Un pacto con el jefe - Red Garnier - E-Book

Un pacto con el jefe E-Book

Red Garnier

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Beschreibung

La había deseado durante mucho tiempo, pero se había privado de su compañía. Ahora, por fin, Marcos Allende tenía a su secretaria donde quería: la había convencido para hacerse pasar por su amante mientras negociaba el trato de su vida. Y cuando la farsa terminara, removería cielo y tierra para convertir a Virginia Hollis en su amante real. Ella deseaba ser algo más que la secretaria de Marcos. Aun así, ya había accedido a seguirle el juego con la esperanza de poder meterse en su cama… y en su corazón. Pero, ¿podría seguir teniendo un lugar en su vida cuando él descubriera su secreto?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Red Garnier. Todos los derechos reservados. UN PACTO CON EL JEFE, N.º 1758 - diciembre 2010 Título original: The Secretary’s Bossman Bargain Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9316-9 Editor responsable: Luis Pugni

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Un pacto con el jefe

Red Garnier

Capítulo 1

Estaba dispuesta a rogarle.

Virginia Hollis se estremeció. Se rodeó a sí misma con los brazos y miró a través del cristal trasero del Lincoln negro mientras recorría las calles oscuras de Chicago. La gente paseaba por el barrio, con las manos en los bolsillos y las cabezas agachadas para proteger el rostro del viento frío. Los hombres hablaban por sus teléfonos móviles; las mujeres luchaban con las bolsas de la compra. A simple vista parecía una noche normal.

Pero no lo era. No podía serlo.

Porque el mundo de Virginia había dejado de girar.

Los hombres que habían llamado a su puerta aquella mañana le habían dado un mensaje, y no se trataba de un mensaje agradable.

Tomó aliento y observó el vestido negro y los delicados zapatos de tacón que llevaba en los pies. Resultaba importante parecer guapa; no sólo respetable, sino sofisticada y noble, porque el favor que iba a pedir era cualquier cosa menos eso.

Y no se le ocurría nadie más que él a quien poder pedírselo. Sólo pensar en humillarse delante de él de aquella manera hacía que el estómago se le encogiera.

Nerviosa, tiró del collar de perlas que adornaba su cuello e intentó concentrarse de nuevo en la ciudad.

Las perlas resultaban suaves bajo sus dedos, genuinas y antiguas, lo único que Virginia había conseguido salvar de las pertenencias de su madre.

Su padre lo había perdido todo.

Apuesta tras apuesta había perdido los coches, las antigüedades, la casa. Virginia lo había observado con una mezcla de impotencia y de rabia. Había amenazado, gritado, rogado, pero siempre en vano.

No había manera de detenerlo. No había forma de detener el juego.

Y ya no le quedaba nada.

Nada salvo ella.

Y Virginia no podía ignorar a aquellos hombres; la amenaza que representaban. La amenaza que habían dejado clara de forma tan sucinta. No importaba lo mucho que ella desaprobara las acciones de su padre, ni las veces que se hubiera prometido a sí misma no hablar nunca más con él del tema mientras él continuara jugando. Al fin y al cabo era su padre. Su única familia.

Durante una época había sido un hombre de negocios. Respetado e incluso admirado. Ahora le entristecía pensar en lo que se había convertido.

Virginia no sabía cuánto debía. Prefería no saberlo. Sólo sabía que había llegado a un acuerdo con aquellos tres hombres esa mañana. Tenía un mes para reunir cien mil dólares, y durante ese tiempo dejarían a su padre en paz.

Ni en sus sueños más salvajes Virginia se hubiera creído capaz de reunir semejante suma de dinero, y mucho menos en tan poco tiempo. Pero aunque ella no podía, Marcos Allende sí.

El vello se le erizó al pensar en él. Su jefe era un hombre tranquilo y devastadoramente guapo. Algunos decían que tenía un don; su toque era como el del rey Midas. Aunque sólo hacía un año que Virginia era su secretaria; una de las tres, pues parecía que una sola no era capaz de soportar la tarea de tenerlo como jefe, durante ese tiempo lo había conocido lo suficiente como para estar de acuerdo con su fama.

Era un hombre fuera de contexto.

Era atrevido, despiadado y orgulloso. Él solo había encontrado, comprado y arreglado empresas en problemas, y había creado un imperio. Inspiraba respeto y admiración entre sus amigos y miedo entre sus enemigos. A juzgar por el abrumador número de llamadas que recibía de la población femenina de Chicago, Virginia sabía que lo adoraban. Y en ella misma aquel hombre inspiraba cosas que prefería no analizar.

Cada mañana cuando ella entraba en su despacho, él la estudiaba con aquella mirada oscura y desafiante, y alteraba cada célula de su cuerpo con la intimidad de sus ojos. Ella siempre intentaba actuar de manera profesional, no apartar la mirada cuando él se quedaba mirándola durante demasiado tiempo. Pero era como si sus ojos pudieran desnudarla, como si hablaran en silencio, y provocaban en su mente visiones ardientes sobre él. Aun así aquella noche iba a verlo con un único propósito, y se recordó a sí misma que la visita a su guarida a esas horas de la noche podría no ser bien recibida.

El estómago le dio un vuelco cuando el coche se detuvo frente a uno de los edificios de apartamentos más lujosos de Chicago, ubicado en la avenida Michigan. Un hombre de uniforme abrió la puerta.

Virginia murmuró un agradecimiento, salió del coche y entró en el edificio con una calma inquietante que ocultaba sus emociones.

–El señor Allende está esperándola.

Había un ascensorista esperándola. Introdujo una tarjeta en la ranura, pulsó el botón marcado con la letra A y salió del ascensor tras hacer una reverencia.

–Buenas noches, señorita.

Las puertas se cerraron y Virginia se quedó mirando su propio reflejo borroso.

«Oh, Dios, por favor, que me ayude. Haré cualquier cosa», pensó.

Varios segundos después las puertas volvieron a abrirse en el ático; una sala amplia con puerta negras de granito, tenuemente iluminado y profusamente amueblado. Las paredes podían haber estado forradas con billetes y dejaban claro el patrimonio del dueño.

Virginia entró en la sala y su vista aterrizó en él. Estaba de pie junto a la barra situada al otro extremo del salón. Alto, moreno, distante. Miraba hacia la ventana, y su espalda ancha llenaba por completo los hombros de su chaqueta. El corazón le dio un vuelco al dar otro paso hacia delante; el sonido de sus tacones sobre el suelo de granito intensificaba el silencio.

–Espero que hayas tenido un trayecto agradable.

–Así es. Gracias por enviar un coche, y por recibirme sin mucha antelación –contestó ella.

Con inquietud creciente, Virginia avanzó hacia el salón y tropezó con la alfombra persa. Él no se dio la vuelta.

Allí estaba ella, en su apartamento, dispuesta a enfrentarse a aquel hombre atrevido y viril con el que había fantaseado. Dispuesta a rogarle.

No importaba que Virginia tuviera una vida de éxito, que intentaba cumplir a rajatabla. No importaba que hubiera pagado sus facturas a tiempo ni que hubiera intentado mantenerse alejada de los problemas. No importaba nada salvo lo que había que hacer. Salvar a su padre.

Podría haber jurado que Marcos le había leído el pensamiento, pues susurró:

–¿Tienes algún problema, Virginia? –aun así no se apartó de la ventana, como si estuviese hipnotizado por las luces de la ciudad.

–Eso parece.

–¿Y has venido a pedirme ayuda?

–Necesito tu ayuda, Marcos.

Por fin se dio la vuelta y Virginia se quedó inmóvil bajo el poder de su mirada oscura.

–¿Cuánto?

El corazón se le aceleró. Su rostro era tan masculino, y había algo tan perverso en él, que una parte de ella lo encontraba excitante y aterrador al mismo tiempo.

Marcos deslizó la mirada lentamente por su cuerpo hasta que Virginia no pudo resistirlo más. Levantó la barbilla con orgullo, aunque el modo en que retorcía las manos frente a ella no resultaba muy convincente.

–No… no espero nada gratis. Quería hablar contigo sobre un posible adelanto. Un préstamo. Tal vez podría trabajar más para ti. Encargarme de proyectos especiales.

Marcos entornó los párpados al fijarse en sus labios.

–Estás muy guapa esta noche, Virginia.

La seducción de sus palabras hizo que el corazón se le encogiera. Luchó contra aquella sensación diciéndose a sí misma que era un hombre sexy y viril, y que debía de mirar a todas las mujeres así. Cuando la miraba, hacía que se sintiera como la mujer más sexy del planeta.

–Estoy intentando reunir… –hizo una pausa y convocó todo su valor–. Estoy intentando reunir cien mil dólares. ¿Puedes ayudarme? –le preguntó, y agachó la cabeza. Mientras hablaba se sentía tan barata, tan humillada por tener que pedir dinero…

–¿Es eso todo lo que necesitas? –preguntó él. Como si no fuera nada. Una suma insignificante. Y para él, con todos sus millones, sin duda debía de serlo.

–¿Y puedo preguntar para qué necesitas el dinero?

Ella lo miró y negó con la cabeza. No podía soportarlo.

–¿No quieres decírmelo? –preguntó Marcos con una sonrisa inquietante.

–Si no te importa –murmuró ella. Tiró del dobladillo del vestido hacia abajo cuando la mirada de Marcos se posó en sus piernas–. ¿No hay nada que pueda hacer por ti a cambio de ese préstamo?

Él se carcajeó. Virginia no creía haberlo escuchado reír antes.

Marcos dejó su copa en la barra y señaló hacia los sillones de cuero.

–Siéntate.

Ella se sentó. Tenía la espalda rígida mientras lo veía moverse por la sala.

–¿Vino?

–No.

Sirvió dos copas de igual modo. Sus manos se movían con suavidad; demasiada suavidad para pasar inadvertidas.

–Toma –le dijo mientras le ofrecía una de las copas.

Ella agarró la copa y se quedó mirando una escultura de bronce, intentando no respirar por miedo a lo que su aroma pudiera provocarle. Olía tan bien. Mantuvo la respiración hasta que por fin Marcos se sentó en el otro sillón, frente a ella.

Cuando estiró los brazos por detrás de él, hizo que el sillón pareciese pequeño. Bajo su chaqueta llevaba la camisa desabrochada por el cuello, lo que le proporcionaba una visión de su piel bronceada y de una cruz dorada.

Deseaba tocarlo. Se preguntaba cómo sería esa piel bronceada bajo sus dedos, si su cruz estaría fría o caliente…

De pronto sintió su mirada, alzó la barbilla y sonrió.

Marcos arqueó una ceja, abrió su mano y la señaló.

–No estás bebiendo.

Virginia dio un respingo y obedeció.

–Está… bueno. Muy bueno.

–¿Alguna vez te he mordido?

Virginia estuvo a punto de atragantarse con el vino. Parpadeó y luego vio su sonrisa. Una sonrisa sensual.

–Entiendo que esto es difícil para ti –dijo él.

–No. Quiero decir, sí. Lo es.

Marcos dejó su copa, se cruzó de brazos y se recostó como si se dispusiera a ver una película.

–¿No confías en mí?

¿Confiar en él? Lo respetaba. Lo admiraba. Estaba asombrada con él y, debido a su poder, le tenía un poco de miedo. Y tal vez confiara en él. Por lo que había visto, Marcos había demostrado ser un campeón para su gente. Un león que protegía a sus cachorros. Cuando Lindsay, secretaria número dos, se había pasado meses llorando tras el nacimiento de sus gemelos, Marcos había contratado a un ejército de niñeras y la había enviado a una segunda luna de miel en Hawai con su marido.

Lindsay aún hablaba de Maui.

Y cuando el marido de la señora Fuller murió, la mujer derramó más lágrimas recordando todo lo que Marcos había hecho por ayudar a su familia de las que había derramado en el funeral.

No importaba lo humillante que aquello fuera, lo horrible que fuera su situación, pues sabía que Marcos era firme como una montaña.

Le mantuvo la mirada y respondió con sinceridad.

–Confío en ti más que en nadie.

–Y aun así no me dices qué es lo que te pasa.

–Te diría para qué necesito el dinero si creyese que importa, y te lo diría si ésa fuese la única manera de que me lo prestaras.

Con una expresión más propia de un lobo solitario, Marcos se puso en pie, se acercó a ella y le quitó la copa de la mano.

–Ven conmigo.

Virginia lo siguió por el pasillo abovedado del ático y fue consciente de su formidable presencia.

Marcos abrió la última puerta y Virginia entró en una habitación oscura, avergonzada por su pulso acelerado.

–¿Es tu despacho? –preguntó.

–Sí.

Marcos pulsó el interruptor y se hizo la luz en la sala. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías. Había una alfombra turca en mitad de la habitación. Cinco armarios de madera formaban una fila ordenada detrás de su escritorio. Sin adornos. Sin marcos de fotos. Sin distracciones. Resultaba elegante como el resto de su apartamento, con un ordenador último modelo encima del escritorio. Aquel despacho emitía un mensaje muy claro: «sin tonterías».

–Me gusta –dijo ella al entrar. La certeza de que aquél era su espacio privado y personal hacía que se le calentase la sangre. Ansiaba poder organizar las pilas de papeles de su escritorio.

–Sé lo de tu padre, Virginia.

–¿Lo sabes?

Virginia se dio la vuelta y, cuando Marcos entró en la habitación, consiguió lo imposible: hizo que la sala encogiese.

–No puedes sobrevivir en el mundo en el que yo vivo si no estás al corriente de todos los que entran en tu círculo. Tengo un dossier sobre todos los que trabajan para mí, y conozco todos los detalles de sus vidas. Sí, sé lo de su problema.

–Ah.

¿Qué más sabría?

Marcos pasó frente a ella y Virginia tuvo que controlar un escalofrío, como si hubiese sido un viento huracanado.

–¿Por qué no has acudido a mí antes?

–Estoy aquí ahora –respondió ella.

Marcos se detuvo detrás de su escritorio, echó a un lado el sillón de cuero y se inclinó sobre la superficie. Su camisa se estiró sobre sus hombros.

–¿Cómo es de grave?

–Lo del juego va y viene –respondió Virginia. Sonrojada por su escrutinio, se dio la vuelta y se entretuvo con los libros de las estanterías. Pero era como si Marcos hubiera abierto una puerta que amenazaba con estallar con secretos–. Está fuera de control. Sigue apostando más de lo que tiene y más de lo que yo podría ganar.

–¿Ésa es la única razón por la que estás aquí?

Virginia se dio la vuelta, sorprendida por la pregunta. Sorprendida por la respuesta que sintió en el vientre.

Se le entrecortó la respiración.

Su mirada. Era una mirada abierta. Desgarradora. Dejaba ver cierta actitud salvaje, un ansia primitiva que yacía allí, en las profundidades de sus ojos, como una bestia enjaulada.

–¿Ésa es la única razón por la que estás aquí esta noche, Virginia?

Como en trance, Virginia se acercó a su escritorio con piernas temblorosas.

–Sí.

–¿No deseas nada más? ¿Sólo el dinero?

–Nada.

En el fondo de su mente fue vagamente consciente de lo simples que sonaban sus necesidades al decirlas en voz alta. Cuando no lo eran. Eran complicadas. Se habían vuelto feroces con su proximidad. Había perdido la razón y el control.

–¿Me ayudarás? –preguntó al llegar al escritorio, y por alguna razón la petición sonó tan íntima como si le hubiera pedido un beso.

–Lo haré –contestó él con determinación en la voz.

–No espero algo a cambio de nada –dijo ella.

–Te daré el dinero. Pero yo también tengo algunas peticiones.

–Lo que sea.

–Hay algo que deseo. Algo que me pertenece. Algo que debo tener o perderé la cabeza por culpa del deseo.

Virginia sintió un escalofrío por la espalda.

No estaba hablando de ella, por supuesto, pero aun así no pudo evitar desear que así fuera.

–Lo… entiendo.

–¿De verdad?

Marcos sonrió y salió de detrás del escritorio. Agarró un globo terráqueo hecho de gemas y lo hizo girar.

–Aquí –sus dedos detuvieron la rotación y señalaron un país incrustado con granito–. Lo que deseo está aquí.

Virginia se acercó para ver el país.

–México –susurró señalando con el dedo.

Marcos deslizó el dedo y se rozaron un instante. Ninguno de los dos se movió. El dedo de Marcos era fuerte y bronceado. El de ella era delgado y pálido. Ambos sobre México. Ni siquiera era una caricia, apenas un roce. Y, sin embargo, ella sintió el contacto en todas las células de su cuerpo.

Marcos giró la cabeza; sus rostros estaban tan cerca que sus pupilas parecían enormemente negras ante sus ojos.

–Voy detrás de Allende –susurró como si estuviese confesando su deseo más profundo.

–¿El negocio de tu padre?

–El negocio que mi padre perdió.

Dejó el globo en la mesa y le acarició la mejilla con el dedo.

–¿Y crees que yo puedo ayudar? –preguntó ella casi sin aliento.

–La dueña la ha dirigido muy mal y me ha llamado para pedirme ayuda –apretó la mandíbula–. Normalmente no puedo resistirme a los débiles, lo admito, pero las cosas son diferentes en este caso. No es mi intención ayudarla, ¿lo comprendes?

–Sí –no lo comprendía exactamente, pero los rumores en la oficina decían que nadie le mencionaba Allende a Marcos a no ser que quisieran que les arrancaran la cabeza.

–Se la arrebataré hostilmente si es necesario.

–Entiendo.

–Me vendría bien una acompañante. Necesito alguien con quien poder contar. Sobre todo necesito a alguien que esté dispuesta a hacerse pasar por mi amante.

–Una amante –repitió ella y, cuando Marcos se acercó, retrocedió un par de pasos hasta darse con las piernas en un butacón.

Imperturbable, Marcos se dirigió a la estantería con paso firme.

–¿Te interesaría hacerlo por mí? –preguntó.

La cabeza se le llenó a Virginia de ideas perversas. México y Marcos. Martinis y Marcos. Mariachis y Marcos.

–Sí, por supuesto –contestó. ¿Pero qué quería decir exactamente con hacerse pasar por su amante?–. ¿Y qué esperas de mí? ¿Durante cuánto tiempo?

–Una semana como mi acompañante en Monterrey, y quizá algunas horas extra hasta que pueda cerrar el trato. Me aseguraré de solventar tu… pequeño problema.

–¿Eso es todo?

–¿No te parece suficiente?

Ella sonrió sin más. Y esperó.

Y observó.

Los músculos bajo su camisa se tensaron cuando se estiró para alcanzar la última estantería y sacar un enorme volumen de cuero.

–Tal vez tu compañía en la cena de Fintech –continuó él–. ¿Te importaría ir conmigo?

Ella jugueteó con sus perlas. No podía parar.

–Siempre… podría organizarte una cita.

–Yo no deseo una cita –contestó él, y le entregó el libro–. Toma. Puedes quedarte con esto. Es sobre Monterrey –lo dejó sobre el butacón.

–Siento como si estuviera robándole a un ciego –dijo ella.

–Si yo lo permito, entonces no sería un robo.

Virginia vio su sonrisa y presionó el libro contra sus pechos traidores. Pero Marcos había sonreído tres veces esa noche. Tres. ¿O más? Eso ya debía de ser un récord.

–Eres muy importante para mi empresa –continuó mientras regresaba a su escritorio–. Una semana de tu tiempo es muy valiosa para mí. Eres trabajadora, lista, leal. Te has ganado mi confianza, Virginia, y mi admiración. Ambas son proezas difíciles.

–Gracias por el cumplido –contestó ella, y comenzó a ordenar los papeles del escritorio–. Disfruto mucho trabajando en Fintech. Y contigo, claro. Y por eso no quiero poner en peligro mi puesto.

Siguió ordenando los papeles, consciente de que él no estaba haciendo nada salvo observarla. Como hacía a veces en la oficina. Dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo y se limitaba a mirarla con aquellos ojos negros.

–¿Qué diremos en la oficina? –preguntó ella.

–Diremos que te ordené que me acompañaras, por supuesto. Al fin y al cabo eres mi secretaria.

Marcos arqueó las cejas y la miró fijamente, como si estuviera desafiándola a discutir.

Virginia estaba soñando si deseaba algo más que un asiento frente a su despacho. Soñando si pensaba que el deseo de sus ojos era por ella.

No podía permitirse seguir teniendo esas fantasías con él. Era inútil y doloroso, además de estúpido. Marcos estaba ofreciéndole un trabajo.

Cuando la pila de papeles ya no pudo ser más perfecta, la enderezó con toda la dignidad que pudo y dijo:

–Estaré encantada de ser tu acompañante.

–Bien. Excelente. Sabía que llegaríamos a un acuerdo.

Enfrentarse a un tumulto de emociones sin delatarse resultaba difícil. La excitación batallaba con la preocupación; la gratitud, con el deseo.

Una semana con él en México. Haciéndose pasar por su amante; un papel que Virginia había desempeñado muchas veces en su imaginación. Pero aquello sería real; una mentira real, donde ella, inexperta en lo referente a hombres, fingiría ser la amante de un hombre atractivo, un dios, una leyenda.

Se sentía cada vez más inquieta por el trabajo, así que agarró el libro. Monterrey: Tras el tiempo. Se dirigió hacia la puerta y volvió a mirarlo una última vez.

–Gracias, Marcos. Gracias por todo. Buenas noches.

–Virginia –cuando ella ya estaba en el pasillo, la alcanzó y la agarró por la muñeca para que se diera la vuelta–. Es un vuelo de cinco horas. Quiero marcharme mañana por la tarde. ¿Podrás estar preparada entonces?

Virginia sonrió nerviosa y asintió apresuradamente.

Él le agarró la barbilla y la levantó ligeramente.

–¿Estarás preparada, Virginia? –insistió.

–Estaré preparada –le aseguró ella–. Gracias. Sé que podrías pedírselo a otra. Y dudo que tuvieras que pagar por su compañía.

–Sí, pero te deseo a ti.

Un torrente de esperanza se desencadenó en su interior al oír sus palabras. Recorrió su cuerpo desde la cabeza a los pies. Marcos no quería decir eso, pero sus oídos se morían por escuchar cualquier cosa que él le dijera.

Deseaba ser diferente a sus ojos. No un acto de caridad. No como su hermanastro, un playboy imprudente al que Marcos tenía que rescatar una y otra vez. No deseaba ser como los desconocidos y amigos que lo llamaban todos los días en busca de consejo, de poder o de ayuda.

Todo el mundo deseaba algo de Marcos Allende, pues debajo de su apariencia había un hombre con un corazón de oro.