Propuesta de conveniencia - Matrimonio por venganza - Cautivado por la princesa - Red Garnier - E-Book

Propuesta de conveniencia - Matrimonio por venganza - Cautivado por la princesa E-Book

Red Garnier

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Beschreibung

Propuesta de convenienciaRed GarnierBethany Lewis necesitaba recuperar la custodia de su hijo y buscó al único hombre que podía ayudarla, Landon Gage. Landon también deseaba destruir a su exmarido y ella sabía que estaría dispuesto a unir fuerzas. El matrimonio parecía la manera perfecta para enfrentarse al enemigo común. Pero cuando los dos consiguieran lo que querían, ¿seguirían queriendo más? Matrimonio por venganzaNicola MarshA Brittany Lloyd le propusieron el mejor trato de su vida… con el hombre que le rompió el corazón, el magnate italiano Nick Mancini. No se imaginaba que el que una vez fue su chico malo y rebelde era ahora un multimillonario. Ella necesitaba su ayuda y él la deseaba. Así que Nick le propuso un matrimonio de conveniencia, aunque planeaba disfrutar de una ardiente noche de bodas que nunca olvidarían. Cautivado por la princesaSandra HyattCon un compromiso de conveniencia la princesa Rebecca Marconi haría callar a su padre, que la presionaba para que aceptara un matrimonio concertado. Logan Buchanan necesitaba su influencia real para asegurar unos importantes contratos en el país de Rebecca. Pero Logan deseaba compartir escenarios privados con su prometida fingida… y pronto consiguió que la princesa le entregara las llaves de su castillo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 399 - 25.6.18

 

© 2011 Red Garnier

Propuesta de conveniencia

Título original: Paper Marriage Proposition

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

© 2009 Nicola Marsh

Matrimonio por venganza

Título original: Marriage: For Business or Pleasure?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2011 Sandra Hyatt

Cautivado por la princesa

Título original: Falling for the Princess

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-915-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Propuesta de conveniencia

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Matrimonio por venganza

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

Cautivado por la princesa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Desesperada.

Era la única palabra que podía describirla en aquel momento, la única palabra para justificar lo que hacía.

El corazón le latía con fuerza en el pecho y las manos sudorosas le temblaban de tal modo que le costaba trabajo controlarlas.

Se iba a colar en la habitación de hotel de un hombre… sin ser invitada.

Para llegar hasta allí, le había mentido a la doncella del piso, y eso sólo unos días después de haberse arrastrado delante de la secretaria del hombre y de haber intentado sobornar a su chófer. Ahora, al embarcarse en su primer delito, Bethany Lewis esperaba salir airosa de la prueba.

Con las piernas temblándole, cerró la puerta tras de sí, sacó una agenda pequeña y la apretó contra el pecho mientras penetraba más en la suite presidencial… sin ser invitada.

La luz suave de una lámpara iluminaba el espacio, impregnado del olor dulce a naranjas. Al lado de la ventana había un escritorio lacado. Detrás de él, los cortinones de color melocotón estaban abiertos para mostrar una terraza amplia con vistas a la ciudad. En una mesita de café había una bandeja plateada con fresas bañadas en chocolate, una variedad de quesos y fruta fresca al lado de un sobre cerrado que decía: Señor Landon Gage.

Dio la vuelta al tresillo estilo Reina Ana, pensando en el rostro angelical de su hijito de seis años tal y como lo había visto por última vez, cuando le había preguntado temeroso: «Mami, ¿no me vas a dejar? ¿Lo prometes?». «No, querido, mami nunca te dejará».

Sintió un vacío en el pecho al recordarlo. Estaba dispuesta a luchar lo que hiciera falta, a mentir y robar si era preciso con tal cumplir aquella promesa.

–¿Señor Gage?

Se asomó por la puerta entreabierta que daba al dormitorio. Abajo, la gala para recaudar fondos para el cáncer infantil estaba en pleno apogeo, pero el magnate todavía no había hecho acto de presencia, aunque era de dominio público que se encontraba en el edificio.

Un maletín de cuero brillante yacía abierto en la amplia cama, rodeado de montones y montones de papeles. Un portátil ronroneaba cerca.

–Me ha seguido.

La voz masculina rica y profunda la sobresaltó y Beth miró la puerta del vestidor, por la que salía un hombre. Él se abrochó rápidamente los botones de su camisa blanca y le lanzó una mirada helada. Bethany retrocedió hasta la pared. La presencia de él casi la había dejado sin aliento.

Era más alto de lo que esperaba, ancho, moreno y amenazador como un demonio de la noche. Tenía un cuerpo atlético bajo la camisa blanca y los pantalones negros, y el pelo húmedo que se pegaba a su frente amplia enmarcaba un rostro viril y sofisticado. Sus ojos de color plateado eran distantes, como vacíos.

–Lo siento –musitó ella.

Él la miró. Su vista se detuvo en las manos de ella, con las uñas comidas hasta las yemas. Beth resistió el impulso de esconderlas y luchó valientemente por mostrarse digna.

Él miró el traje de chaqueta que llevaba ella y que le quedaba ancho en la cintura y los hombros debido a que había perdido mucho peso. Era uno de los pocos trajes de calidad que había podido conservar después del divorcio y lo había elegido adrede para la ocasión. Pero él achicó los ojos cuando miró su rostro demacrado y tomó una pajarita de la mesilla de noche.

–Habría podido hacer que la detuvieran –comentó.

Beth lo miró sorprendida. ¿Se había dado cuenta de que llevaba días siguiéndolo, escondiéndose en rincones, llamando a su despacho y suplicándole a su chófer?

–¿Por qué no lo ha hecho?

Él se detuvo ante un tocador, se puso la pajarita y la miró a los ojos a través del espejo.

–Quizá sea porque usted me divierte.

Beth apenas escuchó sus palabras, pues su mente hervía de posibilidades, y empezaba a aceptar que Landon Gage era probablemente todo lo que decían de él y más. El bastardo que ella necesitaba. Un malnacido fuerte y enérgico. ¡Sí, por favor!

Beth tenía algo claro. Si quería reunirse con su hijo, necesitaba a alguien más importante y más malo que su exmarido. Alguien sin conciencia y sin miedo. Necesitaba un milagro… y si Dios no la escuchaba, se imponía un pacto con el diablo.

Él se giró, sorprendido quizá por su silencio.

–Y bien, señorita…

–Lewis –ella no pudo evitar sentirse un poco intimidada por él, por su estatura, su amplitud de hombros y su fuerza palpable–. Usted no me conoce, pero creo que quizá conozca a mi exmarido.

–¿Quién es?

–Hector Halifax.

La reacción que esperaba no se produjo. La expresión de él no reveló nada, ni interés ni enfado.

–Creo que fueron enemigos una temporada.

–Yo tengo muchos enemigos. No me dedico a pensar en ellos. Y le agradecería que se diera prisa con esto, pues me esperan abajo.

Beth no sabía por dónde empezar. Su vida era un desastre, sus sentimientos estaban muy confusos y su historia era lastimosa, pero no era fácil de contar deprisa.

Cuando habló por fin, las palabras que pronunció le causaron dolor físico en la garganta.

–Me han robado a mi hijo.

Gage cerró el portátil de golpe y empezó a guardar papeles en el maletín.

–¡Ajá!

–Necesito… quiero recuperarlo. Un niño de seis años debería estar con su madre.

Él cerró el maletín.

–Luchamos por él en los tribunales. Los abogados de Hector presentaron fotografías mías en una relación ilícita. Varias fotos. Mías con distintos hombres.

Esa vez, cuando los ojos de él recorrieron su cuerpo, tuvo la alarmante sensación de que la desnudaban mentalmente.

–Leo los periódicos, señorita Lewis. Conozco bien su reputación.

Tomó el billetero de la mesilla, se lo guardó en el bolsillo de atrás y levantó una chaqueta negra del respaldo de una silla cercana.

–Me describen como a una mujerzuela, pero es mentira, señor Gage.

Él se puso la chaqueta y echó a andar. Beth lo siguió fuera de la habitación y hasta los ascensores. Él apretó el botón de bajada y se volvió a mirarla.

–¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

–Oiga –a ella le temblaba la voz y el corazón le iba a estallar en el pecho–. No tengo recursos para combatir a sus abogados. Él se encargó de dejarme sin nada. Al principio pensé que habría un abogado joven lo bastante ambicioso para querer aceptar un caso como éste sin dinero, pero no lo hay. Pagué veinte dólares a un servicio por Internet sólo para ver cuáles eran mis opciones.

Hizo una pausa para tomar oxígeno.

–Al parecer, si cambian mis circunstancias, podría pedir un cambio de la custodia. Ya he dejado mi trabajo. Hector me acusó de dejar a David todo el día con mi madre para ir a trabajar y mi madre… bueno, está un poco sorda. Pero adora a David y es una abuela estupenda. Y yo tenía que trabajar, señor Gage. Hector nos dejó sin dinero.

–Entiendo.

Llegó el ascensor y ella lo siguió dentro y respiró hondo para darse valor.

Pero lo único que pudo oler en cuanto se cerraron las puertas y quedaron juntos en aquel espacio pequeño fue a él. Un olor limpio y acre que la ponía nerviosa y le producía la sensación de tener pinchazos en las venas.

Aquel hombre era increíblemente sexy y olía muy, muy bien.

–El dinero no me importa, quiero a mi hijo –susurró ella con voz suave y suplicante.

Nadie había reconocido su trabajo como madre. A nadie le había importado que contara cuentos a David todas las noches, que lo llevara al médico en persona, le curara los arañazos y secara las lágrimas. Nadie en el tribunal la había visto como una madre, sino como una prostituta. ¡Qué fácil les había sido mentir a los ricos y poderosos y a otros creerlos. ¿Cuánto le había costado a Hector tergiversar esas pruebas? Una minucia, comparado con lo que le había quitado a ella.

–Y repito, ¿qué tiene que ver eso conmigo? –preguntó Landon.

–Usted es su enemigo. Él lo desprecia e intenta destruirlo.

Landon sonrió.

–Me gustaría que lo intentara.

Ella agitó la agenda.

–Yo tengo esta agenda que podría usar para acabar con él –pasó páginas–. Números de teléfono de personas con las que se reúne, los tratos que ha hecho con ellos, periodistas con los que trata, las mujeres –cerró la agenda con dramatismo–. Está todo aquí… todo. Y yo se lo daré si me ayuda.

–¿Y Halifax no sabe que esa agenda está en manos de su esposa?

–Cree que cayó por la borda un día que me llevó a dar una vuelta en el yate.

A los ojos de Landon asomó un fuego peligroso.

Pero el ascensor se detuvo y la expresión de él se suavizó.

–La venganza es agotadora, señorita Lewis. Yo no me gano la vida con eso.

Salió del ascensor y entró en el ruidoso salón de baile. A Beth le dio un vuelco el corazón.

Música y risas llenaban la atmósfera. Las luces de la araña de cristal arrancaban brillos a las joyas. Beth veía la cabeza morena de él abriéndose paso entre el mar de personas elegantemente vestidas, alejándose de ella. Los camareros circulaban entre la gente con bandejas de canapés. Beth se abrió paso entre la multitud y lo alcanzó cerca de la fuente de vino cuando se servía una copa.

–Señor Gage.

Él echó a andar mientras tomaba un trago de vino.

–Váyase a casa, señorita Lewis.

–Por favor, escúcheme– insistió Beth.

Él se detuvo, dejó la copa vacía en la bandeja de un camarero y extendió una mano con la palma hacia arriba.

–Está bien, veamos esa condenada agenda.

–No –ella se llevó la agenda al pecho, protegiéndola con ambas manos–. Se la dejaré ver cuando se case conmigo –explicó.

–¿Cómo dice?

–Por favor. Para conseguir la custodia, tengo que cambiar mis circunstancias. A Hector no le gustará nada que yo sea su esposa. Querrá… querrá recuperarme. Tendrá miedo de lo que pueda contarle. Y yo podré negociar con él y recuperar a mi hijo. Usted puede ayudarme. Y yo lo ayudaré a destruirlo.

Él enarcó las cejas.

–Es usted muy pequeña para albergar tanto odio, ¿no le parece, señorita?

–Bethany. Me llamo Bethany. Pero puede llamarme Beth.

–¿Él la llamaba así?

Ella agitó una mano en el aire.

–Él me llamaba «mujer», pero no creo que eso importe.

Gage la miró con disgusto y volvió a alejarse entre la multitud. Ella corrió tras él.

–Oiga, se lo advierto. Hector está obsesionado. Cree que usted va a por él y quiere ser el primero en golpear. Si no hace algo pronto, lo destruirá.

Él se detuvo y frunció el ceño.

–Creo que usted no tiene ni idea de quién soy –la miró a los ojos–. Soy diez veces más poderoso que Hector Halifax. Él bailaría con un tutú rosa si yo se lo pidiera.

–Demuéstrelo. Porque lo que yo veo es que Hector es más feliz que nunca. No sufre nada.

–¡Landon! ¡Ah, Landon, estás ahí!

Él no miró a la persona que hablaba, sino a Beth.

–Voy a dejar algo claro, señorita Lewis. Ni busco esposa ni busco los despojos de otro hombre.

–Sólo será temporal, por favor. Mi familia está impotente contra la de él; ni siquiera puedo ver a mi hijo. Me arrastro por las calles con la esperanza de verlo un momento. Usted es el único hombre que odia a mi exmarido tanto como yo. Yo sé que lo odia, lo veo en sus ojos.

Él apretó los labios.

–Landon, ¿te diviertes? ¿Quieres que te traiga algo, querido?

La voz aflautada de la mujer, que sonaba detrás de él, no consiguió que Gage apartara la vista de Beth. Él le tomó la barbilla y le echó atrás la cabeza.

–Quizá lo odie más de lo que usted sabrá nunca.

–Landon –dijo otra voz.

Él subió el pulgar desde la barbilla hasta el labio inferior de ella, que sintió un escalofrío. La embargó un anhelo como no había conocido nunca y tembló de la cabeza a los pies.

–Landon –dijo otra voz, esa vez masculina.

Él apretó los dientes, la agarró por el codo y tiró de ella por el pasillo de atrás y hasta una habitación pequeña. Cerró la puerta y quedaron en penumbra, alumbrados sólo por la luz de las farolas que se colaba por una ventana pequeña.

–Bethany –él parecía al límite de su paciencia–. Pareces una mujer inteligente. Sugiero que pienses otro plan para ti. Éste no me interesa.

–Pero sigue hablando conmigo, ¿no?

–Dentro de dos segundos, no lo estaré.

Ella le agarró el brazo y vio que los ojos de él se habían oscurecido.

–Por favor –imploró suplicante–. El público lo adora. El tribunal querrá conocer a mi nuevo marido para creer que soy respetable. Querrán saber cuánto dinero gana y a qué se dedica –se dio cuenta de que le apretaba el bíceps y de que él se había puesto tenso, así que lo soltó–. Es usted un enigma, señor Gage. Da dinero a obras de caridad. La prensa lo adora…

Lo adoraban porque había estado inmerso en una tragedia. Lo adoraban porque él, poderoso, atractivo y rico, había sufrido como un ser humano normal.

–La prensa lo tergiversa todo –repuso él–. Y además es mía. Es normal que me adore.

–Lo temen, pero también lo respetan.

Él miró por la ventana con la frente fruncida.

–¿Qué sabes de los tratos de Hector?

–Nombres. Personas de la prensa a las que ha comprado. Planes futuros. Se lo contaré todo. Todo lo que sé. Y le prometo que sé suficiente.

Él sopesó las palabras de ella en silencio. Negó con la cabeza.

–Búscate a otro.

Beth apretó la agenda contra su pecho.

–¿Cómo puede hacer esto? –preguntó entre dientes–. ¿Cómo puede dejar sin castigo lo que él le hizo? Destruyó su vida. La destruye todavía.

–Escúchame atentamente, Beth –él bajó la voz–. Hace seis años de eso. Yo he dejado el pasado atrás, ya no me siento consumido por la rabia como cuando pensaba sólo en matar. No me provoques o podría pagarlo contigo.

–Ésta es tu oportunidad, ¿no lo entiendes? –dijo ella a la desesperada–. Pensaba que tú sentirías lo mismo que yo. ¿No lo odias?

Él abrió la puerta, pero ella le bloqueó la salida con la horrible sensación de que su última oportunidad se le escapaba entre los dedos.

–Todo habrá terminado antes de un año, cuando recupere a David. Por favor, ¿qué tengo que hacer para convencerte?

Dejó caer la agenda al suelo, le agarró la chaqueta, se puso de puntillas y lo besó en la boca. Él la apartó con brusquedad, con fuerza suficiente para dejarla sin aliento, y la clavó contra la pared.

–¿Te has vuelto loca?

Ella se estremeció, se sentía mareada y desorientada. Le quemaban los labios por el beso, un beso al que él no había correspondido y que a ella la había destrozado. Él tenía un pecho de acero, unas manos de acero y una voluntad de acero.

–¿Qué tengo que hacer para conseguir que me ayudes? –preguntó.

–¿Por qué me has besado? –preguntó él.

–Yo…

Él le apretó los dedos en las muñecas.

–No me gustan los juegos, Beth. No tengo mucho sentido del humor y, si me levantas otra vez una bandera roja, cargaré.

–Landon, estás ahí. Te toca hablar.

Él la soltó con brusquedad y Beth se frotó las muñecas doloridas. Un hombre moreno los observaba desde el umbral de la puerta.

–¿Y quién es la señora? –preguntó.

–La esposa de Halifax –repuso Landon con disgusto, antes de salir de la habitación.

–¡No soy su esposa! –gritó ella.

El recién llegado le lanzó una mirada de incredulidad y Beth se secó las manos sudorosas en la chaqueta e intentó recuperarse. Tomó la agenda, que yacía abierta boca abajo en el suelo.

–Garrett Gage –dijo el hombre con una sonrisa.

Ella vaciló y le estrechó la mano que le tendía.

–Bethany Lewis.

–Bethany, necesitas una copa –le pasó la suya y puso la mano de ella en su codo. Le dio una palmadita amistosa, como si fueran amigos íntimos a punto de compartir confidencias–. Habla conmigo, Beth. ¿Puedo llamarte Beth?

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Landon no podía apartar la imagen de ella de su mente. Elegante en su traje azul y alzando la barbilla con dignidad. Bethany Lewis ojerosa.

Podría haber dudado de sus palabras, pero la historia había salido en la prensa. Bethany Halifax, ahora Lewis, había soportado un divorcio sucio y una batalla por la custodia de su hijo.

Cosa que a él debería importarle un bledo.

Con su quinta copa de vino y después del mal trago de tener que hablar por el micrófono, bebía con lentitud, esforzándose por disfrutar del sabor mientras contemplaba los jardines del hotel con los codos apoyados en la balaustrada de piedra.

La mujer de Hector Halifax besándolo en los labios como si su vida dependiera de ello.

Y su cuerpo había respondido a ese beso. ¿Por qué? Ni siquiera era la mujer más guapa que había visto, y desde luego, tampoco la más sexy con aquella mirada de furia. Pero sentir sus labios en los de él había sido un éxtasis. Hacía años que no se excitaba de aquel modo.

Se puso tenso al oír pasos detrás de él y después la voz de su hermano Garrett. El menor, Julian John, también debía de estar por allí. Quizá tonteando con una camarera.

–Me sorprende que te hayas quedado tanto –dijo Garrett, apoyando los codos en la piedra desgastada.

Landon se encogió de hombros; la multitud no le molestaba demasiado cuando podía escapar de ella.

–Estoy esperando a que ella se marche.

Su hermano soltó una risita.

–Confieso que siento mucha curiosidad por el contenido de esa agenda.

Landon guardó silencio. Él también la sentía. Pero era el mayor, el más sensato. Su madre y sus hermanos dependían de él para que tomara decisiones racionales, no impulsadas por la rabia.

–No recuerdo haber visto tanto odio en ninguna otra mirada –comentó Garrett–. Excepto quizá en la tuya.

Una furia antigua y familiar le encogió el estómago a Landon.

–Di lo que quieras decir.

–¿Sabes?, he estado esperando que hicieras algo sobre lo que sucedió hace años. Y madre y Julian también. Tú no lloraste, no te emborrachaste. Fuiste a trabajar al día siguiente y trabajaste como un perro. Todavía sigues trabajando como un perro.

–¿Y no es ésa la actitud que queríais todos que tomara? Yo levanté el periódico de papá, lo saqué a Internet y he triplicado sus beneficios. ¿Tú querías que me emborrachara?

–No, yo quería que hicieras algo que equilibrara las cosas. Creo que ya es hora de que actúes. Sabes muy bien que puedes aplastarlo.

–¿A Halifax?

Los ojos de Garrett brillaron con malicia.

–No me digas que no lo has pensado.

–Todas las noches.

–Pues entonces –Garrett lanzó un gruñido de satisfacción, vació su copa de vino y la dejó a un lado–. Landon, vamos. Eres el tío más solo que conozco. Llevamos seis años viendo cómo te cierras a todo. Ya ni siquiera te interesan las mujeres. Exudas furia por todos los poros y te está comiendo por dentro.

Landon se frotó la nariz con dos dedos. Las sienes le empezaban a palpitar.

–Déjame en paz, Garrett.

–¿Por qué no te vengas, hermano?

Landon no supo lo que pasó, pero la copa de vino que sostenía se estrelló contra la columna de piedra más próxima y cayó al suelo hecha añicos.

–¡Porque eso no los traerá de vuelta! –rugió–. Podría matarlo y ellos seguirían sin volver.

Siguió un silencio. Landon no sentía nada excepto… vacío.

–¡Maldita sea! –murmuró, contra sí mismo y contra Bethany Lewis por haberle hecho pensar en aquello.

Landon odiaba pensar en eso. Odiaba recordar la llamada telefónica nocturna y todas las pruebas que habían descubierto los detectives. Pero al mismo tiempo, aquello lo atormentaba. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Haberse dejado engañar así? Chrystine había tenido una aventura con Halifax durante varios meses; el detective privado le había confirmado que se habían intercambiado mensajes y ella se había escabullido por la noche para ir a verlo. Landon no había conocido su traición hasta el día en que la había enterrado.

Se había sentido atrapado en aquel matrimonio y no la deseaba, pero ella esperaba un hijo suyo y él había hecho lo correcto y había tenido toda la intención de conseguir que aquello funcionara.

Había fracasado, y tampoco había conseguido proteger al niñito rechoncho que ya había aprendido a sentarse, sonreír y decir «papá».

Su hijo había muerto por causa de ella.

Y por el correo electrónico de Halifax en plena noche exigiendo que tenía que ser «ahora o nunca». Que ella tenía que ir con él en aquel momento o nunca estarían juntos.

Chrystine había tomado medicación que le había recetado Halifax, medicación que una madre que amamantaba no debería tomar y menos para conducir. Halifax lo sabía y aun así le había dado un ultimátum. Un ultimátum que sabía que Chrystine no tenía más remedio que acatar porque él le había jurado que no le haría más recetas ni volvería a verla si no lo hacía. Y Chrystine había partido en una noche tormentosa y oscura y había tenido un accidente.

Su hijo y ella habían muerto en el acto.

Landon no había vuelto a sentir la manita de su hijo agarrando su dedo. No había podido verlo crecer ni hacerse un hombre.

–Eso ya lo sé –Garrett le apretó el hombro con firmeza–. Y puede que ellos no vuelvan, pero yo esperaba que tú sí.

 

 

Beth estaba sentada en un banco de madera al lado de la caseta del mozo del aparcamiento y miraba la agenda que tenía en el regazo. «Has devuelto la furia a mi hermano», le había dicho Garrett Gage con una sonrisa admirada. «Puede que incluso te dé las gracias».

Ella seguía pensando en esas palabras y en su propia situación.

¿Y ahora qué?

Vio al chófer fornido de Landon Gage apoyado en el capó de un Lincoln Navigator negro. El chófer se había ganado su respeto y su frustración al negarse a dejarse sobornar y permitirle entrar a escondidas en el coche de Gage. Le devolvió la sonrisa que le dedicó él y suspiró.

Había dejado de creer en cuentos de hadas en el instante en el que se dio cuenta de que se había casado con un sapo y que éste no se convertiría en príncipe con un beso. ¿Por qué, entonces, había pensado que un desconocido la ayudaría? ¿El enemigo?

Para él, ella era una Halifax. Siempre sería una Halifax y seguramente la odiaría por ello.

Pero Gage había sufrido a causa de Hector Halifax, y aunque había seguido con su vida, la muerte de su familia había sido algo irrevocable. Beth todavía podía hacer algo, lucharía mientras le quedara aliento.

No viviría separada de su hijo.

Parpadeó cuando Landon salió por las puertas giratorias con la mandíbula apretada de tal modo que por fuerza tenía que dolerle. Se acercó a ella.

–¿Cuándo quieres casarte? ¿El viernes? ¿El sábado?

Beth miró sorprendida a aquel hombre dueño de sí mismo de salvajes ojos grises.

–El viernes –contestó–. Mañana. Ahora.

–Ven a mi despacho mañana y tendré un acuerdo prematrimonial preparado –él le echó una tarjeta de crédito negra en el regazo–. Quiero que lleves un vestido caro. Cómpratelo. Si quieres recuperar a tu hijo, busca una imagen virginal. Y cómprate un anillo.

Ella lo miró con incredulidad y él la apuntó con un dedo.

–Cuando esto termine, no recibirás nada, ¿entendido?

Ella se puso en pie y asintió.

–No quiero nada aparte de mi hijo. Buscaré un trabajo que pueda hacer en casa. No volveré a perderlo.

Él le tomó la muñeca y la acercó lo suficiente para que ella se sintiera amenazada por la fuerza granítica de su cuerpo. Era tan grande que Beth no pudo evitar sentirse minúscula.

–Espero que estés segura de que es esto lo que quieres, porque cuando termine con tu marido, no quedará nada.

Dio media vuelta y la dejó sin aliento, agradecida y con mariposas en el estómago.

–¡Landon!

Él se volvió hacia ella.

–Gracias.

Landon vaciló un instante, se acercó a ella, le agarró el codo e inclinó la cabeza.

–¿Habrá algo más en el menú, Beth?

Ella entreabrió los labios.

–¿Qué quieres decir?

La cara de él resultaba cruel y atractiva. Su boca era hermosa, sus ojos fascinantes, su contacto…

El pulgar de él rozó la manga de la chaqueta de ella, provocándole escalofríos.

–Te pregunto si podremos alcanzar otro tipo de acuerdo tú y yo.

Ella se agarró a su mirada, pues se ahogaba y no veía tierra a la vista.

–¿Qué clase de acuerdo? –susurró–. Creo que no comprendo.

Pero sus pezones estaban duros como diamantes debajo de la chaqueta y suplicaban… algo. Una caricia de él.

Él alzó la mano con expresión hambrienta y recorrió los labios de ella con el dedo índice.

–Me pregunto… –su voz era profunda y la miraba con ojos que llegaban a la parte más oscura y solitaria de ella– si te gustaría volver a besarme, esta vez más despacio. Y en la cama.

¡Oh, Dios!

Él le puso un dedo debajo de la barbilla.

–¿Te interesa, Beth?

Un escalofrío recorrió el cuerpo de ella. En su mente se coló la imagen de aquella belleza viril, caliente y dura, introduciéndose en ella y… ¡Oh, ella se moriría!

Cuando lo había besado, había sentido la fuerza potente y contenida de su cuerpo. ¿Cómo sería que Landon Gage desencadenara toda esa fuerza reprimida dentro de ella? Se rompería.

Diría que no. Tenía que hacerlo.

«No» era una palabra pequeña y dura y la gente pequeña aprendía a decirla de un modo duro. Beth había aprendido seis años atrás que la palabra «no» habría significado la diferencia entre la felicidad y la desesperación, entre la libertad y el cautiverio.

–Creo que deberíamos ceñirnos al plan original –repuso.

Pero su negativa, aunque lógica y sincera, creó un anhelo pequeño y potente en su interior.

Él retrocedió y asintió con la cabeza.

–Es bueno saberlo.

Segundos después, daba órdenes a su chófer y volvía a entrar en el edificio, dejando a Beth con la agenda en una mano y la tarjeta de crédito en la otra.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

–Ahora entiendo por qué llevas siglos sin estar con una mujer. Creo que Julian podría enseñarte un par de cosas para ser más sutil.

Era el día siguiente y Landon estaba inclinado sobre la mesa de conferencias con un ejemplar del San Antonio Daily extendido sobre la superficie rodeando frases con un círculo. Era algo que hacía todos los días. Lo hacía antes de que entrara en la imprenta y también después.

–No quiero una mujer –pasó a la siguiente sección y subrayó un titular de Deportes con el rotulador rojo–. Veinticuatro errores, Garrett, y sigo contando. Sugiero que borres esa sonrisa.

–¿Entonces sólo la deseas? Porque este acuerdo prematrimonial… –Garrett agitó los papeles en el aire– es un poco extraño. Julian, ¿qué opinas tú de esto? Me cuesta creer que una mujer firme eso.

Julian tomó el documento con gesto perezoso. Apoyó un hombro en la pared y leyó las condiciones.

–Retorcido y un poco receloso. Bien, Landon. Muy propio de ti.

–Gracias. Esto es una unión de dos enemigos.

Garrett movió la cabeza. Se acercó al mostrador de cromo y se llenó la taza de café.

–Te estás preparando para el divorcio desde el comienzo, hermano.

Landon seguía trazando círculos con el rotulador. Una fecha errónea, un punto que faltaba…

–Sí, bueno, esta vez los dos sabremos lo que se avecina.

–Olvidas que yo estuve allí anoche. Y por si no te diste cuenta, la tenías sujeta contra la pared.

Landon se quedó inmóvil con el rotulador en el aire.

–¿Sabes qué le dijo el escorpión a la tortuga cuando le dio una picadura mortal?

Garrett tomó un sorbo de café.

–Dímelo tú.

–Es mi naturaleza –Landon lo miró de hito en hito–. Eso fue lo que le dijo.

–¿Y traducido?

–Traducido, Garrett –intervino Julian–, significa que la exmujer de su enemigo va a ser su esposa y Landon no se fía de ella.

Garrett parpadeó sorprendido. Dejó la taza sobre la mesa.

–¿Tú eras la tortuga de esa historia?

–Aquí tiene, señor Gage –Donna, la ayudante, había entrado en la habitación con los brazos llenos de periódicos viejos–. Todo lo que se ha escrito sobre Halifax y todas las páginas en las que sale Bethany. Algunas tienen varios años.

Landon se acercó al montón que Donna acababa de depositar encima de la mesa y empezó a extender los periódicos.

–Desgraciadamente, parece que tenemos espías –dijo a sus hermanos.

–¿En serio?

–Beth posiblemente sabe sus nombres. Al menos, eso fue lo que insinuó. Quiero ver quién lleva tiempo ayudando a Halifax –abrió el primer periódico y lo ojeó buscando menciones a Beth. Sabía que podía hacer aquello en el ordenador, pero en ese respecto, Landon era ridículamente anticuado… le encantaba el olor, la sensación y la sustancia del papel.

–¿Quizá esté eso en la agenda? –preguntó Garrett.

Landon enarcó una ceja.

–¿Crees que Halifax es idiota? Tendría que estar loco para basar mis actos en lo que hay escrito en una agenda.

–¿Y por qué te casas con ella si no es por la agenda?

Landon no pensaba decirles eso. Siguió ojeando.

–Quizá es que quiero una aliada en la guerra.

Garrett soltó una carcajada. Le dio una palmada en la espalda.

–Hermano, tú quieres otro tipo de aliada.

Landon optó por guardar silencio.

–Cualquier imbécil que deje rastros de sus historias sucias en una agenda merece todo lo que le pase –declaró Julian con disgusto.

–Se merece a Landon.

Sus hermanos se echaron a reír y Landon los miró con rabia.

–O volvéis a trabajar o podéis largaros.

Garrett se sentó y lo miró por encima del periódico abierto.

–Mamá quiere saberlo todo de ella, ¿vale?

–Estoy seguro de que ya le has hecho tú un informe completo. Julian, ¿tú has hablado con tu amigo el abogado de familia?

–Vendrá mañana.

–Bien. Garrett, ¿vas a enviar a nuestra gente a cubrir la fiesta de compromiso esta noche?

–Hecho.

Landon fijó la vista en un titular: La esposa de Halifax sorprendida en una aventura ilícita. Había una foto de Beth saliendo del tribunal, seguida de un análisis largo y detallado del juicio. Miró la foto sombrío. En los ojos de ella había algo que era como una súplica, una inocencia.

Podía ser una embustera, una jugadora.

Pero, maldición, Landon todavía la deseaba.

Era así de complicado y así de sencillo.

La noche anterior, cuando yacía en la cama recordándola, había buscado razones para la lujuria que lo dominaba y no había encontrado ninguna. Excepto la de que su beso salvaje y temerario había prometido oxígeno a un hombre muerto.

Él la deseaba y la tendría.

 

 

«Vale, Beth, ve a por él».

El corazón le latía con fuerza cuando llegó por fin al último piso del San Antonio Daily. Respiró hondo para darse fuerzas y siguió a la ayudante de Landon, hasta unas puertas dobles.

Una sensación desconocida la asaltó cuando la mujer abrió las puertas y la dejó entrar. Landon dio la vuelta a la mesa para salirle al encuentro. Llevaba un traje elegante y una corbata roja. A Beth le dio un vuelco el estómago.

–Beth –dijo él.

La miró de arriba abajo y ella descubrió que le costaba trabajo respirar. ¡Estaba tan sexy cuando sonreía!

–Hola, Landon –repuso. Le devolvió la sonrisa con timidez.

Los dos abogados de él se levantaron para saludarla y Beth les estrechó la mano. Ese día quería estar respetable. Se había recogido el pelo en un moño y llevaba un traje de chaqueta oscuro con muy poco maquillaje.

Landon despidió a su ayudante y sacó una silla para Beth.

–Siéntate.

Ella obedeció.

Uno de los hombres empezó a repartir unos documentos. El acuerdo prematrimonial, probablemente.

–Bien, señora. Si tiene la amabilidad de abrir el documento, el señor Gage ha…

El abogado, un hombre de rostro serio y pelo blanco, se interrumpió consternado cuando Beth abrió el documento por la última página y preguntó:

–¿Alguien tiene un boli?

Dos bolígrafos aparecieron de inmediato ante ella.

Tomó el azul. La silla de Landon crujió cuando él se echó hacia atrás; la observaba con la intensidad de un halcón lanzándose en picado. Cuando ella acercó el bolígrafo al papel, arrugó la frente.

–Léelo, Beth.

Ella lo miró.

–No busco tu dinero, Landon. No recibiré nada, ya me lo dijiste. Soy tan pobre como una rata. Tú no puedes quitarme nada que Hector no me haya quitado ya.

Si creía que podía disuadirla de aquel plan matrimonial, no sabía lo terca que podía llegar a ser.

Landon inclinó a un lado la cabeza.

–Los acuerdos prematrimoniales no sólo hablan de dinero.

–Señora Lewis, si me permite –intervino el abogado de pelo blanco. Carraspeó y dobló una página–. En la noche de boda, se espera que entregue una agenda negra con contenido de naturaleza personal del doctor Hector Halifax. Y como esposo suyo, el señor Gage accede a proveer para usted en todos los sentidos como lo haría un esposo de verdad, siempre que usted termine toda asociación con su ex hasta que finalice su matrimonio con el señor Gage. Una infidelidad por su parte conllevaría la terminación de este acuerdo y del matrimonio –el abogado levantó la cabeza y la miró a los ojos–. Me temo que estos términos no son negociables.

Beth se sentía tan insultada porque Landon Gage pudiera creer lo peor de ella, tal y como habían hecho todos los demás, que no se movió. Landon observaba su reacción achicando los ojos.

La miró con una expresión tan sensual que el anillo que ella había comprado en su nombre y se había puesto en el dedo empezó a quemarle.

Le sostuvo la mirada temblando por dentro.

–Yo le fui fiel a Hector mientras estuvimos casados. No soy la mujer que dicen que soy.

Él tardó un momento en responder.

–No me importa nada si le fuiste fiel a Halifax, me importa que una mujer que lleve mi apellido me sea fiel a mí.

Fiel a Landon Gage…

Algo efervescente se deslizó por las venas de ella y un calor intenso le bajó desde los pechos hasta un lugar anhelante entre los muslos.

–Este matrimonio es ficticio, pero no puedo arriesgarme a cometer errores por mi hijo. No veré a nadie más, punto –achicó los ojos–. ¿Pero tú qué? ¿Vas a garantizar lo mismo?

–Contrariamente a la creencia general, yo no soy un mujeriego.

–Pero sólo se necesita una mujer para darle la vuelta a tu vida.

–La estoy mirando en este momento.

Ella, sorprendida, volvió su atención al contrato y respiró hondo un par de veces.

–Nuestro acuerdo es estrictamente una… sociedad, ¿verdad? –preguntó.

Un silencio profundo llenó la habitación.

La falta de respuesta la puso nerviosa. Lanzó una mirada a Landon, y la intensidad de los ojos de él le hizo cerrar las piernas con fuerza debajo de la mesa. Las pupilas de él transmitían hambre, deseo. Ella se sonrojó.

–¿Qué es exactamente lo que quieres de mí?

–Lo único que quiero, Beth, es tu fidelidad. Si quieres acostarte con alguien, será conmigo.

Ella se sonrojó aún más.

Se produjo un silencio largo, que interrumpió al fin el abogado de pelo castaño y gafas.

–Bien, pues. Establecemos que, una vez que recupere la custodia de su hijo, el matrimonio continuará un periodo de tiempo corto hasta que las aguas vuelvan a su cauce –su voz era más suave que la de su compañero de pelo blanco–. Y cuando llegue el momento de seguir caminos separados, el señor Gage espera que le conceda un divorcio rápido y discreto a cambio de una pequeña cantidad que su hijo y usted podrán usar para empezar una nueva vida.

Beth se sentía tan incómoda discutiendo aquello, su hijo, su economía y su futuro divorcio, en una sala de conferencias, que deseaba que se la tragara la tierra.

Por alguna razón, las miradas de Landon y su proximidad hacían que le palpitara el cuerpo. Cada estremecimiento le recordaba todos los deseos, necesidades y anhelos que llevaba años sin apaciguar.

–No quiero ninguna cantidad –dijo–. Es a ti a quien quiero. Tú eres el único que puede hacerle daño a Hector.

Landon no mostró ninguna reacción.

–En caso de que saliera un niño de esta unión, el señor Gage tendrá la custodia –continuó el abogado.

Beth lo miró sorprendida.

–No habrá ningún niño.

Su reacción fue tan intensa y rápida, que Landon echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. El sonido fue tan inesperado que ella se sobresaltó. Lo miró de hito en hito. ¿Acaso consideraba aquello gracioso?

¿Que ella se arriesgara a tener un hijo por un rato de sexo con ese hombre?

–¿Tú me quitarías a mi hijo? –preguntó con incredulidad–. ¿Eso es modo de empezar un matrimonio? ¿Una asociación? ¿Un equipo de guerra?

Los ojos de él brillaban con lo que parecía regocijo.

–Tal y como yo lo veo, Beth, nosotros empezamos con sinceridad, que es más de lo que puedo decir de mi último matrimonio –se puso serio al instante y se encogió de hombros–. No me fío de nadie. Por favor, entiéndelo.

A ella se le contrajo el pecho.

Lo entendía demasiado bien.

Había perdido un hijo y no quería perder otro.

Lo habían traicionado. Igual que a ella.

Y cuando una persona dejaba de creer en la gente, en el fondo habría siempre una parte de esa persona a la que nadie podría volver a llegar.

Landon no se fiaría de ella, pero la ayudaría. Y era una maravilla que hubiera podido hacerse con su ayuda. Beth reconocía un regalo del universo cuando lo veía.

Se relajó en su asiento.

–Me casaré contigo, Landon. Lánzame todos los aros que quieras para que salte a través de ellos, pero me casaré contigo.

Una leve expresión de admiración cruzó por el rostro de él. Apretó la mandíbula con fuerza y su voz se llenó de una gravedad nueva.

–¿Qué te parece si firmas ya esos papeles, Bethany?

El abogado de pelo blanco asintió en dirección al documento.

–¿Señora Lewis? Por favor.

Beth firmó en la línea de puntos y señaló a Landon con la punta del bolígrafo.

–Señora Gage –dijo, corrigiendo al abogado.

A Landon le brillaron los ojos. Beth lo imaginó por un segundo lanzándose a través de la mesa, estrechándola contra él y paladeando los labios que había rechazado la noche anterior.

–Ahora soy una Gage –susurró.

–Todavía no –los labios de él se entreabrieron en la sonrisa más pícara y peligrosa que ella había visto en su vida–. Señores, me gustaría quedarme a solas con mi prometida.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Un silencio tenso cubrió la estancia en cuanto las puertas se cerraron con suavidad.

–Creo que deberíamos hablar de nuestro plan –dijo Beth–. Quiero que Hector se arrastre por el suelo. Quiero verlo sin dinero, sin honor, sin hijo y gimiendo como un perro apaleado.

Landon la miró y se esforzó por no mostrar cómo lo afectaban sus palabras, cómo despertaban sus apetitos más profundos y oscuros. Resultaba condenadamente encantadora así, asesina y pragmática. Y probablemente ni siquiera lo sabía.

Se levantó sombrío y empezó a dar la vuelta a la mesa. El corazón le latía con un ritmo lento y pesado.

–Será humillado –prometió.

–Públicamente, espero.

Él apretó los puños.

–Cuando acabemos con él, estará destrozado.

Beth dio una palmada y sonrió.

–Me encanta.

Una sensación extraña explotó en el pecho de él. Miró los ojos azul claro de ella, que brillaban de malicia.

Con la luz del sol parecía más joven que la noche anterior. Su pelo, atado suavemente detrás, enmarcaba un delicado rostro ovalado y una cadena fina de oro adornaba su delgado cuello. Su piel era blanca y suave, pero Landon no podía dejar de pensar en su boca y en la sensación de esa boca en la de él.

–¿Te has comprado un vestido? –susurró.

–Sí.

–¿Blanco y virginal?

–Beis y decente –ella sacó de su bolso la tarjeta de crédito y un recibo doblado–. Thomas es mi nuevo mejor amigo. Me ha dicho que te gustará.

Él arrugó la frente.

–¿Mi chófer lo ha visto?

–Quería opiniones. No conozco tus gustos.

–Thomas tampoco –él tomó la tarjeta y el recibo y se sintió decepcionado cuando no consiguió rozar los dedos de ella más de un segundo.

–También he comprado un anillo.

Él tomó los esbeltos dedos que le mostraba y observó el discreto anillo.

La mano de ella se cerró en la suya y un chispazo eléctrico le subió por el brazo. El contacto ascendió hasta su cabeza como una bomba y le calentó el pecho y la entrepierna.

Luchó por controlar la lujuria que lo invadía por dentro y rozó con el pulgar la piedra del anillo como si fuera algo precioso y no un grano de arroz de medio quilate.

–¿Esto te lo he regalado yo? –preguntó.

–Sí –ella echó atrás la cabeza y lo observó mientras él fingía estudiar la pequeña piedra. Notó los mechones sueltos de pelo rubio que la hacían parecer dulce y vulnerable–. Me gustan las cosas sencillas –susurró.

–Es pequeño… –como ella. Un paquete pequeño lleno de posibilidades, brillando con la luz de la venganza.

De pronto todo lo relacionado con Bethany parecía tener una naturaleza erótica. Su voz sedosa. O quizá la ropa suelta y formal que llevaba y que hacía que un hombre deseara saber lo que había debajo. O quizá el hambre en sus ojos, su sed de sangre. La sangre de Halifax.

Landon encontraba aquello muy sexy.

–Me preocupaba que cambiaras de idea hoy –dijo ella. Retiró la mano.

Él la miró a los ojos y se cruzó de brazos.

–¿Nunca te había dado su palabra un Gage?

–«La mujer de Halifax», pensó. «Y ahora mía».

–No.

–¿Y qué te daba motivos para dudar de ella?

La mujer se encogió de hombros.

–He aprendido a no fiarme de lo que dice la gente.

Landon sonrió y señaló el despacho adyacente. La confianza era importante para él. Sus hermanos confiaban en él. Su madre, sus empleados, también. Y Bethany también lo haría pronto; él se aseguraría de ello.

–Deberíamos ponernos manos a la obra.

–Desde luego –ella se incorporó, tomó su bolso y lo siguió al despacho forrado de paneles de madera–. La venganza aguarda.

Sonrieron juntos. Y de pronto, la idea de vivir con ella y no poseerla resultaba intolerable; no era una opción.

Aquella pequeña aniquiladora de exmaridos iba a ser su esposa y él la convertiría en su mujer. Aquella cosita sedienta de venganza obtendría lo que deseaba de Landon, que le entregaría a Halifax en una bandeja de plata con una manzana en la boca. Y Landon llevaría su propia justicia un paso más allá.

Bethany, su hijo, la familia de Halifax…

Sería de Landon.

–Estoy organizando una celebración esta noche en La Cantera –se situó detrás de su escritorio y la aprobación que leyó en la mirada de ella le produjo una satisfacción puramente masculina–. Estoy bastante seguro de que el hecho de que te vean anunciando nuestro compromiso en una reunión pequeña de gente respetable ayudará a mejorar tu imagen. ¿Tú no?

Ella se sentó enfrente de él y pensó un momento.

–Estoy de acuerdo –cruzó las piernas–. Sí. ¿Y cuándo será la boda?

–¿Te viene bien el viernes en el ayuntamiento?

–Por supuesto –sonrió ella.

Landon pulsó el botón del interfono.

–Donna, ¿mis hermanos están por aquí? Me gustaría que vinieran.

–Los llamaré.

Era importante que su prometida conociera a sus hermanos antes de que la prensa se congregara a su alrededor esa noche. Por suerte, su eficaz ayudante los introducía en el despacho pocos minutos después. Ambos sonreían con amabilidad.

–Donna –dijo Landon–. Ten el coche preparado en tres minutos.

–Enseguida, señor.

Landon tomó a Beth del brazo y la adelantó un poco.

–Ya conoces a Garrett, ¿verdad?

–Sí, parecía muy amable.

–No lo es –Landon la acercó a Julian–. Julian John, Bethany Lewis.

–Es un placer –musitó Julian, estrechándole la mano.

Landon bajó la cabeza hacia ella.

–Tampoco es amable.

Beth sonrió.

Y cuando Landon vio su sonrisa, pensó: «Soy hombre muerto, igual que Halifax».

 

 

Cuando Landon la guiaba a través de los pasillos de la planta ejecutiva del San Antonio Daily, Beth pensó con alivio que aquello no iba nada mal.

Cierto que todavía no habían comentado su plan en detalle, pero no importaba. Beth sabía muchas cosas de Hector. Piedras grandes que cruzar en su camino.

Estaba deseando verlo tropezar.

–Son mis hermanos, pero me vuelven loco. Es algo químico –comentó Landon.

Los empleados los miraban fijamente desde sus cubículos. Beth frunció el ceño. ¿Sabían que pronto se casaría con su jefe? ¿Sabían que era una farsa?

–¿Tu ropa está en el coche? –preguntó Landon.

Ella le lanzó una mirada nerviosa. Quizá simplemente les extrañaba ver a su jefe sonriendo a una mujer.

–Sí.

–Excelente –él asintió sonriente–. Me parece que aquí se especula mucho sobre ti –comentó.

Beth asintió, pues había llegado a la misma conclusión. Pero ahora le preocupaba algo más.

–¿Adónde vamos?

Se abrieron las puertas del ascensor y entraron juntos.

–A mi casa.

–Tu casa –repitió ella.

–Mi casa. Donde vivirás conmigo.

Salieron del ascensor y cruzaron el vestíbulo de mármol. Beth sintió curiosidad por saber cómo sería vivir con él los dos meses siguientes.

–Es buena idea que te empieces a instalar antes de la boda. Eso hará nuestra relación más plausible.

Beth no pudo por menos que asentir.

Viajaron en silencio en el asiento de atrás del Navigator y veinte minutos más tarde llegaban a la entrada de una urbanización vallada. Después de cruzar un campo de golf verde esmeralda y distintas residencias, el coche se detuvo en otra verja.

Detrás de las puertas de hierro forjado, se veía una casa de dos pisos de inspiración gótica y piedra gris. El césped que la rodeaba estaba perfectamente cortado.

–¡Vaya! ¿Es aquí?

–Sí –Landon alzó la cabeza del teléfono móvil, en el que leía algo–. ¿Esperabas otra cosa?

Ella se encogió de hombros.

–Un piso, tal vez.

Él abrió la mano, una mano hermosa de dedos largos y bronceada.

–Olvidas que yo tenía una familia.

Una familia, sí. Había tenido una familia que no podría recuperar por mucho que hiciera.

Beth sintió una opresión terrible en el pecho.

–Lo siento –musitó.

Lo siguió desde el coche y por los escalones hasta la entrada en forma de arco.

Su esposa y su hijo habían muerto en un accidente una noche de lluvia.

Una noche de lluvia en la que Hector Halifax había dejado a Beth con su hijo recién nacido en brazos para ir a reunirse con la esposa de Landon.

La joven miró la figura escultural de él por el rabillo del ojo y se preguntó cuánto sabía Landon y qué era lo que no sabía.

Cuando entraron en la espaciosa casa con suelo de piedra caliza, Beth vio dos mastines enormes cerca de la oscurecida chimenea. Al ver a Landon se levantaron y echaron a andar moviendo la cola.

–Mask y Brindle –los presentó Landon.

Ella supuso que la bestia de color beis y cien kilos de peso con la cara negra era Mask y la bestia de rayas blancas y marrones de cien kilos de peso era Brindle.

Se acercaron a olfatearla y ella retrocedió un paso, y dio un respingo cuando chocó con el pecho sólido de Landon. ¿Y ella había pensado que aquello sería fácil?

Landon le puso las manos en la parte superior de los brazos.

–No muerden –dijo cerca de su oído.

Un escalofrío, que no tenía nada que ver con el miedo, subió por la columna de ella.

–¡Oh!

–¡Sentaos!

Los perros se sentaron. Sus lenguas medían un kilómetro y colgaban perezosamente esperando más órdenes de Landon.

–¿Lo ves?

Todavía no la había soltado. Ella arqueó la cabeza un poco y sus narices casi chocaron.

–De pequeña me mordió un perro –confesó, pensando sin saber por qué que lo apropiado era susurrar como si estuvieran en una iglesia o una biblioteca–. Desde entonces les tengo un respeto sano.

–¿Y aun así te casaste con uno? –sonrió él.

–Me casé con una serpiente. Es una especie muy diferente.

Él seguía sonriendo, y ella casi podía sentir la sonrisa contra sus labios. Se le aflojaron las rodillas. ¿Quería seducirla? Porque si era así, lo estaba consiguiendo.

–Estos dos son un poco pesados para echarse a rodar –musitó él–. Pero puedes pedirles que te den la pata si quieres.

–Más tarde –repuso ella.

Se ruborizó porque empezaba a ver una complicación. Aquel hombre tenía un efecto en ella. Un efecto enorme. No necesitaba besarla para tenerlo. Su presencia era una llamada abierta y flagrante a todas las cosas femeninas que ella llevaba dentro y en las que sería mejor no pensar por el momento.

–Buenos perritos –dijo. Y se las arregló para alejarse de ellos y al mismo tiempo poner distancia con Landon.

–Despedidos –dijo él. Y los perros volvieron a su sitio al lado de la chimenea.

Landon la guió por una escalera de piedra caliza.

El dormitorio en el que entraron al extremo del pasillo era espacioso, poco amueblado, decorado con una mezcla de blanco y negro que abusaba del negro y no tenía suficiente blanco. Un cuarto de invitados, probablemente.

Él entró delante y su quitó la chaqueta.

–Ésta es tu habitación –dejó la chaqueta en una silla del rincón–. A menos que quieras dormir en la mía.

Beth no sabía si bromeaba y no tuvo tiempo de averiguarlo.

–Me quedaré ésta, gracias.

Landon tendió la mano.

–¿La agenda? ¿Te importa que le eche un vistazo ahora?

–Sí, la verdad es que me importa.

Él chasqueó los dedos.

–Vamos. Dámela, Bethany.

Ella frunció el ceño.

–Dije que podías leerla cuando te casaras conmigo, ¿no?

A él le brillaron los ojos con regocijo.

–Ya hemos recorrido la mitad de ese camino. Cuanto antes vea lo que hace ese bastardo, antes podré destruirlo.

La idea de ver destruido a Hector resultaba muy agradable.

–De acuerdo –dijo Beth–. Pero sólo las dos primeras páginas. Podrás leer las otras después de la boda.

Esperó a que Thomas subiera su maleta y sacó la agenda de un compartimento exterior cerrado con cremallera.

–Vale, hablemos de nuestro plan. Quiero que Hector se quede sin nada. Nada de nada.

Vio que él sonreía y sonrió a su vez. ¿Cómo hacía él aquello? Siempre que sonreía, ella se descubría sonriendo también como una boba.

Le tendió la agenda y siguió con la vista sus movimientos. Landon se sentó detrás de un escritorio y la abrió con calma.

–¿Por qué te casaste con él? –preguntó.

–Era joven y estaba embarazada –Beth se sentó en el borde de la cama, incómoda de pronto–. Y sí, bastante estúpida.

Él pasó una página y no alzó la cabeza. Su perfil duro y aquilino resultaba inexpresivo.

–Solía preguntarme por qué se había casado él conmigo –confesó ella con un encogimiento de hombros–. ¡Me sentía tan halagada! Me llamaba todos los días y me pedía que nos viéramos. Y supongo que vio que era buena hija con mis padres. Él quería una esposa obediente y dócil. Todos los hombres desesperados por sentirse poderosos quieren a alguien más débil.

Landon levantó la vista y sonrió.

–¿Tú eras dócil, Beth? ¿Y qué te ha pasado?

Ella soltó una carcajada.

–¡Oh, basta!

–¿Alguna vez te dejaste medicar por él?

Ella frunció el ceño por la dureza con que había pronunciado él la palabra «medicar». Hector le había diagnosticado problemas muchas veces. Tenía que crecer, tenía que ser más seria, tenía que comportarse más como su mujer. Pero, al parecer, no tenía medicinas para sus males.

–Hector se especializa en el dolor crónico. Y a mí nunca me dolió nada aparte del orgullo.

Él bajó un dedo por la página de la agenda y leyó un nombre.

–Joseph Kennar. Es uno de nuestros periodistas.

–Está vendido.

Landon no pareció sorprenderse.

–Desgraciadamente, todo el mundo está en venta –siguió leyendo–. Macy Jennings. Otra periodista nuestra.

–También vendida. Hector haría lo que fuera por procurar tener buena reputación. Quiere codearse con los ricos y poderosos, y le ayuda que en la prensa se hable bien de él. Pero sospecho que con Macy hizo algo más que intercambiar dinero por favores.

–¿Y tú le dejaste?

–Bueno… creo que yo prefería ignorarlo. Pensaba que lo toleraba por David.

–¿Y más tarde?

–Después ya no pude hacerlo ni por mi hijo –admitió.

Por fin había encontrado valor para dejar a aquel gusano. Había contado a David la nueva «aventura» que emprendería con su mamá y su hijo se había mostrado entusiasmado.

Tomó una almohada cercana y la apretó contra el pecho, pues de pronto necesitaba agarrarse a algo. Siempre que pensaba en David, se le revolvía el estómago como si la hubieran envenenado.

–Dejé a Hector hace un año. Me llevé a David y encontré trabajo en una floristería. Hector se puso en contacto unas semanas después. Me pidió perdón y dijo que quería que volviera, pero yo sólo quería estar libre de él. Pedí el divorcio y, cuando se enteró, me amenazó y dijo que no vería ni un centavo. Tenía razón, no lo he visto. Pero yo estaba contenta viviendo con David y con mi madre. Hasta que él pidió la custodia.

–Te atacó donde más dolía –Landon cerró la agenda.

Tal y como ella le había pedido, había leído sólo dos páginas. Y algo en eso, su respeto a la petición de ella, hizo que las defensas de ella se agrietaran un tanto.

Era un hombre honorable.

–Atacó donde más dolía –corroboró. Cerró los ojos un instante hasta que pasara el dolor–. Me destrozó. No pude explicarle nada a mi hijo ni despedirme de él.

Landon se recostó en la silla y apretó los labios con disgusto.

–No te preocupes. Hector pagará por eso.

Una oleada de vergüenza embargó a Beth.

Debería haber hecho algo antes. Debería haber salido huyendo con su hijo en el momento en el que éste había nacido.

Hector se había casado con ella y por un tiempo Beth había creído que la quería. Pero en pocos meses había descubierto la verdad. Ella había sido el medio para dar celos a otra mujer. Hector estaba loco por la esposa de Landon, deseaba fervorosamente lo que no podía tener y odiaba al hombre que había arruinado sus posibilidades con ella.

Beth nunca había entendido aquel odio de Hector… hasta ahora que la corroía a ella, que exigía algún tipo de retribución, que exigía que ella buscara justicia de una vez por todas.

Hector había mentido con respecto a ella y se había llevado a David.

La había convertido en una persona enferma que sólo pensaba en vengarse. Ella nunca había sido así de retorcida, pero la idea de perjudicar a su exmarido la atraía tanto que se entusiasmaba sólo de pensarlo. Sus fantasías por la noche no eran románticas ni femeninas. Estaba tan frustrada que imaginaba lo bien que se sentiría cuando arrancara los ojos a aquel bastardo.

¿Landon sentía también lo mismo?

¿No se pararía ante nada hasta que resultaran ganadores?

El pulso se le aceleró cuando él echó atrás la silla y se levantó con la gracia de un felino salvaje. Un felino grande que había insistido en que, si quería dormir con alguien, durmiera con él.

–¿Estás preparada para esta noche? –le preguntó–. La prensa puede ser agotadora y mi madre también.

Ella arrugó la nariz. Sí, estaba más que preparada para esa noche. Había nacido para ello.

–Créeme, la mía también.

Él arrugó la frente con curiosidad genuina.

–¿Qué le has dicho a la tuya?

–Que por fin he encontrado un caballero andante –al ver que él no sonreía, Beth se puso seria y apretó más la almohada–. Le he dicho que me voy a casar con un hombre que puede ayudarme a recuperar a David y se ha alegrado mucho. ¿Y tú? ¿Tu madre?

–Le he dicho que debía prepararse para recibir a mi nueva esposa. Se ha quedado sin habla, lo cual no es corriente en mi madre.

–¿Pero sabe que es temporal?

Él se encogió de hombros.

–No he entrado en detalles, pero adivinará lo que ocurre cuando sepa quién eres.

–Era –corrigió ella; él se dirigió a la puerta–. Me estoy reinventando.

Landon giró hacia ella y se cruzó de brazos.

–¿Quién quieres ser ahora?

–Yo. Bethany. La persona que era antes de que Hector Halifax me pusiera sus sucias manos encima.

Por primera vez en muchos años, se sentía esperanzada mirando la figura morena de Landon y se preguntó si él era consciente de aquel regalo que le hacía sin saber.

Lo olía en la habitación, un olor a colonia y jabón que resultaba muy reconfortante. La sangre se le aceleró en las venas. Él tenía un cuello bronceado y grueso, y sus manos eran grandes, con dedos largos y elegantes. Siempre la habían fascinado las manos de los hombres y las de él eran muy viriles.

–¿Te he dado ya las gracias? –preguntó, con voz extrañamente espesa.

Él guardó silencio un momento.

–Espera a que recuperes a tu hijo.

A ella le subió la temperatura. Él era tan poderoso y viril y resultaba tan amenazador que Beth tuvo que recordarse que estaba de su lado.

–Landon –dijo antes de que saliera–. ¿Te importa que invite a David a la celebración de esta noche? Me gustaría invitar a mi hijo.

–No me importa.

–Pero ¿y si viene con él?

–¿Halifax? –Landon se apoyó en el marco de la puerta–. No se atrevería.

–Pero ¿y si lo hace? Tú serías educado, ¿verdad? No quiero que David perciba ningún tipo de violencia.

Él hizo una mueca.

–Beth, voy a situar a una docena de periodistas por la estancia para que me fotografíen mirándote con adoración. Créeme, no pienso anunciar al mundo lo que estamos haciendo –le guiñó un ojo–. No te asustes, todos pensarán que hacemos el amor, no la guerra.