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Cuando los problemas vienen de dos en dos… Tal vez Michael D'Angelo fuera la fuerza impulsora que había detrás de las exitosas galerías Archangel, pero eso no significaba que fuera perfecto… ¡había perdido su halo años atrás! Sin embargo, cuando una mujer atractiva apareció en París asegurando que él era el padre de unos gemelos, a Michael no le cupo la menor duda de que él no era responsable de aquel error. La exaltada Eva Foster no se marcharía hasta que los gemelos que estaban a su cargo se reunieran con su padre. Pero resultó que la única persona que esperaba que pudiera ayudarla era la persona que se interponía en su camino.
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Seitenzahl: 191
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Carole Mortimer
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Un hombre como ninguno, n.º 2384 - mayo 15
Título original: A D’Angelo Like No Other
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6285-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Iglesia de St. Gregory, Nueva York
–¿No estábamos los tres sentados en una iglesia como esta hace solo unas semanas? –le dijo Michael de broma a su hermano pequeño Gabriel.
Estaban sentados en la primera fila de bancos de la iglesia, plagada de invitados a la boda. Su hermano Rafe, inquieto, estaba sentado al otro lado.
–Creo que sí –confirmó Gabriel con ironía–. Pero en esa ocasión Rafe y tú eráis mis padrinos y ahora lo somos nosotros de Rafe.
–¿Hace cuántas semanas fue eso exactamente? –Michael alzó las cejas con sarcasmo.
–Cinco maravillosas semanas –Gabriel sonrió al pensar en su reciente boda con su amada Bryn.
–Mm –Michael asintió–. ¿Te hablé alguna vez de la conversación que tuve aquel día con Rafe, en la que me aseguró con énfasis que no creía en eso del amor para toda la vida, y que no tenía intención ninguna de casarse a corto plazo, ni tampoco en un futuro lejano?
Gabriel miró de reojo a su hermano Rafe y contuvo una sonrisa al ver lo pálido que estaba mientras esperaba la llegada de su novia a la iglesia.
–No, creo que no.
–Ah, sí –Michael se puso más cómodo en el banco–. Fue cuando estábamos en la puerta de la iglesia mientras Bryn y tú posabais para las fotos. Creo recordar que Rafe acababa de recibir la llamada de una de sus mujeres y…
–¡Este no es el momento ni el lugar para mencionar eso! –Rafe se giró hacia ellos furioso. Su breve relación con la parisina Monique había terminado varios meses antes de que conociera siquiera a su futura esposa.
Los tres hermanos D’Angelo eran los dueños y directores de las tres prestigiosas galerías Arcángel y sus casas de subasta de Nueva York, Londres y París. Hasta hacía poco llevaban las galerías por turnos de dos o tres meses, en función de las exposiciones y subastas que tuvieran lugar en cada galería. Pero la boda de Gabriel con Bryn implicaba que ahora viviría de forma permanente en Londres. Rafe pasaría la mayor parte del tiempo en Nueva York cuando se casara con Nina, y Michael se quedaría a cargo de la galería de París.
–Nina ya llega con cinco minutos de retraso –murmuró Rafe echando otro vistazo al reloj por décima vez en los últimos segundos.
–Es prerrogativa de la novia hacer esperar al hombre –comentó Gabriel con despreocupación–. Es un caso claro de la caída de los poderosos, ¿no te parece? –continuó tranquilamente su conversación con Michael.
–Sin duda –asintió Michael–. Por lo que he observado, ha perdido completamente la cabeza desde el día que conoció a Nina –sonrió al ver la cara de perro que puso Rafe.
–Eso es lo que hace el amor –asintió Gabriel con conocimiento de causa–. Tú serás el siguiente, Michael.
A Michael se le pasó el buen humor al instante.
–Lo dudo –afirmó con rotundidad–. No puedo siquiera imaginarme permitiendo que una mujer me ponga en ese estado –miró de reojo a Rafe, que estaba en un visible estado de agitación.
–¡A ver cuándo termináis vosotros dos! –Rafe apretó los puños. Tenía una expresión de dolorosa tensión cuando se giró para mirar a sus hermanos–. ¡Nina se está retrasando, maldita sea!
–Ya te hemos oído la primera vez –Michael alzó una de sus oscuras cejas–. ¿Crees que pueda haber cambiado de opinión respecto a lo de casarse contigo?
Rafe, que ya estaba pálido, se puso de un tono gris y gimió.
–¡Oh, Dios…!
–Deja de burlarte de él, Michael –le reprendió Gabriel con afecto–. Yo por mi parte estoy deseando ver a la bella dama de honor –sonrió al pensar en su esposa.
Michael encogió sus anchos hombros.
–Cálmate, Rafe. Nina vendrá enseguida –le aseguró a su hermano–. Por alguna extraña razón, está enamorada de ti. Seguramente la limusina tendrá problemas con el tráfico de Nueva York.
–Eso espero. Sabía que tendría que haber seguido adelante con mi plan original y haberme fugado con Nina.
–¡Entonces no seguirías con vida, Raphael Charles D’Angelo! –le advirtió su madre desde el banco de atrás.
Toda la familia D’Angelo se había vuelto a reunir para ver a uno de los tres hermanos casarse. Lo que solo dejaba a Michael, el mayor y de treinta y cinco años, como único soltero. Y así pensaba seguir.
Siempre.
Había estado enamorado una única vez en su vida, catorce años atrás, y había resultado tan desastroso que no sentía la mínima inclinación por volver a repetir la experiencia. El dolor le había hecho desgraciado, la traición todavía más, y desde luego no había disfrutado de la incómoda sensación de perder el control de sus emociones.
Una sensación que le resultaría todavía más inaceptable tras tantos años haciendo exactamente lo que le apetecía, cuando le apetecía y con la mujer que le apetecía en cada momento.
–Gracias a Dios –Rafe suspiró aliviado cuando el organista empezó a tocar la marcha nupcial, anunciando la llegada de Nina a la iglesia.
Los tres hombres se pusieron de pie y miraron a la novia avanzar por el pasillo del brazo de su padre. Nina estaba radiante, y sus ojos reflejaban amor cuando se acercó a su prometido.
Michael sintió una breve punzada de dolor en el pecho al darse cuenta de que su decisión de no casarse implicaba que ninguna mujer lo miraría nunca con tanta adoración.
Galería Arcángel, París, dos días más tarde
–¿Pero qué…? –Michael alzó la cabeza con gesto de desagrado al escuchar lo que parecía un bebé llorando en el despacho de enfrente. Se levantó del escritorio al escuchar varias voces que se oían por encima del ruido.
Siguió con el gesto torcido cuando cruzó el despacho y abrió la puerta que daba al pasillo. Se detuvo en seco al ver el caos que se había montado.
Su secretaria, Marie, estaba discutiendo en francés, igual que su asistente Pierre Dupont. Y en medio había una joven con un bebé en brazos. Tenía el pelo de ébano a la altura del hombro y llevaba vaqueros ajustados y camiseta apretada, el uniforme de su generación. Tenía la expresión sonrojada e ignoraba a Marie y a Pierre, sus esfuerzos estaban puestos en calmar al niño que lloraba.
–¿Os importaría bajar la voz? –les pidió la joven con voz ronca–. La estáis asustando. ¡Mirad lo que habéis hecho! –exclamó cuando un segundo bebé empezó a llorar.
Michael miró a su alrededor asombrado para buscar al segundo bebé, y abrió los ojos de par en par al ver una silla de paseo dentro del despacho de Marie. Un carrito doble en el que había un bebé llorando a pleno pulmón.
–Gracias –murmuró la joven con tono acusador.
Marie y Pierre guardaron silencio cuando ella se acercó al carro y se puso de cuclillas para tratar de calmar al segundo bebé.
Michael ya había visto y oído suficiente.
–¿Puede alguien por el amor de Dios decirme qué diablos está pasando aquí? –su voz cortó la cacofonía de ruido.
Silencio.
Un silencio maravilloso, pensó Eva con un suspiro al ver que no solo los dos empleados de la galería habían guardado silencio, sino que también los dos bebés habían dejado de berrear.
Eva se quedó de cuclillas y giró la cabeza para mirar la fuente de aquella voz controladora.
Tendría unos treinta y pico años, el pelo corto y negro, la piel aceitunada y un rostro que envidiarían cualquiera de los modelos que Eva había fotografiado al principio de su carrera. Cejas oscuras que enmarcaban los ojos de obsidiana, nariz larga y recta, pómulos altos, labios sensuales y barbilla decidida. Los hombros anchos, el pecho musculoso y las caderas estrechas bajo el caro traje oscuro hecho a medida.
A Eva no le quedó ninguna duda de que aquel hombre era D’Angelo. El hombre al que había ido a ver.
Se incorporó, cruzó la estancia para darle a Sophie.
–Sostenla para que pueda tomar a Sam en brazos –le ordenó con impaciencia al ver que Michael no hacía amago de quitarle al bebé de los brazos.
Se limitó a mirarla con gesto de incredulidad desde su regia nariz.
Michael tuvo que bajar mucho la vista. Dios, qué pequeña era aquella mujer. Poco más de un metro cincuenta y dos frente a su metro noventa. Tenía una delgadez juvenil que no parecía masculina gracias a unos senos grandes y pesados coronados por delicados pezones. Unos senos completamente desnudos bajo la camiseta color púrpura, si Michael no se equivocaba. Y estaba seguro de que no. Aquellos senos y el brillo confiado de sus ojos color violeta rodeados de gruesas pestañas bastaron para que Michael supiera que era una mujer, no una niña, y que rondaría los veintitantos.
También tenía que reconocer que era extremadamente bella, su rostro estaba dominado por aquellos increíbles ojos violetas, la nariz pequeña y los labios sensuales y carnosos. Tenía la piel pálida y delicada como la porcelana fina. Las ojeras le daban una apariencia de fragilidad.
Una fragilidad que quedaba en cierto modo anulada por la determinación de su barbilla.
Michael apartó la vista de aquel rostro tan arrebatadoramente bello para mirar horrorizado el bebé vestido de rosa que la joven le estaba tendiendo. No tenía ninguna experiencia con bebés, nunca había estado tan cerca de ninguno.
Dio un paso atrás para apartarse del bebé, que ahora babeaba.
–Pienso que…
–He descubierto que es mejor no pensar demasiado al estar con Sophie y Sam, y menos ahora que les están saliendo los dientes –afirmó ella–. Tal vez quieras ponerte esto en el hombro para protegerte la chaqueta.
La mujer le tendió una toallita blanca de tela mientras le ponía el bebé en brazos sin ninguna ceremonia antes de darse la vuelta para cruzar el despacho, ofreciéndole a Michael una perfecta visión de su trasero con curvas cuando se agachó para quitarle los tirantes de seguridad al segundo bebé, que seguía lloriqueando en la silla.
Michael sostuvo al primer bebe, ¿Sophie? con los brazos extendidos, sin tener ni idea de qué hacer con ella, y desconcertado al ver que tenía los ojos del mismo color violeta que su madre. Eva sacó a Sam de la silla y se incorporó. Estaba muy molesta porque los dos empleados de Arcángel habían despertado a los niños cuando había conseguido que por fin se durmieran en el camino desde el hotel hasta la galería tras una noche revuelta porque los gemelos tenían dolor en las encías.
Como resultado, tanto Eva como los bebés estaban de mal humor aquella mañana. Eso no evitó que estuviera a punto de echarse a reír al ver que D’Angelo seguía sosteniendo a Sophie con ambos brazos extendidos y expresión horrorizada, como si el bebé fuera una bomba a punto de hacer explosión.
Pero Eva no llegó a reírse. Había tenido pocos motivos para reírse en los últimos meses. Los recuerdos hicieron que se recompusiera al instante.
–Sophie no muerde –le espetó con impaciencia mientras acunaba a Sam entre sus brazos–. Bueno… no demasiado –se corrigió–. Por suerte los dos solo tienen cuatro dientes en este momento.
Michael no era conocido por su paciencia, y menos en momentos como aquel.
–Estoy más interesado en saber qué haces en el área privada de Arcángel que en escuchar cuántos dientes tienen tus hijos.
La mujer alzó la barbilla y le lanzó una mirada desafiante con sus ojos violeta.
–¿De verdad quieres que hablemos de esto delante de tus empleados, señor D’Angelo? Porque doy por hecho que eres el señor D’Angelo –alzó una ceja.
–Sí, lo soy –Michael sacudió con impaciencia la cabeza–. No puedo imaginar qué haces aquí, pero tal vez prefieras hablar en mi despacho.
Pierre, que era bastante más joven que él, empezó a enumerar en francés todas las razones por las que no le parecía aconsejable que Michael estuviera a solas con aquella mujer. Puso en duda su salud mental y sugirió llamar a seguridad para que la echaran del edificio.
–Entiendo todo lo que has dicho –afirmó la mujer en francés fluido girando su brillante mirada violeta hacia un Pierre ahora incómodo–. Y podéis llamar a seguridad si queréis, pero os aseguro que estoy muy cuerda.
–No lo he dudado ni por un instante –se burló Michael con ironía–. No pasa nada, Pierre –le aseguró en inglés–. Si quieres pasar a mi despacho… –le pidió a la mujer apartándose del umbral para dejar al descubierto el despacho que tenía detrás.
Seguía sin saber qué hacer con el bebé. Sobre todo porque la niña, Sophie, le sonreía ahora mostrando con orgullo sus cuatro dientecitos blancos.
–Le caes bien –anunció la madre con disgusto mientras empujaba el carrito con Sam en brazos y pasaba por delante de Michael para entrar en su despacho.
Él se puso al instante la toallita de tela al hombro y alzó al bebé con un brazo para poder cerrar la puerta tras él y dejar al otro lado las miradas atónitas y preocupadas de Marie y Pierre.
–Vaya, qué vista…
Michael se dio la vuelta y vio a la mujer de ojos violetas mirando por el ventanal que daba a los Campos Elíseos y al Arco del Triunfo. Aquella vista y la prestigiosa dirección eran las razones principales para escoger aquella impresionante ubicación para la galería de París.
–A nosotros nos gusta –ironizó–. Y ahora, ¿te importaría explicarte? Podrías empezar diciéndome quién eres.
Michael se preguntó brevemente si no se trataría de la insistente Monique del pasado de Rafe, pero el acento inglés parecía negarlo.
Eva se giró. Seguía sosteniendo en brazos a Sam, que ahora estaba tranquilo.
–Me llamo Eva Foster.
–¿Y? –preguntó D’Angelo al ver que no añadía nada más a la frase.
Eva lo miró con impaciencia.
–Y está claro que no tienes ni idea de quién soy –se dio cuenta horrorizada.
Él arqueó sus oscuras cejas.
–¿Debería?
¿Que si debería? Por supuesto que sí. Menudo imbécil irresponsable y arrogante…
–Tal vez el nombre de Rachel Foster te suene más –le espetó.
Michael frunció ligeramente el ceño y sacudió la cabeza.
–Lo siento, pero no tengo la menor idea de quién me estás hablando.
Una marea roja cruzó por delante de los ojos de Eva. Tantos meses de dolor, caos, pérdida, y aquel hombre ni siquiera recordaba el nombre de Rachel.
–¿Qué clase de hombre eres tú? No te molestes en contestar –añadió Eva furiosa mientras empezaba a recorrer arriba y abajo el despacho–. Está claro que por tu privilegiada vida y por tus sábanas han pasado tantas mujeres que te olvidas de ellas en cuanto aparece otra…
–¡Basta! –le ordenó D’Angelo con sequedad–. No, no te lo digo a ti, pequeña –añadió con dulzura al ver que Sophie sollozaba ante su tono–. ¿Estás insinuando que crees que he tenido una… relación con esa tal Rachel Foster? –dijo mirando de nuevo a Eva.
Eva abrió los ojos de par en par. Le ardían las mejillas por la furia.
–Resulta que esa tal Rachel Foster es mi hermana, y sí, has tenido una relación con ella. De hecho tienes parte de la prueba en tus brazos en este momento.
Michael miró al instante a la niña que tenía en brazos. No era una recién nacida, seguramente tendría unos cinco o seis meses, y era muy mona, como todos los bebés. Tenía el pelo negro, los ojos violeta, y un gesto de concentración en la carita mientras jugaba con uno de los botones de su chaqueta.
–No conozco a tu hermana –afirmó con rotundidad–. Así que mucho menos… no la conozco –repitió–. Así que no sé qué estaréis planeando vosotras dos, pero te aconsejo que lo olvides porque…
Se detuvo en seco cuando una de las manos de Eva Foster hizo doloroso contacto con su mejilla, provocando que la niña que tenía en brazos chillara.
–Eso no venía al caso –murmuró Michael apretando los dientes mientras agitaba al bebé en brazos para callar sus gritos.
–Claro que sí –insistió Eva Foster acercándose para acariciar la espalda de la niña–. ¿Cómo te atreves a negar que conoces a mi hermana y a acusarnos de intentar estafarte mientras sostienes en brazos a tu propia hija?
–Yo no… –Michael aspiró con fuerza el aire. Todavía le ardía la mejilla por la bofetada–. Sophie no es mi hija.
–Te aseguro que lo es –le espetó ella.
–¿Crees que podríamos intentar calmarnos un poco? Estamos estresando a los bebés –añadió Michael al ver que Eva abría la boca con intención sin duda de seguir discutiendo con él.
Era poco habitual que alguien discutiera con él. Michael estaba acostumbrado a dar órdenes y que los demás las obedecieran. Tampoco le gustaba que aquella mujer continuara acusándole de ser el padre de sus sobrinos.
Era una acusación que no le gustaba. Había aprendido la lección hacía muchos años en lo que se refería a las maquinaciones de las mujeres. Tenía que agradecerle a Emma Lowther haberle enseñado a no confiar nunca en ninguna en lo que se refería a métodos anticonceptivos. Y a todo lo demás.
¿Cuántos años habían pasado desde que Emma trató de chantajearle para que se casaran asegurando que estaba embarazada? Catorce. Y Michael todavía lo recordaba como si fuera ayer.
No es que él se planteara no asumir su responsabilidad. Oh, no. Michael había sido tan estúpido como para creer que estaba enamorado de Emma, e incluso le había hecho ilusión lo del bebé. Los dos habían hecho planes de boda durante semanas, hasta que Michael le presentó a un conocido en una fiesta y ella decidió en cuestión de días que Daniel, cuya familia era más rica incluso que la de Michael, sería un mejor marido. Fue entonces cuando le dijo que no había ningún bebé, que se había confundido. Tres meses después intentó usar el mismo truco con Daniel.
La escena que tuvo lugar después, cuando Emma supo que Michael le había advertido a Daniel sobre sus maquinaciones y que esta vez tampoco había bebé, no fue precisamente agradable.
El embarazo de Emma había sido una farsa, un truco para obligar a Michael a casarse con ella, y para él había sido aviso suficiente para saber que no podía confiar en que ninguna mujer se ocupara de la anticoncepción…
Por eso ahora podía negar con seguridad lo que Eva Foster decía sobre los hijos de su hermana.
–Gemelos –le aclaró Eva–. Los bebés son gemelos.
Ciertamente se parecían, los dos tenían el pelo negro como el ébano y los ojos violeta de su tía, pero no eran, y de eso no le cabía duda, hijos suyos.
–¿Cuánto tiempo tienen? –preguntó con sequedad.
–Seis meses.
Si a eso se le añadían los nueve de embarazo, suponía que habían pasado quince meses desde que se suponía que él…
Maldición, ¿por qué estaba haciendo siquiera cuentas? Por mucho que esta mujer dijera lo contrario, él no había dejado embarazada a ninguna mujer en los últimos quince meses ni en ningún otro momento.
–¿Y por qué crees que son míos? –mantuvo el tono bajo porque a Sophie se le habían empezado a cerrar los ojos. Apoyó la cabecita en su hombro. Al parecer estaba cansada por su berrinche anterior.
Eva alzó de nuevo la barbilla en gesto desafiante.
–Porque Rachel me lo dijo.
Michael asintió.
–En ese caso, ¿te importaría decirme por qué tu hermana no ha venido a contármelo ella misma? –quiso saber mientras dejaba con cuidado a la niña dormida en la silla. Luego fue a sentarse detrás de su escritorio.
Eva fue muy consciente de que D’Angelo se había sentado allí para poner distancia entre ellos y para tratar aquel asunto como si fuera una cuestión de trabajo.
No espera que el hombre que había encandilado y embarazado a su joven hermana fuera así. Sí, a Rachel le gustaba divertirse y era un poco irresponsable. Decidió viajar por el mundo durante un año cuando acabó la universidad, pero volvió a Londres diez meses después embarazada y sola.
El hombre que estaba detrás del escritorio no era lo que Eva había imaginado cuando Rachel le habló con entusiasmo del encanto de su amante y de lo guapo que era, de lo mucho que se habían divertido juntos en París. Sí, este hombre era muy guapo, pero de una belleza austera: ojos fríos y negros, facciones cinceladas, actitud rígida, y un aire solitario que le hacía difícil imaginarlo derritiéndose cuando le hacía el amor a una mujer.
Y desde luego no se lo imaginaba con Rachel.
Apretó los labios antes de contestarle.
–Estoy aquí en lugar de Rachel porque mi hermana ha muerto.
Michael dio un respingo.
–¿Qué…?
Si la intención de Eva era hacerle sentir culpable, conseguir alguna reacción que no fuera la sorpresa, se llevó una decepción. Parecía asombrado, pero de un modo distante, no como lo estaría un hombre que acababa de enterarse de la muerte de una examante.
Eva aspiró con fuerza el aire y trató de controlar sus propias emociones. Hacía semanas que no necesitaba decirle a nadie que su hermana había muerto, y contárselo ahora al hombre que una vez fue su amante, aunque él lo negara, le resultaba particularmente duro.
Igual que le resultaba imposible creer, aceptar, que su hermana Rachel, que solo tenía veintidós años y supuestamente toda la vida por delante, hubiera muerto hacía solo tres meses.
Eva había tratado de lidiar con su dolor al mismo tiempo que cuidaba de los gemelos. Era una batalla que finalmente tuvo que aceptar que estaba perdiendo, tanto emocional como económicamente. Primero Rachel se puso muy enferma y luego murió, así que para Eva fue y seguía siendo casi imposible trabajar mientras cuidaba primero de ella y luego de los gemelos, día y noche. Ya casi no le quedaban ahorros, y apenas podía reemplazarlos con los pocos encargos fotográficos que había podido aceptar en los últimos seis meses. Eran encargos a los que podía llevar a los gemelos, algo cada vez más difícil a medida que crecían y empezaban a balbucear.
Por eso, en lugar de darle a D’Angelo la oportunidad de colgarle si lo llamaba por teléfono, decidió utilizar sus últimos ahorros para volar el día anterior con los niños a París para poder enfrentarse cara a cara con su padre y obligarle a aceptar su responsabilidad.