Una lección inconfesable - Lis Haley - E-Book

Una lección inconfesable E-Book

Lis Haley

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Beschreibung

Valeria Richardson se encuentra más a sus anchas con la espada y luchando en los establos con su amigo Ralph que en las fiestas de la alta sociedad londinense a las que debería asistir. Después de todo, piensa la belicosa Val, fue en una fiesta así en la que su hermana conoció al hombre que dejó su reputación por los suelos, el detestable vizconde de Chester, tras lo cual Val había jurado vengarse y odiarlo para siempre. Sin embargo, obligada por su tía a quitarse el atuendo varonil y vestirse como una dama para presentarse en sociedad, quedará a merced del vizconde, que tiene planes para esa bella y desinhibida guerrera de cabellos de fuego. Los acontecimientos se precipitan, los secretos se suceden, la sed de venganza de Val es infinita… ¿Pero cuánto tiempo puede la apasionada Val ignorar los mandatos de su cuerpo y su corazón? ¿Y qué hacer cuando nada a su alrededor es lo que parece? ¿Será algo que pueda resolver con su espada y su valor, o se trata acaso de la más peligrosa prueba de todas? Otros libros de esta autora: Cautivar a un dragón. "He leído todos los libros de Lis Haley, pero sin duda alguna este es el mejor que he leído de la autora. No podéis dejar pasar la oportunidad de leerlo." Una lectora "Tengo que deciros que me ha gustado mucho, es rápida de leer y entretenida y si te gustan las historias de regencia con protagonistas algo peculiares, no te la piedas ;)" Regálame romántica - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 María Dolores Martínez Salido

© 2014 Harlequin ibérica, S.A.

Una lección inconfesable, n.º 47 - octubre 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4824-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Publicidad

Dedicada a dos maravillosas escritoras y amigas: Rowyn Oliver y Olalla Pons.

Y a las asombrosas chicas que integran el grupo más loco del WhatsApp:

Vero, Abby, Xisca, Rosa, Shia y Marisa.

Gracias por ser como sois, y estar siempre ahí.

Capítulo 1

Londres, 1879

—¡No, no, y no! Te lo he dicho más de mil veces: si continúas exponiéndote así, acabarás ensartada por la espada de cualquier mequetrefe.

Exasperado ante la falta de atención que manifestaba su pupila, Ralph arrojó el arma a un lado y la miró con el ceño fruncido mientras Valeria, con las mejillas arreboladas y la larga melena cobriza suelta sobre los hombros, ocultaba su boca con una mano en un vano intento de contener la risa.

—¿Y cómo demonios se supone que va a ocurrir eso? —se burló la joven—. Ningún caballero querrá enfrentarse a mí, a poco que sepa que soy una mujer.

Ralph resopló fuertemente.

—No sé por qué me molesto en intentar introducir algo de sensatez en esa cabeza tuya —recogió la espada del suelo y soltó un bufido entre dientes—. Valeria Richardson, eres la muchacha más condenadamente insufrible que he conocido jamás.

—Realista, diría yo…

—¡Oh, vamos! No me hagas reír. Ningún hombre que te conociera lo suficiente osaría retarte a un duelo —achicó los ojos hasta convertirlos en dos estrechas rendijas y la miró fijamente antes de añadir—, ¡seas mujer o no!

—Deberías tranquilizarte, Ralph. No tengo la intención de permitir que ningún caballero se acerque tanto a mí como para que eso suceda.

—¿Por qué no me sorprende?

Pasó junto a ella sin apenas mirarla.

—¿Y eso es todo? —Valeria alzó las cejas.

—Estoy cansado.

—¡Unas narices estás cansado! —farfulló, malhumorada—. Te recuerdo que hoy íbamos a ejercitar dos horas. ¡Dos! Ni una menos.

—¡No me vengas con esas! Ejercitar más horas no logrará que domines mejor ese maldito trasto —lanzó una mirada desdeñosa hacia la espada que ella empuñaba en su mano—. Es más. ¿Deseas saber mi opinión?

—No sé si quiero —respondió ella, suspirando con cansancio.

—Pues voy a decírtela de todos modos.

—Eso me temía.

—Lo admito, eres buena. Tanto que comienzo a estar un poco harto de que me sacudas como a un títere. Me duelen las posaderas de tanto azote. Y si al menos prestaras atención a mis consejos… Pero no, tú eres incapaz de tomarte algo en serio. ¿Me equivoco?

—¿Pero cómo quieres que me lo tome en serio? Por todos los cielos, Ralph, deberías ver la cara que pones. Pareces un gato disgustado porque alguien le ha dejado sin su leche.

—Llevas media hora arrinconándome con esa espada. ¿Qué esperabas?

—Un poco más de resistencia por tu parte, eso es todo.

—¡Ya opongo resistencia! —masculló él, al tiempo que franqueaba la entrada a los establos.

—No la suficiente —opinó Valeria. Se detuvo y apoyó el hombro en el quicio de la puerta, lanzando al mismo tiempo un suspiro de fastidio.

—No digas tonterías —la miró de reojo, hizo un movimiento negativo con la cabeza y le quitó la espada que empuñaba, para a continuación colgarla junto a la suya—. Lo que ocurre es que ya no sé qué más enseñarte. En realidad deberías buscarte otro maestro. Puede que encuentres alguien que pueda instruirte en técnicas nuevas —hizo una breve pausa—. Bueno, que posea la paciencia de un santo también sería un buen punto a tener en cuenta.

Valeria escrutó su cara, intentando saber si hablaba en serio.

—¿Quién es ahora el que dice tonterías? —la joven desvió la mirada al techo y puso los ojos en blanco—. ¿Puedes imaginártelo? Porque yo sí que puedo, lo imagino perfectamente. ‹‹Hola, me llamo Valeria Richardson, y aunque sea una joven señorita en edad casadera, preciso de los servicios de un hábil maestro que pueda adiestrarme en el manejo de la espada.›› ¡Por amor de Dios, Ralph! ¿Es que pretendes que acabe con mi reputación?

—¡Oh! ¡No, no! —Ralph alzó las manos y las agitó ante la chica—. A mí no me eches la culpa de lo de tu reputación, jovencita. Te apañas muy bien tú solita para acabar con ella.

—¿Jovencita? —Valeria enarcó una ceja—. Muy gracioso. Pero te recuerdo que tan solo tienes cuatro años más que yo, jovencito.

—Una suerte que a la Armada Real no le importe demasiado ese detalle.

Ella se quedó repentinamente boquiabierta.

—¿Significa eso que vuelves a incorporarte al servicio de Su Majestad? —un brillo de alarma relampagueó en sus grandes ojos grises.

Ralph Patterson se quedó repentinamente mudo. Ella suspiró y durante un segundo esperó su respuesta.

—¡No puedo creerlo! —continuó Valeria, notando que el color abandonaba súbitamente su rostro—. Piensas regresar al ejército. Menudo cabeza de chorlito, ¿cuándo demonios pensabas decírmelo?

Dicho esto, la muchacha irguió la espalda y enfiló con pasos largos y firmes por el sendero empedrado que conducía hasta la casa principal, negándose a volver el rostro para mirarlo.

Una ráfaga de viento agitó sus cabellos, y ella los apartó de su frente con irritación. Se sentía como una tonta. Debería haber imaginado que, tarde o temprano, Ralph se marcharía nuevamente. Al fin y al cabo, era un soldado. Sin embargo, tenía que reconocer que no pensó que fuera a suceder tan pronto. Pensaba que todo marchaba bien; que no tenía de qué preocuparse, y ahora…

No podía creer que Ralph, su amigo, no le hubiese dicho nada sobre aquello. ¿Cómo podía él traicionarla así, ocultándole el propósito de marcharse de nuevo?

—¡Maldita sea! —masculló en voz baja. ¿Qué falta podría hacerle a Su Majestad un militar más o menos en sus filas? Ya tenía cientos de hombres diseminados por todas partes, luciendo sus brillantes casacas a la menor oportunidad que se les brindaba.

—¡Espera, Val! —la detuvo Ralph, alcanzándola e interponiéndose en su camino—. ¿Crees que deseo marcharme? ¿Eso es lo que piensas?

Valeria detuvo los pies bruscamente y lo miró entrecerrando los ojos.

—¡Sí, eso es lo que creo! —ratificó la joven, enérgicamente—. Si no lo desearas realmente, te quedarías aquí con nosotros. Sabes que papá estará encantado de que te encargues de la propiedad. Te aprecia como a un hijo.

Valeria, tengo responsabilidades.

—¿Y lo que tienes aquí no lo son? Hay mucho trabajo que hacer en Rhode-Hall, y lo sabes. La mansión se cae a pedazos, por si aún no te has dado cuenta. Alguien debería reparar los establos; las maderas comienzan a pudrirse y la humedad está invadiéndolo todo. Sin mencionar que urge el deshollinar las chimeneas y cambiar algunos segmentos del tejado…

Él la observó confundido.

—Sabes bien que no es necesario que yo esté aquí para que esas cosas se realicen. Puede hacerlas Tom, Fretwell, o cualquier otro empleado de Rhode-Hall.

—Bueno, sí, pero… ¿Y qué pasa conmigo, Ralph? —dijo, clavando los ojos grises en el muchacho—. Se supone que eres mi amigo, y la única persona con la que puedo conversar. ¿Si te marchas, qué se supone que voy a hacer yo mientras tanto?

—Pues, para variar, podrías comportarte como una muchacha. Al menos durante el tiempo que yo esté ausente.

Aquellas palabras le provocaron un nervioso ataque de risa.

—No tiene gracia —refunfuñó él.

—No, no la tiene —le lanzó una mirada desafiante—. Y estás loco, completamente loco si crees que voy a permitir que me pase lo que a Madeleine.

Ralph exhaló el aire enérgicamente, sin poder creer lo que la joven acababa de decir.

—¡No seas ridícula! Sabes perfectamente que lo que le ocurrió a tu hermana se veía venir —le recordó—. Ese vizconde de Chester era una sabandija de cuidado. Todo Londres estaba al tanto. A ese tipo le van los líos de faldas.

—Y aún así, su padre y mi madre se empeñaron en que Madeleine y él contrajeran matrimonio.

—Un matrimonio pactado, no lo olvides. A ti no va a sucederte lo mismo. Tu padre no lo permitiría.

—Puedes apostar por ello, y no perderás tu dinero —lo miró sin pestañear—. Si un caballero se atreviese a humillarme de semejante forma, atravesaría su negro corazón con la punta de mi espada.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Ralph, con los ojos clavados en el celeste y despejado cielo—. Han pasado más de cinco años ¿No te parece que ya va siendo hora de olvidar el pasado?

Ella parpadeó con incredulidad.

—Para ti es muy fácil decirlo.

—Cierto, pero deberías abrir los ojos de una vez. Puede que así entiendas que ahora Madeleine está felizmente casada con un hombre que la adora. ¡Por todos los santos! Tienen un hijo maravilloso y una esplendida casa en las afueras. Y por lo que yo sé, eso es mucho más de lo que algunas damas desearían llegar a poseer.

—¡Basta! Lo dices como si no me alegrara por ella—se encogió de hombros, antes de apartarse un paso de él—. Pues me alegro mucho. Créeme, soy completamente feliz de que tenga tan buena suerte.

—Entonces ¿cuál es el problema?

Durante un instante el silencio flotó entre ambos. Luego Valeria titubeó un segundo y, con la mirada clavada en sus zapatos, respondió:

—Todos lo pasamos terriblemente mal cuando lo de Madeleine. No permitiré que mi padre, o ningún otro habitante de esta casa, vuelvan a pasar por lo mismo. Aún recuerdo cuando el vizconde dejó a mi hermana plantada de aquella forma ante el altar. Por lo más sagrado, pensé que mi familia no volvería a levantar la cabeza. Fue una humillación; un auténtico escándalo, todo el mundo en Londres comenzó a hablar de ello. Fue horrible ver como inventaban mil y una calumnias, a cual más retorcida, sobre la pobre Madeleine. Si por aquel entonces no hubiera aparecido Wesley en su vida… No quiero pensar lo que podría haber sucedido.

—El esposo de tu hermana es un buen hombre.

—¡Por supuesto que lo es! —respondió ella, con convicción—. Pero he comprobado por mí misma que no hay muchos hombres como Wesley por ahí sueltos. Según mi limitada experiencia, son todos unos majaderos descerebrados, volubles y libertinos.

Valeria alzó la vista cuando él comenzó a carraspear de forma intencionada.

—No me refería a ti —se apresuró a decir—. Tú eres distinto, Ralph.

—No sé si tomarme eso como un cumplido…

—No seas bobo… —entrelazó su brazo con el de su amigo y ambos comenzaron a caminar hacia la casa—. Tú eres… Cómo diría yo…

—¡Ni se te ocurra decirlo! —la interrumpió Ralph—. ¡Ni se te ocurra!

Ella contuvo una socarrona risita.

—Pero si es cierto, para mí eres como una buena amiga.

—¡Menuda…! —Ralph se apartó de ella y retuvo un juramento en su boca—. Me asemejo tanto a una mujer como tú.

—Entonces, puedes estar tranquilo, ni tú ni yo debemos inquietarnos por recibir las atenciones de caballero alguno —rompió a reír.

Ralph puso los ojos en blanco y sonrió de oreja a oreja. Ni con todas las ropas masculinas del mundo podría ella ocultar las sugerentes redondeces que exhibía su cuerpo, o su piel cremosa y aterciopelada, tan tentadora como su bello semblante. Unas facciones demasiado hermosas como para que un caballero no admirara el bello óvalo de su rostro, agraciado con unos labios llenos y rojos, unos melancólicos ojos grises, y una brillante cabellera con matices caoba.

—A veces eres insufrible —suspiró Ralph.

Ella sonrió, deslumbrante, y lo miró.

—Y sin embargo, me adoras.

—No tengo más remedio, mis padres moran bajo la protección del tuyo.

—No seas tan cascarrabias o envejecerás antes de tiempo —bromeó Valeria. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla—. Y recuerda, no esperes que te perdone una segunda vez.

—Si te lo hubiera dicho, no habrías permitido que me alistase en la marina.

—Y tú me lo habrías agradecido eternamente. Mira ahora, vuelves a marcharte y a abandonarnos a todos.

—Ya, pero esta vez estaré ausente tan solo un par de meses. Además, regresaré dentro de tres días. El capitán tiene el firme propósito de que los oficiales bajo su cargo asistamos al baile que ofrecerá su señora esposa en la casa de campo que poseen cerca de Westminster.

Ella lo observó con suspicacia.

—Espero que estés en lo cierto, Ralph Patterson, porque si no es así, yo misma te agarraré por esa coleta negra de la que alardeas con tanto orgullo, y te traeré aquí de regreso.

—No deberías ponerte tan agresiva —se burló él—. Sabes, produce unas terribles arruguitas alrededor de los ojos, nada favorecedoras.

—¡Vaya! Al menos parece que en ocasiones me escuchas.

Ralph rio.

—Bien, creo que ya va siendo hora de que vuelva a casa.

Ella lo abrazó fuertemente, suspiró, y después añadió:

—De acuerdo. Pero será mejor que procures aprender algo que puedas enseñarme, porque cuando regreses a Rhode-Hall, pretendo patear nuevamente ese trasero de la Armada Real que exhibes.

Tras despedirse, Ralph se dio la vuelta y enfiló por el polvoriento camino que conducía a la pequeña casa de dos plantas que ocupaba junto a su familia.

Durante unos segundos Valeria se quedó inmóvil, contemplando como su amigo se alejaba con paso tranquilo. Todavía recordaba el día que los Patterson arrendaron la vivienda a su padre, Samuel Richardson. De eso hacía más de quince años.

Ralph, por aquel entonces, era un mozalbete de once años un poco más que tímido. No obstante, aquello no impidió que ambos hicieran buenas migas. No sabía si se debía a su carácter aventurero o al buen humor que siempre manifestaba, pero lo cierto es que le gustó ese chico desde el instante en que lo conoció.

Sonrió y recordó los largos ratos que pasaban ocultos en algún recoveco del bosque, planeando un sinfín de travesuras, a cual más perniciosa.

Sin embargo, Ralph había cambiado mucho durante los últimos tres años. El jovenzuelo de cabellos negros y ojos vivarachos que ella recordaba, poco tenía que ver con el hombre en que se había convertido. Incluso su propia hermana, Madeleine, había comentado en más de una ocasión que ambos harían una estupenda pareja. Pero Valeria nunca le prestó demasiado interés, ya que le era imposible verlo como algo más que a un buen amigo.

En fin. Si de algo estaba segura era de que lo echaría terriblemente de menos.

Lanzó una profunda exhalación y abrió la oxidada cancela de entrada al jardín. Allí cruzó una serie de pérgolas abovedadas cubiertas por viejos rosales de colores vistosos, y subió los peldaños que conducían hasta la entrada principal, mientras aspiraba el embriagador aroma que flotaba en el aire.

—¡Tía Val! ¡Tía Val!

Ya había alcanzado la mitad de las escaleras cuando la voz de un niño le hizo alzar la cabeza y clavar los ojos en el pequeño que corría velozmente hacia ella.

—¡Joss! —exclamó Valeria, pillada por sorpresa. Subió apresuradamente el resto de los peldaños y atrapó al niño entre sus brazos antes de darle un fuerte y sonoro beso en la mejilla.

—Hola, tía Val —saludó el pequeño.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Acaso no te alegras de vernos? —dijo una conocida voz a su espalda.

—¡Madeleine! ¡Qué sorpresa! —aupó un poco mejor al niño y abrazó a su hermana—. ¿Cuándo habéis llegado? Papá y yo no os esperábamos hasta la semana que viene.

—Bueno, las cosas no han salido según lo previsto —comenzó a explicar Madeleine, luego bajó la voz y le susurró —: Wesley resolvió venir un poco antes. No le digas que te lo he dicho, pero opino que no soporta demasiado bien la presencia de tía Henrietta.

Ambas se miraron durante un instante.

—¿Tía Henrietta está aquí? ¿Con vosotros? ¡Maldita sea! —soltó un juramento en voz baja, antes de dejar a Joss nuevamente en el suelo—. Deberías haberme dicho que la vieja arpía iba a venir. Debo ir a mi dormitorio y buscar algo que ponerme antes de que…

—¿Antes de que te pille con esas calzas de hombre? —las interrumpió Henrietta, que en ese instante las observaba desde el rellano de la escalera.

Valeria tragó saliva al advertir como su tía le brindaba una mirada dura y afilada.

—Tía Henrietta, qué sorpresa… —trató de fingir un entusiasmo que estaba lejos de sentir.

—Déjate de bobadas, cielo —Henrietta enarcó una de sus elegantes cejas, antes de continuar diciendo—. Como buena arpía, según has dicho tú, no necesito que me den coba, querida.

—Sabes que no quise decir eso —mintió Valeria, tratando de remediar su indiscreción.

Madeleine, intuyendo que la cosa no mejoraría, se decidió a intervenir:

—Valeria solo pretendía…

—Querida, sé perfectamente lo que pretendía decir tu hermana, no es necesario que la defiendas. En esta casa, todos sabemos cuánto ha de mejorar su vocabulario e inoportunos modales —se lamentó la dama mientras descendía lentamente los peldaños—. Sin embargo, exijo una disculpa por haberme llamado vieja. Además de una compensación, lógicamente.

—Por supuesto, tía. Haría lo imposible por evitar que te irritaras —se apresuró a decir Valeria, sin pensar en lo que eso supondría—. En esta casa también sabemos lo que conlleva que te sulfures.

Hizo un falso triste puchero.

—Así que… muy bien —dijo la mujer, pasando por alto la mordacidad de su sobrina. Se detuvo un segundo y golpeteó distraídamente el pasamanos de la escalera con la punta de sus dedos.

—Vamos, tía, ¿acaso te he mentido alguna vez?—le preguntó Valeria, haciendo verdaderos esfuerzos para contener un ataque de risa.

Henrietta parpadeó con incredulidad, antes de acercarse a ella con deliberada lentitud.

Val odiaba cuando su tía actuaba de aquella forma; como la reina en un tablero de ajedrez, estudiando su próximo movimiento. Se quedó completamente inmóvil, percibiendo como la miraba de arriba abajo con reprobación, y suspiró armándose de paciencia.

—Está bien —Henrietta alzó una ceja—. Entonces, será mejor que comiences por ponerte algo decente. Y con decente no me refiero a algo más formal, sino a un atuendo que te haga parecer menos varonil, querida.

Val enarcó una ceja, conteniendo el impulso de contradecirla. No obstante, estaba decidida a mostrarse encantadora.

—¿Eso es todo? —arqueó las comisuras de su boca en una sonrisa forzada.

—¿Estás de broma? Eso, querida, es solo el principio —Henrietta irguió la espalda y, tras tirar de la cinturilla de su casaca, le devolvió una sonrisa tan malintencionada como la de la joven—. Pero ya hablaremos de esto durante la cena. Ahora debo ocuparme de otras cosas. Así que, si me disculpáis…

Con las mejillas encendidas por la irritación, Valeria la observó en silencio mientras desaparecía por el corredor que conducía a las dependencias del servicio.

—Tendremos suerte si la cocinera no renuncia antes de que concluya la semana —suspiró la muchacha, intuyendo el motivo por el cual su tía se dirigía hacia aquel lugar en concreto.

—Amy sabrá cuidarse sola. Sin embargo, tú… en menudo lío te has metido —le dijo su hermana, antes de inclinarse para besar al pequeño Joss en la frente—. ¿Por qué no vas a ver lo que está haciendo el abuelo, cariño? Tal vez tenga alguno de esos dulces que te gustan tanto.

El niño, sin pensárselo dos veces, se fue inmediatamente en busca de Samuel.

Madeleine se incorporó y miró a su hermana, que continuaba de brazos cruzados.

—Será mejor que subas a cambiarte de ropa antes de que a tía Henrietta le dé otro ataque.

—A nuestra queridísima tía siempre le dan ataques —repuso Valeria, al tiempo que emprendía el ascenso por las escaleras que conducían a la planta superior—. ¿Cómo demonios se te olvidó mencionar que vendría con vosotros? Esa mujer es del todo insufrible…

—No deberías preocuparte tanto por ella. Con un poco de suerte, permanecerá aquí una semana o dos y después se marchará. Ya sabes cómo es cuando está demasiado tiempo lejos de Norfolk. Casualmente su reuma siempre termina molestándole.

—Si tanto le disgusta visitarnos, no sé por qué diantres no se queda allí, en Norfolk. Por lo menos así estaríamos todos tranquilos.

—No seas tan severa, cielo. Supongo que, simplemente, se toma demasiado en serio el deber de aporrear de vez en cuando la cabeza de nuestro padre con sus quejas. Al fin y al cabo, desde que mamá nos dejó, está bajo su protección.

Cuando llegaron arriba, Valeria cruzó los brazos y, con el ceño fruncido, miró a Madeleine.

—Oh, y eso es precisamente lo que más me preocupa —la joven sacudió la cabeza—. ¿Y si acaba introduciendo ideas extrañas en la cabeza de papá?

—¿Como averiguar la razón de que siga tratándote como a un varón? —preguntó Madeleine, con perspicacia.

—No tiene gracia, Madeleine —masculló Valeria, entrando en el dormitorio.

—Lo admito, no la tiene. Pero debes reconocer que tengo razón; papá sigue pretendiendo que te comportes como un chico. Y le guste o no, no lo eres.

—¿Y para qué debo comportarme como una muchacha? Ya sé lo que hacen cuando están a solas con un joven. ¿Crees que soy tonta? He visto demasiadas veces al hijo del vicario retozando con la hija del molinero en el pajar, y no me imagino haciendo tales cosas con un caballero.

Madeleine abrió los ojos atónita.

—No me mires así —agregó Val—. ¿Olvidas que paso gran parte del tiempo en los establos? Es normal que a veces sienta curiosidad por esas cosas.

—No, no es normal —negó con la cabeza—. He ahí otra de las razones por las que nuestro padre no debió criarte como a un mozuelo. Una señorita de tu edad no debería saber esas cosas hasta…

—¿Hasta meterse en el lecho de su esposo? —bufó.

—Pues sí, ya que lo comentas.

—¡Oh, por Dios! Lo que ocurre es que no lo entiendes —replicó ella con brusquedad, despojándose distraídamente de las ropas—. Papá solo trata de impedir que ocurra una desgracia.

—¿Una desgracia? ¡Vamos, Valeria! ¿Qué podría suceder si comenzaras a comportarte como una muchacha? ¿Acaso se acabaría el mundo? ¡Por el amor de Dios! Al fin y al cabo, es lo que realmente eres.

—Será mejor que dejemos el tema —dijo Valeria, mirando de soslayo a Madeleine, con la esperanza de dar por finalizada la discusión.

—¡Ni hablar, Valeria! —se opuso rotundamente su hermana, cruzándose de brazos—. Has dicho que no lo entiendo, así que quiero que me lo expliques. Soy la mayor de las dos, me preocupo mucho por ti y lo sabes. Además, es lo mínimo que me debes después de tratar de defenderte ante tu adorada tía Henrietta.

Valeria la miró con los ojos como platos.

—Pues creo que está suficientemente claro, ¿no? Lo único que papá trata de evitar es que Rhode-Hall vuelva a ser azotada por la desgracia.

—Una desgracia como la que me ocurrió a mí, querrás decir.

Las mejillas de Valeria adquirieron un matiz encarnado.

—No —repuso, caminando nerviosamente por la habitación—. Sabes bien que no he querido decir eso.

—¡Por supuesto que has querido! ¡Has querido decir eso mismo! —Madeleine la miró con el ceño fruncido—. Pero para tu propia información, yo lo he superado. Soy completamente feliz. Aunque dudo mucho que pueda decir lo mismo de ti. ¿Me equivoco?

La mandíbula de Valeria se tensó mientras contemplaba a su hermana en silencio. Negarlo era sencillo, simplemente tenía que abrir la boca y decirle que se equivocaba. Sin embargo, solo era capaz de mirar a Madeleine sin pestañear.

Aquello era frustrante.

—¡Diantres! —gruñó. Se dirigió al armario y abrió bruscamente las puertas de par en par, antes de volver a soltar otro improperio.

—Deberías calmarte, cielo —trató de tranquilizarla Madeleine, acercándose a ella—. Sé que no debería haber dicho eso, pero es tan frustrante ver como te ocultas del mundo… No deberías juzgarme por no apoyar a papá en esto. Fingir ser lo que no eres no va a protegerte. Comportarte como un hombre no te ayudará a evitar que te hagan daño. Eres una mujer muy bella y debes aceptarlo. O al menos trata de hacerlo mientras tía Henrietta esté aquí. Si tienes algún problema solo tienes que decírmelo. ¿De acuerdo?

—Fantástico —resopló Valeria, mordiéndose el labio inferior—, porque creo que voy a necesitar de tus consejos antes de lo que imaginas, ya que no tengo nada en el armario que pueda ponerme para representar el papel de delicada y decente muchachita.

Tras echar un vistazo al interior del guardarropa, Madeleine no pudo evitar reír.

—¡Buen Dios! Ni siquiera Wesley tiene tantas calzas…

—No creo que esto sea divertido —masculló. Abrió un cajón y extrajo un vestido.

Madeleine contempló con detenimiento la prenda que, por su tamaño, probablemente había sido confeccionada para una niña.

—¡Buen Dios! ¿Cuánto tiempo lleva esto ahí metido?

—Más del que recuerdo —clavó ambas manos en las caderas y añadió—: Como ves, poco o nada podré hacer para complacer a tía Henrietta. Hace por lo menos cinco años que no me pongo una falda. Con suerte ocultará mis rodillas.

—Bien… —suspiró Madeleine, entregándole la blusa que se había quitado hacía un momento—. Será mejor que te pongas esto mientras subo al desván. Si no recuerdo mal, cuando me casé con Wesley dejé allí un par de baúles llenos de ropa. Por aquel entonces mis caderas aún se encontraban en su sitio, así que probablemente te quedarán de maravilla.

—No sé por qué lloriqueas tanto, ahora estás estupenda —apuntó con afecto Valeria.

—Tú me ves siempre con buenos ojos. Pero en fin, supongo que tampoco estoy nada mal, sobre todo después de haber dado a luz a ese diablillo que corretea por la planta inferior.

Sentada a la mesa, junto a su tía, Valeria se llevó una mano a la cintura y tomó otra bocanada de aire, tratando de que sus pulmones se acostumbrasen a respirar con normalidad.

Aunque le gustaba el vestido que su hermana había elegido para ella, pues era fresco y elegante, se hallaba terriblemente incómoda. Las pequeñas florecillas violetas del tejido le hacían sentir una fragilidad a la que no estaba acostumbrada. Los zapatos apenas poseían una suela en la que apoyar el pie, y el escote…

Bueno, del escote era mejor no hablar. Ni tan siquiera recordaba poseer aquellas dos sugerentes protuberancias, de las que no podía dejar de ser consciente. Tal vez si trataba de meterlas un poco más adentro, en su corpiño…

Val tironeó de la tela que cubría sus hombros, tratando de que el vestido ascendiera un poco.

Henrietta, evitando mirar hacia el lugar donde su sobrina no paraba de moverse inquieta, masticó vigorosamente el pedazo de pollo que tenía en su boca y negó con la cabeza.

—¡Esto es inaudito, Samuel! —estalló la mujer, con notable irritación—. ¿Cómo es posible que tu hija aún no esté acostumbrada a lucir un simple vestido?

—A lo que Valeria no está acostumbrada, querida cuñada, es a esos asfixiantes armatostes a los que las mujeres llamáis corsés —le lanzó una mirada de complicidad a su hija, antes de mascullar—: Creo que tendremos suerte si logramos que Valeria no pierda la consciencia antes de que concluya la cena.

—¡Oh, vamos! Eres terriblemente melodramático, querido. Que yo sepa, ninguna dama se ha muerto por usar esa prenda.

Samuel levantó sus intensos ojos verdes y los posó en su hija menor, que advirtió el fugaz brillo de diversión que jugueteaba en sus pupilas.

—¡Enhorabuena, querida hija! Tal vez hoy seas la primera mujer en perecer dentro de un corsé —comentó Samuel, con marcado sarcasmo.

Valeria se llevó la servilleta a la comisura de los labios y trató de ocultar una sonrisa.

—Puedes estar tranquilo, padre. Creo que en breve me acostumbraré a dejar de respirar.

—¡Por todos los cielos! —alzó la voz Henrietta. Irguió la espalda y abandonó el cubierto junto a su plato—. ¿Queréis parar ya con eso? Si mi hermana querida pudiera veros con seguridad le daría un ataque.

Un pasmoso silencio reinó durante unos segundos en el salón, roto tan solo por el tic tac del reloj, fabricado en caoba y palosanto.

—No creo que a nuestra madre le hubiese importado lo más mínimo que Valeria usara o no un corsé, tía Henrietta —opinó Madeleine, rompiendo la tensión que se respiraba en el ambiente.

Valeria sonrió con cautela al notar como Wesley cubría la mano de su hermana con la suya propia, apoyando la opinión de su esposa.

—Te equivocas, querida —aseguró su tía, logrando que el efímero momento de felicidad de Valeria se evaporase—. Antes de morir, vuestra madre me dejó muy claro cuál era su deseo. No es ningún secreto que ella anhelaba que, cuando alcanzarais la edad suficiente, fuerais debidamente presentadas en sociedad. Como ya lo hiciste tú, Madeleine.

—Y todos sabemos cómo acabó esa historia —replicó la muchacha, en respuesta al inoportuno comentario de su tía.

El silencio planeó nuevamente sobre sus cabezas.

—Pues yo opino que Valeria ya ha aplazado demasiado tiempo su puesta de largo. Por consiguiente, no pienso regresar a Norfolk hasta haber cumplido el último deseo de mi hermana.

Repentinamente, todos alzaron la cabeza para mirar a la mujer, como si no creyesen lo que acababan de oír. Incluso Francesca, la doncella, que en aquel momento se disponía a retirar los cubiertos, dejó caer accidentalmente la bandeja de plata que portaba en las manos.

—Lo lamento —balbuceó la sirvienta con voz entrecortada, mientras miraba estupefacta como los Richardson permanecían sentados a la mesa en silencio. Al deducir que nadie le había prestado la mínima atención, se inclinó rápidamente y trató de recoger los trozos de pan que se habían esparcido por el suelo. Luego lanzó una discreta mirada hacia Henrietta, y salió del salón apresuradamente.

—No voy a permitir que digas a mis hijas lo que deben hacer o no. Te recuerdo que eres tú quien está bajo mi protección, y no al contrario —dijo Samuel, esforzándose por contener su enojo.

Cuando parecía que la situación estaba a punto de empeorar, Valeria decidió intervenir.

—Está bien, padre —lo interrumpió la joven, lanzando al mismo tiempo una discreta mirada hacia su hermana mayor—. Por una vez, puede que tía Henrietta tenga razón. Es lo que mamá hubiera querido. Además, no creo que me haga daño acudir a un par de bailes o eventos durante esta temporada. Quién sabe, tal vez incluso me divierta.

—¡Bien dicho! —celebró su tía. Limpió con una servilleta las comisuras de su boca y se levantó—. Es una suerte que al menos una persona en esta familia aún conserve algo de sensatez. Ahora, si me disculpáis, creo que será mejor que me vaya a descansar. El viaje ha sido largo y comienzo a estar agotada. Cuñado…

Inclinó la cabeza hacia Samuel, antes de darse media vuelta y abandonar el salón.

¡Maldito reloj!, pensó Valeria, al percatarse de que nuevamente se habían quedado en silencio.

—No deberías haberte comprometido a nada —comentó repentinamente su padre—. Es una locura dejarse arrastrar por las excentricidades de Henrietta.

—¿Y qué otra alternativa tenía, padre? ¿Pretendes que se quede aquí, con nosotros, hasta que se arrugue como una pasa?

El comentario, que provocó la espontanea risa de Wesley, hizo que Madeleine fingiera amonestarlo, tratando al mismo tiempo de contener una carcajada.

—Espero que no tengamos que arrepentirnos de esto —murmuró Samuel.

—Padre —comenzó a decir Madeleine—, lo que me sucedió no tiene por qué repetirse. El vizconde de Chester y yo apenas nos conocíamos. Recuerdo que tan solo nos vimos un par de veces antes de la boda y, además, nunca a menos de cincuenta metros.

—Estabais comprometidos desde niños. Ese era el deseo de tu madre. Ese granuja no tiene disculpa —lanzó una mirada a Wesley —. Espero que no te incomoden mis palabras, hijo.

—Por supuesto que no, señor —respondió el joven—. Pero lo cierto es que no puedo más que agradecerle a ese tunante que se largara el día de su boda. De no haberlo hecho, yo jamás habría tenido la oportunidad de conocer a su encantadora hija.

—Como dicen, querido yerno, ‹‹Dios parte y reparte››. A día de hoy ese malnacido no ha encontrado una dama decente a la que desposar. Ni siquiera su título ha sido capaz de lograr tamaña proeza.

—Debe ser feo como una mula —soltó repentinamente Valeria, provocando la risa de los presentes.

—No es precisamente eso lo que he oído —comentó Madeleine, atrayendo la atención de su hermana.

—¡Eso es una soberbia estupidez! A mi juicio, es el hombre más horroroso del mundo. Debería encontrar una arpía que le diera su merecido.

—¡Brindo por eso! —alzó la copa su hermana—. Por que el vizconde de Chester encuentre finalmente a una joven que le haga pagar todas y cada una de las fechorías que ha perpetrado contra las mujeres, damas o no.

El delicioso y musical tintineo del cristal inundó la penumbra del salón.

Capítulo 2

Los días siguientes fueron increíblemente caóticos. Henrietta solicitó los servicios de una popular modista francesa, que se acababa de instalar en Inglaterra para abrir un taller en Londres, cerca de Bond Street.

La mujer, una distinguida dama de cabellos cortos y rubios, era tan diestra con la aguja que no le suponía ningún esfuerzo realizar diseños supuestamente complejos, que transformaba después en prendas extraordinariamente elegantes y cómodas.

Su tía, adelantándose a sus deseos, había elegido telas vaporosas, como la muselina o la batista para el día, y algo más recargadas como la seda y el terciopelo para la noche.

Henrietta, que parecía disfrutar con el cambio que experimentaba el aspecto de su sobrina cuando uno de aquellos exquisitos vestidos envolvía su cuerpo, se ocupó de dar su aprobación a cuantos accesorios y complementos consideraba imprescindibles: grandes pamelas, sombrillas y tocados con toda clase de plumas y encajes.

Val resolvió no rebelarse y se prestó con estoicismo a todos los excéntricos caprichos de su tía, que entre otras cosas incluían oír música, aprender patrones de conducta adecuados, o saberse al dedillo las incontables reglas de etiqueta. Incluso acudió a la prestigiosa academia del signor Billsmethi, ubicada en la elegante zona de Grays Inn Lane, donde aprendió a bailar el vals y la divertida danza que todos llamaban The Hat: un curioso juego donde una muchacha debía situarse dentro de un círculo formado por varios caballeros —todos ellos con sus chisteras en la mano—, y danzar alrededor de ellos hasta elegir a uno, tomar su sombrero y colocárselo sobre la cabeza para hacerle saber que él era el elegido para bailar con ella.

Fue cuando llegó el viernes que sobrevino el desastre.

Aquel día, Valeria remontó rápidamente las escaleras, se dirigió al cuarto que ocupaban su hermana y Wesley y llamó a la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó una somnolienta Madeleine, entreabriendo la puerta. Tras lanzarle un vistazo y comprobar que aún llevaba puesto el camisón, añadió—: ¿Se puede saber qué haces levantada a estas horas? Son las seis de la mañana.

—Tengo que hablar contigo —susurró Valeria, nerviosa.

Madeleine arrugó el ceño, lanzó una mirada al interior de la habitación antes de abandonarla, y cerró la puerta con cuidado de no despertar a su esposo o al pequeño Joss.

—¿Ocurre alguna cosa?

Apenas concluyó la pregunta, Valeria la asió de la muñeca y tiró de ella hacia su propia habitación, ubicada al fondo del pasillo.

Una vez dentro, cerró con llave y resopló pesadamente.

—No he podido pegar ojo en toda la noche, deambulando de aquí para allá como si fuera un fantasma. Y es que no se me ocurre la manera de escapar de esto —exclamó Valeria con desesperación—. Tía Henrietta ha perdido completamente el juicio y ha comenzado a desvariar. No te imaginas lo que pretende.

—¡Maldita sea, Val! ¡Me estás asustando! ¿Qué es lo que se le ha metido ahora a esa mujer en la cabeza? ¿Acaso proyecta llevarte con ella a Norfolk? Porque si es así…

—Aún peor —caminó hasta la chimenea y tomó el sobre que descansaba sobre la repisa. Tras mostrárselo, la miró, esperando su reacción.

—No puede ser.

—¡Esto es espantoso! ¡Una verdadera calamidad! ¿Cómo se le ha podido ocurrir semejante idea?

—¿Great View? —Madeleine abrió los ojos de par en par—. ¿Es una broma, verdad?

—Si lo es, no tiene ni pizca de gracia.

—¿De dónde la has sacado? ¿Te la ha entregado la tía?

—¿La crees tan imprudente? —resopló Valeria—. Ayer por la tarde, cuando paseábamos por el camino que linda con la casa del vicario, se le cayó del ridículo. Cuando la recogí para entregársela no pude evitar echarle una mirada. Ya puedes imaginarte la cara que puse cuando leí quién era el remitente. ¿Cómo demonios voy a escapar de esto? Le he dado mi palabra.

—Ya, pero en ningún momento te dijo que acudirías a la mansión del vizconde de Chester. ¿Qué demonios trata de conseguir con esto?

—Tal vez esté aburrida de la vida en Norfolk —comentó con sarcasmo—. Eso, o pretende que le dé una buena bofetada a lord Bradford. Porque sin duda es lo que va a ocurrir si llego a toparme con ese cretino cara a cara.

—Te recuerdo que nunca lo has visto. Podrías golpear por error a cualquier otro caballero.

—Pues alegaré que padezco un espantoso temblor en una de mis manos.

—No seas ridícula. Creo que lo mejor será que vayas a ver a tía Henrietta y aclares todo esto con ella cuanto antes.

—¿Aclarar? Creo que ya está suficientemente claro —Valeria tomó la carta de manos de su hermana y la desplegó por completo—:

Mi apreciada señorita Richardson: yo, vizconde de Chester, tengo el honor de invitarla al baile que se celebrará el domingo, día veinte de abril, en mi propiedad, Great View. Ruego confirme su asistencia.

¡Menuda desfachatez la de ese hombre!

—Dudo mucho que esto sea obra del vizconde —Madeleine volvió a inspeccionar la carta—. Por lo general estas invitaciones son escritas por algún oficinista. Según tengo entendido, lord Bradford cuenta con los servicios de uno muy bueno, el señor Olsen, que realiza estas funciones por él. Probablemente se trate de un error.

—¿Y si no es así? ¿Y si no se trata de ningún error?

—¿Qué puede ser si no? ¡Vamos, vamos! —Madeleine pasó un brazo sobre los hombros de su hermana—. ¿Qué daño puede hacerte acudir a ese baile?

—No es precisamente a mí a quien puede perjudicar mi presencia allí.

Madeleine se alejó un paso de ella para poder contemplar mejor su rostro.

—Valeria Richardson, creo que ya va siendo hora de que te enfrentes a ese hombre y olvides el pasado de una vez por todas. Ese rencor no puede acarrear nada bueno.

Val abrió los ojos de par en par y la miró sorprendida.

—¿Cómo puedes decir eso después de lo que te hizo?

—Porque soy feliz, hermanita. Mucho más que él. Creo que deberíamos dejar el pasado atrás y mirar al frente. Quién sabe lo que podría haber ocurrido si hubiéramos llegado a casarnos —hizo una pausa—. Con un hombre así es mejor no pensarlo. Además, si te niegas a ir, ese cretino pensará que aún le guardo antipatía. Y no deseo que se sienta tan importante.

—Puede que a ti te resulte fácil olvidar, pero a mí no. En aquella época te vi derramar demasiadas lágrimas por culpa de ese indeseable. ¡Debería pagar por cada una de ellas!

—Y lo hará. ¿Recuerdas? —forzó una sonrisa—. Hallará una joven arpía que lo vuelva completamente loco.

—Era solo un brindis —le recordó Val a su hermana.

—Y un deseo. Y hay que tener mucho cuidado con los deseos, porque a veces se cumplen, tesoro —Madeleine se apartó de su hermana y se dirigió a la puerta—. Deberías olvidarte de todo esto y volver a la cama.

Cuando la puerta se cerró, Val decidió seguir su consejo y dormir un par de horas más.

Sin embargo, al cabo de media hora, entendió que le iba a ser difícil, por no decir imposible, reconquistar nuevamente el sueño. Cada vez que cerraba los ojos su mente giraba como un torbellino, dándole vueltas, una y otra vez, a las palabras de Madeleine. Probablemente era cierto: su rencor no había hecho otra cosa que crecer con los años. Había imaginado mil maneras de vengarse del vizconde, y ninguna era demasiado horrible.

Valeria se preguntó si, ciertamente, ya era hora de pasar página. Ralph y su hermana parecían opinar que sí. Sin embargo, no podía comprender lo poco que parecía afectar aquel tema a Madeleine.

¿Perdonar y olvidar lo que hizo aquel mequetrefe?

¡Por el amor de Dios! ¡Menuda estupidez!

Se tapó la cara con la almohada y lanzó un gruñido.

Ella no podía olvidar, así como así, todo el daño que les había hecho el vizconde de Chester. Era imposible hacer borrón y cuenta nueva, y arrinconar el recuerdo de como ese hombre, tras la ruptura, había desaparecido de la noche a la mañana como si la mismísima tierra se lo hubiese tragado.

¡Menudo cobarde!

Indudablemente lord Bradford poseía las más nefastas cualidades que podría reunir un ser humano: era frío, calculador y libertino. Además de que, cuando olía problemas, escondía la cabeza tan rápido como un avestruz.

Valeria cerró los ojos e imaginó que retaba a lord Bradford a un duelo. Aquel pensamiento le resultó reconfortante: imaginarse dándole un par de azotes con su espada en las posaderas la haría dormir como un bebé. Tal vez incluso se atrevería a dibujar en su mejilla la inicial de su apellido. Así lord Bradford jamás olvidaría que había sido un error meterse con la familia Richardson. Sobre todo con su hermana.

Sonrió.

En sus sueños el vizconde hallaría a la arpía que se merecía.

Capítulo 3

En el momento en que Valeria puso un pie en el salón, supo que tendría problemas.

Y muchos.

Tan solo tenía que contemplar a los caballeros más jóvenes, que comenzaban a revolotear a su alrededor como aves de rapiña. Actitud que, por lo visto, los más experimentados evitaban, ya que tan solo se consagraban a mirarla, aguardando la oportunidad de acercarse a ella para solicitarle un baile.

Antes de que los nervios se apoderasen de su estómago, Valeria abrió el abanico y comenzó a echarse aire. Por lo menos aquel pequeño trasto de raso y encaje servía para algo más que para cotillear tras sus varillas, pensó la joven, lanzando un profundo suspiro de frustración.

Sin embargo el vestido de seda color malva que lucía esa noche solo servía para fomentar las penetrantes miradas de los caballeros, y para alentar las murmuraciones de las damas.

A Valeria le divirtió el comportamiento exhibido por estas últimas, que cuchicheaban discretamente tras sus abanicos, mientras trataban de no perderla de vista. Era obvio que aquellas jóvenes la creían una fiera competidora. De modo que, sin desearlo, se había convertido en el centro de atención.

Pues bien, podían quedarse a todos y cada uno de los caballeros del salón. Ella no estaba dispuesta a que ninguno de ellos la cortejase esa noche.

Ni ninguna otra.

Cuando, por instinto, retrocedió hacia la puerta, notó los dedos de Henrietta alrededor de su brazo.

—Procura comportarte como una jovencita civilizada y conseguiremos que esta noche algún caballero te pretenda. Recuerda: nada de hablar de actividades comerciales, armas o de cualquier otra cosa que se suponga inapropiada. A ningún hombre le interesa saber esas cosas de boca de una dama.

—¡Qué estupidez! —murmuró Valeria en voz baja.

—¿Decías? — la dama la miró con el ceño fruncido.

—Que no te inquietes tía, seré la joven más tímida e insulsa de este condenado baile —obligó a su boca a crear una inocente sonrisa.

—Muchachita impertinente, más vale que comiences a tomarte en serio mis palabras, porque no pienso darme por vencida hasta que finalice la temporada.

Valeria se limitó a mirarla con una mordaz expresión.

—Descuida, tía, haré todo lo que esté en mis manos con tal de que regreses pronto a tu confortable y añorado hogar. No puedo imaginarte lejos de él durante mucho tiempo.

—¡Eso espero! —respondió la mujer, ignorando la ironía de su comentario. Blandió el abanico cerrado ante la nariz de su sobrina y, tal y como hacía un millar de veces al día, enarcó su ceja izquierda.

Valeria abrió la boca para responder, pero la cerró al oír el frufrú de una falda almidonada.

—¡Señora Davenport! ¡Qué placer volver a verla! —exclamó de pronto una cantarina voz.

Henrietta se dio la vuelta y reconoció a Lady Hawthorne, que la miraba con un indiscutible gesto de sorpresa.

—No pensé hallarla aquí, en Great View —añadió lady Hawthorne.

—Discúlpeme, milady, pero no veo por qué deberíamos rechazar la magnífica invitación de lord Bradford —inclinó la cabeza a modo de saludo—. A fin de cuentas, han pasado demasiados años para que la querida familia de mi cuñado guarde aún algún tipo de rencor a la del vizconde. Mi sobrina está felizmente casada, milady, ni tan siquiera se acuerda ya de lo sucedido.

—¡No se imagina lo mucho que me alegra oír eso! Creo que está demás que comente que ambos eran demasiado jóvenes para comprometerse —se lamentó la mujer de astutos ojos castaños—. No obstante, mi sobrino, el vizconde, no parece querer sentar la cabeza —la dama se detuvo para echar un vistazo a Valeria—. Veo que viene esta noche muy bien acompañada.

—Esta es mi sobrina, Valeria Richardson, milady.

Valeria dio un paso al frente y se inclinó suavemente, haciendo gala de unos modales tan delicados como exquisitos, que provocaron una sonrisa de satisfacción en los labios de su tía.

—Eres una muchacha muy linda, si me permites la indiscreción —sonrió a la joven, antes de volcar nuevamente su atención en Henrietta—. Quién sabe, quizá mi testarudo sobrino cambie de opinión cuando conozca a su encantadora sobrina.

¡Jesús, María y José! Valeria cerró la boca y se esforzó en no soltar una palabrota. Ni en mil años iba a permitir que eso ocurriera, se prometió, tratando de no exteriorizar la furia que comenzaba a invadirle el cuerpo. Si ese lord de tres al cuarto se atrevía a acercarse a ella con esas intenciones, su tía iba a tener que ir olvidándose de que el noble propósito de transformarla en una dama llegase a buen puerto.

—Descuide, milady, no dudaré un segundo en presentarla al vizconde.

Tan pronto como la mujer se hubo marchado, la sonrisa de Valeria se desvaneció. Se giró y miró a Henrietta con disgusto.

—¿Cómo se te ocurre decir semejante estupidez?

—Valeria… —le advirtió la dama.

—No, tía. ¡Ahora serás tú quien me escuche! No quiero ver jamás a ese cretino. Me niego a que nos presentes, y mucho menos a mantener una conversación con ese asno licencioso. Eso en el caso de que posea suficiente inteligencia para hablar y no mirarme el escote al mismo tiempo. Por lo poco que he oído de él, dudo mucho que lo consiga.

—Pues tendrás que contenerte por una vez, querida, porque el vizconde es nuestro anfitrión —la regañó en voz baja—. Además, te recuerdo que prometiste complacerme durante esta temporada.

Valeria, que en ese momento sintió un fogonazo de furia, tragó saliva y se mordió la lengua. La conocía demasiado bien para creer que podría hacerla entrar en razón. Intentarlo ya de por sí era una causa completamente perdida. Tan solo lograría alentarla aún más.

Y alentarla era lo último que deseaba en el mundo.

—Señorita —Val desvió la mirada y la clavó en el joven que se había aproximado a ellas, con la clara intención de anotar su nombre en la libretita que ella portaba anudada en la muñeca.

En su fuero interno, lo que realmente deseaba era largarse, meterse en la cama y echarse la manta sobre la cabeza hasta el día siguiente. Sin embargo, era consciente de que sus deseos estaban lejos de convertirse en realidad. Al menos en un corto espacio de tiempo. Así que aceptó la invitación con una moderada sonrisa, bajó los párpados y fingió un candor que estaba lejos de ser real, mientras contemplaba como él garabateaba su nombre en el pequeño librito.

Una vez el caballero se dio por satisfecho, hizo una ceremoniosa reverencia y se marchó.

—Creo que voy a vomitar.

Henrietta, escandalizada, se quedó boquiabierta.

—¡Valeria! ¿Cómo es posible que digas cosas tan horribles? ¡Debería darte vergüenza!

—Oh, no creo que debas preocuparte por eso, tía. Te aseguro que no he estado más avergonzada en mi vida —inclinó la cabeza hacia la dama, y ocultando la boca tras el abanico, le susurró—. ¿Has reparado en cómo se hinchan mis pechos cada vez que tomo aire? Temo que estén a punto de escapar de este ceñido corpiño.

—Chiquilla del demonio —soltó Henrietta, respirando con dificultad—. ¿Cómo puedes decir esas cosas sin tan siquiera sonrojarte?

—Esa, querida tía, es un arma que no pienso ceder ante las encantadoras y pudorosas jovencitas.

—No sé cómo se me pudo ocurrir la descabellada idea de convertirte en una dama —dijo su tía, hablando casi para sí misma.

—Y a propósito de eso, ¿cuánto tiempo más tendré que representar esta farsa? —susurró.

—Hasta que te comprometas o finalice la temporada.