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Todos los días, por todos los medios de supuesta comunicación, tenemos un bombardeo incesante de noticias sobre Venezuela que nos presentan un panorama apocalíptico del país suramericano: "En Venezuela no hay comida, no hay pan, no hay luz, los hospitales no funcionan, se están muriendo de hambre, el país es un desastre…", "En Venezuela no hay democracia sino dictadura, se persigue a la oposición, cierran medios de comunicación, se tortura y reprime, los periodistas se exilian…". A la labor de los medios se une la versión de miles de venezolanos que viven fuera de su país y que contribuyen a una matriz de opinión que parece, cuando menos, exagerada. En estos tiempos paradójicos en los que mayor acumulación de noticias no significa estar más informado, Venezuela ejemplifica como ningún otro caso la muerte del periodismo. Un país que detenta las principales reservas de petróleo del mundo y que pasó a primera línea mediática sólo cuando decidió emprender una revolución. Un proceso de transformación social y política que ha sido deformado hasta la saciedad y usado como arma arrojadiza contra la izquierda mundial, la misma que calla para no ser salpicada por la experiencia política más demonizada de este siglo XXI. Este libro es un grito que rompe con rigor y valentía ese silencio, desmontando las mentiras, mitos y manipulaciones construidas en torno a la Revolución Bolivariana. Contar la verdad de Venezuela, un ejercicio imprescindible para hacer justicia al ejemplo del pueblo venezolano, pero también para entender qué implica en el actual momento histórico tratar de hacer una revolución.
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Akal / Pensamiento crítico / 81
Arantxa Tirado Sánchez
Venezuela
Más allá de mentiras y mitos
«Todos los días, por todos los medios de supuesta comunicación, tenemos un bombardeo incesante de noticias sobre Venezuela que nos presentan un panorama apocalíptico del país suramericano: «En Venezuela no hay comida, no hay pan, no hay luz, los hospitales no funcionan, se están muriendo de hambre, el país es un desastre…», «en Venezuela no hay democracia sino dictadura, se persigue a la oposición, cierran medios de comunicación, se tortura y reprime, los periodistas se exilian…». A la labor de los medios se une la versión de miles de venezolanos que viven fuera de su país y que contribuyen a una matriz de opinión que parece, cuando menos, exagerada. En estos tiempos paradójicos en los que mayor acumulación de noticias no significa estar más informado, Venezuela ejemplifica como ningún otro caso la muerte del periodismo; un país que detenta las principales reservas de petróleo del mundo y que pasó a primera línea mediática sólo cuando decidió emprender una revolución. Un proceso de transformación social y política que ha sido deformado hasta la saciedad y usado como arma arrojadiza contra la izquierda mundial, la misma que calla para no ser salpicada por la experiencia política más demonizada de este siglo XXI.
Este libro es un grito que rompe con rigor y valentía ese silencio, desmontando las mentiras, mitos y manipulaciones construidas en torno a la Revolución Bolivariana. Contar la verdad de Venezuela es un ejercicio imprescindible para hacer justicia al ejemplo del pueblo venezolano, pero también para entender qué implica en el actual momento histórico tratar de hacer una revolución.
Arantxa Tirado Sánchez es politóloga, doctora en Relaciones Internacionales por la Universidad Autónoma de Barcelona y doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha compatibilizado sus estudios con el trabajo como becaria en la administración pública (y en la empresa privada), bibliotecaria, analista política, técnica sindical, administrativa, camarera o vendedora de zapatos. En los últimos doce años ha residido en México, Venezuela y ha realizado estancias de investigación en Cuba. Coautora con Ricardo Romero Laullón, Nega, de La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada (Akal, 2016) y de un capítulo en la obra colectiva La clase trabajadora. ¿Sujeto de cambio en el siglo XXI? (2018), en la actualidad es profesora asociada en la Universidad Autónoma de Barcelona, investigadora del CELAG y colaboradora del programa radiofónico Julia en la Onda de Onda Cero.
Diseño de portada
RAG
Motivo de cubierta
Fotografía de Vicent Xanzá
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© Arantxa Tirado Sánchez, 2019
© Ediciones Akal, S. A., 2019
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4831-2
Al pueblo chavista de Venezuela,
por el ejemplo de lucha,
resistencia y dignidad
que está dando al mundo.
Gracias.
INTRODUCCIÓN
¿Por qué un libro sobre Venezuela?
«Si no defiendes algo, morirás por nada.»
Malcolm X
Escribir un libro sobre un país que está constantemente presente en los medios puede parecer un ejercicio innecesario para los lectores que se topan con él. ¿Por qué voy a necesitar un libro para saber más de un país del que tengo información continua, a todas horas, y por todos los canales de comunicación habidos y por haber? Sin embargo, en el caso de Venezuela, como en tantos otros, cantidad no es igual a calidad. Y avalancha de noticias no es equivalente tampoco a información. Más bien todo lo contrario…
La necesidad de encontrar una información distinta a la que los grandes medios nos presentan se hizo patente cuando realicé un viaje a Caracas en febrero de 2019 y decidí colgar en mi cuenta de Twitter unos breves vídeos que mostraban la cotidianidad de la ciudad. Con dosis de ironía y sarcasmo respondía a quienes, desde los programas de tertulias matinales, noticieros o prensa escrita, nos transmitían día sí y día también una imagen apocalíptica sobre la realidad venezolana. Los vídeos mostraban, sin necesidad de muchas palabras, cuánto nos habían estado mintiendo los medios sobre lo que pasaba allí. Aquel que tuviera ojos podía ver, más allá de los comentarios, estantes llenos de productos, panaderías surtidas de pan, mercados donde se vendía ropa, personas que iban a trabajar en metro, etc. Todo muy lejos de la Venezuela dantesca que los medios nos contaban. Los vídeos o, sería más correcto decir, mostrar la propia realidad, sin filtros, servían para desmontar las mentiras interesadas que se venían construyendo sobre la existencia de una «crisis humanitaria» en Venezuela. La viralidad con la que circularon, las cientos de miles de visualizaciones y las decenas de miles de comentarios que tuvieron, muchos de ellos cargados de un odio inusitado, mostraron que mucha gente estaba ávida por tener otra versión de los hechos, mientras que a mucha otra –generalmente a venezolanos residentes en el exterior– le ofendía profundamente que se le quitara el monopolio de explicación monocolor y uniforme de la realidad venezolana.
Siguiendo esa lógica de mostrar lo que nos ocultan, este libro surge para dar respuesta a aquellas personas cuya suspicacia las lleva a pensar que quizás, efectivamente, no les están contando todo lo que les deberían contar sobre la realidad venezolana. Personas interesadas en la realidad del país, pero insatisfechas con el enfoque que reciben en los medios masivos, hastiadas del sesgo hacia una de las versiones, frustradas por no poder contrastar con información verídica lo que pasa en el Estado que posee las principales reservas probadas de petróleo del mundo. Un mundo de capitalismo fósil que todavía se mueve gracias al petróleo, pequeño-gran detalle que ayuda a dimensionar aún más la importancia de Venezuela en él.
Paradójicamente, en una era en la que podemos acceder a la información que se produce en cualquier parte del mundo de manera instantánea, estamos menos informados que nunca de lo que acontece, incluso de aquello sobre lo que nos tratamos de informar. No es sólo que vivamos en tiempos de fake news –la manipulación mediática de toda la vida–, sino que los niveles de sofisticación de la manipulación han sido mejorados por quienes están dedicados a conformar nuestro pensamiento sobre el mundo. Y, sí, hay una voluntad por parte de sectores poderosos, en la sombra, sectores que no se presentan a elección alguna, por modelar nuestro pensamiento a favor de sus intereses. No es conspiranoia, se trata de entender cómo funciona el poder.
El poder ha funcionado de manera muy nítida sobre Venezuela. Cualquier observador atento podrá darse cuenta de la distancia abismal existente entre lo que se nos cuenta del país suramericano y la realidad que se vive allí. Eso si tiene posibilidad de conocer algo de la realidad de quienes allí habitan. Y no sólo de una parte de la realidad, que es la que nos han mostrado en exclusiva durante todos estos años. Una realidad donde las voces opositoras, provenientes de las «clases medias» y elites venezolanas, han podido dar su versión en todos los medios, volviéndola hegemónica, a la vez que silenciaban las voces de los sectores populares, mayoritariamente chavistas.
El mundo académico venezolano, proveniente de esa misma extracción de clase, también ha contribuido a fomentar la incomprensión del proceso fuera de las fronteras venezolanas. Si bien algunos de sus miembros hicieron grandes aportes al inicio de la Revolución Bolivariana, con los años se han ido escorando hacia posturas cada vez más críticas, mezclando sus prejuicios personales o su desencanto en sus análisis políticos. Con sus escritos acerca de la existencia de una «dictadura de las mayorías», su desprecio al pueblo chavista o su clasismo manifiesto, la academia venezolana hegemónica es incapaz de entender el momento histórico por el que pasan Venezuela, América Latina y el Caribe.
En el Estado español sucede lo mismo, a grandes rasgos. El enfoque académico sobre la Revolución Bolivariana ha adolecido de ecuanimidad, repitiendo los clichés que provenían del establishment estadounidense. Algo lógico, teniendo en cuenta los sesgos de una academia tecnocrática que teme impregnarse de ideología si abandona su supuesta neutralidad valorativa a favor de un proceso emancipador. La aproximación a su estudio se ha realizado desde premisas ideologizadas, sesgadas, carentes de todo rigor científico, a veces producto de un gran desconocimiento de la realidad in situ. Los epítetos «dictadura», «régimen autoritario», «populismo», así como otras calificaciones similares, basadas en prejuicios, más que en categorías analíticas con sustento empírico, pueden encontrarse profusamente en la literatura sobre Venezuela. Esa ausencia de enfoque científico es especialmente grave si se piensa en que la academia ejerce una función de categorización de las experiencias políticas. El problema con la Revolución Bolivariana es que, quizás, al ser los académicos contemporáneos parte del momento histórico que se está estudiando, son (somos) incapaces de tomar la necesaria distancia para poder evaluar los procesos políticos en marcha sin tanto apasionamiento. La pasión no tiene por qué ser mala. Lo malo es no ser honesto y vender como neutral un análisis que ni siquiera toma de manera objetiva los hechos en cuestión. En este libro nos aproximamos a los hechos, pero también a los datos, sin olvidar las causas detrás de los números o de la foto fija que se suele presentar, descontextualizada.
Por otra parte, es de destacar el silencio o la incomodidad de cierta izquierda internacional con lo que está sucediendo en esta Venezuela gobernada por Nicolás Maduro. Después de un momento de «enamoramiento» con la Revolución Bolivariana, coincidente con la presidencia de Hugo Chávez y la bonanza económica asociada a los altos precios del petróleo en el mercado mundial, vino el desencanto, a la par que crecían las dificultades internas y se cortaba el flujo de ingresos del Estado venezolano. No estamos afirmando que esa izquierda apoyara al proyecto bolivariano solamente porque pudiera beneficiarse indirecta o directamente –si vivía en Venezuela y trabajaba para alguna institución pública– de la renta petrolera. Pero sí que existió entre algunos internacionalistas, de manera consciente o inconsciente, la idea de que tras la muerte de Hugo Chávez, en marzo de 2013, la Revolución no iba a ser lo mismo. De hecho, desde antes de su fallecimiento empezaron a proliferar, tanto en los medios como en el ámbito académico, artículos que reflexionaban sobre la viabilidad de un «chavismo sin Chávez», apostando por un final abrupto del proceso revolucionario[1]. No aplicaron a Venezuela el voto que muchos hacen al casarse por la Iglesia «en las alegrías y en las tristezas». Cuando llegaron las tristezas, la escasez, y arreció la guerra económica, esa «Revolución bonita», como algunos la calificaron, dejó de mostrar su belleza. ¿Pero había cambiado su belleza, o en realidad eran otros ojos los que la miraban ahora?
Ante un proceso político que es altamente desconocido o criticado por amplios sectores sociales, incluyendo a esa izquierda que no se atreve a hablar públicamente de Venezuela, so pena de ser estigmatizada o apartada del selecto club de la «izquierda respetable» para el sistema, reivindicamos la publicación de este libro como un ejercicio de justicia hacia el pueblo venezolano. Un pueblo chavista, todavía mayoritario, que es silenciado en los medios, ignorado por la academia y denigrado por los venezolanos que no comparten su ideología política ni, muchas veces, tampoco su origen de clase. De hecho, el clasismo de las elites y las «clases medias» venezolanas es un elemento fundamental para entender su odio al chavismo. A sus simpatizantes en los barrios, de clara extracción popular, dedican términos como tierrúos, pata en el suelo, desdentados, malandros, ñángaras y demás apelativos que utilizan para denigrar a los pobres venezolanos, que son la base de apoyo social mayoritaria del proyecto bolivariano. Los sectores acomodados venezolanos, acostumbrados a dirigir el país desde tiempos de la Colonia, y a lucrarse con una estructura social de explotación brutal que llevaba aparejada una especie de apartheid social de facto, visible en la división territorial del espacio entre las «zonas bien» y los ranchitos presentes por toda la geografía urbana del país, viven en una burbuja. Una «clase media» privilegiada que, como es característico en términos generales en toda América Latina, es más blanca conforme se asciende en la jerarquía social respecto a los sectores populares de la base de la pirámide. Enfrente, los pobres, casi siempre negros, indígenas, mulatos, zambos o mestizos, hacinados en los cerros, sin transporte urbano, sin servicios mínimos, sin derecho siquiera a votar, mucho menos a viajar. Quizás sea bueno recordar que, hasta la llegada del chavismo, muchos de esos cerros no aparecían en los mapas y muchos de sus habitantes no tenían derecho a voto porque no estaban censados: por tanto, ni siquiera tenían la cualidad de ciudadanos. De ahí que el chavismo haya sido visto, a contracorriente de las interpretaciones académicas y mediáticas hegemónicas, como un proceso de ampliación de la democracia.
Son estas clases sociales privilegiadas desde los tiempos coloniales, o producto de una migración reciente de Europa, las que han monopolizado el relato sobre lo que sucedía en su país, bien fuera con el altavoz que tenían en los medios de comunicación mundiales, bien fuera porque han logrado difundir su versión de los hechos a través de la migración posterior a Estados Unidos de América (EEUU), a países europeos o a ciertos países latinoamericanos, en los que se han encargado de transmitir hasta la saciedad las supuestas calamidades que estarían viviendo en Venezuela. Paradójicamente, son estos sectores sociales los que menos problemas han padecido en la vida, ni antes del chavismo ni después con él. Algunos de ellos huyeron de la Venezuela de Chávez o Maduro antes de que les afectara la crisis, la hiperinflación o el desabastecimiento. La autodenominada «clase media» venezolana está constituida en realidad por personas ricas que, a pesar de vivir en contextos latinoamericanos, disfrutan de un nivel de ingresos, una calidad de vida y un confort muy superior al que puedan tener las clases trabajadoras europeas. La carestía, la austeridad o las limitaciones no existen para ellas, como puede comprobar cualquiera que se pasee por el Este de Caracas un día cualquiera. Su alto poder adquisitivo y su acceso a las divisas las han puesto siempre a salvo de los altísimos precios de los productos, su acaparamiento o los vaivenes del mercado. Lo que esta clase ha visto amenazado con el chavismo es su estilo de vida exclusivo a costa de la superexplotación de la mano de obra venezolana y, por supuesto, el monopolio del poder político que estaba acostumbrada a detentar.
Aunque se pudiera pensar que Venezuela no interesa en el Estado español, bien porque estamos saturados de información sobre ese país («España, capital Caracas» es ya una broma frecuente) o porque nos queda muy lejos geográficamente, lo cierto es que hay una paradójica necesidad de información. Es necesario contrarrestar el mal uso que se ha hecho de Venezuela como ariete con el que erosionar a líderes o partidos en la política interna española, aunque no exclusivamente aquí. La última crisis política venezolana, detonada por el intento de instauración de un gobierno paralelo de facto de la mano de Juan Guaidó –existente en las redes, pero no en el mundo real– y diversas actividades de sabotaje encaminadas a derrocar al gobierno legítimo de Nicolás Maduro, la instalación de un golpe de Estado perpetuo y prolongado, ha puesto sobre la mesa la necesidad de una mejor información sobre lo que está pasando realmente en el país. Tanto en la prensa como en las librerías es difícil encontrar esa información, al menos una información que se salga de las grandes líneas discursivas y mantras ya comentados sobre Venezuela.
A contrapelo del bombardeo mediático que nos repite sin cesar que en Venezuela hay una «dictadura» donde la voz del pueblo estaría oprimida, desde estas páginas nos proponemos demostrar que la realidad es diametralmente opuesta. La Revolución Bolivariana, el proceso venezolano, o como se le quiera denominar, es un proceso histórico en construcción, pleno de contradicciones, sin duda, pero estas precisamente hablan de lo vívido de los acontecimientos, de su horizonte abierto que va siendo definido día a día por los protagonistas que tienen el destino en sus manos: los venezolanos y venezolanas. Precisamente, la velocidad en la sucesión de los acontecimientos, como pasa en los procesos revolucionarios, en los que se condensan en meses una cantidad de hechos que en otras realidades se dan en años, provoca que el enfoque en la coyuntura reste posibilidades de tener una perspectiva más estructural, que permita entender el porqué de lo que está sucediendo. Cualquier análisis sobre la realidad inmediata de Venezuela puede caducar en cuestión de días, superado por nuevas noticias que cambian por completo lo que se pensaba que podía suceder. Es entonces cuando lo que hace falta es detenerse para pensar más allá de lo inmediato. Dimensionar el alcance del proceso venezolano, colocarlo en una línea histórica de luchas que no empiezan ni acaban con él, y que seguirán cuando nosotros no estemos en este mundo, hasta que el ser humano sea capaz de liberarse por completo de la opresión y la explotación.
Estas páginas no son un análisis improvisado ni apresurado sobre Venezuela. Tampoco una aproximación oportunista. Quien esto escribe lleva más de quince años vinculada y comprometida, en distintos modos, con la Revolución Bolivariana. Desde una militancia internacionalista, que ha respaldado la solidaridad con Venezuela a través de la Asamblea Bolivariana de Catalunya o la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (REDH), pasando por las diversas visitas al país e, incluso, por haber residido y trabajado en él durante un año bajo la Presidencia de Hugo Chávez. Este último hecho fue el que más enriqueció mi perspectiva, permitiéndome conocer de primera mano cómo se trata de construir un proceso revolucionario y las mil y una dificultades que se enfrentan, de carácter exógeno y endógeno. Sin duda, la pasión e interés por la Revolución Bolivariana han guiado buena parte de mi militancia y de mi producción académica, desde la curiosidad que me suscitó la victoria de Hugo Chávez en 1998, e incluso me llevaron a elegir para mi tesis doctoral en Relaciones Internacionales el análisis de la política exterior de Venezuela[2]. Es preciso decir que parte del trabajo condensado en ella ha servido para elaborar algunas secciones de determinados capítulos. Por tanto, no encontrará el lector que se tope con este texto la mirada de alguien que observa el país de manera superficial, sino la de una persona que, desde la humildad de quien analiza, pero no construye, tiene una perspectiva razonada y una opinión propia, desde hace años, sobre lo que acontece en Venezuela.
Por supuesto, este libro no es un libro neutral, ni lo pretende. Como dijo aquel, nadie es neutral en un tren en marcha. Es un libro que parte de un compromiso político y que toma partido por la verdad, la justicia y el derecho de los pueblos a elegir su propio destino, sin injerencias de terceros países o potencias. Un libro que defiende la soberanía de la patria bolivariana y su derecho a la existencia. Hoy es urgente denunciar que la democracia venezolana, una democracia que ha tratado de construirse de manera alternativa a la democracia liberal meramente procedimental, lleva años siendo asediada por aquellos que dicen ser los defensores de la democracia en el mundo, pero que la conculcan a cada paso que dan. Aquellos que no han tenido empacho en iniciar guerras, supuestamente para llevar la democracia a países que, oh casualidad, poseen grandes reservas de petróleo o son cruciales para el control geopolítico de una región. Ayer fueron Afganistán, Irak, Libia… Hoy son Siria, Venezuela, y la lista se seguirá engrosando si no ponemos freno a esta espiral de voracidad de las elites del mundo. Entender que la lucha iniciada por el pueblo de Venezuela es una lucha por poner frenos a esas elites es fundamental. Como en la España de 1936, Venezuela es en la actualidad la vanguardia contra el fascismo internacional que, con otra cara, tiene los mismos propósitos que siempre: impedir que los pueblos puedan liberarse, optando por modelos políticos, económicos y sociales distintos a los que dicta la hegemonía del capital.
En un momento de colapso civilizatorio producido, en gran parte, por el funcionamiento de un sistema de explotación y muerte, que está arrasando con la vida humana y con todas las especies animales y vegetales del planeta, es digno rescatar las experiencias que tratan de buscar salida a ese callejón, sin más opción aparente que la barbarie, a la que nos lleva el capitalismo. Venezuela es, sin duda, el intento de construcción política y social alternativa más original que ha producido América Latina y el Caribe en este siglo XXI y, nos atrevemos a decir, el mundo. Ojalá este libro sirva para comprender el porqué de esta afirmación, que no es mera retórica ni propaganda, sino la constatación de una realidad vibrante, a veces subterránea, a veces en los márgenes, a veces conectada con lo institucional, otras tantas enfrentada a su lógica… En definitiva, un proceso político vivo que va de abajo arriba y se alimenta dialécticamente de la interacción y la contradicción, dando como resultado un trastrocamiento de las relaciones políticas y sociales existentes en territorio venezolano, pero también con un impacto y una proyección que trasciende lo regional, para devenir mundial. Un proceso revolucionario, en suma, que sigue resistiendo y no ha podido ser asfixiado a pesar de lo mucho invertido por sus enemigos, en términos de tiempo y dinero. Invito al lector o lectora a que se acerque al texto sin prejuicios ni ideas previas, sólo así se dará cuenta de que quizás tenga más que aprender de Venezuela de lo que creía.
[1] Una respuesta a estas teorías la tratamos de dar en S. M. Romano y A. Tirado Sánchez, «Los logros y retos en Venezuela: más allá del “chavismo sin Chávez”», en Espacio Crítico. Revista colombiana de análisis y crítica social, n. 18, primer semestre, Bogotá DC, 2013, pp. 68-91 [http://www.espaciocritico.com/sites/all/files/revista/recrt18/n18_a06.pdf].
[2] Véase A. Tirado Sánchez, La política exterior de Venezuela bajo la Presidencia de Hugo Chávez: principios, intereses e impacto en el sistema internacional de post-guerra fría, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, 2016 [https://ddd.uab.cat/record/166066].
CAPÍTULO I
Cómo se llega a una revolución
«Venezuela es el único país donde los pobres celebran y los ricos protestan.»
William Ospina
La Revolución Bolivariana es un proceso político que, formalmente, se inicia en Venezuela con la victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998 y su toma de posesión el 2 de febrero de 1999. Hay quienes consideran que podría comenzar con el levantamiento cívico-militar del teniente coronel Hugo Chávez en 1992. Sin embargo, sus raíces populares pueden establecerse décadas atrás, incluso siglos, en las luchas del pueblo venezolano por su liberación. Desde los caribes que lucharon contra los españoles, los cimarrones que se escapaban de las plantaciones esclavistas, pasando por las gestas de la Independencia lideradas por Simón Bolívar, hasta los guerrilleros del siglo XX, Venezuela ha sido una tierra de guerreros y guerreras que han luchado por emanciparse de distintos poderes. Igual que no puede entenderse la Revolución Bolivariana sin las luchas previas del pueblo venezolano, como un continuo histórico que da sentido y pertenencia, tampoco puede soslayarse lo distintivo que este proceso aporta a la historia venezolana. Siguiendo esta lógica, la Revolución Bolivariana es un punto de inflexión claro en el devenir político y social del país, que inaugura una nueva etapa donde el protagonismo popular está en primer plano.
Se trata de una revolución en la que el poder se construye de abajo arriba, como no podía ser menos, aunque algunos observadores de la academia o de los medios afirmen que el flujo se produce en sentido contrario, casi de manera impuesta. Muchas de estas interpretaciones parten de la idea de que el pueblo venezolano es un sujeto pasivo, que sucumbe a los cantos de sirena del populismo bolivariano, y que no tiene ningún tipo de participación activa en el proceso, más allá de ser un convidado de piedra, utilizado por una malévola dirigencia que se aprovecha de los pobres para aferrarse al poder y enriquecerse con él. Otras lecturas consideran que la Revolución se ha hecho por decreto, avanzando legislativamente más de lo que la sociedad venezolana estaría dispuesta a caminar. Estas interpretaciones de la Revolución Bolivariana confunden sus prejuicios con la realidad. Repiten, desde el paternalismo condescendiente, una visión que victimiza al sujeto popular y le resta su capacidad y heroicidad, más en estos momentos de resistencia crítica. Omiten, además, que es el pueblo venezolano el que ha elegido a esa dirigencia –mucha de la cual proviene de ese pueblo, por cierto– y que a ese pueblo le corresponde, en todo caso, cambiarla o mandarla para su casa si pierde su confianza. Es importante recalcar que la Revolución Bolivariana sólo tiene continuidad porque la mayoría de los venezolanos sigue apostando por sostener ese proceso, aun en las condiciones más adversas. La idea de que en la Venezuela de hoy Nicolás Maduro está aislado, que tan sólo mantiene el poder por el respaldo de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), que la Revolución se sostiene por la represión, puede servir para llenar espacio en medios, con muchos pseudo- artículos periodísticos basados en la mentira o la rumorología, pero no permite entender qué está pasando realmente en Venezuela. Y lo que está pasando es un intento de construcción democrática alternativa, soberana, que está siendo bombardeada en su línea de flotación para demostrar que no puede existir ninguna alternativa viable al modelo económico, social y político del capitalismo neoliberal actual y la democracia liberal procedimental que lo acompaña.
Quizás yendo algo atrás en la historia podamos dimensionar, con una perspectiva más amplia, de dónde proceden esos intentos por parte de ese pueblo, para entender por qué es así ahora y por qué ha decidido construir un orden democrático a su manera, desoyendo los cánones, amenazas o críticas de quienes carecen de la amplitud de miras para atisbar más allá de lo que sus ojos ven de manera superficial.
VENEZUELA ANTES DE CHÁVEZ: CRISIS, LUCHA SOCIAL Y REPRESIÓN
El Estado venezolano que precedió al chavismo fue producto de un pacto de elites para salir de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el Pacto de Punto Fijo de 1958, que se dio en el periodo conocido como IV República. Este momento histórico se prolongó desde 1830 hasta 1999, cuando la victoria de Chávez le puso fin, iniciando la V República con la promulgación de la nueva Constitución. Venezuela pasó de ser la República de Venezuela a la República Bolivariana de Venezuela. Los cambios, como se verá, no fueron sólo nominales ni formales, sino que implicaron un auténtico cataclismo para la sociedad de clases venezolana.
Durante el siglo XX, la IV República fue un periodo de agudizada lucha de clases. A pesar del «chorro petrolero» y las redes clientelares que este generó, el sistema político venezolano no logró el consenso de las mayorías. La conciliación y el pactismo quedaron restringidos a las elites, mientras los sectores populares del país se empobrecían cada día más. La polarización generó un gran resentimiento social, porque, a pesar de que en Venezuela había millones de personas que ni siquiera tenían la condición de ciudadanos, las elites políticas hablaban de una Venezuela que pretendía ser un modelo de democracia y de justicia social, en un contexto regional dictatorial[1]. Pero lo cierto es que los venezolanos que vivían en los cerros habitaban en territorios que carecían de lo mínimo básico en términos de infraestructuras: sin agua corriente, sin transporte, sin luz eléctrica en ocasiones y hasta sin derecho a voto, pues sus pobladores no estaban censados[2]. Los cerros no existían en los mapas de la época. Sus calles laberínticas sólo eran conocidas por quienes allí habitaban y habitan. Todos estos barrios, plagados de millones de personas que migraron del campo a la ciudad, eran invisibles para esas elites, que trataron de ignorarlos y los mantuvieron en la marginación económica, política y social, en una especie de apartheid territorial, con el miedo siempre presente a que los barrios se desbordaran y bajaran a perturbar la placidez de su vida en el country club o en el Este caraqueño.
Pero no todo el mundo estaba conforme con esa desigualdad, ni se creía esa versión idílica de la realidad. La Venezuela de la segunda mitad del siglo XX tuvo un movimiento guerrillero relativamente importante, si bien minoritario, compuesto de diversas facciones, algunas de ellas, como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), provenientes de escisiones de uno de los partidos del régimen, Acción Democrática (AD). Es importante destacar la existencia de las guerrillas venezolanas, porque, aunque su apogeo fue en la década de los sesenta, y en la de los setenta estas guerrillas estaban bastante mermadas, su conocimiento influirá en la toma de conciencia del que luego fuera comandante Chávez. Como explicó en numerosas entrevistas a lo largo de su vida, su contacto con la guerrilla en sus primeros años como militar le dio para reflexionar sobre el papel contrainsurgente del Ejército venezolano. Su inconformismo y sensibilidad, sumados a la influencia familiar por la militancia de su hermano Adán, explicarán su politización y su posterior compromiso político. Chávez se planteó, incluso, dejar el Ejército y entrar a formar parte de la guerrilla. Sus choques en el Ejército fueron frecuentes, en sus propias palabras:
Discutía con los superiores, nunca me quedaba callado. Tuve un lío serio en un campo antiguerrillero, porque vi cómo torturaban a unos campesinos, supuestos guerrilleros, prisioneros de guerra. Les estaban pegando con un bate forrado en una cobija y daban unos gritos tremendos. Se notaba que eran pobres gentes, casi muertos de hambre, flaquitos. Me enfrenté al coronel: «No, yo no acepto esto aquí», y le quité el bate y lo lancé lejos. Luego el coronel hizo un informe en mi contra, acusándome de haber entorpecido el trabajo de Inteligencia[3].
De hecho, el movimiento bolivariano surgió dentro de los cuarteles militares venezolanos, entroncando con una tradición militar de asonadas y levantamientos, y coincidiendo con un momento histórico donde en América Latina había referentes militares progresistas en las figuras de Velasco Alvarado en Perú y de Omar Torrijos en Panamá, a los que Chávez llegó a conocer personalmente durante su etapa de formación como cadete, hecho que le marcó. Los militares venezolanos provenían, en su mayoría y a diferencia de otros Ejércitos del continente, de los sectores populares. Eran hijos de familias humildes, como la del presidente Chávez, que habían vivido la precariedad y que, por su desempeño profesional, tuvieron la posibilidad de conocer cómo vivían las elites de la IV República, lo que contribuyó a sensibilizarlos todavía más con las desigualdades y los abusos de poder. Esto y la posibilidad de acceder a una educación superior, negada a otros integrantes de su misma clase social, coadyuvaron a la toma de conciencia de una buena parte de los militares venezolanos. Esa educación se realizó en las universidades a través del Plan Andrés Bello, lo que propició el contacto de los militares con civiles durante su formación. Además, partidos como el Partido Comunista de Venezuela (PCV) desarrollaron una tarea de infiltración en el Ejército. La combinación explosiva de todos estos elementos dio lugar a la presencia de un sector nada desdeñable de militares altamente nacionalistas e, incluso, revolucionarios. Estas peculiaridades de las Fuerzas Armadas venezolanas no fueron entendidas en la izquierda latinoamericana, que emergía de dictaduras militares, ni en la izquierda global, bastante antimilitarista también. De ahí se explica en parte la poca comprensión del proceso venezolano en sus inicios e, incluso, en la actualidad.
La crisis económica que experimentó Venezuela en la década de los ochenta echó más leña al fuego al descontento social que acabó estallando a finales de la década. La caída de los precios del petróleo en 1981 provocó una merma considerable en los ingresos del Estado, con el consiguiente endeudamiento y una fuga de capitales masiva. La crisis de la deuda se resolvió el 18 de febrero de 1983 con la devaluación del bolívar, también conocida como «Viernes Negro», y la implementación de políticas neoliberales bajo los dictados del famoso Consenso de Washington. Estas supusieron un crecimiento de los ya de por sí elevados índices de pobreza y desigualdad. Si en 1978 la cifra de hogares que vivían en estado de pobreza crítica era del 37 por 100 y los que vivían bajo pobreza extrema eran el 2,6 por 100, diez años después las cifras habían ascendido al 56,4 por 100 y 18,5 por 100 respectivamente[4]. Y las cifras siguieron empeorando hasta principios de la década de los noventa. Otras fuentes afirman que de 1984 a 1991 la pobreza del país se había casi duplicado, del 36 por 100 al 68 por 100[5].
En este contexto económico se produjo el 27 de febrero de 1989 el conocido como Caracazo, un punto de inflexión fundamental en la política contemporánea venezolana. Ese día, tras el aumento del precio del combustible anunciado por el entonces presidente Carlos Andrés Pérez para cumplir con las políticas de choque firmadas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), los transportistas decidieron subir sus tarifas también. Esa fue la chispa que prendió la pradera, la gota que colmó el vaso o el ejemplo del cambio de la cantidad a la calidad. Hartos de muchas privaciones y carestías, sectores del pueblo venezolano salieron a las calles de manera espontánea a protestar y saquear establecimientos para llevarse productos de primera necesidad. Aunque la revuelta se inició en Caracas –de ahí su nombre–, se extendió a varias ciudades del país: Maracay, Valencia, Ciudad Guayana y Mérida[6]. La respuesta del Gobierno para frenar las protestas fue activar el Plan Ávila y «dar plomo» a los manifestantes. La represión militar duró cinco días, fue de tal magnitud y se realizó con tanta saña que el propio vocero gubernamental no pudo contener las lágrimas en su alocución pública. Miles de víctimas mortales y heridos cayeron esos días en las calles venezolanas. No se sabe a ciencia cierta cuántas personas fueron asesinadas por las fuerzas del orden, pero los cálculos estimados van desde la conservadora cifra de 400 hasta los varios miles de muertos[7].
Sin el Caracazo no puede entenderse el alzamiento cívico-militar de febrero de 1992, que protagonizó Hugo Chávez, y otros posteriores. La participación en la represión provocó en algunos sectores de la oficialidad intermedia un sentimiento de culpa y resentimiento contra la dirigencia política[8]. El descontento social se había expresado de manera espontánea, sin dirección política ni partidista alguna. Ante una izquierda aparentemente inerme, Chávez y otros militares, que llevaban diez años organizando el MBR-200 de manera clandestina dentro de las Fuerzas Armadas, vieron la necesidad de pasar a la acción y cambiar el rumbo del país derrocando a Carlos Andrés Pérez. Consideraban que desplazando a la clase política corrupta que él representaba se podría «regenerar la nación». Trazaron un plan y lo llamaron Operación Zamora, en honor al líder campesino. Pero esta operación no fue exitosa. Hugo Chávez, junto con el resto de militares, fueron detenidos y enviados a prisión. Su mensaje de rendición no fue tal: «Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la Ciudad Capital…». Ese «por ahora» fue interpretado por el pueblo venezolano como una promesa de regreso de alguien que, por primera vez en la historia del país, asumía la responsabilidad de unos hechos. Una actitud ética que contrastaba con la degeneración moral de la dirigencia cuartorrepublicana.
El Caracazo es considerado la primera rebelión popular en contra del neoliberalismo en América Latina y el Caribe, que se adelantó cinco años al levantamiento zapatista de 1994. Pero el Caracazo no sólo fue un levantamiento en contra del neoliberalismo, también lo fue en contra de una clase dirigente corrupta e incompetente, y contra un sistema que había demostrado su agotamiento e incapacidad para ofrecer un mínimo de bienestar a todo el pueblo venezolano. El creciente descrédito al que había llegado la democracia venezolana se demostraba en los porcentajes de voto y abstención. Esta, que nunca había llegado al 10 por 100 entre 1958 y 1978, ascendió al 12 por 100 en 1983, año del «Viernes Negro», pero en 1988 era del 18 por 100 y en 1992 llegó al 40 por 100[9]. Cifras más sorprendentes son las de 1989, año del Caracazo y en el que se produjeron las primeras elecciones a gobernadores y alcaldes con una abstención del 60 por 100, que en Caracas y su área metropolitana llegó al 70 por 100[10]. También se observaba en la conflictividad social generada por el rechazo a las políticas neoliberales, que tuvo un marcado componente de clase[11]. De enero de 1991 a mayo de 1992 hubo en Venezuela 1.915 manifestaciones antigubernamentales de protesta protagonizadas por estudiantes, trabajadores, amas de casa, movimientos vecinales, etc.[12]. Esto es, un promedio de más de 100 marchas por mes. En 1992, año del levantamiento militar, el pueblo venezolano gastaba el 70 por 100 de sus ingresos en comida, mientras un 30 por 100 de los venezolanos sufría de desnutrición. El rechazo al segundo Gobierno de Carlos Andrés Pérez alcanzaba el 87 por 100[13].
Por todo lo anterior, el levantamiento del 4 de febrero recibió el respaldo de grandes sectores de la sociedad venezolana. No sólo del 72 por 100 de los pobres que conformaban la sociedad venezolana de entonces, sino también de sectores de las capas medias del país, hastiados con la corrupción campante. De hecho, algunos líderes del puntofijismo, como el copeyano Rafael Caldera, tuvieron palabras de comprensión para el alzamiento militar[14], mientras otros líderes de opinión venezolanos también analizaban la situación como reflejo del descontento que se vivía en el país[15]. Muestra de lo generalizado del descontento es que el 27 de noviembre, con los rebeldes en la cárcel, se produjo otro levantamiento militar en contra de Carlos Andrés Pérez, que también fracasó.
La Venezuela que se había vanagloriado de ser una de las democracias más consolidadas de América Latina y el Caribe vio cómo ese espejismo se desmoronaba. Los problemas, sin duda, no tenían origen solamente en el modelo económico neoliberal, sino también en el sistema político emanado de Punto Fijo. Presionado por el nuevo ambiente político, el presidente Caldera permitió la liberación en 1994 de los presos por el alzamiento militar de 1992 a través del sobreseimiento de su causa[16]. Hugo Chávez salió de la cárcel e inició una nueva era de la política venezolana que, hasta 1998, se mantendría latente, pero que, a partir del triunfo en las urnas del movimiento bolivariano, desplegará toda su fuerza de transformación.
LLEGÓ HUGO CHÁVEZ Y MANDÓ A PARAR…
Se podría afirmar que el Hugo Chávez que gana la Presidencia en 1998 no es el mismo Hugo Chávez que veremos en los años siguientes. No es sólo una cuestión de evolución personal, consustancial a todo ser humano, sino también política. Se ha especulado mucho sobre si Chávez era socialista ya desde su juventud, si comulgaba con el castrismo pese a lo que decía en algunas entrevistas como candidato o si todo lo que llevó a cabo durante sus quince años de presidencia lo tenía planeado o fue improvisándose en función de la evolución del proceso. Seguramente fue una combinación de múltiples factores, aunque en el discurso que dio en la Universidad de La Habana en 1994, invitado por Fidel Castro después de salir de la cárcel, tenemos algunas claves[17]. Es evidente que el proyecto de Chávez era bolivariano, por tanto, nacionalista, y pasaba por la defensa férrea de la soberanía venezolana, lo que en un contexto latinoamericano, de sojuzgamiento secular por parte de distintos imperialismos, tiene tintes revolucionarios. Quizás al principio creyó que iba a poder defender ese proyecto en el marco del Estado heredado y la democracia liberal, pero, más pronto que tarde, se dio cuenta de que no iba a ser posible, no se lo iban a permitir. Por eso el proceso venezolano fue radicalizándose hacia posicionamientos más rupturistas con el statu quo. A partir del año 2004 se produce un giro discursivo en la Revolución Bolivariana y se empieza a hablar de la construcción del socialismo. Pero no fue hasta un año más tarde, siete años después de su inicio, que el presidente Chávez declaró que Venezuela se encaminaba hacia el socialismo del siglo XXI. Lo hizo el 31 de enero de 2005 en el cierre del V Foro Social Mundial de Porto Alegre, lo que dio a sus palabras un eco regional e internacional.
La Revolución Bolivariana irrumpió diez años después del fin de la Guerra Fría, cuando algunos autores defendían que las ideologías ya no tenían sentido, pues «el mundo libre» había ganado la contienda Este-Oeste. Sin embargo, el presidente Chávez rescató la idea del socialismo, no sólo como una reivindicación retórica de un movimiento periclitado, sino, sobre todo, como un sistema político y económico digno de ser llevado a la práctica y que debía guiar los lineamientos tanto de la política interna como de la política exterior. El socialismo venezolano no pretendía ser, parafraseando a José Carlos Mariátegui, un calco o copia de las experiencias anteriores, sino una propuesta original inspirada en lo mejor de las ideas de los grandes clásicos del marxismo mezcladas con la idiosincrasia propia aportada por la raíz del pensamiento criollo venezolano y nuestroamericano, así como las aportaciones de autores contemporáneos. En este sentido, la Venezuela bolivariana llegó para reactualizar los debates sobre la construcción del socialismo. Este será uno de los elementos que harán que Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana se conviertan en referentes de buena parte de la izquierda internacional. Chávez retomó una bandera de lucha que los años de neoliberalismo habían tratado de desprestigiar, insuflando aires a una izquierda que todavía no se recuperaba del impacto que había tenido el colapso de la URSS.
Hugo Chávez, con su habilidad innata, cortejó a toda la izquierda internacional estudiando y citando a sus referentes. Su pensamiento, si bien profundamente venezolano, basado en el «árbol de las tres raíces», la tríada de pensadores y luchadores venezolanos conformada por Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Ezequiel Zamora, se nutrió de cualesquiera aportaciones de otros pensadores y revolucionarios mundiales, siempre que fueran en consonancia con el proyecto emancipador que se estaba desarrollando en el país. Chávez era un lector voraz, que apenas dormía por pasar horas leyendo. Su biblioteca estaba plagada de cientos de libros subrayados, con anotaciones, fruto de muchas horas de estudio. Al contrario de la imagen distorsionada que mostraban de él medios y políticos opositores, era un hombre sumamente inteligente, poseedor de una vasta cultura (no sólo popular) y gran profundidad intelectual. Por eso, muchas de sus propuestas políticas no fueron improvisadas, sino resultado de horas de meditación sobre cómo llevar a Venezuela por una senda distinta a la del capitalismo neoliberal que marcaba el imperialismo estadounidense y europeo.
EL BARRIO GRITA: «¡DÉJENLO GOBERNAR!»
Como ya nos ha demostrado la experiencia histórica (recordemos el caso de Chile durante la presidencia de Salvador Allende, con el que el proceso venezolano tiene muchos paralelismos, para bien y para mal), llegar al gobierno no es sinónimo de llegar al poder. Por lo cual, aunque nos refiramos al Estado venezolano como Estado revolucionario, en la realidad no es un Estado homogéneo, netamente revolucionario, pues en su seno coexisten sectores revolucionarios con otros sectores, organizados o no, que son contrarios al proceso de cambio y que luchan desde adentro para socavarlo. El Estado nunca puede estar por encima del conflicto social. En todo caso, el Estado expresa la relación social de dominación o de intento de emancipación, con todas sus contradicciones. Antonio de Cabo describe perfectamente la realidad que se encontró el chavismo al llegar a las instituciones en Venezuela:
Conforme fue quedando claro que los líderes políticos –especialmente el presidente de la República– estaban firmemente comprometidos en un proceso de transformación social en el ámbito de los nuevos poderes creados por la Constitución, se produjo lo que no podemos sino calificar de actitud generalizada de deslealtad constitucional por una parte importante de los mandos altos y medios (y, en ocasiones, hasta de los funcionarios y trabajadores de base) de la práctica totalidad de las instituciones. En especial, en ciertos municipios y estados, en algunas salas de los tribunales –incluído (sic) el Supremo–, en la Asamblea Nacional y en los propios ministerios. Se creó así la paradójica situación de que el Gobierno no podía implementar sus propias políticas porque éstas eran boicoteadas por sus propios funcionarios. Naturalmente, la explicación sociológica de este hecho era sencilla. Dado que no se produjeron cambios masivos en la integración de estas instituciones, sus empleados correspondían a los grupos de poder que habían disfrutado de los privilegios del anterior sistema corrupto de la IV República y que temían perderlos si el proceso bolivariano seguía adelante. La extensión de este boicot ha sido variable en tiempo e intensidad, pero ha significado en no pocas ocasiones el bloqueo total de algunas iniciativas del Ejecutivo[18].
Por otra parte, el poder atrae y también en las revoluciones, por muy denostadas que estén, se cuelan arribistas sedientos de cargos, prebendas y todo lo que conlleva ser parte del poder gobernante. Esto no es algo característico de la Revolución Bolivariana, sino que es un elemento seguramente consustancial a la actividad política.
Hay que tomar en cuenta ambos elementos, además del asedio constante en el que se ha desarrollado la Revolución Bolivariana, para entender que cualquier gobierno que llegue a tratar de hacer cosas distintas, que rompa inercias o toque intereses poderosos, se verá limitado en su accionar por la oposición acérrima de múltiples actores, además de las dificultades inherentes de transformar la realidad con personas que no son ángeles inmaculados. Lo anterior implica que los márgenes para poder transformar la realidad se estrechan, máxime en un sistema global donde el capital financiero tiene capacidad para hundir países en cuestión de minutos a golpe de clic y las lealtades políticas pueden comprarse y venderse. Algo que Alexis Tsipras comprobó pronto al llegar al Gobierno de Grecia, y que optó por no confrontar. Que no se interpreten estas líneas como un eximente de las responsabilidades que todo liderazgo, sobre todo si es revolucionario, tiene frente a las esperanzas depositadas por su pueblo. Pero que sirvan para dimensionar las posibilidades reales y tangibles de avanzar en cambios revolucionarios desde un país periférico, vecino de EEUU, dependiente económico de su condición monoproductora, heredero de estructuras coloniales y con una gran polarización social en su interior. Hacer revoluciones dando lecciones por internet es fácil, remangarse y construir desde el territorio, desde las instituciones y el Estado, donde se encuentran todas las contradicciones del mundo y los seres humanos se ven las caras y deben ponerse de acuerdo, es otra cosa muy diferente. Venezuela ha demostrado que es posible que se den circunstancias históricas que lo permitan, pero también ha puesto en evidencia las dificultades para llevarlo adelante. La capacidad de resistencia en estos momentos del pueblo venezolano demuestra que la Revolución iba más allá de la figura de una persona, por muy grande que esta fuera y por mucho que no pudiera entenderse la Revolución Bolivariana sin él.
LA LLEGADA A LA PRESIDENCIA DE NICOLÁS MADURO
Una de las estrategias discursivas de la oposición venezolana tras la muerte de Hugo Chávez fue no confrontar su legado directamente, pues vieron, en las masivas muestras de duelo que se dieron en el país después del 5 de marzo de 2013, que el apoyo a la figura de Chávez y a su proyecto político era mucho mayor de lo que se negaban a admitir. De este modo, se empezó a percibir un viraje discursivo, tanto en los líderes políticos opositores como en ciertos analistas en medios, que se enfocaba a marcar un antes y un después en las filas del chavismo. El que antes había sido demonizado por todos ellos, tratado como inculto, inepto, dictador, «gorila» y cualquier apelativo que podamos imaginar, pasaba ahora a ser más o menos respetado. Pero no para honrar su memoria, su figura o su legado, sino para utilizarlo como arma arrojadiza contra el chavismo que continuaba en el poder, representado por Nicolás Maduro. Además de esta estrategia, poco creíble por parte de quienes meses antes abominaban de todo lo que oliera a Chávez, otra estratagema fue la de poner el acento en las distintas familias que habría en el chavismo y desatar rumores sobre la supuesta incompatibilidad de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, para tratar de dividir al chavismo, forzando algún tipo de desavenencia pública que lo mostrara débil, un flanco por el que introducir la discordia y provocar su caída. La dirigencia chavista fue más inteligente y no cayó en estas provocaciones que hubieran supuesto un suicidio político del proyecto, además de una traición a los intentos de aglutinar las distintas corrientes por parte del presidente Chávez.
Para tratar de evitar cualquier eventual disputa sobre el liderazgo de la Revolución en su ausencia, el presidente Chávez decidió zanjar el tema expresando su voluntad de que Nicolás Maduro fuera su sucesor, en la que fue su última alocución pública, el 8 de diciembre de 2012:
Si algo ocurriera, repito, que me inhabilitara de alguna manera, Nicolás Maduro no sólo en esa situación debe concluir, como manda la Constitución, el periodo; sino que mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable, absoluta, total, es que –en ese escenario que obligaría a convocar como manda la Constitución de nuevo a elecciones presidenciales– ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela[19].
El excanciller fue ungido por el presidente como su sucesor y, en ese momento, recibió todo el peso de la Revolución en sus espaldas. Sus cualidades personales y políticas, así como quizás el hecho de no estar alineado con ninguno de los grupos de poder que coexistían bajo Chávez, propiciaron que Nicolás Maduro fuera el elegido. Siguiendo lo establecido por la Constitución, Nicolás Maduro asumió temporalmente la Presidencia tras la muerte del presidente Chávez el 5 de marzo de 2013. Un mes y nueve días después, se convocaron elecciones y ganó con el 50,61 por 100 de los votos frente a Henrique Capriles Radonski, quien hizo una campaña tratando de mimetizarse simbólicamente con el chavismo y obtuvo el 49,12 por 100 de los sufragios. El diferencial de apenas 220.000 votos se utilizó como un nuevo argumento para deslegitimar los resultados y la propia presidencia de Maduro.
Desde el minuto uno, aparecieron las voces que trataron de establecer un punto y aparte entre la presidencia de Hugo Chávez y la de Nicolás Maduro, como manera de insinuar un rumbo distinto del proceso venezolano, sólo por el hecho de que no era Hugo Chávez quien iba a gobernar. El «chavismo sin Chávez» se traducía para sus críticos, casi sin disimulo, en un «sin Chávez y sin chavismo». Estas voces fueron creciendo y se han amplificado en los últimos meses, al calor del deterioro de la situación económica venezolana. Se han sumado al coro incluso personas que tuvieron cargos de responsabilidad en los distintos gobiernos de Hugo Chávez o, incluso, de Nicolás Maduro, pero que ahora pretenden presentarse como una especie de «chavismo crítico» que quiere ubicarse en una posición equidistante entre la dirigencia bolivariana actual y la dirigencia opositora.
Pero es realmente curioso escuchar los mismos insultos y calificaciones sobre el presidente Maduro que se hacían sobre el presidente Chávez. Algunos, que insultaron y ridiculizaron a Chávez en su momento, alegan ahora que Chávez fue un hombre capaz, a diferencia de Maduro. Pero esto es sólo una estrategia de división del chavismo, porque esas mismas personas, cuando estaba Chávez vivo, no tenían ninguna palabra positiva para el entonces presidente. Maduro ha sido descalificado por ser conductor del metro de Caracas, por proceder de barrio y, supuestamente, ser poco inteligente. Maburro es uno de los apelativos preferidos de la oposición. También se le acusa de no ser venezolano, sino de haber nacido en Colombia, dato no menor, pues le inhabilitaría constitucionalmente para ser presidente de la República.
Quienes critican desde la izquierda las contradicciones y rezagos que presenta la Revolución Bolivariana a la hora de avanzar hacia el socialismo bajo la presidencia de Nicolás Maduro olvidan que muchos de estos problemas estaban presentes también bajo la presidencia de Hugo Chávez. De hecho, las rectificaciones y la autocrítica del proceso fueron una constante en el accionar político y en los discursos del presidente Chávez, consciente de que se hacían cosas mal o se podían hacer mejor. Algo diametralmente opuesto a la imagen que se presentaba en el exterior sobre la manera de gobernar del chavismo. A veces Chávez mostraba su frustración ante las cámaras, en medio de retransmisiones del Consejo de Ministros por cadena nacional, en discursos o en su programa Aló Presidente. No es casual que uno de los últimos discursos públicos de Chávez, coincidente con el I Consejo de Ministros días después de haber sido elegido en las elecciones de octubre de 2012, se titulara Golpe de timón. En este discurso, que podría considerarse como su legado o testamento político, Chávez hizo un gran ejercicio de autocrítica: «Debemos ser más eficientes en el tránsito, en la construcción del nuevo modelo político, económico, social, cultural, la revolución»[20]. La falta de eficiencia estuvo en el centro de la autocrítica. Además, cuestionó la práctica de poner el adjetivo «socialista» a cualquier lugar, como si eso fuera suficiente para decretar el socialismo. Y expresó que los medios públicos debían dar cabida a la crítica y la autocrítica, una asignatura pendiente ciertamente en los medios chavistas, que, salvo honrosas excepciones, han ejercido una labor propagandística gubernamental para compensar el silencio y ataque mediático desde los medios privados opositores.