Un sueño hecho realidad - Beverly Barton - E-Book

Un sueño hecho realidad E-Book

Beverly Barton

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Beschreibung

Parecía que su secreto había salido a la luz. Habían tenido un apasionado y breve romance antes de que él, el agente Frank Latimer, tuviera que comenzar su siguiente misión. Leenie no había esperado más que los dulces encuentros que habían compartido... Hasta que dio a luz a su hijo y comenzó a plantearse la conveniencia de mantenerlo en secreto. ¡Sobre todo cuando secuestraron al pequeño! Frank se habría puesto furioso con Leenie por haberle ocultado que tenía un hijo, pero antes tenía que recuperarlo. Una vez que lo consiguiera le demostraría a la independiente Leenie lo que pensaba de aquella traición. Aunque lo haría después de apagar el fuego de la pasión que sentía por ella...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Beverly Beaver

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un sueño hecho realidad, n.º 1329 - septiembre 2016

Título original: Keeping Baby Secret

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8741-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Prólogo

Leenie miró en el frigorífico por tercera vez. Los biberones estaban allí, justo donde ella los había colocado. Sin embargo, tenía que asegurarse una vez más de que no había quedado nada sin hacer. Después de todo, se encontraba en un punto de inflexión de su vida, en una noche que podía cambiarlo todo. Cuando pasó corriendo al lado de la encimera de la cocina, miró la lista de números que había al lado del teléfono. Se trataba de números de emergencia, su teléfono móvil, su número privado en el trabajo e incluso el de la centralita. Salió rápidamente de la cocina. El corazón le latía a toda velocidad y sentía un doloroso nudo en el estómago. Se preguntó por qué todo tenía que ser tan difícil. No era la primera mujer que tenía que pasar por aquella dolorosa separación. Miles de mujeres por todo el mundo habían hecho antes lo que ella estaba haciendo en aquellos instantes, y la mayoría de ellas comprendería perfectamente los sentimientos de culpa y miedo que estaba experimentando.

Mientras terminaba de atravesar el pasillo, aminoró el paso, respiró profundamente y se dijo que era capaz de hacerlo. Era una mujer fuerte. Una mujer independiente. Cuando llegó al dormitorio infantil, miró a Debra, que la observaba compasivamente, y a Andrew, que dormía tranquilamente en su cuna, completamente ajeno al trauma que su madre estaba experimentando.

–Todo va a salir bien –le aseguró Debra mientras le rodeaba los hombros con un brazo–. Sólo estarás fuera unas pocas horas y él probablemente se pasará dormido todo el tiempo que estés fuera.

–Pero si se despierta y no estoy aquí... –replicó Leenie.

Se apartó de la niñera y se acercó a la cuna de Andrew. Allí, observó cómo dormía su pequeño de seis semanas. Extendió una mano para acariciarle la sonrosada mejilla.

–Si se despierta, yo lo atenderé inmediatamente –le aseguró Debra–. Si tiene hambre, tengo la leche que has sacado en el frigorífico. No se trata de que lo vayas a abandonar para siempre. Sólo vas a trabajar.

–Tal vez debería dejarlo durante otra semana más...

Leenie no podía soportar estar separada de su hijo, aunque sólo fuera durante las cuatro horas que le llevaría ir a WJMM, hacer su programa de medianoche de dos horas, prepararlo todo para su programa de televisión de la mañana y regresar a casa.

–No, no lo vas a posponer –dijo Debra con firmeza–. Podemos seguir llevando a Andrew a la emisora para tu programa de las mañanas, pero no deberías sacarlo a estas horas de la cama. Vete a trabajar, Leenie. Haz tu trabajo y déjame a mí que haga el mío.

Leenie suspiró profundamente y admitió sus más profundos temores.

–Uno de mis trabajos es ser la madre de Andrew y si tú haces tu trabajo demasiado bien, mi hijo se unirá más a ti que a mí.

Debra lanzó un fuerte bufido, seguido de una comprensiva sonrisa.

–Andrew ya tiene un vínculo muy fuerte contigo. Sabe perfectamente que tú eres su madre. Si yo hago mi trabajo bien, y me gustaría creer que eso es lo que he estado haciendo desde el día en que os dieron el alta en el hospital y vinimos a esta casa, entonces pensará en mí como si yo fuera su tía favorita o su abuela.

–Estoy comportándome como una tonta, ¿verdad?

–No. Te estás comportando como una buena madre.

–¿Soy una buena madre? Yo no sé qué hay que hacer para ser una buena madre. Como tú bien sabes, yo no tuve madre. Yo no tuve madre que me criara, ni buena ni mala.

–Jerry y yo fuimos padres de acogida para más de cincuenta niños durante nuestros treinta años de matrimonio –dijo Debra, suspirando como siempre lo hacía cuando mencionaba a su difunto marido, que había muerto dos años antes a causa de un ataque al corazón a la edad de sesenta y tres años–. Yo he visto toda clase de madres y sé distinguir una buena de una mala.

–Sí, ya me lo imagino. Te puedo asegurar que tú fuiste un buen ejemplo para mí cuando vivía contigo y con Jerry. Aprendí lo que es una buena madre observando el modo en el que te comportabas con todos los que estuvimos acogidos en tu casa.

Leenie tenía quince años cuando fue a vivir con Debra y Jerry Schmale, un joven pastor y su esposa, a los que se les había dicho que no podrían tener hijos propios y que habían decidido entregar su amor y su tiempo a los niños de todas las edades que otras personas no querían o no podían cuidar. Los tres años que ella pasó con los Schmale habían sido los mejores de su infancia.

–Tú, doctora Lurleen Patton, eres una buena madre –afirmó Debra.

–¿Aun siendo madre soltera? ¿Aunque no pueda proporcionarle un padre a Andrew?

–Tú me dijiste que Andrew fue el resultado de un breve romance con un hombre al que apenas conocías. Un hombre que no mostró interés alguno por sentar la cabeza. Un hombre que tuvo mucho cuidado de utilizar protección cada vez que hacíais el amor.

–Desgraciadamente, una de esas veces la protección falló. Si no, no me habría quedado embarazada. Sin embargo, eso no fue culpa de Frank.

–Tomaste la decisión de no decirle a ese hombre que había sido padre porque te pareció que era lo mejor para todo el mundo, ¿verdad?

–Sí.

–¿Has cambiado de opinión?

No, no había cambiado de opinión, aunque, si era sincera consigo misma, a veces deseaba haber llamado a Frank el día en el que descubrió que se había quedado embarazada y haberle dicho que iba a ser padre. No obstante, se había quedado tan sorprendida por las noticias que había tardado semanas en decidir lo que iba a hacer. Cuando decidió que quería quedarse con el bebé y criarlo sola, había decidido también que lo último que Frank Latimer querría en su vida sería un hijo. La relación que habían mantenido había durado menos de dos semanas. El amor no había formado parte de ella. Tan sólo había sido sexo y lujuria.

–No, no he cambiado de opinión. Si Frank supiera que tiene un hijo, su vida y la mía se complicarían irremediablemente, por no mencionar la de Andrew.

Debra hizo que Leenie se diera la vuelta, la agarró con fuerza por los hombros y prácticamente la sacó a empujones de la habitación.

–Si no te marchas ahora mismo, vas a llegar tarde –dijo. Atravesó con Leenie el pasillo, llegó hasta el recibidor y la condujo hasta la puerta–. Llámame cada treinta minutos si eso hace que te sientas mejor, pero márchate. ¡Ahora mismo!

Leenie suspiró.

–Gracias. No sé lo que haría sin ti. A veces creo que te necesito más que Andrew.

Debra le dio un fuerte abrazo y, a continuación, descolgó la chaqueta y el bolso de Leenie del perchero en el que estaban colgados y se los entregó.

–Conduce con cuidado. Llama tan a menudo como desees y haz un programa estupendo. Te estaré esperando despierta cuando regreses.

Leenie se puso la chaqueta, se colgó el bolso del hombro y abrió la puerta trasera que llevaba al garaje. Abrió la puerta de su nuevo todoterreno, el vehículo que había adquirido un mes antes del nacimiento de su hijo. No lo había vuelto a utilizar desde el nacimiento de Andrew porque no había querido ir a ninguna parte sin él.

Al final, decidió utilizar el Mustang que guardaba también en el garaje. Cerró el todoterreno, se metió en su otro vehículo y arrancó el motor antes de abrir la puerta del garaje con el mando a distancia. A los pocos minutos, avanzaba por la carretera que llevaba hacia el centro de Maysville, Mississippi, donde estaban localizados los estudios de radio y de televisión de WJMM. Llevaba haciendo el programa nocturno y el matinal de televisión durante algunos años. Le gustaba ser una celebridad local, una psiquiatra que daba consejos a través de las ondas durante cinco noches y cinco mañanas a la semana.

Cuando era más joven, había deseado de todo corazón crear una familia. Había pasado su infancia y los primeros años de su juventud en familias de acogida, recordando muy poco sobre sus verdaderos padres y sintiéndose siempre muy sola. Su madre había muerto cuando ella tenía cuatro años y su padre cuando sólo tenía ocho. Como entonces era una muchacha delgaducha y larguirucha que hablaba por los codos y se esforzaba demasiado por gustar a los demás, nunca había tenido muchas posibilidades de que la adoptaran. Desde los ocho a los dieciocho años, había ido de casa en casa. Se había sentido desdeñada y despreciada a lo largo de toda su vida. Cuando cumplió los treinta años y vio que no encontraba a su Príncipe Azul, había perdido completamente la esperanza de poder poner el deseado final feliz a su vida.

Aunque no había sido ninguna monja, tampoco se podía decir que hubiera sido promiscua. Cada vez que se había embarcado en una relación, había deseado que ésa fuera la definitiva. Nunca había tenido una aventura de una noche, al menos hasta que Frank Latimer entró en su vida, aunque más bien debería decir que la visitó fugazmente. En realidad, técnicamente no había sido una aventura de una noche, sino más bien una minirelación de diez días. Ella se había enamorado rápida y perdidamente de él. Habían encendido las sábanas y habían disfrutado de una muy breve y apasionada relación.

Deseó que no estuvieran a finales de noviembre para poder bajar la capota del coche y conseguir el salvaje sentimiento de libertad que se experimentaba al conducir contra el viento. Tal vez aquello era precisamente lo que necesitaba, que el aire de una fría noche le limpiara las telarañas. Por mucho que había tratado de olvidarse de Frank Latimer, le había resultado muy difícil, si no completamente imposible. Aunque Andrew tenía el cabello rubio y los ojos azules como ella, se parecía mucho a Frank. Cada vez que miraba a su hijo, veía al padre. ¿Cómo era posible que ella, una psiquiatra preparada para comprender la mente humana, hubiera pensado que podría olvidarse del hombre con el que había engendrado un hijo? Tanto si él formaba parte de su vida como si no, siempre estaría presente en ella. Andrew era prueba de ello.

Le había dicho a Debra que no tenía dudas sobre el hecho de no haberse puesto en contacto con Frank para decirle que había sido padre, aunque no estaba segura de no estar mintiendo a su amiga y a sí misma. Tal vez debería llamar a Frank, tantearlo un poco, ver si había alguien especial en su vida. Tal vez debería tomar un avión a Atlanta con Andrew. No. No podía hacerlo. No podía presentarse en casa de Frank.

«Deja de pensarlo. No vas a llamar a Frank», se dijo. Ni iba a volar a Atlanta. Si él hubiera tenido el menor interés por renovar su relación con ella, ya la habría llamado. Después de todo, habían pasado más de diez meses desde que se había despedido de ella y había salido de la vida de Leenie sin mirar atrás. Tenía que aceptar el hecho de que Frank no era su Príncipe Azul y que éste ni siquiera existía. Sólo porque Frank hubiera sido diferente a los otros hombres que ella había conocido no significaba que Leenie fuera tan especial para él como él lo había sido para ella. Lo que habían compartido no había sido amor. Sólo sexo.

Capítulo Uno

Leenie contempló a Jim Isbell, un tipo agradable y atractivo que estaba sentado al otro lado de la mesa, y que le había pedido una cita después de que se conocieran la semana anterior, cuando él apareció en su programa matinal para hablar de la terapia de grupo. Jim era psicólogo y trabajaba con familias que tenían problemas con las drogas, el alcohol, la infidelidad u otras dificultades comunes a muchas otras personas en la compleja sociedad actual. Aquélla era su primera cita, una cita que Leenie había esperado con impaciencia. Se trataba simplemente de un almuerzo entre amigos. No había ataduras ni nada que pudiera presionar a ninguno de los dos. Todas las personas a las que Leenie conocía, incluso Debra, la habían animado a volver a salir con hombres. Después de todo, no había salido con uno desde que descubrió que estaba embarazada. En aquellos momentos, Andrew tenía casi dos meses y se había adaptado perfectamente al hecho de tener una madre trabajadora. Debra lo llevaba al estudio varias veces por semanas pero se ocupaba de él por las noches. Aunque Leenie adoraba su trabajo, su hijo era el centro de su mundo.

–Bueno, ¿te apetece? –le preguntó Jim.

–¿Mmm?

–Cenar e ir a ver una película este fin de semana.

–Oh... Oh, sí... Estaría muy bien.

«Bien», una palabra que podría tener tantos significados. A menudo era simplemente un vocablo sin mucho entusiasmo, que comunicaba muy poca emoción. «Dios Santo, Leenie, no analices en exceso la respuesta que has dado a la sugerencia de Jim. Has utilizado la palabra «bien» en el mejor de sus sentidos. Te gusta Jim y, evidentemente, tú le gustas a él. Habéis compartido un agradable almuerzo, entonces, ¿por qué no seguir con una cena?».

¿Bien? ¿Agradable? ¿Por qué no había utilizado las palabras «fantástico» o «fabuloso»? Una voz interior le recriminó su actitud. «Basta ya», se dijo. Sabía que no debía comparar a Jim con Frank. Eran como el día y la noche, pero Jim resultaba tan aburrido y Frank tan sexy...

Frank, el de los sensuales ojos grises, el del firme y esbelto cuerpo. Frank, el que se había memorizado todos los detalles del cuerpo de Leenie con los ojos, con las manos, con la boca y con la lengua. Frank, que siempre parecía sugerir una cama con las sábanas revueltas y que era capaz de excitarla sin tocarla...

–¿Lurleen?

–¿Eh? –dijo ella. Aparentemente, Jim le había dicho algo sobre lo que esperaba una respuesta. Como ella había estado pensando en otro hombre, no se había enterado de lo que su acompañante le había preguntado.

–Estás a un millón de kilómetros de aquí, ¿verdad?

–Lo siento, Jim, es que...

–No tienes que explicarme nada. Estás pensando en tu hijo, ¿no es así? Las madres tienden a obsesionarse por sus bebés, pero tú deberías ser capaz de superar los típicos sentimientos de culpa que experimenta una mujer cuando deja a su hijo para ir a trabajar. Tú eres demasiado inteligente para creer que tienes que ser la persona más importante en la vida de tu pequeño en estos momentos. Después de todo, tienes una niñera perfectamente capacitada, ¿no?

–Sí, así es.

–Comprendo que, dado que eres madre soltera, el peso que sientes sobre los hombros es mucho más pesado.

Leenie observó atentamente a Jim mientras él seguía hablando y dándole su opinión sobre el modo correcto de criar a los niños, especialmente a uno que no contaba con la figura del padre. Sus comentarios la molestaron. ¿Estaba tratando de aconsejarla? ¿Le había pedido ella que compartiera su sabiduría en el tema de la educación de los hijos?

–Jim...

Él se detuvo a mitad de frase, dejó de hablar y la miró perplejo.

–¿Sí?

Leenie había estado a punto de recriminarle, de decirle claramente que a él no le importaba la relación que ella tuviera con su hijo. Sin embargo, cambió de opinión.

–Pidamos algo de postre. Creo que me tomaré un pastel de queso.

Jim la miró con desaprobación.

–¿Estás segura de que quieres tomarte esas calorías extras? Después de todo, seguramente aún te sobran algunos kilos por el embarazo.

Jim sonreía, pero a Leenie le apetecía darle un bofetón. ¡Menudos kilos! En aquellos momentos pesaba precisamente lo mismo que había pesado antes de quedarse embarazada. Había adelgazado siete kilos cuando Andrew nació y otros tres en los últimos dos meses. Todos los que conocía se habían quedado maravillados por lo rápidamente que había recuperado la figura.

–Tienes razón –dijo–. Es mejor que no tomemos postre.

No era de las calorías de lo que debía prescindir en aquellos momentos, sino de la compañía. Apretó los dientes para no decírselo mucho más claramente.

–Mira, acabo de recordar que ya tenía una cita para este fin de semana, así que no podré acompañarte a cenar y al cine –añadió. Con eso, apartó la silla de la mesa y se puso de pie.

El siempre muy caballeroso Jim se puso también de pie.

–Tal vez podamos volver a almorzar la próxima semana, ¿te parece bien?

–Tal vez...

–Te llamaré.

–Por favor. Siento tener que marcharme tan precipitadamente, pero...

–El trabajo espera.

–Sí.

Leenie no se molestó en contradecirlo, en decirle que se marchaba a casa para estar con su hijo. Forzó una sonrisa y salió rápidamente del restaurante para dirigirse a su coche. Ya en el interior, miró el reloj. Las dos y cuarto. Se marcharía a casa y llegaría a tiempo para ayudar a guardar la compra. En aquellos momentos, Debra y Andrew debían de estar realizando la compra semanal. Normalmente Leenie almorzaba con ellos los viernes para luego ir todos juntos a hacer la compra, pero aquél tenía una cita. Una pérdida de tiempo, un tiempo que podría haber pasado al lado de su hijo.

Se preguntó si sería demasiado tarde para reunirse con ellos en el supermercado. Podría comprar uno de esos pasteles de queso helados y darse un capricho aquella noche. Sí, eso sería exactamente lo que haría. Se comería un pastel de queso entero y se olvidaría de Jim Isbell. Tenía que haber otro hombre que no la aburriera tanto. Alguien tan divertido como Frank. Tan sexy como Frank. Tan bueno en la cama como Frank... ¡Ya estaba bien de hablar de Frank!

Frank era pasado. Jim Isbell era un imbécil. Debía pensar en Andrew y en el pastel de queso.

Frank Latimer se estiró en el asiento y se alegró mucho de estar volando en primera clase en vez de hacerlo en turista. La mayoría de las veces que tenía que viajar en avión lo hacía en el lujoso jet privado de Dundee, pero su último caso había terminado precisamente aquel día y el jet estaba de camino a Cayo Oeste transportando a un grupo de hombres de Dundee a una misión muy secreta. Frank, por su parte, tenía una semana de vacaciones y pensaba pescar un poco mientras se relajaba en la casa de vacaciones que Sawyer McNamara tenía en Hilton Head. Había estado trabajando prácticamente un año sin parar. Cuando se marchó de Maysville, en Mississippi, hacía once meses, se había hecho cargo de un caso en Europa para poder salir del país y alejarse de una esbelta y atractiva rubia. Si hubiera habido una misión en Marte hacía once meses, la habría aceptado sin dudarlo.

–¿Le apetece otra taza de té, señor Latimer? –le preguntó la atractiva azafata. Frank se había fijado en ella en el momento en el que embarcó en el vuelo de Chicago a Atlanta. La señorita Gant era menuda, esbelta, con grandes ojos, enormes senos y una sugerente sonrisa.

–No, gracias.

–¿Puedo hacer algo más por usted?

Claro que había algo más que podía hacer por él. Necesitaba desesperadamente un cuerpo cálido en la cama. Después de su breve relación con Leenie Patton, no había vuelto a tocar a otra mujer durante varios meses. A continuación, se había convencido de que lo que necesitaba precisamente para olvidarse de ella era una mujer... en realidad muchas mujeres. No había funcionado. Nadie había sabido como Leenie, ni había tenido el tacto de Leenie ni había hablado como Leenie. Por eso, después de dejarse llevar por un número incontable de amantes sin rostro, había decidido apartarse por completo de las mujeres, al menos hasta que dejara de desear a una en particular... una sensual y atractiva mujer llamada Leenie Patton.

–¿Señor Latimer?

–¿Sí?

–¿Se encuentra bien?

–Sí, claro que sí.

No. No estaba bien. Estaba cansado. Su último trabajo había durado seis semanas, le habían disparado en dos ocasiones y había resultado herido en tres peleas. Necesitaba desesperadamente un descanso. La lujosa casa de Sawyer en Hilton Head era justo lo que precisaba. Si podía encontrar una atractiva y sensual rubia para que pasara aquella semana con él, lo tendría todo. Había llegado el momento de terminar con meses de celibato.

«El problema es que no quieres a cualquiera atractiva y sensual rubia. Quieres a Leenie. Sólo a ella. Nada más».

Entonces, ¿por qué no la llamaba cuando aterrizada en Atlanta? ¿Qué le diría? ¿Que llevaba once meses pensando en ella? ¿Que cada vez que se acostaba con alguien deseaba que fuera ella?

–¡Diablos, no!

Frank no se había dado cuenta de que había hablado en voz alta hasta que la señorita Gant le dijo:

–Sí, señor Latimer. ¿Ha dicho usted algo?

–Sólo estaba hablando conmigo mismo –respondió él–. Eso ocurre cuando uno se hace viejo.

La azafata se echó a reír como una adolescente y le dedicó una brillante sonrisa.

–Yo no diría que es usted viejo...

–Tengo cuarenta años –admitió él. Le pesaban todos y cada uno de ellos.

–Eso no es ser viejo. Un hombre está en la flor de la vida a esa edad.

–Yo hubiera dicho que la flor de la vida de un hombre es cuando tiene dieciocho años.

La azafata se humedeció los labios.

–Un hombre de cuarenta años tiene la experiencia de la que carece uno más joven. Yo prefiero la experiencia...

«Te lo está poniendo en bandeja, Latimer», se dijo. «Lo único que tienes que hacer es tomar lo que ella te está ofreciendo». Se sentía tentado. Muy tentado, aunque no fuera una esbelta rubia de largas piernas...

La joven se inclinó sobre él y le susurró al oído:

–Esta noche voy a estar en Atlanta...

–¿Quedamos para cenar?

Frank llevaba tiempo más que suficiente manteniendo el celibato. Aquellos meses de privación no eran propios de él. Ya era hora de que volviera a probar el sexo. Y de que se olvidara completamente de Leenie Patton.

Cuando estaba a dos manzanas del supermercado, Leenie oyó el sonido de las sirenas de la policía y de la ambulancia. Sin poder evitarlo, se preguntó si habría habido algún accidente. Lo primero que se le ocurrió fue que Debra y Andrew podrían haberse visto implicados, pero rápidamente descartó la idea, atribuyéndola al hecho de que tendía a preocuparse demasiado cuando no tenía a Andrew a su lado. Por supuesto, comprendía que sus temores y preocupaciones eran algo completamente natural que casi todas las madres experimentaban, tanto si trabajaban como si se dedicaban al cuidado del hogar. Evidentemente el hecho de ser madre soltera le añadía aún más preocupaciones. Cada día que pasaba, Leenie se sentía más culpable por no haberse puesto en contacto con Frank para hablarle de su hijo. A pesar de todas las razones que se había dado para no llamarlo, para seguir manteniendo en secreto la existencia del pequeño Andrew, sabía que Frank tenía todo el derecho a saber que había sido padre.

«Admítelo. Tienes miedo de decirle a Frank la verdad», se dijo. Si se lo decía y él no quería formar parte de la vida de Andrew, sabía que se preguntaría qué clase de hombre era. Por otro lado, si quería ocupar un lugar en la vida de su hijo, pero no en la de ella, no sólo tendría que compartir a Andrew sino que debería aceptar el hecho de que nunca había sido especial para Frank.

Mientras avanzaba hacia el supermercado, se obligó a olvidarse de Frank Latimer para concentrarse en el pastel de queso. De repente, el coche que circulaba delante de ella se detuvo detrás de una larga línea de vehículos. Leenie paró enseguida su todoterreno y trató de ver lo que ocurría. Al ver las luces de las sirenas, dedujo que se había producido un accidente. Si acababa de suceder, sabía que tardarían un rato en despejar la zona y volver a reanudar el tráfico. «Debería haberme ido directamente a casa», se dijo. Decidió que si estaba allí atascada mucho tiempo, llamaría a Debra al móvil y la informaría de la razón por la que se había retrasado.

Empezó a tamborilear los dedos sobre el volante y a canturrear mientras esperaba. De repente, una ambulancia pasó a su lado. La sirena producía un sonido casi espectral. Una vez más, Leenie sintió una extraña sensación en la boca del estómago. No podía seguir pensando que Debra se había visto implicada en el accidente. Seguramente Andrew y la niñera seguían en el supermercado o estaban atascados, tal y como ella lo estaba.