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Dice Emile Cioran: "Los malos deseos, los vicios, las pasiones dudosas y condenables, el gusto por el lujo, la envidia, la emulación siniestra, etc, son los que mueven a la sociedad, ¿qué digo?, los que hacen posible la existencia, la vida". Pues bien esta novela, paradigma del Naturalismo (corriente de pensamiento que se proponía analizar las naturalezas humanas), tiene como protagonistas a dos personajes que se dejan gobernar por eso que Cioran define como motores de la sociedad. Thèrése, víctima de las circunstancias y obligada a llevar una vida matrimonial gris y aburrida con su primo enfermo, se encuentra con Laurent, hombre egoísta y manipulador; y luego de que ambos cedan a los ¨malos deseos¨ deciden librarse del esposo para poder vivir su pasión sin ataduras. Claro que el verdadero drama comienza con el crimen, cuando Thèrése pasa de víctima a victimaria. Novela sobre el amor, el deseo, el crimen y la culpa. Novela pues, sobre la vida. Quede el lector con este clásico, siempre actual, siempre necesario.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
THÉRÈSE RAQUIN
THÉRÈSE RAQUIN
Émile Zola
Edición: Adriana Marcelo Costa
Diagramación: Lino A. Barrios Hdez.
Diseño de cubierta: Lisvette Monnar Bolaños
Versión EPUB: Rubiel G. Labarta
Primera edición, 1972
Segunda edición, 1974
© Sobre la presente edición:
Editorial Arte y Literatura & Cubaliteraria, 2018
ISBN: 9789590309496
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Colección HURACÁN
Editorial Arte y Literatura
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Al final de la calle Guénégaud, según se viene de los muelles se halla el pasaje del Pont-Neuf, especie de corredor estrecho y sombrío que va de la calle Mazarine a la calle de Seine. Este pasaje mide, a lo sumo, treinta pasos de largo y dos de ancho; está pavimentado de losas amarillentas, desgastadas y fuera de su sitio, rezumando siempre una humedad acre; la cristalera que lo cubre, cortada en ángulo recto, está negra de suciedad.
En los hermosos días de verano, cuando un sol agobiante abraza las calles, una claridad blanquecina cae sobre los sucios cristales y se difunde tímidamente en el pasaje. En los días malos de invierno, en las mañanas de niebla, los cristales no arrojan más que la oscuridad lóbrega y sucia.
A la izquierda, se abren unas tiendas oscuras y bajas, aplastadas, que dejan escapar fríos relentes de bodega. Hay allí libreros de ocasión, vendedores de juguetes y objetos de cartón, cuyas estanterías, grises de polvo, parecen dormitar en la sombra; las vitrinas, hechas de pequeños cristales, espejean sobre las mercancías verdosas y cambiantes reflejos; más allá, detrás de los escaparates, las tiendas tenebrosas parecen otros tantos agujeros lúgubres en los que se agitan formas extrañas.
A la derecha, a todo lo largo del pasaje, se extiende una pared, contra la cual los tenderos de enfrente han adosado estrechos armarios, en cuyas frágiles tablas, pintadas de un horrible color pardo, se exhiben objetos sin nombre y mercancías olvidadas allí desde hace veinte años. Una verdadera bisutería se había establecido en uno de aquellos armarios, donde vendían sortijas de quince centavos, cuidadosamente colocadas sobre un terciopelo azul, en el fondo de una caja de caoba.
Por encima de la cristalera, la pared sube, negruzca y toscamente enjalbegada, como cubierta de lepra y llena de costurones.
El pasaje de Pont-Neuf no es un lugar de paseo; se pasa por él para evitar un rodeo y ganar unos minutos. Lo atraviesa un público de gente atareada cuya única preocupación es ir de prisa y atajando. Se ven aprendices con delantal de trabajo, obreros que van a entregar su labor, hombres y mujeres con paquetes bajo el brazo; se ven también viejos caminando fatigosamente a la tétrica luz crepuscular que cae desde los vidrios, y pandillas de chiquillos que al salir de la escuela, van allí para hacer ruido corriendo, resonando sus zuecos sobre las losas. En todo el día no cesa aquel ruido seco y de pasos precipitados que retumban en la piedra con irritante irregularidad; nadie habla ni se para; cada uno corre a sus ocupaciones, cabizbajos y caminando rápidamente, sin echar siquiera una mirada a las tiendas. Los tenderos miran con aire inquieto a los transeúntes que, por milagro, se detienen delante de sus escaparates.
Por la noche, tres mecheros de gas, encerrados en unos faroles macizos y cuadrados, alumbran el pasaje. Estos mecheros, colgados de la vidriera, contra la que arrojan manchas de claridad leonada, proyectan en torno a ellos círculos de un pálido resplandor que vacilan y parecen desaparecer por momentos. El pasaje adquiere el aspecto siniestro de una verdad era ladronera; grandes sombras se alargan sobre las losas, ráfagas húmedas soplan desde la calle; diríase una galería subterránea vagamente alumbrada por tres lámparas funerarias. Los vendedores se contentan, por toda iluminación, con los rayos macilentos que los mecheros de gas envían a las vitrinas de sus escaparates; dentro de las tiendas únicamente encienden una lámpara con pantalla que colocan en un rincón del mostrador, y los transeúntes pueden distinguir entonces lo que hay en el fondo de esos agujeros en los que la noche habita durante el día. Sobre la línea negruzca de las portadas, rebrillan los cristales de una tienda de objetos de cartón: dos lámparas de esquisto rasgan las tinieblas con sus dos llamas amarillentas. Y, al otro lado, una bujía, colocada dentro de un tubo de quinqué, siembra estrellas de luz en la tienda de bisutería. La vendedora, con las manos ocultas bajo el chal, dormita en el fondo de su armario.
Hace unos años, frente a la vendedora de bisutería, había una tienda cuyo maderaje, de un color verde botella, rezumaba humedad por todas sus resquebrajaduras. En el letrero, hecho con una tabla estrecha y larga, se leía, en letras negras, la palabra: Mercerie, y en uno de los cristales de la puerta es taba escrito un nombre de mujer: Thérèse Raquin, en caracteres rojos. A derecha e izquierda, se veían unos escaparates profundos, tapizados con papel azul.
Durante el día, la mirada no podía distinguir más que el muestrario del escaparate, envuelto en una suave penumbra.
A un lado de la puerta había un poco de ropa blanca: gorros de tul de canutillo a dos y tres francos la pieza, mangas y cuellos de muselina, camisetas, medias, calcetines y tirantes; cada prenda, amarillenta y arrugada, pendía lamentablemente de un gancho de alambre. La vitrina se encontraba llena de andrajos blancuzcos a los que confería un aspecto lúgubre la trasparente oscuridad. Los gorros nuevos, de un blanco más brillante, resaltaban como manchas crudas sobre el papel azul que cubría las maderas, mientras los calcetines de color, colgados a lo largo de una varilla, ponían unas notas sombrías en el desvaimiento pálido e indeciso de la muselina.
Al otro lado de la puerta, en un escaparate más estrecho, se exhibían gruesos ovillos de lana verde, botones negros cosidos en cartones blancos, cajas de todos los colores y dimensiones, redecillas para el pelo de cuentas de acero expuestas sobre redondeles de papel azulado, paquetes de agujas de hacer calceta, modelos de tapicería, carretes de cintas; en suma, una amalgama de objetos deslucidos y marchitos que dormían sin duda en aquel sitio desde hacía cinco o seis años. Todos los colores se habían vuelto en un gris sucio, en aquel armario que iban pudriendo el polvo y la humedad.
Hacia el mediodía, en verano, cuando el sol abrasaba plazas y calles con sus rayos dorados, se divisaba, detrás de los gorros del otro escaparate, un perfil pálido y grave de mujer joven, perfil que se destacaba vagamente entre las tinieblas que reinaban en la tienda. Una nariz larga, fina y afilada prolongaba una frente estrecha y seca; los labios eran dos rasgos finos de un rosa pálido, y la barbilla, corta y nerviosa, se unía al cuello por una línea suave y carnosa. No se veía el cuerpo, que se perdía en la sombra; solo aparecía el perfil, de una blancura mate, en el que rompían unos ojos negros muy abiertos, y como sepultados bajo una espesa cabellera oscura. Y permanecía allí, horas y horas, inmóvil y tranquilo, entre dos gorros en los que las varillas húmedas habían dejado unas manchas de robín.
Al atardecer, cuando se encendía la lámpara, se veía el interior de la tienda, que era esta más larga que profunda. En un extremo había un pequeño mostrador y, en el otro, una es calera de caracol que conducía a las habitaciones del primer piso. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas, armarios e hileras de cartones verdes; cuatro sillas y una mesa completaban el mobiliario. La tienda parecía desnuda, glacial; las mercancías, empaquetadas y apiñadas en los rincones, no desplegaban por todas partes su alegre algarabía de colores chillones.
De costumbre, solía haber dos mujeres sentadas detrás del mostrador: la mujer joven del perfil serio y una anciana señora que sonreía mientras dormitaba. Esta última tenía unos sesenta años; su rostro, grasiento y plácido, blanqueaba a la claridad de la lámpara. Un gran gato atigrado, acurrucado en una es quina del mostrador, la contemplaba cómo dormía.
Más allá sentado en una silla, un hombre de unos treinta años leía o conversaba en voz baja con la joven. Era pequeño, desmedrado y de aspecto apático; los cabellos de un rubio descolorido, la barba rala y la cara llena de pecas le daban la apariencia de un niño enfermo y mimado.
Poco antes de las diez de la noche, la anciana se despertaba; cerraba la tienda y toda la familia subía a acostarse. El gato atigrado seguía a sus amos ronroneando, frotándose la cabeza contra cada uno de los barrotes de la barandilla.
El piso de arriba se componía de tres habitaciones. La escalera daba a un comedor, que servía al mismo tiempo de salón. A la izquierda había una estufa de loza en un nicho; frente a ella, se alzaba un aparador; además, unas sillas se alineaban a lo largo de las paredes, y una mesa redonda, despejada del todo, ocupaba el centro de la estancia. Al fon do, detrás de un tabique encristalado, se hallaba una oscura cocina. A cada lado del comedor, había un dormitorio.
La anciana, después de haber besado a su hijo y a su nuera, se retiraba a su habitación. El gato se echaba a dormir en una silla de la cocina. Los esposos entraban en su cuarto. Este cuarto tenía una segunda puerta, que daba a una escalera que desembocaba en el pasaje por un angosto y estrecho pasadizo.
El marido, siempre temblando de fiebre, se metía en la cama; la esposa, mientras tanto, abría la ventana para cerrar las persianas. Y permanecía allí unos minutos, ante la gran pared negra, toscamente enjalbegada, que sube y se extiende por encima de la galería. La joven paseaba por aquella pared una mirada vaga y, sin decir palabra, se acostaba a su vez, con desdeñosa indiferencia.
Madame Raquin era una antigua mercera de Vernon. Durante cerca de veinticinco años había vivido en una tiendecita de esta ciudad. Unos años después de la muerte de su marido, se sintió cansada y vendió su tienda con todos sus enseres. Sus economías, unidas al precio de aquella venta, pusieron en sus manos un capital de cuarenta mil francos, que colocó, y que le producía dos mil francos de renta. Esta suma era más que suficiente para ella. Llevaba una vida de recluso, ignorando las alegrías y las zozobras de este mundo. Madame Raquin se había forjado una existencia de paz y de tranquila felicidad.
Alquiló, por cuatrocientos francos, una casita, cuyo jardín bajaba hasta la orilla del Sena. Era una morada cercada y discreta, que despedía vagos efluvios de claustro; un estrecho sendero conducía a aquel retiro situado en medio de amplias praderas; las ventanas del alojamiento daban al río y a los ribazos desiertos de la otra orilla. La buena señora, que había pasado de los cincuenta, se encerró en el rondo de aquella soledad y en ella saboreó alegrías serenas entre su hijo Camille y su sobrina Thérèse.
Camille tenía entonces veinte años. Su madre lo mimaba aún como a un niño pequeño. Lo adoraba por habérselo disputado a la muerte durante una juventud larga en sufrimientos. El muchacho padeció una tras otra todas las fiebres y enfermedades imaginables. Madame Raquin sostuvo una lucha de quince años contra aquellos males terribles que se sucedían sin fin para arrancarle a su hijo; los venció todos con su paciencia, sus cuidados y su adoración.
Camille, ya mayor y salvado de la muerte, se convirtió en un ser tembloroso por los repetidos achaques que habían martirizado su carne. Detenido en su desarrollo, se quedó bajo y enclenque; sus miembros endebles se movían lentos y con cansancio. Su madre lo quería aún más por aquella debilidad que lo agobiaba; contemplaba su carita pálida con triunfante ternura, pensando que le había dado la vida más de diez veces.
Durante las escasas temporadas de reposo que le dejaron las enfermedades, el niño siguió los cursos de una escuela de comercio de Vernon, en la que aprendió ortografía y aritmética. Su saber quedó limitado a las cuatro reglas y a un conocimiento muy superficial de la gramática. Más tarde tomó lecciones de escritura y de contabilidad. Madame Raquin se echaba a temblar cuando le aconsejaban que enviase a su hijo al instituto; estaba segura de que, lejos de ella, el muchacho moriría, y decía que los libros lo matarían. Camille fue, pues, un ignorante y su ignorancia añadió una flaqueza más a las que ya tenía.
A los dieciocho años, Camille, desocupado, muriéndose de aburrimiento entre los mimos de que su madre lo rodeaba, entró en un comercio de tejidos, a título de escribiente, ganando sesenta francos al mes. Era de un espíritu inquieto que le hacía insoportable la ociosidad. Se sentía más tranquilo y mejor de salud con aquella labor agotadora, con aquel trabajo de empleado que lo tenía todo el día encorvado sobre las facturas, sobre enormes sumas cuyas cifras deletreaba pacientemente una a una. Al llegar la noche, rendido y conla cabeza vacía, saboreaba voluptuosidades infinitas, sumido en el atontamiento que lo dominaba. Tuvo que reñir con su madre para entrara trabajar en el comercio de tejidos; esta quería tenerlo siempre a su lado, entre dos mantas, lejos de los percances de la vida. El joven habló sintiéndose dueño de sus actos; re clamó el trabajo como otros niños piden juguetes, no por espíritu de deber, sino por instinto, por necesidad de naturaleza. La ternura y la abnegación de su madre habían engendrado en él un egoísmo feroz; creía amar a quienes lo compadecían y acariciaban; pero, en realidad, vivía aparte, encerrado en sí mismo, sin más amor que su propio bienestar y buscando por todos los medios posibles aumentar sus goces. Cuando la cariñosa ternura de madame Raquin lo hastió, se entregó con delicia a una ocupación estúpida que lo libraba de tisanas y potingues. Luego, por la noche, al regreso de la oficina, se iba a corretear por las orillas del Sena con su prima Thérèse.
Thérèse iba a cumplir dieciocho años. Un día, dieciséis años antes, cuando madame Raquin era aún mercera, su hermano, el capitán Degans, le puso una niña en sus brazos. Venía de Argelia y le dijo, sonriendo, a su hermana:
—Aquí tienes una niña que es sobrina tuya. Su madre ha muerto... y yo no sé qué hacer con ella. Te la doy.
La mercera cogió a la niña, le sonrió y besó sus sonrosadas mejillas. Degans permaneció ocho días en Vernon. Su hermana le preguntó sobre aquella niña que le confiaba. Supo vagamente que la chiquilla había nacido en Orón y que su madre era una mujer indígena de gran belleza. El capitán, una hora antes de marcharse, le entregó una partida de nacimiento en la cual Thérèse, reconocida por él, llevaba su apellido. Partió y ya no lo volvió a ver más; unos años más tarde, murió peleando en África.
Thérèse creció, compartiendo el mismo lecho que Camille, bajo la tierna solicitud de su tía. Era de una salud de hierro, pero fue cuidada como si fuese una niña enfermiza, repartiéndose los medicamentos que tomaba su primo y respirando el aire cálido de la habitación ocupada por el enfermito. Permanecía horas y horas acurrucada ante el fuego, pensativa, con templando fijamente las llamas, sin cerrar los párpados. Aquella vida de convaleciente forzada la hizo encerrarse en sí misma y adquirió la costumbre de hablar en voz baja, de andar sin hacer ruido, de permanecer callada e inmóvil en una silla, con los ojos abiertos y mirando al vacío, y, cuando levantaba un brazo o movía un pie, se adivinaba en ella una flexibilidad felina, unos músculos cortos y poderosos, toda una energía y una pasión que dormían en aquella carne entumecida. Un día, su primo, víctima de una debilidad, se cayó; ella lo levantó y lo trasportó con un brusco movimiento y aquel despliegue de fuerza hizo aparecer rojos colores en sus mejillas. Ni la vida de claustro que llevaba ni el régimen debilitante a que estaba sometida pudieron debilitar su cuerpo delgado y robusto; únicamente su rostro adquirió unos tintes pálidos, ligeramente amarillentos, que resultaba casi feo a la sombra. A veces iba a la ventana y contemplaba las casas de enfrente, sobre las que el sol extendía su manto dorado.
Cuando madame Raquin vendió su tienda y se retiró a la casita a orillas del río, Thérèse experimentó secretos estremecimientos de alegría. Su tía le había dicho tantas veces: «¡No hagas ruido, estáte quieta!», que conservaba cuidadosamente oculta, en lo más recóndito de su ser, toda la fogosidad de su naturaleza. Tenía una serenidad extraordinaria, una aparente tranquilidad que ocultaba terribles arrebatos. Creía estar siempre en la habitación de su primo, junto a un niño moribundo sus movimientos eran suaves y tenía silencios, placideces y palabras balbuceantes de anciana. Cuando vio el jardín, el blanco río y los vastos ribazos verdes que subían en el horizonte, le entraron unas ganas salvajes de correr y de gritar; sintió que su corazón le golpeaba fuertemente en el pecho; pero ni un solo músculo de su rostro se movió, y se limitó a sonreír cuando su tía le preguntó si le gustaba aquella nueva casa.
Desde entonces, la vida se le hizo más llevadera. Conservó su docilidad, su fisonomía tranquila e indiferente, y siguió siendo la niña criada en el lecho de un enfermo; pero vivió interiormente una existencia ardiente y arrebatada. Cuando es taba sola, en la hierba, al borde del agua, se echaba boca abajo como un animal, con sus ojos negros desmesuradamente abiertos y el cuerpo encorvado, pronto a saltar. Y así permanecía horas enteras, sin pensar en nada, abrasada por el sol, sintiéndose feliz por poder hundir sus dedos en la tierra. Se imaginaba sueños locos; miraba con ojos de desafío al río que susurraba, pensando que el agua iba a lanzarse sobre ella y atacarla; ponía entonces en tensión sus músculos, se aprestaba a la defensa y se preguntaba con ira cómo podría vencer a las olas.
Por la noche, Thérèse, calmada y silenciosa, cosía junto a su tía; su rostro parecía dormitar bajo el tenue resplandor que se esparcía de la pantalla de la lámpara. Camille, hundido en el fondo de un sillón, pensaba en sus sumas. Solo alguna palabra, pronunciada en voz baja, turbaba por un instante la paz de aquel soñoliento interior.
Madame Raquin contemplaba a los jóvenes con serena bondad. Había resuelto casarlos. Seguía tratando a su hijo como a un moribundo y temblaba ante la idea de que ella iba a morir un día y que lo dejaría solo y doliente. Entonces confiaba en Thérèse, y se decía que la joven sería una guardiana vigilante junto a Camille. Su sobrina, con su aspecto tranquilo y su muda abnegación, le inspiraba una confianza ilimitada. Había visto cómo se portaba y quería dársela a su hijo como un ángel de la guarda. Aquel casamiento era una solución prevista y decidida de antemano.
Los muchachos sabían desde hacía mucho tiempo que un día se casarían. Habían crecido en esta idea que se les había hecho así familiar y natural. En la familia se hablaba de esta unión como de una cosa necesaria, fatal. Madame Raquin había dicho: «Esperemos a que Thérèse cumpla veintiún años». Y esperaban pacientemente, sin fiebre ni rubores.
Camille, a quien la enfermedad le había empobrecido la sangre, desconocía los violentos deseos de la adolescencia. Seguía siendo ante su prima un pequeño, y la besaba como besaba a su madre, por costumbre, sin que se alterara lo mínimo su egoísta tranquilidad. Veía en ella a una compañera complaciente que lo ayudaba a no aburrirse demasiado y que, en caso necesario, le preparaba una tisana. Cuando jugaba con ella y la tenía entre sus brazos, era como si fuese otro muchacho; su carne no experimentaba el menor estremecimiento. Y nunca le había pasado por la mente, en aquellos momentos, besar los labios cálidos de Thérèse, que se debatía riendo con una risa nerviosa.
La joven, por su parte, también parecía permanecer fría e indiferente. Clavaba a veces sus grandes ojos en Camille, contemplándolo durante varios minutos con una fijeza de una calma soberana. Solo sus labios tenían entonces unos pequeños movimientos imperceptibles. Nada se podía leer en aquel rostro firme al que una voluntad implacable mantenía siempre dulce y atento. Cuando se hablaba de su casamiento, Thérèse se ponía seria, limitándose a aprobar con una inclinación de cabeza todo lo que decía madame Raquin; en cuanto a Camille, se dormía.
En las noches de verano, los dos jóvenes se iban a la orilla del río. Camille se irritaba por los cuidados incesantes de su madre; se rebelaba, quería correr, ponerse enfermo, escapar a aquellos mimos que le daban náuseas. Entonces cogía a Thérèse, la provocaba a luchar con él, a revolcarse en la hierba. Un día empujó a su prima y la hizo caer; la joven se levantó de un salto, con ímpetu de fiera salvaje, y, ardiéndole la cara y los ojos inyectados en sangre, se precipitó sobre él, con los brazos levantados. Camille se dejó caer al suelo; tenía miedo.
Transcurrieron los meses y los años. Llegó el día fijado para la boda. Madame Raquin tuvo una conversación a solas con Thérèse; le habló de su padre y de su madre, y le contó la historia de su nacimiento. La joven escuchó a su tía, y luego la besó sin responder ni una palabra.
Aquella noche, Thérèse, en lugar de entrar en su cuarto, que estaba a la izquierda de la escalera, entró en el de su primo, que estaba a la derecha. Este fue el único cambio que hubo en su vida, aquel día. Y a la mañana siguiente, cuando los jóvenes esposos salieron de la habitación, Camille seguía arrastrando su languidez enfermiza, su santa tranquilidad de egoísta, y Thérèse conservaba su dulce indiferencia, su rostro impasible de aterradora calma.
Ocho días después de sus bodas, Camille declaró con toda claridad a su madre que estaba decidido a abandonar Vernon e irse a vivir a París. Madame Raquin protestó: tenía organizada su existencia y no quería cambiarla por nada del mundo. A su hijo le dio una crisis de nervios y la amenazó con caer enfermo, si no accedía a su capricho.
—Nunca te he contrariado en tus proyectos —le dijo—; me he casado con mi prima y me he tomado todas las medicinas que me has dado. Ya está bien que, al menos hoy, tenga una voluntad y que tú seas de mi opinión... Nos marcharemos a fin de mes.
Madame Raquin no durmió en toda la noche. La decisión de Camille trastornaba su vida, buscaba desesperadamente la manera de rehacer su existencia. Poco a poco, se fue haciendo en ella la calma. Reflexionó que el joven matrimonio podía tener hijos y que entonces no les bastaría ya con su reducida fortuna. Había que ganar más dinero, volver al comercio y encontrar una ocupación lucrativa para Thérèse. Al día siguiente, madame Raquin se había hecho ya a la idea de marcharse y había concebido el plan de una vida nueva.
A la hora de comer, estaba muy contenta.
—Miren lo que vamos a hacer —les dijo a sus hijos—. Yo me iré a París mañana; buscaré una tiendecita de mercería y, Thérèse y yo, nos pondremos otra vez a vender hilos y agujas. Así estaremos ocupadas. Tú, Camille, harás lo que quieras; te irás a pasear al sol o buscarás un empleo.
—Buscaré un empleo —respondió el joven.
La verdad era que solo una ambición estúpida impulsaba a Camille a irse. Quería emplearse en una gran administración; se enardecía de alegría cuando se veía, en sueños, en una amplia oficina, con mangas de lustrina y la pluma en la oreja.
A Thérèse ni la consultaron; había dado siempre muestras de una obediencia tan pasiva, que su tía y su marido no se tomaban ni la molestia de pedirle su opinión. Iba dondeellosiban, y hacía lo que ellos hacían, sin una queja, sin un reproche, sin parecer siquiera darse cuenta de que cambiaba de lugar.
Madame Raquin llegó a París y se fue directamente al pasaje de Pont-Neuf. Una solterona de Vernon le había dado las señas de una parienta suya que tenía en dicho pasaje una tienda de mercería de la que quería deshacerse. A la antigua mercera le pareció la tienda un poco pequeña y oscura; pero, al atravesar París, le había asustado el ruido de las calles y el lujo de los escaparates, y aquella galería estrecha, aquellas vitrinas modestas, le recordaron su antiguo comercio, tan apacible. Allí podía creerse aún en provincias, y respiró, pensando que sus queridos hijos serían felices en aquel rincón perdido. El precio modesto de la tienda con sus enseres la decidió; se la vendían en dos mil francos. El alquiler de la tienda y del primer piso no era más que mil doscientos francos. Madame Raquin, que tenía cerca de cuatro mil francos de economías, calculó que podría pagar la tienda y el primer año del alquiler sin tocar su capital. Los ingresos de Camille y los beneficios de la tienda, pensaba que bastarían para las necesidades cotidianas; de suerte que no tocaría ya sus rentas y dejaría que aumentase el capital para dotar a sus nietos.
Regresó a Vernon radiante de alegría, y les dijo que había encontrado una perla, un rincón delicioso, en pleno París. Poco a poco, al cabo de unos días, en las sobremesas de noche, la tienda húmeda y oscura del pasaje se convirtió en un palacio; la veía, en el fondo de sus recuerdos, agradable, espaciosa, tranquila y dotada de mil ventajas inapreciables.
—¡Ay, mi buena Thérèse —decía—, ya verás qué felices se remos en aquel rinconcito! Arriba hay tres hermosas habitaciones... El pasaje está lleno de gente... Pondremos unos escaparates preciosos... ¡No, no nos aburriremos!
Y no callaba. Todos sus instintos de antigua comerciante se despertaban; daba de antemano consejosa Thérèse sobrelaventa, sobre las compras y sobre los trucos del pequeño comercio. Por fin, la familia abandonó la casa de orillas del Sena y, en la noche de aquel mismo día, se instaló en el pasaje del Pont-Neuf.
Cuando Thérèse entró en la tienda donde iba a vivir en lo sucesivo, le pareció que se hundía en la tierra arcillosa de una fosa. Una especie de asco se le agarró a la garganta y sintió escalofríos de miedo. Contempló la galería sucia y húmeda, recorrió la tienda, subió al primer piso y dio una vuelta por todas las habitaciones; aquellas habitaciones desnudas, sin muebles, daban una espantosa impresión de soledad y deterioro. La joven no hizo ningún gesto ni pronunció una sola palabra. Se quedó como helada. Su tía y su marido habían bajado a la tienda, y ella se sentó en un baúl, con las manos rígidas y la garganta agarrotada de sollozos, sin poder llorar.
Madame Raquin, frente a la realidad, quedó turbada, avergonzada de su sueños. Intentó defender su adquisición; encontraba un remedio para cada nuevo inconveniente que se presentaba, justificando la oscuridad diciendo que el tiempo estaba nublado, y concluía afirmando que bastaría un escobazo para dejar la casa limpia.
—¡Bah! —respondía Camille—, esto es muy aceptable... Además, aquí no subiremos más que por la noche. Yo no volveré antes de las cinco o las seis de la tarde...
Ustedes estarán juntas y no se aburrirán.
Camille nunca hubiera consentido en vivir en semejante tugurio, si no hubiese contado con las agradables comodidades que pensaba hallar en su oficina; se decía que tendría calor todo el día en su administración y que, por la noche, se acostaría temprano.
Durante una semana larga, tanto la tienda como el piso permanecieron en desorden. Desde el primer día, Thérèse se había sentado detrás del mostrador, y ya no se movía de allí. Madame Raquin se asombró de esta actitud abatida; había creído que la joven intentaría adornar su vivienda, poner flores en las ventanas, pedir un nuevo empapelado, cortinas y alfombras. Cuando madame Raquin proponía una reparación o un embellecimiento cualquiera, su sobrina contestaba tranquilamente:
—¿Para qué? Estamos muy bien; no necesitamos lujos.
Fue madame Raquin quien tuvo que arreglar las habitaciones y poner un poco de orden en la tienda. Thérèse acabó por impacientarse al verla dar vueltas sin cesar ante sus ojos; entonces tomó una asistenta y obligó a su tía a que permaneciese sentada junto a ella.
Camille tardó un mes en encontrar trabajo. Iba el menor tiempo posible a la tienda y se pasaba todo el día callejean do. Hasta tal punto se apoderó de él el fastidio, que llegó a hablar de volver a Vernon. Por fin, entró en la administración del ferrocarril de Orléans. Ganaba cien francos al mes. Su sueño se había realizado.
Por la mañana salía de casa a las ocho; bajaba la calle Guénégaud y salía a los muelles; entonces, paso a paso, con las manos en los bolsillos, seguía el Sena, desde el Instituto hasta el Jardín des Plantes. Aquel largo recorrido, que hacía dos veces al día, no lo aburría nunca. Contemplaba el correr del agua y se detenía para ver pasar los cargamentos de madera que bajaban por el río. No pensaba en nada. A menudo se plantaba delante de Notre-Dame y contemplaba los andamiajes de la iglesia, por entonces en reparación, que la cubrían; aquellos gruesos tablones lo divertían, sin que supiese por qué. Luego, al pasar echaba una ojeada al Port aux Vins y contaba los coches de alquiler que venían de la estación. Al atardecer, atontado, con la cabeza llena de alguna historia tonta que contaban en la oficina, atravesaba el Jardín des Plantes y, si no tenía demasiada prisa, iba a echar un vistazo a los osos. Permanecía allí una media hora, asomad o al foso, siguiendo con la vista a los osos que se bamboleaban pesadamente; le agradaban las trazas de aquellos grandes animales y los examinaba, boquiabierto, con los ojos como platos, saboreando un goce estúpido al verlos removerse. Por fin, se decidía a volver a su casa, arrastrando los pies y contemplando a los transeúntes, los coches y las tiendas.
En cuanto llegaba, cenaba y luego se ponía a leer. Había comprado las obras de Buffon, y todas las noches se dedicaba a la tarea de leerse veinte o treinta páginas, a pesar de lo fastidiosa que le resultaba semejante lectura. También leía, por entregas de a diez céntimos, la Histoire du Consulat et de l’Empire, de Thiers,y la Histoire des Girondins, de Lamartine, o bien las obras de vulgarización científica. Así creía formar su educación. A veces obligaba a su mujer a escuchar la lectura de ciertas páginas o de ciertas anécdotas. Se asombraba mucho de que Thérèse pudiese permanecer pensativa y silenciosa durante toda una velada, sin sentir jamás la tentación de coger un libro. En el fondo, se confesaba a sí mismo que su mujer tenía una inteligencia limitada.
Thérèse rechazaba los libros con impaciencia. Prefería permanecer ociosa, con los ojos fijos en el vacío y el pensamiento perdido, en las nubes. Por lo demás, siempre conservaba el mismo humor tranquilo y complaciente; toda su voluntad ten día a hacer de sí misma un instrumento pasivo, de una con descendencia y una abnegación supremas.
El comercio iba tirando; cada mes, los beneficios eran poco más o menos siempre los mismos. La clientela se componía de las obreras del barrio. Cada cinco minutos entraba una muchacha y gastaba unos centavos en géneros. Thérèse servía a los clientes siempre con las mismas palabras, con una sonrisa que aparecía maquinalmente en sus labios. Madame Raquin se mostraba más amable, más halagadora, y a decir verdad, era ella quien atraía y retenía a la clientela.
Durante tres años, los días transcurrieron con la misma uniforme monotonía. Camille no faltó ni una sola vez a la oficina; su madre y su mujer apenas salían de la tienda. Y Thérèse, viviendo en una sombría humedad, en un silencio triste y abrumador, veía desplegarse ante sí la vida, totalmente estéril, que la llevaba cada noche a la misma cama fría y cada mañana a la misma jornada vacía.
Un día a la semana, el jueves por la noche, la familia Raquin recibía. Encendían la lámpara grande del comedor y se ponía a la lumbre una tetera con agua para hacer té. Era todo un acontecimiento. Aquella velada resaltaba sobre todas las demás; había pasado a ser en las costumbres de la familia como una orgía burguesa de una loca alegría. Aquel día se acostaban a las once.
Madame Raquin encontró en París a uno de sus viejos amigos, el comisario de policía Michaud, que había ejercido en Vernon durante veinte años, alojado en la misma casa que la mercera. Una estrecha intimidad se había establecido así entre los dos; luego, cuando la viuda vendió su comercio para ir a vivir a la casa de la orilla del río, se habían dejado de ver poco a poco. Michaud abandonó la provincia algunos meses más tarde y se fue a gastar apaciblemente a París, en la calle de Seine, los mil quinientos francos de su retiro. Un día de lluvia encontró a su antigua amiga en el pasaje de Pont-Neuf, y aquella misma noche cenaba en casa de los Raquin.
Así nacieron las recepciones del jueves. El antiguo comisario de policía cogió la costumbre de ir puntualmente una vez a la semana. Acabó por llevar a su hijo Olivier, un buen mozo de treinta años de edad, secoy delgado, queestabacasado con una mujer pequeñita, flemáticay enfermiza. Olivier ocupaba en la prefectura de policía un empleo de tres mil francos que causaba una gran envidia a Camille: era emplead o principal en la oficina de la policía de orden y de seguridad. Desde el primer día, Thérèse detestó a aquel mozo en varadoy glacial que creía honrar la tienda del pasaje exhibiendo en ella la sequedad de su alargado cuerpo y los desfallecimientos de su pobre mujercita.
Camille introdujo a otro invitado, un viejo empleado del ferrocarril de Orléans. Grivet llevaba veinte años de servicio; era oficial de primera yganaba dos mil cien francos. Él era quien distribuía la tarea a los empleados de la oficina de Camille, y este le profesaba cierto respeto; en sus ensueños se decía que Grivet moriría un día y que quizá él lo remplazase al cabo de unos diez años. Grivet quedó encantado de la acogida de madame Raquin y volvió todas las semanas con perfecta regularidad. Seis meses más tarde, la visita de los jueves se había convertido para él en un deber; iba al pasaje del Pont-Neuf lo mismo que iba todas las mañanas a su oficina, maquinalmente, movido por un instinto animal.
Desde entonces las reuniones se hicieron encantadoras.Alas siete, madame Raquin encendía el fuego, ponía la lámpara en medio de la mesa, colocaba un juego de dominó al lado y pasaba un paño por el servicio de té que se hallaba en el aparador. A las ocho en punto, el viejo Michaud y Grivet se encontraban delante de la tienda, procedente el primero de la calle de Seine y el otro de la calle de Mazarine. Entraban y toda la familia subía al primer piso. Se sentaban alrededor de la mesa, esperaban a Olivier Michaud y a su mujer, que llegaban siempre con retraso. Cuando ya estaban todos, madame Raquin servía el té, Camille vaciaba la caja del dominó sobre el tapete de hule y cada uno se abismaba en su juego. Ya no se oía más que el ruido de las fichas. Después de cada partida, los jugadores disputaban durante dos o tres minutos; luego volvía a hacerse el silencio, un silencio triste, rasgado por el seco golpear de las fichas.
Thérèse jugaba con una indiferencia que irritaba a Camille. Ponía en sus rodillas a Francois, el grueso gato atigrado que madame Raquin había traído de Vernon, y lo acariciaba con una mano, mientras con la otra colocaba las fichas. Las veladas del jueves eran un suplicio para ella; con frecuencia pretextaba un malestar o un fuerte dolor de cabeza para no jugar, permaneciendo allí ociosa, medio adormilada. Con un codo sobre la mesa, la mejilla apoyada en la palma de la mano, contemplaba a los invitados de su tía y de su marido, y los veía a través de una especie de niebla amarilla y humosa que salía de la lámpara. Todas aquellas cabezas la exasperaban. Sus miradas iban de una a otra con profundo disgusto y sordas irritaciones. El viejo Michaud exhibía un rostro descolorido, salpicado de manchas rojas, una de esas caras muer tas de viejo vuelto a la infancia; Grivet tenía la cara estrecha, los ojos redondos y delgados labios de cretino; Olivier, con sus mejillas huesudas, llevaba con seriedad sobre un cuerpo ridículo una cabeza rígida e insignificante; en cuanto a Suzanne, la mujer de Olivier, tenía una tez muy pálida, la mirada vaga, los labios blancos y la cara fofa. Y Thérèse no encontraba ni un hombre, ni un solo ser vivo entre aquellas criaturas grotescas y siniestras con las cuales estaba encerrada; a veces sufría alucinaciones y se creía enterrada en el fondo de una tumba, en compañía de cadáveres mecánicos que movían la cabeza y agitaban los brazos y las piernas, cuando tiraban de los cordelillos. El aire denso del comedor la ahogaba; el silencio estremecedor y los reflejos amarillentos de la lámpara llenaban su ánimo de vagos temores y de una angustia indefinible.