar.
Luego empiezo a acercarme a los otros niños, a tener compañeros y compañeras. Esto tranquiliza a mis padres. Pero me quedo un poco apartada. Mi hermano dice que yo tenía «un mundo paralelo». Hablaba con seres imaginarios, estaba en mi burbuja. Mis padres me pierden varias veces en Monoprix. Porque me voy, me paseo sola, sigo la hilera de estantes y me olvido del todo de mi familia. Así es como recibí mi primer azote. Mis padres estaban aterrorizados.
En la playa de Hardelot, en la Côte d’Opale, también pasaron mucho miedo. Yo tenía 2 o 3 años. Ahí es donde deciden comprarme en una joyería una bonita plaquita dorada. Hacen grabar en ella mi nombre y su número de teléfono. Para que no vuelva a perderme. Todavía hoy la llevo. Tengo una pequeña muñequera.
Entonces, cuando voy a los scouts con mi hermano, mi padre tiene que explicarles bien que hay que tener cuidado conmigo. Si me encuentro con un burro, me puedo quedar conversando con él y olvidarme del todo de que el grupo sigue caminando. Es cierto que me gustan mucho los burros. Son suaves, pero hay que darles hierba o zanahorias para hacerles andar. En la asociación À Petits Pas de Ruisseauville doy muchos paseos en burritos.
En la escuela maternal las cosas siempre fueron bien. Y todavía no hablaban de retraso escolar. Hice toda mi escolaridad en AEMO.3 Para mis padres fue muy complicado.
Cada año las comisiones de orientación quieren enviarme a escuelas especiales. Y cada año mis padres se pelean con la escuela y tienen que luchar para que yo pueda permanecer allí. A veces los veo desesperados, llorando. Mi padre también.
En casa hay montañas de carpetas para la CDES (Comisión departamental de la educación especial), año tras año, con proyectos pedagógicos, informes de logopedas, de psicólogos, informes de tests, cartas al «Sr. Inspector educativo...» Gracias a mis padres crezco junto a niños como los demás, progreso y voy ganando confianza en mí misma. Pero a menudo tienen que cambiarme de escuela. Cada vez que ya no quieren saber nada de mí, me llevan a otro sitio. En la sección media de la escuela maternal, a mis padres no les cae bien la maestra de la Presentación. Creen que no me va muy bien con ella y entonces me llevan a Saint-Joseph.