Víctimas de la moda - Guillaume Erner - E-Book

Víctimas de la moda E-Book

Guillaume Erner

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Beschreibung

'La moda es una mentira en la que todo el mundo quiere creer'. Aunque nadie nos obliga, todos estamos sujetos al deber de la moda, incluso sin saberlo y contra nuestra voluntad. Con la obsesión del parecer, nuevos síntomas nacen y proliferan en nuestra sociedad, y las famosas 'tendencias' lo justifican todo. Partiendo de estas premisas y en un relato ameno y lleno de ironía, Guillaume Erner descubre muchos de los mecanismos del universo de la moda: ¿Cómo se crean las tendencias? ¿Qué rol juegan los diseñadores? ¿Cómo actúan las marcas? Y, sobre todo, ¿qué implica convertirse en una auténtica víctima de la moda?

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Editorial Gustavo Gili, SL

Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Título original:Victimes de la mode? Comment on la crée, pourquoi on la suit

Publicado originariamente por Éditions La Découverte, 9 bis, rue Abel-Hovelacque, 75013, París, 2004

Versión castellana: Inmaculada Urrea y Marta Camps

Diseño gráfico: Estudi Coma

Fotografía de la cubierta: © Tesh/Tony Jay Inc.

Directora de la colección: Inmaculada Urrea

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Guillaume Erner, 2004

© de la edición castellana: Editorial Gustavo Gili, 2005

ISBN: 978-84-252-2956-5 (epub)

www.ggili.com

Producción del epub: booqlab.com

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE

La marca de fábrica

1.  El nacimiento del modisto

Del primer modisto a la primera marca de moda

En los orígenes de la creación, un deseo de venganza

Creadores de diferencias

El creador superstar

La fascinación por el artista

Alquilar el nombre, la invención de la licencia

2.  El milagro de la marca

Un capitalismo cosido con hilo blanco

Gucci y la segunda vida de las marcas de moda

La marca, sueño del capitalismo

Marcas de valor y valor de marcas

El lujo, siempre de moda

Crear su propia leyenda

Marcas deseadas y clientela indeseable

No se domina a la moda

SEGUNDA PARTE

La fábrica de tendencias

3.  La moda es arbitraria

Misteriosas tendencias

“La moda es lo que pasa de moda”

El complot imaginario

La calle, laboratorio de la moda

La moda, reflejo de la moda

El enigma del éxito y el fracaso

Un universo donde todo es posible

4.  ¿Se gobiernan las tendencias?

Un pequeño mundo

Aspirar el air du temps

El circuito corto de las tendencias, o el modelo del Sentier

Provocar el éxito

La moda del porno-chic

Benetton, o los límites de una estrategia de provocación

5.  Las leyes de las tendencias

La ley de Poiret

La profecía auto-realizadora

Colette, la profeta

La people profeta

El concurso de belleza

Un mundo sin piedad

Actuar a pesar de la incertidumbre

TERCERA PARTE

¿Por qué marca la moda?

6.  ¿Es irracional el animal de la moda?

¿Prima la marca sobre el producto? El ejemplo del perfume

La belleza del precio

El marketing de la moda y sus intelectuales favoritos

Bourdieu, el modo de dominación de la moda

El hábito no hace la clase

7.  La moda para convertirse en uno mismo

Enfermos por la moda

Vestir nuestro ser

Vestir(se) para distinguir(se)

De la distinción a la imitación

El yo como última utopía

La necesidad de ficción

La moda es irónica

Conclusión

Referencias bibliográficas

Agradecimientos

Para Marie.

“Estad seguros de que cada hombre, cuando cree poder decidir solo sobre la forma de un vestido o las conveniencias del lenguaje, no duda para nada en juzgar todas las cosas por sí mismo y cuando las menores convenciones sociales no se cumplen, tened en cuenta que una revolución importante ha tenido lugar en las grandes.”

Alexis de Tocqueville, La democracia en América

“Descubrieron los tejidos de lana, las blusas de seda, las camisas de Doucet, las corbatas de gasa, los pañuelos de seda [...], la magistral jerarquía de los zapatos que va de los Churchs a los Weston, de los Weston a los Bunting, y de los Bunting a los Lobb.”

Georges Perec, Las cosas.

PRÓLOGO

Los sociólogos son gente seria que no tiene tiempo para seguir la moda. Y los universitarios, excepto raras excepciones, desprecian las tendencias. Por otro lado, el mundo de la moda ignora la sociología. ¿Para qué entonces dar la lata con un libro en jerga académica? Los días son demasiado cortos y las noches insuficientemente largas para entregarse a esta clase de vicios.

Los universos de Zara y de Chanel son raramente explorados por los sociólogos y, sin embargo, la moda es un tema perfectamente legítimo para la disciplina encargada de analizar la esfera de lo social. El pensamiento irracional colectivo es una materia de estudio habitual para la sociología. Si “hasta las creencias más extrañas pueden [...] someterse a un análisis de tipo científico”,1 como afirma Raymond Boudon, es totalmente legítimo que la sociología se interese por la moda. De hecho, ¿qué hay más extraño que las tendencias? ¿Por qué cambia la longitud de las faldas cada temporada? ¿Cómo se justifica un sistema que mete en tales líos a personas adultas? Las creencias que motivan estos comportamientos son tan ilógicas como las danzas destinadas a provocar la lluvia o el creer en una invasión extraterrestre.

Por lo que respecta a la moda, nunca ha sido un tema noble en el campo de la sociología. Para el estudio de este fenómeno y de las formas que adopta hoy, hay que observar objetos considerados como vulgares y hacer un esfuerzo para no hablar solamente “de trapitos”, sino interesarse también por las empresas que los producen y, todavía más, por las marcas que los firman. Las marcas tienen en el mundo de la moda un papel comparable al de la gravedad universal en la caída de los cuerpos: se puede lamentar su existencia o su peso, pero es imposible ignorarlas. Es necesario ocuparse de estos temas frívolos, abandonar por un momento las cuestiones propias de la sociología –el capitalismo y otras secularizaciones– con el fin de centrarse en Prada y Gucci, en los colores de los vestidos y en sus formas.

Última precaución: en sociología existe la tradición de explicitar la propia “relación con el objeto”, de explicar qué relación se tiene con el sujeto estudiado. En tal caso, debe manifestarse que el lazo que une al autor de estas líneas con el ámbito del vestido es todo menos teórico. Nieto de sastres, hijo de modistas y trabajando él mismo en el sector de la moda desde hace más de doce años, el mundo del vestido es un universo que conoce muy bien desde dentro. La investigación empezó hace más de treinta y cinco años, lo que constituye una oportunidad y una limitación al mismo tiempo. Imposible, pues, mostrarse neutral frente a un mundo que se conoce tan a fondo, de una manera íntima, casi carnal. El peligro no es mostrarse parcial —contra estos posibles desvíos la conciencia vela—, sino, en todo caso, mostrarse más comprensivo respecto a este universo de lo que se mostraría un sociólogo para quien la moda resultara extraña. Ya que tanto hoy como ayer el universo del vestido, los schmates, como decían los judíos en yiddish, sigue siendo muy emocionante: se mezcla la práctica más simple con la negociación más astuta, se utiliza el mismo lenguaje en Tokio, Tel-Aviv o Hong Kong; las fortunas se construyen y destruyen a la velocidad del relámpago; las chicas son bellas, los chicos son fáciles, y viceversa. Éste es un mundo gobernado por lo griego y por lo hebreo. Dos palabras fundamentales que los neoyorquinos utilizan en su lenguaje cotidiano son el hubris, la “desmesura” según Aristóteles, y la chutzpah, término hebreo que designa algo así como “tener descaro”. El universo de la moda no tiene el monopolio de la chutzpah o del hubris, pero es uno de sus mayores productores. Sin chutzpah, Ralph Lauren, hijo de inmigrantes judíos nacido en Brooklyn, jamás se habría atrevido a enseñar a la gentry americana cómo debía vestir. Sólo el hubris ha podido inspirar a Giorgio Armani la increíble sede de su empresa en Milán. Y es que la desmesura no atemoriza a este creador: ¿no ha conseguido unir su nombre al de un imperio, Emporio Armani?

Por lo tanto, para quienes saben observar, el mundo de la moda no es tan ligero y fútil como a menudo parece. Desde Cocteau, sabemos que “la moda muere joven”, y por ello es por lo que acostumbra a tener cierto aire sombrío. Cuando paseamos por el Carreau du Temple, corazón histórico del textil parisino donde actualmente se realizan los desfiles de prêt-à-porter, nos percatamos de este designio profético: la dulce melancolía que impregna las calles nos recuerda a los judíos supervivientes que, al finalizar la guerra, vendían vestidos hechos con tejidos militares. Y sentimos la misma melancolía al pensar en todos aquellos muertos de sida por quienes la moda es hoy un mundo en duelo.

La sociología no abarca todo, no puede resucitar el pasado, ni dar vida a los muertos, pero sí puede rendirles homenaje ayudándonos a comprender mejor el presente.

1. Raymond Boudon, L’Art de se persuader des idées douteuses, fragiles ou fausses, Fayard, París, 1990, p. 7.

INTRODUCCIÓN

Cambiaba de vestido varias veces al día, uno para cada ocasión, pero su debilidad eran los peinados. Consecuentemente, no confiaba su pelo a cualquiera, sino que dejaba este delicado asunto en manos de un inglés, un verdadero esnob, podríamos decir, que se permitía el lujo de seleccionar a sus clientas y rechazar en ocasiones a otras procedentes de la alta sociedad. Nuestra protagonista no pensaba en otra cosa durante todo el día, buscando la crema que mejor le fuera o seleccionando nuevas tendencias traídas del extranjero por sus amigas. Pero un día cayó esta cabecita tan cuidada. Ella no era Gwyneth Paltrow, sino María Antonieta.

La moda está de moda desde hace mucho tiempo. Hoy, sin embargo, las tendencias no son patrimonio de la aristocracia, sino que se han democratizado. Son muy pocos los que tienen la fuerza, o la voluntad, para sustraerse a su dictado. Pero la gran novedad se encuentra en otro lado: en los modistos y en las marcas que han creado. María Antonieta, auténtica fashionista, era una apasionada de las formas y los colores. De hecho, se cuidaba de buscar los mejores artesanos, eligiendo el saber hacer de algunos: lo que más le importaba era el vestido. Nadie consideraba a los creadores de vestidos como artistas. Otras profesiones gozaban de mayor prestigio, era mucho mejor ser arquitecto o cocinero que modisto. De hecho, todavía ni existía la palabra, que apareció tardíamente en francés, alrededor de 1870, abriendo las puertas a una bella profesión. A partir de ese momento será el sastre el que dé al vestido su firma o su marca de fábrica. El fenómeno social que la moda representaba se encontró así considerablemente trastocado.

El siglo xx ha sido el siglo de los modistos. Ya en los años treinta, Coco Chanel era toda una personalidad. Años más tarde, al final de la guerra, Estados Unidos acogió a Christian Dior como a un jefe de Estado. Hoy, Jean-Paul Gaultier o Karl Lagerfeld son estrellas indiscutibles: todo el mundo aplaude sus creaciones, sus vestidos y también los cosméticos del uno y el régimen del otro. ¡Cuánto camino recorrido! En el transcurso de algunas décadas el personaje del modisto ha conquistado el protagonismo de la escena. Un indicio para medir la revolución provocada: el 29 de junio de 1959, a las 11.30, Brigitte Bardot se casaba con Jacques Charrier, llevando uno de los vestidos más conocidos de la historia de la humanidad. Pregunta: ¿quién hizo ese vestido? Respuesta: en aquella época no importaba a nadie. El reportaje que la revista Elle dedicó al acontecimiento mencionaba el estampado de vichy del vestido, pero no a su creador. De hecho, el vestido benefició más al grupo Boussac, productor entonces del estampado vichy, que a su autor, Jacques Estérel. Desde entonces, un olvido parecido es inimaginable, puesto que, a menudo, el creador es más famoso que la novia, ya que cada uno de ellos ha engendrado una marca, extensión de su poder creativo. La firma ocupa un lugar central en el sistema de la moda, incluso parece ser lo mejor de todo. Hace poco las estrellas de cine fueron preguntadas sobre el vestido que desearían llevar en el festival de Cannes. ¿Cómo describieron el traje de sus sueños? ¿Evocando un tono particular, un modelo célebre? En absoluto: se limitaron a nombrar sus marcas favoritas.

Los modistos han ganado una batalla: sus marcas están por todas partes. Aparentemente, su éxito es indiscutible. Nada parece resistirse ante esta inédita alianza entre el artista y el hombre de negocios. Sus creaciones se venden en las grandes tiendas y a la vez se exponen en los museos. Se disputa todo lo que firman y su firma saca partido a los objetos más diversos, desde perfumes hasta mesas de comedor. A fin de cuentas, un solo fenómeno los mantiene en pie: la moda, ese torbellino de tendencias susceptible de convertir cualquier objeto en indispensable y, después, en obsoleto. Públicamente, los diseñadores rechazan confesar sus límites. Y con su habitual seguridad continúan imponiendo colores y formas para la próxima temporada. Para ellos es imposible comportarse de otra manera. Si reconocieran su impotencia, les abandonarían aquellos para quienes sus deseos son órdenes.

Tanto para los modistos como para nosotros, las tendencias continúan siendo un misterio. Pero, a diferencia de los neófitos, los modistos deben defenderlas imperativamente como su fuente de inspiración. Los más hábiles lo hacen de maravilla. Estos sabios saben que nunca se tiene razón yendo contra la sociedad: ella es el verdadero árbitro de la elegancia, la verdadera responsable de esa inseguridad tan temida por Dior y Chanel; “la calle es peligrosamente creativa”, ha dicho con humildad Christian Lacroix.2 Los verdaderos fashion victims no son aquellos en quienes pensamos normalmente: los modistos se encuentran, probablemente, entre las primeras víctimas de la moda.

La moda martiriza menos a los sociólogos que a los modistos. Probablemente sea ésta la razón por la que ciertos especialistas de lo social continúen mostrándole tanto respeto. Para ellos, las tendencias son fruto de una caja negra que el sentido común recomienda no abrir. En contrapartida, se muestran mucho menos caritativos con los fashionistas, abandonados a su triste suerte: sin el menor miramiento, se les priva de racionalidad. Ya es hora de reparar esta injusticia y de explorar la fábrica de la moda, para restituir a los actores sus razones y a las tendencias sus orígenes.

Cada año encontramos profetas que anuncian el gran retorno de la minifalda. Pero la minifalda debe estar ocupada porque, desde hace unas cuantas temporadas, envía a los tejanos en su lugar. La moda es así: caprichosa y con mucho carácter. Seguros de sí mismos y dominadores, los primeros modistos pensaron poder dominarla. Worth y Poiret, dos de los grandes pioneros de la moda contemporánea, ignoraron que su vida iba a ser trágica a la fuerza, puesto que estando de moda se condenaron a que un día, de pronto, dejaran de estarlo. Con ellos empezó la gran avalancha de talentos: Poiret eclipsó a Worth antes de ceder su hegemonía a Chanel. Desde estos gloriosos comienzos, los nombres han cambiado, pero el decorado permanece igual. Cada temporada, los diseñadores aguardan la misma suerte que los colores y las formas. Un año toca azul y después pasamos al rojo, de la misma manera que Gucci toma el relevo de Cerruti.

El guardarropa no es, ni mucho menos, el único lugar que se rige por fenómenos cíclicos. Sin embargo, de entre todas las modas, la del vestir continúa siendo la más enigmática. La nouvelle cuisinne, así como la tradicional, obedece a ciertas reglas. Un ejemplo: el cuidado de la línea tiene que ver con el auge de la cocina japonesa y el declive de la olla. De la misma manera, parece fácil comprender por qué un nombre es muy popular en un momento y deja de serlo de repente. No es difícil adivinar que había gran cantidad de Elvis en Estados Unidos durante los años sesenta. En cambio, los motivos por los que miles de pies acaban llevando los mismos zapatos resultan mucho más incomprensibles. ¿Cómo se explicaría, por ejemplo, el sorprendente destino de las thongs? Durante mucho tiempo, estos zapatos estuvieron absurdamente relegados a la playa: desde el verano del 2000 sabemos de sobra que este calzado soporta muy bien su uso en la ciudad. No obstante, no todos los zapatos han tenido la misma suerte. Las sandalias de pescador —esas divertidas sandalias de plástico translúcido— no han podido alejarse nunca del agua. Habría que alzarse contra tal injusticia. Pero el destino de las thongs parecía periclitado: el verano del 2004 se les presentó fatal. Demasiado vistas. Ya en el 2002 estorbaban en los pies de los verdaderos fashion victims. Las thongs están, por así decirlo, en proceso de pashminización, del nombre de ese precioso chal —la pashmina— que ha pasado del estatus de must have, a ser un símbolo de vulgaridad.

Estas dos epopeyas —las thongs y la pashmina— reúnen los tres ingredientes necesarios para la transformación de un objeto banal en un producto estrella: la arbitrariedad, la distinción y la imitación. Arbitrario porque las thongs han llegado allí donde miles de otros zapatos han fracasado. La babucha masculina no ha conseguido salir de un pequeño entorno gay y a la última. Más de una razón puede aclararnos el éxito de las thongs: su precio o su nostalgia de la playa. Pero estas tímidas conjeturas no disipan el misterio. Evidentemente, podríamos elaborar algunas audaces hipótesis, pero más vale que nos ahorremos el ridículo de justificar esta moda, otorgando al individuo hipermoderno una propensión a levantar su dedo gordo. Sin embargo, seguramente, el primero en poner un pie desnudo en la rue Étienne-Marcel de París, lo hizo para distinguirse de todos los demás horteras que llevaban zapatos cerrados. Este individuo vanguardista fue imitado, como lo fue Gwyneth Paltrow cuando asistió a una ceremonia de los Oscar con una pashmina sobre los hombros. Según la leyenda —a la moda le apasionan las habladurías—, el chal fue traído de un improbable viaje al Tíbet. Las fotografías de la bella actriz dieron la vuelta al mundo y los profesionales del sector buscaban como locos el Tíbet en el mapa, anticipando la próxima moda.

A posteriori, la pashmina o las thongs pueden parecer casos bastante simples. Para predecir el éxito de estos dos artículos sólo existe una alternativa. Primera posibilidad: ir a consultar al mismo número de videntes que de consumidores potenciales, a fin de adivinar sus gustos y sus deseos. Segunda opción, más aceptable en sociología: utilizar modelos que permitan comprender las elecciones colectivas a partir de decisiones individuales. Optaremos por este último método, dejando la astrología en manos de supuestos sociólogos —Élisabeth Teissier se doctoró en sociología en condiciones bastante controvertidas— y de verdaderos couturiers. Paco Rabanne, como es sabido, se aventuró a hacer algunas predicciones.

La moda no se aplica sólo en el vestir, sino que influye igualmente en las marcas. Para fabricarla, las marcas han tenido que someterse a sus reglas, dicho de otro modo, convertirse en tendencia para más adelante dejar de serlo. La crueldad de este destino no fue manifiesta de inmediato: las esperanzas depositadas en el sistema de la marca eran inmensas. La excitación de los pioneros recordaba a la de los alquimistas al transformar el plomo en oro. Su poder parecía enorme: era suficiente, por ejemplo, colocar un simple cocodrilo sobre un vulgar polo para transformarlo en un auténtico Lacoste.

Chanel y Dior fueron probablemente los primeros en tomar conciencia de los poderes de la marca. Coco se dio cuenta de que mencionar su nombre bastaba para vender los productos más dispares. Por ejemplo: a pesar de que ella no sabía demasiado de perfumes, su Nº 5 tuvo un enorme éxito súbitamente. Este número es la única de sus creaciones que ha llegado intacta hasta nuestros días. Ante tal constatación, Dior se animó y decidió alquilar su nombre a un fabricante americano de corbatas, quien se encargó de producir y comercializar una colección completa bautizada con el nombre del creador. Y sin embargo, Dior no creaba ni uno solo de sus accesorios. Peor aún, sus corbatas estaban tan alejadas de su gusto, que prefería protegerse haciendo ver que no existían.

El descubrimiento de Dior dio lugar al nacimiento del sistema de las licencias, que permiten bautizarlo todo sin importar de lo que se trate, en la mayoría de casos con ayuda de los nombres más prestigiosos. En términos económicos, a esta posibilidad se la denomina una renta, es decir, un capital susceptible de producir beneficios. La renta territorial es muy antigua, y va ligada a la propiedad que se hereda o se adquiere. Con la marca se entra en el terreno de lo inmaterial: un joven un poco desorientado y un poco bohemio, como Christian Dior, pudo contar de repente con una preciosa fortuna. Tal invención no podía escapar al interés de los financieros. Y, repentinamente, aquellos austeros gestores, que no soñaron jamás en cambiar el color de su traje gris, se interesaron por la moda. Grandes empresas como LVMH (Louis Vuitton Moët Hennessy) o PPR (Pinault-Printemps-Redoute) coleccionaron marcas con el objetivo de incrementar sus rentas. Pero, por desgracia, la renta de una marca es susceptible de variar rápidamente: en los años ochenta Cerruti no valía nada, mientras que hoy... Las marcas de moda están a merced de la moda. Por más que inviertan en publicidad y apelen a la gran tradición del lujo, tienen que habérselas con la parte más cambiante de nuestra sociedad: las tendencias. El mundo les resulta hostil. Las casas de alta costura están rodeadas de la competencia, que las espía e intenta inspirarse en los modelos que funcionan. Y entre toda esta competencia, también se encuentran las empresas de baja costura, como Zara o H&M, al acecho del menor éxito de las prestigiosas firmas para proponer adaptaciones baratas.

Por si las tendencias y la competencia fueran poco, encima, las marcas de moda también han sido atacadas por la soberbia del capitalismo, convirtiéndose, para la ocasión, en símbolos de la sociedad de consumo. El libro No logo, de Naomi Klein,3 denuncia especialmente la invasión del espacio público por parte del swoosh, la famosa coma estilizada que representa a la marca Nike. En general, estas grandes marcas han sido acusadas de contribuir a la injusticia del mundo. Sus métodos de producción, así como el desarrollo de sus técnicas de comercialización, a menudo han estado bajo sospecha. El descubrimiento de las condiciones de trabajo de ciertas fábricas que producen ropa de marcas de prestigio en países del Tercer Mundo, ha conmocionado profundamente a la opinión pública. Las protestas parecen haber dado sus frutos, puesto que muchas empresas se declararon culpables, empezando por Nike.

Los militantes anticapitalistas han atacado con más fuerza que ellas. De hecho, ninguna empresa se les puede resistir, puesto que las amenazas de boicot son suficientes para hacer ceder a las más tercas. Y, sin embargo, las tendencias y el sistema que ellas alimentan nunca han estado tan bien dirigidas. La moda no es una creación de los vendedores, y si éstos pueden aprovecharse del encaprichamiento que atrae sobre sí misma, es porque ella existiría de todas formas sin ellos. Aparecida bajo su forma actual al alba de los tiempos modernos, resulta indispensable para el individuo contemporáneo. Es posible que la moda sea una esclavitud, pero, en todo caso, voluntaria. Ninguna marca ni ningún diseñador nos obligan a vivir en el temor y en el respeto de las tendencias. Sólo hay una persona con la fuerza suficiente para obligarnos a seguir la moda: nosotros mismos. Finalmente, la moda sería una mentira banal, si no fuera porque, ante todo, es una mentira en la que queremos, y nos gusta, creer.

2. Christian Lacroix, en Repères modes et textiles, IFM, París, 1996, p. 55.

3. Naomi Klein, No logo. El poder de las marcas, Paidós Ibérica, Barcelona, 2002.

PRIMERA PARTE

LA MARCA DE FÁBRICA

1. El nacimiento del modisto

Modisto: quizá una de las profesiones más recientes del mundo, aparecida a finales del siglo XIX. Una profesión problemática, difícil de clasificar. Los cómicos “van al infierno” y a los aristócratas les espera “la farola”,* pero, y los genios de la aguja ¿dónde van? Hoy en día van y están por todas partes. No sólo son artistas, sino además grandes estrellas y hombres de negocios. Las revistas se los disputan, y cuando no están en su taller, ni en un avión, es porque deben asistir a una fiesta celebrada en su honor por algún financiero. Cuando Worth entró en la profesión, inaugurándola, no esperaba tanto: sólo quería vestir a las mujeres. Poco se imaginaba que, un siglo después, la gente de su profesión utilizarían sus nombres para vender perfumes o construir imperios. Los modistos no han inventado la moda, aparecida en Occidente en el siglo XIV, pero sí han intentado domesticarla. Aparentemente, han ganado la batalla contra las tendencias: son ellos quienes, ahora, imponen su estilo en el vestir. Su identidad particular, entre el artista y la estrella, les confiere el poder de depositar un poco de su aura en cada una de sus creaciones.

Del primer modisto a la primera marca de moda

Históricamente, el vestir era cuestión de comerciantes o de artesanos. Pero Charles Frederich Worth no quería ser ni lo uno, ni lo otro. ¡Él se consideraba un creador! Y gracias a su testarudez, la figura del modisto nació a mitad del siglo XIX. De todas maneras, Worth no fue el primero en ofrecer sus servicios a algunas privilegiadas para confeccionarles sus vestidos. Antes de él, un tal Leroy conoció su momento de gloria al realizar los vestidos que Napoleón llevaría para su coronación, pero el final del emperador resultó ser el suyo también. Worth tomó el relevo, introduciendo en el mundo de la moda una idea clave: la innovación. Fue él quien pensó en reunir, en un único lugar, un estilo y una promesa de novedades. En 1858 Worth inauguró su maison, para la que escogió un eslogan que bien podría haber pasado por un manifiesto: “Altas novedades”. Hasta ese momento el cambio nunca había sido pensado y reivindicado como tal. Allí, en esa boutique extrañamente situada en un barrio nuevo de París, destinado a un gran futuro, en la rue de la Paix, garantizaba lo inédito de cada temporada.

A la manera de un retratista, Worth nunca elegía sus temas. Sin embargo, imponía una manera de hacer. Su trabajo, explicaba él mismo, no consistía en “ejecutar solamente, sino, sobre todo, en inventar. La creación es el secreto de mi éxito. No quiero que la gente arregle sus vestidos. Si lo hicieran, perdería la mitad de mi negocio”.4 Sus prestigiosas clientas se dejaban aconsejar por quien llegaría a ser el único árbitro en materia de elegancia. ¿Que a la emperatriz Eugenia no le gustaban los brocados? Pues por orden de Napoleón III, su marido, acabó llevando un vestido de brocado floreado que le propuso —perdón: impuso— Worth. Sin ser rencorosa, Eugenia —así como otra aristócrata legendaria como Sissí (Elisabeth de Austria)— inmortalizó las creaciones del modisto posando para el pintor Winterhalter con un traje de seda adornado con bordados en oro. Worth no se consideraba a sí mismo como el proveedor de estas damas, él quería ser su igual, su amigo, su confidente. Era gracias a que pertenecía a su mundo, explicaba, cómo podía entender desde los deseos de la reina Victoria hasta los de la zarina. Y para convencerlas de que llevaran sus creaciones, se le ocurrió presentarlas sobre mujeres reales, inventando la figura de las modelos, que al principio fueron bautizadas como “sosias”.

Si las creaciones de Worth eran singulares, también lo era su posición social. No era ni un dominante ni un dominado entre los dominadores. En el seno de las altas esferas, gozaba de un puesto aparte, como en otros tiempos lo tuvieron el bufón o el artista. Ciertamente, el esnobismo era su manera de ganarse la vida, pero llegó a arreglárselas, dentro del universo de la aristocracia, para conseguir un lugar para el capricho y la excentricidad. Como símbolo de esta sorprendente mezcla, estaban las jovencitas, a las que llamaba jockeys, que se encargaban de encarnar la maison para la alta sociedad, representando la quintaesencia de la elegancia según su maestro. La primera de estas musas fue Pauline de Metternich, esposa del embajador de Austria, que, gracias a una personalidad chispeante, sabía combinar perfectamente la distinción y la broma. No han sido muchas las mujeres capaces de asumir un rol como el suyo. Betty Catroux para Yves Saint Laurent, Inès de la Fressange para Chanel, o Farida para Jean-Paul Gaultier, han sido algunas de las pocas que han conseguido encarnar el espíritu bohemio, tal y como se lo imagina la alta sociedad.

Worth tuvo una posición social ambigua: su estilo rupturista; con él añadió a su nombre una silueta y una cierta concepción de la elegancia. Todas sus creaciones reflejan su manera de entender el vestir. Los anglosajones llaman one-trick poneys, a los que su habilidad da muestra de semejante constancia, en honor a los ponis de circo amaestrados para realizar una actuación única. Worth representaba la perfecta encarnación de este tipo de animal, sus vestidos se reconocían entre todos los demás, sobre todo porque no llevaban crinolina. Antes de él, todos los artesanos utilizaban esta estructura, tanto realizada en tejido como en metal, cuya función era dar volumen a la falda. La revolución de Worth consistió en reemplazar este armazón por una media-jaula, el polisón, que daba volumen sólo detrás. Este gesto hubiera bastado por sí mismo, pero, como buen narrador de su propia leyenda, Worth lo acompañó de una anécdota muy útil. Esta novedad, explicaba, fue inspirada al observar una lavandera remangándose la falda sobre los riñones. Worth no sólo tenía un gran sentido de la elegancia, sino que también sabía contar historias que le ayudaran a vender.5

Imponiendo la fuerza de la novedad mediante colecciones anuales, Worth inventó el mecanismo que fue su gran éxito y también su ruina. Fue uno de sus aprendices, Paul Poiret (1879-1944) quien lo precipitó a retirarse a principios del siglo XX. En ese momento, la imagen del modisto no era demasiado parecida a la que tenemos hoy. Worth se asemejaba a Flaubert: ambos eran hombretones de tipo gordinflón y mostachudo. Poiret, en cambio, recordaba más a Raimu.6 Sin embargo, es a este perfil “estilo tercera República” al que debemos no sólo la silueta moderna, sino también, probablemente, la primera marca de moda.

Poiret tampoco pertenecía a la clase alta, lo mismo que Worth. A pesar de provenir de una modesta familia de comerciantes, Poiret consiguió ser admitido por la alta sociedad, además de convertirse en una de sus figuras clave. A la manera de Chanel, quien más tarde se convirtió en su gran rival, Poiret encarnaba el espíritu arrabalero, mostrándose como el más caprichoso, el más sibarita y el más Parisino. Cuando no estaba eligiendo una tela, estaba engullendo una andovillette [embutido francés] o pescando con caña. Necesitó mucha habilidad, y bastante paciencia, para encontrar su lugar en la ciudad y erigirse en uno de sus epicentros, alrededor del que acontecían todas las fiestas.

Paul Poiret no tenía como costumbre que lo ignorasen, por lo que le parecía algo completamente normal atraer la atención de las mujeres. Sus tres hermanas le admiraban y su madre lo mimaba. Ella le dio el dinero necesario para abrir su primer negocio. Sus primeros pasos con los grandes modistos, donde es tradición bajar rápidamente los humos de los aprendices contra el probable y precoz egotismo, contrastaban con la dulzura maternal a la que estaba acostumbrado. “¿A esto le llama usted traje? Esto es una birria”,7 le decía el hijo de Worth, para proteger el nombre de su padre contra posibles consecuencias comerciales. Pero esta maldad consciente, que aún se utiliza hoy en día, no frenó para nada a Poiret. Seguro de sí mismo, repitió su estrategia y su ambición como explicaría más tarde en sus Memorias: “La moda necesita actualmente un nuevo maestro. Necesita un tirano que la fustigue y que la libere de sus escrúpulos. El que le haga este favor, será rico y admirado. [...] El primer año no será imitado, pero el segundo será copiado”.8 No lo dudó en ningún momento, nadie más que él podía conseguir el título de nuevo maestro.

Así como Worth había sustituido la crinolina por el polisón, Poiret decidió, lógicamente, sustituir el polisón. Su marca de fábrica era una silueta fluida, en vague, como se decía entonces. Fuera los armazones, fuera las estructuras artificiales, los corsés y otros postizos. Poiret no quería ver, según decía, a “las mujeres divididas en dos lóbulos, que tenían el aspecto de tirar de un remolque”.9 Nada que ver con la ideología de la época. Poiret nunca quiso liberar a nadie y menos aún a las mujeres. Si liberó su busto, fue para trabar mejor sus piernas, gracias a una falda muy estrecha, que le costó trabajo imponer. De todos modos, le debemos una línea infinitamente más natural y mucho más próxima a la que hoy conocemos. El abandono de la silueta almidonada —con más de tres quilos de ornamentos— necesitó un tiempo de adaptación entre dos y tres años. Pero ese lapso de tiempo puso fin a una moda que duraba desde hacía cuatro siglos, desde el corsé emballenado. Las malas lenguas decían encontrar este atavío tan ventajoso para las mujeres como un guante de baño gigante. Poiret se desentendió de las malas críticas, y triunfó. Este gran amante de las mujeres decidió después vestirlas como a niños pequeños, y también ganó la batalla en el frente de los colores. En el momento de su debut en el mundo de la moda, los tonos eran bastante tímidos: lilas, malvas, tiernos azules hortensia o gamas de paja y maíz. Él los cambió por rojos, verdes y violetas.

Poiret sabía crear y también se encargaba de hacerlo saber. Gran vendedor, distinguía con gran olfato si había que desplegar la alfombra roja o, por el contrario, si debía mirar a alguien por encima del hombro, puesto que fue un gran practicante de la distinción. De este modo, cuando decidió no vender más a una Rothschild, quien se había permitido el lujo de hablar mal de su colección, se encargó de que se supiera. Además, Poiret sabía muy bien que para vestir a la alta sociedad tenía que formar parte de ella. Muy fiel a sus principios, no dudaba en reprochar a sus colaboradores no salir lo suficiente, o que no tuvieran ni amantes ni queridas. En esta profesión, llevar una existencia ordenada no facilitaba para nada el negocio. Por ello, cuando le acusaron de fumar opio, él se limitó a desmentirlo con la boca pequeña. Toda oportunidad para distinguirse debía aprovecharse. Como Worth, decidió que el mejor lugar donde instalarse era aquel donde no hubiera nadie más... de momento. Su antepasado se había instalado en la rue de la Paix: Poiret lo hizo en el faubourg Saint-Honoré, como más tarde Yves Saint Laurent lo hará en la rive gauche o Kenzo en la place des Victoires.

En 1911, en pleno apogeo de su gloria, Poiret daría una fiesta inolvidable que bautizó como la fiesta de “Las mil y dos noches”. El gusto por Oriente estaba entonces a la orden del día y además se acababa de traducir al francés el libro de Las mil y una noches. Todo el mundo se rindió a su invitación. Estaban la Princesa de Murat, Boni de Castellane, los Rothschild, diversos artistas... Poiret tenía muchos amigos artistas. Por ejemplo, pidió a Paul Iribe, y más tarde a Georges Lepape, que le ilustraran sus catálogos, siendo el primero en romper las estrictas barreras que separaban el arte y la moda. Aprovechando su gran prestigio, y dejando de lado su nombre de pila, Paul, Poiret transformó su apellido en marca. Incluso ideó vender bajo su firma muchas cosas más que vestidos: perfumes, accesorios, muebles, y hasta velas.

Pero el universo Poiret no sobrevivió a la Gran Guerra. La década de los veinte le sorprendió viviendo en un magnífico desorden, con diez años de retraso respecto a la modernidad que se anunciaba. Su mayor enemiga, Gabrielle Chanel, la “inventora de la miseria”, como solía llamarla Poiret, la que se atrevía a vestir a las mujeres como “pequeñas telegrafistas mal alimentadas”, le robó todo el protagonismo. “¿Está usted de luto? ¿Pero de quién?”, se inquietó Poiret al cruzarse con Chanel quien llevaba su jersey negro. “Pues de usted, querido mío”.10 Terriblemente picado, Poiret respondió con incesantes manifestaciones de lo más megalomaníacas: continuaba invitando a las estrellas más famosas a sus fiestas, pero éstas empezaron a rechazar las invitaciones. Aunque eso no quedó ahí, ya que Poiret no dudó en pagar a Isadora Duncan, Pierre Brasseur o Yvette Guilbert para que aceptaran sus invitaciones. En su derroche, regaba la ciudad con champán, acompañado de ostras y perlas, y con servicio incluido. En 1923, cuando tuvo lugar la exposición Art Déco, se sobrepasó. Para exponer sus creaciones, dispuso de tres barcazas, Amours, Délices y Orgues: la primera era un restaurante, la segunda un salón de peluquería, y en la tercera vendía sus perfumes, accesorios y muebles. Mientras las barcazas flotaban, su negocio se hundía. Pero hasta en eso Poiret innovó: fue la primera marca de moda en arruinarse.

En los orígenes de la creación, un deseo de venganza

Worth y Poiret inauguraron la nómina de los grandes modistos y cada uno de sus sucesores aportaron su personalidad a la profesión, por lo que es difícil distinguir, entre esta gran variedad de individuos, características comunes. Evidentemente, no se trata de descubrir recetas mágicas, ni de evidenciar algún determinismo, sino de intentar comprender lo que tienen en común algunos creadores singulares, quienes —sea cual sea el lugar que se les reserve entre las artes— utilizan su imaginación productiva.

Si se les interroga sobre su singularidad, no se saca nada en claro. Un vestido no se crea con palabras y ello explica que normalmente los creadores no se sientan muy cómodos hablando. Sin embargo, si tuviéramos que recoger, aun a riesgo de caer en la esquematización, un elemento biográfico común entre todos los grandes modistos, deberíamos buscarlo, primeramente, en las dificultades que muchos encontraron durante su infancia. De esta manera, tanto Madeleine Vionnet, como Gabrielle Chanel o Jeanne Lanvin, además de que nacieron en un entorno modesto, fueron niñas desgraciadas y después jovencitas puestas a prueba duramente por la vida. Esta infelicidad es el vínculo común que une a estas tres mujeres. Para salir adelante, tuvieron que contar(se) historias y seguramente alargar los cuentos que imaginaban cuando eran niñas, proyectándolos sobre un trozo de tela. En este sentido, su destino recuerda al de Mozart, analizado por el sociólogo Norbert Elias. Elias se preguntaba sobre la difícil cuestión del nacimiento del genio, poniendo en evidencia el talento de ciertos individuos para poder “someter su capacidad de imaginación [...] a las leyes propias de los materiales”.11 La ropa que estas mujeres creaban —su estilo— era, en cierto modo, la prolongación de los fantasmas que les habían permitido sobrevivir, de sus sueños diurnos o nocturnos que las ayudaban a soportar el peso de la existencia.

Madeleine Vionnet, huérfana de madre, trabajó desde muy pronto con una costurera. Cuando empezó a ganarse la vida en dos grandes casas parisinas de costura, perdió a su pequeña hija y se divorció: aún no tenía veinte años. Probablemente, estas circunstancias la llevaron a preocuparse por la condición de sus empleadas, mayoritariamente mujeres. Tenían derecho a comedor gratuito, a una cobertura médica así como a vacaciones pagadas. La alta costura conservó durante mucho tiempo la reputación de sector socialmente protector. Madeleine Vionnet tenía en plantilla, en la década de los veinte, a 1.200 trabajadoras repartidas entre 20 talleres, todos situados en barrios acomodados de París. En aquella época, 30.000 asalariadas trabajaban en el sector de la costura, que representaba la primera actividad económica en la capital francesa.

En cuanto a Gabrielle Chanel, seguramente no tenía el genio de Vionnet para entender una tela, pero sí tenía un talento innato para explicar a sus contemporáneos las historias que éstos que rían oír, historias en tejidos. La vida la forzó a mentir y más tarde a mentirse a sí misma. Su juventud es un verdadero naufragio: pierde a su madre, a la que adoraba, a la edad de doce años; su padre la abandona y Chanel se encuentra viviendo en un orfanato, donde aprende su futura profesión; la aguja, pensaba, la ayudaría a sobrevivir. Estos comienzos eran demasiado tristes para una niña pequeña y ella, en un derroche de imaginación, empieza a novelarlo todo. Cuenta que su padre se fue a América a hacer fortuna; maquilla el suicidio de su hermana, explicando que cayó en la nieve y murió de frío; cría a su sobrino, André Palasse, sin que nadie sepa nunca si el niño era o no hijo suyo.12 Y hasta se atreve a escribir su propia biografía, con la ayuda de Louise de Vilmorin, aunque ningún editor querrá publicarla, por ser demasiado improbable. Pero Chanel tendrá otras ocasiones de escribir, asegurándose la máxima audiencia para sus tajantes opiniones. A finales de la década de los treinta, ofrecerá sus opiniones, bajo la forma de crónicas periódicas, a la revista Vogue