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Solos bajo la aurora boreal... ¡La química arderá al rojo vivo! El huidizo multimillonario, Logan Coltan III, tras el trágico suceso de su infancia, se refugió en la Laponia salvaje para huir del constante acoso de los medios. Por eso se enfureció cuando descubrió que Cara Doyle, la mujer a la que había rescatado en mitad de una tormenta, llevaba consigo una cámara fotográfica. Cara, fotógrafa de fauna salvaje, valoraba su independencia como la única manera de evitar problemas sentimentales. Pero atrapada en la lujosa vivienda de Logan mientras duraba el temporal, no pudo huir de la creciente pasión que empezaba a sentir por su arrogante y poco recomendable anfitrión. Pero después de una imprudente noche con su enemigo, no deseará otra cosa...
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Heidi Rice
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Atrapados en el deseo, n.º 3131 - diciembre 2024
Título original: Undoing His Innocent Enemy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742017
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Cara Doyle exhaló, el aliento atravesando el aire helado. Levantó la cámara que le había costado una pequeña fortuna y observó al lince que merodeaba por la nieve.
Llevaba más de una semana siguiendo a la hembra, entre turnos como camarera en un hotel de Saariselkä. Pero, con la temperatura cayendo hasta los treinta grados bajo cero, no podría pasar mucho más tiempo ahí fuera sin congelarse.
Sintió un escalofrío mientras el obturador de la cámara disparaba sus veinte fotogramas por segundo. Incluso con seis capas de ropa térmica, el frío la atenazaba. Pero ese momento era la culminación de seis meses de trabajo en una sucesión de hoteles y complejos turísticos de Laponia, para pagarse el viaje y estudiar el comportamiento de los famosos y escurridizos gatos monteses y arrancar su carrera como fotógrafa de naturaleza.
El lince levantó la cabeza y su mirada plateada se clavó en la de Cara.
–Hola, chica, eres maravillosa. Solo unas cuantas fotos más, te lo prometo, y te dejaré en paz.
La imagen en el visor era tan impresionante que la dejó sin aliento. La elegante figura felina del lince permaneció inmóvil, casi como si posara. Su pelaje blanco se fundió con el brillante paisaje antes de esconderse bajo las ramas nevadas de los abetos helados y desaparecer en la belleza monocromática del bosque boreal.
Cara esperó unos minutos más, rodó sobre su espalda y contempló el cielo nacarado a través de los árboles. Eran casi las tres, pronto anochecería. En esa época del año, en la Laponia finlandesa, solo había cuatro horas de luz. Tenía que volver a la motonieve que había aparcado en la linde del bosque.
Solo necesitó un par de latidos para comprender que su temperatura corporal se desplomaba por la falta de movimiento. De nada serviría conseguir esas fotos, en las que había trabajado durante seis meses, si se moría de frío antes de poder venderlas.
Se levantó y emprendió el camino de vuelta a la motonieve, acelerando el paso a medida que el crepúsculo se cerraba a su alrededor.
¿Exactamente cuánto tiempo llevaba ahí fuera?
Le habían parecido minutos, pero cuando se concentraba en su trabajo, el tiempo tendía a disolverse mientras buscaba la toma perfecta.
Por fin vio la pequeña moto aparcada cerca del escondite que había utilizado durante semanas.
Guardó la cámara en su caja aislante en la alforja con manos cada vez más torpes, el frío penetrante entumeciéndola dolorosamente.
«Mala cosa».
La alegría y la excitación por haber fotografiado a la criatura que llevaba meses siguiendo empezó a desvanecerse cuando encendió el motor y no pasó nada. Molesta, agarró el cable de arranque y tiró con fuerza. Nada.
«No te asustes… ya conoces el protocolo».
Pero, aunque intentó calmarse y siguió tirando de la cuerda, todas las razones por las que no debería haber seguido al lince tan adentro del bosque, por las que no debería haber estado fuera tanto tiempo, bombardearon su cansada mente.
Finalmente, tuvo que renunciar a arrancar la moto. Le dolían los brazos y estaba perdiendo lo que le quedaba de energía. Además, el sudor bajo la ropa le daba más frío. Quizá el motor se había congelado. Debería haberlo dejado en marcha, pero no esperaba estar tanto tiempo fuera y el combustible costaba una fortuna. Sacó el teléfono por satélite de la mochila.
Tan al norte no había cobertura telefónica ni poblaciones cercanas. Conocía ciertos rumores sobre un solitario multimillonario finlandés-estadounidense, que vivía en un paraje deshabitado y helado en el extremo más alejado del bosque, en una impresionante casa de cristal que poca gente había visto. Según los trabajadores del hotel, había una trágica historia sobre el asesinato de sus padres y la fortuna que había heredado de niño antes de desaparecer de la escena pública. Pero esos detalles no habían llegado a Irlanda, y ella no podía confiar en toparse con una mítica fortaleza de soledad en medio de la nada. Suponiendo que existiera.
Sintonizó la última señal que había usado.
–Mayday, Mayday. Estoy en el bosque n-nacional a unos se-sesenta kilómetros al noreste de Saariselkä. Mi vehículo no arranca. Que alguien responda.
Los ojos se le cerraban, el entumecimiento ralentizaba su respiración mientras desaparecían los últimos rayos de sol. Continuó transmitiendo mientras su energía se agotaba.
Si pudiera dormir un minuto…
«No, no te duermas, Cara».
Cuando parecía que aquello no podía empeorar, sintió el primer remolino de viento, el pinchazo del hielo en la cara.
«¿Qué…?». No había previsión de tormenta de nieve. Lo había comprobado.
Un aullido silbante se extendió por entre los árboles, convirtiendo el silencio invernal en un muro de sonido aterrador. Cara apenas oía su propia voz, que seguía pidiendo socorro.
Se acurrucó junto a la moto averiada para protegerse del viento. Nadie respondía. Nadie acudiría. La luz de la batería del teléfono empezó a parpadear.
La voz de su madre siseó a través de su consciencia, devolviéndola a su última y frustrante conversación de hacía dos días.
«Vaya ocurrencia… ¿para qué ir hasta allí cuando tenemos criaturas más que suficientes para fotografiar en la granja?».
«Porque un fotógrafo de la naturaleza fotografía criaturas salvajes, mami, no vacas y ovejas».
«¿No deberías sentar ya la cabeza? Tienes veintiún años y apenas has tenido novios. Tus hermanos ya tienen hijos».
«Porque mis hermanos no sienten interés en salir del condado de Wexford, igual que tú, mami». La respuesta que habría querido darle casi le hizo llorar.
«No te atrevas a llorar, Cara Doyle, o se te pegarán los párpados a los ojos y entonces…».
Empezaba a dolerle todo. Las seis capas de costosa ropa térmica que había comprado con una de sus muchas tarjetas de crédito eran como una tira de papel contra el viento helado.
El teléfono moribundo, olvidado en su mano, crepitó.
–¿Sí…? –balbuceó ella en un sollozo apenas audible.
«Por favor, que sea alguien que viene a rescatarme».
–Las luces de posición. Enciéndelas –la furiosa voz taladró su cerebro.
Aliviada, Cara asintió y se impulsó contra el viento con sus últimas fuerzas. Accionó el interruptor y se desplomó sobre el asiento.
El rayo amarillo brilló en medio de la tormenta y le recordó las historias que había oído de niña, en catequesis, sobre la luz blanca de Jesús llamándote antes de morir.
Cara se sentía agotada. Los párpados se cerraban…
–Sigue hablando –la voz ronca del teléfono retumbó en su cráneo.
Cara murmuró algo a través de las capas del pasamontañas.
–Más alto –gritó la voz.
–Lo intento –ya no le dolía nada.
«Sea quien sea el señor Gruñón, más vale que se dé prisa».
Una silueta oscura apareció en el haz nacarado, y su silueta le recordó a los majestuosos osos pardos que había observado y fotografiado en verano. El zumbido de un motor atravesó el aullido del viento mientras el oso se acercaba. La oscura silueta se cernió sobre ella.
Unos penetrantes ojos azul plateado se clavaron en los suyos, recordándole al lince que había fotografiado hacía ya varias vidas.
Unas manos la levantaron y ella intentó soltarse.
–No te resistas –gritó el oso–. No te duermas.
«¿No debería estar hibernando?».
Cara intentó contestar, pero las palabras se atascaron en la garganta mientras el enorme cuerpo la protegía de la tormenta de hielo. Las bofetadas eran firmes, pero no dolorosas.
–Tu nombre. No te duermas.
¿Para qué querría saber un oso su nombre? ¿Y cómo podía hablar?
Cara solo quería dormir.
Oyó juramentos, maldiciones que le recordaron a su padre cuando regresaba del pub. Hacía ya tanto tiempo…
«No te duermas o volverá a insultarte».
De repente se sintió transportada, el viento una danza mágica de luz azul y verde, las estrellas luces de hadas en el dosel de oscuridad sobre su cabeza. Un rumor reconfortante se filtró en su alma y ahuyentó el viejo miedo a su padre. Y el brutal y hermoso agotamiento la venció al fin.
Logan Arto Coltan III aparcó la motonieve en el garaje subterráneo de su casa.
Maldijo mientras saltó del sillín y corrió hasta la plataforma destinada a transportar suministros.
–Despierta –gritó al cuerpo que yacía sobre las cajas de conservas y carne congelada.
Nunca sintonizaba las frecuencias de emergencia, pero el dial debió saltar después de llamar a su proveedor de suministros.
¿Por qué había respondido a la llamada? Debería haberla ignorado.
Los ojos de la persona, las largas pestañas cubiertas de escarcha, se abrieron. Revelando unos ojos brillantes de un color verde esmeralda intenso.
Sintió una extraña sacudida… que ignoró.
No estaba inconsciente. Aún.
–Quédate conmigo –ordenó. Lo repitió en finés, por si el inglés no era su lengua materna, mientras calculaba su estatura. Alrededor de metro setenta. Probablemente mujer, decidió mientras se quitaba la ropa de abrigo. El garaje se mantenía a diecinueve grados, nada excesivo, pero necesitaba poder moverse, para meter a esa tonta dentro.
Agarró el botiquín. Arrancándose la última capa de guantes, encontró el termómetro, lo metió en el bolsillo del pantalón y regresó a la moto.
Si esa idiota sufría hipotermia, tendría que llamar a una ambulancia aérea.
Frunció el ceño, concentrándose en evitar la rabia, y el pánico, que se habían instalado en sus entrañas al captar la llamada.
Levantó a la mujer y se la echó, lo más delicadamente posible, al hombro. Si tenía hipotermia, un movimiento brusco podría desencadenar una arritmia cardiaca mortal. Subió los escalones hasta la casa. Su casa, desde que su abuelo muriera hacía diez años. Un espacio en el que nadie más había entrado.
–Avata –gritó al sistema inteligente de la casa para que se abriera la pesada puerta de metal–. Tuli päälle –añadió para que se encendiera el fuego en la amplia sala de estar. Dejó a la chica en uno de los sofás que rodeaban la hoguera de piedra.
Las llamas anaranjadas saltaron, reflejándose en la ventana panorámica que se abría al paisaje invernal, ocultando el desfiladero del bosque iluminado por la inquietante luz de la luna.
Allí siempre había estado a salvo, solo. Pero al desvestir a la mujer, quedó al descubierto un cabello ondulado rubio rojizo y la extraña sacudida regresó. Ya no se sentía seguro.
«Concéntrate, Logan. No tenías elección. Era traerla aquí o dejarla morir».
Ella seguía mirándolo fijamente, los ojos vidriosos, pero alertas, despertando sus sospechas.
¿Qué demonios hacía en sus tierras, tan lejos de la civilización, sola, mientras caía la noche?
–¿Cómo te encuentras? –le preguntó mientras sacaba el termómetro del bolsillo.
–Fr-frío –contestó ella, sacudiéndose violentamente.
Él asintió. Los escalofríos eran buenos.
Sacudió el termómetro y se lo colocó bajo la lengua. Luego activó el temporizador de su reloj. Cuatro minutos.
–¿Qué…?
–No hables –Logan miró a la chica, de expresión confusa y aturdida, que seguía estremeciéndose. Eso no era bueno.
El temporizador sonó.
Consultó el termómetro: 34,9 °C.
Maldijo en voz baja. Cualquier cosa por debajo de treinta y cinco era hipotermia leve.
–Vamos –Logan dejó el termómetro, y la levantó en brazos–. Tenemos que calentarte –se dirigió a la escalera de madera que llevaba a la habitación de invitados, jamás utilizada.
Pensó en sus opciones. Quizá debería llamar a la estación de emergencias de Saariselkä. Pero ella era joven, estaba lúcida, parecía bastante sana. Y la había localizado enseguida. Estaba consciente y su temperatura estaba en el límite. Si conseguía que subiera rápidamente de treinta y cinco, no necesitaría tratamiento hospitalario y, con suerte, no tendría secuelas. Los paramédicos tardarían más de una hora en llegar, aunque fueran en helicóptero, y la tormenta seguía activa.
Además, no estaba dispuesto a revelar la ubicación de su casa para ayudar a una desconocida a no ser que fuera absolutamente necesario… sin saber quién era, y qué hacía en sus tierras, perdida en una tormenta de nieve.
Dicho lo cual, pensó sombríamente mientras le quitaba la ropa mojada, y ella seguía temblando… prometía ser una noche muy larga.
Dónde estoy? ¿Quién es este tipo? ¿Por qué no me importa que me desnude?».
Otro violento escalofrío sacudió el cuerpo de Cara cuando su rescatador se arrodilló frente a ella y le quitó las botas de nieve. Tuvo que agarrarse a su hombro para no caer encima de él que, impasible, le quitaba con movimientos rápidos el empapado traje de nieve y los pantalones de esquí que llevaba debajo.
Bajo su mano sintió el hombro de ese hombre bajo la fina camiseta térmica que se amoldaba a su impresionante físico. Más sacudidas convirtieron su cuerpo en una castañuela humana.
«No me importa porque estoy agotada. Y prefiero estar aquí, dondequiera que sea, que ahí fuera».
Algo en el señor Gruñón generaba una sensación, no de seguridad exactamente, pero al menos de ausencia de peligro.
–¿Qu-quién es usted? –consiguió preguntar, tan agotada que se asombraba de seguir en pie.
–Ahorra tus energías –contestó él, sin responder–. Te harán falta.
Logan se incorporó y clavó su penetrante mirada azul en el rostro de ella, atrapándola como un rayo abductor. Tenía la mandíbula encajada bajo la áspera barba, que parecía haberse olvidado de afeitar desde hacía tiempo. El pelo castaño oscuro, caía hasta el cuello. Debía hacer años que no se cortaba el pelo en condiciones. Extraño que no pudiera permitírselo, viendo el aspecto lujoso de su casa, si era su casa…
Al igual que la sala de estar, el dormitorio, escasamente amueblado, tenía una enorme pared de cristal en un extremo, desde la que se veía el bosque cubierto de nieve y el cielo abierto, la oscuridad salpicada de estrellas e iluminada por el resplandor azul de la luna llena.
La casa era más que impresionante, un palacio minimalista de acero y cristal.
«Una fortaleza de soledad». Cara intentó concentrarse, aferrarse a la extraña sensación de déjà vu. ¿Por qué se sentía como si conociera ese lugar? ¿O hubiese oído sobre él?
Él seguía mirándola mientras le bajaba la cremallera del forro polar y le sacaba los brazos. La expresión ya no de sospecha, sino de irritación.
Volvió a arrodillarse frente a ella para quitarle los pantalones de chándal, y ella quiso apartarle el pelo de la cara para poder verlo mejor, porque, por enfadado que pareciera, la fascinaba. Los ojos claros y penetrantes, los afilados ángulos de su rostro, no se veían suavizados por su aspecto tosco y desaliñado. Aunque hasta entonces solo había deseado fotografiar la vida salvaje, le encantaría fotografiarlo, porque había algo en él que parecía indómito a pesar de la sofisticación de su hogar.
Cara resistió el impulso de tocarlo, porque los dedos seguían agarrotados y apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie, mucho menos para levantar el brazo. Además, tenía la sensación, de que a él no le agradaría.
Él continuó desnudándola en silencio, hasta que solo le quedaron las bragas, el sujetador, los gruesos calcetines de lana y las ajustadas mallas térmicas, que dejaban muy poco a la imaginación.
Cara usó todas sus fuerzas para cubrirse los pechos con un brazo, sintiéndose horriblemente expuesta. Y vulnerable. Pero su cuerpo estaba tan destrozado que le costaba sonrojarse, aunque, siendo irlandesa y pelirroja, sonrojarse era uno de sus superpoderes.
Pero peor que sentirse desnuda delante de él, era sentirse como una carga. Siempre había sido autosuficiente, desde que su padre se había marchado, y su madre pasaba las noches llorando hasta quedarse dormida cuando creía que Cara y sus hermanos no la oían.
«¿Por qué vuelves a pensar en el holgazán de tu padre?».
Por suerte, no tenía la energía necesaria para avergonzarse de su dependencia del señor Gruñón, que se inclinó para apartar el pesado edredón antes de levantarla y tumbarla en la enorme cama.
La arropó con el edredón hasta la barbilla mientras ella seguía temblando y sacudiéndose. No sentía los pies, pero los dedos de las manos, y la cara, ardían a medida que recuperaba el flujo sanguíneo.
Las sábanas olían a jabón y una mezcla de bergamota y pino.
–Voy a buscar una manta eléctrica y algo caliente para beber –anunció él con su acento ronco, una extraña mezcla de estadounidense y escandinavo–. Hay que subirte la temperatura. No te duermas o tendré que despertarte.
Ella asintió y lo vio salir de la habitación a grandes zancadas.
El temblor se había reducido a un escalofrío cuando él regresó. Cara había conseguido mantener los ojos abiertos, aunque el resto de su cuerpo se había fundido con el colchón.
Él se sentó en el borde de la cama y apartó el edredón para colocar la manta eléctrica sobre su piel. Rompió una bolsa de calor sobre su rodilla y se la colocó bajo el cuello. Ella se estremeció cuando la arropó con la manta y el edredón.
–D-duele –se quejó, parpadeando furiosamente para contener las ardientes lágrimas.
Prefería morir antes que llorar delante de ese tipo.
–Lo sé –contestó él, sin añadir ninguna palabra de consuelo o tranquilidad.
«Tu delicadeza con los enfermos es un asco, colega».
La antagónica idea la animó, al menos un poco, mientras él la incorporaba para sentarla, le rodeaba la espalda con el brazo y acercaba la taza caliente que había llevado también.
El olor del hombre quedó atrapado en los pulmones de Cara, que comprendió que el tentador aroma a bergamota y pino era suyo.
¿Por qué reconocer su olor resultaba estúpidamente íntimo y le hacía sentir aún más vulnerable?
–Bebe –le ordenó él mientras pegaba la taza a sus labios.
Ella tragó y escupió, con la lengua entumecida y los labios agrietados. El hombre ignoró sus gruñidos de protesta, y mantuvo la taza pegada a sus doloridos labios hasta que ella hubo consumido casi la mitad del té de menta dulce y caliente.
Por fin la dejó tumbarse y volvió a medirle la temperatura.
–Treinta y cinco –el ceño fruncido se atenuó, una fracción.
Era muy alto e intimidantemente musculoso. Fuera como fuera que se ganara la vida, no era nada sedentario.
«Mejor para rescatarte, Cara. Muéstrate agradecida».
–Parece que vivirás –añadió él con tal falta de entusiasmo, que ella habría contestado algo, aunque solo era capaz de expresar el profundo deseo de dormir durante varios milenios.
«Me tenía que rescatar el caballero más hosco de la historia».
–Te vigilaré durante la noche –añadió él–. Ahora duerme.
Cara cerró los ojos de inmediato. Mientras se dejaba vencer por el agotamiento, y su cuerpo había dejado de temblar lo suficiente como para hundirse en el colchón, solo podía pensar en lo curioso de que, a pesar de estar segura de que él no le gustaba, y de que ella desde luego no le gustaba a él, se alegraba de que se mantuviera cerca esa noche.
Cuando despertó a la mañana siguiente, Cara recordaba vagamente que su rescatador la había despertado durante la noche. Le había medido la temperatura y ajustado la manta eléctrica varias veces…
Se le saltaron las lágrimas mientras se volvía hacia el enorme ventanal.
«No te atrevas a ponerte sentimental, Cara Doyle. Solo hizo lo que haría cualquier persona decente dadas las circunstancias. No iba a dejarte morir congelada».
Aunque sabía que la emoción era solo alivio tras la dolorosa, y francamente aterradora, experiencia de quedarse atrapada en la tormenta de nieve, sin saber si sobreviviría, y esa extraña sensación de intimidad mientras él la atendía durante la noche, era difícil no sentirse en deuda. Y patéticamente agradecida.
Para ser un tipo que claramente no la quería en su casa, había sido notablemente diligente y, aunque brusco, también amable con ella.
Esa mañana, la nieve se arremolinaba y el hielo cubría el paisaje. El bosque cubierto de nieve al borde de la tundra quedaba oculto por lo que parecía otra tormenta que se avecinaba.
Cara se obligó a levantarse de la cama, contenta de descubrir que sus piernas aún funcionaban.
Apretó la nariz contra el cristal helado. La temperatura de la habitación era cálida y agradable. La fortaleza del señor Gruñón estaba mucho mejor aislada que la granja de su madre en Wexford, donde sus hermanos y ella se ponían los abrigos dentro de casa cuando la temperatura bajaba de cero.
«Ya estás otra vez pensando en casa».
No sentía nada por Irlanda desde que se había marchado para cumplir su sueño de ser fotógrafa de la vida salvaje.
«Las fotos».
El pánico se apoderó de ella. Se había dejado la cámara en las alforjas de su motonieve.
Agradecería al señor Gruñón su ayuda y volvería a su motonieve, aunque sospechaba que la tormenta no se lo iba a facilitar, ni su estado tampoco.
Vio una gran motonieve cruzar el lago helado. El conductor, enfundado en las seis o siete capas de ropa de invierno necesarias, resultó reconocible al instante…
El señor Gruñón, también conocido como el tipo que la había rescatado y cuidado durante toda la noche, pero cuyo nombre desconocía.
Un extraño escalofrío se apoderó de ella. Siguió el rastro de la motonieve, que se acercaba a la casa y desaparecía bajo ella, en lo que debía de ser el garaje.
A Cara se le hizo un nudo en la garganta, que bajó en picado hasta su vientre, al recordar la sensación de sus manos mientras él le quitaba la ropa mojada. La sensación del hombro, tenso bajo su mano, el brazo contra su espalda mientras la obligaba a beber el té caliente, y esos penetrantes ojos azul plateado clavados en su cara, estudiándola…
La sensación recorrió su piel, mucho más vívida que la noche anterior, cuando su cerebro estaba nublado y su cuerpo demasiado cansado para experimentar otra cosa que no fuera el intenso frío y los violentos escalofríos.
«Deja de pensar en él. Y piensa en cómo rescatar tu cámara».
Necesitaba un plan, lo antes posible, porque las fotos del lince eran el broche de oro que la ayudaría a vender su álbum de Laponia al sitio web de fotos que llevaba cortejando durante meses.
Necesitaba esos ingresos para pagar las tarjetas de crédito que había agotado en los últimos seis meses para instalarse en Laponia. Para dar el siguiente paso en su carrera profesional, tenía que dedicar más tiempo a observar y estudiar el comportamiento de la vida salvaje que quería documentar, y menos tiempo a trabajos como barista, camarera, limpiadora de hotel, con los que se ganaba la vida.
Lo que significaría rogarle al señor Gruñón que la llevara hasta su moto y, si no se podía arreglar, de vuelta a Saariselkä.
La buena noticia era que él parecía encantado de viajar con tormenta. La no tan buena era que, después de haber buscado en la habitación, su ropa parecía haber desaparecido.
Por su interacción con él hasta entonces, no creía que su anfitrión fuera a estar muy contento de que le pidiera otro enorme favor.