Vida de Don Quijote y Sancho - Miguel de Unamuno - E-Book

Vida de Don Quijote y Sancho E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

El libro de entretenimiento más original de la literatura universal inicia y culmina un nuevo género: la novela moderna. Miguel de Unamuno se entregó a retratar, exaltar y hasta venerar la figura del Hidalgo. Con una extraña mezcla de admiración y animadversión hacia Cervantes, Unamuno, tomando el Quijote en ocasiones como simple texto y sirviéndose en otras de él como de estímulo y fuente de inspiración, logró crear un inspirado ensayo de gran valor literario y filosófico, "Vida de Don Quijote y Sancho". Publicado en 1905, se trata de uno de los libros más representativos de Unamuno, en que el autor no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diera, sino el que le da él. La obra quizá sea también novela, ya que en sus páginas hidalgo y escudero reviven los episodios de la obra cervantina en compañía de un narrador que no se priva del autoatribuido derecho a injerirse en lo narrado, trasluciendo en el comentario una voluntad tanto crítica como creadora. 

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Miguel de Unamuno

Vida de Don Quijote y Sancho

Tabla de contenidos

VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO

Prólogo a esta edición

EL SEPULCRO DE DON QUIJOTE

PRIMERA PARTE

CAPITULO PRIMERO

CAPITULO II

CAPITULO III

CAPITULO IV

CAPITULO V

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPÍTULO XI

CAPITULOS XII Y XIII

CAPITULO XIV

CAPITULO XV

CAPITULO XVI

CAPITULO XVII

CAPITULO XVIII

CAPITULO XIX

CAPITULO XX

CAPITULOS XXI Y XXII

CAPITULO XXIII

CAPITULO XXIV

CAPITULO XXV

CAPITULO XXVI

CAPITULO XXVII

CAPITULO XXVIII

CAPITULOS XXIX y XXX

CAPITULO XXXI

CAPITULO XXXII

CAPITULO XXXIII

CAPITULOS XXXIV, XXXV, XXXVI Y XXXVII

CAPITULO XXXVIII

CAPITULO XXXIX

CAPITULO XL

CAPITULO XLI

CAPITULO XLII

CAPITULO XLIII

CAPITULO XLIV

CAPITULO XLV

CAPITULOS XLVI Y XLVII

SEGUNDA PARTE

CAPITULO PRIMERO

CAPITULO II

CAPITULOS III Y IV

CAPITULO V

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPITULO XI

CAPITULO XII

CAPITULOS XIII Y XIV

CAPITULO XV

CAPITULOS XVI Y XVII

CAPITULOS XVIII, XIX, XX, XXI, XXII Y XXIII

CAPITULO XXIV

CAPITULO XXV

CAPITULO XXVI

CAPITULO XXVII

CAPITULO XXVIII

CAPITULO XXIX

CAPITULO XXX

CAPITULO XXXI

CAPITULO XXXII

CAPITULO XXXIII

CAPITULOS XXXIV, XXXV, XXXVI Y XXXVII

CAPITULO XXXVIII

CAPITULO XXXIX

CAPITULOS XL, XLI, XLII, XLIII Y XLIV

CAPITULO XLV

CAPITULO XLVI

CAPITULO XLVII

CAPITULO XLVIII

CAPITULO XLIX

CAPITULOS L, LI Y LII

CAPITULO LIII

CAPITULO LIV

CAPITULO LV

CAPITULO LVI

CAPITULO LVII

CAPITULOS LVIII Y LIX

CAPITULO LX

VOCABULARIO

El sepulcro de don Quijote

Notas

VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO

V IDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO SEGÚN Miguel de Cervantes Saavedra

EXPLICADA Y COMENTADA por MIGUEL DE UNAMUNO

Prólogo a esta edición

Apareció en primera edición esta obra en el año 1905, coincidiendo por acaso, que no de propósito, con la celebración del tercer centenario de haberse por primera vez publicado el Quijote. No fue, pues, una obra de centenario.

Salió, por mi culpa, plagada, no ya sólo de erratas tipográficas, sino de errores y descuidos del original manuscrito, todo lo que he procurado corregir en esta segunda edición.

Pensé un momento si hacerla preceder del ensayo que «Sobre la lectura e interpretación del Quijote» publiqué el mismo año de 1905 en el número de Abril de La España Moderna, mas he desistido de ello en atención a que esta obra toda no es sino una ejecución del programa en aquel ensayo expuesto. Lo que se reduce asentar que dejando a eruditos, críticos e historiadores la meritoria y utilísima tarea de investigar lo que el Quijote pudo significar en su tiempo y en el ámbito en que se produjo y lo que Cervantes quiso en él expresar y expresó, debe quedamos a otros libre el tomar su obra inmortal como algo eterno, fuera de época y aun de país, y exponer lo que su lectura nos sugiere. Y sostuve que hoy ya es el Quijote de todos y de cada uno de sus lectores, y que puede y debe cada cual darle una interpretación, por así decirlo, mística, como las que a la Biblia suele darse.

Mas si renuncié a insertar al frente de esta segunda edición de mi obra aquel citado ensayo, no así con otro que con el título de «El sepulcro de Don Quijote» publiqué en el número de febrero de 1906 de la misma susomentada revista La España Moderna.

Esta obra es de las mías la que hasta hoy ha alcanzado más favor del público que me lee, como lo prueba esta segunda edición y el haber aparecido hace poco una traducción italiana bajo el título de Commento al Don Chisciotte, hecha por G. Beccari y publicada en la colección Cultura dell’anima, dirigida por G. Papini y que edita R. Carabba en Lanciano. A la vez que se prepara una traducción francesa.

Y me complazco en creer que a esta mayor fortuna de esta entre mis otras obras habrá contribuido el que es una libre y personal exégesis del Quijote, en que el autor no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diera, sino el que le da él, ni es tampoco un erudito estudio histórico. No creo deber repetir que me siento más quijotista que cervantista y que pretendo libertar al Quijote del mismo Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera como Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho. Sancho se le imponía a Cervantes, a pesar suyo. Y es que creo que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obedecen a una íntima lógica de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo. Y el que desee más aclaraciones a este respecto, y no se escandalice de la proposición de que nosotros podemos comprender a Don Quijote y Sancho mejor que Cervantes que los creó —o mejor los sacó de la entraña espiritual de su pueblo—, acuda al ensayo que cité primero.

M IGUEL DE U NAMUNO.

Salamanca, Enero de 1913.

EL SEPULCRO DE DON QUIJOTE

Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren. ¿No habrá un medio, me dices, de reproducir la epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas del milenario.

Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia ele la Edad Media; como tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario. Si consiguiéramos hacer creer que en un día dado, sea el 2 de Mayo de 1908, el centenario del grito de la independencia, se acababa para siempre España; que en ese día nos repartían como a borregos, creo que el día 3 de Mayo de 1908 sería el día más grande de nuestra historia, el amanecer de una nueva vida.

Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad y ansia de singularizarse.

No se comprende aquí ya ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo de la razón de la sinrazón es ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviese a esta su España andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hace no más sino por meter ruido y que de él se hable, por vanagloria; otras que lo hacen por divertirse y pasar el tiempo, por deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos les dé por deportes semejantes!

Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto —sea o no la que ellos se suponen— se dicen: ¡bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen perdió todo su valor cosa. Para eso les sirve la lógica, la cochina lógica.

Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan comprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablarles de ella.

Han llegado a preguntarse estúpidamente para qué hizo Dios el mundo, y se han contestado a sí mismos: ¡para su gloria!, y se han quedado tan orondos y satisfechos, como si los muy majaderos supieran qué es eso de la gloria de Dios.

Las cosas se hicieron primero, su para qué después. Que me den una idea nueva, cualquiera, sobre cualquier cosa, y ella me dirá después para qué sirve.

Alguna vez, cuando expongo algún proyecto, algo que me parece debía hacerse, algo, sobre todo, que debía decirse, no falta nunca quien me pregunte: ¿y después? A preguntas tales no cabe otra respuesta que una repregunta. Y al «¿y después?» no hay sino dar de rebote un «¿y antes?».

No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué será de nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Esta es la única cuestión.

Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya mas que existir.

¿Pero existen? ¿Existen de verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito. Y este sufrimiento, esta pasión, que no es sino la pasión de Dios en nosotros, Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra finitud y nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les haría romper todos esos menguados eslabones lógicos con que tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir.

¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso nunca Sancho por qué hacía Don Quijote las cosas que hacía?

Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a tu preocupación: ¿qué locura colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres? ¿Qué delirio?

Tú mismo te has acercado a la solución en una de esas cartas con que me asaltas a preguntas. En ella me decías: ¿no crees que se podría intentar alguna nueva cruzada?

Pues bien, sí; creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado. Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón.

Defenderán, es natural, su usurpación y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el Caballero no resucite.

A esas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones estás perdido.

Si te preguntan, como acostumbran, ¿con qué derecho reclamas el sepulcro?, no les contestes nada, que ya lo verán luego. Luego… tal vez cuando ni tú ni ellos existáis ya, por lo menos en este mundo de las apariencias.

Y esta santa cruzada lleva una gran ventaja a aquellas otras santas cruzadas de que alboreó una nueva vida en este viejo mundo. Aquellos ardientes cruzados sabían dónde estaba el sepulcro de Cristo, dónde se decía que estaba, mientras que nuestros cruzados no sabrán dónde está el sepulcro de Don Quijote. Hay que buscarlo peleando por rescatarlo.

Tu locura quijotesca te ha llevado más de una vez a hablarme del quijotismo como de una nueva religión. Y a eso he de decirte que esa nueva religión que propones y de que me hablas, si llegara a cuajar, tendría dos singulares preeminencias. La una, que su fundador, su profeta, Don Quijote —no Cervantes, por supuesto—, no estamos seguros de que fuese un hombre real, de carne y hueso, sino que más bien sospechamos que fue una pura ficción. Y su otra preeminencia sería la de que ese profeta era un profeta ridículo, que fue la befa y el escarnio de las gentes.

Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo. El ridículo es el arma que manejan todos los miserables bachilleres, barberos, curas, canónigos y duques que guardan escondido el sepulcro del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reír a todo el mundo, pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande para parir chistes. Hizo reír con su seriedad.

Empieza, pues, amigo, a hacer de Pedro el Ermitaño y llama a las gentes a que se te unan, se nos unan, y vayamos todos a rescatar ese sepulcro que no sabemos dónde está. La cruzada misma nos revelará el sagrado lugar.

Verás cómo así que el sagrado escuadrón se ponga en marcha aparecerá en el cielo una estrella nueva, sólo visible para los cruzados, una estrella refulgente y sonora, que cantará un canto nuevo en esta larga noche que nos envuelve, y la estrella se pondrá en marcha en cuanto se ponga en marcha el escuadrón de los cruzados, y cuando hayan vencido en su cruzada, o cuando hayan sucumbido todos —que es acaso la manera única de vencer de veras—, la estrella caerá del cielo, y en el sitio en donde caiga allí está el sepulcro. El sepulcro está donde muera el escuadrón.

Y allí donde está el sepulcro, allí está la cuna, allí está el nido. Y de allí volverá a surgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo.

Y no me preguntes más, querido amigo. Cuando me haces hablar de estas cosas me haces que saque del fondo de mi alma, dolorida por la ramplonería ambiente que por todas partes me acosa y aprieta, dolorida por las salpicaduras del fango de mentira en que chapoteamos, dolorida por los arañazos de la cobardía que nos envuelve, me haces que saque del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica, las cosas que ni yo sé lo que quieren decir, ni menos quiero ponerme a averiguarlo.

¿Qué quieres decir con eso? —me preguntas más de una vez—. Y yo te respondo: ¿lo sé yo acaso?

¡No, mi buen amigo, no! Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que melas dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni a preguntarle por su nombre. Sólo sé que si le viese la cara y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.

Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción, personajes novelescos para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy en serio.

Tú me conoces, tú, y sabes bien cuán lejos estoy de rebuscar adrede paradojas, extravagancias y singularidades, piensen lo que pensaren algunos majaderos. Tú y yo, mi buen amigo, mi único amigo absoluto, hemos hablado muchas veces, a solas, de lo que sea la locura, y hemos comentado aquello del Brand ibseniano, hijo de Kierkegaard, de que está loco el que está solo. Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación, para convertirse en una realidad, en algo que está fuera de cada uno de los que la comparten. Y tú y yo estamos de acuerdo en que hace falta llevar a las muchedumbres, llevar al pueblo, llevar a nuestro pueblo español una locura cualquiera, la locura de uno cualquiera de sus miembros que esté loco, pero loco de verdad y no de mentirijillas. Loco, y no tonto.

Tú y yo, mi buen amigo, nos hemos escandalizado ante eso que llaman aquí fanatismo, y que, por nuestra desgracia, no lo es. No; no es fanatismo nada que esté reglamentado y contenido y encauzado y dirigido por bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques; no es fanatismo nada que lleve un pendón con fórmulas lógicas, nada que tenga programa, nada que se proponga para mañana un propósito que puede un orador desarrollar en un metódico discurso.

Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú y yo anhelamos, que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una barbaridad! Se ponga en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: «¡hijos míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros: pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponemos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué barbaridad va a ser ésa?», si alguno de esos malandrines que he dicho les detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad.

¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponemos todos en marcha —porque yo iré con ellos y tras de ti— a rescatar el sepulcro de Don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está. Ya nos lo dirá la estrella refulgente y sonora.

Y ¿no será —me dices en tus horas de desaliento, cuando te vas de ti mismo—, no será que creyendo al ponemos en marcha caminar por campos y tierras, estemos dando vueltas en tomo al mismo sitio? Entonces la estrella estará fija, quieta sobre nuestras cabezas y el sepulcro en nosotros. Y entonces la estrella caerá, pero caerá para venir a enterrarse en nuestras almas. Y nuestras almas se convertirán en luz, y fundidas todas en la estrella refulgente y sonora subirá ésta, más refulgente aún, convertida en un sol, en un sol de eterna melodía, a alumbrar el cielo de la patria redimida.

En marcha, pues. Y ten cuenta no se te metan en el sagrado escuadrón de los cruzados bachilleres, barberos, curas, canónigos o duques disfrazados de Sanchos. No importa que te pidan ínsulas; lo que debes hacer es expulsarlos en cuanto te pidan el itinerario de la marcha, en cuanto te hablen del programa, en cuanto te pregunten al oído, maliciosamente, que les digas hacia dónde cae el sepulcro. Sigue a la estrella. Y haz como el Caballero: endereza el entuerto que se te ponga delante. Ahora lo de ahora, y aquí lo de aquí.

¡Poneos en marcha! ¿Que adónde vais? La estrella os lo dirá: ¡al sepulcro! ¿Qué vamos a hacer en el camino, mientras marchamos? ¿Qué? ¡Luchar! Luchar, y ¿cómo?

¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente?, gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!, y ¡adelante! ¡Adelante siempre!

¿Es que con eso —me dice uno a quien tú conoces y que ansía ser cruzado—, es que con eso se borra la mentira, ni el ladronicio, ni la tontería del mundo? ¿Quién ha dicho que no? La más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelante con denunciar a un ladrón porque otros seguirán robando, que nada se logra con llamarle en su cara majadero al majadero, porque no por eso la majadería disminuirá en el mundo.

Sí, hay que repetirlo una y mil veces: con que una vez, una sola vez, acabases del todo y para siempre con un solo embustero, habríase acabado el embuste de una vez para siempre.

¡En marcha, pues! Y echa del sagrado escuadrón a todos los que empiecen a estudiar el paso que habrá de llevarse en la marcha y su compás y su ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas andan con eso del ritmo! Te convertirían el escuadrón en una cuadrilla de baile, y la marcha en danza. ¡Fuera con ellos! Que se vayan a otra parte a cantar a la carne.

Esos que tratarían de convertirte el escuadrón de marcha en cuadrilla de baile se llaman a sí mismos, y los unos a los otros entre sí, poetas. No lo son. Son cualquier otra cosa. Esos no van al sepulcro sino por curiosidad, por ver cómo sea, en busca acaso de una sensación nueva, y por divertirse en el camino. ¡Fuera con ellos!

Esos son los que con su indulgencia de bohemios contribuyen a mantener la cobardía y la mentira y las miserias todas que nos anonadan. Cuando predican libertad no piensan mas que en una: en la de disponer de la mujer del prójimo. Todo es en ellos sensualidad, y hasta de las ideas, de las grandes ideas, se enamoran sensualmente. Son incapaces de casarse con una grande y pura idea y criar familia de ella; no hacen sino amontonarse con las ideas. Las toman de queridas, menos aún, tal vez de compañeras de una noche. ¡Fuera con ellos!

Si alguien quiere coger en el camino tal o cual florecilla que a su vera sonríe, cójala, pero de paso, sin detenerse, y siga al escuadrón, cuyo alférez no habrá de quitar ojo de la estrella refulgente y sonora. Y si se pone la florecilla en el peto sobre la coraza, no para verla él, sino para que se la vean, ¡fuera con él! Que se vaya, con su flor en el ojal, a bailar a otra parte.

Mira, amigo, si quieres cumplir tu misión y servir a tu patria es preciso que te hagas odioso a los muchachos sensibles que no ven el universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún. Que tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos.

El escuadrón no ha de detenerse sino de noche, junto al bosque o al abrigo de la montaña. Levantará allí sus tiendas, se lavarán los cruzados sus pies, cenarán lo que sus mujeres les hayan preparado, engendrarán luego un hijo en ellas, les darán un beso y se dormirán para recomenzar la marcha al siguiente día. Y cuando alguno se muera le dejarán a la vera del camino, amortajado en su armadura, a merced de los cuervos. Quede para los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos.

Si alguno intenta durante la marcha tocar pífano o dulzaina o caramillo o vihuela o lo que fuere, rómpele el instrumento y échale de filas, porque estorba a los demás oír el canto de la estrella. Y es, además, que él no la oye. Y quien no oiga el canto del cielo no debe ir en busca del sepulcro del Caballero.

Te hablarán esos danzantes de poesía. No les hagas caso. El que se pone a tocar su jeringa —que no es otra cosa la syringa— debajo del cielo, sin oír la música de las esferas, no merece que se le oiga. No conoce la abismática poesía del fanatismo; no conoce la inmensa poesía de los templos vacíos, sin luces, sin dorados, sin imágenes, sin pompas, sin aromas, sin nada de eso que llaman arte. Cuatro paredes lisas y un techo de tablas; un corralón cualquiera.

Echa del escuadrón a todos los danzantes de la jeringa. Echalos, antes de que se te vayan por un plato de alubias. Son filósofos únicos, indulgentes, buenos muchachos, de los que todo lo comprenden y todo lo perdonan. Y el que todo lo comprende no comprende nada, y el que todo lo perdona nada perdona. No tienen escrúpulo en venderse. Como viven en dos mundos pueden guardar su libertad en el otro y esclavizarse en éste. Son a la vez estetas y perezistas o lopezistas o rodriguezistas.

Hace tiempo se dijo que el hambre y el amor son los dos resortes de la vida humana. De la baja vida humana, de la vida de tierra. Los danzantes no bailan sino por hambre o por amor; hambre de carne, amor de carne también. Echalos de tu escuadrón, y que allí, en un prado, se harten de bailar mientras uno toca la jeringa, otro da palmaditas y otro canta a un plato de alubias o a los muslos de su querida de temporada. Y que allí inventen nuevas piruetas, nuevos trenzados de pies, nuevas figuras de rigodón.

Y si alguno te viniera diciendo que él sabe tender puentes y que acaso llegue ocasión en que se deba aprovechar sus conocimientos para pasar un río, ¡fuera con él! ¡Fuera el ingeniero! Los ríos se pasarán vadeándolos, o a nado, aunque se ahogue la mitad de los cruzados. Que se vaya el ingeniero a hacer puentes a otra parte, donde hacen mucha falta. Para ir en busca del sepulcro basta la fe como puente.

* * *

Si quieres, mi buen amigo, llenar tu vocación debidamente desconfía del arte, desconfía de la ciencia, por lo menos de eso que llaman arte y ciencia y no son sino mezquinos remedos del arte y de la ciencia verdaderos. Que te baste tu fe. Tu fe será tu arte, tu fe será tu ciencia.

He dudado más de una vez de que puedas cumplir tu obra al notar el cuidado que pones en escribir las cartas que me escribes. Hay ellas, no pocas veces, tachaduras, enmiendas; correcciones, jeringazos. No es un chorro que brota violento, expulsando el tapón. Más de una vez tus cartas degeneran en literatura, en esa cochina literatura, aliada natural de todas las esclavitudes y de todas las miserias. Los esclavizadores saben bien que mientras está el esclavo cantando a la libertad se consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas.

Pero otras veces recobro fe y esperanza en ti cuando siento bajo tus palabras atropelladas, improvisadas, cacofónicas, el temblar de tu voz dominada por la fiebre. Hay ocasiones en que puede decirse que ni están en un lenguaje determinado. Que cada cual lo traduzca al suyo.

Procura vivir en continuo vértigo pasional, dominado por una pasión cualquiera. Sólo los apasionados llevan a cabo obras verdaderamente duraderas y fecundas. Cuando oigas de alguien que es impecable, en cualquiera de los sentidos de esta estúpida palabra, huye de él; sobre todo si es artista. Así como el hombre más tonto es el que en su vida ha hecho ni dicho una tontería, así el artista menos poeta, el más antipoético —y entre los artistas abundan las naturalezas antipoéticas—, es el artista impecable, el artista a quien decoran con la corona, de laurel de cartulina, de la impecabilidad los danzantes de la jeringa.

Te consume, mi pobre amigo, una fiebre incesante, una sed de océanos insondables y sin riberas, un hambre de universos y la morriña de la eternidad. Sufres de la razón. Y no sabes lo que quieres. Y ahora, ahora quieres ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerte allí en lágrimas, consumirte en fiebre, morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad.

Ponte en marcha, solo. Todos los demás solitarios irán a tu lado, aunque no los veas. Cada cual creerá ir solo, pero formaréis batallón sagrado, el batallón de la santa e inacabable cruzada.

Tú no sabes bien, mi buen amigo, cómo los solitarios todos, sin conocerse, sin mirarse a las caras, sin saber los unos los nombres de los otros, caminan juntos y prestándose mutua ayuda. Los otros hablan unos de otros, se dan las manos, se felicitan mutuamente, se bombean y se denigran, murmuran entre sí y va cada cual por su lado. Y huyen del sepulcro.

Tú no perteneces al cotarro, sino al batallón de los libres cruzados. ¿Por qué te asomas a las tapias del cotarro a oír lo que en él se cacarea? ¡No, amigo mío, no! Cuando pases junto a un cotarro tápate los oídos, lanza tu palabra y sigue adelante, camino del sepulcro. Y que en esa palabra vibren toda tu sed, toda tu hambre, toda tu morriña, todo tu amor.

Si quieres vivir de ellos, vive para ellos. Pero entonces, mi pobre amigo, te habrás muerto. Me acuerdo de aquella dolorosa carta que me escribiste cuando estabas a punto de sucumbir, de derogar, de entrar en la cofradía. Vi entonces cómo te pesaba tu soledad, esa soledad que debe ser tu consuelo y tu fortaleza.

Llegaste a lo más terrible, a lo más desolador; llegaste al borde del precipicio de tu perdición: llegaste a dudar de tu soledad, llegaste a creerte en compañía. «¿No será —me decías— una mera cavilación, un fruto de soberbia, de petulancia, tal vez de locura, esto de creerme solo? Porque yo, cuando me sereno, me veo acompañado, y recibo cordiales apretones de manos, voces de aliento, palabras de simpatía, todo género de muestras ele no encontrarme solo, ni mucho menos.» Y por aquí seguías. Y te vi engañado y perdido, te vi huyendo del sepulcro.

No, no te engañas en los accesos de tu fiebre, en las agonías de tu sed, en las congojas de tu hambre; estás solo, enteramente solo. No sólo son mordiscos los mordiscos que como tú les sientes, lo son también los que como besos. Te silban los que aplauden, te quieren detener en tu marcha al sepulcro los que te gritan ¡adelante! Tápate los oídos. Y ante todo cúrate de una afección terrible, que por mucho que te la sacudes vuelve a ti con terquedad de mosca: cúrate de la afección de preocuparte cómo aparezcas a los demás. Cuídate sólo de cómo aparezcas ante Dios, tenga.

Estás solo, mucho más solo de lo que te figuras, y aun así no estás sino en camino de la absoluta, de la completa, de la verdadera soledad. La absoluta, la completa, la verdadera soledad consiste en no estar ni aun consigo mismo. Y no estarás de veras completa y absolutamente solo hasta que no te despojes de ti mismo, al borde del sepulcro, ¡Santa soledad!

* * *

Toda esto dije a mi amigo, y él me contestó en una larga carta, llena de un furioso desaliento, estas palabras:

«Todo eso que me dices está muy bien, está bien, no está mal: pero ¿no te parece que en vez de ir a buscar el sepulcro de Don Quijote y rescatarlo de bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e in crédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, esperar allí, dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, que Dios resucite y nos salve de la nada?»

PRIMERA PARTE

CAPITULO PRIMERO

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Nada sabemos del nacimiento de Don Quijote, nada de su infancia y juventud, ni de cómo se fraguara el ánimo del Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos. Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo, ni de cómo hubieran ido asentándosele en el espíritu las visiones de la asentada llanura manchega en que solía cazar; nada sabemos de la obra que hiciese en su alma la contemplación de los trigales salpicados de amapolas y clavellinas; nada sabemos de sus mocedades.

Se ha perdido toda memoria de su linaje, nacimiento, niñez y mocedad; no nos la ha conservado ni la tradición oral ni testimonio alguno escrito, y si alguno de éstos hubo, hase perdido o yace oculto en polvo secular. No sabemos si dio o no muestras de su ánimo denodado y heroico ya desde tierno infante, al modo de esos santos de nacimiento, que ya desde mamoncillos no maman los viernes y días de ayuno, por mortificación y dar buen ejemplo.

Respecto a su linaje declaró él mismo a Sancho, departiendo con éste después de la conquista del yelmo de Mambrino, que si bien era hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar quinientos sueldos, no descendía de reyes, aunque, no obstante ello, el sabio que escribiese su historia podría deslindar de tal modo su parentela y descendencia, que le hallase ser quinto o sexto nieto de rey, Y de hecho no hay quien, a la larga, no descienda de reyes, y de reyes destronados. Mas él era de los linajes que son y no fueron. Su linaje empieza en él.

Es extraño, sin embargo, cómo los diligentes rebuscadores que se han dado con tanto ahínco a escudriñar la vida y milagros de nuestro caballero, no han llegado aún a pesquisar huellas de tal linaje, y más ahora en que tanto peso se atribuye en el destino de un hombre a eso de su herencia. Que Cervantes no lo hiciera, no nos ha de sorprender, pues al fin creía que es cada cual hijo de sus obras y que se va haciendo según vive y obra; pero que no lo hagan estos inquiridores que para explicar el ingenio de un héroe husmean si fue su padre gotoso, catarroso o tuerto, me choca mucho, y sólo me lo explico suponiendo que viven en la tan esparcida cuanto nefanda creencia de que Don Quijote no es sino ente ficticio y fantástico, como si fuera hacedero a humana fantasía el parir tan estupenda figura.

Aparécesenos el hidalgo cuando frisaba en los cincuenta años, en un lugar de la mancha, pasándolo pobremente con una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos, lo cual todo consumía las tres partes de su hacienda, acabando de concluirla sayo de Velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo y los días de entre semana… vellorí de lo más fino. En un parco comer se le iban las tres partes de sus rentas, en un modesto vestir la otra cuarta. Era, pues, un hidalgo pobre, un hidalgo de gotera acaso, pero de los de lanza en astillero.

Era hidalgo pobre, mas a pesar de ello, hijo de bienes, porque como decía su contemporáneo el Dr. D. Juan Huarte en el capítulo XVI de su E XAMEN DE INGENIOS PARA LAS CIENCIAS, «la ley de la Partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de bienes; y si se entiende de bienes temporales, no tiene razón, porque hay infinitos hijodalgos pobres e infinitos ricos que no son hidalgos; pero si se quiere decir hijo de bienes que llamamos virtud, tiene la misma significación que dijimos». Y Alonso Quijano era hijo de bondad.

En eso de la pobreza de nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como de la pobreza de su pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par de sus virtudes. La tierra que alimentaba a Don Quijote es una tierra pobre, tan desollada por seculares chaparrones, que por dondequiera afloran a ras de ella sus entrañas berroqueñas. Basta ver cómo van por los inviernos sus ríos, apretados a largos trechos entre tajos, hoces y congostos y llevándose al mar en sus aguas fangosas el rico mantillo que habría de dar a la tierra su verdura. Y esta pobreza del suelo hizo a sus moradores andariegos, pues o tenían que ir a buscarse el pan a luengas tierras, o bien tenían que ir guiando a las ovejas de que vivían, de pasto en pasto. Nuestro hidalgo hubo de ver, año tras otro, pasar a los pastores pastoreando sus merinas, sin hogar asentado, a la de Dios nos valga, y acaso viéndolos así soñó alguna vez con ver tierras nuevas y correr mundo.

Era pobre, de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. De lo cual se saca que era de temperamento colérico, en el que predominan calor y sequedad, y quien lea el ya citado E XAMEN DE INGENIOS que compuso el Dr. D. Juan Huarte, dedicándoselo a S. M. el Rey Don Felipe II, verá cuán bien cuadra a Don Quijote lo que de los temperamentos calientes y secos dice el ingenioso físico. De este mismo temperamento era también aquel caballero de Cristo, Iñigo de Loyola, de quien tendremos mucho que decir aquí, y de quien el P. Pedro de Rivadeneira [1] en la vida que de él compuso, y en el capítulo V del libro V de ella nos dice que era muy cálido de complexión y muy colérico, aunque venció luego la cólera, quedándose «con el vigor y brío que ella suele dar, y que era menester para la ejecución de las cosas que trataba». Y es natural que Loyola fuese del mismo temperamento que Don Quijote, porque había de ser capitán de una milicia, y su arte, arte militar. Y hasta en los más pequeños pormenores se anunciaba lo que habría de ser, pues al describirnos la estatura y disposición de su cuerpo en el capítulo XVIII del libro IV nos dice el citado Padre, su historiador: que tenía la frente ancha y desarrugada y una calva de muy venerable aspecto. Lo que consuena con la cuarta señal que pone el Dr. Huarte para conocer al que tenga ingenio militar y es tener la cabeza calva, y «está la razón muy clara» dice, añadiendo: «Porque esta diferencia de imaginativa reside en la parte delantera de la cabeza, como todas las demás; y el demasiado calor quema el cuero de la cabeza y cierra los caminos por donde han de pasar los cabellos; allende que la materia de que se engendra, dicen los médicos que son los excrementos que hace el cerebro al tiempo de su nutrición, y con el gran fuego que allí hay, todos se gastan y consumen y así falta materia de que poderse engendrar». De donde yo deduzco, aunque el puntualísimo historiador de Don Quijote no nos lo diga, que éste era también de frente ancha, espaciosa y desarrugada, y además calvo.

Era Don Quijote amigo de la caza, en cuyo ejercicio se aprende astucias y engaños de guerra, y así es cómo tras las liebres y perdices corrió y recorrió los aledaños de su lugar, y debió de recorrerlos solitario y escotero bajo la tersura sin mancha del cielo manchego.

Era pobre y ocioso; ocioso estaba los más ratos del año. Y nada hay en el mundo más ingenioso que la pobreza en la ociosidad. La pobreza le hacía amar la vida, apartándole de todo hartazgo y nutriéndole de esperanzas, y la ociosidad debió de hacerle pensar en la vida inacabable, en la vida perpetuadora. ¡Cuántas veces no soñó en sus mañaneras cacerías, con que su nombre se desparramara en redondo por aquellas abiertas llanuras y rodara ciñendo a los hogares todos y resonase en la anchura de la tierra y de los siglos! De sueños de ambición apacentó su ociosidad a su pobreza, y despegado del regalo de la vida, anheló inmortalidad no acabadera.

En aquellos cuarenta y tantos años de su oscura vida, pues frisaba ésta en los cincuenta cuando entró en obra de inmortalidad nuestro hidalgo, en aquellos cuarenta y tantos años ¿qué había hecho fuera de cazar y administrar, su hacienda? En las largas horas de su lenta vida ¿de qué contemplaciones nutrió su alma? Porque era un contemplativo, ya que sólo los contemplativos se aprestan a una obra como la suya.

Adviértase que no se dio al mundo y a su obra redentora hasta frisar en los cincuenta, en bien sazonada madurez de vida. No floreció, pues, su locura hasta que su cordura y su bondad hubieron sazonado bien. No fue un muchacho que se lanza a tontas y a locas a una carrera mal conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de puro madurez de espíritu.

La ociosidad y un amor desgraciado de que hablaré más adelante, le llevaron a darse a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda y hasta vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías, pues no sólo de pan vive el hombre. Y apacentó su corazón con las hazañas y proezas de aquellos esforzados caballeros que, desprendidos de la vida que pasa, aspiraron a la gloria que queda. El deseo de la gloria fue su resorte de acción.

Y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. En cuanto a lo de secársele el cerebro, el Dr. Huarte, de quien dije, nos dice en el capítulo I de su obra que el entendimiento pide «que el celebro sea seco y compuesto de partes sutiles y muy delicadas», y por lo que hace a la pérdida del juicio nos habla de Demócrito Abderita, «el cual vino a tanta pujanza de entendimiento, allá en la vejez, que se le perdió la imaginativa, por la cual razón comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera de término, que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco», mas al ir a verle y curarle Hipócrates se encontró con que era «el hombre más sabio que había en el mundo», y los locos y desatinados los que hicieron ir a curarle. Y fue la ventura de Demócrito —agrega el doctor Huarte— que todo cuanto razonó con Hipócrates «en aquel breve tiempo fueron discursos de entendimiento, y no de la imaginativa, donde tenía la lesión». Y así se ve también en la vida de Don Quijote que en oyéndole discursos de entendimiento, teníanle todos por hombre discretísimo y muy cuerdo, mas en llegando a los de imaginativa, donde tenía la lesión, admirábanse todos de su locura, locura verdaderamente admirable.

Vino a perder el juicio. Por nuestro bien lo perdió; para dejarnos eterno ejemplo de generosidad espiritual. Con juicio ¿hubiera sido tan heroico? Hizo en aras de su pueblo el más grande sacrificio: el de su juicio. Llenósele la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser verdad lo que es sólo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le mostraba, y en puro creerlo hízolo verdad. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos cobrase eterno nombre y fama. En esto de cobrar eterno nombre y fama estribaba lo más de su negocio; en ello el aumento de su honra primero y el servicio de su república después. Y su honra ¿qué era? ¿Qué era eso de la honra de que andaba entonces tan llena nuestra España? ¿Qué es sino un ensancharse en espacio y prolongarse en tiempo la personalidad? ¿Qué es sino darnos a la tradición para vivir en ella y así no morir del todo? Podrá ello parecer egoísta, y más noble y puro buscar el servicio de la república primero, si no únicamente, por lo de buscad el reino de Dios y su justicia, buscarlo por amor al bien mismo, pero ni los cuerpos pueden menos que caer a tierra, pues tal es su ley, ni las almas menos que obrar por ley de gravitación espiritual, por ley de amor propio y deseo de honra. Dicen los físicos que la ley de la caída es ley de atracción mutua, atrayéndose una a otra la piedra que cae sobre la tierra y la tierra sobre que aquélla cae, en razón inversa a su respectiva masa, y así entre Dios y el hombre es también mutua la atracción. Y si Él nos tira a Sí con infinito tirón, también nosotros tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para nos otros, ante todo y sobre todo, el eterno productor de inmortalidad.

El pobre e ingenioso hidalgo no buscó provecho pasajero ni regalo de cuerpo, sino eterno nombre y fama, poniendo así su nombre sobre sí mismo. Sometióse a su propia idea, al Don Quijote eterno, a la memoria que de él quedase. «Quien pierda su alma la ganará» —dijo Jesús—, es decir, ganará su alma perdida y no otra cosa. Perdió Alonso Quijano el juicio, para ganarlo en Don Quijote; un juicio glorificado.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda, y se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. No fue un contemplativo tan sólo, sino que pasó del soñar a poner por obra lo soñado. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisagüelos, pues salía a luchar a un mundo para él desconocido, con armas heredadas que luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Mas antes limpió las armas

que el orín de la paz gastado había

(Camoens: O S L USIADAS, IV, 22.)

y se arregló una celada de encaje con cartones y todo lo demás que sabéis de cómo lo probó sin querer repetir la probatura, en lo que mostró lo cuerda que su locura era. Y fue luego a ver a su rocín y engrandeció lo con los ojos de la fe y le puso nombre. Y luego se lo puso a sí mismo, nombre nuevo, como convenía a su renovación interior, y se llamó Don Quijote y con este nombre ha cobrado eternidad de fama. E hizo bien en mudar de nombre, pues con el nuevo llegó a ser de veras hidalgo, si nos atenemos a la doctrina del dicho Dr. Huarte, que en la ya citada obra nos dice así: «El español que inventó este nombre, hijodalgo, dio bien a entender… que tienen los hombres dos géneros de nacimiento. El uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña; entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres, y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho; ahora se llama hijo de sus obras. De donde tuvo origen el refrán castellano que dice: cada uno es hijo de sus obras, y porque las buenas y virtuosas llama la Divina Escritura algo, y los vicios y pecados nada, compuso este nombre, hijodalgo, que quiere decir ahora descendiente del que hizo alguna extraña virtud…» Y así Don Quijote, descendiente de sí mismo, nació en espíritu al decidirse a salir en busca de aventuras, y se puso nuevo nombre a cuenta de las hazañas que pensaba llevar a cabo.

Y después de esto buscó dama de quien enamorarse. Y en la imagen de Aldonza Lorenzo, moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende ella jamás lo supo ni se dio cata de ello, encarnó la Gloria y la llamó Dulcinea del Toboso.

CAPITULO II

Que trata de la primera salida que de su tierra hizo Don Quijote.

Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana antes del día se armó de todas sus armas, subió sobre su Rocinante… y por la puerta falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Así, solo, sin ser visto, por puerta falsa de corral, como quien va a hacer algo vedado, se echó al mundo. ¡Singular ejemplo de humildad! El caso es que por cualquier puerta se sale al mundo, y cuando uno se apresta a una hazaña no debe pararse en, por qué puerta ha de salir.

Mas pronto cayó en la cuenta de que no era armado caballero, y él, sumiso a la tradición siempre, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase. Porque no iba al mundo a derogar ley alguna, sino a hacer que se cumplieran las de la caballerosidad y la justicia.

¿No os recuerda esta salida la de aquel otro caballero, de la Milicia de Cristo, Iñigo de Loyola, que después de haber procurado en sus mocedades «de aventajarse sobre todos sus iguales y de alcanzar fama de hombre valeroso, y honra y gloria militar», y aun en los comienzos de su conversión, cuando se disponía a ir a Italia, siendo «muy atormentado de la tentación de la vanagloria», y habiendo sido, antes de convertirse, «muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías», cuando después de herido en Pamplona leyó la vida de Cristo, y las de los Santos, comenzó a «trocársele el corazón y a querer imitar y obrar lo que leía»? Y así, una mañana, sin hacer caso de los consejos de sus hermanos, «púsose en camino acompañado de dos criados» y emprendió su vida de aventuras en Cristo, poniendo en un principio «todo su cuidado y conato en hacer cosas grandes y muy dificultosas… y esto no por otra razón sino porque los Santos que él había tomado por su dechado y ejemplo, habían echado por este camino». Así nos lo cuenta el P. Pedro de Rivadeneira en los capítulos I, III y X del libro I de su V IDA DEL BIENAVENTURADO P ADRE I GNACIO DE L OYOLA, obra que apareció en romance castellano el año 1583, y era una de las que figuraban en la librería de Don Quijote, que la leyó, y una de las que en el escrutinio que de la tal librería hicieron el cura y el barbero, fue indebidamente al fuego del corral, por no haber ellos reparado en ella, que a haberla descubierto habríala el cura respetado y puesto sobre su cabeza. Y de que no reparó en ella, es buena prueba el que Cervantes no la cita.

Resuelto Don Quijote a hacerse armar caballero del primero que topase, se quietó y prosiguió su camino sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Y creyendo muy bien al creer así. Su heroico espíritu igual habría de ejercerse en una que otra aventura; en la que Dios tuviese a bien depararle. Como Cristo Jesús, de quien fue siempre Don Quijote un fiel discípulo, estaba a lo que la aventura de los caminos le trajese. El divino Maestro, yendo a despertar de su mortal sueño a la hija de Jairo, se detuvo con la mujer de la hemorragia. Lo más urgente es lo de ahora y lo de aquí; en el momento que pasa y en el reducido lugar que ocupamos están nuestra eternidad y nuestra infinitud.

Se dejaba llevar de su caballo el caballero, al azar de los senderos de la vida. ¿Qué menos daba esto si era siempre la misma y siempre fija su alma heroica? Salía al mundo a enderezar los entuertos que al encuentro le salieran, mas sin plan previo, sin programa alguno reformatorio. No salía a él a aplicar ordenamientos de antemano trazados, sino a vivir conforme a como los caballeros andantes habían vivido; su dechado eran vidas creadas y narradas por el arte, no sistemas armados y explicados por ciencia alguna. A lo que conviene añadir, además, que por aquel entonces no había aún esta cosa que llamamos ahora sociología por llamarla de algún modo.

Y conviene veamos también en esto de dejarse llevar del caballo uno de los actos de más profunda humildad y obediencia a los designios de Dios. No escogía, como soberbio, las aventuras, ni iba a hacer esto o lo otro, sino lo que el azar de los caminos le deparase, y como el instinto de las bestias depende de la voluntad divina más directamente que nuestro libre albedrío de su caballo se dejaba guiar. También Iñigo de Loyola, en famosa aventura, de que hablaremos, se dejó guiar de la inspiración de su cabalgadura.

Esto de la obediencia de Don Quijote a los designios de Dios es una de las cosas que más debemos observar y admirar en su vida. Su obediencia fue de la perfecta, de la que es ciega, pues jamás se le ocurrió pararse a pensar si era o no acomodada a él la aventura que se le presentase; se dejó llevar, como, según Loyola, debe dejarse llevar el perfecto obediente, como un báculo en mano de un viejo, o «como un pequeño crucifijo que se deja volver de una parte otra sin dificultad alguna».