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Era arrogante, implacable y atractivo. ¿Podría resistirse? Nik Prince, actor de cine convertido en director que había ganado cinco Óscars, estaba empeñado en transformar un bestseller en una película de éxito; y para conseguirlo, necesitaba localizar al elusivo autor de la novela. Pero en su camino se alzaba un obstáculo: la obstinada Jinx Nixon. Jinx conocía la identidad del misterioso escritor, pero no tenía intención alguna de revelarla. Sin embargo, Nik era tan testarudo como ella y Jinx empezó a sospechar que su combinación de atractivo y arrogancia la obligaría a hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener el secreto y resistirse a sus encantos.
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Seitenzahl: 166
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Carole Mortimer. Todos los derechos reservados.
TRAS LA PASIÓN, N.º 66 - junio 2012
Título original: Prince’s Passion
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0158-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Y BIEN? ¿Qué ha dicho esta vez tu autor sobre mi oferta?
Nik lo preguntó con aparente desinterés, como si el asunto le resultara aburrido; pero su tono no podía ser más engañoso. Al fin y al cabo, ardía en deseos de conseguir los derechos cinematográficos de la novela de J. I. Watson.
Estaba sentado en el despacho de James Stephens, al otro lado de su mesa. De cincuenta y tantos años de edad, Stephens llevaba veinte años como director de la editorial que llevaba su apellido y, por supuesto, estaba de vuelta en todo lo relativo al temperamento imprevisible de los autores que escribían para él. Pero ese día parecía incómodo; era evidente que estaba tan confundido como Nik por la actitud de J. I. Watson.
Como otras veces, Nik se preguntó qué podía tener el autor contra el hecho de que quisiera adquirir los derechos cinematográficos de una novela que había sido un récord de ventas. La mayoría de los autores habrían dado cualquier cosa para que llevaran su obra a la gran pantalla; especialmente, si la película la iba a dirigir y a producir el famoso Nikolas Prince, ganador de cinco estatuillas de los Oscar.
Sin embargo, J. I. Watson llevaba dos meses haciéndose de rogar.
De las cuatro cartas que Nik le había enviado, el autor había dejado las dos primeras sin responder y había contestado a la tercera con una negativa. Y por la cara de resignación de Stephens, sospechaba que su respuesta a la cuarta habría sido exactamente la misma que a la tercera.
Nik se sentía cada vez más frustrado. Un mes antes, se le había ocurrido la idea de cenar con la editora jefe de Stephens Publishing para ganarse su confianza y tratar directamente con J. I. Watson sin tener que pasar por James Stephens. Varias citas más tarde y tras hacerle prometer que no revelaría su fuente, Jane Morrow le confesó que el verdadero apellido del autor era Nixon; pero añadió que saberlo no le serviría de nada, porque la editorial se relacionaba con él a través de un apartado postal.
–No me digas que ha vuelto a rechazar mi oferta –continuó Nik.
–Sí –le confirmó James, aliviado por no tener que decirlo él mismo.
Nik se levantó del sillón. Era un hombre alto, de casi un metro noventa de estatura; tenía el pelo de color negro y unos ojos grises que intimidaban tanto como sus rasgos, muy duros.
–Pero ¿qué le pasa a ese tipo? ¿Es que quiere más dinero? Porque si es por eso, estoy dispuesto a mejorar la oferta.
James suspiró y clavó en él sus ojos azules.
–Quizás sea mejor que te enseñe la carta que he recibido.
El director de Stephens Publishing abrió un cajón de la mesa y le entregó una hoja de papel con una sola frase, que decía así:
No venderé los derechos ni aunque me lo pida Nik Prince en persona.
Nik se quedó mirando la carta. No podía ser más sucinta.
Pero por irritante que fuera, la respuesta de J. I. Watson no le llamó tanto la atención como lo que estaba impreso en la parte superior de la hoja: el apartado postal que Jane Morrow había mencionado.
Y era de allí, de Londres.
Un detalle que James Stephens debía de haber olvidado, porque de lo contrario no le habría ofrecido la carta.
Nik entrecerró los ojos y le devolvió el papel sin decir nada al respecto. James era un editor honrado; si se daba cuenta de que había traicionado inadvertidamente la confianza de J. I. Watson, hablaría con el autor para advertírselo y cambiar el apartado postal.
–¿Has intentado hablar personalmente con él?
James sacudió la cabeza.
–No. De hecho, no nos hemos visto nunca.
–¿Nunca? –preguntó Nik con incredulidad.
–Nunca. Ni lo he visto ni hemos hablado ni tengo un mal número de teléfono donde lo pueda localizar. Siempre nos relacionamos por correo.
–No me lo puedo creer –Nik se volvió a sentar en el sillón, asombrado–. Y yo que estaba convencido de que el secretismo de tu autor era una simple estrategia editorial…
–¡Ojalá lo fuera! –dijo James, frustrado–. J. I. Watson nos envió su manuscrito, un manuscrito que no habíamos solicitado, hace dieciocho meses. Se lo dimos a uno de nuestros lectores, que se lo pasó a su jefe cuando se dio cuenta de que la novela podía ser un gran éxito. Para entonces, solo llevaba tres meses dando vueltas por la editorial… tal vez te parezca mucho tiempo, pero es poco.
–Si tú lo dices…
Nik todavía no había salido de su asombro. Le parecía increíble que ninguna persona de la editorial conociera personalmente al autor. Tan increíble como del hecho de que Jane Morrow se lo hubiera callado.
–Obviamente, le hemos pedido varias veces que se reúna con nosotros; pero hasta ahora, siempre se ha negado.
Nik sacudió la cabeza. Si ni siquiera se reunía con su propia editorial, no era extraño que se mostrara tan elusivo con él.
–Es cierto –continuó James–. Todo lo hemos hecho por correo. Desde la firma del contrato hasta las sugerencias de estilo… aunque debo admitir que no hicimos demasiadas sugerencias. Su libro era muy bueno.
–¿Y qué hacéis con las cartas de sus seguidores? ¿También se las enviáis por correo?
–No.
James abrió otro cajón y sacó una carpeta tan llena que parecía a punto de reventar.
–Le enviamos una selección de vez en cuando –siguió hablando–, para que conozca la opinión de sus lectores. Aunque, como es natural, las cartas peyorativas o demasiado críticas se quedan con nosotros.
Nik arqueó una ceja.
–¿Peyorativas?
James se encogió de hombros.
–Sí, hay gente que escribe para insultar. Incluso ha recibido amenazas de muerte. El éxito suele atraer a cierto tipo de personas.
Nik no lo dudó en absoluto. Él mismo había recibido un montón de cartas desagradables a lo largo de los años.
–Pero es posible que en el contrato…
–No, en el contrato no hay ninguna cláusula sobre derechos cinematográficos y televisivos –afirmó James–. Se quitó a petición del autor, por supuesto.
–Por supuesto –repitió Nik.
–Compréndelo. Aceptamos las condiciones de J. I. Watson porque queríamos su libro a toda costa.
Nik sabía que un editor podía estar toda una vida sin encontrar un libro tan bueno como No Ordinary Boy, así que le pareció normal que Ste phens Publishing hubiera aceptado las condiciones del autor, aunque fueran absurdas. Si no las hubieran aceptado, el autor habría acudido a otra editorial.
Pero eso no era de ninguna utilidad para él. Quería llevar la novela al cine y no podía hacerlo sin el permiso del novelista.
–Si crees que tú te sientes frustrado, intenta imaginar cómo nos sentimos nosotros –insistió James–. Hemos perdido un dineral por su negativa a ofrecer entrevistas, asistir a presentaciones y firmar libros. No lo he calculado, pero yo diría que nos ha costado varios millones de libras esterlinas.
Nik lo miró a los ojos y habló lentamente.
–Pero os ha hecho ganar otros muchos. Y supongo que tampoco os vendría mal la venta de los derechos para hacer una película.
–No, claro que no –admitió, sonriendo–. Es una pena que no los puedas comprar.
Nik se volvió a levantar del sillón.
–¿Quién ha dicho que no puedo? Hablaré con él.
–¿Por qué estás tan seguro de que podrás localizarlo y hablar con él? –preguntó con curiosidad–. Te recuerdo que nosotros lo hemos intentado durante más de un año y no hemos conseguido nada.
Nik sonrió con suficiencia. Había conseguido el apartado postal de J. I. Watson y lo iba a encontrar. Además, tenía la ventaja de que conocía su apellido real, Nixon.
–Estoy seguro porque no juego con las mismas reglas que tú, James –contestó–. Tu autor ha afirmado que no venderá esos derechos ni aunque se lo pida Nik Prince en persona, ¿verdad? Pues me va a ver en persona dentro de poco… Y debes saber que jamás he aceptado un «no» por respuesta.
Era verdad. Nunca lo había aceptado.
J. I. Watson estaba a punto de descubrirlo.
JINX sonrió cuando su amiga le abrió la puerta. Desde el fondo de la casa, llegaban las voces y los sonidos de la fiesta que Susan había organizado para celebrar su quinto aniversario de boda.
–Hola, Jinx…
–Hola, Susan. Muchas gracias por invitarme.
Se habían conocido de niñas, en el colegio. Susan estaba casada con un directivo de una gran empresa y tenía dos hijos que en ese momento debían de estar durmiendo en el piso de arriba. Y si no estaban durmiendo, estarían a cargo de una niñera que se aseguraría de que no bajaran a interrumpir la celebración.
–No me des las gracias; tú y yo sabemos que preferirías estar en tu casa con un buen libro. Pero si prácticamente tuve que retorcerte el brazo para que aceptaras la invitación… –le recordó–. Te estoy muy agradecida por ello, Jinx. Esto no habría sido lo mismo sin la presencia de mi madrina de boda.
Susan le dio un beso en la mejilla y la miró con el ceño fruncido. Jinx, baja y esbelta, había elegido un vestido negro que quedaba perfecto con su cabello, rojo intenso.
–¿Cómo es posible que cada año parezcas más joven y que yo, en cambio, parezca más vieja? –continuó.
Jinx sonrió y le dio el ramo de rosas de color rojizo claro que le había comprado. El mismo color de las flores que Susan había llevado en la boda.
–Eres una aduladora…
–¡Es verdad! ¡Estás preciosa! –se defendió Susan–. Pero dime, ¿cómo le va a Jack?
Aunque Jinx no dejó de sonreír, sus ojos se ensombrecieron levemente cuando se encogió de hombros y respondió:
–Como siempre. ¿Y tu atractivo marido?
–Aquí estoy…
Leo pasó junto a Susan, se inclinó sobre Jinx y le dio un beso en los labios.
–Aún podemos fugarnos, ¿sabes? –bromeó Leo.
Susan le dio un ligero codazo, aunque la actitud de su esposo no le había molestado en absoluto. No era más que una broma entre amigos.
–Parece que la fiesta es todo un éxito –comentó Jinx, haciendo un gesto hacia el interior de la casa.
Susan la tomó del brazo y la llevó hacia el pasillo.
–Y tenemos un invitado sorpresa –le explicó, entusiasmada–. ¿Te acuerdas de que el año pasado contratamos a Stazy Hunter para que nos decorara el salón?
Jinx asintió y la miró con intensidad. Intentaba mostrarse interesada, pero Susan sabía que ese tipo de cosas no le interesaban mucho.
–Claro que me acuerdo.
–Pues bien, mantuvimos el contacto y, cuando organizamos la fiesta, decidimos invitarla a ella y a su marido, Jordan –explicó–. Hace una hora, Stazy me ha llamado por teléfono y me ha preguntado si podían venir con su hermano, que al parecer se ha presentado de repente. Por supuesto, he dicho que sí. Y jamás adivinarías quién ha resultado ser…
Leo la interrumpió en mitad de la frase:
–No te preocupes, Jinx, ya sabes que hasta mi esposa tiene que dejar de hablar para respirar de vez en cuando.
–Vamos, Leo… –protestó Susan.
–Susan, sabes de sobra que a Jinx no le interesan los cotilleos. Si el hermano de Stazy fuera profesor de universidad, arqueólogo o algo por el estilo, quizás le interesaría; pero no es más que un…
–Mi marido está celoso, Jinx –esa vez fue ella quien lo interrumpió a él–. Y a decir verdad, no me extraña; porque el hermano de Stazy está buenísimo… casi un metro noventa de magnetismo sexual.
–Como yo –dijo Leo.
–Bueno, no voy a negar que eres atractivo –contraatacó Susan.
–Pero no tan atractivo ni tan magnéticamente sexual como nuestro invitado –ironizó Leo.
–Es que no es lo mismo. Él es un invitado y tú eres mi esposo.
–En tal caso, tendré que dejar de ser tu esposo. ¿Estás segura de que no te quieres fugar conmigo, Jinx?
Jinx soltó una carcajada.
–¿Fugarte conmigo? ¡Pero si estás colado por Susan!
Leo sacudió la cabeza.
–Sí, pero eso cambiará si Susan sigue tan entusiasmada con los directores de cine famosos.
Jinx lo miró con alarma.
–¿El hermano de Stazy Hunter es director de cine?
–Sí, él…
El timbre de la casa sonó justo entonces.
–Oh, vaya, tendré que ir a abrir –continuó Susan–. Te veré más tarde.
Leo quiso seguir a Jinx, pero Susan le agarró del brazo y le obligó a acompañarla a la puerta. Cuando se quedó a solas, Jinx entró en el salón. Y se encontró cara a cara ante el metro noventa de magnetismo sexual.
O no exactamente cara a cara, porque ella solo medía un metro cincuenta y cinco, contando los cinco de los tacones de sus zapatos.
Jinx lo reconoció al instante.
Era Nik Prince. El antiguo actor que, con poco menos de cuarenta años, se había convertido en un director aclamado por la crítica y por el público; el mayor de los tres hermanos Prince, fundadores de la productora cinematográfica PrinceMovies, una de las más importantes de todo el país.
Los ojos de Jinx, de un tono azul, cercano al violeta, se encontraron con los grises de Nik Prince, que bajó la cabeza para mirarla. Y durante un breve instante, apenas un par de segundos, fue como si estuvieran solos en el mundo; como si el ruido, las voces, las risas y la música que se oía de fondo hubieran desaparecido de repente.
La mirada de Nik descendió hasta sus senos sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Pero a ella no le pareció una mirada, sino una caricia.
Se sintió como si la hubiera tocado físicamente.
Solo pudo reaccionar cuando se recordó que Nik Prince era todo un seductor, un hombre acostumbrado a conquistar el interés de las mujeres, un hombre cuyas aventuras amorosas eran casi legendarias.
–¿Y bien? –lo desafió.
Él arqueó una ceja.
–¿Y bien qué? –respondió con su voz ronca.
–¿Le gusta lo que ve?
Nik sonrió.
–Por supuesto. A cualquier hombre le gustaría.
–No lo dudo. Pero yo no se lo he preguntado a cualquier hombre, sino a usted –insistió ella, sin dejarse intimidar.
Nik Prince dio un paso adelante y se quedó peligrosamente cerca de Jinx. Tan cerca que ella notó el aroma de su loción para después del afeitado.
–Sí, me gusta lo que veo; pero eso ya lo sabe –afirmó en voz baja–. ¿Qué le parece si buscamos alguna excusa y nos vamos de aquí?
Jinx parpadeó, asombrada. La propuesta le habría sorprendido en boca de cualquiera, y resultaba aún más sorprendente en boca de Nik Prince.
A Jinx siempre le habían disgustado las fiestas. Y siempre encontraba la forma de ahorrárselas. Aquella noche había hecho una excepción porque quería mucho a Susan y a Leo y sabía que era importante para ellos; pero si aquel tipo creía que estaba dispuesta a marcharse con él, se iba a llevar un chasco.
–¿No cree que Susan y Leo se lo tomarían a mal?
–¿De quién está hablando? ¿De nuestros anfitriones?
–Exacto.
–Ni yo los conozco a ellos ni ellos me conocen a mí. ¿Por qué les iba a importar?
Jinx se encogió de hombros mientras intentaba convencerse de que Nik Prince no era su tipo de hombre. Pero el argumento tenía el pequeño fallo de que ya no recordaba cuál era su tipo de hombre.
Llevaba tanto tiempo sin salir con nadie que lo había olvidado.
–¿Porque han tenido la amabilidad de invitarlo a su fiesta de aniversario a última hora y sin conocerlo de nada?
Nik asintió y volvió a sonreír.
–Sí, en eso tiene razón.
–Me alegra que estemos de acuerdo –dijo ella, con más intensidad de la que pretendía–. Y ahora, señor Prince, si me disculpa…
Jinx intentó alejarse, pero Nik la agarró del brazo.
–Todavía no, señorita. Estamos en desventaja. Es evidente que usted conoce mi nombre, pero yo no conozco el suyo.
Jinx se estremeció por dentro. El contacto de la mano de Nik le agradaba tanto que se quedó sorprendida por su propia reacción física.
–Veamos… –continuó él, ladeando la cabeza–. No me parece que se llame Joan. Ni, pensándolo bien, Cynthia. Ni desde luego…
Jinx lo interrumpió.
–Dígame, ¿esa cháchara absurda le funciona normalmente con las mujeres?
Nik Prince la miró con humor.
–Puede que no lo crea, pero normalmente no necesito ninguna cháchara absurda.
Jinx estaba segura de que había sido sincero. Un hombre como él no tenía que rebajarse a coquetear. Siempre habría mujeres que harían cola para arrojarse a sus brazos.
–Mejor para usted –replicó–, pero su técnica deja mucho que desear.
Nik se rio.
–Tendrá que disculparme. Hacía tiempo que no coqueteaba con nadie.
Jinx no estaba interesada en el tiempo que llevara sin coquetear.
–¿Le importaría soltarme el brazo?
–Por supuesto que me importaría.
Él le acarició el brazo con el pulgar.
–Mire, ha sido una conversación muy interesante, pero debo irme. Quiero saludar a los padres de Susan.
Nik Prince movió la mano, pero solo para subirla hasta el codo de Jinx.
–¿Por qué no me los presenta? Así tendría ocasión de conocerlos… y de paso, de saber cómo se llama.
Ella lo miró a los ojos.
–Me llamo Juliet.
Nik parpadeó con alguna sorpresa, como si no fuera el nombre que esperaba. Pero era tan buen actor que lo ocultó enseguida.
–Juliet… me parece un nombre muy apropiado.
–No se haga ilusiones. Puede que yo sea Julieta, pero usted no es Romeo.
–Ni lo pretendo. Por cierto… Me llamo Nik.
–Ya lo sabía.
Nik sonrió con satisfacción.
–¿Y qué hace usted, Juliet?
–¿Qué hago?
–Me refiero a su trabajo. ¿O es que me he topado con una de esas personas tan afortunadas que no tienen que trabajar?
Su tono sarcástico le molestó profundamente.
–Soy profesora de Historia. En la Universidad de Cambridge –contestó con tono altivo–. Pero estoy de año sabático.
–Profesora de universidad… ¿Debo llamarla «doctora»? –ironizó.
–Sí. Y ahora tendrá que disculparme. He llegado sola a la fiesta, pero eso no significa que esté sola.
–No, claro que no. Está conmigo.
Jinx frunció el ceño, exasperada.
–Sabe perfectamente que no me refería a eso.
–¿Lo sé?
–Sí.
Nik echó un vistazo a su alrededor y dijo:
–Yo diría que hay alrededor de veinte hombres en la fiesta. ¿Cuál de ellos va a venir a reclamarla?
Jinx se ruborizó porque ninguno de ellos la iba a reclamar. A sus veintiocho años, llevaba una existencia absolutamente solitaria. No salía con nadie ni tenía visos de salir. Y no estaba especialmente contenta de ello.
Sin embargo, disimuló su incomodidad, echó los hombros hacia atrás y aprovechó la ocasión para apartar su mano.
–Eso no es asunto suyo, señor Prince.
Rápidamente, dio media vuelta y se alejó.
Pero a medida que se alejaba, era consciente de que Nik Prince mantenía la vista en el movimiento sinuoso de sus caderas.
Nik entrecerró los ojos mientras admiraba a la pelirroja, que se alejaba.
Pensó que se estaba haciendo viejo o que había perdido práctica en el arte de coquetear, porque era evidente que Juliet Nixon, Jinx para los amigos, no se había sentido ni lejanamente impresionada por él.
Había tenido que esperar varios días hasta tener noticias del detective que contrató para vigilar el apartado postal de J. I. Watson. Por fin, su hombre le llamó por teléfono y le dijo que una niña recogía el correo todos los días, a las doce y media de la mañana. A partir de ese momento, Nik decidió encargarse personalmente de la vigilancia y descubrió que no era una niña, sino una joven baja que se ponía gorras y camisetas muy anchas.