Una pasión imprudente - Amber Lake - E-Book

Una pasión imprudente E-Book

Amber Lake

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Beschreibung

HQÑ 375 La pasión puede llevarnos por caminos peligrosos. A Phineas Moore, investigador privado de creciente fama en la ciudad, se le presenta uno de los trabajos más turbadores de su carrera: ejercer de tutor de una dama aristocrática y futura escritora de novelas detectivescas. Las aspiraciones literarias de Elinor Welby la llevan a buscar información y experiencias por las calles londinenses que le sirvan de inspiración para sus escritos, y que no siempre acaban bien. Tras un azaroso primer encuentro, Elinor contrata a Phineas para que la instruya en el oficio y le permita colaborar en sus investigaciones. Un encargo que él acepta y del que pronto se arrepiente, porque la atracción que surge entre ellos resulta más inquietante que el peligro que les rodea. - Una fantástica novela de intriga en el singular marco histórico de la época victoriana. - En la vida hay que correr riesgos si queremos desfrutarla con plenitud. - Nos adentramos en la situación social de las mujeres de las clases altas, y las dificultades que tenían para poder desarrollar su vocación. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Josefa Fuensanta Vidal

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Una pasión imprudente, n.º 375 - diciembre 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411805445

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Hay pasiones que la prudencia enciende y que no existirían sin el riesgo que provocan.

Jules d’Aurevilly

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Chamber Street, Londres. Mayo de 1861.

 

La entrada en el local del joven dandy causó expectación. No era inusual que alguno recayera por esos tugurios en busca de diversión y emociones diferentes a las que estaban acostumbrados, pero ese atrajo el interés de los parroquianos de forma singular. Parecía un polluelo recién salido del cascarón, y esa era una oportunidad que algunos no dejarían escapar.

Desde el lugar en el que se hallaba sentado, en una mesa envuelta en sombras de aquella sórdida taberna, Phineas lo vio acercarse al mostrador con pasos inseguros.

—¿Qué puedo servirle, señor? —preguntó el tabernero con una sonrisa guasona y los ojos brillantes de codicia.

El interpelado miró dudoso la fila de botellas cubiertas de polvo, expuestas en los estantes, y torció la boca en un gesto de desagrado.

—Un brandy, por favor —pidió. Su voz sonó forzada, como si pretendiera darle una gravedad que la edad aún no le había concedido.

—¿No desea algo más fuerte? ¿Un vaso de leche, tal vez? —sugirió el tabernero con chanza.

Varias risas corearon sus palabras y provocaron un fuerte sonrojo en el joven caballero, que sacó pecho y carraspeó antes de responder.

—La botella, si es tan amable. —Extrajo del bolsillo del pantalón una bolsita y de ella una moneda de un florín. La puso sobre el mostrador con gesto teatral—. ¿Con esto bastará?

El tabernero cogió el dinero con avidez y lo guardó en un cajón debajo del mostrador. Se giró, cogió una botella de los estantes y le limpió la mugre que tenía.

—Si prefiere sentarse en una mesa, Betsy se lo servirá —indicó, y señaló una que quedaba libre en el centro del local.

El chico asintió y se sentó en ella con la espalda rígida y el rostro serio. Su postura se veía forzada. De inmediato se acercó la camarera, una mujer rolliza de mejillas sonrosadas y boca pequeña. Su provocativo atuendo revelaba bastante de sus encantos y mucho de sus intenciones. En una mano llevaba dos vasos y en la otra la oscura botella. Los dejó sobre la mesa y se inclinó ante el joven, con lo que los pechos casi se desbordaron por el profundo escote.

—¿Quieres que te acompañe, cariño? —preguntó con mirada insinuante, al tiempo que le cogía una mano y la llevaba hacia su exuberante pechera. Su boca, en la que faltaba algún diente, formó una invitadora sonrisa.

Él se envaró aún más y el espanto se reflejó en su rostro. Volvió a carraspear antes de decir:

—Es… es muy amable, señorita. Prefiero estar… solo. En otra ocasión.

Betsy no se ofendió por el rechazo y se marchó contoneando su generoso trasero.

El joven se sirvió en un vaso y bebió un corto trago. Un acceso de tos le sobrevino cuando el fuerte líquido, que nada tenía que ver con lo que había probado en alguna ocasión, circuló por su tráquea y pareció que lo abrasaba todo a su paso.

Una nueva riada de carcajadas se escuchó a su alrededor, lo que aumentó su apuro. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las lágrimas que afluyeron a los ojos. No hizo intento de volver a beber y se dedicó a observar todo a su alrededor con mirada curiosa.

El interés por el dandy se diluyó y el resto de los parroquianos volvió a sus conversaciones y a ocuparse de sus asuntos.

Phineas continuó observándolo. ¿Qué hacía allí, cerca de los muelles de St. Katharine? A todas luces se advertía que estaba fuera de lugar. No le extrañaría que esa fuera la primera vez que acudía a un local como aquel, tan alejado de su hábitat natural. O se había equivocado o era demasiado imprudente; ambas cosas resultaban igual de peligrosas para él.

Por la calidad de la tela y la perfección de la hechura del traje que llevaba dedujo que se trataba de una persona adinerada, o lo era su familia. Si se atenía a la lisura de su piel, en la que no se advertía el menor rastro de vello, no le echaba más de catorce o quince años. Un mocito ávido de experiencias adultas para regodearse de ellas ante sus compañeros de Eton o de cualquier otro colegio elitista. Pensaría que esa aventura en los bajos fondos le iba a conferir cierto grado de hombría a los ojos de los demás.

Si tenía familia, no estaba al corriente de esa excursión clandestina o le habrían advertido del peligro que suponía adentrarse por los suburbios sin compañía adecuada y con una bolsa tan llena, como parecía llevar. Y si no había un coche esperando cerca, no se libraría de ser asaltado y acabaría la correría nocturna golpeado y robado en alguna callejuela.

Tras un rato, el caballerete se levantó y se encaminó a la puerta con el mismo andar envarado con el que había entrado un rato antes. Parecía que quería aparentar un dominio de la situación que estaba lejos de poseer, como si el haber acudido a aquel lugar fuese una prueba que debía superar. Los jóvenes ociosos y sus caprichos, pensó Phineas con disgusto.

Observó que el tabernero, que no le había quitado ojo al párvulo, hacía una leve señal con la cabeza. De inmediato, un hombre de una de las mesas más apartadas se levantó y salió tras él.

«Lo que me imaginaba. Han olido una presa fácil y van a cazarla», se dijo Phineas.

Era lo habitual en aquellas zonas, en las que la supervivencia no estaba asegurada y el peligro era constante compañero de todo el que se atrevía a adentrarse en ellas. Si el mocito salía ileso de esta visita a los arrabales de la ciudad, se tendría que dar por contento. La próxima vez, debería pensar con más claridad dónde se metía y limitar sus andanzas a los barrios elegantes y más seguros, donde los depredadores no acechaban en cada esquina con una navaja en la mano.

Phineas estaba decidido a dejarlo a su suerte. Tenía trabajo que hacer y no podía dedicarse a cuidar a caballeretes que no medían el riesgo, pero su conciencia se lo impedía. Bufó por lo bajo, dejó unos peniques sobre la mesa con la jarra de cerveza casi intacta y salió. Intentaría evitar que el incauto muchacho recibiera una paliza. Ya dejaría para otro momento la investigación que estaba realizando.

La estrecha calle aparecía solitaria cuando abandonó el local. No se divisaba al chico ni al hombre que lo había seguido. Un farol contribuía a alejar las sombras de la noche, mal iluminada por el resplandor de una luna en fase creciente, y eso no era tranquilizador; tampoco había ningún vehículo.

Phineas supuso que se había dirigido hacia la izquierda para llegar a Leman Street, una calle más transitada donde estaría esperándole su carruaje, si lo había traído. De no ser así, tendría pocas posibilidades de encontrar uno de alquiler a esas horas. Muchos cocheros no se arriesgaban a llegar a los muelles de noche. Preferían calles más concurridas, cercanas a los clubs de caballeros del West End o las zonas donde abundaban los prostíbulos, en el otro extremo de la ciudad. Y antes de llegar allí debía pasar cerca de un par de callejones oscuros y solitarios donde tenía más posibilidades de ser asaltado.

Con el convencimiento de que había tenido el sentido común de venir en un medio de transporte propio, como él había hecho, Phineas tomó la dirección a su izquierda y avanzó con rapidez hacia la cercana Leman Street. Cuando estaba a mitad de la calle escuchó sonidos de pasos a la carrea en el pasaje de la Magdalena, un estrecho callejón que comunicaba aquella calle con Prescot Street, y se temió lo peor.

Entró en él. La oscuridad era más densa, aunque se distinguían dos figuras unos metros más adelante. Una de ellas estaba pegada a la pared. La blanca pechera de la camisa del joven resplandecía como la luna nueva en el cielo nocturno. Frente a él, otra de mayor tamaño lo tenía acorralado. El brillo de una hoja de acero destelló en una de las manos y Phineas supo que el chaval estaba en peligro.

Avanzó en silencio y pegado a la pared para coger desprevenido al atracador y reducir la posibilidad de que hiriera al atolondrado mozalbete. Cuando estaba a mitad del callejón, y a escasos metros de su objetivo, le llegó el sonido de voces.

—Dame todo lo que llevas encima y hazlo rápido —dijo una voz gruesa con marcado acento cockney,característico del East End y otras zonas deprimidas de la ciudad.

—¿Y si no accedo a sus peticiones? —La voz más aguda pretendió sonar relajada, si bien era fácil detectar la fuerte alteración que sentía.

Una sonora carcajada siguió a esas palabras.

—Si tienes tan poco seso de negarte, mi amiga —y movió la mano que portaba la navaja— te afeitará gratis esa sonrosada mejilla, pimpollo. —Las palabras no estaban exentas de hilaridad.

—Está bien, caballero. No voy a discutir por unas míseras libras. Si me permite que baje las manos, sacaré la bolsa y se la entregaré con gusto.

—Cómo no, milord. —Una nueva risotada se sumó a la anterior.

El chico metió la mano derecha en el interior de su chaqueta, palpó durante unos segundos y volvió a surgir con una celeridad que sorprendió a su atacante. En ella no portaba la pretendida bolsa que esperaba. Un revólver de tamaño mediano y brillo metálico lo encañonó.

El matón retrocedió un paso al ver el arma y vaciló ante la nueva situación.

—¡Oh, vaya! Me he equivocado. Esto no es lo que usted quería, ¿acierto? Pero ya que ha aparecido, voy a presentarle a mi amigo. Se llama Colt y apuesto lo que llevo en la bolsa a que nunca ha visto uno tan bonito y eficaz. Porque, para su información, es capaz de disparar seis balas sin recargar y la primera impactaría en el corazón, no le quepa duda. Tengo muy buena puntería, y más a esta corta distancia. Si esa no le mata, la siguiente irá a la cabeza. ¿Desea comprobarlo?

Phineas, que presenciaba la escena con creciente asombro y sin manifestar su presencia, sonrió ante el arrojo que el petimetre demostraba. Dedujo que el agresor estaba valorando la gravedad de la amenaza. Costaba creer que un jovenzuelo al que le sacaba una cabeza fuese capaz de cumplirla; pero un arma siempre imponía respeto, aunque fuese en manos de un imberbe.

El hombre decidió que era demasiado arriesgado intentar abalanzarse sobre él para arrebatarle la pistola sin sufrir daños, y se marchó a la carrera en dirección opuesta a la de Phineas. Cuando lo vio desaparecer, el joven abandonó la postura arrogante y se apoyó en la pared temblando.

Phineas salió de su escondite y se acercó. Él volvió a ponerse en guardia y le apuntó con el revólver, al igual que había hecho con el malhechor.

—Tienes agallas, muchacho, lo reconozco.

—No se acerque o dispararé —le advirtió. En su voz se apreciaba la tensión que aún padecía y que se manifestaba en el leve temblor de su mano.

—Tranquilo, no pretendo quedarme con tu bolsa. Solo te aconsejo que no tientes tu buena suerte y te marches de aquí antes de que ese maleante decida aunar fuerzas y regrese con compañía. Este no es lugar para ti, ni yendo tan bien protegido.

—¿Acaso cree que no sabría defenderme? —cuestionó con voz ofendida, y adoptó la actitud arrogante que había mostrado con anterioridad.

—Mejor que no tengas que averiguarlo. Lo único que encontrarás en estos lugares son problemas. Seguro que hay muchos otros para divertirte sin tanto riesgo.

—Gracias por el consejo. No necesito que cuiden de mí, como ha visto —añadió en tono altanero, con el que quería camuflar la inquietud que sentía. Guardó el arma en el bolsillo interior de la chaqueta y se marchó con pasos rápidos por el mismo camino que el asaltante había tomado.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Phineas estuvo tentado de dar media vuelta y marcharse. Ese gomoso engreído se merecía una lección, pero ¿quién no a esa edad? Él también había sido un chaval insolente que se creía intocable hasta que la vida le golpeó de forma inclemente, mostrándole la cruda realidad. Por mucho que se lo mereciera, no le deseaba ningún mal y decidió seguirle a corta distancia oculto por las sombras.

El ladrón había huido, aunque no creía que hubiese desistido tan pronto. Intentaría tenderle una trampa. Ahora tenía un nuevo aliciente: un arma de fuego como aquella no era fácil de conseguir y le reportaría una buena ganancia. Y si no era él, había muchos otros. Esas calles estaban plagadas de rateros y maleantes y alguien como él representaba una presa muy apetecible. Si salía intacto de allí sería toda una proeza.

Quedaban pocos metros para llegar a Prescot Street cuando vio a dos figuras aparecer al final del callejón. Phineas presintió lo que iba a ocurrir y se lanzó en ayuda del incauto.

—¡Detente! —exclamó en voz alta mientras se acercaba con rapidez. Esperaba que la advertencia disuadiera a los atracadores al comprobar que el mozalbete no estaba solo. No tenía ganas de enzarzarse en una pelea en la que ambos podían salir malparados.

La llamada alertó al joven. Se detuvo y giró la cabeza para descubrir quién la había pronunciado, al tiempo que extraía el revólver y lo empuñaba con decisión.

Los asaltantes, que no estaban dispuestos a perder esa oportunidad, se precipitaron hacia él y lo pillaron desprevenido. Uno de ellos le golpeó el brazo que portaba el arma y desvió el disparo. El revólver cayó al suelo e intentó recuperarlo. El otro lo cogió por el cuello con un brazo y lo redujo. Él intentó desasirse. Gritó, se revolvió y propinó patadas que no tuvieron el menor efecto y consiguieron que el cerco de su cuello se cerrase más.

—Marchaos, así nadie saldrá herido —exigió Phineas a los asaltantes con firme determinación.

—No te metas si no quieres que te haga una bonita raja —le advirtió el que momentos antes había intentado robarle, y se le acercó con la navaja en la mano. Se sentía en superioridad porque Phineas no iba armado.

El chico no movía ni un músculo y Phineas temió que, quien lo tenía inmovilizado, acabara asfixiándole. No sería el primero que había muerto por la maniobra del garrote, uno de los medios más comunes de atraco en las calles de Londres. Se había hecho tan popular que muchas personas recurrían a llevar collares especiales, con púas de acero, para evitar que los delincuentes lo emplearan. Con suerte, solo se habría desmayado al privar de oxígeno al cerebro. Si salía vivo, no olvidaría esa noche en mucho tiempo y lo pensaría bien antes de animarse a frecuentar en solitario esos barrios, en los que siempre encontraría conflictos.

—Llevaos la bolsa y dejadlo en paz —volvió a advertirles Phineas.

—Te he dicho que no te metas —amenazó con tono belicoso el que portaba el arma mientras se acercaba a él con lentitud. Tenía la posibilidad de desplumar a dos pájaros en la misma noche y no iba a dejar pasar la ocasión.

Phineas maldijo por lo bajo. Comprendió que no iba a conseguir solucionar la situación parlamentando y, en un ágil movimiento, sacó el puñal que llevaba en una funda en la bota derecha y se lanzó hacia el hombre. La rapidez de la maniobra cogió desprevenido al matón, que no tuvo oportunidad de reaccionar cuando un fuerte puño se estrelló contra su rostro y lo derribó.

Una vez en el suelo, Phineas le pisó el brazo y le obligó a soltar el arma. Una patada en el costado le hizo doblarse y lanzar un aullido. El otro soltó el cuerpo inerte, que cayó al suelo como un muñeco desmadejado, e intentó atacarle. Al ver el puñal en su mano decidió marcharse antes de salir malherido, y desapareció por el extremo del callejón.

Phineas lanzó una nueva patada al que yacía en el suelo para ahuyentarlo. El hombre se repuso pronto y salió huyendo detrás del otro. Después de dos intentos fallidos, no tendrían ganas de continuar atracando a incautos esa noche.

Cuando el pasaje quedo desierto y se convenció de que no había peligro, Phineas se acercó con temor al cuerpo caído. Esperaba que el muchacho no hubiese sufrido graves daños. La maniobra del garrote podía ser letal.

Se agachó, le puso dos dedos en el cuello y comprobó que la sangre latía por la arteria. Respiró más tranquilo. El estrangulamiento había sido breve y solo estaba desmayado por la falta de riego sanguíneo al cerebro. Recuperaría la conciencia en pocos minutos.

En cualquier caso, tenían que abandonar aquel lugar. Pensaba que había espantado a los atracadores, pero podía haber más. Le dio un par de cachetes en las mejillas y no reaccionó. Dedujo que se había golpeado en la cabeza al caer y tenía una leve conmoción, lo que prolongaba el desvanecimiento.

Le palpó el cráneo y, para su asombro, notó una blandura inusual en el cuero cabelludo. Tanteó con mayor cuidado hasta que comprobó con horror que el pálido cabello corto se despegaba de la cabeza y dejaba a la vista otro más oscuro y mucho más largo, como el de una mujer.

Atónito, se atrevió a confirmar sus sospechas. Le desabrochó el chaleco y la camisa y vio que llevaba una tela en torno al torso. La retiró con esfuerzo y un redondeado seno de rosada aureola surgió agradecido por liberarse de aquella prisión.

Phineas se levantó de un salto y miró en ambas direcciones. Temía que los descubrieran. Una cosa era que un jovenzuelo adinerado hubiese decidido aventurarse por aquellos lares en busca de emociones fuertes, y otra muy distinta que fuese una dama vestida de hombre. Volvió a cubrirla con el vendaje y la camisa y la cogió en brazos. Era ligera como una niña. Se la echó al hombro y retrocedió hacia Chamber Street para llegar lo antes posible hasta donde había dejado la berlina con Walter, su cochero, esperando.

La pequeña berlina no era un lujo para una persona con ingresos medios; era una valiosa herramienta de trabajo, sobre todo cuando tenía que realizar tediosas investigaciones o rápidos seguimientos. Y Walter había resultado un gran aliado, sagaz y arriesgado pese a que le faltaba un ojo y era sordo de un oído, secuelas de su participación en la guerra de Crimea.

Cuando llegó al vehículo, indicó a Walter que se apresurara en llegar a Queen Square, donde vivía. Se acomodó en el asiento y la sentó sobre sus rodillas para protegerla con su cuerpo de los posibles golpes con las paredes y amortiguar el traqueteo sobre el empedrado. No podía hacer más para aliviar su incomodidad. Por suerte, el trayecto era corto y rápido a esas horas, cuando las calles de Londres no presentaban el ajetreo y las aglomeraciones que se daban durante el día.

Estaba preocupado. Temía que las heridas que presentaba fuesen más graves de lo que en principio sospechó. No era buen síntoma que aún permaneciese inconsciente pese a que la había oído quejarse en un par de ocasiones.

Respiró más tranquilo al enfilar Gloucester Street; ya estaba llegando a su residencia. Llamaría al doctor Banks, que vivía en la misma calle, un hombre amable y educado que siempre estaba dispuesto a ayudar y, por lo que sabía, un gran profesional bien apreciado por sus pacientes y colegas.

Walter se introdujo en la estrecha calleja que daba a la parte posterior de la vivienda, donde estaban las caballerizas. Una vez a resguardo de miradas indiscretas, Phineas la cogió en brazos y la introdujo en la casa por la puerta de la cocina, que solía dejar abierta para no molestar a Mary, la doncella, cuando llegaba tarde. En esta ocasión, no tenía más opción que pedir ayuda. La llevó hasta el salón de recibir y la colocó en el sofá. Encendieron varias lámparas de gas y Phineas envió a Walter en busca de Mary.

Con la luz que aportaban las lámparas pudo verla bien. Tenía unos rasgos delicados, que la inmovilidad acentuaba. Rostro redondeado, boca generosa de labios perfilados, nariz recta y corta, pómulos marcados. No podía verle los ojos por tenerlos cerrados. Debían de ser grandes y estaban enmarcados por unas cejas oscuras en forma de arco y tupidas pestañas. La piel era muy clara y la lividez que mostraba la hacía parecer más etérea. Su largo cabello, de un cobrizo brillante, era un rasgo a destacar. Cogió un mechón entre los dedos y apreció su textura sedosa, su peso y su finura.

No sabría precisar su edad, aunque no era tan joven como en un principio pensó al confundirla con un mozalbete. Le observó las manos de largos dedos y de una suavidad extrema, sin rozaduras. No realizaba trabajos domésticos. Advirtió en los dedos índice y corazón de la mano derecha rastros de tinta. Eso le sugería que, o escribía muchas cartas, o tenía algún tipo de empleo en el que la escritura le ocupaba parte del tiempo. Sería una institutriz, maestra en un colegio, ayudante en algún bufete de abogados o negocio similar donde llevaría el tedioso papeleo…

Como había advertido con anterioridad, las ropas que vestía eran de calidad y estaban poco usadas, excepto las botas, que desentonaban con el conjunto. Eran de montar y de talla demasiado grande para el tamaño que tendrían sus pies. No le extrañaría que perteneciesen a un familiar o a uno de los miembros de la casa en la que trabajaba, si se trataba de una empleada.

Observó la peluca de cabello corto y color pajizo que había llevado. No era difícil hacerse con una en alguna tienda que suministrara artículos para el teatro. Eso le sugirió que pudiera tratarse de una actriz que había querido explorar los bajos fondos para representar con fidelidad algún papel.

Ella volvió a emitir un leve gemido y se removió inquieta en el sofá donde la había tendido. Phineas la sujetó con delicadeza para que no cayera; estaría desorientada.

Mary llegó en pocos minutos, con su habitual apresuramiento. Se recolocó con destreza la cofia que recogía el largo cabello trigueño peinado con prisas, y alisó el frontal del vestido de faena.

—¿Qué desea, señor? —preguntó con voz alarmada. Su patrón solía regresar a casa a altas horas de la madrugada, o no lo hacía en toda la noche, y no la llamaba; que lo hubiese hecho en esta ocasión era síntoma de que algo grave ocurría. Walter le había indicado que acudiera lo antes posible al saloncito, sin más explicaciones.

Miró con extrañeza al hombre tendido en el sofá y no dijo nada. No era su cometido indagar en las actividades de sus señores, mucho menos cuestionarlas.

—Necesito que avises al doctor Banks de inmediato. Dile que venga lo antes que pueda —indicó Phineas con tono apremiante.

—Por supuesto, señor.

Mary salió y Phineas fue hacia la chimenea. Removió los rescoldos con el atizador y añadió una palada de carbón del cubo que siempre había cerca. No estaría de más incrementar el calor pese a que la temperatura era suave para esa época del año y la habitación no acusaba la frialdad que la ausencia de un fuego en la chimenea pudiera acarrear. Había advertido ligeros temblores en el cuerpo de la mujer y quería descartar que se debieran al frío.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—¿A qué viene este alboroto?

La conocida voz femenina, cargada de preocupación, hizo torcer el gesto a Phineas. Confiaba en que el revuelo que se había originado no molestara a Adelaide. Se había equivocado. Su madrastra tenía el sueño ligero y resultaba difícil que no hubiese escuchado los pasos de Mary en la escalera al bajar del segundo piso, donde se ubicaban los aposentos del servicio. Intuyó que algo inusual ocurría y quiso averiguarlo.

—Siento haber perturbado tu sueño —se disculpó Phineas con sinceridad. Su madrastra era el único familiar vivo que le quedaba y la quería, por ello detestaba causarle incomodidades; algo que ocurría con frecuencia y que, debido a su buen talante y generosidad, nunca le reprobaba.

Phineas dirigió una mirada preocupada hacia el sofá, donde la joven reposaba aún desvanecida. Adelaide siguió la dirección de su mirada y descubrió el cuerpo, enfundado en un traje negro con la blanca camisa abierta. Se acercó al cuerpo tendido. La confusión se podía leer en su rostro al advertir que el caballero lucía una larga y oscura melena que le cubría parte del rostro.

—¿Quién es este…? —No terminó la frase porque no sabía bien cómo calificar a la persona que ocupaba su sofá. Era consciente de que el trabajo de su hijastro era poco convencional y hasta había colaborado con él en el transcurso de algún encargo. Lo que no solía hacer era llevar a nadie a casa y menos a una mujer vestida de hombre, como su vista le daba a entender.

—No lo sé. Se ha cruzado en una investigación y me he visto en la obligación de socorrerla.

—¿Está herida o… muerta? —El temor de que esto último fuese cierto alteró su tono de voz.

—Su corazón late, si bien no sé el alcance de sus heridas. Eso deberá decirlo el doctor Banks, al que he mandado avisar.

Iba a continuar explicándole cuando escucharon unos discretos golpes en la puerta y esta se abrió.

Mary se hizo a un lado para dejar paso al doctor. George Banks era un hombre alto y de elegante figura. Acababa de cumplir cuarenta y cinco años y su rostro mostraba el paso del tiempo de forma sutil. Su cabellera castaña comenzaba a blanquear y sus ojos, de mirada bondadosa e inteligente, mostraban las arrugas que los años y la experiencia habían depositado en su anguloso rostro, de facciones no exentas de atractivo. Pese a las prisas con las que se le había requerido, vestía un elegante e impoluto traje confeccionado a medida en los mejores sastres londinenses y portaba en la mano un abultado maletín negro con herrajes dorados y una placa en la que figuraba su nombre.

—Señora Moore… —dijo, e inclinó la cabeza. Sus ojos destellaron de admiración cuando la vio. Estaba muy hermosa enfundada en aquella elegante bata de seda morada que cubría el blanco camisón y con el largo cabello, en el que las canas aún no habían ganado la batalla al caoba original, recogido en una sencilla lazada que le llegaba a la mitad de la espalda.

Pronto su mirada se desvió hacia Phineas y lo saludó con otra leve inclinación de cabeza. No le impresionó el atuendo desaliñado que vestía. Conocía la naturaleza de su trabajo y entendía que, en ocasiones, era necesario camuflarse para realizarlo.

—Sentimos importunarle, doctor Banks —dijo Adelaide ruborizada. La alteraba mostrarse con tanta intimidad ante alguien ajeno a su familia y, sobre todo, la alteraba la presencia de su vecino de una forma que cada vez le resultaba más difícil de ocultar.

—No tiene la menor importancia. Díganme, ¿en qué puedo ayudarles? —preguntó, y miró a ambos alternativamente en busca de una explicación. La doncella que le había avisado no le dio ninguna información, solo que se le requería en la casa con urgencia. Él intuyó que era por un caso que requeriría de su profesión.

Phineas se apartó de la chimenea, que comenzaba a propagar un agradable calor, y se dirigió al sofá.

—Muchas gracias por acudir a mi llamada. Se trata de esta mujer. Ha sufrido un asalto por parte de dos malhechores. No sé hasta qué punto revisten gravedad las lesiones que le han provocado. No ha despertado desde que ocurrió el hecho, aunque sí se ha quejado en alguna ocasión.

—¿Cuánto tiempo lleva en ese estado?

—No más de media hora —calculó Phineas. Chamber Street distaba a considerable distancia de allí y a una hora más temprana habrían tardado el doble de tiempo en llegar. El hecho de que las calles estuvieran desiertas y que Walter hubiese conducido a toda velocidad, justificaba la rapidez en el trayecto.

Banks se inclinó sobre el cuerpo femenino vestido con ropas de hombre. Si le causó extrañeza aquella incongruencia, se abstuvo de manifestarla. No era la primera vez, ni sería la última, que presenciaba excentricidades de diferentes tipos y que resultaban difíciles de explicar por cualquier persona normal.

Abrió el maletín que había colocado en el suelo junto al sofá y sacó una especie de trompeta pequeña de madera oscura.

—Necesitaré auscultarla —indicó.

Phineas comprendió lo que el doctor iba a hacer.

—Esperaré fuera —dijo. No era decente presenciar cómo la desvestía.

Salió del caldeado salón y estuvo paseándose por el vestíbulo en un intento por calmar su ansiedad y, al mismo tiempo, cavilando sobre las razones que la habían llevado a meterse en tan osado incidente. O eran tan poderosas que merecían poner en riesgo su vida, o se trataba de una alocada que desdeñaba el peligro.

Pasaron largos minutos hasta que la puerta se abrió de nuevo y George Banks salió por ella. Phineas se acercó de inmediato y preguntó con preocupación.

—¿Qué puede decirme, doctor? —Se sentía responsable de lo que le había ocurrido. Si hubiese ido tras ella de inmediato, no se habría producido el asalto o, cuando menos, habría evitado que la agredieran. Ese corto tiempo de vacilación en la taberna fue lo que marcó la diferencia y se reprochaba por ello.

—Quede tranquilo, la señorita Smith ya está consciente.

Phineas expulsó con fuerza el aire que había estado conteniendo.

—¿No tiene ninguna lesión grave o que le pueda dejar secuelas?

—No lo creo. La falta de conciencia que presentaba no ha afectado a sus facultades ni le causará problemas en el futuro. Responde con normalidad y extraordinaria energía para una persona que acaba de sufrir un suceso traumatizante, según he advertido. En las próximas horas se sentirá cansada y le dolerá la cabeza; nada que un ponche de leche con brandy y unas horas de sueño no solucionen —le explicó con la intención de tranquilizarlo, al igual que había hecho con Adelaide.

La señorita Smith, como había dicho llamarse, le intrigaba y le gustaría conocer los entresijos de ese asunto. Como no era propio de él indagar más allá de lo necesario para dar un diagnóstico, no preguntó.

—Muchas gracias, doctor. Mañana me pasaré por su consulta para abonarle la visita.

—De ningún modo, señor Moore. Ha sido un placer servirle de ayuda. Si no tiene inconveniente, me pasaré mañana a preguntar por ella. No obstante, si observa un empeoramiento en la paciente, no dude en llamarme.

Phineas presumía que el interés del doctor iba dirigido más a su madrastra que a conocer la evolución de la mujer rescatada, pero su natural timidez le impedía expresarle sus sentimientos. Por su parte, Adelaide aparentaba una cordial cortesía con su vecino, aunque no siempre lograba ocultar el brillo ilusionado de sus ojos cuando este aparecía en su puerta con algún pretexto.

Le gustaría que ambos, viudos y sin compromisos, dejaran de un lado tanto formalismo y se decidieran a mostrarse más abiertos. Adelaide, a la que consideraba una segunda madre, merecía ser feliz después de una vida de abnegación, volcada en ayudar a los demás.

Banks se marchó y Phineas entró en la sala. Se sorprendió ante lo que sus ojos le mostraban. La mujer, con la larga cabellera cobriza descansando sobre su espalda, no dejaba de caminar con excitación de un lado a otro de la estancia mientras Adelaide le insistía para que permaneciera recostada.

Elinor estaba muy preocupada, lo que acentuaba su malestar. Había estado luchando durante lo que le parecieron horas por salir del largo túnel en el que había caído. Su mente permanecía sumida en la oscuridad por mucho que ella se esforzara en avanzar hacia el leve resplandor que vislumbraba en la lejanía. Lo intentaba con todas sus fuerzas, pero las piernas le pesaban como grandes losas mortuorias y apenas avanzaba. Quiso gritar pidiendo ayuda y la voz se quedaba atascada en la garganta.

Hasta que sintió un fuerte picor en las fosas nasales que consiguió alejar las negras nubes que ocupaban su cabeza y se encontró con dos rostros que la miraban con inquietud, el serio de un hombre barbudo que se identificó como el doctor Banks y el de una mujer con un leve acento extranjero en la voz que se presentó como la señora Moore. Ante sus preguntas, no supieron darle una respuesta, solo que avisarían a la persona que la había llevado allí. Y al recordar parte de lo ocurrido, su zozobra aumentó. No sabía lo que había sucedido ni el tiempo transcurrido desde que la oscuridad la engulló.

Al percatarse de la presencia de Phineas, Elinor se detuvo y lo miró con una mezcla de desconcierto y temor que sus expresivos ojos, de un castaño tan claro que parecían dorados, no pretendieron ocultar. El aspecto de ese hombre no concordaba con el lugar en el que estaba. Parecía uno de los que la habían asaltado, no su rescatador. Retrocedió un paso guiada por la desconfianza y dispuesta a defenderse. ¿Y si, al querer huir de los ladrones, había acabado entrando en su cueva?

Phineas advirtió su reacción y se apresuró a explicarle. No había tenido tiempo de asearse y cambiarse de ropas y mostraba el aspecto de un trabajador de los muelles después de una larga jornada, disfraz que le ayudaba a pasar desapercibido en la investigación que llevaba a cabo. Ella imaginaría que estaba ante uno de los hombres que habían intentado robarle.

—No tema, señorita, no corre ningún peligro. Me llamo Phineas Moore. Mi madrastra, la señora Moore, ya se habrá presentado —señaló a Adelaide, que estaba junto a la ventana presenciando con interés la escena—. La he traído a nuestro hogar porque no sabía dónde llevarla ni la gravedad de sus lesiones. ¿Recuerda que fue atacada por unos asaltantes?

La inicial alarma que Elinor sintió se tornó en enojo tras aquella explicación.

—Lo recuerdo perfectamente. También recuerdo que, si no se hubiese entrometido, habría salido de aquel trance sin ninguna dificultad —dijo con irritación.

Estaba convencida de que, si aquel hombre al que no había visto y solo reconocía por la voz, no hubiese aparecido haciéndose el héroe, habría logrado hacer huir a los atracadores, al igual que con el primer intento de robo. Su intervención originó que se distrajera, momento que los ladrones aprovecharon para desarmarla y agarrarla por el cuello con tanta fuerza que perdió el sentido.

Phineas se quedó estupefacto ante aquellas palabras, pronunciadas con claro acento recriminatorio. ¿Cómo se atrevía a menospreciar lo que había hecho cuando era muy probable que le hubiese salvado la vida?

—¿Entrometido dice? ¡He evitado que la hirieran o algo peor!

—Eso es en extremo exagerado, señor. Tenía la situación controlada, como la primera vez —desmintió convencida.

—Ante dos no tenía ninguna posibilidad de librarse del atraco. No habría sido suficiente con mostrarles el arma y asegurar que sabía usarla, como ocurrió con el primero; y, aun así, tuvo suerte de que no decidiera comprobar la veracidad de su amenaza.

—Los habría hecho huir, sin duda. Soy una experta tiradora. Llevo practicando desde jovencita —explicó con orgullo. Su padre era partidario de una enseñanza igualitaria dentro de lo posible y había procurado impartir a sus dos hijos una educación similar; al menos, hasta que su hermano inició los estudios universitarios, algo que a las mujeres les estaba vedado.

—¿Y de qué le sirvió? Según recuerdo, el disparo se perdió en el vacío.

—Porque usted me distrajo —acusó con creciente exaltación.

—Dé gracias de que decidiera no dejarla a su suerte, como me indicó con tanta presunción, o en estos momentos estaría en aquel callejón en peores condiciones de las que ahora se encuentra. Y, si me permite un consejo, no vuelva a aventurarse en esas zonas confiando en su suerte o puede que no encuentre a otro entrometido que la salve —replicó. La indignación crecía en él ante la obcecación de aquella mujer. No pretendía su eterna gratitud, solo que reconociera su error; en vez de eso, lo ofendía con su altanería y su desconsideración.

—Phineas…

La llamada de atención de Adelaide le hizo comprender que no debía seguir discutiendo por mucha razón que llevase. Ella estaría aún confusa y no veía con claridad el gran peligro al que se había expuesto y la forma en la que logró salir de él. Esperaba que acabara comprendiéndolo y le sirviera de lección por si persistía en continuar con aquellas arriesgadas correrías.

Elinor comprendió que aquella discusión estaba fuera de lugar. El disgusto que sentía estaba, en realidad, dirigido más a ella misma que al hombre que tenía delante. Reconocía que su intervención había sido de gran ayuda, por mucho que le fastidiara reconocer que había cometido una estupidez. Tras la marcha de su hermano no debió continuar con sus aventuras nocturnas, y menos a lugares tan poco recomendables.

—Disculpe mi grosería, señor Moore. Le estoy muy agradecida por su ayuda. Y a usted por su amabilidad, señora Moore —dijo con franqueza—. Ahora debo marcharme.

Se dirigió hacia la puerta con pasos rápidos. Por el reloj que había sobre la chimenea sabía que eran más de las dos de la madrugada. Si sus padres descubrían que no estaba en casa a horas tan improcedente, se armaría un buen escándalo.

—No está en condiciones de hacerlo, señorita Smith. El doctor ha dicho que descanse —protestó Adelaide—. Tome una taza de ponche de leche caliente y descanse unas horas, como él ha indicado.

—Le agradezco su interés, señora. Estoy bien y no necesito descansar, se lo aseguro. Lo único que deseo es regresar a casa lo antes posible. No quiero que mi familia se preocupe por mí.

Phineas y Adelaide se miraron. Tenía sentido su inquietud. Habría decidido ausentarse de su hogar sin el consentimiento de su familia y no quería que se enterasen. Tampoco les había dicho cómo se llamaba. Lo de señorita Smith sonaba a una evasiva rápida, el primer nombre que se le ocurrió. No insistieron en preguntar porque entendían su reticencia. Le molestaba que la hubieran descubierto en una situación tan comprometida, de ahí su desazón.

—La llevaré a su casa —ofreció Phineas.

—No es necesario. Cogeré un coche de alquiler —eludió ella con rapidez.

Phineas no quiso insistir. Tendría poderosas razones para que nadie descubriera quién era y dónde vivía. Por su profesión, estaba acostumbrado a esas reacciones y nunca pedía datos personales si el cliente se mostraba reacio a proporcionarlos.

Adelaide no opinaba de igual manera.

—A estas horas le resultará difícil encontrar un coche de alquiler, y no es prudente que camine sola por la calle. Phineas la llevará donde le diga —sentenció con su voz más autoritaria, aquella que rara vez empleaba y que Phineas conocía bien. Por lo general, el carácter amable y apacible de su madrastra ocultaba una fuerte determinación que salía a relucir en situaciones de necesitad, en especial cuando tenía que defender a las personas que le importaban, y que le había ayudado a solucionar importantes dificultades que se le presentaron en el camino.

Elinor entendió las razones que la mujer exponía y accedió. Estaba en deuda con aquellas personas y no quería mostrarse desagradecida.

Mientras Phineas avisaba a Walter de que condujera la berlina a la puerta principal, Adelaide pidió a Mary que le trajera una capa que ocultara aquella vestimenta tan reveladora de la travesura nocturna.

Elinor reconoció el gesto, así como su discreción. No había intentado indagar sobre su identidad ni los motivos que hubiera tenido para llegar a aquella situación.

Había simpatizado al instante con la señora Moore, una mujer bella y elegante, amable y discreta. Desde que recobró el conocimiento, no se había apartado de su lado y mostraba preocupación por su salud sin agobiarla con preguntas. Le gustaría corresponder a su cortesía en un momento más oportuno, cuando estuviera en condiciones de explicar la inusual situación en la que se habían conocido.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

—Cuando usted desee, señorita Smith —dijo Phineas desde la puerta del salón. Había visto la berlina esperando con Walter en el pescante. Él mismo solía conducirla cuando tenía que trasladarse durante la noche porque no le gustaba molestar al cochero si no era necesario; en esta ocasión, prefería ocupar el interior. Tenía curiosidad por saber más de ella y de su extraño comportamiento.

Elinor se despidió de Adelaide y siguió a Phineas. Se había colocado la capa y, antes de salir a la calle, se cubrió la cabeza con la capucha.

—¿Dónde debemos llevarla? —le preguntó Phineas antes de subir al carruaje.

—A Berkeley Street, por favor —dijo. Estuvo tentada de mentirle y darle una dirección diferente. No lo hizo porque había algo en él que le impulsaba a confiar en su discreción. Sin embargo, prefirió ocultarle el número.

Phineas dio las indicaciones a Walter y subió a la berlina. Ocupó el asiento frente a ella y encendió el farolillo interno. Para proporcionarle más privacidad, corrió las cortinillas. Ella mantenía una postura rígida y un semblante serio, poco propicio a la charla, y Phineas se abstuvo de iniciar una conversación.

Se dedicó a observarla con disimulo y ojo profesional. El barrio de Mayfair, donde se ubicaba la calle que le había indicado, era una de las zonas más elegantes de la ciudad y las personas que vivían allí pertenecían a la nobleza o eran poseedoras de grandes fortunas. Eso no era determinante. La señorita Smith podía ser una sirvienta en una de aquellas casas y tener acceso a la ropa que llevaba puesta. Otra cosa era de dónde había sacado el dinero. Debía de ser una cantidad respetable si se guiaba por el grosor de la bolsa, que a nadie en la taberna había pasado desapercibida, y del precio excesivo que había pagado por la botella del infame brandy que servían en el Red Lyon.

Una sirvienta no ganaba mucho al año. ¿Lo habría robado? ¿Tenía a una ladrona frente a él? No lo creía. Su dicción era muy correcta, de la que se aprende en caros colegios o con buenos tutores, y esa confianza en sí misma, rayana en engreimiento, que solían poseer las personas nacidas en una familia con poder o dinero; a no ser que fuera una consumada actriz e imitara con soltura a los que servía.

Y luego estaba la cuestión que más le intrigaba: ¿qué la había llevado a aquel tugurio y a horas tan intempestivas? Una dama de la alta sociedad no necesitaba vestirse con ropas de hombre y acudir a una taberna de mala muerte a media noche. Si deseaba diversión o una cita clandestina podía acceder a mejores lugares para ello, más discretos y sin tanto riesgo.

No debería asombrarle esa insólita conducta, se dijo. Llevaba dedicándose a esa profesión muchos años y había visto cosas extrañas en los clientes o las personas que investigaba para cumplir con su trabajo, pero aquella mujer le desconcertaba. Intuía una historia interesante, cuando menos, que le gustaría descubrir. Lo malo era que ella no parecía dispuesta a desvelar sus secretos.

Elinor estaba sumida en sus propias cavilaciones, sin ignorar la vigorosa presencia del hombre que tenía frente a ella. Al salir a la calle, había identificado de inmediato el lugar donde se encontraba. Se trataba de Queen Square, y lo sabía porque acudía allí para prestar ayuda en el hogar para paralíticos, que se encontraba al otro lado de la plaza.

Había conocido a sus fundadoras, las hermanas Johanna y Louisa Chandler, en noviembre de 1859 durante el baile que organizaron para recaudar fondos y al que asistió con sus padres. Con el capital que lograron reunir abrieron un pequeño hospicio, que se había ampliado desde entonces gracias al apoyo de los numerosos patrocinadores, entre los que su padre se contaba.

Le impresionó el entusiasmo que las hermanas mostraban y su arraigada vocación de servicio hacia esas personas necesitadas que, por lo general, eran desahuciadas por la sociedad, y ello le movió a implicarse. Durante el último año había acudido con frecuencia al hospital y ayudaba en la medida de sus posibilidades. Como carecía de conocimientos sanitarios, se dedicaba a acompañar a los enfermos. Les leía, charlaba con ellos, les escribía las cartas que querían enviar y los escuchaba. La mayoría eran veteranos de guerra, a los que les gustaba hablar de sus hazañas y vicisitudes en el campo de batalla.

También identificó el British Museum cuando circulaban por Russel Street pocos minutos después. Había estado en él varias veces, llevada por el interés de aprender y observar lo que leía en los libros.

Tras unos minutos de silencio, Phineas extrajo del bolsillo de su gabán el revólver que había recogido en el callejón y se lo entregó.

Elinor mostró sorpresa al verlo. Creía que se lo habían robado. Lo cogió y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Había comprobado que llevaba el dinero y el reloj, uno de su padre, solo había echado en falta el arma.

—Gracias —dijo con alivio.

Lo había cogido de uno de los cajones del escritorio de su padre, donde lo guardaba bajo llave. Era su favorito y, de haberlo perdido, ahora tendría un buen conflicto. Se lo había regalado un buen amigo a su regreso de América unos meses antes, cuando aún no se había iniciado el conflicto armado entre los estados del sur y los del norte. Según le comentó, era el último modelo salido de las fábricas de la Armería Colt.

Había hecho prácticas de tiro con él cuando estuvieron el mes anterior en Cedar Park, la casa de campo en Hertfordshire donde pasaban las Navidades y gran parte del verano, antes de que su hermano se marchara. Su padre opinaba que las mujeres debían saber utilizar un medio de defensa tan eficiente como aquel y, desde jovencita, la había enseñado a disparar con diferentes armas; pese a ello, no era aficionada a la caza, que su padre y su hermano sí practicaban.

—Una pieza magnífica. Los atracadores no tuvieron oportunidad de llevársela. Habrían conseguido una buena suma por ella —comentó Phineas.

Él tenía un revólver, heredado de su padre, de un modelo más antiguo e igual de eficaz, que en varias ocasiones le había prestado un buen servicio. Lo llevaba consigo cuando se adentraba en lugares en los que preveía que iban a surgir problemas, aunque prefería su puñal, más ligero, silencioso e igual de mortífero cuando era empleado por una mano diestra como la suya.

—Tampoco lograron llevarse el dinero ni el resto de los objetos de valor. Ha tenido suerte —añadió.

—Cierto —se limitó a decir Elinor.

Un nuevo silencio siguió a la corta charla, solo alterado por el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines. Conforme se acercaban a las zonas más elegantes de la ciudad, desiertas a esas horas excepto por alguna residencia en la que se apreciaban luces y bullicio propios de un baile, la quietud era mayor al igual que la seguridad. Los rateros no se dedicaban a asaltar a transeúntes por aquellos barrios, en los que siempre encontraban policías haciendo su ronda.

—¿De verdad que sabe usarla? ¿Habría disparado a aquellos hombres de haber tenido la necesidad? —La pregunta le quemaba a Phineas en la garganta y no fue capaz de resistirse a formularla.

—Por supuesto. De haber sido necesario, no lo hubiese dudado. Me habría limitado a partes del cuerpo no vitales, como mi padre me enseñó, o habría disparado al aire para ahuyentarlos —confesó.

—¿Suele hacer esto a menudo? —Era otra pregunta que le intrigaba.

—¿A qué se refiere?

—A vestirse con ropas de hombre, actuar como tal y frecuentar garitos nada recomendables para una mujer, y menos una de su clase —señaló Phineas.

—¿A qué clase cree que pertenezco?

—No estoy seguro; desde luego, no a las que trabajan en lupanares por unos chelines a la semana —dijo convencido.

—¿Qué le lleva a asegurarlo, señor Moore?

—Varias cosas. Comencemos por la ropa, si me permite. Es de calidad, está poco usada y es evidente que no la hicieron a su medida. Los pantalones le quedan estrechos en las caderas y se han acortado porque eran demasiado largos para su estatura, al igual que las mangas de la chaqueta. Las botas no son de su talla. Le quedan grandes y de caña demasiado alta, indicadas para montar, no para una salida nocturna por la ciudad. Las suelas están desgastadas, lo que indica que se han usado mucho. Tiene las manos finas y muy cuidadas, a excepción de la marca de la pluma en los dedos de la mano derecha, en lo que tiene restos de tinta. Todo ello me hace suponer que le gusta mucho escribir o que tiene un trabajo que así lo requiere. Se expresa con corrección, sin restos de acento barriobajero… ¿Quiere que continúe?

A Elinor no le sorprendía la perspicacia de ese hombre. El brillo sagaz de su mirada daba a entender que era una persona a la que no resultaría fácil engañar.

—No es necesario. Es obvio que no trabajo en una taberna, ni nada por el estilo. Lo que no haré es darle explicaciones de mi comportamiento —replicó molesta con la encubierta reprimenda.

—No se las estoy pidiendo. Le he preguntado si es un hábito; de ser así, es uno muy peligroso para practicarlo en solitario. Debería hacerse acompañar por alguien que le cuide las espaldas.

—Haría bien en no dar consejos a las personas que no se los han pedido, señor Moore. ¿Le he preguntado yo la razón de que vaya disfrazado de deshollinador y lo que hacía en aquel lugar tan apartado de su residencia?

Phineas reprimió la respuesta mordaz que se merecía la señorita Smith… o como se llamase. Era irritante. Un poco de amabilidad no le sentaría mal.

—No tengo inconveniente en explicárselo. Estaba trabajando. Soy investigador privado y me llevó allí el encargo de un cliente. Suelo camuflarme para pasar desapercibido, como usted ha hecho esta noche. De todas formas, admito que representaba muy bien su papel de dandy despistado… hasta que le abrí la camisa y surgieron ese par de atributos femeninos que, difícilmente, inducen a error.

Elinor se tensó y sintió que se acaloraba. Que él la hubiese desnudado no era muy tranquilizador. ¿Hasta dónde habría llegado?

Phineas advirtió su azoramiento ante sus últimas palabras. Tal vez se estaba excediendo y no era necesario que conociese ese hecho; lo que sí necesitaba era un buen correctivo para que entrara en razón. Debía de ser una niña rica, mimada en exceso y acostumbrada a tratar a todo el que se le pusiera por delante con tanta altanería como lo estaba haciendo con él.

—Digamos que yo también estaba investigando —reveló Elinor tras unos minutos de silencio.

Phineas la miró con sorpresa. Su bonito perfil, con la tez blanca, se recortaba contra las oscuras paredes de la berlina. Ella giró la cabeza y lo miró durante unos segundos, para volver a fijar la mirada en la velada ventanilla.

—Entonces, permítame otro consejo que no aceptará: sean cuales sean las razones que tenga para hacerlo, debe dejar esa tarea a profesionales. Ha sido una temeridad por su parte, vuelvo a recordarle. Esos lugares no son aconsejables, y menos para una mujer, ni simulando ser lo que no es. Creo que la intención de esos tipos era desvalijarla de todo lo que llevase de valor y marcharse sin causarle daño. En el caso de haber descubierto su secreto, no habrían dejado pasar la oportunidad de divertirse un rato con usted.

Phineas sabía que estaba siendo demasiado duro, incluso despiadado. No le importó. Ella debía comprender el gran error que había cometido para que no sintiese la tentación de aventurarse otra vez en esas zonas; ni en ninguna, en realidad, siempre que no fuese bien acompañada. No conocía sus razones ni iba a preguntarle por ellas, solo le gustaría que recapacitara y no volviera a correr peligros innecesarios.

Elinor exhaló un audible suspiro y pareció hundirse en el asiento. Estaba cansada de mantener esa postura de pretendida arrogancia y osadía que distaba de su carácter. Había pasado mucho miedo y no olvidaría esa traumática experiencia.

—Soy consciente de ello, señor Moore, no insista. Ya lo ha puesto de manifiesto con claridad. Si quiere que admita que he sido una tonta o una loca, lo haré. Si pretende que me sienta en deuda con usted por haberme salvado la vida, lo estaré. Y no, no volveré a exponerme a riesgos de esa manera, puede estar seguro —confesó, y se sintió liberada de la carga que había estado soportando desde que recobró el conocimiento. Moore tenía razón y se merecía la recriminación que sus palabras albergaban, las mismas que ella se repetía.

—Me alegra que recapacite, señorita. No deseo que se sienta en deuda conmigo. Con que me garantice que se cuidará de aventuras de ese tipo, y más en solitario, me doy por satisfecho.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

El silencio volvió a reinar en el reducido habitáculo. Elinor mantenía la mirada esquiva de los ojos censuradores de Phineas, fijos en ella. Se sentía avergonzada. Había cometido una gran imprudencia, que pudo costarle bien caro, y era justo admitirlo.

Hasta esa noche, sus «labores de inspección», como ella las llamaba, siempre habían sido en compañía de Michael, su hermano, que le había facilitado la entrada a muchos lugares vedados a las damas cuando ella le habló de sus inquietudes literarias. Con las ropas de cuando él era un adolescente desgarbado, que aún se guardaban en un baúl en el desván, y algunos artículos adquiridos en una tienda de disfraces, Elinor se hacía pasar por un caballero. La libertad y las oportunidades que ese disfraz le proporcionaban eran asombrosas, y se hizo adicta a ellas.