Un asunto para dos - Mary Burton - E-Book
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Un asunto para dos E-Book

Mary Burton

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Beschreibung

Hacía un año que la millonaria Kit Westgate Landover había desaparecido sin dejar rastro. Pero no se encontró su cadáver y el caso quedó cerrado. El sargento Kirkland sabía que la investigación se encontraba en un callejón sin salida, pero cuando la reportera Tara Mackey empezó a hacer nuevas preguntas, decidió reabrir el caso. Profesionalmente eran una pareja perfecta, pero personalmente, Tara se resistía a dejarse llevar por la atracción que había entre ellos. Alex Kirkland se movía en un mundo de dinero y poder… cosas en las que ella no confiaba. Y cada paso que daban hacia la verdad, y el uno hacia el otro, los acercaba un poco más al peligro.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Mary T. Burton.

Todos los derechos reservados.

UN ASUNTO PARA DOS, N.º 1905 - agosto 2011

Título original: Cold Case Cop

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-701-3

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo 1

Lunes, 14 de julio, 9:00 a.m.

Al escuchar un coro de silbidos, el sargento Alex Kirkland levantó la cabeza para mirar la pared de cristal que separaba su oficina de la sala de atestados. Al otro lado, seis sonrientes detectives miraban a una pelirroja de largas piernas que acababa de entrar en la jefatura de policía.

Tara Mackey.

Una visita de la reportera de sucesos del Boston Globe significaba que su primer día en el trabajo no sería tan tranquilo como había esperado. Pero sí interesante.

Mackey llevaba su habitual ropa de trabajo: pantalón oscuro, inmaculada camisa blanca, mocasines y una coleta sujeta en la base del cráneo que acentuaba sus altos pómulos. Algunos detectives la llamaban «la bibliotecaria», pero Mackey era cualquier cosa salvo una chica aburrida o corriente. Tenía una figura fantástica, unos labios carnosos y unos ojos verdes que siempre lo ponían nervioso.

Nacida en Boston, había trabajado para el Washington Post durante ocho años, pero había vuelto a su ciudad natal para cubrir los sucesos, sobre todo los homicidios, menos de un año antes.

Cubría cada homicidio, sin que importase la hora del día o el estatus de la víctima, y conocía por el nombre de pila a todos los detectives de la división, turno de día y de noche. A los policías no siempre les gustaban sus incesantes preguntas, pero ella sí les gustaba. Sus inteligentes artículos, combinados con titulares sensacionalistas, le habían ganado muchos seguidores en la ciudad.

Cerrando el informe sobre el homicidio de la noche anterior, Alex se levantó para recibirla. Una pena que él no saliera con periodistas.

Mackey entró en su oficina con una sonrisa en los labios.

—Bienvenida.

—Lo mismo digo.

—¿Qué quieres, Mackey?

Tara Mackey no dejó de sonreír. Estaba claro que no le afectaba lo más mínimo su mal tono. De hecho, parecía disfrutar enormemente sacándolo de quicio.

—Veo que tu experiencia al borde de la muerte no ha mejorado tu carácter, Kirkland.

La directa referencia al tiroteo que había estado a punto de acabar con su vida lo pilló desprevenido.

Nadie salvo el psiquiatra del departamento había hablado de ello con él.

El tiroteo recordaba a la familia, a los amigos y especialmente a otros policías que su trabajo era muy peligroso. Y por eso había pasado unos días navegando en su barco para broncearse un poco y tener aspecto de buena salud. Incluso había levantado pesas en el gimnasio.

Alex sabía que los demás policías estaban pendientes de la conversación, aunque hubiesen apartado la mirada, de modo que cerró la puerta.

—¿Has venido a hablar de mis malos modos?

Tara rió.

—¿Puedo sentarme?

Tenía una risa estupenda.

—Sí, claro.

Mackey se sentó frente al escritorio y cruzó sus largas piernas. Y, mientras volvía a dejarse caer sobre el sillón, Alex se dio cuenta de que había cambiado de perfume y ahora llevaba algo suave y femenino que le gustaba… mucho.

—¿Has venido para darme la bienvenida? Qué emoción, Mackey.

—Aparca tu ego, amigo. Estoy aquí por un artículo.

—¿Ah, sí? Y yo pensando que habías venido a verme…

—Pues no, no exactamente.

—Ya me lo imaginaba —dijo Alex, burlón.

Ella sacó una carpeta de su maletín.

—Me he embarcado en un nuevo proyecto.

—¿Y debería importarme?

—Afecta directamente a uno de tus antiguos casos.

—¿Un caso antiguo? Estoy hasta el cuello de casos nuevos, incluyendo los tres homicidios de anoche. Hoy no es buen día para hablar de casos antiguos.

Dos de sus hombres estaban mirando a Mackey por la pared de cristal. Irritado, Alex los fulminó con la mirada y los dos volvieron al trabajo de inmediato.

—No voy a robarte mucho tiempo, Kirkland. Además, me debes una.

Alex se cruzó de brazos.

—¿Ah, sí?

Ella inclinó a un lado la cabeza.

—Cuando le pediste a los chicos de la prensa que escribieran artículos sobre los asesinatos de vagabundos hace unos meses, todos se negaron. Todos menos yo. Y, si no recuerdo mal, detuviste a alguien gracias a las pistas de mi artículo.

—Ésa es la razón por la que aún no te he echado de mi despacho. Pero no tengo demasiada paciencia.

Mackey señaló la carpeta, llena de recortes de periódico.

—He decidido investigar un poco en un caso antiguo.

Kirkland sintió que los músculos de su cuello se tensaban, como siempre que olía el peligro.

—¿Qué caso?

Mackey sonrió, haciendo una pausa dramática.

—Kit Westgate Landover. ¿Te acuerdas de ella?

—¿Cómo iba a olvidarla? —Kirkland suspiró—.

No podrías haber elegido un caso más extraño.

—Lo sé.

Kit Westgate Landover había sido una mujer bellísima que, después de pescar al soltero más cotizado de Boston, un hombre mucho mayor que ella, había desaparecido durante su banquete de boda un año antes. El invernadero de la finca estaba cubierto de sangre, casi tres litros según los forenses, pero el cadáver de Kit no se encontró nunca.

—¿Por qué estás investigando ese caso, Mackey?

Los ojos de Tara se iluminaron.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Cuando una mujer rica y famosa desaparece, es noticia. Esta historia salió en los periódicos durante meses.

Kirkland y media docena de policías habían trabajado en el caso sin descanso, pero no encontraron ni rastro de Kit o de su asesino.

—A Pierce Landover no le hará mucha gracia.

—No te preocupes, yo me encargo de él.

Kirkland sacudió la cabeza.

—Landover habló con el alcalde y con el gobernador para que me despidieran cuando no pude resolver el caso. Mi informe de arrestos y un par de buenos contactos me salvaron el pellejo.

Mackey inclinó a un lado la cabeza.

—¿Puedes confirmar que Kit está muerta?

—No, no puedo confirmarlo. Nunca descubrimos qué fue de la señora Landover —respondió Alex. Y eso lo molestaba sobremanera. Odiaba los casos sin resolver—. Mira, Mackey, el departamento de policía de Boston tiene docenas de homicidios pendientes, casos con cadáveres. Si quieres jugar a los detectives, cubre uno de ellos.

Tara se encogió de hombros.

—¿Te importa echar un vistazo a la maqueta del artículo? —le preguntó ella, sacando algo del maletín.

—¿Por qué tengo la impresión de que esto no va a gustarme?

—Puede que te encante —dijo Tara, con esa voz ronca suya. Y Alex no pudo dejar de preguntarse qué más cosas le gustarían—. Mis artículos te han ayudado a resolver casos.

—Venga, a ver.

Mackey dejó el artículo delante de él.

—Lo ha hecho un amigo que trabaja en maquetación.

En la portada había una fotografía en color de Kit Westgate Landover. Era una mujer impresionante, de unos veintiocho años, con esa mágica combinación de confianza femenina y aspecto inmaculado. Miraba a la cámara como si supiera un secreto que todos los demás desconocían...

Habían pasado dos años desde la última vez que vio a Kit en persona, cuando llegó a la inauguración de una galería de arte del brazo de Pierce Landover. De inmediato, todas las conversaciones habían cesado. Con un escotado vestido azul, la melena rubia con raya a un lado acentuando sus altos pómulos y sus ojos de un azul que casi parecía violeta, era una mujer asombrosamente guapa.

Todos los hombres tenían fantasías eróticas con ella. Todas las mujeres la miraban con resentimiento.

Alex leyó el titular: La desaparición de Kit Landover sigue sin resolverse después de un año. Se buscan pistas.

—Estás abriendo una caja de grillos, Mackey. Dos delgadas pulseras bailaron en su muñeca mientras se pasaba una mano por el pelo.

—Ésa es la idea. Después de un año, seguro que alguien recuerda algo sobre Kit que no le haya contado a nadie.

—Hazme un favor, deja este caso. El brillo en los ojos de Mackey le dijo que la advertencia había caído en saco roto. —¿Tienes alguna teoría sobre lo que le pasó a Kit? —Yo no comento sobre casos que aún no están cerrados. —Es raro que te muestres tan discreto, pero imagino que debes de tener una teoría sobre el caso.

Kirkland frunció el ceño. Él no solía cometer errores de novato con los periodistas, pero confiaba en Mackey.

—No uses mis palabras contra mí.

Tara se echó hacia delante.

—Hay algo raro en esta historia, estoy segura.

Si bajaba un poquito la mirada, podría ver el nacimiento de sus pechos... —¿Por qué has elegido esa historia precisamente?

Mackey se encogió de hombros.

—Llevo algún tiempo pensando en resucitar algún caso antiguo y el de Kit Westgate me parecía perfecto.

Alex miró sus pechos y luego las pecas que tenía en la nariz. —Busca otro caso. —De eso nada, sargento. —Es una advertencia amistosa. No te metas en esto.

Pero tenía razón. Había algo muy extraño en la desaparición de Kit Westgate, pero él no había logrado descubrir qué era.

—Kirkland, por favor... ¿desde cuándo hago yo caso a las advertencias?

—Nunca, ya lo sé.

—Pues eso.

Mackey tenía una fuerza, una vitalidad, que hacía palidecer a las demás mujeres por comparación. Y a la mayoría de sus colegas.

—Quien estuviera involucrado en su asesinato o su desaparición cubrió muy bien su rastro. No vas a hacer que nadie confiese por sacar un artículo.

Tara se levantó, como si intuyera que no iba a sacarle nada más, y cuando tomó su maletín Alex se fijó en sus dedos. Eran largos, de uñas bien cortadas, sin pintar.

—Ya veremos —dijo ella—. Estoy segura de que podría pasar algo.

—Eres una buena reportera, Mackey. ¿Por qué te rebajas a cubrir un caso sensacionalista como éste?

Mackey arrugó el ceño.

—Algo terrible le ocurrió a Kit Westgate Landover y merece justicia.

—Venga ya, esto no tiene nada que ver con la justicia. Lo que buscas es un titular.

Ella se inclinó hacia delante entonces, ofreciéndole una interesante panorámica de su escote sin darse cuenta.

—No voy a mentirte, los titulares son una ventaja. Pero también quiero averiguar qué le paso a Kit.

—Sigue siendo una investigación abierta y, si descubres algo, tienes que contármelo. Y si yo descubro que me ocultas información, te meterás en un buen lío.

Sonriendo, Tara Mackey se dirigió a la puerta y puso la mano en el picaporte.

—Yo nunca te ocultaría nada, Kirkland.

—Eso es mentira y los dos lo sabemos.

Mackey salió riendo de su despacho y Alex masculló una palabrota. Maldita sea, cómo movía esas caderas.

Y no sabía por qué, pero tenía la impresión de que algo grave estaba a punto de suceder.

Capítulo 2

Lunes, 14 de julio 10:05 a.m.

Tara sabía que Alex Kirkland no iba a contarle nada nuevo sobre el caso. Era demasiado buen policía como para mostrar sus cartas, pero daba la impresión de estar frustrado con el asunto. Le molestaba no haber podido resolver el caso de Kit Westgate, estaba segura.

Y ella no había podido resistir la tentación de ir a verlo para comprobar que de verdad estaba recuperado del todo. Había preguntado por él mientras estaba en el hospital, recuperándose de un tiroteo que había sorprendido a todo el mundo.

Kirkland había recibido dos disparos durante una investigación rutinaria. Había ido con el detective Matthew Brady a casa de un famoso médico para hacerle unas preguntas sobre la sospechosa muerte de su esposa… pero el médico había abierto la puerta armado con una pistola.

Según Brady, Kirkland lo había apartado de la línea de fuego mientras sacaba su pistola, pero el médico le había disparado en el pecho y el muslo. El segundo disparo había rozado la femoral y el primero le había hecho un agujero en el pulmón. Afortunadamente, Kirkland había logrado abatir al médico de un solo disparo.

Todo había ocurrido en unos segundos, pero estaba malherido y había perdido mucha sangre cuando llegó la ambulancia.

Tres días después del tiroteo, Tara se había colado en la UCI del hospital. Le había dicho al médico de guardia que quería comprobar cómo se encontraba Kirkland porque estaba escribiendo un artículo sobre el suceso y la había dejado mirar a través del cristal.

Lo que vio la dejó anonadada. Kirkland estaba en la cama, tan pálido como las sábanas, inconsciente y conectado a un montón de tubos y cables. No había tenido valor para entrar en la habitación, pero el médico le contó que no todo el mundo hubiera sobrevivido a esas heridas.

Y, a pesar del calor del mes de julio, el recuerdo de esa imagen la hizo sentir un escalofrío.

Pero recordó que ya estaba bien, tan alto y fuerte como siempre. Incluso estaba bronceado y su pelo, recién cortado, parecía más claro que antes. Tenía muy buen aspecto. Muy bueno.

Tara aparcó su viejo Toyota blanco en la lujosa calle Beacon, la exclusiva zona de Boston donde sólo vivía gente de dinero. Y eso la ponía nerviosa.

No le gustaba mucho la gente rica y estirada. La hacían sentir incómoda. Por supuesto, sabía que era una estupidez, una reacción a un triste episodio de su pasado pero, por mucho que se lo dijera a sí misma, no era capaz de borrar ese sentimiento de inferioridad.

Pasándose los dedos por la coleta, se recordó a sí misma que llevaba nueve años siendo periodista y había entrevistado a algunas de las personas más poderosas, y hasta peligrosas, de Washington y Boston.

Había escrito sobre políticos, asesinos, pirómanos y sofisticados ladrones de guante blanco. Un tipo rico que vivía en la calle Beacon no iba a ponerla nerviosa.

Tara guardó las llaves en el bolso y, tomando su maletín, salió del coche. A mitad de la manzana sonó su móvil y miró la pantalla antes de contestar. Era su editora, Miriam Spangler.

—Voy de camino a casa de Landover, Miriam.

—Recuerda: no le hagas enfadar —su editora tenía la voz muy ronca, producto de treinta años como fumadora—. Su familia es tan poderosa como los Kennedy. Si se enfada, podría darnos muchos quebraderos de cabeza.

—Sé hacer mi trabajo, Miriam.

—Pero tienes mucho carácter, cielo. Por eso te fuiste de Washington.

—Es una de las razones por las que me marché de Washington y he aprendido la lección.

—Si Landover no quiere hablar, no quiere hablar.

—Ayer salivabas cuando te enseñé las primeras notas del artículo.

—Pero estuve pensándolo después y se me han ocurrido mil posibilidades horribles. Y la mayoría de ellas incluían quedarme sin trabajo —Miriam suspiró—. Si publicamos el artículo, podría causarnos muchos problemas.

Tara murmuró una palabrota.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan tímida?

—Desde que recordé que me faltan dos años de cotización.

—Mis lectores aumentan cada semana, tú lo sabes. Y ésta es la clase de artículo que atrae a la gente. Además, tú misma me diste el visto bueno para investigar el caso de Kit Westgate Landover.

—Lo sé, lo sé.

—Piénsalo, Miriam. Este artículo podría conseguirnos un Pulitzer, cobertura nacional, publicaciones. Cuando llegue a la cima le diré a todo el mundo que tú eras mi editora. Te haré famosa y podrás escribir tu propio libro.

Miriam suspiró de nuevo.

—Las dos sabemos que no quiero retirarme en silencio.

Tara sonrió, sabiendo que había tocado el punto débil de su editora.

—Exactamente.

—Muy bien, de acuerdo. Pero, por favor, ten cuidado.

—Lo tendré —Tara cortó la comunicación y guardó el móvil en el bolso cuando llegó a la casa de Landover.

Era una mansión impresionante construida en el siglo XIX. Aquella zona de Boston siempre había sido muy exclusiva y debía de valer una auténtica fortuna.

Armándose de valor, subió los escalones que llevaban a la puerta, lacada en negro y con un llamador de bronce en el centro.

Tara golpeó dos veces con el llamador y se pasó la lengua por los labios, esperando.

Las palabras de Miriam y Kirkland se repetían en su cabeza, poniéndola nerviosa. Era verdad, tenía demasiado carácter. Y seguramente no debería haber llamado idiota a aquel senador de Washington, pero era lo bastante lista como para aprender de sus errores y trataría a Landover con guantes de seda.

Entonces oyó pasos en el interior. Con un poco de suerte abriría una criada o alguien que no la conociese. Ella solía colarse en todas partes y conseguir al menos una frase interesante.

Claro que también había habido ocasiones en las que la habían echado prácticamente a patadas.

Y eso mismo podría pasar si Cecilia Reston, la ayudante personal de Landover durante veinticinco años, abría la puerta. Reston protegía a su jefe con la ferocidad de un bulldog y no tendría ningún problema en llamar a la policía.

Tara se miró los mocasines y, al ver un poco de polvo, los pasó rápidamente por la pernera del pantalón.

La puerta se abrió en ese momento y una joven criada de uniforme le preguntó amablemente qué quería.

Tara le ofreció su mejor sonrisa.

—Soy Tara Mackey. Tengo una cita con el señor Landover.

La joven criada frunció el ceño, desconcertada.

—No sabía que tuviera una cita, no me ha dicho nada. ¿Ha venido por la ropa?

—¿Qué ropa?

—La de su mujer. El señor Landover va a regalar todos sus vestidos de fiesta a una organización.

—Ah, claro, claro. Kit tenía unos vestidos preciosos, ¿verdad? Sí, tenemos una cita a las diez y media para hablar de los vestidos —dijo Tara, sin parpadear.

La joven asintió con la cabeza.

—Si no le importa esperar aquí un momento.

El corazón de Tara dio un vuelco, pero intentó disimular.

—Gracias.

De modo que Landover iba a donar los vestidos de su desaparecida esposa… ¿sería una señal de que pensaba rehacer su vida?

La criada desapareció por la escalera y Tara se quedó estudiando el suelo de mármol blanco y negro. Una lámpara de araña colgaba del techo, reflejando la luz del sol que entraba por las ventanas. Frente a la puerta había una antigua mesa chippendale y sobre ella un jarrón chino lleno de fragantes rosas recién cortadas. La decoración era muy elegante y lujosa… y a ella no le gustaba en absoluto.

A ella le gustaban las cosas sencillas, nada pretenciosas. A su izquierda había una puerta de caoba entreabierta por la que podía ver el salón.

Incapaz de resistirse, Tara echó un vistazo al interior. Inmediatamente, su mirada se clavó en un retrato de Kit Westgate Landover sobre la chimenea. En el retrato, Kit llevaba un vestido rosa con escote palabra de honor que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, su pelo rubio sujeto en un moño francés. Pero lo que más llamaba la atención era el fabuloso collar de diamantes con pendientes y pulsera a juego.

Tara reconoció las joyas; eran las que Kit llevaba el día de su boda, las que habían desaparecido junto con ella. Unas joyas que valían más de quince millones de dólares.

Después de comprobar que nadie la estaba observando, Tara sacó el móvil del bolso e hizo una fotografía.

Un ruido de pasos en el piso de arriba hizo que volviese al vestíbulo a toda prisa, guardando el móvil en el bolso.

Una mujer bajaba por la escalera, mirándola con cara de pocos amigos.

—Soy la ayudante del señor Landover. ¿Quería algo?

La señora Reston, claro. Llevaba el pelo castaño sujeto en un moño estirado que destacaba sus ojazos negros, una blusa de seda, pantalón de lino y zapatos de tacón.

—El retrato de la señora Landover es estupendo

—dijo Tara. No tenía sentido disimular que la habían pillado espiando.

La mujer levantó una ceja.

—¿Qué quiere, señorita?

—Soy Tara Mackey, del Boston Globe. Hablé con usted sobre una cita con el señor Landover… —Le dije por teléfono que el señor Landover no habla con reporteros.

Tara intentó no dejarse amedrentar.

—Sólo necesitaría cinco minutos.

La señora Reston puso una delgada mano sobre el collar de perlas que llevaba al cuello. —No. —La semana que viene hará un año que la señora Landover desapareció —Tara sacó la maqueta de su maletín— y el Boston Globe quiere publicar un artículo para despertar el interés de la gente. Tal vez alguien tenga nueva información sobre lo que ocurrió… en cualquier caso, nos encantaría que el señor Landover nos diese su opinión.

La señora Reston frunció los labios al ver la fotografía de Kit y Tara pudo ver un brillo de celos en sus ojos. Evidentemente, aquella mujer odiaba a la esposa de su jefe.

—A ningún reportero le importa un bledo el señor Landover o todas las cosas buenas que ha hecho desde que Kit Westgate apareció en su vida. A la gente sólo le importaba ella. ¿Por qué no pueden dejarlo en paz de una vez?

Tara intentó mantener la calma.

—Sólo quiero hacerle un par de preguntas. Sería un momento…

—Sé que Kit Westgate sólo es un artículo para usted, pero esa mujer destrozó la vida del señor Landover. En mi opinión, era un demonio. Y francamente, me da igual que descubran o no lo que le pasó.

Tal muestra de emoción interesó a Tara.

—Usted la odiaba, ¿verdad?

La señora Reston pareció entender entonces que se había dejado llevar por sus emociones y se puso muy seria.

—Márchese antes de que llame a la policía. Y no vuelva por aquí o intente hablar con el señor Landover.

Tara podía imaginar la cara de Miriam y Kirkland si la detenían por molestar al señor Landover. Y la mirada oscura de Kirkland era la más difícil de olvidar.

De modo que se dirigió a la puerta, pero se volvió antes de bajar los escalones.

—¿Cuándo vio usted a Kit por última vez?

La señora Reston le dio con la puerta en las narices. Casi literalmente.

Tara se quedó inmóvil en el porche, mirando el llamador de bronce a un centímetro de su nariz.