Unidos por una sorpresa - Heidi Rice - E-Book

Unidos por una sorpresa E-Book

Heidi Rice

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¡De inocente heredera a ama de llaves embarazada!   El multimillonario hecho a sí mismo Mason Foxx nunca olvidaría el ardiente encuentro que tuvo con la princesa de la alta sociedad Bea Medford. Pero su imperio era lo primero; cualquier relación que superara una noche era un capricho que no podía permitirse. Meses después, en un hotel de Italia, se llevó la sorpresa definitiva. Bea no era sólo el ama de llaves, ¡estaba embarazada de él! Embarazada. Deshonrada. Repudiada por su familia. Sola por primera vez, Bea haría lo que fuera para proteger a su hijo. Pero encontrarse cara a cara con Mason desbarató su plan por completo. Porque Mason tenía el suyo propio... ¡exigiendo que Bea volviera a Londres con él!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 202

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Heidi Rice

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por una sorpresa, n.º 214 - agosto 2024

Título original: Hidden Heir with His Housekeeper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410740457

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mason Foxx se encontraba frente a la barra de bar de dos metros de largo, tallada en caoba, y sostenía una copa de Dom Pérignon de 1959. Observaba cómo los invitados charlaban animadamente entre ellos mientras bebían y devoraban canapés en el espacioso almacén decorado con falsa vegetación para el lanzamiento de una fragancia masculina que, en su humilde opinión, olía a moho.

La antigua central eléctrica en la ribera sur del Támesis había sido vaciada y rehabilitada hacía unos años, y finalmente convertida en el impresionante lugar en el que se encontraban.

Sus labios se torcieron en una sonrisa irónica. Era curioso pensar que ese palacio ultramoderno y minimalista de acero y hormigón estaba a un tiro de piedra de donde él había crecido.

Frotaba su pulgar sobre la cicatriz de su ceja, un gesto habitual que le recordaba su infancia y lo mucho que había luchado para asegurarse de no volver nunca a ese lugar.

Su sonrisa se tiñó de desprecio.

Ninguno de esos narcisistas consentidos que lo rodeaba sabía lo que era luchar por sobrevivir. Aunque el imperio hotelero que había construido con tanto esfuerzo conllevaba compromisos sociales como ese, que no eran ni de lejos tan emocionantes como vivir de su ingenio en las peligrosas calles de Bermondsey. La verdad era que casi preferiría estar recibiendo una paliza en The Dog and Duck –donde el dinero cambiaba de manos más rápido que los paquetes de pastillas con caritas sonrientes– a beber esas burbujas sobrevaloradas, aburriéndose hasta la médula.

Por supuesto, The Dog and Duck había sido demolido hacía diez años, Bermondsey ahora estaba tan gentrificado como el resto de Southwark y los mafiosos que lo habían aterrorizado de niño estaban todos encarcelados o muertos. Pero al menos esos criminales tenían personalidad, a diferencia del desfile de niños de papá aburridos, ejecutivos corporativos y acaparadores de atención que asistían a esos eventos como un reloj.

Dejó la copa sobre la barra. Era hora de volver al ático vacío que tenía en el hotel Foxx de Belgravia, o a su igual de solitario loft en el Foxx Suites con vistas al Tower Bridge, si es que se ponía nostálgico y recordaba los malos tiempos pasados y los mafiosos que habían hecho de su vida una miseria.

–¿Le gustaría tomar otra copa, señor? –preguntó el joven barman.

–No, gracias, tengo que conducir. Y no me llames señor, por favor.

El chico se sonrojó y soltó una risa forzada. Pero entonces, los ojos del barman se abrieron de par en par al ver algo por encima del hombro izquierdo de Mason.

–Vaya –murmuró el joven–. Es aún más guapa en persona.

Mason se giró, esperando no impresionarse por quienquiera que el chico estuviera mirando. Había salido con muchas mujeres atractivas y estaba muy acostumbrado a la belleza. Pero entonces él también la vio.

Su mente se quedó en blanco y su corazón se ralentizó, para luego acelerarse a unos cinco mil latidos por segundo.

Vestida con un delicado y vaporoso vestido azul celeste que se adhería a sus sutiles curvas, aquella chica tenía una belleza sobre la que hombres mucho más elegantes que él habrían escrito sonetos en otro tiempo.

Se preguntó si su piel sería tan suave y deliciosa como parecía. La urgencia de hundir los dedos en los rizos rubios que coronaban su peinado le golpeó el estómago.

«¿Qué demonios?».

Metió los puños en los bolsillos del pantalón. Aunque estaba más que dispuesto a satisfacer sus instintos más básicos, nunca había deseado a una mujer con tanta intensidad a primera vista. Y eso no le gustaba, porque le recordaba al niño salvaje que había sido una vez, siempre mirando desde fuera las vidas perfectas de los demás.

Su mirada se deslizó hacia él, casi como si pudiera sentir que la observaba desde el otro lado del bar. Y él se deleitó con sus delicadas y simétricas facciones.

«Maldita sea».

Su rostro era tan impactante como el resto de ella. El maquillaje ahumado alrededor de sus ojos los hacía parecer enormes… Y extrañamente ingenuos.

Debía de ser una actuación. Ninguna mujer que se moviera con tanta sensualidad sin esfuerzo sería ajena a sus encantos.

Ella humedeció sus labios con la lengua en un gesto nervioso que habría sido encantador si no fuera porque le había resultado demasiado atractivo.

Sus labios jugosos y húmedos brillaban de tal forma que Mason sintió la tentación de besarlos.

Tragó saliva y aspiró aire, molesto al darse cuenta de que el torrente de sangre que se dirigía hacia abajo lo estaba mareando. Y a pesar de su capacidad cerebral en declive, o quizás por ello, no podía dejar de mirarla.

Pero entonces esos grandes ojos de cierva se agrandaron todavía más cuando sus miradas se encontraron. Ella se sobresaltó y dio un pequeño salto.

¿Qué había sido eso? Por muy divina que pareciera, no podía leer su mente sucia a veinte pasos de distancia. Antes de que él pudiera decidir cómo reaccionar –aún hechizado por su belleza sin artificios–, ella se giró y desapareció.

Durante varios latidos, se quedó parado como un maniquí, mirando el lugar donde ella había estado, intentando descifrar si había sido real o un producto de su imaginación hambrienta de sexo. Después de todo, no había tenido citas en más de un mes. No desde que Della había empezado a insinuar que quería mudarse con él.

–¡Madre mía! –dijo el barman–. ¿Por qué la llaman la Reina de Hielo si es tan sexi?

–¿Quién es ella? –exigió saber Mason.

–Es Beatrice Medford, la hija de lord Henry Medford.

¿La hija de Medford? ¿En serio? Conocía a Medford de vista. Se lo había encontrado un par de veces en el exclusivo club de Mayfair al que Mason se había unido hacía ya unos años, principalmente para molestar a los esnobs que frecuentaban el lugar. El hombre era un petulante que había heredado una fortuna y luego perdido la mayor parte… Porque no sabría reconocer una buena inversión ni aunque le golpeara en el estómago.

¿Cómo podía una mujer tan deslumbrante haber salido de la endogámica genética de Medford?

–También es la cuñada de Jack Wolfe –añadió el barman–. Estuvieron comprometidos hace unos años, pero él terminó casándose con su hermana mayor, Katherine, de Cariad Cakes. Fue un gran escándalo, salió en todas las revistas.

«Wolfe». Conocía mucho mejor a Jack Wolfe que a Medford. Provenían de orígenes de clase trabajadora similares. Y, al igual que Mason, Wolfe era inteligente, ambicioso y un empresario despiadado. O al menos lo había sido, hasta que se casó y tuvo un hijo, después de eso se suavizó.

También había conocido a la esposa de Wolfe. Y aunque la mujer tenía una belleza terrenal, voluptuosa y avasalladora, que evidentemente había cautivado a Wolfe, no era nada en comparación con la diosa a la que acababa de desnudar con sus pensamientos.

–¿De veras? –le dijo al barman, con una despreocupación que no sentía. El deseo todavía le recorría de una manera que no había sentido en mucho tiempo. Tal vez desde que era adolescente y anhelaba el tipo de contacto humano que solo había encontrado en el sexo.

El pensamiento lo inquietó.

Así que aquella diosa era hija de la aristocracia. Claro. Eso explicaba esa seguridad que tenía al andar. Provenía de la riqueza, el privilegio y el sentido de superioridad que a él siempre le había resultado tan molesto.

Sin embargo, hacía mucho tiempo que no disfrutaba del desafío de la conquista y quizás bajar a una princesita de su pedestal lo salvara del aburrimiento esa noche.

Caminando hacia el balcón, buscó entre la multitud. La vio de inmediato, su cabello rubio era como un faro.

Las luces del almacén se atenuaron y un DJ de fama mundial comenzó con su espectáculo.

Mason descendía por la escalera metálica en espiral que llevaba a la pista de baile, ya repleta de gente que se movía al ritmo de la música. El sonido palpitante, junto con los láseres multicolores que cortaban las columnas de humo artificial, intensificaba la sensación de anticipación en su estómago.

Por supuesto, dudaba que siguiera interesado en la intocable hija de Medford después de hablar con ella, dado su escaso aguante para las princesas altivas de la alta sociedad, pero solo había una manera de averiguarlo.

Avistó el moño rubio que tomaba las escaleras opuestas a las suyas. ¿Se dirigía hacia la salida? ¿Tan pronto?

«No tan rápido, querida».

 

 

«¿Quién es ese hombre y cómo se atreve a mirarme como si quisiera devorarme de un bocado?».

Beatrice Medford levantó el dobladillo de su vestido y subió corriendo las escaleras hacia el balcón del primer piso.

Realmente debería sentirse indignada. La mirada de aquel hombre en el bar había recorrido su cuerpo con una insolencia y un sentido de propiedad que nunca antes había experimentado. La mayoría de los hombres solían mirarla con asombro o adoración. Porque lo único que veían en ella era el brillo de la clase y el estatus de su padre. La miraban con respeto y de manera casta.

Pero no se había sentido indignada en absoluto con la mirada libidinosa de ese hombre. Si era honesta consigo misma, lo que de verdad había sentido había sido… excitación.

Lo cual era perturbador, porque a ella nunca le afectaba la atención masculina.

No tenía ningún deseo de estar allí, llevando ese vestido y esos tacones incómodos, solo porque su padre se lo había exigido.

No tenía que haberse dejado intimidar para asistir al evento de esa noche. Porque sabía exactamente qué pretendía su padre exigiéndole que fuera al lanzamiento de Cascade Scent. Era solo otro de los intentos cada vez más desesperados de Henry Medford por salvar sus tambaleantes finanzas, intentando emparejar a su hija con el millonario más accesible.

Incluso le había dado una lista de nombres que consideraba adecuados para que ella interactuara con ellos esa noche. Su ridícula lista incluía a un banquero de inversiones divorciado tres veces, mayor que su padre, y a un magnate hotelero que había salido de un barrio conflictivo en el sur de Londres y que era conocido por salir con mujeres guapas y luego dejarlas de la misma forma despiadada con la que adquiría sus propiedades.

«Muchas gracias, papá. ¿Por qué no me pides que me prostituya directamente?».

Suspiró al llegar a una de las zonas de bar que había por todo el recinto y observó a la multitud que bloqueaba su camino hacia la salida.

Debería haberle dicho a su padre que la dejara en paz, como había hecho su hermana Katie, en lugar de dejarse utilizar.

Bea había sentido terror de su padre en alguna ocasión. Como cuando a sus doce años lo vio expulsar a su hermana de dieciséis de casa entre gritos y rabietas. Aún se sentía mal por no haber hecho nada para ayudar a Katie, porque estaba demasiado ocupada acurrucada en un rincón, con las manos sobre los oídos, deseando ser invisible.

Pero desde que su hermana Katie la había convencido para que dejara a Jack Wolfe, el prometido que su padre había elegido para ella y que, curiosamente, al poco tiempo acabó comprometido con su propia hermana, Bea había decidido que era hora de tomar las riendas de su propia vida. Y eso significaba no obedecer más las exigencias de su padre ni depender de su dinero.

Ya no sentía terror hacia él y ahora tenía opciones. Había pasado los últimos dos años, en las tardes en las que supuestamente debía estar en la peluquería, en el gimnasio o almorzando con las amigas que nunca le habían agradado de la escuela de Lausana, asistiendo a clases que Katie le había pagado. Bea tenía un talento natural para los idiomas, su oído estaba atento a los matices de la pronunciación y su mente fascinada por las complejidades de la gramática y las construcciones verbales. Esperaba darle una salida de provecho a su habilidad algún día, aunque aún no había descubierto cómo.

Katie, por supuesto, también le había ofrecido quedarse con ella, Jack y su hijo pequeño, Luca, en su casa de Mayfair. Pero Bea solo podía aceptar hasta cierto punto la caridad de su hermana. Se prometió a sí misma que encontraría una escapatoria, pero tenía que hacerlo por sus propios medios. Lamentablemente, tenía más tendencia a darle demasiadas vueltas a las cosas que a tomar acciones directas.

Decidió moverse y se abrió paso entre la multitud que bailaba al ritmo de la música.

En el coche, de camino al evento, había pensado que seduciría al primer chico inadecuado que encontrara para demostrarle a su padre que su vida amorosa no era asunto suyo y que manipularla no era una estrategia de inversión acertada. Pero en cuanto el hombre del bar despertó un deseo sexual que ni siquiera sabía que tenía, la cobardía volvió a apoderarse de ella.

No era de extrañar que su padre todavía pensara que tenía el control sobre su vida amorosa, cuando ella nunca había tenido un novio de verdad. Nunca había tenido el valor o el interés de acostarse con un hombre, ni siquiera cuando había estado comprometida.

Le resultaba vergonzoso seguir siendo virgen a los veintidós años, vivir en casa y depender de su padre.

Tras atravesar la multitud, llegó a un largo pasillo.

¿Por qué la intensa mirada de aquel hombre de la barra del bar había activado su instinto de huida?

¿Porque su atención parecía diferente a la de otros hombres?

Él era muy atractivo, de una manera ruda, con su alta y musculosa figura destacando de forma imponente en la barra de bar. Pero lo que más la perturbaba era lo que había visto en sus ojos.

Esa mirada ardiente había sido tan estimulante y su efecto en ella tan sorprendente…

Disminuyó el paso.

El hombre del bar no se había acercado a ella. Lo único que había hecho había sido mirarla.

«Entonces, ¿por qué estás huyendo de él?».

¿Era otra muestra más de su incapacidad para mantenerse firme y de enfrentarse a la vida?

Tomó algunas respiraciones profundas para calmarse y, justo en ese momento, una figura masculina apareció al final del pasillo.

Su corazón dio un salto, luego se disparó a velocidad de vértigo mientras él caminaba hacia ella.

El hombre del bar.

«¿Me ha seguido?».

–Hola, Beatrice –murmuró él, con tono de diversión–. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Se detuvo frente a ella, lo suficientemente cerca como para que Beatrice pudiera percibir su olor a sándalo.

¿Cuánto medía? Con su metro setenta, ella no solía tener que mirar hacia arriba a los hombres. E incluso subida en sus altísimos tacones, él le sacaba unos cuantos centímetros.

–¿Cómo sabes mi nombre? ¿Te conozco? –preguntó ella algo alterada.

¿Por qué sonaba tan a la defensiva? Claro que la conocía. La mayoría de la gente lo hacía después de su ruptura con Jack hacía dos años. Porque el repentino matrimonio de su exprometido con su hermana tan solo unos meses después había sido analizado al detalle por todas las revistas de cotilleos del planeta.

–No hemos sido presentados formalmente –dijo él con una sonrisa traviesa–. Según el barman, tú eres la Reina de Hielo de Medford.

Beatrice se estremeció.

–No tienes ni idea de cuánto odio ese nombre –replicó ella.

–Sí, no me sorprende –murmuró él entre risas–. No te queda bien ese mote.

El calor se apoderó de las mejillas de ella. Y antes de que tuviera la oportunidad de responder a ese comentario, él añadió:

–¿Por qué te fuiste corriendo?

Ella frunció el ceño, mortificada. ¿Cómo sabía que se había asustado al verle en el bar? Podría ser virgen, pero era una experta en fingir que era una diosa distante del sexo. Solo había que preguntarle al periodista que la había bautizado como la Reina de Hielo de Medford.

–No sé a qué te refieres. –La mentira habría sido más convincente si no hubiera temblado de manera involuntaria al decirlo.

–Claro que lo sabes. ¿Es que te asusté?

–¿Yo? ¿Asustarme? –trató de fingir indiferencia, pero no era fácil cuando su corazón bombeaba a toda prisa.

La sonrisa sarcástica de él se ensanchó todavía más.

–No sé de qué me hablas –continuó ella, intentando salir del enorme pozo de vergüenza en el que se había metido.

«Quizás deberías callarte ya, Bea».

–Permíteme presentarme –dijo él con tono amable–. Soy Mason Foxx.

¿Foxx? ¿Dónde había oído ese nombre antes?

Entonces lo recordó. Era el magnate hotelero que ocupaba el primer lugar en la lista de su padre.

El shock inicial fue seguido rápidamente por otro enrojecimiento en sus mejillas. Por desgracia, descubrir su identidad no disminuyó en lo más mínimo el cosquilleo que sentía por todo el cuerpo.

Ella observó la mano que él le había tendido como presentación. Sus dedos eran largos y elegantes, a pesar de las cicatrices en sus nudillos. El tatuaje de un ave de presa en pleno vuelo grabado en el dorso era aún más intrigante.

Ella se aclaró la garganta y le estrechó la mano, porque sería descortés no hacerlo.

–Bea Medford –murmuró, sintiendo cómo la palma áspera de él provocaba aún más sensaciones embriagadoras que recorrían su brazo.

–¿Bea, eh? Eso tampoco te queda bien –dijo él, con demasiada familiaridad.

–Bueno, ha sido un placer, señor Foxx –se despidió ella, soltando su mano e intentando sonar despectiva, pero sin lograrlo en absoluto debido a la corriente que ahora se precipitaba desde su brazo hasta sus pechos.

–¿De verdad? –preguntó él, sin creerse su actuación de que no estaba afectada por su cercanía–. Porque me dio la impresión de que preferirías lastimarte antes que conocerme, por la forma en que saliste corriendo con esos zapatos que podrían romperte los tobillos.

–Eso me hace preguntarme por qué me has seguido.

–Así que lo admites. Te asusté en el bar.

–No voy a responder eso, porque me incriminaría totalmente.

Él se rio, y sus ojos oscuros brillaron llenos de diversión genuina por primera vez. Eso le provoco a Bea un escalofrío extraño entres los muslos. ¿Por qué tenía la impresión de que ese hombre no reía a menudo?

Mason inclinó la cabeza hacia un lado, su mirada penetrante quemándole las mejillas, lo que la perturbó aún más.

–¿Por qué te asusté? –preguntó de nuevo, con un tono de voz que lograba ser tanto persuasivo como curioso.

Ella se encogió de hombros y miró sus tacones, intentando ganar tiempo.

¿Cómo responder a eso? Si ni siquiera ella conocía la respuesta.

Sin pensarlo, se quitó los zapatos, liberando sus pies del dolor. Primero llegó el alivio, seguido por una repentina sensación de libertad y un momento de devastadora claridad.

Ya no tenía que ser la Reina de Hielo de Medford ni la marioneta de su padre, ni mucho menos tenía que llevar aquellos tacones asesinos que el estilista había elegido.

–Mucho mejor así –dijo Bea tras un largo suspiro–. Los tacones altos son obra del diablo.

Su corazón se aceleró cuando levantó la vista y descubrió que la altura de él acababa de aumentar unos cuantos centímetros más.

–Opino igual que tú. Yo casi nunca los uso.

Ella no pudo evitar reírse. Por lo poco que sabía sobre Mason Foxx, lo último que esperaría de él era que fuera encantador o gracioso.

Pero entonces él deslizó un dedo bajo su barbilla para levantarle el rostro.

Un chispazo de conciencia la recorrió mientras él entrecerraba los ojos.

–¿Por qué no respondes a mi pregunta? –insistió él, como si la respuesta fuera de vital importancia–. ¿Por qué huiste de mí?

Bea retrocedió y él dejó caer su mano. Pero algo en ese breve destello de vulnerabilidad le hizo decir la verdad:

–Porque cuando me miraste me gustó.

Un destello de fuego brilló en los ojos de él, llegando a quemarla a ella. Debería haberse sentido desilusionada al conocer su identidad. Pero, a juzgar por la sensación que danzaba en su interior, eso no estaba sucediendo.

–¿Y por qué es eso un problema? –preguntó él con la seguridad de un hombre que sabía lo que quería y no tenía reparos en perseguirlo.

Su arrogancia era embriagadora, pues destilaba una confianza de la que ella siempre había carecido.

De repente, no quería ser más esa princesa sin agallas, que usaba zapatos incómodos porque su padre lo exigía.

Ni la Reina de Hielo de Medford, asustada de sus propios deseos.

Ni la mujer que prefería dudar de sí misma mil veces antes que salir de su zona de confort.

Ni la chica que había sido tan reacia a cualquier tipo de confrontación durante tanto tiempo que había terminado en ese evento, dispuesta a atraer a un hombre por el beneficio de su padre en lugar del suyo propio.

Su padre no estaba allí.

No era necesario que supiera que había conocido a Foxx y que le había parecido atractivo. Entonces, ¿qué importaba si Foxx estaba en la cima de la lista de su padre?

Mason Foxx era el primer hombre que la hacía sentir de un forma tan burbujeante y deliciosa. ¿Cómo podría tomar las riendas de su vida si ni siquiera tenía el valor de asumir su propio deseo?

Como él claramente lo hacía.

–Supongo que no es un problema per se –se sorprendió diciendo.

–¿Per se? –dijo él, levantando una ceja de manera burlona. Pero la luz traviesa y diabólicamente tentadora en sus oscuros ojos solo la incitaba más, a hacer algo tan atrevido, tan perverso, que podría sacarla de su zona de confort para siempre y convertirla en una mujer tan audaz y valiente como Katie.

«Adelante, Bea. Después de todo, ¿adónde te ha llevado quedarte dentro de tu zona de confort sino a hacer el trabajo sucio de tu padre con zapatos incómodos?».

–Vaya… ¿Y qué significa eso exactamente? –bromeó él.

–Significa que no es un problema si tú también quieres –logró decir ella.

Después se encogió de hombros. ¿Había sonado demasiado directa? ¿Demasiado desesperada? Quizás debería haber tomado lecciones de coqueteo además de idiomas, porque claramente no tenía idea de cómo lanzarse a un hombre con un mínimo de elegancia.

Pero entonces la luz burlona en sus ojos se apagó y fue reemplazada por algo mucho más… cautivador.

¿Había descolocado a ese hombre que parecía imposible de sorprender? ¿Y por qué se sentía tan poderosa por conseguirlo?

Él colocó una mano en la pared sobre la cabeza de ella, atrapándola. No dejaba de mirarla, y Bea tuvo el presentimiento de que había desatado una fuerza que no sabía cómo manejar.

Pero en lugar de asustarse, se sintió estimulada. Especialmente cuando vio el borde de otro tatuaje contra el cuello abierto de su camisa y se dio cuenta de que su pulso latía con fuerza. Él también estaba excitado.

Ella tragó la bola de calor que se formó en su garganta cuando él se inclinó para susurrarle al oído:

–Para tu información, quiero besarte hasta dejarte sin sentido ahora mismo, Beatrice. Y no hay peros que valgan.

Ella soltó una carcajada nerviosa, la confianza que había luchado por encontrar durante tanto tiempo se disparó por todo su sistema como una droga. Levantó los brazos y agarró sus anchos hombros clavándole las uñas, emocionada por el estremecimiento de él como respuesta.

–¿Y por qué no lo haces entonces?

Bea se sintió como una superheroína por ser capaz de retarlo así. Y sin darse cuenta, sus bocas ya se habían encontrado…