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Vidas baratas: elogio de lo cutre E-Book

Alberto Olmos

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Beschreibung

¿Qué es lo cutre? El gotelé, el bar de barrio, el coche viejo, las ferias, la Movida. El escritor y periodista Alberto Olmos repasa la cara amable, simpática y entrañable de lo cutre, un concepto que agrupa buena parte de la cultura popular más resistente y que conecta nuestro tiempo con un tiempo anterior, donde solo se sobrevivía. Pero lo cutre puede ser también una filosofía, un modo de estar en el mundo sin servidumbres ni competiciones, ajeno a las modas tecnológicas y al consumismo. El gusto por el objeto con historia, de segunda mano, frente al frenesí de lo nuevo; el ingenio de los pequeños fabricantes frente a la frialdad productiva de las grandes empresas; el arte hecho sin medios, únicamente con talento. Todo eso es cutre, es decir, valioso. Con humor y agudeza, Vidas baratas radiografía la nostalgia por las cosas sencillas y las actitudes verdaderas, y descubre lo cutre como la tradición más esencialmente española, una tradición que, como todas las tradiciones, consiste en hacer juntos el pasado. «Si alguien compra barato pudiendo comprar mucho más caro, es cutre. Si alguien compra barato porque no le da la nómina para más, es pobre. En cierto sentido, la filosofía cutre consiste en vivir como si fueras pobre». Lo cutre se encuentra cada vez más presente en nuestras vidas, está casi de moda y sus adeptos no paran de crecer, muy orgullosos, además. Lo cutre asoma en las películas, en las canciones y en los anuncios; se hace política cutre y gusta, se hace comida cutre y también gusta. La tele cutre es la única que se ve. Hay cada vez más gente que encuentra en lo cutre una tabla de salvación para no ser simplemente pobre, o simplemente rico. Ser cutre está por encima del capitalismo y sus extremos. Es una opción de vida y, como tal, parece una buena idea.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

Citas en las páginas 156, 157 y 159 extraídas de Ordesa (Alfaguara 2018)

© 2018 Manuel Vilas.

Las menciones a Bizcochos Noël y Galletas Jesús Angulo Ortega S. L. y las imágenes de las páginas 125 y 127 han sido autorizadas por las propias marcas.

Las imágenes de las páginas 131, 132 y 135 han sido facilitadas por el autor.

 

Vidas baratas: elogio de lo cutre.

© 2021, Alberto Olmos

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: LookatCia

Imágenes de cubierta: Shutterstock y LookatCia.

 

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-681-9

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Primera parte: Filología cutre

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Segunda parte: Vidas baratas

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Tercera parte: Éxito cutre

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo: Escrito a mano

 

 

 

 

 

Para Rafael Reig, un maestro

Prólogo

 

 

 

 

 

Hace tres años afirmé en un artículo que echaba de menos en las librerías un ensayo sobre lo cutre; ensayo que, recalqué entonces, yo no tenía ninguna intención de escribir. Resulta que es este que tienes en las manos.

¿Qué ha pasado para que finalmente me haya tocado escribirlo? Primero, que nadie me tomó la palabra, y lo cutre siguió sin decirse, huérfano de desarrollo en páginas suficientes como para hacer bulto en las bibliotecas del saber. Se han publicado muchos ensayos sobre el feminismo, las pandemias y diversos hitos históricos, pero nadie le ha dedicado el tiempo que merece a algo mucho más importante: el cutrerío. En España, el cutrerío es tan importante como la gastronomía o Buñuel.

Lo segundo que ha sucedido es que lo cutre se encuentra cada vez más presente en nuestras vidas, está casi de moda y sus adeptos no paran de crecer, muy orgullosos, además. Lo cutre asoma en las películas, en las canciones y en los anuncios; se hace política cutre y gusta, se hace comida cutre y también gusta. La tele cutre es la única que se ve. Hay cada vez más gente que encuentra en lo cutre una tabla de salvación para no ser simplemente pobre, o simplemente rico. Ser cutre está por encima del capitalismo y sus extremos. Es una opción de vida y, como tal, parece una buena idea.

Toda mi vida he sido testigo de lo cutre, lo he visto y lo he experimentado, me ha enternecido. Pero tuve que hacer un pequeño viaje para tomar conciencia de mi destino, que no era otro que acabar abordando sin complejos el asunto. La ciudad a la que viajé para caerme del caballo fue Barcelona, que será muchas cosas, pero no precisamente cutre.

Allí vivía un amigo de siempre. Era un compañero de colegio, pues ambos crecimos en el mismo pueblo de Segovia, un pueblo que nos alimentó y nos lo enseñó todo, especialmente —pensándolo después— a ser cutres. No lo nombro porque las pequeñas localidades españolas tienen más orgullo que el imperio de Japón, y a nada se cabrean y le ponen precio a tu cabeza y a la de tus hijos. ¡Con el cariño que pongo yo en este libro a todo lo cutre!

La visita era rutinaria, y no sabía yo que supondría para mí el primer aviso de que ser cutre no era tan sencillo como ser pobre o mezquino, según reza el diccionario. Mi amigo había vivido algún tiempo en Madrid, haciendo encuestas por la calle, y pasó también sus años en Inglaterra, fregando platos en hoteles. Como veis, su currículum cutre era realmente prometedor. Sin embargo, ahora estaba en Barcelona con un buen trabajo, en una empresa multinacional, e iba a la oficina cada día con traje y corbata, tenía reuniones con grandes firmas de lácteos o telefonía y la palabra «cliente» tintineaba en su cabeza como el dinero. Había encontrado su lugar mejor en el mundo, sin duda.

Sin embargo, vivía en El Clot, en un primero con una única ventana a la calle, justo encima de la terraza de un bar donde una decena larga de sillas y mesas metálicas orquestaban cada día un sinfín de sinfonías átonas y reiterativas, al compás de las demandas del pueblo sediento, llano. El piso ni siquiera era para él solo, pues lo compartía con un alemán, un tipo curioso en la medida en la que nunca estaba en la casa, le reclamaban negocios en África, pasaba semanas sin pisar suelo europeo, no digamos las baldosas de su propio cuarto. De modo que fue allí, en esa habitación que pagaba un alemán, donde me alojé un par de noches.

La casa la recuerdo oscura, desordenada, llena de cosas torcidas y a punto de caerse, y de botes a la mitad, siempre de marcas baratas, y varias televisiones panzonas apagadas. Veo aún las mantas y toallas sobre el sofá, serpenteantes desde el respaldo a los reposabrazos. Veo incluso libros de poco fuste literario, best sellers como de gente que pasó por allí, se quitó peso de encima y generó por sedimentación una pequeña biblioteca aleatoria. Veo todavía los DVD, cuando ya era decimonónico ver películas en DVD, todos de películas españolas que ni siquiera ganaron el Goya un año cualquiera del que nadie recordaba quién había ganado el Goya.

A lo mejor no había lámparas, o eran las que dejaron colgadas los padres del dueño de la casa desde que compraron la vivienda en 1978, muy retorcidas y góticas, con bombillas de vela, faltando dos de las cinco, fundida otra. Seguramente un casquillo raquítico iluminaba alguna de las habitaciones, la mía, la del alemán. Todo daba un poco igual en aquel piso mientras las paredes no cedieran, el techo no claudicara, el suelo siguiera funcionando.

Pasé, como digo, dos días y medio en aquella casa, poniéndome al día de la vida de mi amigo, dándole noticia de mis trajines, hablando de Barcelona y, en fin, de lo que sea que estuviera de actualidad. Debió de ser a principios del presente siglo. En algún momento, debí comentarle algo sobre un objeto que estaba allí presente, en el salón de su casa, o sobre el dinero que ganaba o las vacaciones que podría o no permitirse. Mi amigo odiaba viajar, le parecía un gasto demencial. De este modo, criticando yo algo que, en realidad, me era muy propio —el ahorro, la desidia consumista, la indiferencia por el prestigio de los bienes materiales— le llamé cutre o consideré cutre algo —la lámpara, la tele, unas zapatillas; o todo en general—. Entonces él pronunció la frase que me puso en camino, las palabras que convertían la miseria en filosofía y la precariedad en conocimiento:

—Me gusta lo cutre.

Eso dijo. Me gusta lo cutre. Un club exclusivo pareció descorrer entonces sus cortinas ajadas y polvorientas ante mis ojos: el Club de los Cutres. Bienvenido.

Hay bastante diferencia entre ser cutre y que te guste lo cutre. Es la diferencia entre la fatalidad y un proyecto de vida. Como dar un paso adelante hacia un abismo de plástico. Que haya gente cuyo proyecto de vida sea la cutrez resulta muy impresionante. Pudimos verlo en la segunda temporada de Lost, en el capítulo titulado «Todo el mundo odia a Hugo». Hugo Hurley Reyes era ese personaje, interpretado por Jorge García, que representaba al americano fondón y desaseado que se deja llevar por la corriente oceánica de la cultura popular. Buena gente, en suma. Vivía con su madre en Los Ángeles y se pasaba el día viendo televisión y dando cuenta de bolsas de patatas fritas. En este capítulo, sueña que le toca la lotería, y del sofoco se cae al suelo. Su madre acude atraída por el golpetazo. Le pregunta qué le ha pasado y empieza a abroncarle por llevar ese tipo de vida, perezosa y miserable. «Tienes que cambiar de vida», le dice. Y Hugo contesta: «A lo mejor no quiero cambiar. A lo mejor me gusta mi vida».

De nuevo, la profesión de fe, la voluntariedad de lo cutre.

Sin embargo, pongámonos estupendos e irrebatibles y afirmemos que lo cutre encuentra en España un grado de pureza mayor que en otros países, respaldado tal vez por siglos de picaresca e hidalguía, de honra y de esperpento, respaldado incluso por los quinquis y, después, las chonis y los poligoneros. Lo cutre puede verse como una tradición en España, bien que desconocida y mal nombrada, y que con la Transición y el progreso recibió su barniz último, esa extraña condición de paraíso perdido, de vuelta a la infancia y al abrazo de tu abuela.

Para escribir este libro he tenido que seguir estas intuiciones, y un puñado de ideas desmadejadas que creía mucho más completas de lo que eran, pues documentarse sobre lo cutre ha significado descubrir su ubicuidad, sus diversas facetas, algunas en efecto ridículas y mezquinas y otras luminosas, la extensión increíble de esta filosofía o estética, de este ver la vida como una cosa buena y barata.

Ya dijo Josep Pla que cuando quería aprender sobre algo escribía un libro. Lo cutre bien puede ser también eso: hacer las cosas para saber por qué quieres hacerlas, divulgar un saber que en realidad no deseas tanto ofrecer a los otros como a ti mismo, preparar las clases el día antes. De hecho, yo siempre he pensado que un prólogo en un libro es una cosa cutre. Es por eso que este libro debía llevar uno.

 

A.O.

Primera parte Filología cutre

Capítulo 1

Filología cutre

 

 

 

 

 

Algo fascinante en relación con lo cutre es que todo aquello que rodea este concepto se inclina por reforzar su significado, no está, no se sabe, se tambalea, cojea, fue un error o nadie se ha preocupado demasiado por ello. Si una cosa es cutre, será cutre hasta las raíces y en todas direcciones.

Yo mismo estoy escribiendo estas páginas en la cocina de mi casa, sobre un carrito metálico con dos bandejas oxidadas llenas de pinzas, filtros de cigarrillos, cajas vacías de secadores de pelo y esterillas. Tengo a un lado la lavadora y al otro el cubo de la fregona. Un gotelé de grano grueso es mi horizonte. Los conductos de gas natural, mi inspiración. Si escribiera sobre el teatro isabelino, me hubiera ido a un hotel del centro. Por eso no escribo sobre teatro isabelino.

Por idénticas inercias, al consultar el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua no podía suceder que la voz «cutre» nos la encontráramos perfectamente aseada y admitida, con su etimología indudable y su origen cierto.

 

1. adj. coloq. Tacaño, miserable. U. t. c. s. 2. adj. coloq. Pobre, descuidado, sucio o de mala calidad. Un bar, una calle, una ropa cutre.

 

Esto dice el DRAE sobre nuestro entrañable bisílabo. No hay, como vemos, ni un gramo de amor, respeto o complicidad en su descripción, que parece glosar la palabra más detestable de nuestro idioma. «Cutre» sirve como adjetivo y como sustantivo, su uso es eminentemente coloquial y, si en lo anímico hace referencia a espíritus rastreros y avarientos, en lo material designa todo aquello de lo que uno preferiría estar alejado: lo feo y lo barato. La Academia no parece haberse enterado de que hay gente a la que le gusta lo cutre, de que nos espera toda una filosofía detrás de esta palabra.

Pero ¿de dónde viene entonces este vocablo que suena tan cercano a cuchitril, catre, costra, crudo, curro, crujir o curtir, la familia monster del diccionario?

Una primera pesquisa a través de Google nos lleva a un lugar insospechado: Aragón. En concreto, a los arados de esta región. El buscador que nos sirve para honrar lo cutre con una investigación a su altura muestra varias referencias que ven el origen de la palabra en un peculiar arado, el cuitre o cuytre. Aparece en Las palabras de moda, simpático glosario de Antonio Hernández Guerrero; en Nuevo diccionario chistabino-castellano, no menos peculiar tesauro firmado por Brian Mott; y también en Los nombres del arado en el Pirineo, del reputado filólogo Manuel Alvar. Para Hernández Guerrero, «cutre» guarda relación con el símil «ser más bruto que un arado»; Mott aclara que esta herramienta se empleaba con la tierra más dura; y Alvar nos lleva al Foro general de Navarra, del siglo XIII, donde ya se habla del cuytre tirado por los bueyes.

El viaje a los orígenes nos precipita finalmente en una posible etimología latina. Julio Caro Baroja incluye este arado en su libro Tecnología popular española, donde afirma que la voz latina que se esconde tras «cutre» es culter, «cuchillo» o «reja», es decir, la parte incisiva del arado, que pasa a denominar por sinécdoque toda la herramienta.

Intuitivamente, más arriba relacionábamos «cutre» con «catre» o «cuchitril», pero nunca con «cuchillo». Ciertamente este utensilio, también arma blanca, no parece guardar mucha cercanía con nuestro desaliñado concepto, pues hay que hacer un gran esfuerzo para convertir un simple cuchillo de cocina en algo cutre, y no está claro que haya siquiera formas cutres de acuchillar a alguien, para qué nos vamos a engañar.

Así las cosas, el breve viaje por los arados aragoneses nos ha llevado a una vía muerta.

La otra pista que da Google para localizar el origen de la palabra «cutre» parece más convincente, por mucho que su etimología no se dé por resuelta. Se trataría, según esta especulación lingüística, de un galicismo. La palabra francesa croûte estaría detrás de todo nuestro cutrerío. Es lo que defiende la web Etimologías de Chile, un diccionario etimológico amateur fundado por el ingeniero computacional Valentín Anders.

Croûte o croute (pues perdió el acento circunflejo obligatorio en la reforma lingüística de 1990) denomina en francés el cubrimiento exterior de un alimento o incluso de todo un planeta, pudiendo referirse a la corteza del pan, al borde duro del queso, a la cáscara de algo o también —ojo— a la costra. Es un filamento, una película o una cobertura natural normalmente desechable a la hora de ingerir un producto alimentario.

Su origen es el latín crusta, «cáscara», «caparazón», de donde proceden palabras españolas como «crustáceo» o «costra». En este último caso, se ha producido en nuestro idioma lo que se denomina metátesis, un cambio de lugar de un sonido dentro de una misma palabra, pasando la -r de la primera sílaba en el vocablo de origen, crusta, a la segunda sílaba en la palabra derivada, «costra».

Sería, de hecho, también metátesis lo que encontraríamos en el galicismo «cutre», cuya -r también ha saltado de la primera a la última sílaba respecto al original croute. Así, la palabra latina crusta dio lugar en francés a la palabra croûte y en español a la palabra «costra» y, en el siglo XVIII, la palabra francesa croute dio lugar a su vez a la palabra española «cutre», que venturosamente tiene mucho más que ver con «costra» que con cualquier tipo de arado aragonés.

Al principio de este capítulo especulábamos a voleo sobre otras palabras que podían guardar relación con «cutre», como «catre» o «cuchitril», y citábamos por pura casualidad «costra». No en vano, durante algunos años estuvo de moda en España hablar de lo «costroso», motejar a alguien como «un costra» o considerar que un ambiente era tan decadente y desastrado que había en él «mucha costra». El diccionario de la RAE admite desde 1992 como segunda acepción de «costroso», después del evidente «que tiene costras», el significado de «cochambroso, sucio, desaseado». Todas estas coincidencias, un tanto purulentas, deben llevarnos a pensar que en la voz francesa croûte se halla con mucha probabilidad el origen de nuestra querida palabra «cutre».

Fue la edición de 1870 de nuestro diccionario la que incorporó «cutre» por primera vez, con la descripción telegráfica: «Lo mismo que miserable», pero sin acertar a señalar su origen. Esta escueta descripción siguió inalterada hasta 1992, donde se añadió «tacaño» a miserable en la primera acepción y se sumó una segunda que sigue vigente hoy día, como hemos visto: «2. Pobre, descuidado, sucio o de mala calidad». Así, «cutre» y «costroso» resulta que cayeron en desgracia semántica en el mismo año, y con Juegos Olímpicos y todo.

Sin embargo, ya en el siglo XIXcroûte les daba bastante más juego a los franceses, pues la palabra también servía para definir a una persona a l’esprit borné et imbécile («estrecha de miras e imbécil») y, en el arte pictórico, para nombrar un cuadro chapucero o ridículo. A quien pintaba mamarrachadas o bodrios se le consideraba un croûtier. Hoy en día, croûte puede referirse asimismo a un cuadro viejo resquebrajado por el paso del tiempo y que carece de valor. La metáfora es eficaz, pero extraordinariamente cruel: como decir que alguien tiene las paredes de su casa llenas, no de cuadros de cetrería heredados de la abuela, sino de costras.

 

Permitidme que os presente ahora al jesuita Ángel Sánchez (1727-1803), hasta nueva orden, el primero que coló la palabra «cutre» en un libro impreso. Vallisoletano de nacimiento, ciudad donde tomó los hábitos, su larga vida de piedad y hambre estuvo dedicada a la traducción al castellano de los textos bíblicos, traducción que solo fue permitida por la Iglesia a finales del siglo XVIII. Antes había que saber latín para hablar con Dios. Su primera obra fue Filosofía del espíritu y del corazón, enseñada en el Libro sagrado de los Proverbios traducido en rima castellana y aclarado con notas, que explica todo el sentido literal, publicada en Madrid en 1785 en edición bilingüe, latín-castellano. Se trata de una traducción en versos muy inspirados, no solo del libro de los Proverbios, sino también del Eclesiastés, Sabiduría y Eclesiástico, los llamados «libros sapienciales». El padre Ángel era un poeta, y quizá para ocultarlo solo hizo versos con la excusa de difundir y popularizar lo sagrado. El libro aún puede conseguirse hoy día en Amazon, en versión facsimilar, por 21,47 euros; y en Carrefour, algo más caro, por 34,62 euros.

En este volumen, leemos en el capítulo XXIX, titulado Sobre el emprestar, y fiar. Y sobre las incomodidades de los que viajan y traducido del capítulo análogo del Eclesiástico, lo siguiente:

 

De tu dinero sacrifica sumas

(que no las pierdes, aunque así presumas)

a favor de tu amigo y de tu hermano,

antes que, como cutre e inhumano,

ponerlo entre ladrillos escondido:

que entonces de verdad lo habrás perdido.

 

La levadura poética le ha permitido a Ángel Sánchez completar una impecable quintilla a partir del original latino, mucho menos extenso y florido: «Perde pecuniam propter fratrem et amicum tuum: et non abscondas illam sub lapide in perditionem». Es decir: «Gasta el dinero en la amistad y la familia: y no lo escondas bajo una piedra para que se pierda». El creativo jesuita ha puesto mucho de su cosecha en la traducción, incluido ese «cutre» que, en 1785, sí debía ser palabra de moda, y no precisamente en los periódicos y gacetas, ni en los libros o en los salones, sino en la calle y la taberna. El uso además resulta admirable por su exactitud, plenamente moderna, pues nos remite al sentido de «tacaño» que el diccionario solo reconoció, como hemos visto, más de un siglo y medio después.

Sin embargo, pocas huellas de la palabra encontraremos entre este piadoso manual de autoayuda divina de finales del siglo XVIII y algunas obras literarias menores de finales del siglo XIX. La Real Academia Española de la Lengua dispone de un corpus digitalizado al que se accede a través de dos herramientas, CORDE y CREA, que suelen llevarte a sitios insospechados y pocas veces convenientes. Su interfaz parece hecha a propósito para buscar en ella «cutre».

Trasteando en la web de la RAE aterrizamos al menos en el epistolario de uno de los principales literatos españoles de comienzos del siglo XVIII, Leandro Fernández de Moratín, autor, entre otras piezas dramáticas, de El sí de las niñas (1806). El documento más antiguo que nos localiza esta herramienta, que incluya la palabra «cutre» es una carta de 1825.

Como resulta de lo más increíble que ningún escritor la haya incorporado a su obra literaria en todo el siglo XIX, y más después de que lo hiciera tan simpáticamente un cura en 1785, busco en Google uno por uno los pdf de las obras más afamadas de nuestras letras en aquel periodo, sobre todo las extensas y esas otras que por sus temáticas costrosas podrían haber echado mano del término. La búsqueda resulta infructuosa: Larra no la emplea en ninguno de sus artículos, ni tampoco en su novela El doncel de don Enrique el Doliente (1834). Tampoco aprovecha la ocasión Espronceda en El estudiante de Salamanca (1839), que era bien propicia. No figura en Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla, ni en La gaviota (1849), de Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber). Gustavo Adolfo Bécquer no encontró sitio para esta voz en sus Leyendas (1858-1865), ni Emilia Pardo Bazán en Los pazos de Ulloa (1886), ni Clarín en La regenta (1884). Tampoco Galdós en Fortunata y Jacinta (1887), ni Blasco Ibáñez —al que le pegaba sobre manera— en La barraca (1898); o Ángel Ganivet en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898), por buscar ya a lo loco.

De hecho, el propio Moratín no emplea esta palabra en ninguna de sus cinco obras teatrales, a pesar de utilizarla con bastante gracia en la carta a la que nos ha llevado el CREA. ¿Cómo puede un vocablo que se introdujo en España en el siglo XVIII resultar tan esquivo e inencontrable a lo largo de todo el siglo XIX? Hasta he buscado, con muy mala intención, en El arte de las putas (1770), obra en verso de carácter erótico y tono obviamente barriobajero, escrita por el padre de Moratín, don Nicolás, a ver si había suerte; pero no. En este caso quizá era demasiado pronto.

La epístola de Leandro Fernández de Moratín, con todo, tiene bastante gracia. Fechada el 25 de julio de 1825, su condición de mensaje privado quizá permitió a Moratín tomarse la licencia de emplear una palabreja que debía sonar únicamente entre un pequeño grupo de afrancesados y bandoleros. Aun así, Moratín la utiliza en una única carta de los cientos que escribió, y además en una enviada desde Burdeos (Francia), lo que quizá explique el recurso al galicismo.

La misiva, cutremente, está dirigida a dos señoras, quizá por ahorrar papel o directamente palabras o incluso señoras. La primera es Francisca Muñoz, doña «Pacita», a la que Moratín relata la visita que ha recibido de una amiga común y a la que despide de esta manera: «Páselo usted bien, y no engorde más, y quiérame mucho, que Dios se lo pagará, y hasta otro día». Una carta a una señora que termine pidiéndole que no engorde más seguramente es tan difícil de encontrar como una novela antigua que emplee la palabra «cutre».

La otra señora destinataria, quizá más delgada, es doña María Trinidad Clavijo, a la que Moratín cuenta brevemente cómo una mujer ha ido a pedirle matrimonio y él la ha rechazado.

 

Me insinuó varias veces lo del consorcio; rogó, instó, lloró, me ofreció dinero y confites; pero yo la desengañé y la dije que, a no estar por medio doña Guillelmina, de nadie sería mi blanca mano sino de la señora Trinidad. Esto la sobrecogió de tal manera, que, después de llamarme sacre, pirata, cutre, belitre y monstruo cuadrúpedo, cayó desmayada sobre una silla, y de la silla al suelo, y no volvió en sí en mucho tiempo, sino a beneficio de dos cantáridas y un sedal que le aplicaron los facultativos.

 

La despedida en este caso es menos original: «Me ofrezco en esta ocasión a sus órdenes de usted, y la deseo larga vida y salud».

Notemos que aquí «cutre» se emplea muy singularmente, pues viene a nombrar a un hombre que no quiere casarse, o no contigo. También debemos apreciar que en la ristra de denuestos que encadena Moratín abundan los galicismos: sacre, cutre y belitre lo son, aunque solo «sacre» (ladrón) y «belitre» (pícaro) se nos antojan empleados con alguna propiedad. «Cutre» quizá se le escapó a Moratín por la rima consonante, que hacía más ruidoso y francés su rechazo a pasar por el altar.

La otra aparición de nuestra fugitiva palabra en la obra de los escritores del siglo XIX tiene que esperar hasta 1883, cuando Emilia Pardo Bazán la incluye en un cuento titulado La tribuna. Como vimos, la escritora gallega no recurre a «cutre» en sus novelas más conocidas. En este relato leemos:

 

¡Buena gente son los Sobrados! Los conozco como si viviese con ellos […]. Avaros, miserables como la sarna. La madre y el tío son capaces de llorarle a uno el agua que bebe; el padre no es tan cutre, pero es un infeliz; le tienen dominado y pide permiso a su mujer cuando corta pan del mollete.

 

Aquí el adjetivo «cutre» se emplea con total puntería, pues Pardo Bazán señala con él una «estrechez voluntaria», la de la familia Sobrados, que ahorran y pelean el gasto, aunque no anden mal de dinero.

Nuestra búsqueda vuelve a Google y a los azares que le son propios. Así nos encontramos con que justamente la autora de Los pazos de Ulloa escribió bastantes años después, en 1910, una pieza definitiva para nuestra investigación, la entrada triunfal de una palabra de origen extranjero, cuando no incierto, en la literatura española. Se trata de otro cuento, publicado en la revista Blanco y negro y que se titula directa y gloriosamente Las «cutres». El uso del término es tan inaceptable que Pardo Bazán lo emplea siempre entre comillas (en el título) o en cursiva (en las diecisiete ocasiones en que aparece en el texto).

Las «cutres» narra la historia de tres hermanas cuya madre, muy coqueta y enamoradiza, muere de improviso y, de inmediato, ellas deciden recluirse en casa y sobrevivir con lo que malamente cultivan en su huerto, y haciendo el menor gasto posible, motivo por el cual en el pueblo donde viven acaba cayéndoles encima ese mote contundente. Pasados veinticinco años de encierro y avaricia, muchos ven en ellas «un buen partido», pues consideran que habrán amasado «millones».

El narrador del cuento se descuelga entonces afirmando que algún motivo honroso podía existir para tal enclaustramiento, y la vida enseguida le da la razón. Resultó que las tres hermanas tenían un hermano, seguramente hijo de otro hombre, y prometieron a la madre que lo mantendrían y le darían estudios universitarios, todo lo cual se descubre cuando este hermano vuelve al pueblo, y la casa empieza de pronto a llenarse de muebles de calidad y enseguida le conciertan al chaval un buen matrimonio, después de lo cual las tres hermanas se van a vivir al campo en iguales términos de cutrez en los que vivieron hasta ahora. Lo cutre en el relato de Pardo Bazán esconde sacrificio, nobleza, y obviamente una discriminación favorable al varón muy propia de su tiempo.

La voz «cutre» no se vuelve particularmente habitual en las novelas de la primera mitad del siglo Xx después de este relato de Pardo Bazán, aunque Valle-Inclán la emplea (porque Valle-Inclán empleó todas las palabras del mundo) en La corte de los milagros (1927). No figura en A sangre y fuego (1937), de Manuel Chaves Nogales, ni en Nada (1945), de Carmen Laforet, ni en La colmena (1950), de Camilo José Cela, ni en Las ratas (1962), de Miguel Delibes, aunque en todas ellas hubiera motivos más que sobrados para lucir el concepto. Tampoco aparece en Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos, donde se retrata toda la cutrez de la época franquista con especial prolijidad.

Podemos especular por tanto que durante el franquismo la palabra «cutre» se daba por hecho, no hacía falta decirla y escribirla resultaba redundante. O a lo mejor hasta escribirla era delito. Lo cutre es en realidad una noción democrática, liberadora, voluntaria y revisionista. Durante cuarenta años de cutre-dictadura no podía haber nada que fuera cutre porque era difícil hacer comparaciones. Solo a partir de los años 70 las cosas pueden ser cutres sin dejar de ser españolas, y ya en los 80 lo cutre empezó a alzar el vuelo hacia los alegres aires de la modernidad. Ser cutre será ser moderno, es decir, creativo a falta de dinero, perezoso a falta de castigo. Como veremos, no hay casi nada que valga la pena en aquellos primeros años de la Transición que no sea cutre, desde La Movida a las películas de Fernando Trueba o Pedro Almodóvar pasando por el propio look de Felipe González. Lo cutre necesita un contexto de bonanza para manifestarse, pues no se puede ser cutre si todo un país es cutre y todas las vidas que te rodean son igualmente cutres y nadie puede optar por el cutrerío frente al gusto convencional de su tiempo. Es importante comprender que la pobreza no es cutre. Lo cutre es el desprecio por la buena vida según la entienden los spots publicitarios.