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Jo Müller no está pasando por su mejor momento. Con casi cuarenta años, se ha quedado sin trabajo, sin novio y sin casa, así que no le queda más remedio que volver a casa de sus padres. Sin embargo, su suerte está a punto de cambiar: tras ver un anuncio, se anima a hacer unas prácticas de jardinería en Escocia.Con una buena dosis de confianza en la maleta, Jo viaja a las Tierras Altas escocesas, pero lo que la espera está lejos de ser una estancia idílica. Pronto tendrá que enfrentarse a un trabajo muy duro y a Duncan, un jefe tan atractivo como temperamental. Convencido de que Jo tiene formación en jardinería, Duncan no deja de sacarla de quicio de con todo tipo de exigencias. Por su parte, Jo intentará ocultar el hecho de que en realidad es cocinera, lo cual acabará provocando más caos aún. Sin embargo, contará con la ayuda inesperada de Nick, el hijo pequeño de Duncan, que se ha dado cuenta de que su padre empieza a albergar sentimientos hacia Jo...Una deliciosa comedia romántica y rural en la que los sentimientos arraigan con fuerza si se los riega adecuadamente.-
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Alexandra Zöbeli
Traducción de Adrián Vico
Saga
Una temporada en Escocia
Translated by Adrián Vico Vázquez
Original title: Ein Ticket nach Schottland
Original language: German
Copyright © 2015, 2022 Alexandra Zöbeli and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728033838
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
El encargado de Recursos Humanos del asilo de ancianos observó a Jo con una forzada expresión compasiva en el rostro. Luego, desvió la mirada hacia el sobre que tenía en el escritorio frente a él.
—Lo sentimos muchísimo, señora Müller, pero ya sabe cómo son estas cosas. La situación económica se ha visto afectada y desde la dirección nos han pedido que hagamos recortes. Dado que usted fue la última en unirse al equipo, creemos que lo justo es que sea usted la elegida.
«¿La elegida? ¿Cómo que la elegida?», se preguntó Jo. Pero el encargado de personal continuó:
—Por supuesto, respetaremos el plazo de preaviso de despido de tres meses.
En ese momento se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. No iban a elegirla empleada del año, sino que iban a despedirla.
—¿Me están despidiendo? —cuestionó completamente atónita. Confundida, miró a su jefe, que también estaba sentado en el pequeño despacho de Recursos Humanos. No es que se hubiera llevado muy bien con él, ya que no tenían la misma opinión respecto a la comida que debían comer los ancianos, pero, aun así, esperaba que interviniera y la defendiera. Después de todo, era su jefe. Sin embargo, permaneció tan mudo como el pescado que había preparado hacía solo unos minutos.
El encargado de personal le dio el sobre.
—Por desgracia, no nos queda otra opción. La situación económica... Y desde luego que no podemos ahorrar en la comida de los residentes, ¿sabe?
Jo se había quedado casi sin aliento. La acababan de despedir. Y todo esto se sumaba al hecho de que Markus llevaba ya un tiempo buscando trabajo sin éxito.
—Pero seguro que hay otras opciones... —empezó a decir, pero el jefe la interrumpió de inmediato.
—Señora Müller, no me haga hablar. Ha hecho lo que ha querido con la comida y eso ha afectado al presupuesto. Ya no nos lo podemos permitir. Ha ignorado gran parte de mis instrucciones. Lo único que ha cumplido es el horario.
El encargado de personal soltó un suspiro mientras se pasaba la mano por el pelo engominado. Todo había ido bien hasta que lo estropeó el jefe de cocina engreído. La cara de Jo se volvió de color rojo oscuro. Se levantó con lentitud de la silla y cogió el sobre que le había dado el encargado de Recursos Humanos. A continuación, ante los ojos de aquellos dos presuntuosos hombres, partió el sobre por la mitad y dijo:
—Perfecto. Entonces, caballeros, no creo que me necesiten durante los tres meses de preaviso, ¿no creen?
—Señora Müller, debo recordarle que su contrato de trabajo sigue en vigor. Usted también debe respetar el plazo de preaviso.
—Pues demándeme —respondió Jo con tono despectivo, agitando su dedo índice frente a la cara del encargado de Recursos Humanos—. Pero tengan mucho cuidado —amenazó con sus ojos verdes llenos de ira—. No me temblará el pulso a la hora de contarle a todo el mundo la forma en que tratan a los ancianos aquí. Le diré a diestro y siniestro que tratan a los residentes según el dinero que tengan en la cartera. A los ricos les sirven carne tierna y al resto les dan carne dura para que no puedan ni masticarla. Seguro que también les interesará saber cómo se ahorran dinero sirviendo comida caducada. Créanme. Tengo muchas cosas que contar.
—No la creerán —aseguró el jefe de cocina entre dientes.
—¿Quiere comprobarlo?
—Vale, vamos a tranquilizarnos. Esta confrontación no sirve de nada ahora. Respiremos hondo y seamos razonables. Señora Müller, si no quiere seguir trabajando aquí durante los próximos tres meses, el señor Huber la acompañará a su taquilla para que pueda recoger sus cosas. Después, le pido que abandone la residencia para siempre sin causar ningún problema.
El jefe de cocina resopló disgustado mientras alzaba las manos al aire.
—¿Y quién va a servir la comida hoy?
—Eso, caballeros, deberían haberlo pensado antes.
Jo se volvió y salió del despacho. Huber salió corriendo furioso tras ella. De camino a la taquilla, se encontró con Heidi, quien la miró con asombro y espetó:
—¿Qué está pasando?
Pero Jo simplemente negó con la cabeza y le hizo un gesto indicándole que la llamaría después. A Heidi la conoció en el trabajo. Tenía diez años menos que Jo, quien había cumplido treinta y nueve ese mismo año. A pesar de la diferencia de edad, se hicieron amigas al momento. Heidi podría ser perfectamente el prototipo ideal para los hombres, con su largo cabello rubio, sus ojos azules y un cuerpo con el que Jo solo podía soñar. ¿Cómo lo conseguía? Comer dulces era una de sus debilidades y, a pesar de ello, tenía la figura de una supermodelo. Jo, sin embargo, engordaba con solo mirar un simple mousse de chocolate. No es que tuviera sobrepeso, pero siempre tenía que andar con cuidado de no engordar. Tenía que abstenerse de comer exquisiteces, y eso que no era fácil siendo cocinera. Pero ahora que se había quedado sin trabajo, tendría menos problemas de calorías, pensó de forma lacónica. Aunque Jo recordó que una gran figura no lo era todo, porque Heidi también tenía sus preocupaciones. Solía toparse con los hombres equivocados; los atraía como si fueran moscas. Heidi era demasiado confiada, pensó Jo. Ella, por otro lado, llevaba diez años con Markus. No habían hablado de casarse, pero aún les quedaba tiempo para eso.
Entró en silencio en el guardarropa seguida por Huber.
—¿Quiere ver cómo me cambio? —dijo con tono despectivo.
—Solo quiero asegurarme de que no se lleva nada —respondió Huber.
—Después le dejo la mochila para que la registre, si así se queda más tranquilo.
Esforzándose por controlarse, Huber salió de la habitación y Jo se cambió el uniforme y se puso ropa de calle. Después, guardó todas sus cosas rápidamente y, cuando salió de los vestuarios, le colocó a Huber el bolso abierto justo debajo de la nariz para que viera lo que llevaba. Salió de allí de mala leche y con paso firme y, frente a la puerta corredera, se volvió hacia él y le dijo:
—¿Sabe qué le digo, señor Huber? No le deseo que le pase nada malo en la vida, pero espero que, cuando sea tan mayor como los residentes del asilo, alguien le sirva la comida tan dura que no pueda ni masticarla con los pocos dientes que le queden y le resulte difícil digerirla. —Y, por último, salió del edificio.
—Serás imbécil —le gritó Huber, pero a Jo no le importó mucho. Cogió su bicicleta y colocó el bolso con sus pertenencias en la parte de atrás, pero era tan grande que no pudo amarrarlo bien, por lo que tuvo que ir empujando la bicicleta a pie por toda la ciudad hasta llegar a casa. Como todavía era solo mediados de marzo, había nieve medio derretida en las aceras y era difícil avanzar. Por el camino se detuvo en un quiosco para comprar un periódico en el que había anuncios de trabajo. Cuando llegó a casa, dejó la bicicleta en el sótano y tomó el ascensor hasta la cuarta planta del edificio en el que se encontraba el pequeño apartamento que compartía con Markus. Sabía que estaba en casa, por lo que estaba deseando entrar para que le diera un abrazo y la consolase. Sacó las llaves de las profundidades del bolso y entró en el apartamento.
—¿Markus? ¿Estás en casa?
Dejó el bolso con la ropa del trabajo sobre la mesa de la cocina y luego se dirigió al salón. De repente, oyó unos ruidos un tanto extraños que provenían del dormitorio. Ya sospechaba lo que se iba a encontrar antes incluso de abrir la puerta, pero nunca se habría imaginado lo que vio ante sus ojos. Markus estaba en la cama desnudo, bocabajo y con la cabeza apoyada en la almohada. Sentada encima de él se encontró a una dominatriz un poco regordeta que le golpeaba el culo con una fusta mientras él gemía de forma lujuriosa. Si no hubiera sido algo tan trágico, Jo se habría reído, pero era su novio, y la otra, ¿no era...?
—¿Susi? —preguntó con incredulidad. La dominatriz enmascarada se sorprendió y de un salto soltó a su supuesta víctima y entró corriendo al baño. Markus se volvió hacia Jo y también la miró con asombro.
—No es lo que parece —dijo sin mucho convencimiento, quizá porque sabía que no eran las palabras más adecuadas.
Jo soltó una carcajada por los nervios y dijo:
—Serás insolente.
—¿Por qué has llegado tan temprano?
Jo fue al armario y se puso de puntillas para alcanzar la maleta que tenía encima. Una gran nube de polvo cayó sobre su cara al bajarla. Entonces, abrió el armario y comenzó a meter sus cosas con bastante prisa.
—¿Qué te pasa? —preguntó Markus—. No irás a ponerte histérica y a reaccionar de forma exagerada, ¿no? Solo me estaba divirtiendo un poco con Susi.
Temblando de ira, Jo se volvió hacia Markus y gritó:
—¡Y podéis seguir sin problema, pero yo me voy! ¿Lleváis mucho tiempo haciendo esto?
Markus la miró con cara de culpable.
—Mejor no respondas. Prefiero no saberlo. Pero ¿por qué Susi? ¿Tenías que hacerlo con nuestra vecina? ¡Podrías haber llamado a una puta si tan necesitado estabas!
—¿Para que me pegara alguna enfermedad? No te habría hecho mucha gracia.
Jo siguió tirando cosas a la maleta y la llenó en cuestión de segundos.
—Seré imbécil. Yo creyendo que estabas buscando trabajo y, en realidad, estabas poniéndome los cuernos y viviendo de mi dinero.
—Eso no es cierto —se defendió Markus—. No puedo pasarme ocho horas al día buscando trabajo. Necesito divertirme de vez en cuando, aunque tú no sepas ni lo que es eso.
—¿Se supone que es divertido que te azoten con una fusta en el culo? Pues prefiero aburrirme, gracias.
—Así es. He tenido que buscar a alguien que cumpliera mis deseos y necesidades.
—De verdad que no sé cómo podéis estar engañándonos a mí y al marido de Susi. —Como si fuera una señal, Susi salió del baño vestida—. Lo siento mucho, Jo. No le dirás nada a Hans, ¿verdad?
Jo miró a Susi, disgustada. Hacía solo una semana, los cuatro habían pasado una agradable velada comiendo raclette. Y la cosa empeoró cuando pensó en que aquella tarde ya podrían haber estado juntos.
—Sois unos cerdos —exclamó antes de cerrar la maleta y arrastrarla hasta la puerta.
—Vamos a hablarlo —dijo Markus, que mientras tanto se había levantado de la cama y había corrido tras ella desnudo.
—¿Hablarlo? —Se volvió enfadada hacia su futuro exnovio y le gritó—: ¿Ahora quieres hablar? Creo que eso deberíamos haberlo hecho antes. Ahora como si Susi te mete la fusta por el culo hasta que te salga por la boca. No quiero saber nada más de vosotros.
—¿Adónde vas a ir?
—Eso no es asunto tuyo, pero me quedaré en casa de mis padres por ahora.
—Claro. Lo fácil es volver a la madriguera. Solo tienes treinta y nueve años... ¿No te da vergüenza volver a casa de tus padres?
Los ojos de Jo brillaron de furia cuando volvió a dejar la maleta.
—No te atrevas a hablarme como si fuera una fracasada. A diferencia de ti, al menos mis padres se preocupan por mí. En mi familia todavía nos cuidamos los unos a los otros.
—Eso es lo que dice alguien que siempre ha dependido de sus padres —afirmó Markus burlándose de ella—. En realidad, me alegro de que te vayas porque eres conservadora y aburrida.
Mientras tanto, Susi se escabulló entre los dos y se fue.
—Ah, claro. Porque tú eres pura emoción, ¿verdad?
—Al menos intento probar cosas nuevas, no como tú que siempre haces lo que se te pide: llegas temprano al trabajo, limpias el apartamento, haces la comida y, para rematar la semana, me dejas follarte en la posición del misionero los domingos por la mañana. La verdad es que estoy harto de ti.
Jo se esforzó para no derramar ninguna lágrima y dijo:
—Eres la persona más repugnante que he conocido, Markus. No sé qué vi en ti.
Dio media vuelta y dejó el que había sido su hogar para siempre. Al llegar a la calle, pidió un taxi, ya que no quería volver a pasearse por media ciudad con la maleta. Estaba orgullosa de sí misma por no haberse derrumbado frente a Markus y ahora tampoco es que lo hubiera hecho en el taxi, pero, cuando su madre la recibió con los brazos abiertos, rompió a llorar.
—Será cabrón —murmuraba su padre por detrás—. Me encantaría ir a partirle la cara. —Su padre ya tenía setenta años, pero Jo habría confiado en él para que le diera un buen puñetazo a Markus.
—La idiota he sido yo. ¿Cómo he podido estar tan ciega? —dijo resoplando.
María colocó el brazo encima del hombro de su hija para consolarla y la llevó a la cocina.
—Voy a preparar un poco de té y ahora me cuentas lo que ha pasado. Ya veremos lo que hacemos. Sabes que aquí siempre tendrás una habitación.
—Gracias —dijo Jo con ganas de llorar.
Después de contarles a sus padres el horrendo día que había tenido, apoyó los brazos en la mesa sosteniéndose la cabeza, la cual sentía que pesaba una tonelada.
—¿Será verdad que soy muy aburrida? A mi edad ya no vuelves corriendo a casa llorando. Markus tiene razón.
—¿Adónde ibas a ir si no? La familia está para eso. Nos mantenemos unidos pase lo que pase. —Su madre le dio unas palmaditas en la mano—. Te quedarás aquí con nosotros hasta que encuentres trabajo y casa.
—¿Te has dejado algo en casa de Markus? Puedo ir con mis amigos a recogerlo. —La expresión en el rostro de su padre indicaba claramente que estaba esperando la ocasión perfecta para cantarle las cuarenta a su ex. Pero Jo negó con la cabeza.
—No quiero nada que me recuerde a ese capullo. Lo que necesito por ahora está en la maleta. —Sonrió un poco de mala gana—. La verdad es que fue graciosa la imagen de los dos en la cama. —Jo continuó sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Aunque me da pena el marido de Susi.
—¿Se lo vas a contar? —le preguntó su madre. Jo tomó un sorbo de té que su madre le había servido en una taza—. No, eso es cosa de ellos.
En los días siguientes, sus padres la mimaron mucho. Una de las noches, quedó con Heidi en un restaurante. Heidi le contó que Huber apenas había informado al equipo de que habían despedido a Jo para ahorrar costes.
—Ahora me aburro sin ti. Creo que me voy a ir pronto, pero quiero tener otro trabajo antes para asegurarme de que puedo pagar el alquiler.
—Sí, yo también habría preferido eso, pero, una vez que me dieron la notificación de despido, no podía soportar la mirada engreída de Huber.
—Entonces, ¿has encontrado ya algo?
Jo negó con la cabeza.
—He enviado un par de currículos, pero todavía no me han contestado. Tampoco quiero un trabajo en el que tenga que trabajar hasta las tantas de la noche, como suele ser normal en lo nuestro. Ya tengo mis años.
—Venga ya, Jo. No te hagas más mayor de lo que eres.
—Creo que Markus en realidad tiene algo de razón. Soy una aburrida.
Heidi la miró asombrada.
—¿Estás loca? No eres nada aburrida.
—En realidad sí lo soy. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo fuera de lo normal? No me atrevo a hacer nada. Salgo a las seis y media de la mañana y vuelvo alrededor de las seis y media de la tarde. Los fines de semana hago la compra y limpio el apartamento.
Heidi levantó la mano.
—Para el carro, cielo. El hecho de que lleves la vida de una mujer trabajadora normal no significa que seas una aburrida. Alguien tiene que llevar el dinero a casa, después de todo. La comida no cae del cielo y los caseros no es que sean muy altruistas. Menuda tontería que te ha metido Markus en la cabeza. Será capullo.
A la mañana siguiente, Jo estaba sola en casa. Se había preparado un café y estaba echando un vistazo con desgana a la revista de jardinería de su madre. Fue entonces cuando se fijó en un artículo sobre los jardines de Escocia. Los jardines tenían un aspecto espectacular y, después de un largo y oscuro invierno, agradeció esa explosión de colores. El artículo le pareció muy divertido; estaba entusiasmada. En cada palabra se notaba que el escritor estaba enamorado del país. Jo había estado en Inglaterra varias veces y hablaba inglés con fluidez, pero no había viajado nunca a Escocia. En una fotografía contempló un jardín precioso y, al fondo, se veía el mar brillando con un característico color azul oscuro. Suspiró con nostalgia. Hacía siglos que no disfrutaba del olor del mar. De repente, el zumbido de su teléfono interfirió en sus pensamientos de entusiasmo. Estaba a punto de alcanzarlo cuando rozó la taza de café de forma accidental y la volcó sobre la mesa.
—Mierda. —Con una mano cogió la revista de jardinería, que también se había manchado, y con la otra volvió a coger el teléfono.
—¿Diga? —dijo irritada antes de acercarse al fregadero para limpiar la revista con el paño de cocina.
—Soy yo, Markus. Espera un momento antes de colgar. Te llamo por el apartamento.
Tuvo suerte porque tenía pensado colgar de inmediato, pero, al tratarse del apartamento, cambió de opinión.
—¿Qué pasa?
—Tienes que pagar el alquiler hasta que encuentre algo —dijo con tal descaro que la dejó sin palabras—. El contrato también está a tu nombre —añadió.
—Markus, eres un sinvergüenza. —Y, a continuación, le colgó. Entonces, llamó al administrador de la propiedad y le explicó la situación. Le dijo que le enviaría el aviso de finalización del contrato y que le haría una transferencia con la mitad del alquiler cada mes hasta finalizarlo, pero que el resto corría a cargo del segundo inquilino. El hombre le explicó de forma amistosa pero decidida que, dado que ella también había firmado el contrato de alquiler, era la responsable solidaria del importe total. Entonces, si Markus no pagaba la otra mitad a tiempo, recurrirían a ella. ¡Estupendo!
Después de la deprimente conversación con el administrador de la propiedad, volvió a centrar su atención en la revista. Un pequeño anuncio despertó su curiosidad:
¿... un año de prácticas? Nos encantaría que hicieras las prácticas con nosotros. Aprenderás a mantener un jardín de manera profesional y ayudarás a sacar adelante el trabajo diario. Si te interesa, ponte en contacto con el Lochcarron Garden Estate.
El anuncio terminaba con una dirección de correo electrónico y un número de teléfono. El problema es que no podía leer el principio del anuncio porque el café había caído en esa parte y lo había empeorado al pasarle el paño. Jo miró pensativa por la ventana. Sería increíble poder trabajar al aire libre, poder disfrutar del olor del mar y dejar a un lado las cocinas. Estaba segura de que iba a disfrutar, aunque no tuviera experiencia en jardinería. Antes ayudaba a sus padres con el pequeño jardín que tenían, pero, desde que se fue de casa, no había tenido la oportunidad de volver a hacerlo. Sin embargo, el anuncio decía que estaría de formación durante ese año, no que fuera necesario tener experiencia.
¿Serían muy difíciles las tareas de jardinería? ¿Debía atreverse a dar el paso? Escocia no es que estuviera a la vuelta de la esquina, y no sabía si sería capaz de entender un dialecto tan complicado. Por otro lado, ¿en qué momento de su vida iba a tener otra oportunidad así para desconectar? No tenía ninguna obligación, no tenía casa ni tenía trabajo. Entonces, recordó a Markus burlándose de ella con una mueca en la cara porque no se atrevía a nada y era una aburrida y, antes de que se apagaran los ánimos del momento, fue al ordenador de sus padres y le echó un vistazo al Lochcarron Garden Estate. Era un enorme parterre con un elegante hotel de cinco estrellas. En las fotos se podían ver alfombras de flores primaverales azules, rosas y otras plantas que no conocía, pero que eran preciosas. También se veía un huerto de verduras y hierbas. En el jardín forestal había una pasarela que conducía al mar. Todo el complejo parecía sacado de un cuento. El hotel tenía solo quince habitaciones, pero contaba con un restaurante gourmet y un hermoso salón para tomar té por la tarde. También se vendían plantas y pequeños regalos. Jo se vio a sí misma trabajando en el jardín y sentada junto al mar por la tarde.
Abrió el correo y le escribió a la gerente diciéndole que estaba muy interesada en trabajar con ellos durante un año y que podía incorporarse de inmediato.
Cuando sus padres llegaron a casa de hacer la compra, primero se disculpó con su madre por destrozar la revista y luego les contó que había respondido a un anuncio que había debajo del artículo.
—Pero, cariño, ¿eso no está un poco lejos? —le planteó su madre, preocupada.
—Y ya sabes que los escoceses tienen un acento muy gracioso que es muy difícil de entender —añadió su padre sonriendo.
Jo, que ya estaba un poco tensa, había estado pensando exactamente lo mismo en la última hora.
—Bueno, si no me va bien, puedo volverme a casa en un instante. Hoy en día todo está cerca. —Sonrió de forma tímida—. Y aún no me han contestado del hotel. Lo mismo ya no quedan vacantes. Puede que el equipo ya esté completo.
Pero por la noche, cuando revisó el correo, vio la respuesta. Si tenía formación profesional, la contratarían sin problemas. Incluso había una habitación disponible para ella en el alojamiento del personal. Jo inspiró y espiró hondo. ¿Debía atreverse? En su cabeza escuchaba a Markus diciéndole con maldad lo aburrida que era.
—Vete a la mierda —siseó antes de escribirle a la gerente que aceptaba la oferta y que se iba a Glasgow en uno de los primeros aviones que salieran.
Y una semana después de que Jo se comunicara con la gerente por correo electrónico, se encontraba en un avión con el estómago cerrado del nerviosismo. Al aterrizar, fue a la estación de tren con sus dos maletas y compró un billete a Oban. De allí prosiguió en el autobús interurbano. Tuvo suerte porque la parada del autobús estaba muy cerca del hotel. Se encontró con las grandes puertas de hierro del hotel abiertas de par en par, así que siguió adelante con sus pesadas maletas, bastante impresionada por la grandiosa apariencia de la entrada. Pero si pensaba que el hotel estaba cerca, estaba equivocada, porque tuvo que andar otros quince minutos con el equipaje antes de llegar al edificio principal. A pesar del aire fresco de marzo, empezó a sudar. Agotada, pero feliz por haber llegado finalmente al hotel, Jo informó en la recepción de que había llegado.
—Tú debes de ser Josephine Müller —le dijo una mujer joven con aspecto formal mientras le extendía la mano para saludarla—. Vaya. ¿Has venido a pie cargando con las maletas? Te podríamos haber recogido.
Jo esbozó una sonrisa.
—No pasa nada. Así he podido ver ya parte del jardín. Es un lugar mágico.
—Gracias. Yo soy la señorita Douglas. Vamos, te enseño tu habitación para que puedas ir a refrescarte. Esta noche hay una pequeña cena de bienvenida para que puedas conocer a tus compañeros de prácticas y a los jardineros. El jardinero jefe no va a poder venir, pero lo conocerás mañana.
La señorita Douglas la sacó del edificio principal y se dirigió a un pequeño carrito de golf.
—Pon las maletas en la parte trasera.
Jo lo hizo y luego se sentó junto a ella.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —le preguntó.
—Casi toda mi vida. El hotel pertenecía a mis padres y en el futuro será mío.
—Oh. —Y no dijo nada más. El viaje duró solo unos pocos minutos pasando por jardines encantadores. La señorita Douglas detuvo el carrito de golf justo frente a un edifico enorme.
—Ya hemos llegado. Este es el alojamiento para los empleados.
Jo salió del carrito y recogió sus maletas. La señorita Douglas no hizo ningún intento de ayudarla. Sin llamar, abrió la puerta y le dijo a Jo que la siguiera. En la planta baja había una cocina común bastante grande y un salón acogedor con televisión y chimenea. La señorita Douglas le explicó que todos tenían su propia habitación.
—Y la tuya, querida, está ahí detrás, justo al lado de la cocina.
Abrió la puerta y se encontró con una habitación sencilla pero espaciosa. Había una cama, una mesa, una silla y una mesita de noche pequeña con una lámpara Tiffany antigua encima. Tenía que compartir el baño de la planta con tres personas más.
—Te dejo sola para que te acomodes y descanses. Por favor, necesito que vengas a la oficina mañana con tus datos personales para que me pueda encargar del papeleo. La jornada comienza a las nueve de la mañana. Tus compañeros te mostrarán dónde debes ir luego. Si tienes alguna pregunta, puede hacérsela al jardinero jefe. Ya mañana lo conocerás. Como te he comentado, la cena de hoy corre a cargo del hotel de forma excepcional para darte la bienvenida al equipo. Te deseo una estancia emocionante y educativa aquí con nosotros.
—Muchas gracias.
Después de que la señorita Douglas la dejara sola en la habitación, Jo comenzó a sacar la ropa, pero pronto oyó ruidos cerca, lo que indicaba que probablemente los demás habían regresado. Abrió la puerta con valentía y se presentó a sus compañeros.
—Eh, hola. —La primera que la vio fue una chica con el pelo rojo brillante.
—Tú debes de ser la nueva.
Jo sonrió un poco avergonzada y le tendió la mano.
—Así es. Soy Jo. Y os pido perdón de antemano porque mi inglés está un poco oxidado.
—No tienes que disculparte. Yo llevo un tiempo aquí ya y todavía se nota que soy extranjera. Soy Marie, de Holanda. —Luego señaló a los demás uno por uno y los presentó como Agnes, Giovanni y Olav. La mayoría de ellos también llevaban meses allí.
—Liz y Greg todavía están afuera. Los conocerás más tarde.
—¿Todos los empleados del hotel viven aquí? —preguntó Jo.
—No, no. La mayoría viven en el pueblo. Audrey solo está aquí entre semana. Acaba de empezar su formación, pero sigue viviendo con sus padres. ¿De dónde eres, Jo?
—De Suiza.
—¿Y cómo es que vienes de prácticas? —preguntó Agnes—. ¿No eres un poco mayor ya?
Jo podría haberse sentido ofendida por la pregunta, pero, en cambio, se rio a carcajadas.
—Sí, puede que tengas razón, pero siempre se puede aprender algo nuevo y, además, necesitaba un descanso. Este trabajo me viene de perlas.
Marie enarcó una ceja.
—¿Un descanso? Cuando conozcas a nuestro jefe el explotador, necesitarás un descanso del descanso.
—¿Tan malo es?
—Peor —dijo Giovanni—. Es un placer conocerte, Jo, pero necesito una ducha caliente de inmediato. Luego hablamos en la cena.
Marie le arrojó uno de sus guantes de jardinería.
—Si crees que vas a gastar toda el agua caliente, estás muy equivocado, querido. —Entonces, salió corriendo al baño y cerró la puerta con un fuerte estruendo.
Agnes se rio.
—No te asustes, Jo. Hay suficiente agua para todos. Es solo que Giovanni es un sibarita y, cuando se mete en la ducha, puedes olvidarte de entrar en mínimo media hora. Como el baño está ocupado, puedo enseñarte la casa. ¿O ya lo ha hecho Jane?
Jo negó con la cabeza y siguió a Agnes, quien le explicó todo en detalle mientras caminaban por las habitaciones. La cocina era compartida, pero no había ninguna norma sobre quién tenía que limpiarla o cuándo. Era algo que funcionaba sin más. Además, cada uno iba al pueblo a comprarse su propia comida.
—¿Cómo voy hasta allí? ¿Hay alguna bicicleta aquí?
—¿No sabes conducir? —preguntó Olav apareciendo detrás de ellas.
—Me saqué el carné hace años, pero llevo sin conducir desde entonces. No me ha hecho falta. Y empezar a conducir ahora aquí que circuláis por la izquierda sería demasiado para mí. Prefiero ir en bicicleta si es posible.
—Creo que hay una vieja en el cobertizo.
La puerta principal se abrió y Liz iba agarrada del brazo de Greg. Entonces, se dio cuenta de que eran pareja. Se conocieron allí y llevaban cinco años trabajando juntos. A Jo le cayeron bien al instante. Más tarde, en la cena, hubo un ambiente muy relajado. Jo se sentía cómoda en el grupo, aunque fuera la mayor con diferencia. Se preguntaba qué tan grande era el jardín para que trabajara tanta gente en él.
Liz sonrió cuando Jo lo preguntó en voz alta.
—Es enorme. Pero también somos los responsables de los animales de la granja, cultivamos la mayoría de las plantas y tenemos un pequeño vivero con una tienda, que es de lo que yo me encargo.
Greg miró con orgullo a su novia y luego le dijo a Jo:
—Tienes que ir a ver el vivero mañana. Liz ha convertido aquella vieja caseta en una auténtica joya.
—¿Y el jardinero jefe es tan malo de verdad? —preguntó Jo de nuevo, imaginándose a un tipo como su antiguo jefe de la residencia de ancianos.
Greg miró a su alrededor y algunos de los presentes se sonrojaron.
—Bueno. Digámoslo de esta manera: es bastante estricto y exigente.
Marie resopló.
—Puedes decirlo así, pero también podría ser exigente de una forma más amable, sin reñirnos.
—Hay que saber llevarlo —añadió Liz para calmar las cosas.
—Debería llamarse Scary Man, en lugar de Scarman —soltó Marie enfadada—. Puede que te asuste con sus arrebatos de ira. Deberías haber escuchado la bronca que le ha echado a Audrey hoy. Y solo es su primer año de formación. Todavía me acuerdo de las veces que la cagué durante mi primer año.
Greg miró a Audrey burlándose de ella.
—¿A quién se le ocurre dejar abierta la puerta de los cerdos? Se lo estaban pasando genial en el huerto recién sembrado.
Giovanni sonrió.
—Pero ha sido maravilloso ver a Scary Man corriendo detrás de los cerdos. Todos comenzaron a reírse, y Jo se unió a ellos cuando se imaginó a los cerdos hurgando en la tierra y al jardinero jefe tratando de alejarlos de allí.
—Podemos aprender mucho de él —dijo Liz de nuevo con un tono más serio—. Al fin y al cabo, ha ganado dos medallas de oro en el Chelsea.
—¿El Chelsea? ¿Qué es eso? —preguntó Jo con curiosidad.
—¿En qué mundo vives? —cuestionó Olav asombrado—. Es un concurso de jardinería. Es el sueño de todo jardinero. —Sacudió la cabeza sin entender que no supiera a qué se referían.
—Ah, vale, no sabía que os referíais a eso. —Jo fingió que sabía de qué se trataba. Lo iba a buscar en internet luego. Parecía ser una novata en el mundo de la jardinería, pero, después de todo, estaba allí para aprender.
—Tú no llegues tarde y haz lo que te diga. Así te llevarás bien con él —le aconsejó Liz al final.
Jo no durmió nada bien la primera noche. Estaba emocionada por la experiencia y se preguntaba si se llevaría bien con su nuevo jefe. Todavía tenía la imagen de su antiguo jefe con un toque de Hitler y otro del príncipe Carlos. ¡Qué mezcla tan explosiva! A las ocho de la mañana, se levantó agotadísima y lo primero que hizo fue darse el capricho de prepararse un café. Dejó que los demás se ducharan antes, puesto que, al ser la nueva, era lo que le parecía más justo. Cuando llegó a la cocina, recién duchada, todos habían desayunado y se habían marchado. Solo quedaban los platos sucios en el fregadero. Por costumbre en su trabajo anterior, Jo abrió el grifo y comenzó a lavarlos. Cuando salió, siguió sin ver a ninguno de sus compañeros, pero Agnes ya se lo había explicado todo la noche anterior y sabía dónde era el punto de encuentro, por lo que fue caminando sin ninguna prisa por el camino de grava bajo los primeros rayos de sol del día. Cuando llegó a la plaza, vio a un hombre apoyado en un árbol mordiendo una manzana de una forma muy molesta. La miró de arriba abajo y se limpió el jugo de la manzana de las comisuras de la boca con la manga. ¡Dios, qué hombre tan atractivo! Jo intentó apartar la mirada de sus ojos azules oscuros, pero la estaba mirando con tanta intensidad que casi la dejó sin aliento.
Tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para apartar la mirada mientras él se llevaba la manzana a la boca y le daba otro mordisco. El hombre no le había dicho ni una sola palabra. Solo se dedicaba a seguir masticando la manzana con muchas ganas y parecía estar esperando, como ella.
—Creía que ya era tarde —dijo Jo con una sonrisa avergonzada—. Me he acordado de que a este tipo, al jardinero jefe, le molesta muchísimo que lleguemos tarde.
El hombre seguía haciendo ruido al masticar, lo que poco a poco comenzó a poner nerviosa a Jo, que, cuando se encontraba en esa tesitura, empezaba a balbucear.
—Tiene pinta de ser un capullo. ¿Lo conoces?
El hombre ahora, por lo menos, asintió.
—¿Y es tan malo como dicen?
El hombre tiró el hueso de la manzana al jardín, se despegó del árbol y le dijo:
—¿Qué es lo que dicen de él?
Esto ya debería haber sido una advertencia para Jo, pero estaba tan tensa que seguía balbuceando.
—Bueno, lo llaman Scary Man en privado. Eso ya habla del miedo que da. Por cierto, soy Jo, la chica nueva de prácticas. —A continuación, le tendió la mano, pero él la ignoró de forma deliberada y pasó por delante de ella.
—Si me acompañas, Jo, te explicaré cuál es tu primer trabajo.
—¿No deberíamos esperar a que llegara el jefe? —preguntó con incertidumbre—. ¿Cómo te llamas?
Se volvió hacia ella con un gesto muy serio y respondió:
—Soy Scary Man, y sí, llegas tardísimo.
Se dio cuenta de que había cometido una gran cagada por no mantener el pico cerrado y se apresuró a correr detrás de él.
—Lo siento.
—¿Qué sientes: llegar tarde o decir la verdad?
—Ambas cosas —dijo con timidez mientras iba pisándole los talones.
El hombre se detuvo en un edificio pequeño y le dijo:
—Lo primero que debes saber es que ya soy consciente de que no tengo muy buena reputación, y lo segundo, que aquí se aplica lo siguiente: quien llega tarde tiene castigo, así que tendrás que limpiar la pocilga. Siempre es la tarea del último que llega. Supongo que tus amables amiguitos no te han dicho eso.
De ahí que salieran corriendo sin lavar los platos. El jefe bajó la mirada hacia ella y le dijo:
—¿Esta es tu ropa de trabajo? —Llevaba unos vaqueros y un suéter de lana gruesa con un chaleco encima y unos mocasines.
—¿Qué ocurre?
—Si quieres tirar los zapatos después, no pasa nada. —Señaló al edificio principal y prosiguió—: Ve a ver a la señorita Douglas y dile que necesitas el kit para novatos. Luego, vuelve y limpia la pocilga. La carretilla, la pala y el bieldo están justo al lado de la pocilga. El montón de estiércol está detrás de la casetilla y puedes usar la carretilla para llevar las pacas de paja del edificio de allí. Que te lo pases bien. —Eso parecía decirlo todo. El jardinero jefe se volvió y se alejó dando grandes zancadas.
Jo lo siguió con la mirada, atónita. El tipo era tan raro como lo habían descrito. Se dirigió al edificio principal un poco enfadada. Como no conocía las instalaciones, se perdió y tardó una eternidad en llegar a la recepción y preguntar por la señorita Douglas.
—Bueno, querida, ya que estás aquí, puedes darme tus datos personales y el certificado de formación profesional para que no tengas que venir otra vez.
Jo miró hacia el jardín como si el temido jefe estuviera al acecho.
—No sé. Ya voy un poco tarde y el señor Scarman está un poco molesto porque he llegado tarde.
La señorita Douglas sonrió de forma despectiva.
—El señor Scarman es un empleado más, querida, aunque a veces actúe como si todo esto fuera suyo. Sígueme al despacho para que podamos terminar con el papeleo.
—Pero no tengo el certificado aquí. No sabía que era necesario. —No sabía que su formación de cocinera tenía relevancia allí.
—Pues pídele a alguien que te lo envíe.
Veinte minutos después, Jo regresó a la pocilga con unas botas de goma, unos zapatos de trabajo, dos suéteres, tres pantalones y dos camisetas.
—¡Todavía ni has empezado! —le dijo Duncan regañándola mientras salía de la pocilga. Había vuelto para ver cómo iba.
—No se enfade conmigo, sino con su jefa. Tenía que darle mis datos personales. —La gente del hotel estaba poniendo de los nervios a Jo poco a poco. Dejó con cuidado la ropa que le habían dado en el alféizar de la ventana, se quitó los zapatos y se puso las botas de goma. Luego, pasó junto a él y entró en la pocilga sin volver a mirarlo. Duncan la siguió.
—A ver...
Jo se volvió enfadada hacia él con sus ojos de color verde llenos de ira.
—Todavía no he empezado, así que es imposible que haya hecho algo mal. Tampoco hace falta un título universitario para limpiar cerdos. ¿No tiene nada mejor que hacer que quedarse aquí mirándome?
Duncan dio un paso atrás, sorprendido. Jo miró a su alrededor y vio seis cerdos, cinco hembras y un macho. Luego, cogió la carretilla y el bieldo, abrió la puerta y entró.
Duncan la miró con interés. Él ya conocía a Heribert, por lo que quería advertir a Jo, pero, como no quiso escucharlo, tendría que vivirlo en sus propias carnes. Se quedó esperando con ganas de ver el encuentro y Heribert no lo defraudó. Tan pronto como se dio cuenta de que había alguien en la pocilga, giró la cabeza y se dirigió hacia Jo gruñendo con fuerza. Jo gritó sorprendida y quiso salir corriendo, pero, cuando oyó a Duncan riéndose, se detuvo.
—Será mejor que te des prisa en limpiar, querida. Por cierto, no hace nada. Solo quiere jugar.
Jo miró con temor al cerdo, que se detuvo ante ella. Por suerte, las hembras no siguieron los pasos de su compañero y se quedaron donde estaban.
—Qué bueno este cerdito.
—No sé yo si conviene decirle que está bueno. Se llama Heribert, por cierto. —A Duncan se le notaba en la voz que se estaba divirtiendo.
Jo le tendió la mano a Heribert para que la oliera y luego le acarició con cuidado la mejilla, la cual sintió que estaba áspera. Era un animal grande que le llegaba hasta la cintura. Heribert se acercó al trote para poder frotar su cabeza contra sus piernas. Jo comenzó a acariciarle el costado con cuidado y Heribert se tiró al suelo para dejar que le rascara la panza al mismo tiempo.
—Cuando hayas terminado con los mimos, avísame y te digo qué más tienes que hacer. Por cierto, es más fácil limpiar si sueltas a los cerdos al corral antes. Y sí, no hace falta un título universitario para saberlo, pero sí que se necesita un poco de sentido común, cosa que, al parecer, no todo el mundo tiene.
Duncan salió del establo un poco decepcionado, puesto que esperaba que Heribert asustara a Jo y que esta saliera corriendo de la pocilga. Por lo general, solía funcionar bastante bien con los recién llegados, pero en esta ocasión no fue así. Puede que fuera porque Jo era más mayor que el resto y no se dejaba intimidar por nadie, ni siquiera por él.
Jo terminó poco antes de las once y media. Se cambió de zapatos y fue a buscar al resto. Pasó por un bosque pequeño con el suelo repleto de flores azules y se detuvo asombrada. Cuando oyó unos pasos detrás de ella, se dio la vuelta y vio que era Duncan.
—Este lugar es mágico. ¿Cómo se llaman esas flores?
Él la miró asombrado.
—¿No lo sabes?
—No habría preguntado de ser así.
—Son jacintos de los bosques. Todo el mundo lo sabe.
—En mi país no tenemos esas flores. No había visto nunca algo tan hermoso.
Duncan sonrió, un poco más conciliador.
—Sí, siempre florecen a finales de marzo y se multiplican solas prácticamente. Sin embargo, se necesitan muchos bulbos durante varios años para hacer una alfombra como esta.
—Sé que esto puede sonar un poco descarado y más después de haber llegado tarde, pero ¿podría tomarme ya el descanso del mediodía? Tengo que ir a comprar algunas cosas. Llegué ayer y todavía no he tenido tiempo para comprar comida.
—Has sido muy meticulosa limpiando, así que haré la vista gorda. Te quiero de vuelta en el punto de encuentro a la una y media.
—¿Puedo llevarme la bicicleta del cobertizo?
Él la miró con asombro.
—¿No tienes carné de conducir?
—Sí tengo, pero la última vez que conduje un coche sería hace unos diez años. Vivía en la ciudad y no lo necesitaba.
Duncan asintió. Una muñequita de ciudad era lo que le faltaba allí.
—Haz lo que te dé la gana, pero no llegues tarde.
Jo corrió hasta el cobertizo y encontró una bicicleta vieja dentro. Tenía las ruedas desinfladas, pero era posible que se debiera a que nadie la había utilizado en mucho tiempo. Esperaba que solo les faltara aire y que no estuvieran pinchadas. En una caja que había junto a la bicicleta, encontró una bomba de aire sucia y vieja que, por suerte, todavía funcionaba. Entonces, llenó las ruedas y fue a su habitación para coger la cartera. Marie le explicó cómo llegar al pueblo y Jo se dirigió hacia allí en bicicleta. Se pasó un buen rato sola por la carretera. Un coche se acercó a ella y tocó el claxon con fuerza. ¡Será imbécil! Pero, luego, de repente, se dio cuenta de que estaba conduciendo por el lado equivocado de la carretera, ya que no estaba acostumbrada a conducir por la izquierda. Pasó un cuarto de hora y llegó a las primeras casas y, al poco tiempo, llegó a la tienda. Ya con la compra hecha y un sándwich en la mano, regresó. Se había dejado los guantes de jardinería para montar en bicicleta. Incluso cuando salía el sol, el aire seguía siendo frío a finales de marzo. Los campos todavía no habían empezado a florecer y la primavera no había llegado, pero el paisaje era precioso. Tenía la sensación de que nunca había visto tanto cielo sobre ella y de que por fin podía respirar tranquila. Todas sus preocupaciones parecieron haberse esfumado en el aire. A pesar de que se encontraba cerca de las Tierras Altas de Escocia, el camino hacia el pueblo era bastante plano. Había disfrutado tanto del paseo que casi se pasa el cruce hacia el recinto del hotel. Se rio ante la idea de que podría haber llegado tarde de nuevo. De ser así, el señor Scarman probablemente habría echado humo.
Pero no quería que fuera así y llegó cinco minutos antes al punto de encuentro. Agnes fue la segunda en llegar.
—Muchas gracias por fregar los platos esta mañana.
—Podrías haberme dicho que el último en llegar limpiaba la pocilga.
Agnes se rio.
—Lo siento, pero todos hemos pasado por lo mismo.
Jo llevaba puesto su traje de jardinería y los zapatos de trabajo, que eran de todo menos cómodos. Los demás llegaron uno tras otro y el jardinero jefe llegó puntual también.
Dividió al grupo y le pidió a Jo que cortara y fertilizara las hortensias de una zona cercana del jardín donde más daba la sombra. Audrey, la aprendiz, tenía que mostrarle dónde estaba el fertilizante antes de ir a ayudar a Liz con el vivero. Ambas se fueron al cobertizo a cargar un saco de estiércol en la carretilla. Luego, Audrey la llevó al jardín de las hortensias y, cuando se pararon frente a los tallos marrones, Jo miró a Audrey dubitativa y le dijo:
—¿A qué altura los tengo que cortar?
Audrey la miró sorprendida.
—¿No lo sabes? Estas son hortensias Annabelle. así que lo mejor que puedes hacer es cortarlas a un palmo del suelo. Pero si quieres asegurarte, yo que tú le preguntaba al señor Scarman.
—No, no, lo tengo claro. ¿Y dónde tiro lo que me sobre?
Audrey le explicó dónde estaba la zona de compostaje y picado.
—Vale. Pues ya puedo empezar. Gracias, Audrey.
La tarea era muy fácil, así que tardó muy poco en cortar las hortensias de aquel arriate. Después, leyó en el saco de fertilizante cuánto necesitaba para las plantas y cómo tenía que aplicarlo. Todo parecía bastante sencillo. Orgullosa de su trabajo, se volvió y se dirigió al siguiente arriate. Después de haber cortado diez plantas más y haberlas fertilizado mientras tarareaba una canción en voz baja, salió con la carretilla hacia el área de compostaje para dejar allí las partes que había cortado. Cuando regresó, Duncan estaba observando el primer arriate que había cortado. Cuando la oyó, se giró con los ojos brillantes, lo cual no era una buena señal.
—¿Estás loca o qué te pasa?
Jo vio por el rabillo del ojo que se acercaba otro hombre mayor, también con ropa de jardinero.
—¿Qué? He hecho lo que me dijo. He cortado y fertilizado las hortensias como decía en el saco.
—No has cortado las hortensias, las has asesinado.
—Pero...
Duncan le puso el dedo índice en la cara.
—Nada de peros. ¿Dónde te han enseñado a hacer este desastre? ¿En una granja? Porque lo único que, al parecer, sabes hacer es limpiar la pocilga.
—En un asilo de ancianos, pero eso no es asunto suyo.
Se detuvo un momento confundido. Le resultaba extraño que un asilo de ancianos se pudiera costear un jardinero y su propio aprendiz, pero en Suiza, de donde venía aquella loca, las cosas podían ser diferentes.
—Audrey me dijo que cortara las hortensias Annabelle a un palmo del suelo.
—Estas —señaló el arriate detrás de él— no son hortensias Annabelle, son hortensias de granja, inútil. Lo primero que se aprende es que solo se corta la flor. Eso es de primero de jardinería. Pero tú ya no te acordarás de nada porque hace décadas que terminaste los estudios.
—Si se refiere a mi edad, le recuerdo que usted tampoco es que tenga veinte años.
El jardinero mayor, que había estado observando la divertida escena, intervino antes de que Duncan despedazara a Jo.
—Duncan, vamos, yo me encargo. Vamos a desenterrar las hortensias y las plantamos en macetas. Tú ve a llamar al vivero. Seguro que podemos pedir hortensias nuevas.
—Esto te lo descuento de tu salario.
—Lo cual no entiendo, ya que estoy de prácticas y solo me costean el alojamiento. ¿O quiere que me quede en la calle una noche como castigo?
Comenzó a atacarla, pero el hombre mayor colocó su mano sobre el pecho de Duncan y le dijo:
—Venga, Duncan.
Duncan la fulminó con la mirada.
—Esto no se va a quedar así. Te pasarás limpiando la pocilga hasta que te vayas.
—Pues lo prefiero, porque los cerdos son mucho más amables que usted.
Duncan se dio la vuelta y se marchó bufando de forma airada. Cuando ya no podía escucharla, Jo suspiró. No se había dado cuenta de que le temblaban las rodillas, pero necesitaba sentarse.
—No quiero ni pensar la que habré liado.
El jardinero se rio y se sentó en el banco junto a ella.
—Debo decir que hacía mucho tiempo que no me divertía tanto.
—Bueno, al menos se entretienen conmigo, porque parece que no valgo para mucho más. Aunque es cierto que debería haberme formado antes. No puede asumir sin más que sé cortar las hortensias.
—Se considera que una persona que se haya formado en jardinería debería saber cómo hacerlo.
—¿Que se haya formado en qué? —Miró al hombre, consternada.
—¿No tienes formación? —le preguntó él.
Jo negó con la cabeza.
—En el anuncio no decía nada sobre formación en jardinería. Y la señorita Douglas solo me dijo que necesitaba formación profesional como requisito previo, pero no dijo en qué sector. Pensé que tenía que ver con la edad, para que ningún egresado se pusiera en contacto con ellos. Además, el anuncio decía que te iniciarían en las labores principales de jardinería.
—No lo entiendo —dijo el hombre rascándose la barbilla—. Por lo general, los anuncios suelen decir que, después de completar la formación profesional en jardinería, puedes hacer un año de prácticas con nosotros.
Jo se tapó la boca con la mano por la sorpresa cuando se dio cuenta de lo que había sucedido. Miró al jardinero consciente de su culpabilidad y dijo en voz baja:
—El día que leí el anunció derramé café en la revista y solo pude leer una parte.
—¿A qué te has estado dedicando hasta ahora?
—Era cocinera.
El hombre se rio entre dientes.
—Lo siento mucho, pero esto está siendo demasiado divertido. Por cierto, no me he presentado. Soy Seamus Scarman.
—Jo Müller. —Le estrechó la mano—. ¿Eres el padre de este...? —No quiso continuar para no ofenderlo.
—No, soy su tío. No te tomes a mal su comportamiento, porque ¿cómo iba a saber que no tienes experiencia?
—Mierda. Ahora me va a echar a patadas.
—¿Y eso sería tan grave?
Jo apoyó los brazos en las rodillas y enterró la cara entre las manos. Luego, suspiró y dijo:
—No, pero me venía muy bien este descanso. Hace poco perdí mi puesto de cocinera en un asilo de ancianos y, cuando llegué a casa, para rematar el día, me encontré a mi novio tirándose a la vecina. Eché mis cosas en una maleta y me fui a casa de mis padres. Y ahora no tendría más remedio que volver con ellos. Pero ya empiezo a tener una edad en la que debería valerme por mí misma.
—No tienes por qué decírselo a Duncan ahora mismo —dijo Seamus con simpatía—. Ya le has demostrado esta mañana con los cerdos que puedes echar una mano con el trabajo. Hablaré con él para que te asignen conmigo. Así me ayudarás y te podré vigilar para que no te equivoques.
—Pero si es tu sobrino. ¿No deberías decírselo?
—En teoría sí, pero tampoco le estás haciendo daño a nadie.
—La señorita Douglas me pidió el certificado de formación profesional. Ahora entiendo por qué.
—¿Qué le dijiste?
—La verdad. Que lo dejé en Suiza. No sabía que necesitaría mi título de cocinera aquí.
Seamus sonrió.
—Entonces, sigue dándole largas y en algún momento se le olvidará. Y ahora vamos a ponernos a trabajar antes de que Duncan nos eche a los dos.
Seamus le enseñó a arrancar las hortensias con cuidado. Luego, le dijo que fuera a buscar tierra ácida y la ayudó a preparar las macetas, las cuales llevaron al invernadero para que las heladas no dañaran las raíces. Y, tan pronto como dejaron la última maceta, Duncan se acercó. No la miró y se dirigió directamente a su tío. Al parecer, había conseguido hortensias en dos de los viveros de la zona que ya estaban listas para recoger. Tenían que esperar hasta finales de abril para plantarlas, pero Duncan no quería correr ningún riesgo. No quería que le quitaran las plantas delante de sus narices.
—No te preocupes. Terminamos con esto y vamos a recogerlas.
Duncan asintió antes de volver a sus tareas mientras Seamus llevaba a Jo a los viveros.
Por la noche, Jo estaba tan exhausta que se alegró de que cada uno comiera por su cuenta y no hubiera ninguna comida conjunta. Antes de retirarse, le dijo a Agnes:
—Por cierto, les puedes decir a los demás que pueden fregar los platos sin prisas, porque seré la encargada de limpiar la pocilga de ahora en adelante.
—Me he enterado de que la has cagado, pero tampoco creo que te merezcas ese castigo en la pocilga.
—No, no me importa. Me gustan los animales. Me gustan los cerdos tanto como cualquier otro animal. Que descanses. Yo me voy ya a dormir.
Pero, aunque estaba bastante cansada, no paraba de dar vueltas en la cama preguntándose si debía contarle la verdad a la señorita Douglas. Se sentía un poco mal al tener que fingir delante de todo el mundo. Entonces, decidió buscar otro trabajo lo antes posible y dejar el año que tenía planeado allí. Hasta entonces, trabajaría con Seamus para causar el menor daño posible.
Jo tuvo sueños extraños en los que veía árboles arrancados de raíz, rosas trituradas, y a Duncan mirándola y sospechando de ella. Alrededor de las cinco de la mañana se despertó. Decidió levantarse y limpiar la pocilga para poder ayudar a Seamus con el trabajo antes de lo previsto. Se puso unos vaqueros y un suéter, ya que se ducharía después de limpiar. Cogió una manzana del frutero para Heribert y se dirigió a la pocilga. Todavía era de noche, por lo que no le sorprendió encontrarse a los cerdos tumbados en la paja durmiendo. Pero Heribert se despertó al notar la luz tenue de la pocilga y se levantó poco a poco.
—Hola, cariño. ¿Has dormido bien?
Extendió la mano por la rejilla y le acarició el hocico. Luego, salió para abrir la puerta de la pocilga mientras Heribert salía y cogía la manzana de su mano con cuidado.
—Vamos a desayunar pronto, pero primero tenemos que sacar a las chicas para que os pueda limpiar vuestra casita. —Después de un tiempo llamándolas, el resto salió con curiosidad y al fin pudo cerrar la puerta para limpiar. Luego, fue al hotel con la carretilla a recoger las sobras de la cocina para los cerdos y les cambió el agua antes de volver a abrir la puerta y gritarles—: ¡A comer!
Jo se tuvo que reír al ver lo rápido que se acercaron al comedero y, a juzgar por los fuertes ruidos que hacían al masticar, la comida pareció gustarles. Luego, volvió a colocar las herramientas en su sitio y regresó a la habitación. Como todavía tenía tiempo, se desvió y tomó el camino del pequeño bosque hacia el mar. El sol bañaba el paisaje con una luz cálida, pero engañosa, ya que Jo podía notar su propia respiración debido a las bajas temperaturas. Cuando salió del bosque hacia la costa, vio a alguien sentado en una piedra con un perro enorme a su lado. Se trataba de Duncan, quien estaba mirando al mar y parecía absorto en sus pensamientos. Por sorpresa para ella, el perro no notó su presencia, puede que porque el viento soplaba hacia la otra dirección. A aquellas horas de la mañana no tenía ninguna gana de hablar de la que había liado en el jardín, así que se dio la vuelta y volvió a casa para desayunar y ducharse.
Esta vez llegó a tiempo con los demás al punto de encuentro. Duncan dividió a todos en grupos y le ordenó a Jo que limpiara la pocilga.
—Ya lo he hecho —respondió un poco orgullosa de sí misma.
Duncan la miró asombrado.
—Bien. Entonces, puedes ayudar a Audrey en el invernadero. Tenéis que limpiar, sembrar flores de verano y cambiar las fucsias de maceta.
Duncan estaba a punto de salir de la reunión cuando Jo se aclaró la garganta.
—Ejem...
Se dio la vuelta y le preguntó:
—¿Tienes alguna duda? Si crees que te salvarás de limpiar la pocilga el resto de los días porque te hayas levantado un poco antes, siento decirte que no será así. Eso no compensa lo que hiciste ayer.
¡Pero qué tipo más engreído!
—No es eso. Ya sé que la cagué ayer. No hace falta que me sermonee de esa forma. Y no tengo ningún problema por limpiar la pocilga porque los cerdos son mucho más agradables que muchas personas que actúan como si fueran jardineros jefes.
Se le había ido de las manos la situación, aunque había intentado controlarse. Duncan dio un paso hacia ella y, a pesar de que llevaba puesto un sombrero, Jo vio cómo le brillaban los ojos.
—Será mejor que mantengas la boca cerrada si quieres terminar las prácticas con nosotros, querida. —Se dio la vuelta y comenzó a alejarse, pero Jo insistió.
—¿Dónde está Seamus? ¿No le ha dicho nada? Me dijo que trabajaríamos juntos.
Sin darse la vuelta, Duncan gritó:
—Ha llamado para avisar de que está enfermo, así que mejor que hagas lo que te he mandado.
Jo respiró hondo y rezó por no volver a meter la pata. Decidió fijarse en Audrey para hacer lo mismo.
—Bien —comenzó—. Vamos a dividirnos el invernadero. Tú limpias el lado izquierdo y yo el derecho.
—Perfecto —contestó Jo.
Observó a Audrey sacar primero las plantas del invernadero y se dedicó a lo mismo. Al menos no podía hacer nada mal en esa tarea. No podía romper nada mientras limpiaba. Cuando ordenó todas las plantas de su lado en una fila frente al invernadero, comenzó a barrer el suelo con la escoba y a quitar las telarañas. Luego, decidió ir a buscar un cubo de agua para limpiar los cristales y dejarlos relucientes. Hacia las doce, cuando Duncan pasó a controlar cómo iba la tarea, todo estaba impecable. Mucho más limpio que el lado de Audrey. Estaba un poco orgullosa de ello, aunque Audrey ya había metido las plantas en el invernadero y ella aún no. Pero lo haría enseguida.
—¿Quién ha sido la idiota que ha dejado los plantones de tomate al sol? —gritó Scarman en el invernadero. Solo podía ser Jo porque las plantas de Audrey estaban todas dentro. Pero el inofensivo sol de marzo no podría haber causado mucho daño a los plantones, ¿no? Se apresuró a salir y se topó con una imagen patética. Las pequeñas hojas de aquellas delicadas plantas de color verde claro colgaban de los tallos sin fuerza, algunas de ellas ya secas. Duncan, muy furioso, estaba al lado de las plantas.
—Lo siento. No pensaba que...
—Claro que no has pensado. ¡Como si tú supieras lo que es pensar! Dime, ¿que has venido, aquí a destrozar mi jardín? ¡Tú, tú, tú... la Terminator de las plantas! No sé dónde te has formado o si llegaste a terminar los estudios, pero no volverás a tocar una planta de mi jardín sin mi consentimiento. Si Seamus no está, a partir de ahora trabajarás conmigo. Y ni te atrevas a mirar una de mis plantas sin preguntar primero. ¿Entendido?
Jo asintió y no se atrevió a decir ni pío.
—Ahora lleva las plantas de tomate muertas a la zona de compostaje y el resto llévalo al invernadero. Cuando acabes, podrás hacer el descanso.
Por la tarde, iba caminando detrás de Duncan mientras miraba al suelo después de que le dijera que se fuera del invernadero y que tenía un trabajo para ella en el que no podría dañar ninguna planta. Entonces, se detuvieron frente a un gran prado.