Tratado Sobre la Tolerancia - Voltaire - E-Book

Tratado Sobre la Tolerancia E-Book

Voltaire

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Beschreibung

"Tratado sobre la tolerancia" es una obra escrita por Voltaire en 1763 en la que se defiende la importancia de la tolerancia religiosa y la libertad de conciencia. En el tratado, Voltaire critica el fanatismo religioso y la violencia que se ejerce en nombre de la religión, y defiende la necesidad de separar la religión de la política. Además, argumenta que la tolerancia no solo es un deber moral, sino que también es esencial para la estabilidad y la prosperidad de las sociedades. En resumen, es un llamado a la razón y al respeto mutuo en un mundo en el que la intolerancia y la violencia religiosa habían causado mucho sufrimiento.

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Seitenzahl: 166

Veröffentlichungsjahr: 2023

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VOLTAIRE

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA

ÍNDICE

ÍNDICE

PRÓLOGO

CAPÍTULO I: HISTORIA ABREVIADA DE LA MUERTE DE JEAN CALAS

CAPÍTULO II: CONSECUENCIAS DEL SUPLICIO DE JEAN CALAS

CAPÍTULO III: IDEA DE LA REFORMA EN EL SIGLO XVI

CAPÍTULO IV: DE SI LA TOLERANCIA ES PELIGROSA, Y EN QUÉ PUEBLOS ESTÁ PERMITIDA

CAPÍTULO V: DE CÓMO PUEDE SER ADMITIDA LA TOLERANCIA

CAPÍTULO VI: DE SI LA INTOLERANCIA ES DE DERECHO NATURAL Y DE DERECHO HUMANO

CAPÍTULO VII: DE SI LA INTOLERANCIA FUE CONOCIDA DE LOS GRIEGOS

CAPÍTULO VIII: DE SI LOS ROMANOS FUERON TOLERANTES

CAPÍTULO IX: SOBRE LOS MÁRTIRES

CAPÍTULO X: DEL PELIGRO DE LAS FALSAS LEYENDAS Y DE LA PERSECUCIÓN

CAPÍTULO XI: ABUSOS DE LA INTOLERANCIA

CAPÍTULO XII: DE SI LA INTOLERANCIA FUE DE DERECHO DIVINO EN EL JUDAÍSMO, Y DE SI SIEMPRE FUE PUESTA EN PRÁCTICA

CAPÍTULO XIII: EXTREMA TOLERANCIA DE LOS JUDÍOS

CAPÍTULO XIV: DE SI LA INTOLERANCIA HA SIDO ENSEÑADA POR JESUCRISTO

CAPÍTULO XV: TESTIMONIOS CONTRA LA INTOLERANCIA

CAPÍTULO XVI: DIÁLOGO ENTRE UN MORIBUNDO Y UN HOMBRE DE BUENA SALUD

CAPÍTULO XVII: CARTA ESCRITA AL JESUITA LE TELLIER, POR UN BENEFICIADO (EL 6 DE MAYO DE 1714)

CAPÍTULO XVIII: ÚNICOS CASOS EN QUE LA INTOLERANCIA ES DE DERECHO HUMANO

CAPÍTULO XIX: RELACIÓN DE UNA DISPUTA DE CONTROVERSIA EN CHINA

CAPÍTULO XX: DE SI ES ÚTIL MANTENER AL PUEBLO EN LA SUPERSTICIÓN

CAPÍTULO XXI: VIRTUD VALE MÁS QUE CIENCIA

CAPÍTULO XXII: DE LA TOLERANCIA UNIVERSAL

CAPÍTULO XXIII: PLEGARIA A DIOS

CAPÍTULO XXIV: «POST SCRIPTUM»

CAPÍTULO XXV: CONTINUACIÓN Y CONCLUSIÓN

ARTÍCULO NUEVAMENTE AÑADIDO, EN EL QUE SE DA CUENTA DE LA ÚLTIMA SENTENCIA DICTADA EN FAVOR DE LA FAMILIA CALAS

FIN

Título: Tratado Sobre la Tolerancia

Autor: Voltaire (François Marie Arouet)

Título original: Traité sur la Tolerance à l’ocassion de la mort de Jean Calas (1763)

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2022 AMA Audiolibros

[email protected]

Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.

PRÓLOGO

Voltaire, París (Francia) 1694 - París (Francia) 1778. Escritor, filósofo, historiador y abogado francés que figura entre los principales representantes de la Ilustración.

De nombre real François Marie Arouet, nació en París el 21 de noviembre de 1694, hijo de un notario. Estudió con los jesuitas en el colegio Louis-le-Grand. Desde muy joven decidió emprender una carrera literaria. Comenzó a moverse en los círculos aristocráticos y pronto fue conocido en todos los salones de París por su ingenio sarcástico. Varios de sus escritos, especialmente un libelo en el que acusaba al regente Felipe II, duque de Orleans, de atroces crímenes, precipitaron su ingreso en la prisión de la Bastilla. Durante los once meses de encierro completó su primera tragedia, Edipo, basada en la obra homónima del dramaturgo griego Sófocles, y comenzó un poema épico sobre Enrique IV de Francia. Edipo se estrenó en el Teatro Francés en 1718 y fue acogida con enorme entusiasmo. La obra sobre Enrique IV se imprimió anónimamente en Génova bajo el título de Poème de la ligue (1723). En su primer poema filosófico, Los pros y los contras, Voltaire ofrece una elocuente descripción de su visión anticristiana y su credo deísta de carácter racionalista.

Tras una disputa con un miembro de una ilustre familia francesa, Voltaire fue encarcelado por segunda vez en la Bastilla, pero fue liberado al cabo de dos semanas a cambio de la promesa de abandonar Francia y establecerse en Inglaterra. Pasó entonces dos años en Londres, donde no tardó en dominar la lengua inglesa. Con la intención de preparar al público británico para una edición ampliada de su Poème de la ligue, Voltaire escribió dos notables ensayos en inglés: uno sobre poesía épica y otro sobre la historia de las guerras civiles en Francia. Durante algunos años, el católico y autocrático gobierno francés prohibió la edición ampliada del Poème de la ligue, que finalmente adoptó el título de La Henriade. La aprobación para publicarlo llegó en 1728. Esta obra, una elocuente defensa de la tolerancia religiosa, obtuvo un éxito sin precedentes, no solo en su Francia natal, sino en todo el continente europeo.

En 1728 Voltaire regresó a Francia. Durante los cuatro años siguientes residió en París y dedicó la mayor parte de su tiempo a la composición literaria. La principal obra de este periodo, es Cartas filosóficas o cartas inglesas (1734), un ataque encubierto a las instituciones políticas y eclesiásticas francesas que le causó problemas con las autoridades, por lo que una vez más se vio obligado a abandonar París. Se refugió entonces en el Château de Cirey, en el ducado independiente de Lorena. Allí entabló una larga relación sentimental con la culta aristócrata Gabrielle Émilie Le Tonnelier de Breteuil, marquesa de Châtelet, que ejerció sobre él una importante influencia intelectual. Fue este un periodo de intensa actividad literaria. Además de un impresionante número de obras de teatro, escribió Elementos de la filosofía de Newton y produjo novelas, cuentos, sátiras y poemas breves. Esta estancia en Cirey se vio interrumpida en varias ocasiones. Voltaire viajaba con frecuencia a París y Versalles, donde, gracias a la influencia de la marquesa de Pompadour, la famosa amante de Luis XV, se convirtió en uno de los favoritos de la Corte. En primer lugar, fue nombrado historiador de Francia y más tarde caballero de la Cámara Real. Finalmente, en 1746, fue elegido miembro de la Academia Francesa. Su Poème de Fontenoy (1745), donde relata la victoria de los franceses sobre los ingleses durante la Guerra de Sucesión austríaca, y El siglo de Luis XV, además de otras obras de teatro como La princesa de Navarra o El triunfo de Trajano, marcaron el inicio de la relación de Voltaire con la corte de Luis XV.

A la muerte de madame de Châtelet, en 1749, Voltaire aceptó una antigua invitación de Federico II de Prusia para residir de manera permanente en la corte prusiana. Viajó a Berlín en 1750, pero no permaneció allí más de dos años, pues su ingenio más bien ácido chocó con el temperamento autocrático del rey y fue la causa de frecuentes disputas. Durante su estancia en Berlín completó El siglo de Luis XIV, un estudio histórico sobre el reinado de este monarca.

Por espacio de algunos años, Voltaire llevó una existencia itinerante, pero finalmente se estableció en Ferney, en 1758, donde pasó los últimos veinte años de su vida. En el intervalo comprendido entre su regreso de Berlín y su establecimiento en Ferney, terminó su obra más ambiciosa, el Ensayo sobre la historia general y sobre las costumbres y el carácter de las naciones (1756). Esta obra, que no es otra cosa que un estudio del progreso humano, censura el supernaturalismo y denuncia la religión y el poder del clero, si bien afirma su creencia en Dios.

Una vez establecido en Ferney, Voltaire escribió varios poemas filosóficos, como El desastre de Lisboa; varias novelas satíricas y filosóficas, entre las que cabe destacar Cándido, la tragedia Tancredo y el Diccionario filosófico. Desde la seguridad que le proporcionaba su retiro, lanzó cientos de pasquines en los que satirizaba los abusos del poder. Quienes eran perseguidos por sus creencias encontraron en Voltaire un elocuente y poderoso defensor. Oponía el deísmo, una religión puramente racional, a la religión cristiana. Esta concepción se evidencia en Cándido, donde Voltaire analiza el problema del mal en el mundo y describe las atrocidades cometidas a lo largo de la historia en nombre de Dios.

El carácter contradictorio de Voltaire se refleja tanto en sus escritos como en las opiniones de otros. Parecía capaz de situarse en los dos polos de cualquier debate, y en opinión de algunos de sus contemporáneos era poco fiable, avaricioso y sarcástico. Para otros, sin embargo, era un hombre generoso, entusiasta y sentimental. Esencialmente, rechazó todo lo que fuera irracional e incomprensible y animó a sus contemporáneos a luchar activamente contra la intolerancia, la tiranía y la superstición. Su moral estaba fundada en la creencia en la libertad de pensamiento y el respeto a todos los individuos, y sostuvo que la literatura debía ocuparse de los problemas de su tiempo. Estas opiniones convirtieron a Voltaire en una figura clave del movimiento filosófico del siglo XVIII, ejemplificado en los escritores de la famosa Enciclopedia francesa. Su defensa de una literatura comprometida con los problemas sociales hace que Voltaire sea considerado como un predecesor de escritores del siglo XX como Jean-Paul Sartre y otros existencialistas franceses. Todas sus obras contienen pasajes memorables que se distinguen por su elegancia, su perspicacia y su ingenio. Sin embargo, su poesía y sus piezas dramáticas adolecen a menudo de un exceso de atención a la cuestión histórica y a la propaganda filosófica. Cabe destacar, entre otras, las tragedias Brutus, Zaire, Alzire, Mahoma o el fanatismo y Mérope; el romance filosófico Zadig o el destino; el poema filosófico Discurso sobre el hombre y el estudio histórico Carlos XII.

En 1685, Luis XIV revoca el edicto de Nantes, que permitía la libertad de cultos en Francia. En este clima de intolerancia religiosa, Voltaire escribe el Tratado sobre la tolerancia con ocasión de la muerte de Jean Calas y anima al resto de los filósofos a hacer la guerra sistemáticamente al Infame, es decir, a cualquier religión, pero, sobre todo, a la católica de Roma. Voltaire, a diferencia de Rousseau, pretende pasar de una oposición meramente intelectual a una lucha activa centrada en los casos particulares. El caso de Jean Calas, comerciante jansenista que fue declarado culpable en un juicio manipulado, y ajusticiado por un delito no cometido, iba a ser la primera aplicación de esa consigna que daba al resto de los filósofos. Voltaire organiza los datos de que dispone en una estrategia de combate sin antecedentes en la historia y que solo puede compararse con una moderna campaña de prensa. La historia de los Calas es, en el Tratado sobre la tolerancia, un trampolín para hacer un juicio al fanatismo: de los detalles particulares Voltaire se eleva a las alturas bíblicas, históricas, metafísicas y conceptuales sin olvidar el recurso a los detalles del sentimiento personal. El autor se encarna en los perseguidos para buscar el triunfo final de la filosofía y de las luces sobre el Infame.

CAPÍTULO IHISTORIA ABREVIADA DE LA MUERTE DE JEAN CALAS

El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia el 9 de marzo de 1762, es uno de los acontecimientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y de la posteridad. Se olvida pronto esa multitud de muertos que perecieron en batallas sin cuento, no solo porque esa es la fatalidad inevitable de la guerra, sino porque los que mueren por la suerte de las armas también podían dar la muerte a sus enemigos, y no perecieron sin defenderse. Donde el peligro y la ventaja son iguales, cesa el asombro y hasta la compasión se debilita; mas si un padre de familia inocente es entregado a las manos del error, o de la pasión, o del fanatismo; si el acusado no tiene más defensa que su virtud; si los árbitros de su vida no corren más peligro al degollarle que el de equivocarse; si pueden matar impunemente con una sentencia, entonces se alza el clamor público, cada cual teme por sí mismo, se ve que nadie tiene a salvo su vida ante un tribunal erigido para velar por la vida de los ciudadanos, y todas las voces se unen para pedir venganza.

En este extraño caso se trataba de religión, de suicidio, de parricidio; se trataba de saber si un padre y una madre habían estrangulado a su hijo para agradar a Dios, si un hermano había estrangulado a su hermano, si un amigo había estrangulado a su amigo, y si los jueces tenían que reprocharse haber hecho morir en la rueda a un padre inocente, o haber perdonado a una madre, a un hermano, a un amigo culpables.

Jean Calas, de sesenta y ocho años, ejercía la profesión de comerciante en Toulouse desde hace más de cuarenta años, y estaba considerado por todos los que con él vivieron como un buen padre. Era protestante, igual que su mujer y todos sus hijos, salvo uno, que había abjurado la herejía y a quien el padre pasaba una pequeña pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo, que rompe todos los lazos de la sociedad, que aprobó la conversión de su hijo Louis Calas, y además tenía en su casa, desde hacía treinta años, una criada ferviente católica, que había criado a todos sus hijos.

Uno de los hijos de Jean Calas, llamado Marc-Antoine, era un hombre cultivado: pasaba por espíritu inquieto, sombrío y violento. Este joven, al no conseguir ni entrar en el negocio, para el que carecía de dotes, ni obtener el título de abogado, porque se necesitaban certificados de catolicidad que no pudo conseguir, decidió poner fin a su vida, y dio a entender ese propósito a uno de sus amigos; en su resolución le confirmó la lectura de todo lo que en el mundo se ha escrito sobre el suicidio.

Finalmente, cierto día, tras perder su dinero en el juego, escogió ese día para realizar su propósito. De Burdeos había llegado la víspera un amigo de su familia y suyo, llamado Lavaysse, joven de diecinueve años, conocido por el candor y la dulzura de sus costumbres, hijo de un abogado célebre de Toulouse; cenó por casualidad en casa de Calas. El padre, la madre, Marc-Antoine, su hijo mayor, Pierre, el segundo, comieron juntos. Acabada la cena se retiraron a un saloncito: Marc-Antoine desapareció; finalmente, cuando el joven Lavaysse quiso marcharse, habiendo descendido Pierre Calas y él encontraron abajo, junto al almacén, a Marc-Antoine en camisa, colgado de una puerta, y sus ropas dobladas sobre el mostrador; su camisa no estaba nada arrugada, él tenía el pelo bien peinado; en el cuerpo no había ninguna herida, ninguna magulladura.

Prescindimos aquí de todos los detalles de que han dado cuenta los abogados; no describiremos el dolor ni la desesperación del padre y la madre; los vecinos oyeron sus gritos. Lavaysse y Pierre Calas, fuera de sí, corrieron en busca de los cirujanos y de la justicia.

Mientras se liberaban de ese deber, mientras el padre y la madre sollozaban y lloraban, el pueblo de Toulouse se agolpó delante de la casa. Ese pueblo es supersticioso y arrebatado; mira como a monstruos a sus hermanos si no tienen su misma religión. Fue en Toulouse donde se dieron solemnemente gracias a Dios por la muerte de Enrique III y donde hicieron juramento de degollar al primero que hablase de reconocer al grande, al buen Enrique IV. Todavía esa ciudad solemniza todos los años, con una procesión y hogueras, el día en que degolló a cuatro mil ciudadanos heréticos, hace dos siglos. Seis decretos del consejo han prohibido inútilmente esa odiosa fiesta, los tolosanos siempre la han celebrado como los juegos florales.

Algún fanático del populacho gritó que Jean Calas había ahorcado a su propio hijo Marc-Antoine. Este grito, repetido, se hizo unánime en un momento; otros añadieron que el muerto iba a abjurar al día siguiente; que su familia y el joven Lavaysse le habían estrangulado por odio contra la religión católica; un momento después ya nadie lo puso en duda: toda la ciudad quedó convencida de que es un punto de religión entre los protestantes que un padre y una madre deben asesinar a su hijo en cuanto quiere convertirse.

Una vez excitados, los ánimos no se detienen. Se imaginó que los protestantes del Languedoc se habían reunido la víspera; que habían elegido, a pluralidad de votos, un verdugo de la secta; que la elección había recaído sobre el joven Lavaysse; que, en veinticuatro horas, este joven había recibido la noticia de su elección, y había llegado de Burdeos para ayudar a Jean Calas, a su mujer y a su hijo Pierre, a estrangular a un amigo, a un hijo, a un hermano.

El señor David, capitoul de Toulouse, excitado por estos rumores y queriendo hacerse valer mediante una rápida ejecución, hizo un procedimiento contrario a las reglas y a las ordenanzas. La familia Calas, la criada católica, Lavaysse, fueron encarcelados.

Se publicó un monitorio no menos viciado que el procedimiento. Se llegó más lejos: Marc-Antoine Calas había muerto calvinista y, si había atentado contra sí mismo, debía ser arrastrado por el lodo; fue inhumado con la mayor pompa en la iglesia de San Esteban, a pesar del cura, que protestaba contra esa profanación.

Hay en el Languedoc cuatro cofradías de penitentes: la blanca, la azul, la gris y la negra. Los cofrades llevan una larga capucha, con una máscara de paño con dos agujeros que permiten ver: quisieron obligar al señor duque de Fitz-James, comandante de la provincia, a entrar en su corporación, pero él los rechazó. Los cofrades blancos hicieron a Marc-Antoine Calas un funeral solemne, como a un mártir. Nunca Iglesia alguna celebró la fiesta de un mártir verdadero con más pompa; pero esa pompa fue terrible. Sobre un magnífico catafalco se había elevado un esqueleto al que hacían moverse, y que representaba a Marc-Antoine Calas llevando en una mano una palma y en la otra la pluma con la que debía firmar la abjuración de la herejía, y que en realidad escribía la sentencia de muerte de su padre.

Entonces al desdichado que había atentado contra sí mismo no le faltó más que la canonización: todo el pueblo lo miraba como a un santo; algunos lo invocaban, otros iban a rezar sobre su tumba, otros le pedían milagros, otros contaban los que había hecho. Un fraile le arrancó algunos dientes para tener reliquias duraderas. Una devota, algo sorda, dijo que había oído el sonido de las campanas. Un cura apoplético sanó después de haber tomado el emético. Se levantaron actas de tales prodigios. Quien escribe este relato posee una atestación de que un joven de Toulouse se volvió loco por haber rezado varias noches sobre la tumba del nuevo santo, y por no haber podido obtener un milagro que imploraba.

Algunos magistrados eran de la cofradía de los penitentes blancos. Desde ese momento, la muerte de Jean Calas pareció inevitable.

Lo que sobre todo preparó su suplicio fue la proximidad de esa fiesta singular que los tolosanos celebran todos los años en memoria de una matanza de cuatro mil hugonotes; el año 1762 era el año centenario. En la ciudad se levantaba el tinglado de esa solemnidad: y esto mismo inflamaba todavía más la imaginación caldeada del pueblo; se decía públicamente que el patíbulo en el que los Calas sufrirían el tormento de la rueda sería el mayor ornato de la fiesta; se decía que la Providencia misma traía aquellas víctimas para ser sacrificadas a nuestra santa religión. Veinte personas han oído esas palabras, y otras más violentas todavía. ¡Y eso en nuestros días! ¡Y eso en una época en que tanto progreso ha hecho la filosofía! ¡Y eso cuando cien academias escriben para inspirar la suavidad de las costumbres! Parece que el fanatismo, indignado desde hace poco por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia.

Trece jueces se reunieron todos los días para acabar el proceso. No se tenía, no se podía tener ninguna prueba contra la familia; pero la religión engañada hacía las veces de prueba. Seis jueces persistieron mucho tiempo en condenar a Jean Calas, a su hijo y a Lavaysse a la rueda, y a la mujer de Jean Calas a la hoguera. Otros siete más moderados querían que por lo menos se examinase. Los debates fueron reiterados y largos. Uno de los jueces, convencido de la inocencia de los acusados y de la imposibilidad del crimen, habló vivamente en su favor; opuso el celo por la humanidad al celo de la severidad: se convirtió en el abogado público de los Calas en todas las casas de Toulouse, donde los continuos gritos de la religión mal usada exigían la sangre de estos desdichados. Otro juez, conocido por su violencia, hablaba en la ciudad con tanto arrebato contra los Calas como entusiasmo mostraba el primero en defenderlos. Finalmente fue tan grande el escándalo que se vieron obligados a declararse incompetentes uno y otro; se retiraron al campo.