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Era su amante, pero... ¿sería algún día su esposa? Desde el principio había habido una pasión incontenible entre Sophie y don Luis de la Cámara, pero ella debía regresar a Inglaterra... Sin embargo Luis fue en su busca para pedirle que volviera con él a España... para ser la niñera de su hijo... y su amante... Lo cierto era que aquello no era exactamente la declaración de amor que Sophie habría esperado. ¿Debía abandonarlo todo para estar con el misterioso hombre que había abandonado la esperanza de volver a amar? Sophie se dio cuenta de que quería al pequeño y, si había la menor posibilidad de conseguir que Luis acabara amándola, entonces la respuesta era... ¡sí!
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Seitenzahl: 163
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Sharon Kendrick
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una decisión arriesgada, n.º 1416 - julio 2017
Título original: Mistress of La Rioja
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-093-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL TELÉFONO sonó en un mal momento. Sophie, saturada de trabajo, lanzó una exclamación de impaciencia. Todavía le quedaba mucho por hacer, aunque había madrugado para ir al despacho.
Normalmente trabajaba desde las ocho hasta acabar lo que estuviese haciendo, sin importarle la hora, pero, por una vez, quería marcharse pronto y arreglarse con tranquilidad para una cita. Una cita excitante con Oliver Duncan, el dueño de la agencia de publicidad rival, Duncan’s. ¡Duncan era uno de los solteros de oro de Londres y todas sus amigas le envidiaban a Sophie su suerte!
Apretó la clavija.
–¿No te dije que no quería que me interrumpiesen, Narell? –dijo bromeando, porque sabía perfectamente que Narell era la mejor asistente del mundo y, si la interrumpía, sería por algo importante.
–Lo siento, pero quien llama no ha aceptado un «no» por respuesta. Ha insistido mucho –dijo Narell preocupada.
–Conque ha insistido, ¿eh? –repitió pensativa Sophie, haciendo una mueca–. ¿Quién es?
–Es… es… –tartamudeó Narell y se aclaró la garganta–, es Don Luis de la Cámara.
Luis. ¡Luis! ¡La sola mención de su nombre le causó a Sophie un sudor frío! Sintió excitación. Una excitación que le hizo un nudo en el estómago.
¿Qué tenía Luis de la Cámara? Ya sabía la clase de hombre que era: frívolo y sexy. Y además, tenía dueña. Y, sin embargo, Sophie, tan calmada y racional, que tendría que estar excitada al pensar en su cita con Oliver, miró el teléfono con el corazón desbocado. Oliver había pasado a un total segundo plano, reemplazado por la oscura presencia del hombre más formidable que había conocido en su vida.
Intentó recobrar la compostura y se preguntó por qué el arrogante español la llamaba allí, al trabajo, de forma tan insistente. Lamentando el día en que su prima se había casado con él, Sophie dio una cabezadita reticente.
–De acuerdo, Narell, pásamelo.
–Bien.
Después de una pausa, Sophie oyó la voz inconfundible de Luis de la Cámara, profunda y sensual. A pesar de sus propósitos, sintió nuevamente la excitación, que le cubrió de rubor las pálidas mejillas. «Está casado», se recordó, «y está casado con tu prima. Es un hombre al que desprecias, ¿recuerdas?» .
Se había propuesto sentir animadversión por él. Era mucho mejor odiar a un hombre que reconocer que la excitaba de una forma no solo turbadora, sino también inapropiada. ¿Cómo se podía sentir otra cosa que no fuese odio por él, que era capaz de mirar a una mujer con los ojos llenos de ardiente deseo a unos días de su boda con la prima de Sophie?
–¿So… phie?
La forma en que él decía su nombre, con un ligero acento español, le produjo a Sophie un estremecimiento. Nadie más lo decía de aquella manera. Quitó la función de manos libres del aparato y tomó el auricular.
–Sí, soy yo –respondió con tono profesional–. ¡Qué sorpresa, Luis!
–Sí –dijo él de una forma extraña, dura.
Su voz le produjo a Sophie una repentina premonición que la recorrió como un escalofrío.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó, con la voz aguda por el miedo–. ¿Por qué me llamas al trabajo?
Se hizo un instante de silencio que intensificó su presentimiento, porque Sophie nunca había oído a Luis titubear. La indecisión no era una de sus características. A algunos hombres nunca les faltaban las palabras y de la Cámara era uno de ellos.
–¿Estás sentada? –dijo él finalmente.
–¡Sí¡ !Luis, por el amor de Dios, dímelo!
En otro mundo, en otro país, Luis se estremeció. No había una forma fácil de decirlo, nada que pudiese amortiguar el golpe de las dolorosas palabras.
–Es Miranda –comenzó lentamente–. Lamento tener que decirte que ha habido un accidente terrible. Tu prima… ha muerto. Murió en un accidente de coche.
–¡No! –el grito brotó de la garganta de Sophie como el lamento de un animal herido.
–Es verdad –dijo él.
–¿Ha muerto? ¿Miranda está muerta? –preguntó ella, dándole la oportunidad para que lo negase e hiciese desaparecer aquella pesadilla.
–Sí. Lo siento, Sophie. Lo siento muchísimo.
¿Muerta? ¿Miranda muerta? Sus palabras hicieron mella finalmente.
–¡No puede ser! –gimió. ¿Cómo podía una hermosa mujer de veinticinco años dejar de existir?–. Di que no es verdad, Luis.
–¿No crees que lo haría si pudiese? –dijo él, y su voz pareció casi tierna mientras proseguía relatando el desgraciado incidente–. Ha muerto en un accidente de coche hoy mismo.
–No –dijo ella estremeciéndose. Cerró los ojos. De repente, una posibilidad todavía más horrible le hizo abrirlos de golpe.
–¿Y Teodoro? –exclamó, con el corazón oprimido de temor al pensar en su adorable sobrino–. No estaba con ella, ¿verdad?
–¿De madrugada? –le preguntó, con voz seria–. No, Sophie, no estaba con ella. Mi hijo estaba seguro en su cama, durmiendo.
–¡Oh, gracias a Dios! –dijo ella, mientras la recorría una oleada de alivio.
Pero cuando acabó de comprender la frase, se quedó perpleja. Si Teodoro estaba a salvo en su cama, ¿qué hacía Miranda en un coche de madrugada? ¿Y cómo era que Luis estaba ileso?
–¿Estás herido, Luis? –le preguntó, titubeante.
En la gran finca, las facciones de Luis se endurecieron.
–Yo no estaba en el coche –dijo ásperamente.
Su respuesta confundió aún más a Sophie. ¿Por qué no? ¿Por qué viajaba Miranda en coche sin su familia? Pero aquel no era momento de preguntar el porqué, el cómo y el dónde. A pesar de los altibajos de un matrimonio que Sophie sabía que no funcionaba demasiado bien, la esposa de Luis, la mujer de su hijo, acababa de morir trágicamente en la flor de la vida y su mundo había sufrido un terrible revés.
Los sentimientos de Sophie no contaban en un momento como aquel. Él se merecía sus condolencias en vez de su hostilidad.
–Lo… lo siento mucho –dijo, tensa.
–Gracias –replicó él con voz inexpresiva–. Te he llamado para avisarte yo mismo y preguntarte si quieres que me ponga en contacto con tu abuela…
Sus palabras le recordaron la dura tarea que se le avecinaba: decírselo a su abuela, que ya era mayor y frágil. Gracias a Dios que no tendría que informar a los padres de Miranda, ya que, después de una vida de viajes y aventuras, ellos habían muerto al estrellarse su avioneta cuando su hija tenía diecisiete años. Desde entonces, Miranda había vivido cada día como si fuese el último de su vida.
–No –dijo Sophie, tragándose las lágrimas–. Se lo diré yo misma, en persona. Será más fácil de esa forma –se le hizo un nudo en la garganta–. Menos doloroso, proviniendo de mí.
También intentaría ponerse en contacto con sus padres, que se encontraban de vacaciones en un crucero.
–¿Estás segura? –le preguntó él.
–Sí.
–Le resultará… duro –dijo, con una dulzura inusual en él–. Está muy mayor.
–Es muy considerado de tu parte –dijo ella, intentando no dejarse seducir por aquella voz. Era vital que se mantuviese impasible ante Luis de la Cámara, por el bien de los dos.
–Por supuesto. Es mi familia, Sophie, ¿qué esperabas?
¿Qué era lo que esperaba, en realidad? No lo sabía.
No esperaba, por ejemplo, que su querida Miranda muriese de aquella manera tan tonta, ni que su sobrino creciese sin madre, lejos de la tierra que la había visto nacer.
Teo. Pensar en él hizo que Sophie volviese a la tierra.
–¿Cuándo es el funeral?
–El lunes.
Quedaban tres días.
–Allí estaré. Tomaré un vuelo el domingo.
Para su propio horror, a Luis lo asaltó una sensación de triunfo y el ansia imposible de verla pronto. Maldijo al cuerpo que lo traicionaba de aquella forma.
–Ponte en contacto con mi casa o el despacho para decirme el número de vuelo –dijo, tenso–. Tendrás que volar a Madrid y luego tomar una conexión a Pamplona. Enviaré un coche a recogerte al aeropuerto. ¿De acuerdo?
–Gracias –dijo ella, pensando que pasase lo que pasase Luis de la Cámara siempre sería quien organizase todo.
–Adiós, Sophie –le dijo él en español.
Sophie colgó con mano temblorosa y el ruido del teléfono hizo que reaccionara por fin. Se quedó mirando la pared sin verla mientras pensaba con incredulidad en Minerva.
Su desgraciada prima había muerto sola en un país extraño. La pobre y dulce Miranda, la envidia de muchas mujeres por el mero hecho de casarse con el hombre que todas codiciaban. Un hombre con quien había tenido un hijo, cuyo dinero había disfrutado, pero cuyo corazón había permanecido inaccesible.
Además, un hombre cuyos ojos negros brillaban de tal modo que Sophie no se lo imaginaba siendo fiel ni siquiera durante el primer año de matrimonio. Por cariño a Miranda, ella misma había rechazado la invitación que se leía en ellos, pero dudaba que cualquier otra mujer hubiese sido tan escrupulosa en lo que se refería a Luis.
Recordó cuando casi se había tropezado con él frente al delicatessen cerca de su casa. Él se había quedado petrificado, la había mirado intensamente, como si la conociese de otra parte, como si no pudiese dar crédito a sus ojos.
Y el sentimiento había sido mutuo. Por un instante, su corazón le había dado un vuelco de loca e inesperada alegría, de inconfundible deseo que pronto habría de convertirse en anhelo. El tipo de cosa que supuestamente no le sucedía a sensatas chicas de ciudad que tenían la cabeza bien colocada sobre los hombros.
¿Era posible enamorarse en una fracción de segundo? Nunca la habían mirado con tan descarado y arrogante interés. «Me desea», había pensado ella, sintiendo el calor de su propio deseo. «Y yo también».
Se había preguntado entonces si sería capaz de resistirse si él la tocaba, a la vez que se preguntaba si habría perdido la cabeza. Y luego Miranda había salido de la tienda con una botella de champán y se había quedado boquiabierta.
–¡Sophie, Dios Santo! –exclamó, levantando la mirada hacia él sin darse cuenta de lo que sucedía–. ¡Qué coincidencia! Íbamos a tu casa, ¿no es cierto, cariño?
¿Cariño?
De repente, con un sobresalto, Sophie se dio cuenta de que Miranda tomaba a Luis del brazo posesivamente. Y el champán…
–¿Estáis… celebrando algo? –preguntó con una opresión en el pecho al darse cuenta de lo que estarían celebrando.
–¡Desde luego que sí! Sophie, deja que te presente a Luis de la Cámara –anunció Miranda con orgullo, y luego sonrió, mirando el rostro oscuro e inescrutable–. Luis, esta es mi prima, Sophie Mills.
–¿Tu prima? –se sorprendió él; inmediatamente le cambió la expresión del rostro, y Sophie supo que él no volvería a mirarla de aquella forma. Al ser prima de su futura esposa, no podía tontear con ella. Pero un hombre que echaba aquellas miradas días antes de su boda seguro que tontearía con alguien más. Sophie se dio cuenta de ello con cegadora claridad y lo odió por ello.
–Pues, en realidad, como pasábamos las vacaciones juntas, somos como hermanas –Miranda esbozó su contagiosa sonrisa–. Sophie, ¡nos casamos! ¿No es maravilloso? ¡Luis me ha pedido en matrimonio!
Sophie se estremeció al recordar la oleada de celos que había sentido. ¡Celosa de su propia prima! Pero había esbozado una sonrisa forzada y abrazado a Miranda. Le dio la mano a Luis, sin poder evitar sentir el cálido cosquilleo cuando tomó contacto con su piel. Y él se había inclinado y llevado sus dedos hasta sus labios, un saludo anticuado, como buen aristócrata que era.
Habían ido a su apartamento y brindado con champán, pero mientras que Miranda no cabía en sí de felicidad, el español se había quedado silencioso y eligió sus palabras con cuidado. Todo el tiempo, al verlo ahí, en su piso, Sophie se tuvo que recordar que él le pertenecía a Miranda.
Con esfuerzo, hizo a un lado los turbadores recuerdos y volvió al presente. Miró la foto de Teodoro enmarcada en plata, que tenía sobre su mesa. Y se concentró en la imagen del adorable niño en lugar de la potente sexualidad de su padre. Al menos, el rostro de Teo todavía tenía la ternura de la inocencia y no se percibía en él la indomable naturaleza que definía a Luis.
Se preguntó qué le sucedería a Teodoro, si el recuerdo de su madre se borraría con el tiempo hasta olvidarlo. Se mordió el labio. ¿Qué posibilidades tendría de saber cosas de su madre y de la tierra de donde esta procedía?
Y, de repente, un sentimiento de obligación le amortiguó un poco el dolor. «Luis no nos lo quitará del todo», se prometió. «¡Lucharé para conocerlo como si fuese mío». Con dedos trémulos, se conectó por el intercomunicador con Narell para que le reservase el vuelo a España. Luego, se lavó la cara, se pasó un peine y llamó a Liam Hollingsworth a su oficina. Al verla, Liam se alarmó.
–¿Qué te pasa? –le preguntó–. ¿Te encuentras bien?
–No, la verdad es que no –dijo ella, con la voz todavía temblorosa–. Se trata de mi prima, Miranda. Ha… ha muerto en un accidente. Tengo… tengo que ir a decírselo a mi abuela…
–¡Oh, Dios Santo!
–Y lue… luego tomaré el avión a España para el funeral.
–Oh, cariño, ¡cuánto lo siento! –exclamó su amigo, rodeando la mesa en un segundo para tomarla en sus brazos.
–¡Oh, Liam! –sollozó ella.
–Venga, tranquila, cariño –la calmó él con dulzura.
Ella lloró unos instantes, pero luego se separó de él y se alejó hasta la ventana para ver por ella un mundo que ya no era el mismo.
–Me cuesta creerlo –dijo, con voz monótona.
–¿Qué sucedió? –preguntó él.
–En realidad, sé poco. Solo que hubo un accidente. Me tomó tan de sorpresa que no se me ocurrió preguntar los detalles, supongo.
–¿Cómo te has enterado?
–Su esposo, Luis, me llamó desde España para decírmelo.
–¿El millonario al que no puedes soportar?
–El mismo –dijo ella, tensa, pensando en que no era solamente que no lo podía soportar, era mucho más complicado que todo eso.
–¿Cuándo es el funeral?
–El lunes. Viajaré el domingo –suspiró–. Oh, Liam, no sé si podré soportarlo.
–Pues será difícil –asintió él, comprensivo–; pero, al menos, después no tendrás por qué volverle a ver la cara.
–Ojalá fuese tan fácil –dijo Sophie, negando con la cabeza–. No olvides que es el padre de mi sobrino. Siento que por la memoria de Miranda y por Teodoro también… –las palabras le salieron de un sitio desconocido situado en las profundidades de su ser– es mi obligación luchar por él.
–¿Luchar por él? –le preguntó Liam incrédulo–. ¿Qué pretendes, pedir su custodia? Si es tan poderoso y rico como dices que es, no tienes ni la más remota posibilidad, Sophie. Y además, es el padre.
–No sé lo que quiero decir –dijo Sophie, frotándose las sienes, cansada–. Lo único que sé es que tengo que ir allá para que Teo sepa que tiene parientes que lo quieren.
–¿Y después del entierro? ¿Volverás enseguida?
–No lo sé –dijo ella, mirándolo a los ojos–. No puedo asegurarte nada. Pero podré seguir trabajando desde allá… tengo mi ordenador portátil y tú podrás arreglártelas sin mí un tiempo, ¿verdad?
–Por supuesto que sí –dijo él–. Te echaremos de menos, eso es todo.
Se habían conocido en la universidad y montado la agencia de publicidad juntos. Una combinación de entusiasmo y buen ojo para elegir colaboradores inteligentes y motivados los había llevado al éxito. Pero… ¿qué importaba todo aquello en un momento como ese?
Como se sentía demasiado alterada para conducir, tomó el tren hasta Norfolk. Con el corazón destrozado pensando en su abuela, se bajó del tren y se dirigió a la casita de campo donde Miranda y ella siempre habían pasado parte de las vacaciones de verano. Habían caminado durante millas por las amplias y vacías playas cercanas, trepado a los árboles y dado de comer trozos de pan a los patos del estanque.
Sophie había visto cómo la belleza de Miranda había ido en aumento, hasta hacerse fascinante. Y había comprobado el efecto que aquella belleza tenía sobre los hombres…
Llamó a la puerta rezando para encontrar las palabras adecuadas y decirle a su abuela lo que había sucedido, sabiendo que no había forma de evitar hacerle daño.
Pero Felicity Mills tenía casi ochenta años y había pocas cosas de la vida que se le escapasen. Le bastó una mirada al rostro de Sophie para darse cuenta.
–Malas noticias –dijo, con voz inexpresiva.
–Sí. Es Miranda…
–Ha muerto –dijo su abuela, con el mismo tono de voz.
–¿Cómo lo has sabido, abuela?
–No sé cómo explicártelo –suspiró su abuela–. Con verte la cara, lo supe enseguida. En cierto modo, era inevitable. Miranda siempre voló demasiado cerca del sol. Estaba escrito que un día se quemaría las alas.
–¿Cómo puedes aceptarlo así como así?
–¿Por qué no? He pasado una guerra, querida. Tienes que aprender a aceptar lo que no puedes cambiar.
–Puedo… Sophie le apretó la mano apergaminada–. ¿Puedo hacer algo por ti, abuela?
Se hizo un largo silencio y luego la señora Mills la miró fijamente.
–Hay una cosa… pero quizá no sea posible. Estoy demasiado vieja y débil como para ir a España al entierro… Pero me gustaría ver a Teodoro una vez más antes de morir.
Sophie tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. No era demasiado pedir, incluso a Luis, dadas las circunstancias.
–Entonces, te lo traeré –prometió, trémula–. Te lo prometo.
El avión de Sophie hizo tierra en Pamplona y ella se apresuró a salir, buscando con la vista a alguien portando un cartel con su nombre. Solo le llevó un segundo reconocer la alta y característica figura esperándola.
Era el más alto de todos los hombres que había y su rostro, con los duros y brillantes ojos negros y las facciones inescrutables, atraía las miradas de las mujeres como un imán. No, no había cambiado en absoluto; se dio cuenta cuando el corazón le dio un vuelco.
Se encontraba en una multitud, y, sin embargo, se encontraba solo.
Parecía que don Luis de la Cámara había ido a buscarla en persona.
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