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Los monstruos del bosque nunca se fueron. Heather Evans regresa a la casa de su infancia después del suicidio de su madre. Busca respuestas, pero sus descubrimientos solo le generan más dudas. Encuentra una serie de cartas que datan de años atrás y provienen de una prisión de máxima seguridad. El remitente es Michael Reave: un asesino en serie conocido como el Lobo Rojo. Como si fuera poco, la nota que dejó su madre resulta inexplicable: "Será un shock pero ya no puedo vivir con esto, sin saber lo que sé y si la decisión que he tenido que tomar en ese momento ha sido la correcta. Dicen que esta es la manera más cobarde, ¿no? Las personas que lo piensan no saben lo que yo he vivido, esta horrible sombra que me ha perseguido desde siempre. Los monstruos del bosque nunca se han ido. Lo siento por todo lo que está por venir. Todo mi amor." ¿Quién era realmente su madre? Es posible que Michael Reave sea el único que tenga la verdadera respuesta.
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TIEMPO DE LOBOS
Jen Williams
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
“Espeluznante y convincente, Tiempo de lobos es una versión verdaderamente inquietante de las novelas de asesinos en serie. ¡Lo leí con el corazón en la boca!”
—Harriet Tyce, autora deNaranja de sangre.
“Intenso y con una veta de humor negro, Williams nos presenta personajes complejos y un viaje fascinante al pasado y al futuro de una secuencia de crímenes terribles. Aterrador, divertido y revelador”.
—Nathan Ripley, autor deTe encontraré en la oscuridad.
“No pude dejar de leer Tiempo de lobos. Necesité tomarme un descanso prolongado para almorzar, así lograba terminarlo y todavía no puedo expresarlo con palabras, excepto para decir: ¡Increíble!”
—Jennifer Saint,autora de Ariadna.
“Hacía tiempo que un libro no lograba impresionarme y obligarme a pausar la lectura. Con unas descripciones tan visuales que me recordaron la serie de Hannibal y un asesino que me robaba el aliento, Tiempo de lobos es un thriller crudo, ideal para los fans acérrimos del género”.
—Lucila Quintana,editora.
Williams, Jen
Tiempo de lobos / Jen Williams. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Trini Vergara Ediciones, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Constanza Fantin Bellocq.
ISBN 978-987-8474-34-2
1. Narrativa Inglesa. 2. Investigación Periodística. 3. Novelas de Suspenso. I. Fantin Bellocq, Constanza, trad. II. Título.
CDD 823
Título original: Dog Rose Dirt
Edición original: HarperCollins Publishers
© 2022 by Jen Williams
© 2022 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2022 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-987-8474-34-2
Para Juliet, el demonio sobre mi hombro que susurró: “Escribe un libro aterrador”.
Personajes enTiempo de lobos
Heather Evans, reportera. Ha regresado a la casa familiar después del suicidio de su madre.
Michael Reave, asesino en serie conocido como el Lobo Rojo. Está encarcelado en una prisión de máxima seguridad.
Imitador, asesino en serie que emula los crímenes del Lobo Rojo.
Ben Parker, inspector de policía a cargo del caso del imitador del Lobo Rojo.
CAPÍTULO 1
Antes
LA LUZ DEL HUECO DE la puerta caía sobre el rostro del chico y, por primera vez, este no le dio la espalda. Sentía los brazos y las piernas demasiado pesados, el collar alrededor del cuello demasiado sólido, demasiado ajustado. Además, darle la espalda tampoco lo había salvado en ocasiones anteriores.
La figura recortada en la luz se detuvo, como si notara este cambio de hábito, luego se arrodilló para desatar la correa de cuero con movimientos potentes, abruptos. El collar cayó y ella inmovilizó la cabeza del chico sujetándole un puñado de pelo negro cerca de las raíces.
Años más tarde, él no sabría decir qué fue distinto aquella vez. Estaba famélico y cansado, le pesaban los huesos y tenía la piel magullada; creía que cada centímetro de su cuerpo estaba resignado a la realidad de su existencia, pero en aquella ocasión, cuando los dedos de ella le retorcieron el pelo y las uñas se le clavaron en el cuero cabelludo, algo en él se despertó.
—Eres un animalito —dijo ella con tono distraído. Ocupaba la entrada del armario, bloqueando casi toda la luz—. Una bestia sucia. Apestas, ¿lo sabes? Mugriento de mierda.
Tal vez en el último momento ella llegó a darse cuenta de lo que había despertado, porque por una fracción de segundo un brillo de alguna emoción le dio vida a su rostro pálido y pastoso; vio algo en los ojos de él, quizá una expresión desconocida para ella, y el chico captó claramente la mirada de pánico que ella le dirigió al collar.
Pero fue demasiado tarde. Él se puso de pie de un salto, con la boca abierta y las manos como garras. Ella saltó hacia atrás gritando. La escalera estaba directamente a sus espaldas —él lo recordaba vagamente, de aquella vez anterior a lo del armario— y ambos rodaron hacia abajo; el chico aullaba y la mujer gritaba. Ese momento de caída fue muy breve, pero durante años él recordaría varias impresiones fuertes: el dolor ardiente cuando ella le arrancó un mechón de la sien, la sensación abismal de caer al vacío y el delirio salvaje de rasguñarle la piel con sus garras. Sus uñas.
Cayeron al suelo. Se hizo el silencio. No había, comprendió el chico, nadie más en la casa; nada de gritos, ni dedos largos, ni de alarmantes destellos rojos. La mujer, su madre, estaba tendida debajo de él hecha un conjunto de ángulos extraños, con el cuello extendido como si estuviera tratando de calmarlo. El brazo derecho se le había roto en la mitad del antebrazo y un hueso, asombrosamente blanco contra la piel grisácea, apuntaba hacia la ventana. La manga de la bata amarilla que vestía se le había enganchado en él.
—¿Meh?
Un delgado hilo de sangre le salía de la nariz y de la boca, y sus ojos —verdes, como los de él— estaban fijos en un punto sobre su cabeza. Con cuidado, le cubrió la boca y la nariz con la mano y presionó, observando fascinado como la piel se deslizaba y se arrugaba. Presionó con más fuerza, cargando todo el peso sobre el brazo y sintió que los labios de ella se aplastaban contra sus dientes, se rasgaban y...
Se detuvo. Necesitaba salir.
Era una mañana fría y gris, supuso que de otoño. La luz le dañaba los ojos, pero no tanto como esperaba. De hecho, sentía que la absorbía mientras observaba el paisaje inhóspito y el cielo con una creciente sensación de paz. Allí estaba el bosque; había jugado en él una vez, y las hojas se estaban coloreando de rojo y castaño. Allí estaban los campos, oscuros por la reciente lluvia, y también los viejos edificios anexos que su padre había dejado que se deteriorasen. En alguna parte más allá de ellos había un camino asfaltado, pero era una caminata larga desde donde se encontraba. El cuerpo de su madre, que había arrastrado hasta el césped cubierto de malezas, ya se veía más hermoso: fuera de la casa ella parecía distinta. La tomó de los tobillos y la arrastró unos metros más, cruzando el camino de tierra hasta el campo en barbecho del otro lado.
—Aquí.
Abrió la boca para decir algo más, pero no pudo hacerlo. La hierba mojada enmarcaba el cuerpo de su madre y le hacía de colchón; podía sentir la vida que bullía allí dentro: pequeñas moscas y escarabajos, la viva curiosidad de las lombrices. El chico se puso de rodillas junto a ella y sintió que se le llenaba el cuerpo de una ira tan llana y tan enorme que era como un paisaje en su interior, una furia que llegaba a todos sus rincones. Por unos minutos, se disoció de sí mismo y solo pudo ver esa ira plana, roja y oír el ruido de truenos. No volvió en sí hasta que una tosecita cortés a sus espaldas le hizo dar un respingo. Tenía los brazos ensangrentados hasta el codo y la boca pastosa con sabor a cobre. Tenía cosas entre los dientes.
—¿Qué es esto? ¿Qué tenemos aquí?
Había un hombre en la hierba, alto y anguloso. Llevaba sombrero y observaba al chico con una especie de curiosidad amable, como si se hubiera topado con alguien que estaba construyendo una cometa o jugando a golpear castañas. El chico se quedó completamente quieto. El hombre no era de la casa, pero eso no significaba que no lo fuera a castigar. Claro que lo castigarían. Bajó la vista para ver lo que le había hecho a su madre y se le oscureció la visión periférica.
—Bueno, bueno. No te pongas así.
El hombre dio un paso adelante y por primera vez el chico vio que tenía un perro, un perro enorme, peludo, negro. El animal despedía vaho en el frío aire matinal y lo observaba con ojos castaño amarillento.
—¿Sabes?, había olvidado por completo que los Reave tenían un chico, pero aquí estás. Aquí estás, después de todo.
El chico abrió la boca y la volvió a cerrar. Los Reave, los Reave eran su familia y se enfadarían con él.
—Y qué pedazo de criatura eres. —El chico se estremeció recordando cómo su madre lo había llamado, animal, bestia e inmundo, pero el hombre parecía contento, y cuando el chico levantó la vista, estaba moviendo la cabeza suavemente—. Creo que debes venir conmigo, mi pequeño lobo. Mi pequeño barghest. (*)
El lobo abrió la boca y soltó una lengua larga y rosada. Al cabo de un instante, comenzó a lamer la sangre de la hierba.
* Criatura mítica del norte de Inglaterra, sobre todo en Yorkshire, que aparece en forma de perro monstruoso y es un presagio de muerte u otro infortunio. (N. de la T.)
CAPÍTULO 2
CANSADA, CON FRÍO Y SIN ánimo para trivialidades incómodas, Heather se obligó a sonreír con expresión cortés. Un instante después se arrepintió y cambió la expresión con la misma deliberación: sonreír demasiado en un momento así sería visto como inadecuado y ya era plenamente consciente de que era tan bienvenida como un excremento en una piscina.
—Gracias, señor Ramsey, por esperarme. Es muy amable de su parte.
El señor Ramsey la fulminó con la mirada.
—Pues si hubieras venido por aquí más a menudo, habrías tenido tu propio juego de llaves de la casa de tu madre. —Respiró ruidosamente, transmitiendo en un único sonido bronquial todo lo que opinaba sobre Heather Evans—. Tu pobre madre. Es... es todo muy triste, sin duda. Muy triste. Una situación terrible en todos los sentidos.
—Sí, lo es. —Heather hizo sonar las llaves en la mano y contempló los arbustos y los árboles altos que ocultaban la casa de su madre desde el camino—. No quiero entretenerlo más, señor Ramsey.
Él se puso rígido al escucharla y las bolsas debajo de sus ojos se tornaron de un gris un poco más oscuro. Heather no dijo nada, dejó que el silencio se desparramara por la mañana nublada, y enseguida vio que él trataba de decidir si decirle lo que pensaba. Pero al final, él se volvió y regresó a su propia casa.
Heather permaneció en el lugar unos instantes más, respirando hondo y escuchando el silencio. Balesford era un vecindario residencial amplio, con casas separadas y cercas altas, rostros extrañamente similares y el mismo acento por todas partes. Teóricamente, era parte de Londres, enclavado como estaba en el límite con Kent, pero una parte muy anémica: sin color, sin vida.
Suspiró y agitó las llaves antes de inspirar con fuerza y dirigirse a la verja, semioculta por los frondosos arbustos perennes. Del otro lado había un pulcro jardín con macizos de flores demasiado grandes y un sendero de grava que llevaba a la casa. No tenía nada de especial ni de raro y, sin embargo, Heather sintió que se le contraía el estómago mientras subía por el sendero. No era una construcción cálida, nunca lo había sido; el yeso tosco, enguijarrado, sombrío, se fundía con las ventanas desnudas para sugerir un lugar cerrado, que siempre había estado así. La puerta estaba pintada de un color magnolia apagado y en el suelo, junto a ella, había una maceta de terracota redondeada. Estaba llena de tierra negra y en la superficie anaranjada, lisa, alguien había rayado un corazón con líneas irregulares y superpuestas. Heather miró la maceta con cierta sorpresa; su madre nunca le había parecido alguien a quien le gustase lo rústico; además, ¿por qué estaba vacía? Su madre nunca dejaba las cosas sin terminar, lo que, puestos a pensar en cómo había terminado todo, resultaba bastante curioso. Por un largo y tembloroso instante, Heather creyó que se echaría a llorar, allí, en el escalón de entrada, pero se pellizcó rápidamente el brazo y las lágrimas retrocedieron. “No hay tiempo para eso”. En el umbral había unas plumas, de alguna paloma, sin duda. Heather hizo una mueca y las alejó con la punta de la zapatilla deportiva; tomó luego la llave correcta del manojo.
Entró en un vestíbulo cargado de silencio y polvo; cuando abrió la puerta, algunas cartas y una pila de correo basura se desparramaron por el suelo. Era media mañana, pero el cielo plomizo de septiembre y los árboles altos de afuera mantenían el lugar cargado de sombras. Se apresuró a encender todas las luces que vio, y parpadeó cuando una recargada pantalla cobró vida en tonos pastel.
La sala de estar estaba ordenada y polvorienta. No había tazas sucias ni libros a medio leer sobre el sofá. Sobre el respaldo de una silla se veía un viejo abrigo rojo de lana gruesa en cuyas mangas se habían formado bolitas. La cocina estaba en estado muy similar; todo limpio y en su lugar. Su madre, observó Heather, hasta había dado la vuelta a la hoja del calendario para que mostrara el mes de septiembre, aun sabiendo que no llegaría al resto del mes.
—¿Qué sentido tenía, mamá?
Dio suaves golpes con los dedos en las páginas satinadas, y se fijó en que no había nada escrito en las cuadrículas, ni una sola nota que dijera “cancelar lechero/suicidarme”.
Heather subió pesadamente las escaleras; la alfombra gruesa ahogaba el ruido de sus pasos. El dormitorio principal estaba pulcro como el resto de la pequeña casa. El tocador de su madre estaba ordenado y limpio, con frascos de crema y de perfume en hileras como soldados. Junto a un espejo de mano antiguo había un par de cepillos. Heather se sentó y los contempló. Aquí su madre había mostrado más descuido, menos minuciosidad. Había pelos atrapados entre las cerdas, rubios con alguna cana hirsuta ocasional.
“Materia orgánica”, pensó Heather. No sabía por qué, pero la frase pareció asentársele en el pecho, pesada y venenosa. “Dejaste materia orgánica, mamá. ¿Fue intencionado?”.
El único objeto fuera de lugar sobre el tocador era una bola de papel algo amarillento, cubierto de una letra apretada. Para desviar su atención de los cepillos, Heather la tomó y la alisó, esperando encontrar uno de sus propios artículos; su madre no mantenía contacto frecuente con ella, pero estaba segura de que seguía con ojo crítico la carrera de su hija. Sin embargo, vio enseguida que era la página de un libro, posiblemente uno antiguo, a juzgar por la textura del papel y la tipografía. Había una anticuada xilografía que al principio no logró descifrar: mostraba lo que parecía ser una cabra, o tal vez un cordero, de pie encima de otro animal. ¿Un perroo un lobo, tal vez? El abdomen del lobo había sido abierto y cabras más pequeñas estaban introduciendo piedras grandes dentro de la abertura sospechosamente limpia. Los ojos de Heather se posaron sobre el texto, que le informó que cuando el lobo despertó, sintió sed y fue a la orilla del río a beber...
Era la página de un libro de cuentos de hadas, pero no tenía ni la menor idea de lo que había estado haciendo su madre con él. A Colleen nunca le habían gustado los cuentos antiguos y macabros; la hora de los cuentos, cuando Heather había sido niña, había consistido en una dieta estricta de ponis felices y niñas en internados. La página la hizo sentir incómoda: la extraña ilustración, la forma en la que había sido arrugada y abandonada sobre la mesa. ¿Habría querido su madre que la viera?
—Quién sabe qué estabas pensando, ¿verdad? Debiste de haber... debiste de haber perdido la razón, no lo sé...
De pronto, la habitación le resultó demasiado cerrada y sofocante; el silencio, demasiado ensordecedor. Heather se puso de pie, se tropezó con el tocador e hizo caer un frasco de perfume, que se destapó y la sobresaltó aún más.
—Mierda.
La fragancia, floral y espesa, inundó la habitación. Le hizo pensar en la sala mortuoria, específicamente en la sala de espera, en la que había habido varios arreglos florales de buen gusto, como si eso pudiera distraerla de lo que estaba por ver. Meneó la cabeza. Era importante no concentrarse en eso, le había dicho Terry, su compañero de apartamento. No pienses en el olor, no pienses en el viento que golpea los acantilados desiertos y, por favor, no pienses en el efecto particular que una caída al vacío tendrá sobre la materia orgánica de un cuerpo...
—Mierda. Necesito aire.
Empujó la bola de papel dentro de una gaveta donde no pudiera verla y bajó las escaleras. Cuando se dirigía a la puerta trasera, el sonido del timbre resonó por la casa.
De inmediato, la sensación de opresión en el pecho fue reemplazada por fastidio. Seguro que era alguien que vendía algo, pedía contribuciones para alguna obra de caridad o quería hablar sobre Dios. O tal vez era el maldito señor Ramsey. Se dirigió a la puerta, saboreando de antemano la expresión en el rostro del vecino cuando le dijera “¿No ve que estoy de duelo, con qué derecho viene a...?”, y se sorprendió al encontrarse en el umbral con una mujer mayor, alta, bien vestida. No llevaba papeles ni caja de donaciones en las manos, sino una fuente de comida con tapa, y en el rostro, una expresión compasiva.
—Eh... ¿qué necesita?
—¿Heather? Pero claro que eres tú.
La mujer sonrió y Heather sintió que su fastidio se disolvía por completo. Llevaba el cabello canoso muy corto, en un estilo que no favorecería a la mayoría de las personas, pero tenía buenos pómulos y un rostro alargado y atractivo. Heather no podía adivinar su edad; claramente era bastante mayor, más que su madre, pero tenía pocas arrugas en la piel, y ojos grises enérgicos y límpidos. “Mary Poppins”, pensó distraída. “Me recuerda a Mary Poppins”.
—Soy Lillian, vivo más arriba, querida. Solamente quería pasar y asegurarme de que estuvieras bien. —Levantó la fuente, por si Heather no la había visto—. ¿Puedo dejar esto en algún sitio?
Heather dio un salto hacia atrás para despejar la entrada.
—Disculpe. Claro que sí, pase.
La mujer avanzó con confianza por el corredor en dirección a la cocina; daba la impresión de que conocía la casa.
—Es solo un guiso —anunció mientras dejaba el recipiente sobre la encimera—. Cordero, zanahorias, cebollas y esas cosas. No eres vegetariana, ¿verdad, querida? No, eso pensaba. Simplemente caliéntalo en el horno suave. —Al ver la expresión en el rostro de Heather, volvió a sonreír—. Sé lo que pasa cuando tienes que enfrentarte con algo así. Es muy fácil olvidarse de comer bien y eso no ayuda para nada. No dejes de comer algo caliente todas las noches. Colleen era una amiga querida. Se arrancaría los pelos si supiera que podrías venirte abajo por todo esto.
Heather asintió, tratando de seguirle la conversación.
—Es muy amable por pensar en mí... eh... Lillian. ¿Conocía bien a mi madre? A Colleen, digo. ¿Dijo que vivía por aquí? Se habrá mudado en los últimos años, ¿no es así? —Estaba tratando de recordar a Lillian de su infancia o de las pocas visitas que había hecho de adulta, pero no lograba ubicarla.
—Vivo a la vuelta de la esquina. —La mujer estaba observando la cocina, como notando cada mota de polvo que hubiera mortificado a Colleen. Si bien a Heather el señor Ramsey le había inspirado desdén de inmediato, la idea de decepcionar a Lillian le resultaba extrañamente alarmante—. A veces Colleen y yo solíamos pasar la tarde juntas, tomando té y hablando de cosas de ancianas.
Heather asintió, aunque le resultaba raro pensar en su madre como una “anciana”.
—¿Qué impresión le dio? Quiero decir, en el último mes. —La pregunta pareció desconcertar a Lillian, de modo que Heather descruzó los brazos y trató de parecer más relajada—. No la veía tanto como hubiera debido hacerlo. Todo esto me ha impactado mucho.
—Tu madre era una mujer fuerte. Sorprendentemente fuerte. Pero es algo generacional, ¿sabes? La gente de mi edad, bueno, no hablamos sobre nuestros sentimientos. —Esbozó una sonrisita—. No es algo que solamos hacer, y lo cierto es que si Colleen no estaba bien, yo no me enteré de nada.
Heather pensó en la bola de papel sobre el tocador y la expresión apenada del agente de policía cuando le entregó el anillo de boda de su madre.
—Entonces, ¿nada de lo que decía le resultaba extraño? ¿No notó ningún comportamiento raro?
—Cielos... —Bajó la mirada como si Heather acabara de decir una palabrota delante del párroco—. Colleen mencionó que eras periodista, pero...
—Disculpe, no... —Heather apartó la mirada, esbozando una media sonrisa. “Soy incapaz de tener una conversación banal. Seguro que a mamá eso le hubiera resultado gracioso”—. ¿Puedo ofrecerle una taza de té?
—No, gracias, querida. —Hizo un gesto con la mano en dirección a Heather—. Lo que menos quiero es entrometerme en este momento. Solo quería dejar la comida y conocerte. Colleen hablaba de ti todo el tiempo, ¿sabes?
—¿En serio? —Heather volvió a sonreír, pero esta vez con esfuerzo—. No nos llevábamos siempre bien, la verdad. Fui una chica muy difícil, como seguramente le habrá contado.
—No, en absoluto. —Se quitó una pelusa de la manga—. Solo tenía elogios para su niña preferida.
Heather tuvo la repentina impresión de que Lillian mentía, pero asintió de todos modos. La mujer se dispuso a marcharse y le apretó suavemente el brazo al pasar.
—Si necesitas algo, querida, avísame. Como te dije, estoy muy cerca y con mucho gusto puedo cocinar o hasta lavarte la ropa si te sientes abrumada... —Heather la siguió por el pasillo como una colegiala descarriada; tenía la sospecha de que a menudo la gente seguía a Lillian así, arrastrada por su estela.
—¡Ah, pero mira eso! —La mujer se había detenido junto a la consola del vestíbulo, donde Colleen solía amontonar la correspondencia y dejar las llaves todos los días. Había una fotografía enmarcada de Heather que la mostraba de adolescente, sentada sobre la cama de su antigua habitación. Alta y desgarbada, con el cabello oscuro sobre los ojos, sostenía un diploma al mérito que le habían dado en la escuela por un ensayo o un cuento corto, ya no lo recordaba.
Al ver la fotografía, Heather volvió a sentir la opresión en el pecho; había sido tomada unas semanas antes de que su padre muriera y las cosas entre su madre y ella comenzaran a deteriorarse.
—Es la fotografía tuya que más me gusta —dijo Lillian, y sonó complacida por motivos que Heather no podía adivinar—. ¿No es encantadora?
Heather abrió la boca, sin saber qué responder. En la foto estaba vestida con una camiseta negra de The X-Files que le quedaba enorme y tenía una expresión malhumorada. No tenía ni idea de por qué su madre la había enmarcado, y mucho menos qué le veía de encantadora esta desconocida.
—Bueno, me voy entonces. —La mujer ya estaba afuera y su calzado blanco hacía crujir la grava—. Recuerda, querida, si necesitas algo, me avisas.
Heather recogió la correspondencia de la alfombra del vestíbulo y la dejó caer sobre la encimera de la cocina. Muchos folletos satinados, algunas facturas, varios menús de comida para llevar. Con un gesto de concentración, separó lo que necesitaría resolver y luego arrojó el resto al cubo de la basura. Algo en el fondo del recipiente se había podrido —un resto de comida, probablemente, de la última cena de su madre— y el repentino olor a carne putrefacta le revolvió el estómago. Sintiéndose descompuesta, se dirigió a la puerta trasera, segura de que el aire fresco la haría sentirse mejor.
Los altos árboles de hojas perennes ocultaban la vista de los vecinos. Cuando era niña —cuando vivía allí, cuando se enredaba en las piernas de su madre—, los árboles eran más bajos, incluso más acogedores. Entonces ensombrecían el jardín, ocultaban a Heather y mantenían el mundo exterior fuera. Junto a la puerta trasera había un pequeño cuadrado de hormigón con dos sillas de hierro, una mesita y otra maceta de arcilla que solamente contenía tierra. Vacía. Con el aire fresco se sintió mejor. Se preguntó por qué se habría puesto a vagar por la casa, recorriendo habitaciones y contemplando fotografías. Revisando el tocador. “Porque me estoy cerciorando de que ya no está aquí”, pensó e hizo una mueca. “Una parte de mí todavía cree que la encontrará en el baño, limpiando el retrete, o en la sala de estar, viendo la televisión. Estoy viendo si hay fantasmas”.
—Me cago en todo. —Respiró hondo y esperó a que las náuseas retrocedieran—. Qué desastre, mamá. En serio.
Su mente volvió a la página arrugada y pensó en el estado mental de su madre en los días antes de que se quitara la vida. ¿En qué habría estado pensando? Era difícil imaginar a su madre —una mujer con sentimientos cuasi religiosos sobre la utilización de posavasos y marcapáginas— arrancando una página de un libro, y ni qué decir de hacer una bola con ella, como si fuese basura. Pero allí estaba el oscuro meollo de todo, la aterradora verdad a la que Heather no quería mirar de frente: su madre no había estado en su sano juicio. Algo había sucedido que le había quitado la razón; un desconocido cruel y mortífero había tomado residencia dentro de la cabeza de su madre.
—Nada de esto tiene sentido para mí. Nada.
Muy poco tiempo después de llamarla para que se hiciera cargo del cuerpo de su madre, la policía la había puesto en contacto con un terapeuta, que había sido muy amable y había pasado mucho tiempo hablando sobre el estado de shock, sobre cómo las personas con depresión severa podían ser muy hábiles ocultándola, aun de sus seres más queridos. Heather había escuchado con paciencia, asintiendo, aturdida; aunque comprendía perfectamente bien lo que le explicaba, le había resultado... raro. Los viejos instintos habían comenzado a despertarse, los que le decían cuándo una historia era disparatada y cuándo era veraz.
—No seas ridícula —se dijo escuchando lo fría y débil que sonaba su voz—. Estás paranoica.
Afuera, en la calle delante de la casa, alguien hizo sonar el claxon y Heather dio un respingo. Lágrimas calientes le corrían por las mejillas y se las limpió, molesta, con el dorso de la mano. Después de un instante, sacó el teléfono de su bolsillo y vio que una notificación de mensaje de texto le hacía guiños.
Hola, cuánto tiempo. Oí que estás de vuelta por Balesford. ¿Quieres que nos veamos? Sentí mucho lo de tu madre, espero que estés bien. xxx
Nikki Appiah. Heather paseó la mirada por los árboles oscuros preguntándose si los vecinos estarían observando e informando sobre ella de algún modo, desde detrás de sus cortinas de tul. Sorbió y parpadeó rápidamente para despejar los ojos antes de escribir una respuesta.
¿Estás de centinela del vecindario o qué? Sí, estoy de vuelta por un tiempo. ¿Estás por aquí? ¿Vamos al Spoons? Necesito una copa.
Hizo una pausa y luego agregó un emoticono con rostro verdoso de vómito.
La respuesta de Nikki apareció casi de inmediato.
Son las once de la mañana, Hev. Pero sí, encontrémonos en el centro. Ha pasado demasiado tiempo y me gustaría verte la cara (aun si está verdosa). ¿Nos vemos en una hora? xxx
Guardó el teléfono. Se estaba poniendo más oscuro y el aire comenzaba a oler a minerales: la lluvia llegaría pronto y era mejor alejarse de allí. Una ráfaga de viento agitó los arbustos y, por un instante, a Heather le pareció que había demasiado movimiento allí, como si algo estuviera moviéndose con el viento, para ocultar sus pasos. Escudriñó las sombras, tratando de divisar una figura, luego regresó a la puerta trasera, convenciéndose de que su imaginación buscaba cosas de las que asustarse. La casa seguía pareciéndole vacía y desconocida, una cajita de mundanidad.
—¿Qué estabas pensando, mamá?
Su propia voz le sonaba triste y desconocida, de modo que se secó las últimas lágrimas de la mejilla y atravesó la casa para salir hacia el coche de alquiler.
CAPÍTULO 3
EL VIENTO SE HABÍA VUELTO fresco durante la mañana y había alejado los nubarrones, dejando el cielo limpio, frío, pero a la vez estimulante. Beverly se sentía complacida. Sus nietos, Tess y James, por lo menos podrían pasar unas horas en el jardín. Como todos los niños, vivían obsesionados con sus teléfonos y sus dispositivos, pero Beverly se enorgullecía de que todavía fuera posible tentarlos para salir de la casa cuando el tiempo era agradable, y con eso en mente, se puso el abrigo —el de entretiempo, pues el otoño todavía era templado— y atravesó la verja trasera. Su jardín era hermoso, pero no tenía castaños de indias, mientras que en el campo de atrás había dos bellos árboles de los que tal vez ya habrían empezado a caer los frutos.
Delante de ella estaba la hilera de árboles que rodeaba el campo, los dos castaños inmensos y una mezcla de robles, abedules y olmos. A la luz del sol, las hojas brillaban como vidrios pintados de verde, amarillo, rojo, dorado, y sí, allí estaban los frutos de los castaños de indias sobre el césped, con sus espinosas cáscaras verdes que dejaban al descubierto las entrañas lechosas. Beverly comenzó a llenarse los bolsillos solo con las castañas que habían sobrevivido ilesas a la caída, buscando las que tenían una cara plana, que eran las mejores para jugar al conkers, el juego en el que se las atraviesa con un cordón y se golpean las del adversario hasta rompérselas. Vio una o dos cuyas cáscaras se habían abierto solo parcialmente. Las pisó en un lado con la bota y sonrió con satisfacción cuando la castaña quedó liberada, suave y recién nacida. Consiguió una con cara bien plana.
—Creo que esta la guardaré para mí. —Se la introdujo en el bolsillo interno del abrigo. El juego no era divertido si no podía ganarle al menos a uno de sus nietos.
La castaña que recogió después de esa, que estaba en la hierba junto a las raíces del viejo árbol, le resultó extraña al tacto. Hizo una mueca y la elevó a la luz, sin percibir la mancha roja en sus dedos hasta que sintió el olor: el de la puerta trasera de la carnicería en un día de calor.
Beverly dejó escapar un chillido y soltó la castaña. La hierba alrededor de sus pies estaba oscura, saturada de sangre, comprendió demasiado tarde.
—Ese maldito perro —refunfuñó alejando la mano del cuerpo como si se la hubiera quemado—. Otra vez ha cazado algo.
Pero no se veía ninguna liebre destripada, ni siquiera un pájaro, cosas que ya había visto en el campo en el pasado. Por el contrario, cuando se acercó al tronco del viejo castaño de indias, vio que la sangre brotaba de las raíces, como si el propio árbol estuviera sangrando. La hondonada enorme junto a la base, por lo general llena de lodo y hojas secas, había sido rellenada con otra cosa.
—¡Ay, madre mía! ¡Ay, Dios mío, no, por Dios!
Los brazos de Beverly le colgaban a los lados del cuerpo, sus dedos estaban inertes. Había una cara en el hoyo, un rostro de mujer con los ojos cerrados y la boca abierta como si rezase. Tenía las mejillas cetrinas y salpicadas de materia oscura y le asomaban flores entre los dientes. “Flores rosadas”, observó Beverly, que nunca más pondría flores de ese color en su casa. “Rosas silvestres, por lo que parece”.
Aplastados debajo de la cabeza de la mujer había un par de pies, desnudos salvo por un anillo de plata alrededor del dedo gordo y el esmalte de uñas rosado pálido, y también había un brazo, con la palma de la mano hacia arriba, como si la mujer estuviera buscando ayuda o llamando a alguien. De manera completamente incongruente, Beverly vio también la manga de una chaqueta roja, con los botones anchos del puño perlados de gotas de humedad. Todo estaba tan apiñado que no podía ver el color del cabello de la mujer ni nada de su torso, si es que aún lo tenía, pero sí un lienzo suave de algo como cuerdas violáceas cayendo a cada lado del brazo. En la corteza del árbol encima de la hondonada, habían tallado un corazón: sin duda, el gesto romántico de algún amante.
Al borde del desmayo, Beverly se alejó tambaleándose del árbol y echó a correr hacia la casa, con el rostro empapado de lágrimas.
CAPÍTULO 4
—ESTE LUGAR SIEMPRE FUE UN cuchitril.
Heather puso los dos vasos sobre la mesa y dejó caer tres bolsas de papas fritas junto a ellos.
Nikki tomó una de las bolsas, con sabor a sal y vinagre, y la observó con aire crítico.
—Lo elegiste tú —apuntó con serenidad. Para fastidio de Heather, ella estaba igual que siempre. Llevaba el pelo negro trenzado y lentes más finos y elegantes; ambas cosas eran versiones más modernas del peinado y los lentes que había usado en la escuela. Hasta llevaba puesto un grueso suéter de punto azul que a Heather le recordaba el uniforme escolar—. Sé que Balesford no está lleno de lugares de moda, pero sospecho que podríamos haber elegido algo mejor que Wetherspoons.
—Bueno, por los viejos tiempos. —Heather bebió de su vaso e hizo una mueca. Al llegar al bar, había vuelto a las antiguas costumbres y terminó pidiendo ron con Coca Cola, la bebida que más asociaba con la época escolar. Nikki había pedido vino blanco con soda, aunque parecía más interesada en las papas fritas.
—Siento no haberte avisado antes de que había regresado, pero... todo ha sido tan complicado. ¿Cómo te enteraste de mi vuelta? ¿Tienes espías vigilando la casa? ¿Trabajas para el servicio de inteligencia, acaso?
Nikki negó con la cabeza y sonrió.
—Mi tía vive en tu calle, ya sabes. Y ella es básicamente el MI5 de Balesford. Todo el mundo estaba esperando que aparecieras, después de que el señor Ramsey contó que ni siquiera tenías llaves de la casa de tu madre. —Su sonrisa vaciló—. Lo siento, Hev. Lo siento muchísimo. Es terrible. ¿Cómo estás?
Heather se encogió de hombros y abrió una bolsa de papas fritas, evitando mirar a su amiga a los ojos. Nikki siempre había sido la buena, la amable, y ver bondad y comprensión en el rostro de otro ser humano era demasiado para ese momento, sobre todo después de haber estado en la casa. Materia orgánica.
—Estoy todo lo bien que se puede esperar, supongo. Hace un rato, mientras estaba en la casa, todo el tiempo me parecía que ella estaría allí, ¿sabes? Como si todo fuera un... no lo sé, un error burocrático. Es... —Algo se le movió dentro del pecho y el local le resultó endeble, como si el suelo estuviera a punto de desmoronarse—. Hacía mucho que no venía a la casa. Y... bueno, ya sabes que ella no era admiradora mía, precisamente.
—Eso no es lo importante.
—Sí, ya lo sé. —Bebió un poco y parpadeó al sentir el ardor en la garganta. El dolor de cabeza que había estado avecinándose se disipó y parte de la tensión se le aflojó de los hombros—. ¿Por qué se habrá suicidado, Nikki? No lo puedo comprender. Hay algo... hay algo que no parece estar bien. No tiene sentido.
Nikki parecía algo incómoda y se movió en la silla. El pub comenzaba a llenarse de gente que iba a almorzar, aprovechando el menú de curry por cinco libras.
—Al principio la tía Shanice no quería creerlo. Decía que el señor Ramsey estaba delirando... Heather, el suicidio es difícil de entender. Tu mamá debe de haberse sentido muy infeliz, muy atormentada, durante mucho tiempo, y es posible que nadie supiera que estaba sufriendo. Las enfermedades mentales pueden ser muy destructivas.
—Sí. Y yo iba a ser la última persona en enterarme, claro. Es solo que... —Se encogió de hombros—. Sé que recuerdas cómo era mi madre. Nunca armaba escándalos, siempre quería que todo fuera lo más tranquilo posible. Parece un gesto, como si me estuviera diciendo algo o quisiera... no lo sé... castigarme, quizá. —Al ver la expresión de Nikki, suspiró—. Lo sé, soy un cliché ambulante, negándome a aceptar lo que tengo delante porque la verdad es demasiado incómoda. Y haciendo que todo gire alrededor de mí, por Dios. Pero no puedo quitarme de encima la sensación de que algo se me está escapando. ¿Tu tía notó algo raro en ella? ¿Últimamente, quiero decir?
—Mira... —Nikki le apretó la mano por un instante y, de nuevo, Heather no pudo mirar a su amiga a los ojos—. Algunas cosas... no pueden comprenderse ni desmenuzarse a fuerza de razonamiento.
Heather asintió, con los ojos fijos en la superficie grasienta de la mesa.
—De todos modos, no hablemos más de esto, ¿de acuerdo? Son tonterías. ¿Cómo estás tú? Hace tiempo que no nos juntábamos así, a tomar algo sin haberlo planeado. ¿En qué andas? ¿Sigues en la enseñanza, supongo?
—Así es, y me doy cuenta por la cara que pones que eso te horroriza —respondió Nikki con una sonrisa y bebió un sorbo de vino—. Ahora estoy dando algunas clases en una universidad, cosa que sabrías si alguna vez prestaras atención a mis publicaciones de Facebook. Estoy cubriendo los departamentos de Lengua e Historia. ¿Tú sigues en el periódico?
Heather hizo una mueca de desagrado y trató de ocultarla metiéndose varias papas fritas en la boca al mismo tiempo.
—No funcionó. Hace un tiempo que estoy trabajando por mi cuenta, y lo prefiero así. —Más malos recuerdos. Se bebió el resto del vaso y arqueó las cejas—. ¿Otro?
Pasaron el resto de la tarde en el pub, y se cambiaron a los refrescos cuando la vista comenzó a nublárseles. En algún momento, una de las dos propuso pedir comida y pronto la mesa se llenó de platos y de manchas de salsa con curry de un amarillo alarmantemente intenso y trozos de pan plano, característico de la cocina india. Hablaron de la escuela y recordaron todas las viejas historias que por tradición deben ser rememoradas en momentos como ese. Poco a poco empezó a llegar el público de la tarde y convinieron que era hora de regresar a casa, pues pasar todo un día en un pub no era —señaló Nikki— el aspecto ideal que debía mostrar una docente.
—Como tú digas, profesora.
Afuera, el día se había puesto gris y frío, y mientras Nikki llamaba un taxi, Heather descubrió que la moderada cantidad de alegría que había podido acumular durante la tarde se le estaba escurriendo entre las sombras. No regresaría a su casa en ese momento, a su desordenada pero acogedora habitación en una casa compartida con otras personas desordenadas; volvería a la casa vacía de su madre, sin duda, a pasar una noche de malos recuerdos y preguntas sin respuestas. Algo debió reflejarse en su rostro, ya que después de guardar el teléfono en el bolsillo, Nikki le tocó el brazo con suavidad.
—El taxi tardará unos minutos. ¿Todo bien?
Heather se encogió de hombros. Los refrescos burbujeantes se le habían acidificado en el estómago y se sentía demasiado cansada como para fingir.
—La carta de despedida fue realmente extraña, ¿te lo conté? —Nikki negó con la cabeza; sus ojos castaños parecían sombríos—. Como dijiste, se ve que no estaba bien y supongo que no se puede esperar que una carta de despedida tenga sentido. —Trató de sonreír, pero solo logró hacer una mueca desagradable, de modo que no siguió. Abrió el bolso y tomó un trozo de papel de su libreta. Era de color lila claro, con un dibujo de un pajarito junto a un encabezado que decía “notas para ti”. Por motivos en los que no deseaba ahondar, la había llevado consigo desde que la policía se la había entregado junto con las pertenencias de su madre. La letra apretada de su madre ocupaba el centro de la hoja. Se la pasó a Nikki, que frunció el ceño y la alisó cuidadosamente con los dedos.
—“Para ustedes dos. Sé que esto será un golpe, y lamento que tengan que lidiar con todo este desastre, pero ya no puedo vivir con esto, sabiendo lo que sé, ni con las decisiones que tuve que tomar. Dicen que elegir este final es de cobardes; pues bien, los que lo dicen no saben con lo que he tenido que vivir, esta sombra terrible debajo de la que he vivido desde siempre. Todos aquellos monstruos del bosque nunca se fueron, al menos no para mí. Y tal vez me lo merezca. Realmente lamento todo lo que vendrá, por si sirve de algo. A pesar de lo que puedan creer, los amo a ambos, siempre los amé”.
Nikki no dijo nada; se limitó a fruncir los labios y mirar hacia la calle. Después de un instante, se llevó un dedo a la comisura del ojo y dejó escapar un suspiro lloroso.
—Hev, qué terrible. Pobrecita tu madre.
—Pero ¿no lo ves? —Heather tomó la nota de sus manos, la dobló y la volvió a guardar en el bolso. Tenerla fuera de vista le hacía bien—. Para ustedes dos. Los amo a ambos. ¿Qué significa? Solo soy yo. No le quedaba ningún otro familiar. ¿Y a qué se refiere con eso de las decisiones?
Nikki movió la cabeza lentamente.
—De acuerdo, es raro. Pero ¿tal vez se refería a ti y a tu padre? Si estaba muy mal, puede que hubiera olvidado que había muerto o... o tal vez le hablaba al que fuera a encontrar su cuerpo.
—Pero ambos suena demasiado específico. Como si estuviera refiriéndose a dos personas. ¿Y eso de los monstruos del bosque? ¿Qué diablos significa eso? —Suspiró—. Tienes razón, puede haber estado hablando de mi padre, pero me da rabia no saberlo. Pienso que voy a pasarme la vida preguntándome de qué hablaba; como si lidiar con toda esta mierda no fuera suficiente, tuvo que dejarme una carta de despedida vaga y misteriosa.
En algún lugar calle arriba, un perro ladraba; había comenzado a llover. La calle estaba casi desierta y la gente corría para escapar de la llovizna, pero cerca de la parada del autobús, una figura en la sombra se mantenía inmóvil. Un autobús pasó rugiendo, sin detenerse, y la figura apartó el rostro de la luz.
—Te entiendo. Creo que te sentirás mejor después del funeral. Se supone que los funerales nos permiten dar vuelta la página, ¿no es así? —Frunció los labios, como dudando de que fuera realmente así—. ¿Has comenzado a...?
—Ya está todo bastante encaminado —dijo Heather y sonrió. Le hacía bien ver a Nikki, tener a alguien que la guiara de vuelta a las cuestiones prácticas—. Ya has visto cómo es de colaboradora la gente en este tipo de situaciones. El problema es que ella tenía el teléfono consigo y... bueno, no sobrevivió. Así que necesito encontrar su libreta de direcciones, si es que tenía una. ¿La gente sigue anotando los números hoy en día? Supongo que si hay personas que lo hacen, mi madre sería una de ellas.
—Mi mamá y la tía Shanice están más que dispuestas a ayudarte, así que cuenta con ellas para lo que necesites. Mira, allí está el taxi. —Hizo un ademán con la cabeza en dirección a la acera.
Horas más tarde, Heather despertó en la habitación de huéspedes de la casa de su madre, y abrió los ojos a la oscuridad absoluta. Presa del pánico, tomó el teléfono de la mesa de noche y la luz de la pantalla sumió el lugar en un conjunto de sombras grises. “Es solo el cuarto de invitados”, se dijo, “son esas estúpidas cortinas gruesas”. La ventana del dormitorio de su propia casa daba a un farol de la calle, lo que hacía que nunca estuviera completamente a oscuras. Allí, con los árboles de afuera y las cortinas largas y pesadamente bordadas, se había despertado a una especie de ceguera. Temblando levemente, encendió la lámpara de la mesa de noche y se incorporó, con el teléfono en las manos.
Oyó un ruido de movimientos directamente encima de su cabeza. Se frotó los ojos y se dijo que era una mujer adulta en una casa desconocida; era lógico que hubiera ruidos raros y que se sintiera asustada. El ruido se convirtió en una especie de aleteo y a Heather se le puso la piel de gallina.
—De acuerdo —dijo en voz alta—. Hay un pájaro en el desván. Se ha metido una paloma, o hay un nido de estorninos o algo así. —Su voz sonaba conocida, normal; asintió para darse ánimos—. Un pájaro no es más que un pájaro. No hay nada de qué preocuparse.
Permaneció en la cama unos minutos, escuchando los ruidos con creciente fastidio. Finalmente, hizo a un lado el edredón y salió al pasillo. Tal vez, pensó, el ruido de sus pasos asustaría al pájaro y lo haría irse. El pasillo le resultó particularmente oscuro después de la luminosidad de la lámpara, y parpadeó varias veces esperando que sus ojos se acostumbraran. Hacía frío y la alfombra debajo de sus pies estaba extrañamente helada.
—Maldita casa.
La puerta del desván era una sombra casi invisible en el techo. Cuando Heather se detuvo debajo de ella, el ruido y el aleteo se detuvieron abruptamente, como si hubieran estado escuchando. Con curiosidad, y sintiéndose mucho más despierta que antes, permaneció allí unos instantes, alerta y frotándose los brazos de tanto en tanto. Hacía tanto frío que le pareció que podía ver su aliento en el aire.
La casa estaba en completo silencio; hasta los golpeteos y crujidos de la estructura parecían haberse acallado.
Heather se volvió para regresar a la habitación y vio la ventana en el extremo del pasillo. Por un instante, captó un movimiento allí afuera, como si algo estuviera observando desde el espeso límite del bosque. Unos ojos, enormes, brillantes y absolutamente inhumanos escudriñaban desde el otro lado del cristal a oscuras.
—¿Qué...?
Un segundo después, una ráfaga de viento agitó los árboles y lo que fuera que hubiera causado esa ilusión se disolvió en la nada. “Porque era solamente eso”, se dijo Heather, “tus ojos jugándote una mala pasada, boba”. Aun así, se acercó a la ventana y miró fuera. No se veía nada salvo las luces de la calle filtrándose por entre las ramas de los árboles; el brillo de la luna creaba siluetas extrañas y a medio formar.
Enfadada consigo misma, regresó a la cama. Dejó la lámpara de noche encendida hasta la mañana. Y aunque no volvió a escuchar los ruidos esa noche, su mente seguía regresando a ellos, y cuando se durmió, soñó con plumas suaves y oscuras y con el rostro redondo de su padre, rojo de ira.
CAPÍTULO 5
LA MAÑANA SIGUIENTE NO FUE agradable para Heather.
Sabía que alojarse en casa de su madre le provocaría muchos sentimientos incómodos, por lo que no se sorprendió cuando, al despertarse en una cama desconocida, se sintió envuelta en una mortaja de tristeza.
En otro tiempo, ese había sido el lugar donde su padre guardaba los trastos, y había estado lleno de objetos de todo tipo: manuales viejos de coches, enormes cubos de plástico para hacer cerveza casera, un gran congelador que su madre solía llenar de alimentos y envases de helado. De niña, a Heather le había encantado esa habitación; estaba convencida de que contenía todos los secretos de su padre. En ese momento, el dormitorio de huéspedes era pequeño, pulcro, carente de toda personalidad, pero aun así Heather no pudo evitar sentir la presencia de su madre allí, en las toallas apiladas sobre la banqueta, el pequeño tapete sobre el alféizar de la ventana, el florero vacío. Hacía frío y había demasiado silencio, de modo que se levantó, puso la calefacción al máximo y encendió la televisión y la radio a la vez. Cuando el nivel de ruido le resultó tranquilizador, se preparó un té bien cargado, se sentó a la mesa de la cocina y comenzó a hacer una lista de cosas que tenía que hacer.
Sorprendentemente, encontró la libreta de direcciones de su madre casi de inmediato; estaba olvidada en un revistero de madera en la sala de estar, así que lo más pronto que pudo, llamó a todos los que debían ser llamados, les transmitió las malas noticias y aceptó las condolencias. Cuando terminó con esa desagradable tarea, volvió arriba, casi sin darse cuenta, y apoyó la mano sobre el picaporte de la puerta de su antigua habitación. Conteniendo la respiración, la abrió y entró. Todavía podía reconocerlo como su dormitorio: la funda del edredón sobre la cama, pulcramente doblada, era de un color que solamente una adolescente elegiría, y el papel de la pared aún tenía las pequeñas peladuras en los sitios donde la cinta adhesiva había sostenido los pósters que su madre había quitado, enrollado y guardado en tubos poco tiempo después de que ella se fuera. Durante sus visitas a través de los años, Heather se había acostumbrado al hecho de que esa ya no siguiera siendo su habitación, pero por primera vez notó que su madre, al parecer, la había comenzado a usar para otras cosas: había una pequeña mesa plegable en un rincón, cubierta de materiales para manualidades.
Con una media sonrisa dibujada en el rostro, se sentó en la silla plegable y revolvió los objetos. Su madre había rescatado un viejo regalo de cumpleaños que Heather había pedido una vez, una costosa variedad de arcillas multicolor, y había estado haciendo alegres servilleteros decorados con muérdago y muñecos de nieve. Junto a las piezas terminadas había una nota autoadhesiva con la dirección de un asilo de ancianos cercano. ¿Habría tenido la intención de donarlos al asilo para la feria de Navidad? Habían ido a esa pequeña feria muchas veces cuando ella era niña, a comprar pasteles y conversar con los ancianos. Heather tomó uno de los servilleteros redondos y se lo colocó en el dedo. Su mamá les había dedicado mucho trabajo y había dejado uno a medio terminar.
¿Qué hacía que una persona dejara inconcluso su cálido proyecto artesanal y se pusiera a pensar en terminar con su vida?
La textura lisa de la arcilla contra el dedo le recordó las veces que había intentado crear objetos ella misma. Era difícil moldear la arcilla directamente del paquete; había que calentarla entre las manos, pero sus deditos nunca habían sido habilidosos. De pronto, recordó estar sentada en esa misma habitación junto a su madre, con periódicos desparramados cuidadosamente sobre la alfombra y platos pequeños delante de ambas. Su mamá había tomado cada trozo de arcilla colorida en las manos y lo había entibiado antes de pasárselo a ella para que pudiera crear algo.
Dejó el servilletero en su lugar con la mano temblorosa. “Nikki tenía razón”, pensó. “No tengo manera de saber cómo se sentía mamá. Estoy viendo misterios donde no los hay”.
Aun así, cuando abandonó la habitación, al volverse a mirar por última vez la mesa de trabajo, no pudo deshacerse de la sensación de que había algo en alguna parte que no encajaba en absoluto.
Pasó el día siguiente recorriendo la casa, tomando notas y preguntándose cómo alguien podía acumular tantas cosas. A mediodía, calentó el guiso que Lillian le había dejado y lo comió en un bol delante de la televisión. Era sabroso y espeso, pero cuando terminó se sintió levemente descompuesta y se preguntó si habría esperado demasiado para calentarlo, si algún ingrediente se habría echado a perder. Lavó la fuente con cuidado, por si Lillian pasaba a buscarla.
En cada lugar de la casa había un sinnúmero de cosas en las que pensar: qué hacer con la ropa, los objetos, las fotografías, hasta con lo más aburrido, como la ropa de cama y las cortinas. Y en cada ambiente aparecía una nueva catarata de recuerdos, como si todos estuvieran repletos de fantasmas de su infancia. La mayoría de los recuerdos no eran tan agradables como modelar arcilla en el suelo de su habitación. De pie en la puerta del baño, mientras recordaba una pelea monumental que había dado como resultado que Heather pateara la bañera con tanta fuerza que tuvo que ir a urgencias, se preguntó por qué no había llevado a alguien para que la ayudara con todo lo que había que hacer. Terry, su compañero de piso, se había ofrecido para ir, pero ella lo había rechazado de manera automática. Nikki también se habría alegrado de quitarle un poco de esta desagradable carga de los hombros.
¿Qué había detrás de eso? ¿Le preocupaba acaso que Terry pensara mal de ella por esta infancia ordinaria de las afueras? ¿O temía que él la viera en estado de vulnerabilidad?
Revolver cosas y revisar papeles había levantado polvo, de modo que buscó la aspiradora y la pasó sin entusiasmo por la sala de estar. Cuando perseguía unos cabellos errantes, el extremo de la boca de succión golpeó contra algo sólido debajo del sofá. Heather se inclinó y extrajo lo que bloqueaba el paso de la máquina. Se sorprendió al ver que se trataba de un libro, uno muy antiguo. Le quitó el polvo y la pelusa y contempló la cubierta con un gesto de preocupación. Era una recopilación de cuentos de hadas con la tapa blanda gastada; la ilustración de la cubierta mostraba un gran lobo negro, cuyas fauces abiertas dejaban al descubierto los dientes letales.
—Qué raro. —Lo dejó caer sobre una repisa y terminó de limpiar.
Dejó fuera, junto a la puerta de entrada, una bolsa de residuos para reciclar y respiró una bocanada del frío aire de otoño. Cuando tenía unos siete u ocho años, solía sentarse allí mismo con su lupa nueva para hacerles agujeritos a hojas secas y trozos de papel, todo lo que le caía entre manos. Descubrió que las hormigas estallaban con un ruidito cuando las quemaba con la lupa, y pasó una tarde muy entretenida creando docenas de cuerpecitos chamuscados sobre el sendero hasta que su madre salió y la pescó.
Le prohibieron salir al jardín durante una semana, en medio del verano; recordaba con tanta claridad la furia que había experimentado que sintió calor en las mejillas. Atrapada en su habitación, se dedicó a otras formas mezquinas de destrucción: romper los platos en los que le llevaban sándwiches, arrojar el perfume de su madre por el lavabo. Había estado terriblemente enfadada, y eso solo había empeorado las cosas.
“Por eso no quise que Terry viniese conmigo”. ¿Quién iba a querer que sus amigos adultos vieran la clase de niña que había sido en el pasado? En el aire frío, Heather sintió una oleada de angustia en el pecho.
—Los fantasmas hacen demasiado ruido —dijo, y se limpió las manos en la parte delantera de los jeans y volvió adentro.
Después de pasar unas horas ordenando y catalogando, recordó el desván. No había oído más ruidos extraños, pero al pasar por debajo con una taza de té en las manos, no pudo dejar de levantar la vista hacia allí. “El Hombre del Altillo”, pensó. “Cuando era pequeña, el abuelo siempre culpaba al Hombre del Altillo cuando algo se perdía”.
El recuerdo no le resultó reconfortante y comprendió que tendría que subir y revisar el lugar o estaría condenada a pasar la noche en la cama esperando escuchar al Hombre del Altillo, o aún peor, los suaves pasos de su madre.
—Pero por el amor de Dios, ¿qué me pasa? No hay monstruos en el desván. Dos días sola en la casa y me comporto como una niñita histérica de cinco años.
Una hora más tarde estaba sentada con las piernas cruzadas en el desván, sorprendida por lo acogedor que era el espacio, revisando una caja de viejos discos de vinilo.
Había muchas bandas y cantantes con ropa extraña que no conocía, pero unos cuantos resultaron prometedores: Led Zeppelin, Siouxsie Sioux, David Bowie. Seguramente habían sido de su padre. Él le había contado una vez que, cuando salía con su madre, había estado tratando de formar su propia banda musical; estaba aprendiendo a tocar el bajo, pero nunca había logrado perfeccionarse.
Con una leve sonrisa, dejó los discos a un lado decidida a guardarlos o venderlos por eBay, y cuando volvió a la caja vio que los discos habían estado ocultando una vieja y maltratada lata de galletas. La sacó de la caja y, al abrir la tapa, arrugó la nariz por el polvo. Apiñados adentro, había dos gruesos fajos de cartas sujetos con sendas gomas elásticas.