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¿A quién elegirá Joanne? Joanne Delaney haría cualquier cosa con tal de proteger a su querida hija de aquella petición de custodia..., ¡incluso aceptar un matrimonio de conveniencia! Lo que no sabía era que iba a recibir dos ofertas inesperadas: una de Nick Mason, un guapísimo desconocido, y otra del millonario David Banning.
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Seitenzahl: 198
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Carole Mortimer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Todo por ella, n.º 1753 - diciembre 2014
Título original: The Fiance Fix
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5581-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
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Este sitio es solo para mujeres o también os dedicáis a los hombres?
Joey encontró graciosa la pregunta y levantó la vista del dinero que contaba en la caja después de un largo día de trabajo.
¡Anda! El hombre a la entrada no sería un genio en expresarse, pero lo compensaba con su aspecto: alto y musculoso, atractivo rostro viril, cabello oscuro largo y ojos color chocolate que parecían invitar a irse a la cama con él.
Pero… ¿qué la habría llevado a pensar en eso último? Joey era una madre soltera de treinta años, tenía una niña de seis y en los últimos diez años creía haber oído todas las formas posibles de intentar ligar con ella, así que nunca la habían atraído los hombres por los mensajes ocultos en sus ojos. ¡Todo lo contrario!
–Esto es una peluquería unisex, si eso es lo que quiere saber –respondió secamente, enderezándose.
–Eso es lo que quería saber –confirmó él, burlón–. ¿Tienes tiempo para hacer algo con esto? –preguntó, pasándose la mano por el espeso cabello oscuro.
La peluquería había cerrado a las cinco y media, cinco minutos atrás, pero Susie, la última ayudante en marcharse, se había olvidado de echar el cerrojo al salir.
–Pues, lo cierto es que está cerrado…
–Perdona la molestia –dijo el hombre, asintiendo con la cabeza antes de darse la vuelta para marcharse.
–… pero si solo quiere que le recorte un poco… –acabó de decir Joey con gesto interrogante. Era el día en que Lily tenía ballet, y Joey disponía de unos treinta minutos hasta que se hiciese la hora de ir a buscarla.
–¡Genial! –dijo el hombre, volviendo a entrar tan rápido que Joey dio un paso atrás.
El moderno salón, con su decoración en plateado y negro adornando con fotografías de cortes de pelo en boga, pareció empequeñecerse ante el tamaño del hombre con camisa a cuadros marcándole los anchos hombros y las largas piernas enfundadas en vaqueros un poco polvorientos, que mediría más de un metro ochenta y cinco.
Quizá no fuese tan buena idea dejarlo entrar, se preocupó Joey. A pesar de su talla, el hombre parecía amable, pero estaban los dos solos y ¡hasta un asesino en serie podía parecer simpático!
–Créeme, lo único que quiero es que me adecentes un poco –le aseguró el hombre, sentándose en uno de los sillones frente a la pared de espejo.
Joey se puso como un tomate. A él le había bastado una mirada para darse cuenta de lo que ella pensaba.
A propósito, agarró del armario un peinador rosado que generalmente usaban para las clientas y lo envolvió con él, cubriéndole las manos.
–¿Qué quiere que le haga? –le preguntó con su acento más profesional a la imagen reflejada en el espejo, intentando no pensar en lo pequeña que se veía a su lado. Ambos tenían la misma altura: él sentado y ella de pie, con su pelo rubio hasta los hombros y los cautelosos ojos verdes orlados de negras pestañas.
–Lo que te he dicho, que me recortes un poco –dijo él, encogiéndose de hombros.
Tenía un bonito cabello, del mismo color chocolate que sus ojos burlones, si bien un poco sucio de polvo, descubrió al pasarle las manos por las ondas.
–¿Quiere que se lo lave antes de cortarle? –le ofreció.
–Me lo lavaré más tarde, cuando me duche –rechazó él–. Si no le importa el polvo, quiero decir.
–No, en absoluto –dijo Joey, tomando el peine y las tijeras. Al acercarse sintió su loción de después de afeitarse mezclado con un ligero olor a sudor, como si el hombre hubiese estado haciendo ejercicio físico–. ¿Trabaja en el edificio de al lado? –le preguntó mientras comenzaba a cortarle el cabello.
–Lamento encontrarme en este estado –se disculpó él–. En una situación normal, no hubiese venido aquí directamente del trabajo, pero…
–¿Tiene una cita importante? –adivinó Joey bromeando. Con lo guapo que era, ¿cómo no iba aquel hombre a tener una cita?
–Algo por el estilo –dijo él, riendo por lo bajo. El sonido profundo y ronco resultó de lo más sensual y le dio un escalofrío a Joey.
Se sintió inquieta. Desde luego, aquel hombre acababa de entrar de la calle, era obvio que era un obrero de la construcción, estaba probablemente allí para hacer una tarea y luego marcharse. Lo más seguro era que Joey nunca lo volviese a ver. Además, tenía una «cita importante» aquella noche.
–¿Cómo van las cosas por allá? –preguntó, señalando con la cabeza la obra detrás de la peluquería.
–Bien. Pronto derribarán este sitio también, ¿no? –preguntó.
Los dedos de Joey temblaron un segundo mientras le recortaba por encima de la oreja. Se alegró de estar inclinada, así él no le vería la expresión.
–Pronto, sí –confirmó con dureza.
Intentaba no pensar en ello, a pesar de que el dueño del local le había informado hacía varias semanas que no le renovaría el contrato cuando este se acabase, y faltaban solo dos meses para ello.
Al igual que todos los demás del bloque, él también había vendido a la cadena de supermercados Mason, una empresa que rápidamente se estaba convirtiendo en la más grande del país, capaz de pagarle una suma que ni en cien años de alquiler conseguiría reunir. Todas las propiedades de la manzana se hallaban ya vacías y, en algunos casos, derribadas. El hombre estaba cubierto de polvo, pero lo mismo le sucedía a su peluquería, por más que limpiasen y limpiasen.
–¿He metido el dedo en la llaga? –preguntó el hombre frente a ella suavemente.
–Sí –respondió Joey, sin aclarar que «llaga» no expresaba ni por asomo lo que ella sentía al verse desalojada–. Comprendo que trabajes para Dominic Mason, pero…
–Construcciones Harding tiene la contrata para edificar el nuevo supermercado –la interrumpió él.
–Da igual –dijo Joey. ¿Qué más daba quién lo hacía? Encontrar un local nuevo para su empresa le había puesto la vida patas arriba.
Y como si ello fuese poco, el padre de Lily había reaparecido hacía dos meses. Recibió la notificación de la terminación del contrato y la carta del padre de Lily el mismo día. ¡Una fecha para tachar en el calendario!
Con respecto a lo primero, poco podía hacer. En cuanto a lo segundo, lo había resuelto con una cortante carta informando a Daniel Banning que no tenía nada que decirle en absoluto, que todo ya había sido dicho. A su carta había seguido un silencio sepulcral.
–¿Decías…? –le dijo su cliente con curiosidad–. Sobre Dominic Mason –le recordó cuando Joey lo miró sin comprender.
Dominic Mason, pensó Joey con disgusto. Desde su aparición en el mundo del supermercado diez años atrás, el tipo había logrado comprar otras dos cadenas conocidas, expandiéndose a Estados Unidos y Europa, a la vez que expandía su cadena en Inglaterra.
–Ese tipo sólo estará contento cuando se compre todos los supermercados del mundo –masculló.
–Un megalómano del supermercado –bromeó el hombre.
–Exactamente –dijo Joey, que se enfadaba fácilmente cuando salía a relucir el tema de Dominic Mason–. ¿Cuánto dinero necesita ese tipo? –dijo con sarcasmo, atacando con las tijeras el oscuro cabello.
–No me lo dejes demasiado corto, si no te importa –intervino el hombre con suavidad.
–Perdone –dijo ella, disculpándose con una sonrisa–. Como habrá imaginado, Dominic Mason no es santo de mi devoción.
–No me sorprende –asintió el hombre con la cabeza–. ¿Ha encontrado tu jefe adónde ir?
¿Jefe?
–Yo soy la «Joanne» que da el nombre a la peluquería –lo corrigió–. Aunque todos me llaman Joey –añadió, sin saber por qué. Así la llamaban sus amigos, ¡y aquel hombre estaba lejos de serlo!
–No me había dado cuenta de que eras la dueña –reconoció él–. No me extraña que lo consideres una p… ejem, un problema –se autocorrigió–, que te causa Dominic Mason.
–Acabará ganando él, por supuesto –suspiró ella, quitándole con un cepillo el pelo que le había recortado de la nuca–. Los de su calaña siempre ganan. Pero no tengo intención de moverme de aquí hasta que sea absolutamente necesario –añadió con decisión.
Sabía que su salón de belleza probablemente estaría interfiriendo con la construcción del nuevo supermercado Mason, porque se hallaba justo en el medio del terreno de la obra. ¡Mejor! ¡Aunque tuviese que ahogarse en una nube de polvo, valía la pena causarle a Dominic Mason todo el trastorno posible!
–No te culpo –dijo el hombre sin darle demasiada importancia y poniéndose de pie en cuanto Joey le quitó el peinador rosado–. ¿Cuánto te debo?
–Dar forma son ocho libras con cincuenta –dijo ella automáticamente, mirando el práctico reloj que llevaba en la muñeca; ya casi era la hora de pasar a recoger a Lily y a su amiga Daisy de su clase de ballet.
–¡Cielos! –dijo él, metiendo la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacándola vacía–. Ahora recuerdo que me dejé la cartera en la otra ropa. Una obra no es el sitio más adecuado para llevar cartera o tarjetas de crédito –añadió exasperado.
Genial. Ahora resultaba que el hombre ni siquiera podía pagarse un corte de pelo. No era la primera vez que a Joey le sucedía algo así, pero generalmente era alguno de sus clientes habituales quien se dejaba la cartera en casa por error.
–Mira, lo siento de veras –se disculpó el hombre, con las mejillas teñidas de rojo–. ¿Te parece bien que te traiga el dinero a primera hora de la mañana?
–De acuerdo –dijo Joey, segura de que no volvería a verlo nunca.
No es que fuese una cínica. Era que su vida había adquirido el hábito de sorprenderla cada dos por tres con cosas por el estilo. Y que el tipo aquel la timase era solo algo más que añadir a una lista que ya se estaba extendiendo demasiado.
–No me crees, ¿verdad? –se dio cuenta él, mirándola especulativamente.
–He dicho que está bien –dijo ella, esbozando una rápida sonrisa. Al menos, era su propio tiempo el que había desperdiciado. Al pensar en el tiempo, volvió a mirar el reloj. Ya tenía que estar saliendo–. Por favor, no te preocupes más por el corte de pelo.
–He dicho que te lo pagaré por la mañana y lo haré –le aseguró él con rostro serio–. Si fuese tú, echaría el cerrojo después de que yo me fuese –le recomendó con firmeza.
¡Ojos sugerentes y una naturaleza cariñosa! ¡Qué combinación más atractiva!
De ninguna manera, se dijo Joey inmediatamente. Ya tenía bastantes complicaciones en su vida: encontrar un local nuevo para su salón además de quitarse de encima a Daniel Banning, que intentaba alterar la vida que había construido con esfuerzo para sí misma y su hijita. Lo único que le faltaba era sentirse atraída por un hombre que tenía una cita importante aquella noche, ¡y que ni siquiera tenía dinero para pagarse un corte de pelo!
–Gracias –lo siguió hasta la puerta.
–En serio que vendré a primera hora de la mañana a pagarte –repitió él, deteniéndose en la puerta para darse la vuelta.
–Desde luego que lo harás –asintió ella con la cabeza, incrédula.
–¿A qué hora abrís? –le preguntó él, molesto por el evidente escepticismo femenino.
–A las nueve y media. Pero como ya te he dicho, no te preocupes por ello…
–Sí que lo haré –la interrumpió él con suavidad–. Probablemente no pueda dormir esta noche –bromeó, antes de dirigirse a la polvorienta camioneta aparcada fuera.
Joey dio un bufido mientras lo miraba alejarse. Quizá él no durmiese aquella noche, ¡pero tenía la sensación de que ello se debería más a su cita que a la preocupación por su deuda de ocho libras con cincuenta!
–De acuerdo, Daisy, hemos llegado –le dijo Joey a la pequeña. Las dos niñas sentadas en el asiento trasero hablaban tanto, que seguro que ni se habían dado cuenta de que habían llegado a la casa de Daisy. Y pensar que, en cuanto terminase con sus tareas, Lily la llamaría por teléfono como si no se hubiesen visto en todo el día.
¿Habría sido ella alguna vez así?, se preguntó Joey. No lo creía, pero lo que sí era cierto era que a pesar de sus defectos, su madre siempre estaba esperándola cuando volvía a casa. Y como Lily y Daisy eran hijas de madres solteras, no tenían aquello…
–Gracias –le sonrió Daisy antes de salir del coche.
–Dile a tu madre que estaré aquí a las ocho y media para llevarte al colegio –dijo Joey automáticamente, devolviéndole el saludo con la mano a Hilary cuando aquella salió a recibir a la niña.
Como ambas estaban solas, las dos mujeres compartían las responsabilidades de sus dos hijas mientras hacían malabares para ejercer sus profesiones y mantenerlas. Joey las llevaba al colegio por la mañana y Hilary las recogía por la tarde y se quedaba con Lily hasta que Joey la pasaba a buscar después del trabajo. Todo había funcionado muy bien hasta entonces.
–¿Has pasado un buen día, mami? –preguntó Lily con interés mientras recorrían la milla que las separaba de su propia casa. Era una diminuta réplica suya. ¡Gracias a Dios que no se parecía a su padre en absoluto!
Joey frunció el ceño. Hasta las cinco y media, el día había sido un día corriente: ajetreado y lleno de polvo. Hasta que la había engañado ese… pero no había motivo para preocupar a Lily con aquello.
–Muy bien, cielo –respondió, restándole importancia–. ¿Y tú?
–He traído mi examen de ortografía para el viernes –dijo su hija y su expresión disgustada se reflejó en el retrovisor.
Joey contuvo una sonrisa; ¡el problema de los deberes de Lily era que interferían con su vida social!
–Estoy segura de que nos saldrá bien –prometió, con el rostro impertérrito–. ¿Qué quieres cenar hoy?
–Pasta y pollo frito –respondió su hija predeciblemente. Pocas veces deseaba comer algo distinto.
–Será mejor que también comamos unos guisantes, ¿no te parece? –dijo Joey sonriendo con indulgencia. Como todos los niños del mundo, Lily odiaba la verdura.
–Si no hay más remedio –accedió la niña a regañadientes–. Yo… ¡oh, mira, mami! Hay un coche aparcado frente a casa –dijo excitada.
Joey miró el coche azul intrigada. Pocas veces recibía visitas en el pequeño chalet adosado que ambas compartían en la tranquila zona residencial de la ciudad. Entre el trabajo y cuidar a Lily, tenía poco tiempo para vida social propia.
–Quizá vienen a visitar a los vecinos –dijo, aparcando su coche tras el azul antes de salir y abrirle la puerta trasera a Lily con deliberado desinterés por el coche aparcado. ¡No había ninguna necesidad de quedarse mirándolo como si fuese un platillo volador!
Su hija, que no tenía inhibiciones, miró hacia el coche abiertamente, tomada de la mano de Joey mientras se dirigían a su casa.
–Hay un hombre sentado dentro, mami –le dijo en un audible susurro.
Joey se estremeció al oírla, segura de que «el hombre sentado dentro» la había oído. Era una cálida tarde y probablemente él tenía la ventanilla del coche abierta.
Abrió con la llave la puerta de entrada y la empujó.
–Venga, Lily –alentó a su hija, que se retrasaba, llevada por la curiosidad.
–Se baja del coche, mami –la informó Lily, tironeando de la manga de la ligera chaqueta que Joey llevaba sobre una camiseta rosada y unos pantalones negros.
Joey lo comprobó, entrecerrando los ojos contra el sol poniente mientras observaba al alto hombre que emergía del coche.
Al reconocer al hombre alto y rubio de guapo rostro dominado por un par de fríos ojos azules que la recorrieron de arriba abajo antes de mirar abiertamente a Lily, Joey sintió que se quedaba sin respiración instantáneamente.
El padre de Lily.
La sensación de mal agüero que la perseguía desde que escribió la tajante carta volvió con toda su fuerza. Rodeando protectoramente a su niña con el brazo, supo que solo podía haber un motivo que causase la venida de Daniel…
Entra y cuelga la chaqueta del colegio, Lily –le dijo Joey a su hija con voz trémula–. Enseguida voy.
–Pero mami…
–¡Entra, Lily! –profirió antes de tomar aire para controlarse y esbozar una sonrisa tranquilizadora al ver que los labios de su hija comenzaban a temblar ante su inesperada rudeza–. Enseguida voy –le aseguró, restándole importancia–. Pon el vídeo un ratito –le dijo, sabiendo que aquel inesperado placer calmaría la mortificación de su hija; generalmente la televisión y los vídeos estaban reservados para el fin de semana.
–¡Genial! –exclamó Lily antes de apresurarse a entrar; ya se había olvidado del inesperado visitante.
Joey se puso tensa y cuadró los hombros al levantar la cabeza para mirar al hombre que había provocado aquella escena. Entrecerró los ojos, perpleja al verlo mejor.
–Usted no es Daniel –dijo lentamente.
Aquel hombre era muy parecido al padre de Lily; ambos altos y rubios, los dos tenían aquellos ojos fríos y calculadores, pero aquel hombre era mayor que los treinta y dos años de Daniel. Probablemente estaría llegando a los cuarenta.
–Mi nombre es David Banning –dijo el hombre, con un fuerte acento americano–. Soy el hermano de Daniel.
El hermano de Daniel… Joey ni siquiera sabía que tenía un hermano, aunque no había motivo para no creerle. Además, el parecido era evidente.
–¿Daniel no tuvo el coraje para venir él, entonces? –preguntó, sarcástica.
La mirada azul se tornó más helada y la boca se endureció en una fina línea.
–Habría sido bastante difícil, dadas las circunstancias –dijo David con brusquedad–. Daniel murió hace cuatro meses.
Joey se lo quedó mirando sin comprender, e incapaz de reaccionar, tragó varias veces mientras se bamboleaba ligeramente con una sensación de irrealidad. Daniel, ¿muerto? Pero, ¿cómo? ¿Qué?
Sacudió la cabeza cuando un pensamiento repentino la asaltó.
–No puede ser –dijo débilmente–. Yo… me escribió una carta hace dos meses…
–Fui yo –la interrumpió David Banning.
D. Banning. La carta que había recibido estaba firmada: D. Banning. Aquel hombre, el hermano de Daniel, también era D. Banning.
Había pensado que la firma de la carta era un poco formal, dadas las circunstancias, pero como no había visto a Daniel desde el momento en que lo informaron del nacimiento de Lily, Joey había decidido que era el extraño que prefería ser.
Pero la carta no había sido suya, porque él llevaba muerto dos meses cuando la enviaron…
–¿Cómo murió? –preguntó roncamente.
–De la misma forma en que vivió –se encogió de hombros su hermano–. Alocadamente. Conducía una lancha de alta velocidad demasiado rápido y se le dio la vuelta y se hundió. Recuperamos su cuerpo tres días más tarde –añadió.
Joey recordó al irresponsable y divertido joven que había conocido hacía siete años. Sí, se imaginaba a Daniel disfrutando del poder de la lancha, oía su risa triunfante mientras desafiaba a los dioses del mar… Y perdía.
–Lo siento –murmuró.
–¿De veras? –le preguntó David con escepticismo–. Creo que ambos debemos hablar, ¿no te parece? –añadió con dureza.
Joey se envaró. No le gustaba el sonido de aquello. Aquel hombre ya le había dicho todo lo que tenía que saber, ¿o no?
–Como ve, estoy muy ocupada en este momento –dijo, señalando con la cabeza hacia el interior de la casa. Se oía el vídeo en la tranquilidad de la tarde.
–Ya veo –dijo David Banning suavemente, rodeando el coche para quedarse de pie a poca distancia de ella. Llevaba un traje claro de cara hechura, al igual que la camisa de seda blanca y la corbata gris con que lo acompañaba–. Ella se parece mucho a Daniel –murmuró roncamente.
–«Ella» se llama Lily –espetó Joey, indignada ante la comparación–. ¡Y no se parece en nada a Daniel, gracias a Dios!
–Es verdad –asintió David Banning con una burlona inclinación de cabeza–. Pero sigo pensando que tenemos que hablar… Josey, ¿verdad?
–Joey –corrigió ella abruptamente, intentando con desesperación asimilar lo que le sucedía. ¿Cuánto sabría aquel hombre de lo que había sucedido hacía siete años? ¿Y exactamente qué pretendía hacer al respecto?
–Joey –repitió él con una dura sonrisa–, comprendo que todo esto te haya alterado un poco y que en este momento estés ocupada con Lily. Será mejor que nuestra conversación tenga lugar donde ella no esté presente. Quizá puedas reunirte conmigo más tarde esta noche y podríamos ir a un sitio tranquilo y cenar juntos…
–¡No! –lo interrumpió ella rudamente–. No –repitió con más calma cuando él la miró levantando las cejas–. No me da tiempo a conseguir una canguro. Además…
–Además, no deseas cenar conmigo más tarde –acabó su frase David Banning–. He venido de Estados Unidos con el único propósito de hablar contigo, Joey.
–Mi nombre es señorita Delaney –lo interrumpió ella–. No lo conozco lo bastante para que me tutee y me llame Joey.
Tampoco conocía bien al hombre de la peluquería y sin embargo lo había invitado a que lo hiciese, se le ocurrió pensar. Se dio cuenta de que el hecho de que la hubiese timado no era nada en comparación con el daño que este otro hombre le podía hacer.
–Señorita Delaney –murmuró David Banning pensativamente–. Irlandés, ¿verdad?
–Sí. ¿Y qué? –lo desafió ella.
–Nada, nada –dijo él, encogiéndose de hombros–. Quedemos mañana por la tarde, entonces –prosiguió en un tono que más que una sugerencia era una orden.
Joey se dio cuenta de que llevaban más de diez minutos hablando y Lily no seguiría entretenida con el vídeo mucho más si ella no entraba. ¡Pero no quería quedar con aquel hombre al día siguiente!
–Estoy alojado en el Grosvenor Hotel –dijo él, nombrando el mejor hotel de la ciudad, aunque era obvio por su tono que este no llegaba al nivel al que estaba acostumbrado.
Joey sabía por Daniel que los Banning eran una familia muy importante de la banca de Nueva York y que llevaban un estilo de vida de alto nivel; ¡estaba claro que la pequeña ciudad que Joey había elegido como residencia, con su hotel de tres estrellas, no era de su nivel!
–Mira qué bien –dijo con sarcasmo.
–Lo que podíamos hacer era comer allí mañana por la noche –dijo él, volviendo a utilizar su tono mandón. Estaba claro que no se iría hasta que hablase con ella.
–De acuerdo –aceptó Joey de repente–. Estaré allí a las ocho mañana por la noche. Estaba segura de que la hija de la vecina, que oficiaba de canguro las pocas veces que Joey salía, estaría encantada de ganarse un dinerillo extra–. ¿Algo más? –añadió, con un irónico tono servicial.
–Por ahora, no –dijo él, inclinando bruscamente la cabeza.