Viaje sentimental por Francia e Italia - Laurence Sterne - E-Book

Viaje sentimental por Francia e Italia E-Book

Laurence Sterne

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En Humano, demasiado humano, Nietzsche sostiene que Laurence Sterne fue "el espíritu más libre de todos los tiempos, en comparación con el cual todos los demás parecen rígidos, cuadrados, intolerantes y groseramente directos". Viaje sentimental por Francia e Italia, publicado poco antes de la muerte del autor en 1768, narra con mordacidad y algo de erotismo las aventuras del reverendo Yorick, quien "no puede pasar una hora sin enamorarse perdidamente de alguna mujer". Además de un clásico, este libro es un modelo que tantos otros grandes autores han seguido, desde Enrique Vila-Matas hasta W.G. Sebald, desde Claudio Magris hasta Joan Didion. Un autor se pone en marcha y relata en primera persona sus peripecias, anécdotas y paisajes, sensaciones y encuentros. Y mientras todo parece cierto y nosotros nos movemos con él, olvidamos los trucos, la selección, el tono adecuado de la confidencia. Quizá ya no importe. Finalmente leer un gran libro es lanzarse a la aventura, emprender un viaje. Por eso, no puede haber un mejor médium para dar con el espíritu irónico y tierno, inteligente y audaz de Sterne que el cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky, quien también ha escrito su obra –y ha llevado su vida– como un viaje sentimental. Su prólogo exacto y cervantino no solo es el mejor acceso a la novela: es casi parte de ella.

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No se leen los clásicos por deber o respeto, sino por amor. Italo Calvino

En Humano, demasiado humano, Nietzsche sostiene que Laurence Sterne fue “el espíritu más libre de todos los tiempos, en comparación con el cual todos los demás parecen rígidos, cuadrados, intolerantes y groseramente directos”. Viaje sentimental por Francia e Italia, publicado poco antes de la muerte del autor en 1768, narra con mordacidad y algo de erotismo las aventuras del reverendo Yorick, quien “no puede pasar una hora sin enamorarse perdidamente de alguna mujer”. Además de un clásico, este libro es un modelo que tantos otros grandes autores han seguido, desde Enrique Vila-Matas hasta W.G. Sebald, desde Claudio Magris hasta Joan Didion. Un autor se pone en marcha y relata en primera persona sus peripecias, anécdotas y paisajes, sensaciones y encuentros. Y mientras todo parece cierto y nosotros nos movemos con él, olvidamos los trucos, la selección, el tono adecuado de la confidencia. Quizá ya no importe. Finalmente leer un gran libro es lanzarse a la aventura, emprender un viaje. Por eso, no puede haber un mejor médium para dar con el espíritu irónico y tierno, inteligente y audaz de Sterne que el cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky, quien también ha escrito su obra –y ha llevado su vida– como un viaje sentimental. Su prólogo exacto y cervantino no solo es el mejor acceso a la novela: es casi parte de ella.

Colección Por qué leer a los clásicos

Director: Edgardo Scott

Sterne, Laurence

Viaje sentimental por Francia e Italia / Laurence Sterne

Prólogo de Edgardo Cozarinsky

1a edición - San Martín: UNSAM EDITA, 2024.

Libro digital, EPUB. - (Por qué leer a los clásicos / Edgardo Scott)

ISBN 978-987-8938-89-9

1. Literatura. 2. Literatura Irlandesa. 3. Crónica de Viajes. I. Scott, Edgardo, dir. II. Cozarinsky, Edgardo, prolog. III. Reyes, Alfonso, trad. IV. Título.

CDD Ir823

UNSAM EDITA agradece a Fondo de Cultura Económica la cesión de los derechos de traducción para la presente edición:

Traducción de Alfonso Reyes

D.R. ©1919/1987, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco 227, 14110 Ciudad de México

© 2024 Edgardo Cozarinsky

© 2024 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín

UNSAM EDITA

Edificio de Containers, Torre B, PB, Campus Miguelete

25 de Mayo y Francia, San Martín (B1650HMQ), prov. de Buenos Aires

[email protected]

www.unsamedita.unsam.edu.ar

Diseño de tapa e interior María Laura Alori

Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723. Editado en Argentina. Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.

Laurence Sterne

Viaje sentimental por Francia e Italia

Prólogo Edgardo Cozarinsky

POR QUÉ LEER A LOS CLÁSICOS

Índice

Prólogo. La escritura intemporal

Datos y leyenda

La obra impar

La larga huella

El traductor ilustre

Nota del editor

Viaje sentimental por Francia e Italia

Calais

El monje

Calais

El monje

Calais

El monje

Calais

La Désobligeante

Calais

Prefacio

En la désobligeante

Calais

En la calle

Calais

La puerta cochera

Calais

La puerta cochera

Calais

La tabaquera

Calais

La puerta cochera

Calais

En la calle

Calais

La cochera

Calais

Dentro del coche

Calais

La cochera

Calais

En la calle

Calais

Montreuil

Montreuil

Montreuil

Fragmento

Montreuil

La jaca

Nampont

El asno muerto

Nampont

El postillón

Amiens

La carta

Amiens

La carta

París

La peluca

París

El pulso

París

El marido

París

Los guantes

París

La traducción

París

El enano

París

La rosa

París

La doncella

París

El pasaporte

París

El pasaporte

El Hotel de París

El cautivo

París

El estornino

Camino de Versalles

El memorial

Versalles

El pastelero

Versalles

La espada

Rennes

El pasaporte

Versalles

El pasaporte

Versalles

El pasaporte

Versalles

El pasaporte

Versalles

El carácter

Versalles

La tentación

París

La conquista

El misterio

París

Caso de conciencia

París

El enigma

París

Le dimanche

París

El fragmento

París

El fragmento

París

El fragmento y el ramillete

París

El acto de caridad

París

El enigma explicado

París

París

María

Moulins

María

María

Moulins

El bourbonnais

La cena

La acción de gracias

Un caso delicado

Nota sobre los autores

Laurence Sterne

Edgardo Cozarinsky

Nota sobre la colección

PrólogoLa escritura intemporal

por Edgardo Cozarinsky

Datos y leyenda

Laurence Sterne (1713-1768), nacido en Irlanda de familia inglesa, practicó una espontánea heterodoxia tanto en la literatura como dentro de la religión. Diácono, luego sacerdote de la Iglesia anglicana en una tendencia moderada que ignoraba doctrinas y prácticas litúrgicas como formas estrechas de la fe, mereció que su sátira eclesiástica A Political Romance fuese quemada. Su novela humorística Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, publicada en edición del autor, fue un éxito inmediato en Londres a medida que sus nueve volúmenes aparecieron sucesivamente. La traducción francesa lo hizo famoso. Un episodio de la novela permitió que lo enrolaran en la campaña por la abolición de la esclavitud, de la que participó con entusiasmo. Su segunda novela, Viaje sentimental por Francia e Italia, apareció semanas antes de su muerte, esperada durante años por una tuberculosis temprana. La leyenda quiere que su cadáver fuera uno de tantos robados por estudiantes de anatomía (tema de un cuento de Robert L. Stevenson), más tarde recuperado por un amigo que lo volvió a enterrar anónimo en el jardín de una iglesia; al ampliarse ese jardín en 1969, entre los restos exhumados se reconoció su cráneo, por coincidencia con un busto esculpido en vida.

La obra impar

Rabelais era el autor preferido de Sterne, antes que Jonathan Swift, con quien en su momento se lo comparó. (William Yeats lo excluyó olímpicamente de la literatura irlandesa por la ausencia de todo carácter “celta”). En su Tristram Shandy, Sterne incorpora párrafos de Rabelais, de La anatomía de la melancolía de Robert Burton, del ensayo de Francis Bacon sobre la muerte y de muchos otros autores. Construye así un entramado textual satírico que permite al narrador burlarse de la solemnidad de los autores más respetados por sus contemporáneos; y si acata el empirismo de Locke es porque su teoría de la asociación de ideas suscitadas por los cinco sentidos le permite entregarse a su propio capricho. En una obra donde la erudición es motor de ficción, el único autor objeto de veneración declarada es Cervantes.

(La extraordinaria fortuna del Quijote en Inglaterra ha sido objeto de estudio. En 1729, a los 22 años, Henry Fielding escribió la obra de teatro Don Quijote en Inglaterra. Su primera novela de éxito, Joseph Andrews, publicada en 1742, anuncia en su subtítulo “Escrita a la manera de Cervantes”. El suyo no es el único caso. Más abundantes en el siglo XVIII, las novelas que reconocen una filiación, pastiche o metáfora con la de Cervantes llegan hasta Monsignor Quixote de Graham Greene, de 1982).

“Ya he dicho al lector que una de las singulares bendiciones que me han caído en suerte es que no puedo pasar una hora sin enamorarme perdidamente de alguna mujer”, confiesa el reverendo Yorick, narrador del Viaje sentimental. (Sterne no se dispensa de la ironía al elegir como nombre para su transparente alter ego el del bufón de Hamlet).

“El lector advierte a las pocas líneas que Sterne es más humorista que sentimental, o que es sentimental más bien en aquel sentido de la palabra que implica la no sujeción a doctrinas, la lealtad al impulso. Y el impulso, el resorte fundamental de Sterne, es la necesidad –la necesidad nerviosa, sedienta– de causar sorpresas, de ‘abrir a la meditación ventanas imprevistas’” (Alfonso Reyes).

Un episodio temprano anuncia el carácter con que enfrentará las peripecias de su viaje el reverendo Yorick. Apenas llegado a Francia, rehúsa el pedido de limosna de un franciscano. El episodio le permite dar las idas y vueltas retóricas que le serán habituales: empieza distraído preguntándose cómo esa cara espiritual, que le parece pintada por Guido Reni, pudo Dios plantarla sobre los hombros de un franciscano; luego declara los argumentos más tortuosos para su rechazo, solo para arrepentirse al quedar solo y consolarse pensando que en el curso del viaje tendrá oportunidad de exhibir mejores modales.

Sterne no se priva de burlarse de su contemporáneo Tobias Smollett, autor de un Viaje por Francia e Italia nada “sentimental”, lleno de incomprensión e intolerancia decididamente ingleses por usos y costumbres de los países visitados. En el Viaje sentimental Sterne lo ridiculiza bajo el nombre de Smelfungus. Es posible que en su animadversión influyera cierta rivalidad: Smollett había publicado una traducción del Quijote.

“En verdad me causa mucha pena […] el considerar todos los pasos inútiles que da el viajero curioso para adquirir puntos de vista y hacer descubrimientos que, como Sancho Panza le decía muy bien a don Quijote, lo mismo pudiera haber logrado con estarse quieto en su casa”. El Sancho de Yorick será francés, tendrá aires de “petimetre natural” y estará dotado de una “filosofía temperamental”: el joven sirviente La Fleur, que le permitirá conocer el uso del idioma francés para expresar la irritación ante cualquier accidente.

El Viaje sentimental procede por digresiones constantes según el humor del narrador. En su última página se interrumpe en medio de una situación equívoca por elipsis. “Dejo el adivinarlo a la perspicacia del lector”, escribe Sterne, pero avanza todos los indicios para que este no escatime hipótesis. Obligada una dama que viaja en compañía de su criada a compartir el cuarto de Yorick en una posada rural, estipulan un complicado, hilarante protocolo de decencia que en medio de la noche desobedece por azar el reverendo. Durante el altercado, la criada avanza en la oscuridad para interponerse entre su ama y Yorick, “de suerte que cuando yo, compungido, extendí los brazos cogí entre ellos a la doncella”. Me permití modificar apenas la traducción intencionada de Reyes; la ambigüedad del original también podría traducirse como “de suerte que cuando yo, triste, alargué los brazos, cogí entre ellos a la doncella”.

Al principio del Viaje sentimental, Yorick menciona “ese retratito que llevo desde hace tanto tiempo y que tantas veces te he jurado, Eliza, que ha de ir conmigo hasta el sepulcro”. Al mismo tiempo que escribía la novela, sintiendo próxima la muerte, Sterne redactó un diario en forma de carta dirigido a Elizabeth Draper, de 22 años, esposa de un oficial de la East India Company. La conoció en Inglaterra, adonde el marido la había llevado para que recuperase su salud. Sterne deseó que ese diario o carta solo se publicase “cuando tú y yo ya descansemos para siempre”. Con el título de Journal to Eliza, se publicó en 1904.

La larga huella

Viktor Shklovsky escribe Viaje sentimental durante su breve exilio berlinés (entre abril de 1922 y junio de 1923). Ha escapado de la represión bolchevique de los social-revolucionarios, a los que adhería. “Las masas se refugiaron en el bolchevismo como un hombre se esconde de la vida en una psicosis”. Necesitó la protección de Gorki y Mayakovski para que se le autorizara el regreso a la Unión Soviética.

Diría que la llegada de Sterne a Shklovsky es el eslabón más fecundo en la extraordinaria repercusión de una obra que no cesó de sembrar rasgos de carácter y modos narrativos en la cultura europea. Solo en el ámbito insular de la lengua inglesa, el doctor Johnson, su contemporáneo, pudo dictaminar que se trataba de una excentricidad destinada a despertar efímero interés.

Más de cien años después de la muerte de Sterne, en 1878, Nietzsche declaraba en Humano, demasiado humano: “En este libro para espíritus libres, ¿cómo podría no haber mención de Laurence Sterne? Goethe lo homenajeó como el espíritu más liberado de su siglo. Contentémonos aquí con llamarlo sencillamente el espíritu más libre de todos los tiempos, en comparación con el cual todos los demás parecen rígidos, cuadrados, intolerantes y groseramente directos”.

Goethe, en efecto, tenía un busto de Sterne en su casa, releía a menudo el Viaje sentimental y Tristram Shandy, y en sus conversaciones con Eckermann declaró que su deuda con el autor era, como la que tenía con Shakespeare, infinita (unendlich). “Quien lo lea se siente inmediatamente libre. Su humor es inimitable” (Makariens Archiv, apéndice al Wilhelm Meister).

En 1891, a los sesenta y un años de edad, a pedido de un editor, Tolstoi enumera cuáles fueron los libros que más influyeron en su vida. Divide la lista por edades. Entre sus catorce y veinte años, el Viaje sentimental de Sterne figura junto a varios títulos de Rousseau y Gogol.

De estos prestigiosos reconocimientos, quiero pasar a Brasil, a Joaquim Machado de Assis, escritor autodidacta, descendiente de esclavos libertos, cuya novela Memorias póstumas de Brás Cubas (1881) reescribe el Tristram Shandy de Sterne. No solo propone un autor que escribe desde la muerte, “no un autor difunto sino un difunto autor, para quien la losa sepulcral ha sido otra cuna”; alterna capítulos y párrafos brevísimos con independencia total de todo canon narrativo de su época. Creo no ser el único que la reconoce como la novela mayor del siglo XIX entre las escritas en esa América que algunos persisten en llamar “latina”, solo equiparable en el siglo siguiente con Pedro Páramo de Juan Rulfo. “Su actualidad viene del encanto casi intemporal de su estilo, de ese universo oculto que sugiere los abismos apreciados por la literatura del siglo XX y permite que su obra tenga significado para las generaciones que han leído a Faulkner, a Joyce y a Borges” (Antonio Cândido).

En el Viaje sentimental de Shklovsky la huella de Sterne aparece en más de un sentido. Irónica, de entrada, en el título. El libro es una crónica nada heroica de la azarosa itinerancia del autor durante la guerra civil, de 1919 a 1921. Las fortunas tornadizas de la guerra lo llevan hasta Persia y Armenia, a un Oriente aun indemne de los rigores de fines del siglo XX. El tono, siempre, es un registro opaco, fragmentado, donde toda elevación épica está ausente. De paso por el gélido invierno de Petrogrado descubre que la Casa de las Artes ocupa el local que había sido el Banco Central. “Me procuré la llave y apenas entré me sentí mareado. Piezas sin fin, cajas fuertes abiertas, papeles por el piso, recibos de pago, carpetas. Con estas carpetas me calenté casi todo el año”. La anécdota puede ser feroz: “Ante la llegada de los rusos, las mujeres kurdas se embadurnaron cara, pechos y muslos con bosta para evitar la violación. Los rusos las limpiaron con unos trapos y después las violaron”.

La intervención de Sterne en el relato corresponde al concepto de “extrañamiento” (“остранение”) que Shklovsky había promulgado en 1914 desde la Sociedad para el estudio del lenguaje poético, y sería la piedra fundamental del “formalismo ruso”. No permite que el lector se entregue ingenuamente al encadenamiento de anécdotas: entre dos peripecias bélicas, pasa a una disquisición teórica, hace intervenir a Mandelstam, Ajmátova y otros contemporáneos. Se jacta: “Habiendo sabido leer a Sterne, lo resucité en Rusia […] En su fuente, el arte es irónico y destructivo. Da vida al mundo. Su propósito es crear nuevas no-conformidades. Lo logra por medio de comparaciones. Crea nuevas formas canonizando las formas subalternas”. Y como ejemplo de esta última propuesta enumera: “Pushkin procede a partir de los versos de álbum, Nekrassov del vodevil, Blok de las canciones gitanas, Maiakovsky de la poesía humorística. […] Todo es motivación para la forma”.

“Pocos se atreven a elogiar a Shklovsky en la página impresa, porque todos los que escribimos primero debimos independizarnos de él” (Boris Eichenbaum: “Cotidianeidad literaria”, en Mi revista, 1929).

El traductor ilustre

Alfonso Reyes traduce el Viaje sentimental durante su destierro. El libro se publica en Madrid en 1919.1

(Matices entrañables de la política mexicana: el general Bernardo Reyes, padre del escritor, cae bajo una ráfaga de ametralladora en febrero de 1913, al participar en un golpe de Estado contra el presidente Madero. En agosto del mismo año, el hijo es enviado a París como secretario de la legación mexicana apenas asume la presidencia Victoriano Huerta).

Reyes se instala en Madrid cuando la Primera Guerra Mundial cancela la legación mexicana en París. Le esperan años de febril actividad: libros (Visión de Anáhuac, El suicida, El cazador), antologías de poesía española y mexicana, traducciones (Chesterton, Stevenson, primeras versiones de Mallarmé), investigación filológica (Quevedo, Góngora, Gracián), ocasional crítica de cine con el seudónimo de Fósforo.

Se ha sugerido que Reyes tradujo el Viaje sentimental a partir del francés porque entre los 23.000 volúmenes guardados en la Capilla Alfonsina2 se encuentra solo la versión francesa, no así el original inglés. Sin embargo, en La experiencia literaria (1952) evoca: “He contado cierta charla con [H.G.] Wells, a quien expliqué cómo, contra lo que él sospechaba, me había resultado más difícil reducir al español a Sterne que a Chesterton porque para aquel no encontraba yo el molde hecho y para este nos lo daba nuestra prosa del Siglo de Oro […]. Pero cuando traduje a estos escritores, Sterne y Chesterton, […] tuve que enterrar las reglas como Lope, olvidar mis dudas y reflexiones y entregarme un poco al instinto”.

Reyes sabe confiar en su instinto. En el ensayo “De la traducción”, escrito en 1931 y reelaborado para El deslinde (1944), propone como ejemplo el de George Moore en Confesiones de un joven: “Ciertos sustantivos, por difíciles que sean, deben conservarse exactamente como en el original. No hay que transformar las verstas en kilómetros, ni los rublos en chelines. Yo no sé lo que es una versta ni lo que es un rublo, pero cuando leo estas palabras me siento en Rusia”.

En ese mismo ensayo, incluido más tarde en La experiencia literaria, Reyes define el dilema del traductor literario contra el traductor de textos científicos: “ir hacia la lengua extranjera o atraerla hacia la lengua propia. Si ya la expresión de nuestros pensamientos en nuestra habla es cosa indecisa y aproximada, el traducir, el pasar de una lengua a otra, es tarea todavía más equívoca. Una lengua es toda una visión del mundo, y hasta cuando una lengua adopta una palabra extranjera suele teñirla de otro modo, con cierta traición imperceptible. Una lengua, además, vale tanto por lo que dice como por lo que calla, y no es dable interpretar sus silencios”.

Me detengo en este último concepto. Lo callado, tan importante como lo dicho. La imposición de respetar, de no intentar violar ese silencio.

Si la literatura procede por el juego entre mención y omisión, entre declaración y elipsis, el traductor, aunque atento a los nueve décimos sumergidos del iceberg textual, debe respetar ese silencio, no debe cargar la décima parte impresa cediendo a una vanidad de crítico o historiador en el momento de elegir palabras y giros que hagan explícito, que delaten lo callado.

Borges estimaba a Reyes como el mejor prosista del idioma. Su frecuentación es un inagotable deleite. Cualquiera sea el tema, aun el más ajeno al interés del lector, este no puede eludir el encanto de una conversación que le descubre, precisa, concisa, lejos de toda pedantería, lo que para él son terrae incognitae. Descripción del carácter de Alfonso Reyes como traductor: elección siempre certera, discreta perfección. “Reyes, la indescifrable Providencia / que administra lo pródigo y lo parco /nos dio a unos el sector y el arco / pero a ti la total circunferencia” (Borges).

Nota del editor

El autor de esta introducción dio por título “El viaje sentimental” al relato que abre su Vudú urbano (1985). Escrito en París en 1978 durante las semanas en que se celebraba en Buenos Aires –y otras ciudades de la Argentina– el Mundial de fútbol, relata en tono de pesadilla el retorno fantasmal del narrador a su ciudad natal durante la dictadura cívico-militar y su reencuentro con viejos conocidos.

1 La edición original de la traducción de Reyes es la de Calpe, Madrid, 1919. La reproduce la colección Austral de Espasa-Calpe Argentina en 1943, sin corregir en el prólogo de Reyes las erratas del original que señala el autor en “De la traducción”, La experiencia literaria: “En la traducción del Viaje sentimental, de Sterne, edición Calpe, Biblioteca Universal, me afearon el prólogo con deplorables erratas: Falcoubridge por Falconbridge; Smelfurgus por Smelfungus; novelitas de la vida doméstica por novelistas; y lo peor es que, en varios lugares, se habla de Mr. Draper, en vez de Mrs. Draper, con quien Sterne tuvo amores”.

2 Capilla Alfonsina bautizó Enrique Díez Canedo, poeta, ensayista y embajador de la República Española, a la casa, hoy museo y centro de estudios, donde vivió su amigo Alfonso Reyes a partir de su regreso definitivo a México en 1939, abandonado ya el servicio diplomático.

Viaje sentimental por Francia e Italia

–Eso se arregla mucho mejor en Francia –dije yo.

–¿De modo que usted ha estado en Francia? –preguntó mi criado, volviéndose rápidamente, con una cortés expresión de triunfo.

“Cosa extraña –pensé– que una simple navegación de veintiuna millas –pues no hay una sola más de Dover a Calais– pueda dar a un hombre estos derechos”.

Me decido a verlo por mí mismo, y, cortando aquí la disputa, me voy a mis aposentos, preparo media docena de camisas y unos pantalones de seda negra (“porque la casaca que llevo puede pasar”, me digo examinando las mangas), y tomo un asiento en la diligencia a Dover. Llego. El paquebote salía al día siguiente, a las nueve de la mañana; y a las tres me encontraba yo sentado ante un fricassé de pollo, tan seguro de estar en Francia que, si aquella noche me hubiera muerto de una indigestión, el mundo entero no hubiera sido capaz de suspender los efectos de los droits d’aubaine,1 y mis camisas, mis pantalones de seda negra, mi maleta y lo demás habrían ido a dar a manos del rey de Francia. Y aun ese retratito que llevo desde hace tanto tiempo y que tantas veces te he jurado, Eliza, que ha de ir conmigo hasta el sepulcro, me lo hubieran arrancado del cuello. No es muy generoso que digamos esto de apropiarse los despojos del incauto extranjero, a quien vuestros súbditos han inducido a pisar vuestras playas. ¡Oh, Sire, por los cielos!

Esto no está bien. Y mucho me apena tener que alegar razones ante el monarca de un pueblo tan civilizado y cortés y tan renombrado por sus sentimientos y su finura.

Calais

Cuando hube acabado de comer y beber a la salud del rey de Francia, para convencerme de que no le guardaba el menor rencor, y de que, muy por el contrario, lo honraba mucho por la afabilidad de su trato, me levanté, sintiéndome una pulgada más alto por este esfuerzo de adaptación.

“No –me dije–, no; la raza de los Borbones no es una raza cruel; podrán, como todo el mundo, equivocarse; pero tienen en la sangre el ser dulces”.

Y al reconocerlo así, me parecía sentir derramarse por mis mejillas un efluvio más suave, más cálido, más amoroso que el que pudiera producir el Borgoña recién apurado, de al menos dos libras la botella.

–¡Santo Dios! –exclamé, dando un puntapié a la maleta–. ¿Qué hay, pues, en los bienes de este mundo que así puede agitar el ánimo, causando tan crueles disensiones como suelen verse entre los hombres, nuestros bondadosos hermanos?

Cuando el hombre está en paz con el hombre, ¡cuánto más ligero que la pluma es en sus manos aun el más pesado de los metales! Abre confiadamente su bolsa y mira en derredor, como buscando con quién compartirla. Y yo, a todo esto, sentía que se me dilataban las sienes, las arterias latían con un alegre concierto, y todas las potencias de la vida funcionaban dentro de mí con tan poca fricción, que aun la más física de las precieuses de Francia se habría quedado confusa y, a pesar de todo su materialismo, no hubiera osado decir que yo era una máquina.

“Sí –me dije–, estoy seguro de que yo trastornaría su credo”.

Y esta idea pareció exaltar mi naturaleza a un grado increíble. Ya desde antes me sentía en paz con todo el mundo, y ahora me pareció que acababa de firmar la paz conmigo mismo.

–Si fuera yo el rey de Francia –exclamé–, ¡vaya una oportunidad para que un huérfano implorara de mí la restitución de la maleta paterna!

El monje

Calais

Apenas había formulado estas palabras cuando un pobre monje de la Orden de San Francisco entró en mi cuarto pidiéndome algo para el convento. A nadie le gusta que sus virtudes sean juguete de la casualidad; o dígase que un hombre puede ser generoso en la medida en que otro es potente, sed non quo ad hanc, o como fuere. Porque no se puede razonar regularmente sobre el flujo y reflujo de nuestros humores: tal vez, a lo que alcanzo, dependen de las mismas influencias que las mareas, y el admitirlo así no resultaría en descrédito nuestro. De mí al menos sé decir que, en más de una ocasión, preferiría que la gente dijera: “He tenido una dificultad con la luna, donde no cabe imputar vergüenza ni pecado”, que el oír que se me achacaran directamente el acto o el hecho en cuestión.

Sea como fuere, desde el instante en que vi al monje me hice el propósito de no darle ni un miserable sou. Y, en efecto, me guardé la bolsa, me abroché, rectifiqué un poco la postura del cuerpo y me adelanté con gravedad: he de haber tenido un aire muy importante. En este momento me parece ver la cara del pobre monje, y realmente creo que era digno de mejor acogida.

El monje, a juzgar por la calvicie que invadía la tonsura, y los escasos cabellos blancos de las sienes, que era todo lo que le quedaba, podría tener hasta setenta años. Pero, a juzgar por los ojos y el fuego de la mirada, que parecía más templado por la urbanidad que por la vejez, no tendría más de sesenta. Acaso la verdad estaba en el medio: sí, seguramente tenía unos sesenta y cinco. Y su aspecto general, a pesar de ciertas arrugas prematuras, así parecía confirmarlo.

Era una de esas caras que Guido gustaba de pintar: suave, pálida, penetrante, ajena a las vulgaridades de la gorda y presuntuosa ignorancia que deja caer sus miradas sobre el mundo pesadamente, antes parecía volar más allá y buscar algo fuera del mundo. Cómo semejante cabeza vino a parar sobre los hombros de un monje franciscano, solo Dios, que la plantó allí, puede saberlo: mejor le acomodaría a un brahamán, y yo, encontrándola en las indostánicas llanuras, la hubiera reverenciado.

El resto de aquella silueta queda descripto en dos o tres toques, y cualquiera la podría dibujar: de por sí, ni era elegante ni dejaba de serlo, salvo el matiz que le comunicaban la expresión y el carácter. Era una figura frágil, escasa, algo menor que la ordinaria, y no sé si le quitaba elegancia cierta inclinación hacia adelante –actitud propia del que implora–. Tal como ahora me la represento, creo que con esa actitud más bien ganaba.