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Platón

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Beschreibung

"Timeo" es uno de los diálogos filosóficos más destacados escritos por Platón. En esta obra, aborda cuestiones cosmogónicas y teológicas al intentar explicar el origen y la estructura del universo. El diálogo comienza con una discusión sobre la naturaleza de la realidad y la necesidad de encontrar una explicación racional para la existencia ordenada y armoniosa del cosmos. A través de la figura de Timeo de Locres, se presenta una cosmología que postula la existencia de un demiurgo, un artesano divino, que utiliza formas eternas o "ideas" para dar forma y orden al caos primordial. Este demiurgo actúa imitando el modelo de las ideas perfectas y eternas, creando así el universo físico como una copia imperfecta pero ordenada de esas formas ideales. "El Timeo" también aborda conceptos como la materia, el espacio, el tiempo y la naturaleza del alma humana. Se considera el más completo estudio de cosmología, física, medicina y fisiología que conoció la Grecia clásica. Este diálogo es, junto con la República, el más citado por Aristóteles, y constituye la fuente de doctrina platónica más consultada durante la Antigüedad y la Edad Media.

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PLATÓN

TIMEODiálogo entre Sócrates, Timeo, Hermócrates y Critias

ÍNDICE

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

TIMEO (Diálogo entre Sócrates, Timeo, Hermócrates y Critias)

FIN

Título: Timeo (Diálogo entre Sócrates, Timeo, Hermócrates y Critias)

Autor: Platón

Título original: Τίμαιος

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2023 AMA Audiolibros

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08750 Molins de Rei

Barcelona

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INTRODUCCIÓN

Platón fue un filósofo griego, discípulo de Sócrates y uno de los más destacados de la antigua Atenas que vivió entre los años 427 y 347 a.C. Nacido en una familia aristocrática, Platón mostró desde joven un profundo interés por la filosofía y la política. Tras la ejecución de Sócrates en el 399 a.C., Platón fundó la Academia en Atenas, una institución educativa que se convertiría en un centro prominente de aprendizaje durante varios siglos. A lo largo de su vida, Platón escribió numerosos diálogos filosóficos que exploran una amplia gama de temas, incluida la ética, la política, la epistemología, la metafísica y la estética.

Platón es conocido por su teoría de las "ideas" o "formas", según la cual el mundo sensible que percibimos es una mera copia imperfecta de las realidades eternas e inmutables que constituyen el mundo de las ideas. La influencia de Platón en la filosofía occidental es incalculable, y su pensamiento ha sido objeto de estudio y debate durante más de dos milenios. Su enfoque en la búsqueda de la verdad, la justicia y la virtud ha dejado una huella indeleble en la tradición filosófica, política y educativa de Occidente.

"El Timeo" es uno de los diálogos filosóficos más destacados escritos por Platón. En esta obra, Platón aborda cuestiones cosmogónicas y teológicas al intentar explicar el origen y la estructura del universo. El diálogo comienza con una discusión sobre la naturaleza de la realidad y la necesidad de encontrar una explicación racional para la existencia ordenada y armoniosa del cosmos. A través de la figura de Timeo de Locres, se presenta una cosmología que postula la existencia de un demiurgo, un artesano divino, que utiliza formas eternas o "ideas" para dar forma y orden al caos primordial. Este demiurgo actúa imitando el modelo de las ideas perfectas y eternas, creando así el universo físico como una copia imperfecta pero ordenada de esas formas ideales. "El Timeo" también aborda conceptos como la materia, el espacio, el tiempo y la naturaleza del alma humana.

Se considera el más completo estudio de cosmología, física, medicina y fisiología que conoció la Grecia clásica. Este diálogo es, junto con la República, el más citado por Aristóteles, y constituye la fuente de doctrina platónica más consultada durante la Antigüedad y la Edad Media.

TIMEODiálogo entre Sócrates, Timeo, Hermócrates y Critias

SÓCRATES. —Uno, dos, tres. Pero, mi querido Timeo, ¿dónde está el cuarto de los que fueron ayer mis convidados y que se proponen hoy obsequiarme?

TIMEO. —Precisamente debe estar indispuesto, Sócrates, porque voluntariamente de ninguna manera hubiera faltado a esta reunión.

SÓCRATES. —A ti, pues, y a todos vosotros os corresponde ocupar su lugar, y desempeñar su papel a la par que el vuestro.

TIMEO. —Sin dificultad; y haremos todo lo que de nosotros dependa. Porque no sería justo que, después de haber sido tratados ayer por ti como deben serlo los que son convidados, no lo tomáramos con calor nosotros, los que aquí estamos, para pagarte obsequio con obsequio.

SÓCRATES. —¿Recordareis qué cuestiones eran y qué importantes, las que comenzamos a examinar?

TIMEO. —Sólo en parte; pero lo que hayamos podido olvidar, tú nos lo traerás a la memoria. O más bien, si esto no te desagrada, comienza haciendo un resumen en pocas palabras, para que nuestros recuerdos sean más precisos y más exactos.

SÓCRATES. —Conforme. Ayer os hablé del Estado, y quise exponeros muy particularmente lo que debe ser, y de qué hombres debe componerse, para alcanzar lo que, en mi opinión, es lo más perfecto posible.

TIMEO. —Es, en efecto, eso mismo lo que dijiste, y que nos satisfizo cumplidamente.

SÓCRATES. —¿No separamos en el Estado desde luego la clase de labradores y de artesanos de la gente de guerra?

TIMEO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y no hemos atribuido a cada uno, según su naturaleza, una sola profesión y un solo arte? ¿No hemos dicho, que los que están encargados de combatir por los intereses públicos, deben de ser los únicos guardadores del Estado, y que si algún extranjero o los mismos ciudadanos producen algún desorden, deben tratar con dulzura a los que están bajo su mando, por ser sus amigos naturales, y herir sin compasión en la pelea a todos los enemigos que se pongan a su alcance?

TIMEO. —Seguramente.

SÓCRATES. —He aquí, por qué hemos dicho, que estos guardadores del Estado debían unir a un gran valor una grande sabiduría, para mostrarse como es justo, suaves para con los unos y duros para con los otros.

TIMEO. —Sí.

SÓCRATES. —Y en cuanto a su educación, ¿no hemos resuelto, que debía educárseles en la gimnasia, en la música y en todos los conocimientos que puedan serles convenientes?

TIMEO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Además hemos añadido, que una vez educados de esta manera, no deben mirar como propiedad, suya particular ni el oro, ni la plata, ni cosa alguna; sino que, recibiendo estos defensores de los que protegen un salario por su vigilancia, salario modesto, cual conviene a sabios, deben gastarle en común, porque en comunidad tienen que vivir, sin correr con otro cuidado que el cumplimiento de su deber, y despreciando todo lo demás.

TIMEO. —Es lo mismo que dijimos, y de la manera que lo dijimos.

SÓCRATES. —Respecto a las mujeres, declaramos, que sería preciso poner sus naturalezas en armonía con la de los hombres, de la que no difieren, y dar a todas las mismas ocupaciones que a los hombres, inclusas las de la guerra, y en todas las circunstancias de la vida.

TIMEO. —Sí, también eso se dijo, y de esa misma manera.

SÓCRATES. —¿Y la procreación de los hijos? ¿No es fácil retener lo que se dijo a causa de su novedad: que todo lo que se refiere a los matrimonios y a los hijos sea común entre todos; que se tomen tales precauciones, que nadie pueda conocer sus propios hijos, sino que se consideren todos padres, no viendo más que hermanos y hermanas en todos los que puedan serlo por la edad, padres y abuelos en los que hayan nacido antes, hijos y nietos en los que han venido al mundo más tarde?

TIMEO. —Sí, y todo eso es fácil retenerlo, por la misma razón que tú das.

SÓCRATES. —Y para conseguir en todo lo posible hijos de un carácter excelente, ¿no recordamos haber dicho, que los magistrados de ambos sexos, deberían, para la formación de los matrimonios, combinarse secretamente, de manera que, haciéndolo depender todo de la suerte, se encontrasen los malos de una parte, los buenos de otra, unidos a mujeres semejantes a ellos, sin que nadie pudiese experimentar sentimientos hostiles hacia los gobernantes, por creer todos que los enlaces eran obra de la suerte?

TIMEO. —De todo eso nos acordamos.

SÓCRATES. —¿Y no hemos dicho también, que sería preciso educar los hijos de los buenos, y trasladar, por el contrario, en secreto a una clase inferior los de los malos? ¿Después, cuando se hayan desarrollado, examinar con cuidado a unos y a otros, para exaltar a los que sean dignos, y enviar a donde convenga a los que se hiciesen indignos de permanecer entre vosotros?

TIMEO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Y bien, todo lo que ayer se expuso, ¿no lo hemos recorrido ahora, aunque sumariamente? ¿O acaso, mi querido Timeo, se nos ha olvidado algo?

TIMEO. —De ninguna manera; hemos recordado toda la discusión, Sócrates.

SÓCRATES. —Escuchad ahora cuál es mi parecer y lo que creo respecto del Estado, que acabamos de describir. Mi opinión es poco más o menos la misma que se experimenta, cuando, considerando preciosos animales representados por la pintura, o si se quiere, reales y vivos, pero en reposo, se desea verlos ponerse en movimiento, y entregarse a los ejercicios que requieren sus facultades corporales. He aquí precisamente lo que yo experimento respecto al Estado descrito. Tendría mucho gusto en oír contar, respecto a estas luchas que sostienen las ciudades, que el Estado que hemos descrito las arrostra contra los demás, marchando noblemente al combate, y mostrándose durante la guerra digno de la instrucción y de la educación dada a los ciudadanos, sea en acción sobre el campo de batalla, sea en los discursos y en las negociaciones con las ciudades vecinas. Seguramente, mis queridos Critias y Hermócrates, me confieso incapaz para alabar dignamente, como se merecen, tales hombres y tal Estado. En mí no es esto extraño; pero me imagino que lo mismo sucede a los poetas de los antiguos tiempos y los poetas de hoy día. No es que desprecie yo la raza de los poetas; pero es una cosa sabida por todo el mundo, que la clase de imitadores imitará fácilmente y bien las cosas en que ha sido educada; mientras que respecto a las cosas extrañas al género de vida que ha observado, es difícil reproducirlas en las obras, y más difícil aún en los discursos. En cuanto a la raza de los sofistas, los tengo por gentes expertas en muchas clases de discursos y en otras cosas muy buenas; pero temo que, errantes como viven de ciudad en ciudad, sin domicilio fijo, no pueden dar su parecer sobre lo que los filósofos y los políticos deban hacer o decir en la guerra y en los combates, y en las relaciones que tienen con los demás hombres, ya en cuanto a la acción, ya en cuanto a la palabra. Resta la raza de los hombres de vuestra condición, que participan por su carácter y por su educación de los unos y de los otros. ¿Hay en la culta Locres, en Italia, un ciudadano que supere por la fortuna o el nacimiento a Timeo, que ha sido revestido con los más importantes cargos y las mayores dignidades de su patria, y que en mi opinión ha subido también a la cima de la filosofía? Con respecto a Critias, ¿quién de nosotros ignora que está familiarizado con todos los asuntos de estas conversaciones? En cuanto a Hermócrates, su carácter y su educación hacen que esté al alcance de todas estas cuestiones, y de ello tenemos numerosos testimonios. En esta persuasión accedí ayer con gusto a la súplica que me hicisteis de que hablara del Estado, convencido de que cada uno de vosotros podía, si quería, tomar parte en la discusión. Porque ahora que hemos puesto nuestra república en estado de hacer noblemente la guerra, sólo vosotros, entre todos los hombres de nuestro tiempo, podéis acabar de darle todo lo que la conviene. Ahora que he concluido mi tarea, a vosotros toca llevar a cabo la vuestra. Habéis convenido y concertado obsequiarme con un discurso en cambio del que yo os dirigí, y heme aquí pronto y completamente dispuesto a recibir lo que queráis ofrecerme.

HERMÓCRATES. —Sin duda, como ha dicho Timeo, mi querido Sócrates, nosotros no buscamos falsos pretextos, ni queremos más que hacer lo que tú exijas. Desde ayer al salir de aquí, aun antes de haber llegado a la casa de Critias, durante todo el camino, examinamos de nuevo esta cuestión. Critias nos refirió entonces una historia de los antiguos tiempos. Repítela, Critias, para que Sócrates vea si se refiere o no a nuestro asunto.

CRITIAS. —Lo haré, si Timeo, nuestro tercer compañero, opina lo mismo.

TIMEO. —Seguramente sí.

CRITIAS. —Escucha, Sócrates, una historia muy singular, pero completamente verdadera, que refería en otro tiempo el más sabio de los siete sabios, Solón. Era a la vez padre y amigo de mi bisabuelo Dropido, como él mismo lo dice repetidas veces en sus versos. Refirió a Critias, mi abuelo, y éste en su ancianidad nos lo repetía, que en otro tiempo habían tenido lugar en esta ciudad grandes y admirables cosas, que habían caído en el olvido por el trascurso de los tiempos y las grandes destrucciones de los hombres, y que entre tales cosas había una más digna de consideración que todas las demás. Quizá recordándola, podremos justamente atestiguarte nuestro razonamiento; y celebrar en esta asamblea del pueblo, de una manera conveniente a la diosa, como si la cantáramos un himno.

SÓCRATES. —Muy bien. Pero ¿qué suceso es este que Critias contaba, con referencia a Solón, no como una fábula, sino como un hecho de nuestra antigua historia?

CRITIAS. —Voy a referir esta historia, que no es nueva, y que oí a un hombre, que no era joven. Critias, según él mismo lo decía, tocaba entonces en los noventa años, cuando yo apenas contaba diez. Era el día Cureotis de las fiestas Apaturias. En la fiesta tomamos parte los que éramos jóvenes, en la forma acostumbrada, y nuestros padres propusieron premios para los que sobresalieran entre nosotros en la declamación de versos. Se recitaron muchos poemas de varios poetas, y como entonces eran nuevas las poesías de Solón, muchos las cantaron. Alguno de nuestra tribu, fuera porque así lo creyese o porque quisiera complacer a Critias, dijo que Solón no sólo le parecía el más sabio de los hombres, sino también el más noble de los poetas. El anciano Critias, me acuerdo bien, se entusiasmó al oír esto, y dijo complacido: «Aminandro, si Solón, en lugar de hacer versos por pasatiempo, se hubiera consagrado seriamente a la poesía como otros muchos; si hubiera llevado a cabo la obra que trajo de Egipto; si no hubiera tenido precisión de dedicarse a combatir las facciones y los males de toda clase, que encontró aquí a su vuelta; en mi opinión, ni Hesíodo, ni Homero, ni nadie le hubieran superado como poeta».

—¿Y qué obra era esa Critias? —preguntó Aminandro.

—Es la historia del hecho más grande y de más nombradía, que fue realizado por esta ciudad, y cuyo recuerdo, a causa del trascurso del tiempo y de la muerte de sus autores, no ha llegado hasta nosotros.

—Repítenos desde el principio —replicó el otro— lo que contaba Solón, qué tradición era esa, y quién se lo contó como una historia verdadera.

—Hay —dijo Critias— en Egipto, en el Delta, en cuyo extremo divide el Nilo sus aguas, un territorio llamado Saitico, distrito cuya principal ciudad es Sais, patria del rey Amasis. Los habitantes honraban como fundadora de su ciudad a una divinidad, cuyo nombre egipcio es Neith, y el nombre griego, si se les ha de dar crédito, es Atena. Aman mucho a los atenienses, y pretenden en cierto modo pertenecer a la misma nación. Solón decía que cuando llegó a aquel país, había sido acogido perfectamente; que había interrogado sobre las antigüedades a los sacerdotes más versados en esta ciencia; y que había visto, que ni él ni nadie, entre los griegos, sabía, por decirlo así, ni una sola palabra de estas cosas. Un día, queriendo comprometer a los sacerdotes a que se explicaran sobre las antigüedades, Solón se propuso hablar de todo lo que nosotros conocemos como más antiguo, de Foroneo, llamado el primero, de Niobe, y después del diluvio, de Deucalión y Pyrro, con todo lo que a esto se refiere; explicó la genealogía de todos los descendientes de aquellos, y ensayó, computándolos años, fijar la fecha de los sucesos. Pero uno de los sacerdotes más ancianos, exclamó:

—¡Solón! ¡Solón!, ¡vosotros los griegos seréis siempre niños; en Grecia no hay ancianos!

—¿Qué quieres decir con eso? —replicó Solón.

—Sois niños en cuanto al alma —respondió el sacerdote—, porque no poseéis tradiciones remotas ni conocimientos venerables por su antigüedad. He aquí la razón. Mil destrucciones de hombres han tenido lugar y de mil maneras, y se repetirán aún, las mayores por el fuego y el agua, y las menores mediante una infinidad de causas. Lo que se refiere entre vosotros, de que en otro tiempo Faetonte, hijo del Sol, habiendo uncido el carro de su padre y no pudiendo conservarle en la misma órbita, abrasó la tierra y pereció él mismo, herido del rayo, tiene todas las apariencias de una fábula; pero lo que es muy cierto e innegable, es que en el espacio que rodea la tierra y en el cielo se realizan grandes revoluciones, y que los objetos que cubren el globo a largos intervalos desaparecen en un vasto incendio. En tales circunstancias los que habitan las montañas, y en general los lugares elevados y áridos, sucumben más bien que los que habitan las orillas de los ríos y del mar. Con respecto a nosotros, el Nilo, nuestro constante salvador, nos salvó también de esta calamidad desbordándose. Cuando por otra parte, los dioses, purificando la tierra por medio de las aguas, la sumergen, los pastores en lo alto de las montañas y sus ganados de toda clase se ven libres de este azote; mientras que los habitantes de vuestras ciudades se ven arrastrados al mar por la corriente de los ríos. Pues bien, en nuestro país, ni entonces, ni en ninguna ocasión, las aguas se precipitan nunca desde las alturas a las campiñas; por el contrario, manan de las entrañas de la tierra. Por estos motivos, se dice, que entre nosotros es donde se han conservado las más antiguas tradiciones. La verdades que en todos los países, donde los hombres no tienen precisión de huir por un exceso de agua o por un calor extremado, subsisten siempre en más o en menos, pero siempre en gran número. Así es que, sea entre vosotros, sea aquí, sea en cualquiera otro país de nosotros conocido, no hay nada que sea bello, que sea grande, y que sea notable en cualquiera materia, que no haya sido consignado desde muy antiguo por escrito, y que no se haya conservado en nuestros templos. Pero entre vosotros y en los demás pueblos, apenas habéis adquirido el uso de las letras y de todas las cosas necesarias a los Estados, cuando terribles lluvias, a ciertos intervalos, caen sobre vosotros como un rayo, y sólo dejan sobrevivir hombres iliteratos y extraños a las musas; de manera que comenzáis de nuevo, y os hacéis niños sin saber nada de los sucesos de este país o del vuestro, que se refieran a los tiempos antiguos. Ciertamente esas genealogías, que acabas de exponer, Solón, se parecen mucho a cuentos de niños; porque además de que sólo hacéis mención de un solo diluvio, aunque fue precedido por otros muchos, ignoráis que la mejor y más perfecta raza de hombres ha existido en vuestro país, y que de un solo germen de esta raza que escapó a la destrucción, es a lo que debe vuestra ciudad su origen. Vosotros lo ignoráis, porque los que sobrevivieron, murieron durante muchas generaciones, sin dejar nada por escrito. En efecto, en otro tiempo, mi querido Solón, antes de esta gran destrucción mediante las aguas, esta misma ciudad de Atenas, que vemos hoy día, sobresalía en las cosas de la guerra, y superaba en todo por la sabiduría de sus leyes; y a ella se atribuyen las acciones más grandes, y las mejores instituciones de todos los pueblos de la tierra.