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Una profunda investigación y excelente reflexión sobre los alimentos tradicionales y su importancia en la dieta para mantener la salud y prevenir la enfermedad. Aseveraciones sorprendentes como: las grasas animales y el colesterol no son nuestros enemigos, sino factores vitales en la dieta, necesarios para el crecimiento normal y el correcto funcionamiento del cerebro y el sistema nervioso. Disipa los mitos de moda sobre la dieta bajo en grasas y nos plantea una dieta incluyente, que es tanto nutritiva como deliciosa. Nos explica por qué necesitamos grasas animales, por qué la mantequilla es un alimento saludable, por qué las dietas altas en colesterol promueven la salud, por qué las grasas saturadas protegen el corazón, por qué los cereales y las legumbres necesitan una preparación especial para proporcionar beneficios óptimos, sobre alimentos y bebidas ricas en enzimas que pueden proporcionan mayor energía y vitalidad y por qué el alto contenido de fibra y las dietas bajas en grasas pueden causar deficiencias de vitaminas y minerales. También nos habla de los problemas con los productos hechos con soya, los pros y contras del consumo de leche y las dietas apropiadas para bebés y niños.
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El libro de cocina que cuestionala nutrición políticamente correctay a los dictócratas de la dieta
Sally Fallon
y Mary G. Enig
Título original: Nourishing Traditions: The Cookbook that Challenges Politically Correct Nutrition and the Diet Dictocrats
Acuerdo de publicación realizado a través de NewTrends Publishing.
© de esta edición:
Sonmo Playwright, S. L. U., 2023
Editorial Diente de León
Avda. Luis Salvador Cilimingras, s/n
07170 Valldemossa (Islas Baleares)
www.editorialdientedeleon.com
Primera edición: febrero 2023
© NewTrends Publishing, segunda edición revisada, 2001
© Sally Fallon y Mary G. Enig
© de la traducción: Laura Collet, 2023
© diseño de cubierta: Kim Waters Murray
© de las ilustraciones: Marion Dearth
ISBN eBook: 978-84-123669-7-6
La editorial Diente de León está comprometida con la ecología y la salud, lo que significa reducir al mínimo nuestro impacto medioambiental.
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitido la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:[email protected]
Para Sarah, Nicholas, James y Davidson y sus hijos
PREFACIO A ESTA EDICIÓN
PREFACIO
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
Nutrición políticamente correcta
Grasas
Hidratos de carbono
Proteínas
Leche y productos lácteos
Vitaminas
Minerales
Enzimas
Sales, especias y aditivos
Bebidas
Alergias alimentarias y dietas especiales
Conclusión
Guía para seleccionar alimentos
Los utensilios de cocina
Consejos de cocina
Referencias
RECETAS Y TÉCNICAS BÁSICAS
Lácteos fermentados
Verduras y frutas fermentadas
Cereales, semillas y frutos secos germinados
Caldos
Salsas a base de caldo
Aliños para ensaladas
Salsas, marinadas y condimentos
El coco y sus usos
PRIMEROS PLATOS
Entrantes
Ensaladas
Sopas y cremas
Aperitivos de carne y pescado crudos
Aperitivos gourmet
PLATOS PRINCIPALES
Pescado
Aves
Vísceras
Carne de caza
Carne de vacuno y cordero
Carne picada
CATÁLOGO DE VERDURAS
ALMUERZOS Y CENAS
Ensaladas de carne o pescado
Al sur de la frontera (Recetas de México)
Huevos
Sugerencias para bocadillos
CEREALES Y LEGUMBRES
Cereales integrales
Panes y productos elaborados con harina
Hornear con cereales alternativos
Legumbres
TENTEMPIÉS
POSTRES
Guía de azúcares naturales
Dulces para niños de todas las edades
Tartas y pasteles
Postres gourmet
BEBIDAS
ALIMENTACIÓN INFANTIL
Consejos para la lactancia
TÓNICOS Y SUPERALIMENTOS
Tónicos
Superalimentos
Apéndice A. Guía para personas con poco tiempo y presupuesto limitado
Apéndice B. Proveedores Estados Unidos
Apéndice C. Proveedores España
Apéndice D. Proveedores México
Apéndice E. La Fundación Weston A. Price
Apéndice F. Lecturas recomendadas
Fuentes documentales
Índice analítico
Índice de recetas
Índice de menús
¡Qué gran placer dar la bienvenida al mundo a la edición en castellano de Tradiciones culinarias!
Cuando Tradiciones culinarias apareció por primera vez —aquello fue en 1996, hace unos veintiseis años—, los conceptos que el libro introducía resultaban novedosos y extraños…, excepto para mis amistades hispanohablantes. Mis amigos de Ecuador, Perú, México y El Salvador entendieron de inmediato los principios de las dietas tradicionales porque, decían, «así era como nuestras abuelas nos preparaban la comida». Y cuando sus queridas abuelitas* fallecieron, en sus casas estas tradiciones culinarias se extinguieron.
Las abuelitas preparaban caldo de huesos, cocinaban con manteca y mantequilla, tomaban aceite de hígado de bacalao, guisaban el hígado y el corazón, fermentaban con suero de leche, hacían queso con leche cruda, ponían las legumbres en remojo y las cocían durante mucho tiempo, fermentaban los cereales. Hacían todo esto por instinto y vivían vidas largas y saludables. Cuando desaparecieron, los modernos alimentos procesados tomaron el control: la margarina y el pan blanco, la leche en polvo y las patatas fritas. La vida se aceleró y la salud de los nietos entró en declive.
Espero que esta edición en castellano de Tradiciones culinarias pueda servir de ayuda para que miles —no, millones— de hogares hispanos honren a sus abuelitas mediante la recuperación de alimentos tradicionales saludables y ricos en nutrientes, y para que, en el proceso, apoyen a miles de artesanos comprando leche cruda y queso, caldo de huesos, tortillas de maíz y deliciosa comida casera directamente de pequeñas granjas y a productores particulares. Solo de esta forma, los latinoamericanos y los hispanohablantes de todo el mundo recobrarán la salud y la conexión con la tierra.
Tengo que dar las gracias a muchas almas entregadas. A Ana de Azcárate, de la editorial Diente de León, por afrontar la monumental tarea de publicar este libro tan extenso; a Hilda Labrada Gore, por su promoción entusiasta de la dieta en su podcast «Tradiciones sabias», y a Mónica Fernández, de Blog Disidente, por trabajar en la edición del libro y apoyar la causa junto a sus muchos seguidores hispanohablantes (y a muchos más…).
A mis futuros lectores hispanohablantes, que este libro os guie hasta una salud renovada, a una conexión renovada con la tierra y con los productores artesanales, y al aprecio renovado por la mayor de las artes: la cocina.
SALLY FALLON MORELL
*En español en el original.
La tecnología es un benefactor generoso. Las sociedades que han sabido utilizar sus dones de un modo inteligente han conseguido liberarse del trabajo pesado; han conquistado la libertad de viajar; han logrado liberarse de los malestares que ocasionan el frío, el calor y la suciedad, y se han liberado, a su vez, de la ignorancia, el aburrimiento y la opresión. Sin embargo, la generosidad paternal del desarrollo tecnológico no nos ha liberado de las enfermedades. Las enfermedades crónicas en los países industrializados han alcanzado proporciones épicas porque nos hemos dejado deslumbrar por sus engendros: la comida rápida, los alimentos fraccionados, los alimentos precocinados, los alimentos envasados, los alimentos falsos, los alimentos embalsamados y los alimentos sucedáneos. En definitiva, por todos los atractivos adornos que llenan las estanterías de nuestros supermercados, tiendas de alimentación, máquinas expendedoras e incluso mercados ecológicos.
La premisa de este libro es que tanto los nuevos hábitos alimentarios como las técnicas modernas de preparación de la comida han supuesto un cambio radical respecto al modo en que los seres humanos nos hemos nutrido durante miles de años y, desde la perspectiva de la historia, representan una moda pasajera que no solo ha puesto en peligro nuestra salud y vitalidad, sino que probablemente acabe por destruirnos. También que las tradiciones culinarias de nuestros ancestros, así como las elecciones alimentarias y las técnicas de preparación de las poblaciones no industrializadas y saludables, deberían ser el referente de los hábitos alimentarios contemporáneos, y aún más en esta moderna era tecnológica.
El primer investigador moderno que observó cuidadosamente la salud y los hábitos alimentarios de las sociedades tradicionales aisladas fue un dentista, el doctor Weston Price. Durante la década de 1930, el doctor Price viajó alrededor del mundo para observar a grupos de poblaciones aisladas de la civilización que subsistían solo a base de alimentos locales. Aunque las dietas de estas poblaciones diferían en muchos aspectos, tenían varios factores en común. Casi sin excepción, los grupos que estudió comían abundantes pescados, mariscos u otras proteínas animales y grasas en forma de vísceras y productos lácteos; valoraban las grasas animales como algo absolutamente necesario para la buena salud, y consumían grasas, carnes, frutas, verduras, legumbres, frutos secos, semillas y cereales integrales en su estado natural, sin refinar. Todas las dietas primitivas contenían alimentos crudos tanto de origen animal como vegetal.
El doctor Price encontró catorce grupos —desde habitantes de pueblos aislados en Irlanda y en Suiza hasta esquimales y africanos— en los que casi todos los miembros de la tribu o la aldea gozaban de una excelente salud. No padecían enfermedades crónicas, caries ni enfermedades mentales; eran fuertes, robustos y atractivos, y, además, generación tras generación, procreaban niños saludables que venían al mundo con facilidad.
En diversas ocasiones el doctor Price pudo comparar a estos saludables primitivos con otros miembros del mismo grupo racial que se habían civilizado y se alimentaban de los productos de la Revolución Industrial: cereales refinados, alimentos enlatados, leche pasteurizada y azúcar. En esta población encontró numerosos casos de caries, enfermedades infecciosas, enfermedades degenerativas e infertilidad. Los niños nacidos en las poblaciones tradicionales que habían adoptado la dieta industrializada tenían los dientes apiñados y torcidos, los rostros angostos, deformidades en la estructura ósea y propensión a toda clase de problemas médicos. Incontables estudios han confirmado las observaciones del doctor Price: la llamada «dieta civilizada», en particular la dieta occidental a base de hidratos de carbono refinados, grasas y aceites desvitalizados, arruina nuestra sagrada herencia genética de perfección física y salud plena.
Estudios posteriores sobre las dietas de las poblaciones tradicionales no industrializadas se han dedicado a analizar sus técnicas de preparación de alimentos. Casi universalmente, estas sociedades fermentan los cereales, los productos lácteos y, a menudo, las verduras, las frutas y las carnes a través de un proceso llamado «lactofermentación». Estas técnicas de fermentación conservan los alimentos para que puedan consumirse durante los periodos de escasez, pero a diferencia de los métodos de conservación modernos, que los desvitalizan y desnaturalizan, la lactofermentación aumenta la disponibilidad de los nutrientes y proporciona al tracto digestivo tanto ácido láctico como bacterias lácticas, ambos beneficiosos para la salud.
Otra técnica presente en todas las gastronomías del mundo es el uso de caldos de huesos, ricos en gelatina (colágeno), calcio y otros minerales. Existen numerosos estudios en los archivos de nuestras bibliotecas médicas sobre los efectos beneficiosos del consumo diario o frecuente de colágeno, pero, por desgracia, dichos estudios se ignoran a la par que los métodos tradicionales de preparación de caldos sustanciosos están cayendo en el olvido.
El desarrollo tecnológico puede ser un padre amable, pero solo si va de la mano de su pareja femenina y maternal: las tradiciones culinarias de nuestros ancestros. Estas tradiciones nos exigen que produzcamos y procesemos nuestros alimentos con mayor sabiduría. En efecto, debemos pasar más tiempo en la cocina, pero a cambio obtendremos resultados muy satisfactorios: comidas deliciosas, una mayor vitalidad, niños vigorosos, y liberarnos de los grilletes de las enfermedades agudas y crónicas. El sabio y amoroso matrimonio entre la invención moderna y las costumbres alimentarias sostenibles y nutritivas de nuestros ancestros es la alianza que transformará el siglo XXI en la edad de oro. Su divorcio acelera la degeneración física del ser humano y le roba su potencial ilimitado, destruyendo su voluntad y condenándolo al rol de infraciudadano en un orden mundial totalitario.
Las autoras dedican su agradecimiento a Marianne Gregory, cuya sugerencia plantó la semilla de este libro; a aquellos que la regaron con su apoyo y ayuda, incluyendo al doctor Alsop Corwin, H. Leon Abrams, Jr., Steven Acuff, Patrick Von Mauck, la doctora Meira Fields, Leyla Uran, Zeynep Gur, Tamas y Hajna Dakun, Pam Howar, Jeffrey Dearth, Valerie Curry, Charlie Votaw, Richard Thomas, Tom Dix, Cy Nelson, Randolph y Ginny Aires, Carmen y George Denby, Trudy Fallon, Jon Cutler, Supat Sirivicha, Ira Wexler, Chris Archilla, Vladimir Ratsimer, Lynn Greaves, Kurt Reiman, Fred Gregory, el doctor Artemis Simopoulos, William Shawn, Christopher Hartman, Bob White, Diana Vivian, Mary Hudson y Milka Halama; y a John Fallon, cuyo apoyo y entusiasmo nunca faltaron. Dedicamos un agradecimiento especial a Maggie Wetzel, por usar siempre mantequilla.
También queremos dar las gracias a aquellos que contribuyeron con sus recetas: Wetzel, Harry Wetzel y Katie Wetzel; Marianne Gregory; John Desmond; Rosemary Barron; Sally Hazel Fallon, Anne Marie Fallon y Tom Fallon; Philomena Aparicio; Madeline Curry; Moustafa y Lynn Soliman; Sue Rogers; Carole Valentine; Audrey Powell; Maribel Kim; Vivian Mason; June Shields; Marie Meyer; Taiwo Obi; Thomas Connelly; Isabel Molin; Maria de Lourdes Campos; Tony Rossi, Mary Jo Bierline; Emily Sagar; Karen Acuff; Soroor Ehteshami; Maria Noguera y Marie Claude Leduc.
También estamos agradecidas a los muchos individuos que contribuyeron a la segunda edición. Jenny Mathau, Kasia Welin Grossman y Valerie Mortensen, por la ayuda inconmensurable de sus detalladas listas de preguntas y sugerencias de recetas. Gracias también a Tom Cowan, Jan LaTourette, Geoffrey Morell, Jake McGuire, Rebeccah y Eugene Yen, Donna Gates, Sandy Cameron, Lee Clifford, Julie Thomas, Lisa Millimet, Ali-Reza Fassihi, Betsy Pryor, Steve Foxman, Valerie McBean, Walter Scharrer, Maury Silverman, Trauger Groh, John MacArthur, Walter Felber, Louise Dwyer, Pilar Bastida, Marguerite Wyner, David Morris, Cynthia Renfrow, Nee Sinclair, Jayne Taylor, Richard Dobbs, Sally Eauclaire Osborne, Christian Elwell, El King, Renee Bartol, Zahra Partovi, Robert Irons, Terence Martin, Harley Lyons, Maryanna Erzinger, Eva Holland, Joe Hilgendorf, Stephen Byrnes, Winnie Barker, Roberto Aparacio, Loren Zanier, Karine Bauch, Brenda Ruble, Chuck Eisenstein, Deanna Buck, Hy Lerner, Tom Heinrichs, Becky Mauldin, Josh Knox, Marie Bishop y Christopher Cogswell, y especialmente a Nancy Morris, Catherine Czapp y Pam Holmes, por su trabajo de revisión, y a Pam Holmes y su hija Katie, por poner en orden el índice de recetas. Finalmente, gracias a Harry Wetzel, cuyo apoyo económico hizo posible esta publicación.
En ningún periodo de la historia de Estados Unidos sus habitantes se han preocupado tanto por la alimentación y la nutrición. Sin embargo, si aceptamos la premisa de que lo que comemos determina nuestra salud, deberíamos hacer la observación de que en ningún otro periodo de la historia de Estados Unidos se ha comido tan mal, una afirmación que hasta el repaso más superficial de las estadísticas actuales puede constatar.
Aunque las enfermedades cardíacas y el cáncer no eran comunes en el cambio de siglo, en la actualidad ambas dolencias atacan con una frecuencia cada vez mayor, a pesar de los miles de millones de dólares que se destinan a combatirlas y de los grandes avances en las técnicas diagnósticas y quirúrgicas. En Estados Unidos, una de cada tres personas muere de cáncer, una de cada tres sufre de alergias, una de cada diez tendrá úlceras y una de cada cinco padece enfermedades mentales. Para seguir con esta triste enumeración, uno de cada cinco embarazos acaba en aborto espontáneo y cada año un cuarto de millón de niños nacen con defectos congénitos. Otras enfermedades degenerativas —artritis, esclerosis múltiple, desórdenes digestivos, diabetes, osteoporosis, alzhéimer, epilepsia y fatiga crónica— afectan a una mayoría importante de nuestros ciudadanos, debilitando la energía y la fuente de vida de nuestra nación. Los problemas de aprendizaje como la dislexia y la hiperactividad afectan a siete millones de jóvenes. Dichas enfermedades eran extremadamente raras hace tan solo una o dos generaciones.
En la actualidad, las enfermedades crónicas afectan a casi la mitad de los estadounidenses y son las responsables de tres de cada cuatro muertes. Lo más trágico es que antes estaban circunscritas a los ancianos, pero ahora afectan a nuestros niños y a aquellos en la plenitud de sus vidas.
Los estadounidenses gastan uno de cada catorce dólares en servicios médicos, más de 800.000 millones de dólares cada año —una cifra superior a la suma del déficit nacional, el gasto en alimentación y las ganancias de todas las corporaciones estadounidenses—. Sin embargo, esta enorme fuga de recursos proporciona resultados muy escasos. La medicina ni siquiera ha logrado alargar nuestra esperanza de vida. Comparado con hace cuarenta años, hoy las personas de setenta tienen una probabilidad menor de sobrevivir hasta los noventa. Y aquellos que viven más de setenta suelen convertirse, por lo general, en una carga para sus familiares, en lugar de ser miembros útiles de la sociedad. La esperanza de vida actual es relativamente alta gracias a las mejoras en los sistemas de saneamiento y a la disminución de la mortalidad infantil.
Nuevos virus letales dominan los titulares de los periódicos, e incluso han reaparecido enfermedades infecciosas, como la tuberculosis, en nuevas formas resistentes a la medicina alopática. De hecho, abundan las sensibilidades químicas y los problemas del sistema inmunitario. Prácticamente nos hemos olvidado de que nuestro estado natural es el equilibrio, la integridad y la vitalidad.
A PESAR DE QUE MUCHOS ESTADOUNIDENSES se han esmerado en seguir concienzudamente los consejos alimentarios ortodoxos, es evidente que algo no funciona. Se han tomado el ejercicio en serio, muchos han dejado de fumar, han incrementado el consumo de verduras frescas, han reducido su ingesta de sal y buena parte de la población ha disminuido el consumo de carnes rojas o grasas animales. No obstante, ninguna de estas medidas ha cambiado en lo más mínimo el constante aumento de las enfermedades degenerativas. Compramos alimentos etiquetados como bajos en grasas, sin colesterol, bajos en sodio, y asumimos que son saludables. Entonces, ¿por qué estamos tan enfermos?
La hipótesis de este libro es que los consejos de los dictócratas* de la dieta —lo que nos dicen y, de igual importancia, lo que no nos dicen— son falsos. Aunque no del todo. Hay cierta veracidad en sus pronunciamientos, la suficiente como para que tengan credibilidad, pero no tanta como para evitar que padezcamos enfermedades crónicas.
¿Quiénes son los dictócratas de la dieta? Por lo general, son médicos, investigadores y portavoces de varios organismos gubernamentales o seudogubernamentales, como la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés, igual que las siguientes); la Asociación Médica Estadounidense (AMA); la Asociación Estadounidense de Dietética (ADA); hospitales y centros de investigación prestigiosos como el Sloan-Kettering; el Instituto Nacional de Salud (NIH) y el Instituto Nacional del Corazón, Pulmón y Sangre (NHLBI); escuelas universitarias de Medicina y departamentos de nutrición; la Academia Nacional de Ciencias (NAS), e importantes organizaciones supuestamente filantrópicas como la Sociedad Estadounidense contra el Cáncer (ACS) y la Asociación Estadounidense del Corazón (AHA), presumiblemente dedicadas a combatir nuestras enfermedades más graves. Según lo que leemos en los periódicos y las revistas nacionales, estas organizaciones parecen repetir el mismo discurso: «Haz ejercicio, come verduras, deja de fumar, reduce la sal, y reduce o elimina las grasas animales y las carnes rojas». El Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) ha publicado recientemente sus directrices nutricionales en forma de pirámide, haciendo un llamamiento a seguir una dieta basada en cereales —pan, pasta, cereales de desayuno y galletas saladas— junto con frutas y verduras. Las directrices recomiendan solo pequeñas cantidades de proteínas —carne, pollo, pescado, frutos secos y legumbres— y un consumo muy restringido de dulces y grasas.
Las nuevas directrices tienen puntos válidos. Los expertos tienen razón, por ejemplo, en pedirles a los estadounidenses que reduzcan la ingesta de dulces. Debemos reconocer y aplaudir el progreso dondequiera que lo encontremos. En 1923, cuando un boletín de agricultura recomendaba consumir medio kilo de azúcar por persona a la semana, los consumidores ya habían escuchado varias declaraciones gubernamentales sobre que el azúcar era inofensivo. Durante los últimos años, estas voces tranquilizadoras han ido guardando silencio a medida que las evidencias en contra del azúcar no dejaban de aumentar. Las nuevas directrices de la USDA representan una advertencia poco habitual por parte de una institución en contra de ingerir demasiado azúcar, pero es poco probable que los medios de comunicación hagan hincapié en este aspecto de la pirámide alimentaria.
Las nuevas directrices destacan acertadamente la importancia de las frutas y las verduras; durante muchos años, las instituciones médicas han pasado por alto su valor. La ACS incluso ha negado el papel de las verduras en la prevención del cáncer, a pesar de existir indicios considerables de lo contrario. Las nuevas directrices reflejan que esta evidencia ya no puede ser ignorada.
Por desgracia, existen varios errores peligrosos en la edificación de la pirámide alimentaria de la USDA. En primer lugar, las nuevas directrices dan a entender que todas las personas pueden comer los mismos alimentos en las mismas proporciones y mantenerse saludables. Según esas recomendaciones, nuestra dieta debería estar basada en los cereales; pero muchas personas no los toleran bien. Otras personas tienen muy poca tolerancia a los productos lácteos. Dicha intolerancia puede deberse a varios factores, incluyendo el origen étnico y la herencia genética. En segundo lugar, la pirámide llama a la reducción de las grasas sin abordar los riesgos de las dietas bajas en grasa. Por último, las nuevas directrices mantienen el mito de que las grasas, los hidratos de carbono y las proteínas tienen las mismas propiedades nutricionales independientemente de su nivel de procesado. Los expertos no distinguen entre cereales integrales y cereales refinados, entre alimentos ecológicos y alimentos cultivados con pesticidas y fertilizantes comerciales, entre productos lácteos no procesados de vacas pastoreadas y productos lácteos pasteurizados de animales confinados y criados con piensos procesados, entre grasas frescas y grasas rancias, entre frutas y verduras frescas y las que han sido irradiadas o alteradas genéticamente, entre carnes de animales criados al aire libre o en corrales saturados, entre huevos naturales y huevos producidos en jaulas; en pocas palabras, entre los alimentos tradicionales que nutrieron a nuestros ancestros y los productos modernos que dominan el mercado actual.
Esto es lo que llamamos «nutrición políticamente correcta». Excluye los alimentos que provienen de productores independientes —huevos y carnes—, pero incluye a los poderosos y rentables monopolios de cereales, a los productores de aceites vegetales y a la industria del procesado de alimentos; sacrifica la mantequilla tradicional en el altar de las últimas modas nutricionales, pero salva los productos lácteos pasteurizados y los quesos procesados; menciona por encima la abrumadora evidencia que identifica al azúcar como una de las principales causas de nuestras enfermedades degenerativas pero hace la vista gorda con la industria de los refrescos azucarados; además, no menciona nada en contra de las harinas refinadas, los aceites vegetales hidrogenados y los alimentos adulterados con sustancias conservantes, saborizantes y colorantes.
Los dictócratas de la dieta guardan un extraño silencio sobre la tendencia creciente al procesamiento de alimentos y a la desvitalización de la rica cosecha agrícola de Estados Unidos. El procesamiento de alimentos es la industria más grande del país y, por ende, la más poderosa. Por supuesto, esta industria utiliza su poder financiero para influir en el enfoque de las investigaciones universitarias y en las órdenes de los organismos gubernamentales. Un estudio de 1980 mostraba que más de la mitad de los altos funcionarios de la FDA habían trabajado en organizaciones que dicho organismo está obligado a regular. Las universidades tienen vínculos igual de fuertes con la industria procesadora de alimentos. Buen ejemplo de ello es la Universidad de Harvard, donde el doctor Frederick Stare, director del departamento de Nutrición durante muchos años, empezó su carrera con una serie de artículos que evidenciaban las deficiencias nutricionales que provocan las harinas blancas, así como un estudio basado en hermanos irlandeses que mostraba una correlación positiva entre la ingesta abundante de aceites vegetales —no de grasas animales— y las enfermedades cardíacas. Poco tiempo después de que se convirtiera en director del departamento, esa Universidad recibió varias financiaciones importantes de la industria procesadora de alimentos. Más adelante, los artículos y las columnas en periódicos semanales del doctor Stare empezaron a asegurarle a la población que el pan blanco, el azúcar y los alimentos altamente procesados no eran perjudiciales. ¡Recomendaba una taza de aceite de maíz al día para prevenir las enfermedades cardíacas, e incluso en un artículo sugirió beber Coca-Cola como refrigerio!
La mayoría de los libros de cocina nutritiva siguen las directrices políticamente correctas de los dictócratas de la dieta, incluyendo todas las avaladas por la AHA. Ejemplo de ello es el libro líder en ventas Eater’s choice [La elección del que come], del doctor Ron Goor y Nancy Goor. Empieza con un refrito introductorio de algunos estudios políticamente correctos, en el que se señalan las grasas saturadas como la causa de las enfermedades cardíacas, y sigue con varias páginas de recetas cargadas de azúcar y harinas blancas. Los autores aseguran que lo mejor para el corazón es remplazar la mantequilla por margarina y eliminar los huevos y las carnes rojas de nuestra dieta, a pesar de que la mayoría de los estudios evaluados con honestidad muestran que ese tipo de dieta no solo es inútil sino perjudicial.
*Término inventado por las autoras, resultado de combinar las palabras «dictadores» y «burócratas», que hace referencia al carácter imperativo de las recomendaciones oficiales en el ámbito de la alimentación. (N. de la E.)
LAS GRASAS DE ORIGEN ANIMAL y vegetal proporcionan una fuente concentrada de energía en la alimentación, y también los bloques constructivos* necesarios para la síntesis de membranas celulares, varias hormonas y sustancias similares a las hormonas. Las grasas, como parte de una comida, ralentizan la absorción de nutrientes para que estemos más tiempo sin sentir hambre. Además, actúan como portadoras de importantes vitaminas liposolubles, como la A, D, E y K, y son necesarias para convertir el caroteno en vitamina A, para la absorción de minerales y para muchos otros procesos.
La nutrición políticamente correcta se basa en el supuesto de que debemos reducir la ingesta de grasas, en especial las saturadas de origen animal. Las grasas de origen animal también contienen colesterol, al que presentan como el villano de la alimentación civilizada.
A finales de 1950, un investigador llamado Ancel Keys propuso la teoría conocida como «hipótesis de los lípidos», según la cual existe una relación directa entre la cantidad de grasas saturadas y colesterol presentes en la dieta y los índices de cardiopatías coronarias. Numerosos estudios posteriores han cuestionado sus datos y conclusiones. Sin embargo, Keys recibió mucha más publicidad que quienes presentaron puntos de vista diferentes. Las industrias procesadoras de alimentos y productoras de aceites vegetales, que son los mayores beneficiarios de cualquier investigación que demonice a sus mayores competidores, los alimentos tradicionales, trabajaron detrás de los bastidores para promover investigaciones en apoyo de la hipótesis de los lípidos.
El defensor más conocido de la dieta baja en grasas fue Nathan Pritikin. De hecho, Pritikin defendía la eliminación del azúcar, las harinas blancas y todos los alimentos procesados de la dieta, y recomendaba el consumo de alimentos crudos y frescos, cereales integrales y una intensa rutina de ejercicios. Pero los aspectos relacionados con su régimen bajo en grasas fueron los que recibieron más atención mediática. Las personas que siguieron su dieta bajaron de peso, y sus niveles de colesterol y presión arterial también disminuyeron. El éxito de la dieta de Pritikin se debió probablemente a una serie de factores que no tenían nada que ver con la reducción de las grasas alimentarias —perder peso, por ejemplo, baja el colesterol, al menos al principio—, pero Pritikin pronto descubrió que la dieta sin grasas presentaba muchos problemas; entre ellos, la dificultad de mantenerla a lo largo del tiempo. Las personas que tuvieron suficiente fuerza de voluntad para comer sin grasas durante un tiempo desarrollaron varios problemas de salud, como falta de energía, dificultad para concentrarse, depresión, aumento de peso y deficiencias minerales1. Puede que Pritikin se salvara de sufrir un ataque cardíaco, pero su dieta baja en grasas no lo ayudó a recuperarse de una leucemia. Se suicidó, en la plenitud de su vida, al comprobar que su régimen espartano no le estaba funcionando. No deberíamos tener que morir de una enfermedad cardíaca ni de cáncer, y tampoco seguir un régimen alimentario que nos produzca depresión.
Cuando los problemas de su régimen sin grasas se hicieron evidentes, Pritikin introdujo en él una pequeña cantidad de grasas de origen vegetal: alrededor del 10 por ciento de la ingesta calórica total. En la actualidad, los dictócratas de la dieta nos aconsejan limitar el consumo de grasas a un 25-30 por ciento de la ingesta calórica, lo que en una dieta de 2400 calorías equivale más o menos a 70 gramos o 5 cucharadas al día. Nos dicen que un cálculo cuidadoso de la ingesta de grasas y evitar las grasas animales son la clave para una salud perfecta.
Estos expertos aseguran que la hipótesis de los lípidos está respaldada por pruebas científicas irrefutables. La mayoría de las personas se sorprenderán al saber que existen muy pocas evidencias que confirmen que una dieta baja en colesterol y grasas saturadas reduce las muertes por enfermedades cardíacas o que aumenta la esperanza de vida. Consideremos lo siguiente:
•Antes de 1920, la enfermedad cardíaca coronaria era muy poco común en Estados Unidos, tan inusual que cuando un joven médico llamado Paul Dudley White presentó el electrocardiograma alemán a sus colegas de la Universidad de Harvard, le aconsejaron que se dedicara a una rama más rentable de la medicina. La nueva máquina revelaba la presencia de obstrucciones arteriales, lo que permite el diagnóstico temprano de las enfermedades cardíacas coronarias. En aquella época la obstrucción arterial era una rareza médica, y White tuvo que buscar pacientes que pudieran beneficiarse de esta nueva tecnología. Sin embargo, en los cuarenta años siguientes, los casos de cardiopatía coronaria aumentaron drásticamente, tanto que a mediados de la década de 1950 se convirtieron en la principal causa de muerte en Estados Unidos. Hoy las enfermedades cardíacas causan al menos el 40 por ciento de las muertes en ese país. Si, como nos han contado, estas enfermedades se deben al consumo de grasas saturadas, uno esperaría encontrar un correspondiente aumento de grasas animales en la alimentación estadounidense. De hecho, ocurre justo lo contrario. Durante el periodo entre 1910 y 1970, el porcentaje de grasas animales en la dieta estadounidense se redujo de un 83 por ciento a un 62, y el consumo de mantequilla se desplomó de ocho kilos al año por persona a algo menos de dos kilos. Durante los últimos ochenta años, el consumo de colesterol ha aumentado solo un 1%. Durante el mismo periodo, el porcentaje de consumo de aceites vegetales alimentarios en forma de margarina, manteca vegetal* y aceites refinados aumentó un 400 por ciento, y el de azúcar y alimentos procesados, alrededor de un 60 por ciento2.
•El Framingham Heart Study [Estudio Framingham del Corazón] se cita a menudo como prueba de la hipótesis de los lípidos. Comenzó en 1948 y participaron unas 6000 personas del pueblo de Framingham, Massachusetts. Se compararon dos grupos a intervalos de cinco años: uno consumía poco colesterol y grasas saturadas, y el otro grandes cantidades. Después de cuarenta años, el director del estudio tuvo que admitir: «En Framingham, Massachusetts, el que comía más grasas saturadas, consumía más colesterol e ingería la mayor cantidad de calorías era el que tenía el colesterol más bajo […], descubrimos que la gente que comía más colesterol, grasa saturada y calorías era la que pesaba menos y tenía más actividad física»3. El estudio sí demostró que las personas que pesaban más y tenían niveles anormalmente altos de colesterol en sangre corrían más riesgo de sufrir una enfermedad cardíaca en el futuro, pero el aumento de peso y los niveles de colesterol tenían una correlación inversa con la ingesta de grasas y colesterol en la dieta4.
•En un extenso estudio británico en el que participaron miles de hombres, a la mitad se le pidió que redujeran las grasas saturadas y el colesterol de sus dietas, que dejaran de fumar y aumentaran el consumo de aceites insaturados, como la margarina y los aceites vegetales. Después de un año, los que siguieron la dieta buena tuvieron el doble de muertes que los que siguieron la dieta mala, ¡a pesar de que estos últimos continuaron fumando! No obstante, al describir el estudio, el autor ignoró estos resultados y decidió ofrecer una conclusión políticamente correcta: «La implicación para la política de sanidad pública en el Reino Unido es que un programa preventivo como el evaluado en este estudio es probablemente eficaz»5.
•El Ensayo de Intervención de Múltiples Factores de Riesgo (MRFIT, por su sigla en inglés), patrocinado por el NHLBI, comparó las tasas de mortalidad y los hábitos alimentarios de más de 12.000 hombres. Los que tenían buenos hábitos alimentarios (disminuyeron las grasas saturadas, el colesterol y el tabaco) mostraron una reducción marginal de las enfermedades cardíacas, pero la tasa de mortalidad general debido a todas las demás causas fue mayor. Otros estudios han arrojado resultados similares. Los únicos ensayos que indican una relación entre la reducción de las grasas y la disminución de las cardiopatías coronarias también documentan un aumento de muertes por cáncer, derrame cerebral, suicidio y muerte violenta6.
•El Ensayo de Prevención Coronaria Primaria de las Clínicas de Investigación Lipídica (LRC-CPPT), que tuvo un coste de 150 millones de dólares, es el estudio más citado por los expertos para justificar las dietas bajas en grasas. En realidad, el colesterol alimentario y las grasas saturadas no fueron evaluadas en este estudio, ya que todos los participantes tenían una dieta baja en ambos. En cambio, sí evaluó los efectos de un medicamento para bajar el colesterol. El análisis estadístico de los resultados mostró una disminución del 24 por ciento en el índice de enfermedades cardíacas coronarias en el grupo que tomaba el medicamento, en comparación con el grupo al que se le administró un placebo; no obstante, las muertes no relacionadas con enfermedades cardíacas aumentaron en el grupo que tomaba el medicamento: muertes por cáncer, accidentes cerebrovasculares, violencia y suicidio7. Incluso se puede dudar de la afirmación de que disminuir el colesterol reduce las enfermedades cardíacas. Los investigadores independientes que recalcularon los resultados de este estudio no encontraron ninguna diferencia estadísticamente significativa en las tasas de mortalidad por enfermedades cardíacas coronarias entre ambos grupos8. Sin embargo, tanto los medios de comunicación como las publicaciones médicas promovieron el LRC-CPPT como la gran prueba de que las grasas animales son las causantes de las enfermedades cardíacas, la principal causa de muerte en Estados Unidos.
•Si bien es cierto que los investigadores han inducido enfermedades cardíacas en animales proporcionándoles grandes cantidades de colesterol oxidado o rancio —diez veces más cantidad que la que encontramos en la dieta humana normal—, varios estudios demográficos contradicen firmemente la relación entre el colesterol y las enfermedades cardíacas. Un estudio de 1700 pacientes que padecían endurecimiento de las arterias, dirigido por el famoso cirujano cardíaco Michael DeBakey, no encontró relación alguna entre el nivel de colesterol en sangre y la incidencia de arterosclerosis9. Un estudio realizado con adultos de Carolina del Sur no encontró ninguna relación entre los niveles de colesterol en sangre y los malos hábitos alimentarios, como el consumo de carnes rojas, grasas animales, alimentos fritos, mantequilla, huevos, leche entera, beicon, salchichas y queso10. Un sondeo del Comité de Investigaciones Médicas (MRC, por su sigla en inglés) demostró que los hombres que consumían mantequilla corrían la mitad de riesgo de desarrollar enfermedades cardíacas que los que consumían margarina11.
•La leche materna proporciona más colesterol que cualquier otro alimento. Y más del 50 por ciento de sus calorías proviene de las grasas, en gran parte saturadas. Tanto el colesterol como las grasas saturadas son fundamentales para el crecimiento de los bebés y niños, en especial para su desarrollo cerebral12. No obstante, en la actualidad, ¡la AHA recomienda una dieta infantil baja en colesterol y grasas! La mayoría de las leches de fórmula tienen un bajo contenido de grasas saturadas, y las fórmulas a base de soja carecen por completo de colesterol. Un estudio reciente relacionó las dietas bajas en grasas con el retraso en el desarrollo infantil13.
•Numerosos estudios de poblaciones tradicionales han arrojado información que debería avergonzar a los dictócratas de la dieta. Por ejemplo, un estudio que comparaba un grupo de judíos que vivían en Yemen, cuya alimentación incluía grasas de origen exclusivamente animal, con judíos yemeníes que vivían en Israel, cuya alimentación incluía margarina y aceites vegetales, reveló pocas enfermedades cardíacas o diabetes en el primer grupo, pero niveles elevados de ambas en el segundo14. El estudio también observó que los judíos yemeníes no consumían azúcar, pero los que vivían en Israel lo consumían en una cantidad equivalente al 25-30 por ciento de su ingesta total de hidratos de carbono. Una comparación entre las poblaciones del norte y el sur de la India reveló un patrón similar. Los habitantes del norte consumen diecisiete veces más grasas animales, pero tienen una incidencia de enfermedades cardíacas coronarias siete veces menor que los del sur del país15. Los masáis y otras tribus africanas similares subsisten principalmente con leche, sangre y carne. No padecen enfermedades cardíacas y tienen niveles de colesterol bajos16. Los esquimales se alimentan de abundantes grasas de pescado y otros animales marinos. Gracias a su dieta nativa, no presentan enfermedades y son excepcionalmente vigorosos17. Un extenso estudio sobre los patrones alimentarios y las enfermedades en China reveló que, en la región donde la población consume grandes cantidades de leche entera, el índice de enfermedades cardiacas es un 50 por ciento menor que en varios distritos donde solo se consumen pequeñas cantidades de productos de origen animal18. Algunas sociedades mediterráneas tienen índices muy bajos de enfermedades cardíacas, aunque las grasas —incluyendo las altamente saturadas del cordero, el embutido y el queso de cabra— representan hasta el 70 por ciento de su ingesta calórica. Los habitantes de Creta, por ejemplo, destacan por su buena salud y longevidad19. Un estudio sobre los puertorriqueños reveló que, a pesar de que consumen grandes cantidades de grasa animal, tienen una incidencia muy baja de cáncer de colon y de mama20. Otro sobre los habitantes más antiguos de la exrepública soviética de Georgia reveló que los que consumían las comidas con mayor contenido en grasas vivían más21. En Okinawa, donde la esperanza de vida de las mujeres es de 84 años —superior a la del resto de Japón—, sus habitantes consumen cantidades generosas de cerdo, pescado y marisco, y cocinan todos sus alimentos con manteca de cerdo22. Ninguno de los que insisten en la restricción de las grasas saturadas menciona alguno de estos estudios.
•La buena salud de los japoneses, que tienen la mayor esperanza de vida del mundo, por lo general se atribuye a una dieta baja en grasa. Aunque los japoneses consumen pocas grasas lácteas, la teoría de que su alimentación es baja en grasa es un mito; más bien, contiene cantidades moderadas de grasas de origen animal, huevos, carne de cerdo, pollo, carne de vacuno, pescado, marisco y vísceras. Gracias a su especial afición por el marisco y el caldo de pescado, que consumen a diario, es probable que los japoneses consuman más colesterol que la mayoría de los estadounidenses. Pero no suelen consumir aceites vegetales, harinas blancas ni alimentos procesados (aunque sí arroz blanco). La esperanza de vida de los japoneses ha aumentado desde la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que se han incrementado las grasas animales y las proteínas en su alimentación23. Aquellos que utilizan las estadísticas japonesas para promover las dietas bajas en grasas olvidan mencionar que los suizos tienen casi la misma esperanza de vida con una de las alimentaciones más ricas en grasas del mundo. En el ranking de la longevidad, Austria y Grecia empatan en el tercer puesto, ambos con alimentaciones ricas en grasas24.
•Como último ejemplo, consideremos el caso de Francia. Cualquiera que haya comido en dicho país ha observado que su dieta está llena de grasas saturadas en forma de mantequilla, huevos, quesos, natas, hígado, carnes y patés sustanciosos. Sin embargo, el índice de cardiopatías coronarias de los franceses es más bajo que el de la población de muchos otros países occidentales. En Estados Unidos, 315 de cada 100.000 hombres de mediana edad mueren de infarto de miocardio cada año; en Francia, el índice es de 145 por cada 100.000. En la región de Gascuña, donde el hígado de ganso y de pato son alimentos básicos en la dieta, este índice es notablemente más bajo, de 80 por 100.00025. Este fenómeno ha obtenido en tiempos recientes atención internacional y se le ha llamado «la paradoja francesa». No obstante, los franceses padecen muchas enfermedades degenerativas. Consumen grandes cantidades de azúcar y harinas blancas, así como alimentos procesados, pues en los últimos años han sucumbido a la tentación de ahorrar tiempo.
Un coro de portavoces de las instituciones, incluidas la ACS, el Instituto Nacional del Cáncer (NCI) y el Comité Selecto del Senado para la Nutrición y las Necesidades Humanas, afirma que la grasa animal no solo está relacionada con las enfermedades cardíacas, sino también con varios tipos de cáncer. No obstante, cuando los investigadores de la Universidad de Maryland analizaron la información en la que se basaban tales afirmaciones, encontraron que los elevados índices de cáncer estaban relacionados con el consumo de grasas vegetales y no de grasas animales26.
Sin duda, algo no cuadra en las teorías que leemos en los medios de comunicación, utilizadas para impulsar las ventas de alimentos bajos en grasa y sin colesterol. La teoría de que las grasas saturadas per se causan enfermedades cardíacas y cáncer no solo es simplista, sino directamente errónea. Sin embargo, es cierto que algunas grasas son malas para nosotros. Para saber cuáles, debemos conocer un poco su estructura química.
Las grasas —o lípidos— son una clase de sustancias orgánicas insolubles en agua. En términos sencillos, los ácidos grasos son cadenas de átomos de carbono con átomos de hidrógeno que llenan los enlaces disponibles. La mayoría de la grasa presente en nuestro cuerpo y en los alimentos que consumimos se encuentra en forma de triglicéridos, es decir, tres cadenas de ácidos grasos unidos a una molécula de glicerol. Los niveles altos de triglicéridos en sangre se relacionan con una mayor predisposición a padecer enfermedades cardíacas, pero dichos triglicéridos no provienen de las grasas alimentarias; se producen en el hígado a partir del exceso de azúcar que no se ha utilizado como energía. El origen de este exceso de azúcar se encuentra en cualquier alimento que contenga hidratos de carbono, en especial el azúcar refinado y las harinas blancas.
Los ácidos grasos se clasifican de la siguiente manera:
•Saturados. Un ácido graso es saturado cuando todos los enlaces de carbono disponibles están ocupados por un átomo de hidrógeno. Son muy estables, porque todos los enlaces de los átomos de carbono están llenos —o saturados— de hidrógeno. Esto significa que, por lo general, no se enrancian ni siquiera cuando se calientan para cocinar. Su forma es lineal y, por consiguiente, se apilan de forma compacta formando una grasa sólida o semisólida a temperatura ambiente. Los ácidos grasos saturados se encuentran principalmente en las grasas animales y los aceites tropicales; además, el cuerpo los produce a partir de los hidratos de carbono.
•Monoinsaturados. Los ácidos grasos monoinsaturados tienen un enlace doble entre dos átomos de carbono y, por consiguiente, carecen de dos átomos de hidrógeno. El cuerpo produce ácidos grasos monoinsaturados a partir de los ácidos grasos saturados y los utiliza de varias maneras. Las grasas monoinsaturadas tienen un pliegue o doblez en la posición del enlace doble, por lo que no se apilan de manera tan compacta como los ácidos grasos saturados y, por ello, tienden a ser líquidas a temperatura ambiente. No obstante, al igual que las grasas saturadas, son relativamente estables. No se enrancian fácilmente, de modo que se pueden utilizar para cocinar. El ácido graso monoinsaturado más abundante en nuestros alimentos es el ácido oleico, el componente principal del aceite de oliva, así como de los aceites de almendras, pecanas, anacardos, cacahuetes y aguacates*.
•Polinsaturados. Los ácidos grasos polinsaturados tienen dos o más pares de enlaces dobles; por consiguiente, carecen de cuatro o más átomos de hidrógeno. Los dos ácidos grasos polinsaturados más abundantes en nuestros alimentos son el ácido linoleico insaturado doble, con dos enlaces dobles, también conocido como omega 6, y el ácido linolénico insaturado triple, con tres enlaces dobles, también conocido como omega 3. (El número omega indica la posición del primer enlace doble). El cuerpo no produce estos ácidos grasos, por eso se les denomina «esenciales». Debemos obtener estos ácidos grasos esenciales o AGE a partir de los alimentos que consumimos. Los ácidos grasos polinsaturados tienen dobleces o pliegues en la posición del enlace doble, así que no se apilan de forma compacta. Se mantienen líquidos, incluso al refrigerarse. Los electrones desapareados en los enlaces dobles hacen que estos aceites sean altamente reactivos. Se enrancian con facilidad, en particular el ácido linolénico omega 3, y deben tratarse con cuidado. Los aceites polinsaturados no deben nunca calentarse ni utilizarse para cocinar. En la naturaleza, los ácidos grasos polinsaturados suelen encontrarse en la forma cis, que significa que ambos átomos de hidrógeno en el enlace doble se encuentran en el mismo lado de la molécula.
Todas las grasas y aceites, ya sean de origen vegetal o animal, son una combinación de ácidos grasos saturados, ácidos grasos monoinsaturados y ácido linoleico y ácido linolénico polinsaturados. En general, las grasas animales, como la mantequilla, la manteca de cerdo y la grasa de vacuno, contienen alrededor de un 40-60 por ciento de grasas saturadas y son sólidas a temperatura ambiente. Los aceites vegetales de climas septentrionales contienen una mayor preponderancia de ácidos grasos polinsaturados y son líquidos a temperatura ambiente. No obstante, los aceites vegetales del trópico son altamente saturados. El aceite de coco, por ejemplo, tiene un 92 por ciento de grasas saturadas. Estas grasas son líquidas en el trópico, pero tan sólidas como la mantequilla en los climas septentrionales. Los aceites vegetales son más saturados en las regiones tropicales, porque la mayor saturación ayuda a mantener la rigidez de las hojas de las plantas. El aceite de oliva, con su preponderancia de ácido oleico, es producto de un clima templado. Es líquido a temperaturas templadas, pero se solidifica cuando se refrigera.
Los científicos clasifican los ácidos grasos no solo según su grado de saturación, sino también según su longitud.
•Los ácidos grasos de cadena corta tienen de cuatro a seis átomos de carbono. Estas grasas siempre son saturadas. El ácido butírico, de cuatro átomos de carbono, se encuentra principalmente en la grasa de la leche de vaca, y el ácido cáprico, de seis átomos de carbono, en la grasa de la leche de cabra. Estos ácidos grasos tienen propiedades antimicrobianas: nos protegen de los virus, las levaduras y las bacterias patógenas en el intestino. No necesitan ser procesados por las sales biliares, sino que se absorben directamente para obtener un aporte energético rápido. Por este motivo, tienen menos probabilidades de causar aumento de peso que el aceite de oliva o los aceites vegetales comerciales27. Los ácidos grasos de cadena corta también contribuyen a tener un sistema inmunitario saludable28.
•Los ácidos grasos de cadena media tienen de ocho a doce átomos de carbono y se encuentran principalmente en la grasa de la leche y en los aceites tropicales. Del mismo modo que los ácidos grasos de cadena corta, estas grasas tienen propiedades antimicrobianas, se absorben directamente para obtener un aporte energético rápido y contribuyen a tener un sistema inmunitario saludable.
•Los ácidos grasos de cadena larga tienen de catorce a dieciocho átomos de carbono y pueden ser saturados, monoinsaturados o polinsaturados. El ácido esteárico es un ácido graso saturado de 18 átomos de carbono que se encuentra principalmente en la grasa de vacuno y de cordero. El ácido oleico es una grasa monoinsaturada de 18 átomos de carbono, el principal componente del aceite de oliva. Otro ácido graso monoinsaturado con grandes propiedades antimicrobianas es el ácido palmitoleico, de 16 átomos de carbono. Se encuentra casi exclusivamente en las grasas animales. Los dos ácidos grasos esenciales también son de cadena larga, cada uno con 18 átomos de carbono. Otro ácido graso de cadena larga importante es el ácido gamma-linolénico (GLA, por su sigla en inglés), con 18 átomos de carbono y tres enlaces dobles. Se encuentra en los aceites de onagra, borraja y grosella negra. Un cuerpo saludable puede producir GLA a partir del ácido linoleico omega 6. El GLA se utiliza en la producción de las sustancias llamadas «prostaglandinas», unas hormonas tisulares que regulan muchos procesos a nivel celular.
•Los ácidos grasos de cadena muy larga tienen de veinte a veinticuatro átomos de carbono. Tienden a ser altamente insaturados, con cuatro, cinco o seis enlaces dobles. Algunas personas pueden producir estos ácidos grasos a partir de los ácidos grasos esenciales, aunque otras, en especial aquellas cuyos antepasados se alimentaron con grandes cantidades de pescado, carecen de las enzimas necesarias para producirlos. Estos carnívoros obligados deben obtener los ácidos grasos alargados de alimentos de origen animal como las vísceras, la yema de huevo, la mantequilla y los aceites de pescado. Los ácidos grasos de cadena muy larga más importantes son el ácido dihomo-gamma-linolénico (DGLA, por su sigla en inglés), con 20 átomos de carbono y tres enlaces dobles; el ácido araquidónico (AA), con 20 átomos de carbono y cuatro enlaces dobles; el ácido eicosapentaenoico (EPA), con 20 átomos de carbono y cinco enlaces dobles, y el ácido docosahexaenoico (DHA), con 22 átomos de carbono y seis enlaces dobles. Todos ellos, salvo el DHA, se utilizan en la producción de prostaglandinas. Además, los AA y DHA desempeñan un papel importante en las funciones del sistema nervioso29.
Los gurús de la alimentación políticamente correcta nos dicen que los aceites polinsaturados son buenos para nosotros y que las grasas saturadas provocan cáncer y enfermedades cardíacas. Tal desinformación sobre las virtudes relativas de las grasas saturadas frente a los aceites polinsaturados ha producido cambios profundos en los hábitos alimentarios de Occidente. En el cambio de siglo, la mayoría de los ácidos grasos presentes en la alimentación eran saturados o monoinsaturados, principalmente de la mantequilla, la manteca de cerdo, la grasa de vaca, el aceite de coco y pequeñas cantidades de aceite de oliva. En la actualidad, la mayoría de las grasas presentes en la alimentación son polinsaturadas y proceden de aceites vegetales derivados de la soja, el maíz, el cártamo y la canola o colza.
Las dietas modernas pueden contener hasta un 30 por ciento de calorías en forma de aceites polinsaturados, pero las investigaciones científicas indican que esta cantidad es demasiado alta. La mejor evidencia sugiere que nuestra ingesta de polinsaturados no debería exceder el 4 por ciento del total de calorías, en un porcentaje aproximado de un 1,5 por ciento de ácido linolénico omega 3 y un 2,5 por ciento de ácido linoleico omega 630. El consumo dentro de este rango es el habitual en poblaciones nativas de regiones templadas y tropicales, cuya ingesta de ácidos grasos polinsaturados proviene de pequeñas cantidades presentes en las legumbres, los cereales, los frutos secos, las hojas verdes, los pescados, el aceite de oliva y las grasas animales, y no de los aceites vegetales comerciales.
Se ha demostrado que el consumo excesivo de aceites polinsaturados contribuye a un gran número de enfermedades, incluyendo un aumento en el riesgo de padecer cáncer y enfermedades cardíacas, disfunciones del sistema inmunitario, daño hepático y de los órganos reproductivos y los pulmones, trastornos digestivos, baja capacidad de aprendizaje, problemas de crecimiento y aumento de peso31.
Una de las razones por la que los polinsaturados causan tantos problemas de salud es que tienden a oxidarse o enranciarse cuando se someten al calor, el oxígeno y la humedad, como cuando se cocinan o procesan. Los aceites rancios se caracterizan por tener radicales libres, es decir, átomos individuales o grupos con un electrón desapareado en una órbita exterior. Estos compuestos son extremadamente reactivos químicamente. Suelen llamarse los saqueadores del cuerpo, ya que atacan las membranas celulares y los glóbulos rojos, y provocan daños en los filamentos del ADN/ARN, que pueden generar mutaciones en los tejidos, los vasos sanguíneos y la piel. Los radicales libres dañan la piel, provocando arrugas y envejecimiento prematuro, y también los tejidos y órganos, allanando el camino a la aparición de tumores, así como los vasos sanguíneos, promoviendo la acumulación de placa. ¿Resulta sorprendente que las pruebas y estudios hayan demostrado en repetidas ocasiones una estrecha relación entre el cáncer y las enfermedades cardíacas y el consumo de polinsaturados32? Nuevos estudios vinculan la exposición a los radicales libres con el envejecimiento prematuro, las enfermedades autoinmunes como la artritis y el párkinson, la enfermedad de Lou Gehrig, el alzhéimer y las cataratas33.
Los problemas asociados al exceso de polinsaturados se agudizan debido a que la mayoría se encuentran en los aceites comerciales se presentan en forma de ácido linoleico insaturado omega 6 (dos enlaces dobles), con una escasa cantidad del tan importante ácido linolénico insaturado omega 3 (tres enlaces dobles). Estudios recientes han revelado que el exceso de omega 6 en la alimentación genera un desequilibrio que puede interferir en la producción de las importantes prostaglandinas34. Dicha alteración puede provocar una mayor tendencia a formar coágulos sanguíneos, inflamación, presión arterial alta, irritación del tracto digestivo, depresión del sistema inmunitario, esterilidad, proliferación celular, cáncer y aumento de peso35.
Varios investigadores han argumentado que, junto con el exceso de ácidos grasos omega 6, la dieta estadounidense presenta deficiencias de ácido linolénico omega 3, más insaturado. Este ácido graso es necesario para la oxidación celular, para metabolizar importantes aminoácidos azufrados* y para mantener el equilibrio adecuado en la producción de prostaglandinas. Sus deficiencias se han asociado con el asma, las enfermedades cardíacas y los problemas de aprendizaje36. La mayoría de los aceites vegetales comerciales contienen muy poco ácido linolénico (omega 3) y grandes cantidades de ácido linoleico (omega 6). Además, las prácticas agrícolas e industriales modernas han reducido la cantidad de ácidos grasos omega 3 en los vegetales, huevos, pescados y carnes disponibles en el mercado. Por ejemplo, los huevos ecológicos de gallinas pastoreadas*, que se alimentan de insectos y plantas verdes, pueden contener ácidos grasos omega 6 y omega 3 en la proporción beneficiosa de aproximadamente uno a uno, pero ¡los huevos comerciales que se venden en los supermercados, procedentes de gallinas alimentadas principalmente con cereales, pueden contener hasta diecinueve veces más omega 6 que omega 337!
Las demonizadas grasas saturadas —que los estadounidenses intentan evitar— no son la causa de las enfermedades modernas. En realidad, desempeñan varias funciones fundamentales en la química del organismo:
•Los ácidos grasos saturados constituyen al menos el 50 por ciento de las membranas celulares, proporcionándoles la rigidez e integridad necesarias para su correcto funcionamiento.
•Cumplen una función esencial en la salud de nuestros huesos. Para que el calcio se fije de un modo eficaz en la estructura ósea, al menos el 50 por ciento de las grasas alimentarias deberían ser saturadas38.
•Reducen la lipoproteína A, una sustancia presente en la sangre que indica una propensión a las enfermedades cardíacas39.
•Protegen el hígado del alcohol y otras toxinas, como el paracetamol40.
•Mejoran el sistema inmunitario41.
•Son necesarias para la correcta utilización de los ácidos grasos esenciales. Los ácidos grasos de cadena larga omega 3 se retienen mejor en los tejidos cuando la alimentación es rica en grasas saturadas42.
•El ácido esteárico, saturado, de 18 átomos de carbono, y el ácido palmítico, saturado, de 16 átomos de carbono, son los alimentos preferidos del corazón. Esta es la razón por la que la grasa que se encuentra alrededor de dicho músculo sea predominantemente grasa saturada43. El corazón utiliza esta reserva de grasa en los momentos de estrés.
•Los ácidos grasos saturados de cadena corta y media tienen propiedades antimicrobianas importantes. Nos protegen de los microrganismos nocivos presentes en el tracto digestivo.
Las pruebas científicas, cuando se evalúan con honestidad, no apoyan la afirmación de que las grasas saturadas obstructoras de las arterias provocan enfermedades cardíacas44. De hecho, el análisis de la grasa que obstruye las arterias revela que solo alrededor del 26 por ciento es saturada. El resto es grasa insaturada, de la cual más de la mitad es polinsaturada45.
¿Y qué pasa con el colesterol? Con respecto a este tema, la población también ha recibido información incorrecta. Nuestros vasos sanguíneos pueden dañarse de diversas maneras —por irritaciones causadas por radicales libres, o por virus o porque son estructuralmente débiles—, y cuando esto ocurre, una sustancia sanadora natural del cuerpo interviene para reparar el daño. El colesterol es esa sustancia. El colesterol es un alcohol de alto peso molecular que se produce en el hígado y en la mayoría de las células humanas. Al igual que las grasas saturadas, el colesterol que producimos y consumimos desempeña muchas funciones fundamentales:
•En la membrana celular, junto con las grasas saturadas, el colesterol proporciona a nuestras células la rigidez y estabilidad necesarias. Cuando la alimentación contiene un exceso de ácidos grasos polinsaturados, estos remplazan los ácidos grasos saturados en la membrana celular, haciendo que las paredes celulares se vuelvan flácidas. Cuando esto ocurre, el colesterol en la sangre es transportado a los tejidos para darles integridad estructural. Por ello, los niveles de colesterol sérico pueden disminuir temporalmente cuando remplazamos las grasas saturadas por aceites polinsaturados en nuestra alimentación46.
•El colesterol actúa como precursor de los tan necesarios corticoesteroides, las hormonas que nos ayudan a lidiar con el estrés y protegen el cuerpo contra las enfermedades cardíacas y el cáncer; así como de las hormonas sexuales como la testosterona, el estrógeno y la progesterona.
•El colesterol es un precursor de la vitamina D, una vitamina liposoluble necesaria para la salud ósea y del sistema nervioso, el crecimiento, el metabolismo mineral, el tono muscular, la producción de insulina, la reproducción y las funciones del sistema inmunitario.
•Las sales biliares están compuestas de colesterol. La bilis es fundamental para la digestión y la asimilación de las grasas alimentarias.
•Estudios recientes muestran que el colesterol actúa como antioxidante47. Probablemente esto explique por qué los niveles de colesterol aumentan con la edad. Como antioxidante, el colesterol nos protege contra el daño de los radicales libres que ocasionan enfermedades cardíacas y cáncer.
•El colesterol es necesario para el correcto funcionamiento de los receptores de serotonina del cerebro48. La serotonina es una sustancia química natural que produce el cuerpo y nos hace sentir bien. Los niveles bajos de colesterol se han relacionado con los comportamientos agresivos y violentos, la depresión y las tendencias suicidas.
•La leche materna es especialmente rica en colesterol y contiene una enzima especial que ayuda a que el bebé utilice este nutriente. Los bebés y los niños necesitan alimentos ricos en colesterol durante sus años de crecimiento para garantizar el desarrollo apropiado del cerebro y el sistema nervioso.
•El colesterol alimentario cumple un papel fundamental en el mantenimiento de la salud de la pared intestinal49. Por ello, las dietas vegetarianas bajas en colesterol pueden provocar el síndrome del intestino permeable y otros trastornos intestinales.
El colesterol no es el causante de las enfermedades cardíacas, sino más bien una potente arma antioxidante que lucha en contra de los radicales libres en la sangre, así como una sustancia reparadora que ayuda a curar el daño arterial (aunque las placas arteriales en sí mismas contienen muy poco colesterol). Sin embargo, al igual que las grasas, el colesterol puede dañarse al exponerse al calor y al oxígeno. Este colesterol dañado u oxidado parece causar lesiones en las células arteriales, así como una acumulación patológica de placa en las arterias50. El colesterol oxidado está presente en los huevos en polvo, la leche en polvo (que se añade a la leche baja en grasa para darle cuerpo) y las carnes y grasas que se han calentado a altas temperaturas, ya sea al freír o en otros procesos.
Los niveles altos de colesterol sérico suelen indicar que el cuerpo necesita dicha sustancia para protegerse de unos niveles elevados de grasas modificadas, que aportan gran cantidad de radicales libres. Al igual que se necesita una fuerza policial en un lugar donde ocurren crímenes con frecuencia, en un cuerpo malnutrido, el colesterol es necesario para reducir las posibilidades de desarrollar enfermedades cardíacas y cáncer. Culpar al colesterol de ser el responsable de las cardiopatías coronarias es como culpar a la policía de asesinato y robo en una zona de alta criminalidad.
Una función tiroidea deficiente (hipotiroidismo) suele elevar los niveles de colesterol. A menudo, la causa de dicha disfunción es una dieta con un alto contenido en azúcar y un bajo contenido en yodo utilizable, vitaminas liposolubles y otros nutrientes. Cuando hay hipotiroidismo, el organismo inunda la sangre con colesterol como mecanismo de adaptación y protección, proporcionando una superabundancia de materiales necesarios para curar los tejidos y producir esteroides protectores. Las personas con hipotiroidismo son particularmente sensibles a las infecciones, las enfermedades cardíacas y el cáncer51.
La causa de las enfermedades cardíacas no son las grasas animales y el colesterol, sino más bien una serie de factores inherentes a la alimentación moderna, como el consumo excesivo de aceites vegetales y grasas hidrogenadas; el consumo excesivo de hidratos de carbono refinados en forma de azúcar y harinas blancas; las deficiencias minerales, sobre todo de minerales protectores, como el magnesio y el yodo; las deficiencias de vitaminas, principalmente A, C y D, necesarias para la integridad de las paredes de los vasos sanguíneos; las deficiencias de antioxidantes, como el selenio y la vitamina E, que nos protegen de los radicales libres, y, por último, la desaparición de las grasas antimicrobianas en la dieta, es decir, las grasas animales y los aceites tropicales52. Estos solían protegernos contra virus y bacterias, asociados a la aparición de placa patogénica causante de enfermedades cardíacas.
Aunque el colesterol sérico no sea un indicador infalible de futuras enfermedades cardíacas, los niveles elevados de una sustancia llamada «homocisteína» se han relacionado de forma positiva con la acumulación patológica de placa en las arterias y la tendencia a formar coágulos: una combinación mortal. El ácido fólico, la vitamina B6, la vitamina B12 y la colina disminuyen los niveles de homocisteína sérica53 y se encuentran fundamentalmente en los alimentos de origen animal.
La prevención de las enfermedades cardíacas no se logrará reduciendo el colesterol, tal y como se plantea en la actualidad —ya sea con medicación o a través de la dieta—, sino consumiendo alimentos de origen animal ricos en grasas protectoras y vitaminas B6 y B12; fortaleciendo la función tiroidea con el consumo diario de sal marina, rica en yodo utilizable; evitando las deficiencias de vitaminas y minerales, que hacen que las paredes arteriales sean más propensas a romperse y a acumular placa; incluyendo grasas antimicrobianas en la alimentación, y eliminando los alimentos procesados a base de hidratos de carbono refinados, colesterol oxidado y aceites vegetales con radicales libres, que hacen que el cuerpo necesite una reparación constante.