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Él jamás se había imaginado como héroe… ni como esposo, pero ella iba a hacerle cambiar de opinión… Alguien estaba poniendo en peligro el rancho de Lacy Johnston y ella estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de evitar que el banco se quedara con sus tierras. Lo que no imaginaba era que Morgan Brillings le propusiera casarse con él. De pronto aquel ranchero solitario se estaba convirtiendo en un héroe que prometía cuidar de ella. Lacy no podía pensar en otra cosa más que en lo guapo que era Morgan y lo bien que besaba. Enseguida se dio cuenta de que estaba perdiendo el corazón por el vaquero más sexy de Montana, lo que no sabía era si él la veía como algo más que una esposa de conveniencia…
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Patsy McNish. Todos los derechos reservados.
UN EXTRAÑO EN TU VIDA, Nº 1520 - marzo 2012
Título original: Her Desperado
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-581-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
–¿Y si llegara un guapo y misterioso extraño? –sugirió Lacy. Estaba reparando el alambre de espino roto de la valla del rancho con unos alicates–. Tal vez sea eso lo que necesitemos por aquí, Oscar. Un hombre guapo y misterioso al que no conozcamos de nada.
Oscar, su perro border collie blanco y fuego inclinó la cabeza hacia un lado y la miró intrigado.
Lacy, agachada, se quitó uno de los guantes de cuero y se pasó el dorso de la mano por la frente para secarse el sudor.
–Ya sabes… me refiero al tipo de hombres que aparecen en las películas justo antes de que la joven y preciosa hija del ranchero pierda su rancho –su mirada se perdió en el sol poniente–. Está al límite de sus recursos: la sequía no remite, el ganado muere de hambre y sed, y los acreedores se echan encima de ella reclamándole su dinero. La situación parece desesperada –bajó la mirada hacia Oscar–. Casi como la vida real, ¿no te parece?
El perro inclinó la cabeza hacia el otro lado y gimió.
–No exactamente como la vida real –corrigió–. Nuestra situación no es desesperada.
Pero lo cierto era que estaba muy cerca de serlo. Toda su cosecha había ardido en un incendio, y eso los había obligado a comprar pienso y grano para alimentar ganado en invierno. Además, su mejor semental, junto con un buen número de novillos, había roto el vallado, habían escapado y se habían ahogado en el arroyo, que venía crecido por las lluvias. La cosechadora se había averiado, y había requerido una costosa reparación. Su situación financiera estaba al límite, y a no ser que las cosas mejoraran de forma más que notable, en poco tiempo se iban a ver en un buen lío.
–Esas cosas pasan en las películas: un tipo guapísimo, sin nombre y con un pasado oscuro, aparece en la ciudad. Se enamora de la hija del ranchero, y ella de él. Tienen un romance apasionado, con mucho sexo salvaje, y él acaba salvando el rancho de ella de las hordas de acreedores.
Oscar se dejó caer en el suelo, a su lado, y bostezó.
Lacy lo acarició en la cabeza.
–No crees que eso pueda pasarnos a nosotros, ¿verdad?
Oscar cerró los ojos y colocó la cabeza sobre las pezuñas. Lacy se puso de pie y miró a su alrededor. Estaba en lo alto de una colina, y tenía una vista increíble de los alrededores. Aparte de unos pocos árboles a su izquierda, a la orilla del arroyo, en el fondo del vallecillo, nada entorpecía la vista en la verde llanura sólo interrumpida por las vallas de alambre de espino y el ganado de raza red agnus. No había ningún ser humano a la vista, y mucho menos, héroes imaginarios.
Lacy se agachó de nuevo para recoger las herramientas que había utilizado para reparar la valla.
–Tal vez tengas razón, Oscar. Como mucho, habrán sido una media docena de extraños los que han aparecido en Silver Spurs en todo el año. Ninguno era guapo ni tenía ganas de ayudar a la hija del ranchero. La mayoría habían llegado aquí por error, al tomar un desvío equivocado en la autopista, y sólo estaban deseando volver a ella.
Su perro la miraba aburrido mientras Lacy guardaba los alicates, tijeras, alambre y guantes en la alforja de uno de los dos caballos que estaban a su lado.
–Y excepto por ser hija de ranchero, creo que no cumplo los requisitos para ser la heroína de la historia. A los veintiocho años, una no se puede considerar joven, y tampoco diría que soy guapa –observó sus vaqueros manchados de barro e hizo una mueca–. La mayoría del tiempo, ni siquiera estoy limpia.
Tenía demasiada tarea por las mañanas como para ocuparse por su aspecto físico más allá de ponerse unos vaqueros, una camisa y pasarse el cepillo por la corta melena. En cuanto a maquillaje, alguna vez se había pintado los labios, pero Lacy ni siquiera recordaba la última vez que lo había hecho. ¿Para qué? No tenía que estar guapa para reparar vallas, apilar heno o cuidar del ganado.
–La única oportunidad que tengo de que se enamore de mí es que le gusten las chicas sencillas de campo –decidió.
Y eso no parecía muy probable. A los hombres les gustaban las rubias de piernas largas, no las morenas bajitas que olían más a caballo y a heno que a perfume. Pero, era su fantasía, y podía imaginarse lo que ella quisiera; por eso imaginó a un tipo superatractivo montado sobre su caballo en lo alto de la colina, mirándola desde allí. «Genial», exclamaría él. «Siempre me han gustado las chicas sencillas de campo. ¿Qué te parece si tenemos una aventura y salvo tu rancho de paso?».
Lacy rió. Ella le respondería: «Muy buena idea, señor extraño». Tendrían un tórrido romance y después… ¿después qué? Bajó la tapa de cuero de la alforja y la abrochó.
–Incluso si apareciera, ¿qué iba a hacer? –le preguntó a Oscar–. En las películas, matan a tiros a los malvados acreedores, pero los nuestros no son malvados… sólo quieren su dinero –pensó un momento–. A no ser que lleve las alforjas llenas de oro, no hay mucho que mi héroe pueda hacer.
Lacy hizo una mueca. Genial. Ahora necesitaba a un guapo y misterioso extraño, que fuera rico y además le gustaran las chicas sencillas de campo. Miró a lo lejos. ¡Normal que no apareciera por ningún lado! Seguro que no existía ningún tipo así.
Lacy le dio una palmada al caballo en la cruz y fue hacia el otro caballo.
–La verdad es que será mejor que no venga, pues no sé qué haría con él. Lo último que necesito es a otro hombre más diciéndome cómo tengo que llevar las cosas aquí.
Se imaginó su casa, con su madre, su padre, el extraño y ella. Su madre se pasaría el día en la cocina haciendo cosas de madre, y su padre y el extraño discutiendo cosas del rancho. ¿Y ella? ¿Le dejarían intervenir en la discusión? No, la mandarían a fregar los platos. Y cuando acabara, tendría que aguantar que le dijeran lo que tenían que hacer. ¡Eso la sacaría de quicio!
No podría soportar tener a otro hombre mandándole cerca; con su padre, tenía bastante. En realidad, era un hombre maravilloso y ella lo quería mucho, pero también era el más machista en su orilla del Océano Pacífico. Además, tenía sus propias ideas de cómo llevar el rancho. Era normal, pues había trabajado en él desde que lo heredó de su padre, y siempre había hecho las cosas a su modo. Pero ella tampoco era una advenediza. Había vivido allí toda su vida, excepto por el breve periodo que fue a estudiar a la escuela de agrónomos. Desde que su padre sufrió el ataque al corazón, y ya hacía tres años de aquello, ella había pasado a tomar las riendas y a hacer casi todo el trabajo, pero él insistía en decirle lo que tenía que hacer y cuándo lo tenía que hacer. Por eso no necesitaba a otro hombre por allí. Además, tal vez el extraño quisiera hacerse cargo de todo y quedarse con todo el trabajo divertido: marcar el ganado, entrenar a los caballos y arreglar las vallas, mientras a ella le tocaba cocinar y limpiar.
Eso era lo que hacían sus amigas casadas. Ellas se ocupaban de todas las tareas aburridas mientras los hombres estaban por ahí pasándolo bien, y por eso a veces Lacy se preguntaba por qué las mujeres tenían interés en casarse. Había momentos en los que deseaba una presencia masculina cerca, pero eran pocos y muy espaciados… normalmente cuando en alguna fiesta veía cómo una pareja se escapaba a escondidas del gentío.
–Supongo que podríamos tener una tórrida aventura –dijo–. Después… él se marcharía cabalgando hacia el sol poniente… o algo así.
Aquello sería perfecto. Un tipo guapísimo, rico y misterioso, una aventura… Después él se marcharía y ella seguiría teniendo su rancho. Por supuesto, la parte de la aventura sexual podía suponer algún problema… después de todo, ella vivía con sus padres y no se los imaginaba dedicándose tranquilamente a sus asuntos mientras ella y el extraño tenían sexo salvaje en su cuarto. Tendrían que hacerlo a escondidas, lo cual sería incómodo y poco romántico. Había algún hotelito en la ciudad, pero si iban allí, todo el mundo lo sabría antes de que hubieran acabado de quitarse la ropa. Tendrían que ir a otra ciudad y buscar un motel barato…
–Olvídalo –se ordenó a sí misma. No tenía sentido planear citas en secreto con un hombre misterioso cuando éste no iba a aparecer. Podría igualmente planear qué hacer cuando le cayera del cielo un millón de dólares.
Miró hacia arriba, pero no vio ningún billete verde flotando en el aire. Al parecer, eso tampoco estaba en el orden del día.
Lacy desató los caballos y tomó las riendas. De acuerdo, nada de extraño misterioso… ¿Y entonces, qué? No necesitaba a un hombre para que resolviese sus problemas. Ella era más que capaz de hacerlo por sí misma. Pero, a pesar de todo, no le importaría nada tener una aventura con un tipo guapo que estuviera loco por ella. Un tipo que al menos la ayudara a buscar una solución.
Siguió perdida en sus ensoñaciones unos segundos más, y después puso el pie en el estribo.
–Vamos, Oscar. Si nos damos prisa, igual podemos llegar antes de que…
Al mirar al perro, se dio cuenta de que Oscar ya no estaba tumbado tranquilamente a sus pies. En vez de eso estaba de pie, atento, sin dejar de mirar hacia los árboles que estaban a su derecha. Lacy se giró para ver que estaba mirando, y se quedó helada.
Era un hombre. Estaba como a unos veinticinco metros de ella, al otro lado de la valla, junto a los árboles. Del viejo sombrero de vaquero hasta la punta de sus botas, era la viva imagen del tipo que ella había estado imaginando. Media cerca de dos metros y tenía un bigote castaño y barba de varios días. Llevaba pantalones marrones bajo las chaparreras de cuero, pistoleras, una chaqueta marrón y unas viejas alforjas al hombro. Era lo suficientemente misterioso y lo suficientemente guapo como para cumplir con los requisitos de las fantasías de Lacy.
Por un momento, él se quedó observando la pradera bajo la luz del crepúsculo, y después se tocó con los dedos el ala del sombrero, a modo de saludo, se dio la vuelta y desapareció entre los árboles.
Lacy miraba boquiabierta el lugar por donde él había desaparecido mientras su pulso recuperaba su ritmo normal. ¿Habían sido imaginaciones suyas o de verdad había visto a alguien?
Sacudió la cabeza; no había imaginado nada: allí había un hombre, un hombre al que no había visto nunca antes. ¿Qué estaría haciendo allí? Aquel vallecillo estaba situado al sudeste de su rancho, y el arroyo que lo recorría era la división entre su propiedad y la de los vecinos. El único modo de llegar allí era a caballo, y sólo iban quieres tenían que ocuparse del ganado en esa zona o arreglar las vallas.
¿Entonces, por qué había aparecido allí ese tipo?
Lacy se pasó la lengua por los labios. No debería dejar que un extraño vagara por allí. Podía estar perdido y necesitar ayuda, aunque parecía un tipo de los que se apañaban solos. En cualquier caso, tenía que averiguar qué estaba haciendo allí, y presentarse.
–Quédate aquí, Oscar –ordenó al perro–, y vigila a los caballos.
Oscar la miró y después miró a los árboles y ladró una vez. Lacy ató las riendas al poste de la valla fue hacia el bosquecillo.
Morgan Brillings detuvo su caballo al llegar a lo alto de la colina. Al mirar al otro lado del arroyo, no vio a nadie, pero reconoció los dos caballos atados a la valla: el castrado tordo que los Johnson usaban como caballo de carga, y el castaño de Lacy al que ella llamaba Intriga. A Morgan le parecía un buen caballo, pero no había nada de intrigante en él.
Dudó un segundo antes de hacer que su caballo bajara la colina. Había pasado el día comprobando el estado del ganado y del vallado, pero nada ni nadie lo esperaba en casa.
Estaba acostumbrado a estar sólo, pero no le importaría pasar unos minutos charlando con Lacy.
Años atrás, ni se hubiera planteado buscar compañía de otra gente, pensó mientras cruzaba el arroyo. Estaba demasiado preocupado por el ganado, el rancho, los caballos… pero, últimamente, se había dado cuenta de que quería socializar con otras personas. Cada dos días buscaba alguna excusa para ir a la ciudad o pasar por casa de algún vecino, y las charlas matutinas con las personas que trabajaban para él se alargaban más de lo habitual. Podría ser la reacción de Morgan a un par de inviernos excepcionalmente fríos y largos, o tal vez su hermano tuviera razón y se sintiera solo.
Su hermano, Wade, se marchó del rancho cuando era muy joven. Durante años se vieron muy poco, pero eso había cambiado en los últimos meses. Wade había tomado la costumbre de llamar por teléfono todas las semanas, y también pasaba por allí más de lo habitual.
Morgan sabía por qué su hermano se comportaba de ese modo: la causante del cambio era su bella novia canadiense. Morgan se quedó muy asombrado cuando su hermano lo llamó para decirle que se casaba, y se sorprendió aún más cuando conoció a su prometida: no le gustaba cocinar, poseía más ropa que la mitad de los americanos juntos y hablaba sin parar de decoración y de tendencias. La última vez que vino de visita, se empeñó en restaurar los muebles del salón y convenció a Morgan y a Wade para que lo pintaran.
Según Wade, Cassie era una mujer normal, que hacía cosas ilógicas «por culpa de las hormonas». Morgan dudaba que su hermano supiera mucho de hormonas ni del sexo opuesto; los dos habían sido educados por su padre después de la muerte de su madre. Wade se marchó muy joven a servir en el ejército y Morgan se quedó al cargo del rancho. Por eso, ninguno de los dos podía declararse expertos en mujeres. Morgan estaba de acuerdo en que la peculiar mujer de su hermano podía ser ilógica, pero no le parecía que ese adjetivo pudiese aplicarse a todas las mujeres.
Por ejemplo, Lacy. Morgan conocía a Lacy desde siempre y ella no se parecía en nada a la mujer de Wade. Nunca la había visto preocupada por su pelo corto, su rostro pecoso o por la ropa que se ponía. En sus conversaciones con ella, nunca salía el tema de la ropa ni el color de la pintura, y no era como para sorprenderse, pues Lacy había trabajado en el rancho de los Johnson desde pequeña, y en la actualidad, casi llevaba las riendas del lugar. Además, lo había estado haciendo bien, hasta aquel año, que había llegado cargado de desgracias para sus vecinos.
Detuvo su caballo junto a los otros dos, y al seguir la mirada de los animales, vio que no le quitaban ojo al bosquecillo que había cerca. Morgan se sintió inquieto. La actitud de los animales era extraña, y Lacy no estaba por ningún lado.
–Hola, Oscar –le dijo al perro, acariciándolo–. ¿Qué pasa? ¿Dónde está Lacy?
El perro gimió y miró hacia los árboles de nuevo. Morgan siguió su mirada; no podía ver nada, pero los animales indicaban que había algo allí.
Caminó hacia los árboles, y estaba casi junto a ellos cuando las ramas se apartaron y Lacy apareció entre ellas muy ofuscada. Llevaba el pelo rizado flotando tras ella, e iba tan apresurada que no se fijaba por dónde iba. Antes de que Morgan pudiera reaccionar, ella chocó contra él.
Morgan la agarró por el hombro para equilibrarla después del impacto y ella, por instinto, intentó liberarse, pero él no la dejó.
–Tranquila, Lacy.
Ella se quedó helada y lo miró a la cara. Aún había suficiente luz como para apreciar su palidez y la mirada aterrada en sus ojos verdes.
–¿M–Morgan?
–Sí, yo…
–Oh, Morgan –balbuceó ella, mirando hacia atrás, y volvió a echarse encima de él–. Morgan, Morgan, no sabes cuánto me alegro de que estés aquí.
Morgan levantó la mano y se la pasó por la espalda. Notó que temblaba y que lo abrazaba, apretando los pechos contra su torso, y una inexplicable sensación se asentó en su bajo vientre. Se aclaró la garganta.
–¿Qué ha pasado?
–Allí –dijo ella, mirando de nuevo con miedo hacia atrás–. ¿Había un…?
–¿Un qué? –Morgan hizo una lista mental de los posibles peligros de la zona, y pensó en el rifle Winchester que había dejado en la silla de montar–. ¿Un puma? ¿Un oso grizzly?
–No –ella sacudió la cabeza.
–¿El qué entonces? –preguntó, sin dejar de abrazarla.
–Un fantasma –Lacy lo miró, pálida y con los ojos muy abiertos.
–Estaba delante de los árboles, junto a un montón de piedras –dijo Lacy–. Y entonces… desapareció.
Se estremeció al recordar la escena. El cowboy la estaba mirando, y cuando ella abrió la boca para dirigirse a él, bueno… se desvaneció en el aire, como si fuera una nube de vapor.
Tomó un sorbo de té de su taza y miró a su audiencia. Estaban sentados en el comedor de sus padres; Lacy en el sofá de cuero negro y su padre en su sillón favorito. Morgan Brillings estaba cómodamente sentado en otro sillón similar al de su padre.
Lacy bajó la mirada, pero siguió estudiando a Morgan. Él era el tipo de hombres que abundaban por allí: alto, delgado, pelo negro y ojos azules en un rostro curtido y algo arrugado. Pero había algo en él que le recordaba a la aparición que había tenido hacía un par de horas.
Temblando, Lacy apartó la mirada. Qué tontería: Morgan no tenía nada que ver con su hombre guapo y misterioso. No es que no fuera guapo, pero no tenía nada de misterioso. Lo conocía desde siempre; era su vecino, y más amigo de su padre que suyo. Además, nunca lo había visto desvanecerse en el aire.
Lacy tomó otro sorbo de té y volvió su atención de nuevo a su padre. Walt Johnson había envejecido mucho desde que sufrió el ataque al corazón. Su pelo era casi blanco y sus arrugas más profundas. Menos mal que no había visto lo que ella, pues no le hubiera venido nada bien a su corazón.
Walt miró a Morgan y después a su hija, con el ceño fruncido.
–Para empezar, no tenías que haberlo seguido, Lacy. Tenías que haberte marchado corriendo de allí.
–¡Pero no había ningún motivo para huir! Además, tenía que saber qué hacía ese extraño en nuestra propiedad –además, cuando una chica se pasaba los días soñando con un extraño misterioso, no podía simplemente ignorarlo cuando aparecía uno–. Seguro que tú hubieras hecho lo mismo.
–Tal vez –reconoció su padre–. Pero es distinto; tú eres una mujer.
–¡Oh, papá! –Lacy dejó caer la cabeza en el respaldo del sofá. El ser mujer no había sido impedimento para ocuparse de todo cuando su padre no pudo hacerlo… arreglar vallas, marcar el ganado, apilar las alpacas de paja e incluso arreglar el motor del tractor. Sólo muy de vez en cuando, y cuando le convenía, su padre se acordaba de que había tenido una hija en vez de un hijo–. No sabía que era un fantasma. Si lo hubiera sabido, tal vez no lo hubiera seguido –pero era una pena, pues era el hombre más guapo que había visto nunca.
–Los fantasmas no existen –declaró su padre.
Ella había estado esperando su declaración, pero se puso a la defensiva.
–Yo tampoco creía en ellos hasta que vi a ese hombre desvanecerse delante de mí.
–Lacy…
–Tenía que ser un fantasma –insistió–. O eso, o un extraterrestre, y creo que lo del fantasma es más posible.
–¿Y tú, Morgan? –preguntó el padre de Lacy–. ¿Viste algo?
Él sacudió la cabeza.
–No, pero yo no llegué allí hasta después. Estaba oscuro y no intenté encontrarlo –miró a Lacy y añadió–: Pensé que lo mejor sería llevarme de allí a Lacy cuanto antes.
Hizo que Lacy se quedara unos minutos con los caballos mientras él reconocía un poco el terreno. Volvió unos minutos más tarde diciendo que no había visto nada, e insistiendo en acompañarla a casa.
Lacy lo dejó acompañarla, e incluso disfrutó de la sensación de sentirse protegida. ¿Qué le pasaba? Primero se había echado en brazos de Morgan, y luego le gustaba que él la cuidara. ¿Acaso haber visto a un fantasma la había convertido en una cobarde?
–Tal vez ese tipo me vio acercarme y se marchó –añadió Morgan.
–No se marchó sin más –protestó Lacy–. ¡Desapareció! –al ver las miradas escépticas de los dos hombres, Lacy deseó que su madre hubiera estado en casa. Tal vez ella tampoco la hubiera creído, pero le habría dado apoyo moral–. ¡Sé lo que vi! Primero había un hombre, y después desapareció.
Y se levantó, incapaz de aguantar más aquello. En la cocina, se tapó la cara con las manos. En realidad, no podía culpar a su padre y a Morgan por no creerla, pues no era una historia muy creíble, pero ella sabía lo que había visto.
–No sé qué le pasa –oyó decir a su padre en la sala–. Sabe de sobra que los fantasmas no existen –y suspiró–. Tal vez ha estado mucho tiempo al sol.
–¡No tengo una insolación! –musitó ella entre dientes. No era ni una blanda ni una irresponsable como para no saber protegerse del sol.
–No sé, Walt. Parecía muy alterada cuando la vi. Casi se echó sobre mí.
Lacy se sonrojó. ¿Qué hizo que se echara de ese modo en brazos de Morgan? Al verlo, se sintió tan contenta de ver a un ser humano de verdad, que se arrojó sobre él. Entonces recordó cómo le acarició la espalda, su tórax fuerte contra su mejilla, sus muslos contra los de ella…
No fue una experiencia desagradable. Pero aquello había sido sólo por el miedo, y le habría pasado con cualquiera.
Apartó de su mente la sospecha de no estar siendo del todo sincera consigo misma, y siguió escuchando:
–Por otro lado, es una mujer –decía Morgan–. A veces las mujeres son muy poco racionales. Tengo entendido que es algo relacionado con sus hormonas.
«¿Y qué sabes tú de hormonas, Morgan Brillings?». Desde luego, Lacy no recordaba haberlo visto mucho en compañía de mujeres… Pero por otro lado, no era momento de pensar en las novias de Morgan, sino de concentrarse en la conversación.
–Eso es cierto –declaró Walt–. Su madre es así a veces.
¿Su madre? Lacy contuvo una carcajada. Su madre era la persona más fiable de la tierra. Lo más raro que podía hacer era la colada los lunes por la tarde en lugar de los lunes por la mañana.
–Aun así –siguió Morgan–, yo diría que Lacy vio algo, aunque no sé qué pudo ser.
Walt se quedó pensativo un momento.
–No sé qué podía estar haciendo alguien allí, Morgan, a no ser que fuera un ladrón de ganado. He oído de casos cerca de Brillings. Tal vez han llegado hasta aquí.
–Podría ser –asintió Morgan.
–Eso es ridículo –susurró Lacy–. Los fantasmas no roban vacas, ni los ladrones de ganado se desvanecen en el aire.
–Tal vez deberíamos llamar a Dwight Lanigan –sugirió Walt.
Lacy sacudió la cabeza al oír aquello. Dwight era el sheriff, pero ¿qué iba a hacer? ¿Organizar una caza y captura de un fantasma? Conociéndolo, probablemente fuera eso lo que hiciera.
Decidió que los hombres ya llevaban demasiado tiempo discutiendo la situación a sus espaldas.
–No hay por qué llamar al sheriff.
Los dos hombres la miraron.
–Lacy tiene razón –dijo Morgan–, no hay por qué llamarlo aún, pero me gustaría echar otro vistazo por allí. Mañana volveré por allí.
–Iré contigo –dijo Walt.
–Y yo –dijo Lacy, dando un paso adelante.
Estaba deseando ver qué cara se les ponía cuando vieran a aquel hombre desaparecer delante de ellos. Y si no era un fantasma, le gustaría saber qué hacía allí.
Los dos hombres la miraron como si estuviera loca.
–Nada de eso –dijo su padre–. Te quedarás en casa.
–A mí me parece más razonable que vaya con vosotros –dijo ella, apelando a toda su calma, cuando lo que deseaba era empezar a chillar–. Puedo deciros exactamente dónde ocurrió. Además, yo soy la única que ha visto al fantasma, y debería ir a buscarlo.