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¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar por tener a aquella mujer? El futuro de Emma había sido cuidadosamente planeado: tendría la boda perfecta con el marido perfecto, la vida perfecta. Pero entonces apareció Garrett Keating. No iba a permitir que Emma siguiese adelante con aquella farsa y qué mejor manera de detenerla que seducirla. Pero si Emma no pasaba por el altar antes de su próximo cumpleaños, perdería una herencia de millones de dólares…
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
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28036 Madrid
© 2006 Harlequin Enterprises ULC
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una buena chica, n.º 1538 - agosto 2024
Título original: The Soon-to-be Disinherited Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741713
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Emma Dearborn sintió un exasperante e implacable picor justo en el lugar que no podía alcanzar, entre los omóplatos. No era propensa ni a los picores ni a rascarse nerviosamente, razón de más para recordar haber experimentado esa misma horrible sensación de picor con anterioridad. Sólo le había ocurrido dos veces en la vida. La primera fue cuando hundió el valioso Morgan recién restaurado de su padre en el estuario de Long Island Sound en Greenwich Point a los dieciséis años. El coche se pudo recuperar, su padre casi no lo logra. En la otra ocasión, el tradicional cotillón anual de Navidad se puso feo, y tuvo que volver a casa a pie en medio de una tormenta de nieve, vestida con su largo vestido de raso blanco y tacones, y sin parar de llorar.
Ya no era ninguna novata ni con los coches ni con los hombres. Y esta vez el picor no podía estar relacionado con ninguna inminente situación traumática. Su vida transcurría maravillosamente bien. No había nada ni remotamente malo en su vida. Todo a su alrededor reflejaba una vida serena y satisfecha.
–¿Emma?
El sol de junio se filtraba a través de la ventana con vistas a la piscina. La sala Esmeralda era el único lugar del Club de Campo de Eastwick, Connecticut, donde los miembros podían vestir de manera informal. La piscina estaba repleta de niños recién salidos de la escuela chillando con energía. Dentro, las madres, vestidas con pantalones cortos y sandalias, se codeaban con hombres trajeados que compartían comidas de negocios.
Como acababa de presidir una reunión del comité de recaudación de fondos, Emma llevaba ropa formal. El resto de sus acompañantes vestía ropa más informal. Felicity, Vanessa y Abby estaban allí, en la mesa que Harry, el camarero, les había reservado amablemente junto a las puertas para unas mejores vistas y algo de privacidad para sus cotilleos. Habían crecido todas juntas, habían ido a la misma escuela privada, conocían los momentos más embarazosos de cada una de ellas, momentos que tenían la costumbre de sacar a relucir en aquel tipo de almuerzos, pero ¿para qué estaban las amigas si no era para disfrutar y embellecer los momentos más mortificantes de su vida? Caroline Keating-Spence también las acompañaba esta vez.
–Emma, ¿estás dormida?
Rápidamente giró la cabeza hacia Felicity. No se había dado cuenta de que había desconectado de la conversación.
–No, de verdad. Sólo estaba pensando en la longeva historia que tenemos juntas… y en lo que siempre nos hemos divertido.
–Sí, claro –Vanessa guiñó un ojo a las demás–. Lo disimula muy bien, pero todas sabemos que está prometida. Por supuesto que no estaba escuchando. Estaba en las nubes.
–Eso o ese pedazo de zafiro en el dedo la está deslumbrando. Qué digo, nos deslumbra a todas –dijo Felicity riendo–. Qué anillo de compromiso más original. ¿Cómo van los planes de boda?
De nuevo sintió aquel exasperante picor. Aquello era una completa locura. Su compromiso con Reed Kelly era otra cosa que iba bien en su vida. Con veintinueve años, había dejado de creer que se casaría algún día. Bueno, en realidad nunca había querido casarse.
–Todo va bien –aseguró–, salvo que Reed parece haber organizado la luna de miel antes de que hayamos terminado los planes de boda.
Todas se rieron.
–Pero habéis fijado una fecha, ¿verdad?
Otro punzante picor.
–En realidad tenemos dos reservas para la sala Eastwick, pero entre mi programa en la galería, y el programa de carreras de caballos de Reed, aún no nos hemos decidido por una de las fechas. Pero prometo que seréis las primeras en enteraros. De hecho, teniendo en cuenta lo rápido que se entera de los secretos este grupo, probablemente os enteréis antes que yo –todas se rieron asintiendo, y luego pasaron a la siguiente víctima.
Felicity, la principal organizadora de bodas de Eastwick, es decir la reina tanto de los cotilleos, siempre venía repleta de noticias. Mientras aireaban los escándalos más recientes, Emma echó una mirada a Caroline, extrañamente callada. Por supuesto que resultaba difícil decir palabra con las demás hablando todas al mismo tiempo. Se habían perdido su tradicional almuerzo el mes pasado, por lo que ahora prácticamente se atropellaban hablando para ponerse al día. Pero Caroline no había compartido las risas. Y ahora Emma había notado que hacía una señal al camarero para que le trajera la tercera copa de vino. El picor había estado a punto de conseguir que Emma también pidiera una copa, pero la visión de Caroline bebiéndose la copa de vino de un solo trago la distrajo. No parecía algo propio de ella.
Caroline no formaba parte del grupo originalmente, porque era un poco más joven y no había ido al mismo curso en la escuela. Emma la había conocido a través de Garrett, el hermano mayor de Caroline, y la había introducido en su círculo de amigas para levantarle un poco la autoestima.
Garrett Keating había sido su primer amor. La imagen de Garrett le trajo los recuerdos de aquella época en su vida en la que aún había creído en el amor, en la que se había sentido enloquecer por el simple hecho de estar en la misma habitación que él, e igualmente miserable cada segundo que pasaba alejada de él. Sabía que todo el mundo pasaba por esa etapa de absurdo idealismo y la superaba en algún momento. Pero, siempre se había arrepentido de haber cortado con él antes de hacer el amor. Había dejado escapar el momento perfecto con el hombre perfecto. Los besos de Garrett habían despertado su sexualidad y femineidad, su vulnerabilidad y entrega. Nunca había llegado a olvidarlo. Cosas de primeros amores. Tenía su rincón en su corazón, y siempre lo tendría. Al ver a Harry aparecer de nuevo junto a su mesa, dejó sus ensoñaciones.
El camarero le sirvió a Caroline su tercera copa de vino, que enseguida se bebió, como si fuera agua. Todo el mundo sabía que había tenido desavenencias con su marido, Griff, el año pasado, pero ahora estaban juntos de nuevo. Todo el mundo les había visto en actitud cariñosa en la feria de arte de la primavera, como si fueran amantes. Entonces, ¿a qué venía ahora lo del vino?
–¡Asesino! –dijo alguien.
–¿Cómo dices? –Emma levantó la cabeza de golpe.
–Estás en las nubes, Em –dijo Abby–. Y no te culpo, con una boda por delante. Estaba contando lo que pasó cuando fui a la policía por lo de mi madre.
–¿La policía? –Emma sabía lo de la muerte de la madre de Abby. Todos lo sabían. Lucinda Baldwin, conocida como Bunny, había creado el Eastwick Social Diary, que siempre sacaba todos los trapos sucios de los ricos de Eastwick. Matrimonios, engaños, divorcios, costumbres extravagantes, indiscreciones legales o de negocios. Si era digno de un escándalo, Bunny siempre se enteraba y le encantaba contarlo. Su muerte había sorprendido a todo el mundo–. Sé lo joven que era tu madre, Abby, pero pensaba que habían dicho que tenía una afección coronaria que no habían detectado, y que era de eso de lo que había muerto…
–Eso es lo que yo pensaba también –afirmó Abby–. Justo después de que muriera, no tuve las fuerzas para revisar y guardar todas sus cosas. Me llevó un tiempo… pero cuando finalmente reuní las fuerzas para abrir la caja fuerte de mi madre, esperaba encontrarme sus diarios y sus joyas. Las joyas estaban allí, pero sus diarios no. Habían sido robados. No había otra posibilidad, porque era el único lugar donde los guardaba. Entonces empecé a preocuparme. Y descubrí que alguien había intentado chantajear a Jack Cartright, por la información que había en esos diarios, por lo que mis sospechas fueron en aumento.
–Abby está cada vez más preocupada por la idea de que su madre fuera asesinada –aclaró Felicity.
–Dios mío –un escándalo era una cosa, pero Eastwick apenas si necesitaba la presencia de la policía. No había habido ningún crimen en años, y mucho menos tan grave como un asesinato.
–Por las noches no puedo dormir –admitió Abby–. No puedo dejar de pensar en ello. A mi madre le encantaban los secretos y los escándalos. Y le encantaba escribir el Eastwick Social Diary. Pero jamás había tenido ni un gramo de maldad en su cuerpo. Tenía cantidad de cosas escritas en sus diarios que nunca había publicado porque no quería hacer daño a nadie.
–¿Ésa es la razón por la que crees que fue asesinada? ¿Porque alguien robó esos diarios? ¿Bien para usar la información, o porque tenían un secreto que esconder? –preguntó Emma.
–Exacto. Pero no lo puedo demostrar aún –dijo Abby agitada–. Es decir, los diarios han desaparecido, pero no puedo demostrar que el robo esté relacionado con su muerte. La policía sigue diciéndome que no tengo suficiente evidencia para abrir una nueva investigación. Para ser sincera, han sido muy amables, todos están de acuerdo en que la situación parece sospechosa. Pero no hay nadie a quien puedan arrestar, no hay sospechosos. Ni siquiera puedo demostrar que los diarios fueran robados.
–Pero está segura de que lo fueron –la puso al corriente Felicity.
–Tuvieron que ser robados –asintió Abby–. La caja de seguridad es el único lugar en que mi madre los guardaba. Por desgracia, no hay ninguna evidencia que demuestre que mi madre no guardara los diarios en otra parte, y no hay ni un sospechoso, y la policía no puede actuar meramente porque alguien sepa que algo es verdad.
El grupo entero se arrimó para discutir la inquietante situación, y para apoyar a Abby, pero en cuanto la sala Esmeralda se llenó de niños y familias, resultó imposible mantener una conversación seria. Las mujeres se animaron, charlaron sobre las novedades de cada familia y, finalmente, se dispersaron.
En el aparcamiento, Emma se subió a su SUV, pensando en el preocupante comportamiento de Caroline durante el almuerzo y las sospechas sobre la muerte de Bunny. Pero cuando tomó la calle principal, se le levantó el ánimo instintivamente.
Su galería de arte, Color, estaba a sólo un par de bloques de la calle principal. A Emma no le importaba dirigir el comité de recolección de fondos para el Club de Campo de Eastwick, ni las demás responsabilidades sociales que sus padres le impulsaban a hacer. Si no fuera por sus padres, y un cuantioso fideicomiso que recibiría al cumplir los treinta, no podría hacer las cosas que realmente le gustaban: la galería y su trabajo voluntario con niños.
Aparcó en el estrecho camino de entrada a la galería. El edificio estaba en la esquina de Maple y Oak, y en el mes de junio, una profusa hilera de peonías florecía junto a la valla de estacas blancas. Su edificio había sido una casa privada. Tenía más de doscientos años, era de ladrillo y tenía altos ventanales y docenas de pequeñas habitaciones, que eran su principal ventaja. Aunque siempre parecía haber algo que arreglar, desde las tuberías al sistema eléctrico, tenía una docena de habitaciones para exponer trabajos artísticos completamente diferentes. Los clientes podían vagar por ellas y estudiar con detalle lo que les gustaba en relativa intimidad.
La galería tan sólo cubría costes. Emma sabía que podía haberla gestionado de forma más eficiente, pero siempre había sabido que tenía el fideicomiso. Y no era el dinero lo que le importaba, sino la libertad de hacer el arte accesible a la comunidad, de formar parte de algo bonito en las vidas de la gente. Nunca le había dicho a nadie lo importante que era ese objetivo para ella, que muchos considerarían absurdamente idealista. Su familia suspiraría, como si Emma nunca hubiera llegado a comprender la práctica realidad, al menos la realidad como ellos la entendían. Y a lo mejor tenían razón, pero cuando Emma abrió la ornamentada puerta barnizada en rojo de Color, sintió una oleada de simple felicidad.
–¡Hey, señorita Dearborn! Esperaba que volviera a media tarde. Ha recibido la caja de Nueva York que esperaba. Llegó por FedEx antes de mediodía –Josh, que llevaba trabajando a tiempo parcial para ella desde hacía años, la bendijo con una tímida sonrisa. Tenía alrededor de sesenta años, era delgado como un pincel y pálido como el papel. Decían que había sido un artista. Algunos decían que era gay. Otros que había tenido una larga relación con la bebida. Todo lo que Emma sabía era que había entrado en la galería nada más abrirla y había empezado a ayudarla. Y le había enseñado muchas cosas.
–Estoy impaciente por ponerme con ello. ¿Puedes estar pendiente de los clientes? –tenía que organizar y colgar el envío de láminas de Alson Skinner Clark. Hacía dos semanas, había encontrado una antigua pintura al óleo de Walter Farndon que aún estaba guardada en la habitación trasera, su estudio-taller, y necesitaba algo de restauración y limpieza, algo que le encantaba hacer. Y había una habitación en la segunda planta que estaba vacía, a la espera de que expusiera una colección de artistas locales, otro proyecto que no podía esperar a acometer.
–Por supuesto.
Emma le echó un vistazo a su oficina, guardó su bolso, y se giró para examinar su estudio-taller cuando sonó el teléfono. Al otro lado oyó la familiar voz de su prometido.
–Hola, cariño. Me preguntaba si tendrías tiempo para cenar esta noche. Yo estoy liado casi toda la tarde, pero creo que puedo llegar al centro a eso de las siete.
Instintivamente, se llevó la mano a la espalda para rascarse aquel extraño e irritante picor que la había estado molestando durante horas, y que de repente se intensificó.
–Claro –dijo–. ¿Qué tal tu día?
–No podía ir mejor. Compré una maravilla de semental…
De pie junto a la ventana, con el teléfono pegado a la oreja, ignoró el picor. El zafiro que llevaba en la mano izquierda era de Sri Lanka. Reed la había llevado a un joyero que le había mostrado una colección de zafiros, y sólo protestó cuando intentó elegir una piedra más pequeña. El anillo era una gema para quitar el hipo. Era símbolo de algo que creía que nunca iba a lograr.
Siempre había estado segura de que el matrimonio no era para ella. Le gustaban los hombres, y adoraba a los niños, pero había tantas parejas en Eastwick, incluidos sus padres, que parecían más fusiones financieras que cosa del amor… Respetaba las elecciones de los demás, pero ella nunca había deseado ese tipo de vida. Pero cuando Reed le pidió la mano… en fin, puede que nunca hubiera conseguido que se le acelerara el corazón, o que le diera vueltas la cabeza, pero era tan buen chico. Era imposible no quererlo. Así que, llegado el momento, dijo que sí enseguida, reconociendo que, probablemente era el único hombre con el que podía imaginarse casada. Era sólo que… no parecía poder sofocar la extraña sensación de pánico que llevaba agobiándola varias horas ya.
–¡No puedo esperar a la hora de la cena! –le aseguró alegremente. Pero al colgar el teléfono, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de su corazón. ¿Qué clase de tonta era para preferir pasarse la tarde desempaquetando viejas cajas en su galería a compartir una romántica cena con el hombre al que amaba?
A las cuatro y media de la tarde, el trabajo siempre se convertía en un frenesí. Garret Keating tenía un chófer desde hacía unos cuatro años, no porque no disfrutara conduciendo, incluso en la locura de tráfico de Manhattan, sino porque las crisis siempre parecían surgir de forma automática al final de la tarde. Aquella tarde, como siempre, había salido del banco hacía menos de diez minutos, y su teléfono móvil no había parado de sonar. Sentado en la parte trasera del coche, tenía la cartera abierta y papeles esparcidos por todas partes.
–Keating –ladró al responder a la última interrupción.
Una desconocida voz femenina contestó.
–¿El señor Garrett Keating? ¿El hermano de Caroline Keating-Spence?
–Sí. ¿Qué pasa? –el pulso se le aceleró de inmediato de preocupación.
–Su hermana nos ha pedido que lo llamemos. Soy la señora Henry, la enfermera jefe de día en la UCI en Eastwick…
–Oh, Dios mío. ¿Está bien?
–Creemos que lo estará con un poco de tiempo. Pero las circunstancias son un poco delicadas. Sus padres han estado aquí, pero parecen alterar a su hermana, más que ayudarla. La señora Keating-Spence estaba en un estado mental bastante frágil cuando preguntó por usted…
–Estaré allí en cuanto arregle un par de cosas… es decir, de inmediato, pero ¿qué es lo que le ocurre exactamente?
–Normalmente no lo diría por el teléfono, si no fuera porque su hermana me ha pedido que le transmita al menos parte de la situación. Su esposo está fuera del país. Sus padres probablemente estén demasiado disgustados para hacer la situación más fácil. Así que…
–Dígamelo.
–Se tomó una gran cantidad de alcohol y medicinas –un breve silencio–. Sus padres, es decir los suyos, aseguran que su hermana tuvo que hacerlo accidentalmente. Pero nadie entre el personal médico tiene ninguna duda de que su hermana sabía perfectamente lo que estaba haciendo –otra breve pausa–. Pienso que es mejor hablar con franqueza. Cuando llegó, ninguno podíamos asegurar si conseguiríamos recuperarla. Ahora ya ha salido de la crisis, pero…
–Estoy en camino –dijo Garrett rápidamente, y colgó.
Ed, el chófer, lo miró a los ojos a través del espejo retrovisor.
–¿Hay algún problema?
–Sí. Tengo que salir de la ciudad de inmediato. Apreciaría que te encargaras de una serie de cosas del apartamento que te voy dejar…
Garrett no paró de correr en las siguientes horas, lleno de sentimientos de pavor y culpabilidad. De camino a Eastwick, no pudo dejar de pensar en Caro. Adoraba a su hermana. Siempre habían estado unidos como una piña frente a sus padres, que jamás habían tenido ni el tiempo ni el interés en criar hijos. Cuando Caroline se casó, lógicamente se retiró un poco. Pero hacía un año, cuando se enteró de que estaba teniendo problemas con Griff, volvió a aparecer, listo para pegarle un tiro al desgraciado que se atreviera a hacer daño a su hermana.
Caroline lo había llamado hacía ya cuatro días, y no había encontrado tiempo para devolverle la llamada. Había vuelto a llamarlo el día anterior por la mañana, y tenía pensado llamarla esta noche, o a lo mejor se le habría olvidado, como le ocurría con todo últimamente porque el trabajo le absorbía. Pero si era capaz de gestionar millones de dólares al día y de hacer malabarismos con su inmensa carga de trabajo… ¿cómo no había sido capaz de conseguir dedicar unos minutos a su hermana? Su hermana, que siempre había contado con él, que sabía que podía contar con él, le había necesitado, y le había fallado.
Cuando llegó a Eastwick, ya se había hecho de noche, tenía el estómago revuelto, y el corazón roto de dolor. Había tanta gente que pensaba que era de sangre fría, y puede que lo fuera, razón por la cual era tan bueno en los negocios. Pero no lo era cuando se trataba de su hermana. La quería con locura. Esta vez, le había fallado, y no podía perdonárselo.
Una vez en el hospital, corrió hacia la entrada, aún vestido con el mismo traje que había llevado todo el día y sin haber comido en Dios sabe cuánto tiempo. Pero no le importaba. Corrió al ascensor y le dio al botón del tercer piso. No había estado en casa en mucho tiempo, y menos aún en el Hospital General de Eastwick, pero la estructura no había cambiado significativamente desde que era niño. Se conocería de memoria el camino incluso si su familia no hubiera donado un ala o dos del hospital a lo largo de los años. Cuidados intensivos estaba en una zona aislada en la parte trasera de la tercera planta, con el fin de tener un helipuerto en el tejado.
El ala de cuidados intensivos estaba en silencio. Se oían más las máquinas y monitores que a los pacientes. Las luces eran atenuadas después de las nueve. No vio a ninguna enfermera o médico, así que recorrió cada uno de los cubículos con puertas de cristal en busca de su hermana. La unidad sólo tenía diez camas, más de las necesarias normalmente, incluso en situaciones de emergencia. Seis de las camas estaban ocupadas, ninguna de ellas por su hermana. Finalmente, encontró a un médico que salía de la última puerta.
–Soy Garrett Keating. Me han dicho que mi hermana, Caroline Keating-Spence…
–Sí, señor Keating. Ha estado aquí hasta esta tarde. Acabamos de transferirla hace un par de horas a una habitación privada.
–Entonces está mejor –era todo lo que quería escuchar.
–Tendrá que hablar con su médico, pero la enfermera le indicará su habitación…
Esta vez, en lugar de esperar al ascensor, se fue corriendo por las escaleras. Habitación 201. Eso es lo que le habían dicho. Una habitación privada monitorizada veinticuatro horas al día. Garrett sospechaba que era porque su hermana no estaba fuera de peligro aún, o que temían que volviera a intentar suicidarse.
La enfermera no había usado la palabra suicidio específicamente, pero Garrett sabía lo que había omitido, porque conocía a su hermana. Sabía lo que su niñez la había afectado. Lo profundamente que sentía las cosas. Lo celosamente que escondía esos sentimientos. Caroline nunca había podido cerrar la puerta completamente a la depresión.
Se detuvo justo frente a la habitación 201. Se había pasado corriendo las últimas horas, y no quería que su hermana lo viera así. Se quedó parado unos minutos para calmarse, para concentrarse en dar una imagen de tranquilidad y fortaleza. Tras unos momentos, dio un paso hacia la puerta cuando, de repente, una mujer salió de la habitación topándose con él. La muchacha levantó la cabeza. Una melena de pelo oscuro y sedoso caía sobre sus hombros, enmarcando su rostro de elegante estructura ósea, enormes ojos azul violáceo y pálidos labios. Su llamativa apariencia habría llamado su atención incluso si no la conociera… pero la conocía.
En ese momento no pudo recordar el nombre, probablemente porque había perdido la cabeza tras las últimas horas de estrés. Pero con estrés o sin él, recordó sus ojos de inmediato. Recordó haberla besado. Recordó haber bailado con ella sobre la hierba a medianoche, recordó la risa…. Le había hecho reír, y le había enamorado. Por supuesto, de eso hacía siglos.
–Garrett –dijo con voz suave–. Me alegra que estés aquí.
–Emma –en seguida le acudió el nombre a la mente–. ¿Has estado con mi hermana?
–Sí. No son horas de visita, pero… tus padres han estado aquí hasta hace una media hora. Yo estaba en el pasillo, pero la oí hablar y parecía alterada, así que cuando los vi marcharse, entré. No sabía qué otra cosa hacer, salvo permanecer a su lado por si me necesitaba. Ahora se ha dormido –vaciló un poco, y con una incipiente sonrisa dijo–: Me alegro de verte.
–No en estas circunstancias.
–No. Recuerdo haberte oído decir que jamás volverías a Eastwick si estaba en tus manos.
Él recordaba perfectamente haberlo dicho. Por eso había roto con ella hacía años, porque prefería renunciar a cualquier cosa antes que quedarse en aquella maldita ciudad. Eso era lo que había sentido a los veintiún años, una edad en la que pensaba que nunca necesitaría a nadie. Una edad en la que era tan fácil tener pretensiones de superioridad. Al mirar a Emma, pensó que solía tener un aspecto encantador, pero ahora era más que encantador todavía. No llevaba nada llamativo puesto. Sólo ropa cómoda para una visita al hospital, pero la elección de ropa, unos pantalones azules y un suéter de algodón oscuro, resaltaba su altura y delgadez, y veía un orgullo y un aplomo en su postura y en sus ojos que no había tenido de adolescente.
–Querrás entrar a verla. Yo ya me iba…
–Emma, si no te importa… Sí que me gustaría verla ahora mismo. Pero si se ha quedado dormida, ¿podrías esperar un par de minutos? Me gustaría saber tu opinión sobre la situación y…
–Su médico puede darte el informe. Yo no sé…
–Se lo pediré, pero me gustaría escuchar la opinión de una amiga… bueno, si tienes tiempo. Sé que ya es tarde.
–Claro que tengo tiempo –dijo de nuevo con una sonrisa.