Una creencia puede cambiarlo todo - Cora Panizza - E-Book

Una creencia puede cambiarlo todo E-Book

Cora Panizza

0,0

Beschreibung

¿Qué nos diferencia a los seres humanos de otros animales? ¿Somos tan especiales como nos han contado? ¿En qué nos basamos para creer que somos superiores a otras especies?  En este ensayo descubrirás las posibles respuestas a estas preguntas desde una perspectiva psicológica, donde se enfatiza que la imagen de «ser humano» que hemos construido está basada en una imagen contrapuesta de lo que creemos que son los animales. En la exploración de estos fenómenos mentales y de las interacciones de nuestra especie con otros animales, la autora formula una hipótesis genuina, que ha bautizado como «LICE», para ofrecer una posible explicación de los motivos que en última instancia nos llevan a discriminar a otras especies.  Este libro amplificará tus ideas acerca de qué significa ser humano y qué significa ser animal. Además, la autora enriquece su pasión por la ciencia con historias personales y reflexiones profundas acerca de la vida y los sentimientos humanos que van más allá de lo mensurable.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 527

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



¿Qué nos diferencia a los seres humanos de otros animales? ¿Somos tan especiales como nos han contado? ¿En qué nos basamos para creer que somos superiores a otras especies?

En este ensayo descubrirás las posibles respuestas a estas preguntas desde una perspectiva psicológica, donde se enfatiza que la imagen de «ser humano» que hemos construido está basada en una imagen contrapuesta de lo que creemos que son los animales. En la exploración de estos fenómenos mentales y de las interacciones de nuestra especie con otros animales, la autora formula una hipótesis genuina, que ha bautizado como «LICE», para ofrecer una posible explicación de los motivos que en última instancia nos llevan a discriminar a otras especies.

Este libro amplificará tus ideas acerca de qué significa ser humano y qué significa ser animal. Además, la autora enriquece su pasión por la ciencia con historias personales y reflexiones profundas acerca de la vida y los sentimientos humanos que van más allá de lo mensurable.

Una creencia puede cambiarlo todo nos ofrece la oportunidad de hacernos un poco más libres, ya que nos invita a pensar que lo que creemos acerca de nosotros mismos y del mundo que nos rodea no es más que una posibilidad que elegimos entre muchas otras.

Una creencia puede cambiarlo todo

Cora Panizza

www.ushuaiaediciones.es

Una creencia puede cambiarlo todo

© 2023, Cora Panizza

© 2023, Ushuaia Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

[email protected]

ISBN edición ebook: 978-84-19405-19-7

ISBN edición papel: 978-84-19405-18-0

Primera edición: diciembre de 2023

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Portada: idea original de Cora Panizza, creada a través de IA

Todos los derechos reservados.

www.ushuaiaediciones.es

Índice

Introducción

1. La brecha

2. Los clavos

3. Creer para ver

4. El eterno presente

5. Cosas de humanos

6. La hipótesis «LICE»

7. Cuando las palabras no son necesarias

8. Más allá de los tecnicismos

Agradecimientos

Referencias y notas

La autora

A Jumanji,

el compañero de vida no humano

que me enseñó el amor incondicional.

Introducción

Tenemos la sensación de que el mundo cambia a nuestro alrededor de forma totalmente ajena a nosotros. Percibimos que los estados, las formas, las personas, los animales, e incluso nosotros mismos, nos vamos transformando con el paso del tiempo y que, de alguna manera, es una condición esencial del universo, independientemente de que nosotros nos encontremos en él. Sin embargo, en todos esos cambios hay una constante que permanece: alguien que interpreta y construye la realidad que le rodea; los cambios no son posibles sin una mente que los interprete. Así, todo lo que captamos de nuestro mundo físico, individual y social, por supuesto nos afecta, pero nosotros como individuos pensantes, también somos capaces de afectar aparentemente a todas esas realidades. No solo impactamos en esas realidades, sino que la mayoría de las veces las construimos y moldeamos acorde a nuestras creencias para que puedan tener un cierto sentido para nosotros, con el riesgo de que en ese acto interpretativo desvirtuemos por completo la realidad. Un humano que construye lo que percibe del exterior no puede escaparse de las creencias que ya trae consigo, porque nuestra interpretación se sostiene sobre un sistema de pensamientos previos que nos sirve de respaldo para comparar lo que captamos del mundo y lo que ya entendemos de él. Es por ello que podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que percibimos el mundo no como realmente es, sino como lo que creemos que es. Si he logrado con éxito el objetivo de este ensayo, comprenderemos que aquello que llamamos realidad, pocas veces trató sobre «ver para creer», sino justo de su imagen especular: «creer para ver». Nuestra esencia humana por la cual interpretamos constantemente el mundo que nos rodea, pasa desapercibida cuando hacemos el gesto de conocer algo, pues creemos que lo que captan nuestros sentidos es independiente de lo que pensamos acerca de aquello que captamos. Sin embargo, es inevitable que estos mecanismos psicológicos se entrometan cuando interactuamos con nosotros mismos, con nuestro vecino o con alguien que ni siquiera conocemos, incluso con un individuo de otra especie. Pese a que no podemos escabullirnos de nuestra esencia psicológica, podemos intentar comprender el funcionamiento de esta naturaleza mental que tanto nos caracteriza, con la enorme complejidad que eso conlleva. El primer paso para ello es aceptar que la cosmovisión que hemos construido acerca de nosotros, los animales y el universo, depende de la época específica en la que hayamos crecido y que esa realidad que pretendemos conocer posee unos los límites que nos impone nuestro propio nivel de comprensión de las cosas.

En este libro hallarás un cuestionamiento al tipo de creencias que los humanos hemos construido con respecto a los animales y veremos cómo estas influyen en los comportamientos que mantenemos para con ellos. El poder de estas creencias radica en que forman parte de una identidad social mediante la cual nos categorizamos a nosotros como humanos, en contraposición a lo que creemos que son los animales. Desde esta perspectiva, suceden una serie de fenómenos psicológicos que pueden explicar el por qué nos sentimos separados de otras especies, por qué tratamos a los animales como meros objetos o instrumentos al servicio de nuestros intereses humanos, por qué los consideramos inferiores o por qué los discriminamos. Sin embargo, lo más importante de este acercamiento sobre la nuestra naturaleza psicológica mediante la que interpretamos el mundo, es comprender por qué nos resulta tan difícil cambiar las convicciones que tenemos acerca del mundo, de los animales y de nosotros mismos.

Tras varios años de reflexión sobre las creencias que respaldan nuestra discriminación hacia los animales, me sentí con la libertad de crear una hipótesis psicológica que decidí llamar «LICE», con la finalidad de ofrecer una explicación a lo que hoy conocemos como especismo, es decir, la discriminación que sufren los animales por el hecho de no pertenecer a nuestra especie. No sabría decir el momento exacto en el que se me ocurrió esta explicación, ni tan siquiera sabría describir cómo llegué a ella, pero lo que sí puedo decir es que me he basado en el humilde conocimiento que poseo sobre la psicología que hay detrás de los prejuicios y sobre mi propia experiencia humana. Aunque lo que se conoce acerca de nuestros mecanismos psicológicos en el ámbito de los prejuicios proviene de las interacciones que se dan entre los humanos, he extrapolado toda esta amalgama de fenómenos a la interacción entre humanos y animales. Al fin y al cabo, aunque cambie el objeto con el que interactuamos, no podemos desprendernos de los procesos mentales que nos humanizan. Y pese a que pueda haber cambios en nuestros comportamientos si tratamos con realidades que nos parecen diferentes, como son «humanos» y «animales», en el fondo los mecanismos psicológicos que rigen la interpretación que hacemos de las cosas son exactamente los mismos. Mientras LICE permanece a la espera de ser confirmada en el ámbito académico, nos servirá para reflexionar sobre las creencias automáticas que hemos asociado a los animales y descubriremos cómo la mayoría de ellas no tienen un respaldo científico que las sustente. Seremos testigos de cómo nuestras creencias configuran a los animales para amoldarlos a lo que pensamos acerca de ellos, sobre todo si está en juego nuestra identidad como humanos. Aunque pudiera dar la sensación de que este libro trata en su mayor parte sobre los animales, más bien trata sobre quiénes somos nosotros a través de ellos.

Antes de dar paso a los capítulos, me gustaría enfatizar algunos detalles sobre el contenido de este ensayo. En primer lugar, considero necesario recalcar que todo lo descrito sobre los procesos y fenómenos, psicológicos y sociales, que se dan en nuestra interacción con los animales, se suponen y entienden dentro del marco cultural en el que vivimos. Además, esto implica que todo aquello que se refiera a nuestra consideración ética y moral hacia el resto de los animales, pese a que podría aplicarse transculturalmente, se supedita al contexto social occidental.

En segundo lugar, por cuestiones prácticas y para evitar malos entendidos, cada vez que utilice el término «persona» estaré haciendo alusión, única y exclusivamente, a un miembro de la especie humana, aunque se puedan considerar personas a otros animales. Por ejemplo, Sandra fue una orangutana que se consideró persona no humana por una sentencia en Argentina en el año 2014.1 De igual modo, tampoco usaré el término «animal no humano» para referirme a individuos de otras especies, ya que utilizaré la forma más habitual y normalizada de referirnos a ellos con el término genérico de «animales».

En tercer y último lugar, para evitar que ciertas partes de la lectura de este libro fueran demasiado cargantes, he omitido algunas definiciones de ciertos conceptos que a menudo se utilizan en psicología. En este sentido, me disculpo de antemano si el lector desconoce algún término, y si se diera el caso, le invito a que indague sobre su significado para que pueda adquirir una comprensión más cercana de lo que trataremos en este ensayo. De cualquier forma, estoy segura de que esta situación será una excepción y no la regla.

Espero que el lector disfrute del contenido de estas páginas tanto, o más, que yo al escribirlas, aunque no voy a mentir, también ha sido un duro trabajo de investigación sobre el tema que aquí trato durante tres años de mi vida. El libro que sostienes en tus manos es la transformación de lo que empezó siendo un desahogo personal a lo que es hoy: un planteamiento psicológico. Realizaremos un viaje sobre los animales y sobre nosotros, en el que convergen cuestiones de psicología, planteamientos éticos, historias personales, realidades dolorosas, mentiras enmascaradas, datos irrefutables, sorpresas inesperadas y confesiones profundas. Es posible que tras finalizar este libro tu manera de pensar acerca de los animales permanezca inmutable o quizá nunca vuelvas a verlos como solías hacerlo. ¿Quién sabe? En cualquier caso, el cometido de este ensayo se verá cumplido si al menos se ha abierto una posibilidad, aunque sea solo una, de cambiar nuestras creencias acerca de nosotros mismos.

1. La brecha

Si te dijera que eres un animal, es probable que lo aceptaras sin que te perturbara demasiado. Seguramente eso sucede porque en el fondo, lo estás considerando como una característica periférica de tu identidad. De esta forma, podemos admitir por momentos que somos animales a un nivel intelectual, entendiendo que biológicamente existe esa categoría en la que podemos estar incluidos, pero aquello que nos dictamina quiénes somos realmente es un sentimiento que nace de la palabra «ser humano». El sentirnos raros, incómodos o incluso imprecisos cuando nos definimos de forma identitaria como «animales», no es arbitrario, ya que el núcleo de nuestra identidad radica en aquello que creemos que nos diferencia de ellos. Dicho de otra forma, no consideramos que seamos solo animales, sino que somos algo más que eso: somos humanos. Así, los animales forman parte de una categoría independiente a nosotros, que si acaso pudiera complementar nuestra identidad, pero jamás sería el núcleo de lo que consideramos verdaderamente «humano». Es decir, entendemos que la animalidad puede ser una pequeña porción de nuestra identidad como humanos, pero no representa la totalidad de lo que nos identifica como tales. De este modo, la humanidad nunca aparecerá representada como parte de los animales, ni siquiera en una pequeña fracción. Esto explica por qué damos por sentado que los humanos podemos tener características animales, pero los animales en raras ocasiones adquieren características humanas.

Antes incluso de tener conciencia sobre ello, en nuestro período de socialización construimos nuestra identidad en base a la distinción entre dos imágenes contrapuestas: «el ser humano» y «los animales». Los libros infantiles, las películas, la publicidad, nuestro lenguaje o directamente lo que hay en nuestro plato para comer, comienza a cavar en la tierra el hoyo que se convertirá más adelante en una franja que dividirá nuestro mundo del de ellos. Se convertirá en una paisana invisible difícilmente perceptible. Cuando te das cuenta de esa brecha, es demasiado tarde, pues ya estará en lo más profundo de lo que has construido como respuesta a la pregunta: ¿quién soy? Esta identidad asegurará que no confundas nunca quién eres tú y quiénes son ellos, pues nosotros somos una cosa y ellos son otra. Así, la brecha distinguirá a la naturaleza o animal de lo humano o la persona. Por normal general, hemos crecido con el aprendizaje implícito de que la palabra «animal» no tiene nada que ver con nosotros. Incluso se nos hace raro no convivir con esa separación, puesto que la separación misma es nuestra forma de experimentar el mundo. Esta brecha pasará a formar parte de nuestras obviedades, aquellas cosas que nunca nos cuestionamos. Y para nosotros es tan obvio, que no necesitamos ponerlo en duda ni tampoco dar explicaciones que argumenten dicha separación. No niego que sea sano para nuestra arquitectura mental tener la sensación de que sabemos quiénes somos separándonos del resto de animales, pero también puede que se convierta en una trampa mental y un filtro del mundo que no nos permita plantearnos otras posibilidades. Dar por sentado que conocemos lo que está al otro lado de la brecha puede aportarnos seguridad, pero no nos garantiza que no podamos estar equivocados. Del mismo modo, aunque esa brecha ha contribuido a que construyamos una identidad aparentemente estable, nada nos garantiza que la misma existencia de la brecha sea real. Podría incluso llegar a ser una ilusión de construcción identitaria, pues más que basada en hechos demostrados, está basada en un cúmulo de prejuicios y motivaciones humanas específicas que se alejan de lo que los humanos entendemos por ser objetivos. A lo largo de este libro te expondré todas mis razones para creer que la separación entre el humano y los animales es ilusoria, basada generalmente en creencias erróneas y poco cuestionadas.

Cuando asimilamos nuestra identidad en contraposición a la imagen de los animales, realmente llegamos a creer que el mundo no tiene posibilidad de ser de otra manera. Aquí es donde radica la trampa mental por la que nos decimos frases como «las cosas son así». Incluso nos lleva a pensar que esa brecha es natural y normal, pero lo cierto es que es una construcción humana. Siendo más precisos, es un invento del ego humano, pues no es más que una forma de categorizar el mundo viviente que se ha convertido en una costumbre alimentada por nuestro afán de superioridad y nuestro anhelo de sentirnos especiales.

Cuando por cualquier circunstancia, la vida te señala el abismo que conforma esa brecha y te asomas a observarlo, da miedo. No por lo profundo que pueda llegar a ser, ni por los kilómetros mentales que puedan separar el mundo animal del humano, sino porque resulta difícil de encajar que un abismo tan grande siempre formara parte de ti y no te dieras cuenta. Sospecho que sucede algo parecido a lo que dijo una vez Nietzsche: «Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti». Supongo que mirar hacia ese abismo implica al mismo tiempo mirar hacia dentro de ti mismo. Ese abismo es como un reflejo de una parte de nosotros que nunca pudimos ver, pero que sin embargo, hemos utilizado para defender quiénes somos; para luchar por nuestros derechos; para creer que el mundo gira a nuestro alrededor; para sentirnos especiales; para abarcar más de lo que necesitamos; para sentir que tenemos privilegios sobre otras especies y para no dar explicaciones de cómo decidimos tratarlas. Por momentos es incomprensible que algo tan grande como la identidad humana que hemos construido sea invisible a los ojos. Comprender las raíces profundas de tu identidad requiere un proceso de asimilación, porque literalmente, es como si se te cayera el mundo. A veces ni siquiera es necesario que se desmorone por completo esa construcción de identidad, tan solo observarla ya es una revolución individual, un potencial cambio de paradigma, porque es posible que pueda llevarte a cuestionar todos tus cimientos. Más que deshacerte de tu identidad humana, empiezas a ver a los animales de forma diferente, no porque ellos hayan cambiado, sino porque tú dejas de identificarte con la separación. Es como cambiar de gafas a través de las cuales ves el mundo. En ese camino de observación de la propia identidad puedes empezar a cuestionarte si en realidad existe ese abismo. Al igual que sucede con una ilusión óptica, no es que dejes de ver tu lado y el otro lado de la brecha, sino que comprendes que es fruto de una interpretación humana de la realidad, y como tal, puedes creértela o no. En definitiva, ser consciente de las raíces de nuestra identidad nos ofrece la oportunidad de ver que la existencia de una brecha entre humanos y animales es una de las muchas posibilidades de interpretar el mundo. Si somos capaces de no creernos ese abismo que hemos inventado, nuestros conceptos y esquemas tienden a reinventarse para hacerse coherentes con nuestras nuevas creencias escépticas. Paradójicamente, nos convertimos en una mente que pone en duda sus propias creaciones mentales. A partir de este punto, es fácil imaginar que ya nada vuelve a ser como era antes y ese viaje mental se convierte en un camino de no retorno.

Las cartas sobre la mesa

Vamos a empezar por la pregunta más básica de todas, pero no por ello más fácil de responder: ¿por qué hemos necesitado crear esa brecha para distinguirnos del resto de animales? Y digo «necesitado» porque no parece tan apremiante distinguir a un gato o a una vaca del resto de animales. De igual modo, no parece interesarnos diferenciar a un chacal del resto de especies. En nuestra forma de ver el mundo no existe la expresión «el león y los animales» o «el bonobo y los animales». Sin embargo, «el hombre y los animales» está por todas partes. Es omnipresente. Si soy honesta, no sé responder a la pregunta. No sé si ha sido el desarrollo del sentimiento de orgullo lo que ha propiciado el desear distinguirnos del resto, o si ha sido una forma de proteger nuestra autoestima, o ambas al mismo tiempo. Quizá la separación solo sea un paso intermedio en nuestra historia y no el final de la misma. Puede que solo después de separarnos de la manera con la que lo hemos hecho, nos sirva para tomar perspectiva y desde lo lejos, darnos cuenta de la unicidad presente en todos los animales. Realmente, no tengo idea del motivo original que nos llevó a construir muros en vez de puentes, pero seguramente una pista podría encontrarse en la utilización de los animales para servir a los humanos. Esto último fue lo que el profesor y filósofo Óscar Horta me sugirió en una de nuestras conversaciones. De lo que sí podemos estar seguros, es que esa brecha se ha socavado tanto, que a veces tenemos que recordarnos el simple hecho de que nosotros también somos animales. Aunque nos sintamos tentados a pensar que somos animales especiales, lo cierto es que todos los animales son especiales en determinadas características o facultades. Por supuesto que hemos desarrollado unas facultades que son únicas, pero igual de únicas que otras facultades de otros animales. Por lo tanto, supongo que el impulso psicológico de sentirnos especiales es otro de los motivos por los que nos hemos visto impulsados a mantener esa brecha.

Cuando algunas personas se muestran ofendidas si perciben que se está comparando a un humano con un animal de forma que se insinúa que ambos son semejantes, es porque en estas personas ni siquiera la animalidad forma una pequeña característica de la identidad humana. En su arquitectura mental, animales y humanos son categorías completamente diferentes. Sería semejante a cuando categorizamos a las plantas en relación a los humanos. En este tipo de personas, su ofensa hace evidente hasta qué punto temen que esa brecha se estreche o desaparezca. Desde luego, no pretendo decir que sea un proceso sencillo, ya que no solo influye la brecha en sí, sino las creencias y los motivos que depositamos en ella para mantenerla. Normalmente, esas creencias adquieren dos polaridades: en una se encuentran las características negativas o ausentes que se cree que poseen los animales; y la otra serían las características positivas o definitorias que se creen particularidades de los humanos. Cuando una persona se ofende con la comparación entre un humano y un animal, lo que su mente hace es creer que esas creencias negativas de los animales pasarían a formar parte de la condición humana y por tanto, pasarían a formar parte de su identidad. Este proceso de transferencia negativa de ciertas características animales hacia la identidad humana es tan incómodo para nuestra autoestima, que a veces la misma comparación se puede convertir en un insulto. Por ejemplo, si nos ofende que nos digan que nos parecemos más a un cerdo de lo que nos imaginamos, es porque no atribuimos ninguna característica positiva relevante a ese animal. Además, probablemente suceda que de manera inconsciente, para sostener la coherencia mental de nuestras creencias de superioridad, el simple hecho de imaginarnos que tenemos aspectos en común con un cerdo, implicaría que los seres humanos podrían ser tratados con la misma crueldad con la que se tratan a los cerdos. La búsqueda de coherencia hace que en esa situación imaginada de vulnerabilidad hacia nuestra identidad, se rechace hasta la más mínima comparación que implique cierta semejanza. Esto me recuerda a lo que relataba Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido: «El aspecto más lacerante de los golpes era el insulto implicado en ellos. […] Recibí un duro golpe en la espalda, […] minutos antes, el mismo guardia nos había dicho que los “cerdos” como nosotros no teníamos espíritu de compañerismo».1 Este es un buen ejemplo de dos cosas en cuanto a nuestra construcción identitaria. Primero, podemos ver cómo cuando creemos que atacan nuestra identidad, nos resulta más dañino que nos llamen «cerdos» a que nos golpeen en el cuerpo fuertemente. Y segundo, también ilustra cómo los guardias transfieren ciertas características negativas de los animales a los humanos para despojarlos de su identidad humana. Realmente, lo que sentimos cuando nos comparan con un cerdo es que nuestra esencia humana desaparece. Dejamos de ser un humano distintivo y pasamos a ser un animal que ha perdido todo por lo que sentirse digno. Nos parece como si el valor humano desapareciera de un plumazo, y en este caso, eso dice mucho acerca del valor que le otorgamos a los cerdos. Ser un cerdo desde nuestra perspectiva humana más extendida de identidad equivale a no ser nadie o lo que es lo mismo, pasamos de ser «alguien» a convertirnos en «cosa».

En el intento de acercamiento entre el humano y el animal, pueden ocurrir al menos dos interpretaciones que son el motivo por el que rechazamos esta situación. Aquí me detengo para hacer una aclaración. Aunque te hayas podido imaginar la brecha como un abismo que separa dos terrenos a la misma altura horizontal, en realidad, nuestra forma de entender el mundo se asemeja más a esa misma brecha pero, añadiendo el eje vertical. Es decir, tenemos que añadir el «arriba y abajo» e imaginar que uno de los terrenos está muy por encima del otro. Por lo que el resultado final son dos terrenos, uno de ellos con una altitud mucho mayor que el otro, y además, separados por una enorme distancia horizontal. Podríamos incluso imaginar que es la misma diferencia de altitudes la que genera la brecha, pero eso ya sería complicar demasiado las cosas. Creo que con lo dicho, se puede captar la particularidad de lo que significa ese abismo. Teniendo esto en cuenta y volviendo a la doble interpretación del acercamiento animal-humano, puede ser que el acercamiento se interprete como una forma de rebajar al humano o puede ser que se interprete como una forma de elevar a los animales. Ninguna de las dos opciones son bienvenidas para nuestra forma de entender las cosas. La primera, porque el ser humano se siente despojado de su valor como individuo, al verse rebajado, mutilado, dividido hasta convertirse en algo sin valor alguno. La segunda, porque a muchos les incomoda posicionar a los demás animales en un lugar que supuestamente, no les corresponde. Elevar a los animales sería una forma de contravenir los esquemas mentales que ya se han forjado (humanos arriba y animales abajo) y por ello, se rechaza ampliamente.

La siguiente pregunta básica que podemos hacernos es: ¿el lugar que nos hemos adjudicado tiene una argumentación racional o es fruto de convicciones humanas? Es evidente que las mismas palabras rebajar y elevar implican que automáticamente nos hemos colocado en una posición por encima del resto de especies, pero sería un buen punto de partida cuestionarse si realmente existe ese eje vertical. El proceso de categorización es una forma de ordenar y entender la relación jerárquica de las distintas especies de animales. Por supuesto, en congruencia con el motivo de protección de nuestra autoestima, es lógico que nos hayamos puesto en lo más alto de la jerarquía y casi como una categoría diferente al resto de animales.

Sería interesante comprobar qué pasaría en el hipotético caso de encuentro con otras especies extraterrestres. ¿Nuestra identidad se modificaría al alza tal y como hacemos con los demás animales? Si resulta que la especie extraterrestre es mucho más inteligente que la nuestra (que sería lo más probable si llegan hasta nuestro planeta), y fuera posible la comunicación con ellos, ¿tendríamos argumentos para defender que estamos por encima o al menos en el mismo nivel que la especie extraterrestre? ¿Aceptaríamos que esa especie se creyera por encima nuestra y por ende, pudiera realizar acciones que nos dañaran? ¿Acaso veríamos con buenos ojos a esos extraterrestres que se creen superiores a nosotros por el simple hecho de ser más inteligentes? ¿Aceptaríamos la supremacía del más inteligente si nosotros estuviéramos por debajo?

Con respecto al plano horizontal, ese en el que no existe el arriba o el abajo, tenemos que entender que admitir que la brecha existe en el plano vertical y cuestionar su veracidad, no quiere decir que se admita que todas las especies estén en el mismo punto del plano horizontal. Esto es como decir que todos somos iguales cuando son obvias las diferencias. La intención de desahuciar al eje vertical no es otra que reconocer que las diferencias que puedan existir entre unas especies y otras, no son una justificación para elaborar jerarquías que impliquen juicios de valor sesgados de manera positiva hacia los humanos. Más bien, es un reconocimiento a que dentro de esa diversidad interespecie hay una base general que nos une a todas. Si cuestionamos la importancia que le hemos dado a ese eje vertical, empezamos a preguntarnos si hay escalones de mejores o peores, porque ¿en qué nos estamos basando para decidir aquello que es mejor o peor? Se trata de reconocer que en las diferencias existe una igualdad que es mucho mayor que esas mismas diferencias que nos separan. A medida que nos adentremos en los capítulos de este libro, veremos que ese mar de unión es la consciencia, pero por ahora, quedémonos aquí.

Dos palabras, una historia

Ya hemos visto la brecha imaginaria con la hemos construido nuestra identidad, pero ¿qué hay de los significados que le damos a las palabras que utilizamos para definirnos y diferenciarnos de los animales? ¿Realmente importan? Lo primero que hay que mencionar es que estos significados son significados compartidos, es decir, la categoría «humanos» es una identidad social y por tanto, un gran número de personas comparten las características que les sirven para autodefinirse como miembros de la especie humana, junto con los significados emocionales y valorativos que conlleva pertenecer a dicho grupo. Una categoría social como es la especie a la que pertenecemos es la más general que podemos aplicarnos como identidad, ya que existirían identidades sociales intermedias como pudiera ser nuestra profesión, nuestra etnia, nuestro sexo… así hasta acabar con una identidad personal más concreta que sería única e idiosincrásica. Las categorías generales de «humanos» y «animales» llevan asociadas una serie de características compartidas que hace que las identifiquemos como tales, independientemente que seamos o no conscientes de ellas. Esto último se hace palpable cuando nos parece demasiado obvia la distinción entre nosotros y los animales, aún cuando no sabemos muy bien explicitar los motivos de dicha diferenciación.

En un primer intento de encontrar qué significados compartidos atribuimos tanto a nuestra identidad humana como a la categoría de los animales, busqué qué significados ofrece la R.A.E. Para la definición de humano dice: «Ser animado racional», y en cambio, para los animales: «ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso». De entrada, un primer significado compartido que se considera un atributo distintivo humano frente a todas las especies conocidas es la racionalidad. A día de hoy, aunque se pueda rebatir que esta afirmación no se ha podido comprobar, se puede argumentar que tampoco se ha demostrado lo contrario. Sin pretender entrar en un bucle infinito, hay que tener en cuenta que los significados compartidos a nivel social pueden no coincidir a nivel académico. Es decir, que lo que entendemos culturalmente por «razonar», puede tener significados diferentes según la rama que escojamos para su definición. Por ejemplo, en filosofía puede significar seguir los dictámenes de la lógica formal, sin embargo, en psicología adquiere un significado distinto, ya que se puede considerar que un humano es racional aunque no siga la lógica que se aplica en la filosofía. En el plano social, cuando nos identificamos como humanos, tenemos la intuición de saber qué es ser «racional», aunque si nos piden definir dicha palabra no sabemos muy bien lo que es exactamente. Las líneas de su definición se difuminan cuando buscamos ser precisos, aunque esto no tiene un efecto semejante en las líneas que trazamos para nuestra identidad frente a los animales. Creo que cuando socialmente nos referimos a «animal racional» tendemos a considerar el razonamiento como aquel que se asemeja más a la lógica de la filosofía, pese a que muchos experimentos psicológicos demuestran que cuando razonamos, no seguimos las reglas formales lógicas, sino que pensamos, actuamos y decidimos a menudo guiados por otros factores que se podrían considerar irracionales.

Más allá de la búsqueda de una definición psicológica unánime para limitar qué entendemos por razonar, podríamos preguntarnos si realmente lo que entendemos a nivel social por razonamiento es lo que nos caracteriza como especie. Bajo mi juicio, los humanos, primero y ante todo, somos seres emocionales, más que racionales. No quiero decir que no podamos razonar (siguiendo la lógica formal o no), de hecho, lo hacemos en muchas ocasiones, pero ¿realmente este atributo nos define o más bien es algo periférico que podemos hacer si se dan unas condiciones específicas clave? Según Google, el escritor Anatole France afirmó que «de todas las formas de definir al hombre, la peor es la que lo hace un animal racional». Por su parte, Unamuno fue uno de los filósofos que se opuso a la definición del ser humano como esencialmente racional diciendo que «el hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado».2 Respondiendo a Unamuno, creo que no se ha generalizado la definición identitaria de ser humano como animal emocional porque era obvio que esa coletilla afectiva se podía encontrar en otros animales fácilmente. Así que, al ser una identidad social, elegimos la que creímos que sí nos diferenciaba de ellos: la racionalidad, pese a no ser un atributo que en esencia nos caracterice. Aunque se crea popularmente lo contrario, ni el intelecto está separado de las emociones, ni las emociones del intelecto. Esta separación ficticia solo sirve de ayuda para entender nuestra naturaleza psicológica. Por su parte, nuestra identificación como seres humanos siendo una de sus características distintas ser un «animal racional» viene motivada, a parte de por el afán de distinción, por el hecho de pensar que cualquier ser humano podría hacer uso de la lógica si se lo propusiera, habiéndose demostrado que aún siendo conscientes de los fallos lógicos que cometemos, seguimos incurriendo en elecciones «irracionales», sobre todo cuando se trata del proceso de categorización del que aquí hablo. Esto quiere decir que nos estamos definiendo en base a nuestro posible potencial (que no todos alcanzan a tener) y no en base a lo que realmente somos. En otras palabras, ¿un organismo se puede definir por lo que pueda llegar a hacer o por lo que realmente hace?

Nuestra mente tiene que analizar un número infinito de posibilidades con unas capacidades limitadas, por lo que ser racionales siguiendo la lógica formal de forma continuada sería demasiado costoso para tomar decisiones o elaborar juicios. Para ello, es común que utilicemos «atajos» psicológicos para aumentar la rapidez mental con la que respondemos en nuestra relación con los demás y con el mundo. Esa disminución de costes intelectuales tiene un precio, y es que el ahorro temporal no está concebido para que se actúe de la forma más racional posible en cada situación, sino que su objetivo es que nos desenvolvamos de la mejor manera al menor coste, pudiendo incurrir en multitud de errores. En psicología, a esos atajos se les da el nombre de heurísticos3, y precisamente, según mi forma de verlo, son estos (entre otras cosas) los que nos alejan de la idílica definición de «animal racional». Los heurísticos son procesos mentales automáticos e inconscientes que utilizamos en nuestro día a día, por lo que el razonamiento, tal y como viene siendo definido socialmente para los humanos, tiene poca cabida en nuestra verdadera naturaleza psicológica. Aun así, desde un punto de vista evolutivo, los heurísticos son muy provechosos, ya que actuar y decidir rápido con poca información podría significar la diferencia entre morir o seguir viviendo. Este ahorro cognitivo, como mencioné anteriormente, lleva en muchas ocasiones a errores sistemáticos, conocidos más comúnmente como sesgos cognitivos4. A lo largo de estas páginas, veremos algunos de los más conocidos y cómo se relacionan con la temática de este libro.

Volviendo a la definición de la R.A.E. de humano como «ser animado racional», busqué qué significado se le atribuye a la palabra «racional». Y antes de compartir su significado, me gustaría que el lector se fijara en cómo a continuación se hace evidente que cuando intentamos dar una definición de «racionalidad», aunque sea para definir nuestra identidad social, sus límites se escapan como la arena entre los dedos de una mano. Pues bien, según la R.A.E., «racional» es lo «perteneciente o relativo a la razón». Como esta definición no aclara demasiado el tema que estamos tratando, busqué «razón», y se define como la «facultad de discurrir». Como esta descripción es más ambigua que la anterior, busqué «discurrir», definiéndose con las siguientes acepciones: «1) inventar o idear algo; 2) pensar o imaginar algo; 3) pensar o reflexionar sobre algo». Con esta última definición podemos ver cómo lo que en un principio parecía un distintivo humano, la racionalidad, en realidad viene a significar algo así como «pensar, imaginar, idear o reflexionar». Solo nuestra arrogancia podría tener la osadía de creer que ninguna otra especie animal es capaz de pensar, imaginar, idear o reflexionar, por lo que llegados a este punto, nuestra seña identitaria empieza a tambalearse. Porfirio, en su libro Sobre la Abstinencia, nos lanza una importante reflexión al respecto: «[…] ¿En base a qué se podría demostrar que los animales no piensan? Nadie puede aducir una prueba de ello, y los que compusieron tratados parciales sobre los animales demostraron lo contrario».5 Por supuesto, cada especie piensa y delibera con herramientas psicológicas diferentes, unos más especializados en algunas facetas; otros en otras, pero en definitiva, pensar, es algo que muchos animales podemos hacer. Aun así, se puede seguir creyendo que los humanos pensamos de forma más compleja que otros animales. No niego esto, pero la capacidad de pensar y reflexionar ya no podría ser una característica distintiva de nuestra identidad humana. También es cierto que si se nos antoja pensar que nuestra especie puede razonar de forma natural, esto es, que es parte de nuestra naturaleza humana, entendiendo que dicha propiedad es producto de la evolución, ¿en qué razones nos basamos para negar que esa misma naturaleza no se encuentra también en otros animales?

Solemos decir de forma vaga y general que no es lo mismo ser un animal que un humano, pero la mayoría de nosotros seguimos sin saber de dónde nacen las razones para llegar a esa conclusión. Nos resulta tan obvio la distinción social que hemos construido utilizando como categoría opuesta a los animales, que no necesitamos de argumentos para defender esta postura. Hace unos días, vi la película La guerra de las corrientes, donde en una de las escenas el famoso Thomas Edison electrocutaba a un caballo hasta matarlo, en un intento de demostrar los supuestos peligros de la corriente alterna. Después de que el caballo yaciera fulminado, un hombre se dirige a Edison para que le diga la manera de electrocutar a presos destinados a muerte, con el convencimiento de que la electrocución sería una muerte más humanitaria que el ahorcamiento. La respuesta de Edison fue negarse rotundamente a prestarle sus conocimientos sobre electricidad para matar a humanos y se dirigió al hombre diciendo: «No es lo mismo un caballo que una persona».6

Hagámonos las siguientes preguntas. Realmente, ¿qué nos distingue de un caballo? ¿Y de un perro? ¿Y de una gallina? ¿Y de una ballena? ¿Y de una urraca? Podemos pensar que nos diferenciamos en todo, empezando por nuestro cuerpo físico. Cuando enfrentamos nuestra identidad social como humanos con otros animales, sin darnos cuenta estamos metiendo a todos los animales en un mismo cajón. De repente, las miles de especies de animales que se conocen hasta el momento, son todas muy parecidas e iguales frente a nosotros, que somos únicos y diversos. Todas y cada una de las especies que habitan este planeta poseen facultades que las podrían diferenciar del resto. Ahora bien, la propia manera de formular la pregunta es una trampa, pues hace que nos centremos en las diferencias, dejando a un lado una similitud importante, que como vaticiné más arriba, es la que verdaderamente atañe cuando nos adentramos en cuestiones éticas y no identitarias. En cualquier caso, no se trata de que ignoremos que hay diferencias físicas, psicológicas o todas aquellas que se nos puedan ocurrir, ¡por supuesto que las hay! Sino que damos por hecho que esas diferencias nos hacen un animal superior a todos los demás y por eso, pensamos que merecemos incluso una categoría a parte como es la de ser persona. De hecho, es esta condición de superioridad lo que a la mayoría nos resulta obvio no tener que explicar, pero te aseguro que cuando empiezas a profundizar en esas diferencias, esa superioridad empieza a diluirse como las definiciones que manejamos habitualmente para identificarnos con lo que creemos que somos.

Podemos llevar al extremo nuestra concepción del mundo y girar la tortilla a nuestra manera habitual de contraponer «humanos» y «animales». Supongamos que somos un perro que piensa como nosotros, y la respuesta que damos a alguien que nos pregunta por qué un perro es superior a otros animales, sería: «pues porque no es lo mismo ser un perro que ser un animal». Si fuéramos una gallina, responderíamos: «no es lo mismo ser una gallina que ser un animal». Y si fuéramos una ballena responderíamos: «pues, por supuesto que no es lo mismo ser una ballena que ser un animal». ¿A que suena de lo más absurdo y raro? Incluso a mí me lo parece. Haciendo este juego de intercambiar papeles, te das cuenta que es obvio que hay diferencias entre las especies de animales, pero más obvio resulta que nuestra identidad es una construcción subjetiva cargada de sentimientos y juicios de valor que nos separa del resto de animales. Es algo que está tan arraigado en nuestra manera de clasificar el mundo que llegamos a creer que realmente esa cosmovisión es una copia de la realidad. No podemos confundir el mapa con el territorio. En este caso, construimos mapas identitarios, pero los mapas no son el territorio en sí mismo, por no mencionar que de un mismo territorio se pueden elaborar mapas muy distintos.

Estamos acostumbrados a definirnos haciendo una distinción simplista de la realidad, como si solo hubiera dos especies: el humano y los animales. Esta forma de categorizar el mundo en grupos es típica de los humanos, y no es que sea negativa per se, pero puede dar lugar junto con otros fenómenos psicológicos a discriminaciones, como veremos más adelante. Cuando nos diferenciamos como grupo social de otro grupo, tendemos a ver al grupo externo, en este caso, a los animales, con atributos sacados de un mismo molde. Es decir, vemos a los animales con características muy parecidas entre sí, mientras que nosotros nos percibimos como diversos y variados. En psicología social se conoce a este fenómeno con el nombre de efectode homogeneidad relativa del exogrupo.7,8 Este efecto psicológico se ha estudiado cuando se comparan grupos de humanos, pero acaso, ¿no sucede algo parecido cuando categorizamos al resto de animales como un grupo determinado?

En parte, esta homogeneidad atribuida al exogrupo favorece que el resto de especies de animales pierdan su individualidad o rasgos que podrían otorgar autenticidad a un individuo. En otras palabras, a nuestros ojos, la homogeneidad exogrupal hace que los animales pierdan su individualidad y todo aquello que podría hacer único y distintivo a cada individuo. De esta forma, extendemos las características que creemos propias de ese grupo a todos los miembros que forman parte de él. Esto último tendrá una consecuencia clara que en psicología llamamos estereotipos. Si dividimos al grupo de animales en grupos más pequeños, podemos obtener estereotipos de dichos grupos que nos resultarán más cotidianos. Por ejemplo, los estereotipos hacen que creamos que los gatos son ariscos, que los elefantes tienen buena memoria, que los delfines son inteligentes y que los perros son fieles. El único inconveniente de este mapa mental es que se pierde la diversidad característica de los individuos en esa hegemonía impuesta por la mente humana. Si trasladamos este gesto a un grupo humano, sería como afirmar que los catalanes son tacaños. Sin embargo, habrá catalanes que sean tacaños y otros que no lo sean, incluso un mismo catalán podría mostrarse tacaño unas veces y otras no. Con el resto de grupos de animales sucedería algo parecido. Quien haya convivido con animales durante un periodo largo de tiempo o durante toda la vida de ese animal, habrá podido comprobar, no solo que los animales tienen personalidad y son individuos únicos, sino que además, esos rasgos individuales no se mantienen estables a lo largo del tiempo, sino que se van modificando, tal y como nos sucede a nosotros.

Los estereotipos negativos que hemos atribuido a los animales para construir nuestra identidad son la consecuencia de querer proteger nuestra autoestima alejándola de aquello que creemos que nos denigra. Es por ello que las palabras que usamos para describir a los animales no son fruto de la casualidad o la arbitrariedad, sino que son el reflejo de quiénes creemos ser. El cómo usamos las palabras, el cuándo las usamos y el para qué las usamos tiene una importancia monumental, pues desvelan nuestra manera de asimilar qué lugar ocupamos en el mundo. Las palabras no son entidades aisladas, sino que se entroncan con nuestra forma de clasificar el mundo, con nuestros sentimientos y con los valores culturales aprendidos en nuestro proceso de socialización. Nuestro lenguaje hace explícito lo que llevamos por dentro. Así, el lenguaje que usamos está lleno de expresiones que dan cuenta de los estereotipos que adjudicamos a los animales. Por ejemplo, cuando queremos expresar que alguien tiene pocas o nulas facultades mentales decimos: «cabeza de chorlito», «cerebro de mosquito», «no seas burro», «memoria de pez», «te repites como un loro», «estás como una cabra». Todas estas expresiones nos informan de los estereotipos que atribuimos a los animales relacionados con ser tontos, no tener memoria o estar loco. Otras expresiones hacen alusión a ser guarro o como vimos anteriormente, como insulto directo: «no seas cerdo». Otras aluden a ser cobarde: «eres un gallina»; otras a ser tacaño: «no seas rata». Luego, hay expresiones que se refieren a la categoría general de animales. Aquí estarían las que se refieren a la brutalidad de un acto: «no seas animal»; o a comportarse de forma irracional: «actuaron como animales»; y otras que denotan un maltrato o trato injusto hacia los humanos: «les trataron como a animales». Si nos fijamos, aquellos animales a los que atribuimos estereotipos negativos son los que aparecen como protagonistas de las expresiones despectivas hacia ellos: cerdos, gallinas, ratas, burros, peces, etc. En cambio, aquellos animales sobre los que tenemos un estereotipo positivo o porque sentimos cierta afinidad con ellos por su belleza o porque atribuimos ciertas características que valoramos, entonces aparecen en nuestras expresiones positivas: «vista de águila», «eres un lince» o «fiel como un perro».

El hecho de que las expresiones de nuestro lenguaje estén basadas en nuestros estereotipos acerca de los animales, casi con seguridad nos muestra que nuestra percepción no es representativa de la realidad. Insisto, el mapa no es el territorio. Por ejemplo, la expresión «te repites como un loro», ha sido puesta en entredicho gracias al trabajo de la científica Irene Pepperberg. El estudio lo llevó a cabo con su mascota, Alex, un loro gris africano que se hizo famoso porque, entre otras cosas asombrosas que Alex podía hacer, las palabras que aprendió pasaron a formar parte de su vocabulario y las utilizaba con una intención claramente comunicativa, con el objetivo de expresar algo en concreto. Alex aprendió a poner etiquetas a numerosos objetos, sus formas y colores, y también aprendió a expresar estados afectivos con palabras humanas. El lenguaje de Alex iba mucho más allá de la mera repetición sin sentido. Este loro consiguió hacer trizas la famosa expresión que menospreciaba a los de su especie y se hizo famoso porque consiguió desterrar el mito de que en el cerebro de los loros hay poco más que ecos de sonidos externos.

Hay otra expresión que tampoco se ajusta a la realidad: «no seas rata». Pues bien, Inbal Ben-Ami Bartal y su equipo comprobaron que estos animales ayudaban a sus congéneres promovidos por la emoción de la empatía. En una primera fase, el experimento consistió en enfrentar a una rata libre a una compañera encerrada en un pequeño contenedor transparente. Tras varias sesiones, la rata libre aprendió a abrir de forma intencionada la jaula de la otra rata, comportamiento que sin embargo, no realizaban cuando el contenedor estaba vacío o cuando contenía algún objeto. La siguiente fase del experimento fue colocar dos contenedores contiguos: uno con un trocito de chocolate; y el otro con una rata atrapada dentro. Se comprobó que las ratas abrían la jaula de su compañera y luego, abrían el contenedor con el chocolate para compartirlo. Los científicos concluyeron que «las ratas se comportan de forma prosocial en respuesta a la angustia de un congénere, proporcionando una fuerte evidencia de las raíces biológicas del comportamiento de ayuda motivado por la empatía».9

Cuando el mundo se divide en grupos

Existe toda una amalgama de efectos psicológicos como consecuencia de la categorización por grupos que hacemos los humanos para hacer comprensible la información que procesamos del mundo. Como hemos visto, la brecha humano-animal no es más que una separación por grupos para construir nuestra identidad social. Es tan importante para nosotros saber quiénes somos y a quién pertenecemos, o por lo menos sentir la seguridad de que tenemos la certeza de saberlo, que todo aquello que percibamos como un ataque a dicha identidad, será motivo suficiente para movilizar sentimientos de defensa. Este tipo de actitudes defensivas se suelen dar con más frecuencia en individuos que sienten una gran identificación con su grupo de pertenencia y también es más probable que aumente la identificación grupal en un contexto de amenaza a la identidad. Para nosotros, pertenecer a un grupo es un refugio psicológico. Cuando nos sentimos «humanos» frente a los «animales», estamos reforzando nuestra autoestima a través del grupo y cuando percibimos que alguien puede amenazar esa identidad, en parte experimentamos que está en peligro nuestro yo social. Es normal que queramos proteger ese «quién soy» con respecto a otro grupo porque es lo que da sentido a gran parte de lo que hacemos en este mundo como humanos.

Otra consecuencia psicológica de dividirnos en grupos es la conocida como sobre-exclusión endogrupal. Este fenómeno consiste en la tendencia general a definir criterios más estrictos para aceptar a alguien en el propio grupo que a rechazarlo como miembro del exogrupo.10 En otras palabras, para que un individuo entre a formar parte de nuestro grupo se lo ponemos muy difícil y, como consecuencia, resulta muy fácil rechazarla. Una vez más, esta clase de procesos se han estudiado en grupos humanos, pero a mi juicio parece bastante parecido a lo que se hace para admitir la posibilidad de entrada de otra especie a nuestro grupo. Básicamente, lo que hacemos es poner los criterios de inclusión grupal tan altos, que efectivamente, ninguna otra especie los puede lograr y queda descartada su inclusión. De esta forma, sentimos que está justificada la exclusión del grupo y se mantiene el statu quo o lo que es lo mismo, se mantiene intacta nuestra identidad social. Resulta curioso que, como cada vez hay menos papeletas de que exista una exclusividad humana en cuanto a capacidades psicológicas se refiere, cada vez ponemos criterios más estrictos para seguir separando a los humanos de los animales, es decir, el efecto de sobre-exclusión es más intenso que nunca. Un ejemplo llamativo de este fenómeno lo encontramos en el ámbito del lenguaje. Como ya no se puede descartar rotundamente que otros animales no posean un lenguaje, el lingüista estadounidense Charles Francis Hockett propuso, nada más y nada menos, que una lista de dieciséis criterios característicos del lenguaje humano.11 La conclusión a la que llegaron otros psicólogos a partir de esa lista de criterios es que «ningún sistema animal reúne juntas las dieciséis propiedades» (la cursiva es mía).12 El hecho de que se descubra que algunos animales cumplen con varios de los criterios de la lista propuesta, que anteriormente se daban como exclusivos del lenguaje humano, hace que percibamos una amenaza a nuestra identidad social. La única manera que encontramos de calmar la incertidumbre que nos produce perder parte de nuestra imagen es elevar aún más los estándares de inclusión en nuestro grupo para sentirnos a salvo de los intrusos.

En el contexto de los estudios con animales, generalmente lo que los humanos llevamos haciendo durante años no es estudiarlos para descubrir cómo son y qué hacen sin más, sino que hemos pretendido, supongo que sin querer, encontrar a toda costa las diferencias para reafirmar quiénes somos. Esperábamos encontrar aquello que nos diferencia de los animales porque el punto de partida siempre fue nuestra imagen como humanos. Quiero decir con ello que el acercamiento a los animales estuvo previamente sesgado por lo que pensamos acerca de nosotros mismos. Esto hace que tendamos a fijarnos en las diferencias que nos separan de ellos porque es lo que contribuye a reforzar nuestra identidad. Cuando ejercemos un juicio de valor negativo hacia los animales con respecto a esas diferencias encontradas, lo que pretendemos es elevar nuestra autoestima a través de nuestra identidad social. Es probable que, por este motivo, la búsqueda de diferencias en las investigaciones pasara a ser un tipo de obsesión enmascarada. Además, este refuerzo y reafirmación de nuestra imagen nos permite justificar nuestra posición de dominación, posesión y supremacía que ejercemos contra los animales.

El hecho de que nuestra autoestima esté de por medio cuando nos identificamos con un grupo social, da como resultado que se emitan juicios de valor que normalmente son positivos para nuestro grupo y negativos para el resto de grupos. En el caso de los humanos y los animales, estos juicios se resumen en adjetivos como superiores o inferiores, respectivamente. No se trata de negar que haya diferencias en las facultades de las distintas especies de animales, pero eso no hace necesariamente a unos superiores y a otros inferiores, sino en todo caso, diferentes. Cuando entendemos que nuestra valía personal está de por medio al compararnos con otras especies, podemos comprender que no estamos procesando la información exterior de forma objetiva, sino que estamos sesgados por nuestra motivación a proteger nuestra imagen. Puede que en un intento por creer que podemos ser objetivos, nos vengan pensamientos a la mente de que el ser humano es el único que ha transformado su realidad con la invención de instrumentos técnicos, el único que ha desarrollado herramientas muy sofisticadas para su propio beneficio, el único que ha salido al espacio exterior o el único que ha burlado las leyes que gobiernan su cuerpo. Por supuesto, no seré yo la que niegue esa realidad humana y me parece fascinante que hayamos logrado este tipo de cosas, pero ¿significa eso necesariamente que somos mejores o superiores? Muchos responderían que sí, pero el ser humano también ha conseguido realizar hazañas que ninguna otra especie ha logrado que consideramos perjudiciales para nosotros y para la vida en el planeta. Si nos focalizamos en que ese mismo desarrollo tecnológico es una de las cosas que está propiciando la destrucción de nuestro único hogar quizá, ya no pensaríamos que somos mejores, puesto que ninguna otra especie ha causado tanta destrucción a los demás y a su entorno.

La segregación del mundo en grupos nos ha resultado útil para manejar tanta información, pero no puede ser una clasificación objetiva de la realidad, porque está sesgada desde el momento en el que entra en juego nuestro valor intrínseco cuando nos comparamos con otros grupos. Comprender esto es el primer paso para aceptar quiénes somos y cómo funcionamos en realidad. Evidentemente, no podemos escapar de esta naturaleza humana, pero la respuesta sensata no sería negarlo o resignarnos ante ello, sino darles la bienvenida a los procesos psicológicos que dan forma a nuestro pequeño mundo. Este gesto de aceptación activa implica admitir que nos encontramos construyendo de una determinada manera nuestra identidad y la del resto, pero al fin y al cabo, es solo eso, una construcción entre muchas otras. Comprender en su totalidad que lo que creemos que somos es una posibilidad de segregar el mundo entre otras posibles, hará más probable que no nos tomemos la vida tan en serio. En definitiva, lo único que hacemos tomando esta actitud es hacernos más conscientes de nuestra esencia humana y con suerte, trasladaremos nuestra identidad a algo más intangible que las meras apariencias físicas o los supuestos comportamientos que hoy creemos que nos hacen superiores.

2. Los clavos

En el capítulo anterior hemos visto cómo la separación entre el ser humano y los animales se debe a una razón muy profunda sobre la búsqueda del sentido de quiénes somos y qué hacemos aquí. La psicología puede ayudarnos a entender el resto de fenómenos mentales que se derivan de esta condición básica, pues aunque podemos indagar en nuestro pasado acerca de los hechos históricos que nos hicieron escoger un camino y no otro con respecto al trato que le damos a los animales, considero que es más provechoso comprender los procesos psicológicos que subyacen a nuestra forma de entender el mundo. No quiero decir que tales circunstancias pasadas no tengan relevancia, pero no creo que sea tan importante conocer quién dijo qué, cuándo empezó tal idea o quiénes les siguieron detrás, para descubrir nuestra verdadera esencia psicológica. En otras palabras, darse cuenta de que las creencias que adjudicamos a los grupos van cambiando con el paso del tiempo puede ser conveniente en un análisis superficial, pero comprender cómo nuestra mente crea, maneja, une, transforma y mantiene esas creencias a lo largo de una vida sin importar qué tipo de creencias sean o quiénes son los portadores de ellas, va a aportarnos una comprensión más profunda de quiénes somos.

En el pasado, los estereotipos negativos que asociamos a los animales pudieron tener el amparo de no tener información suficiente sobre ellos, pero hoy en día la cantidad de información es tal, que podemos afirmar que dichas creencias tienen poca evidencia científica. Pese a las pruebas en contra, nuestras creencias negativas sobre los animales siguen cumpliendo una función identitaria para nosotros y es por ello que tanto nos cuesta desprendernos de ellas o en su caso, modificarlas. Iremos viendo cómo esta condición da lugar a procesos psicológicos, como los sesgos cognitivos, que cumplen una función de protección de nuestra identidad.