1,99 €
"Vindicación de los Derechos de la Mujer" es un tratado fundamental que defiende la igualdad educativa y social para las mujeres. Mary Wollstonecraft critica el sistema que somete a las mujeres a la ignorancia y la dependencia, argumentando que esta condición no es natural, sino resultado de una educación deficiente y restrictiva. Al desafiar las normas de su época, Wollstonecraft señala que las mujeres, al igual que los hombres, poseen capacidades intelectuales y morales, y que deben tener acceso a la educación para desarrollar plenamente sus talentos y contribuir a la sociedad. Desde su publicación, "Vindicación de los Derechos de la Mujer" ha sido reconocida por su audaz crítica a la opresión femenina y su defensa de la autonomía y racionalidad de las mujeres. Las ideas expresadas en la obra han inspirado movimientos feministas y continúan siendo debatidas y valoradas por su visión del papel de las mujeres en la sociedad. La obra sigue siendo relevante por su análisis de las desigualdades de género y por su defensa de la igualdad de derechos y oportunidades. Al abordar la importancia de la educación y el respeto mutuo entre hombres y mujeres, "Vindicación de los Derechos de la Mujer" ofrece reflexiones sobre la lucha por la equidad, siendo una referencia en las discusiones sobre justicia social hasta el día de hoy.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 441
Mary Wollstonecraft
VINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER
Título original:
“A Vindication of the Rights of Woman”
PRESENTACIÓN
VINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER
INTRODUCCIÓN DE LA AUTORA
A M. Talleyrand-Périgod, antiguo obispo de Autun
CAPÍTULO PRIMERO - Consideración sobre los derechos y deberes que afectan al género humano
CAPÍTULO II - Discusión sobre la opinión prevaleciente de un carácter sexual
CAPÍTULO III - Continúa el mismo tema
CAPÍTULO IV - Observaciones sobre el estado de degradación al que se encuentra reducida la mujer por causas diversas
CAPÍTULO V - Censuras a algunos de los escritores que han hecho de las mujeres un objeto de piedad cercano al desprecio
CAPÍTULO VI - Efecto que produce sobre el carácter una asociación de ideas prematura
CAPÍTULO VII - La modestia considerada en toda su amplitud y no como una virtud de carácter sexual
CAPÍTULO VIII - Socavamiento de la moral mediante nociones sexuales sobre la importancia de una buena reputación
CAPÍTULO IX - De los efectos perniciosos que surgen de las distinciones innaturales establecidas en la sociedad
CAPÍTULO X - El afecto paternal
CAPÍTULO XI - El deber hacia los padres
CAPÍTULO XII - Sobre la educación nacional
CAPÍTULO XIII - Algunos ejemplos de la necedad que genera la ignorancia de las mujeres, con reflexiones concluyentes sobre el perfeccionamiento moral que podría esperarse que produjera de modo natural una revolución en los modales de las mujeres
Mary Wollstonecraft
1759 - 1797
Mary Wollstonecraft fue una escritora, filósofa y defensora de los derechos de las mujeres, ampliamente reconocida como una de las precursoras del feminismo moderno. Nacida en Londres, Inglaterra, Wollstonecraft es recordada principalmente por su obra "Vindicación de los derechos de la mujer" (1792), en la cual defiende la igualdad de educación y oportunidades para las mujeres, criticando las limitaciones impuestas por la sociedad patriarcal de su época.
Inicios de la Vida y Educación
Mary Wollstonecraft nació en una familia inestable y pasó gran parte de su infancia en dificultades financieras. Desde temprana edad, se rebeló contra el trato diferenciado dado a hombres y mujeres, lo cual alimentó su deseo de autonomía y conocimiento. Decidida a emanciparse, trabajó como institutriz y maestra, experiencias que influyeron en su visión sobre la importancia de la educación para la emancipación femenina. Más tarde, se estableció en Londres, donde comenzó a escribir y colaborar con otros pensadores de la época.
Carrera y Contribuciones
La obra de Wollstonecraft abarca desde ensayos filosóficos hasta textos sobre educación y ficción. En "Vindicación de los derechos de la mujer", Wollstonecraft sostiene que las mujeres deberían tener acceso a la misma educación que los hombres, afirmando que la desigualdad entre los géneros era producto de la falta de oportunidades educativas. Su escritura vigorosa y convincente desafía los valores patriarcales de su tiempo, proponiendo una sociedad en la que hombres y mujeres sean compañeros iguales, tanto en el ámbito privado como en el público. Otros textos, como "Reflexiones sobre la educación de las hijas" y "Mary: Una ficción", también reflejan su preocupación por el desarrollo moral e intelectual de las mujeres.
Impacto y Legado
La obra de Wollstonecraft fue pionera en la defensa de los derechos de las mujeres y ha influido en el pensamiento feminista durante generaciones. Sus escritos, que tratan temas como igualdad, libertad y justicia, han inspirado a filósofos, activistas y escritores a lo largo de los siglos. Aunque enfrentó críticas en vida y después de su muerte debido a sus ideas radicales y su estilo de vida independiente, Wollstonecraft es hoy celebrada como una figura central en el desarrollo del feminismo y en la lucha por los derechos civiles y educativos de las mujeres.
Mary Wollstonecraft falleció prematuramente, a los 38 años, en 1797, debido a complicaciones en el parto de su segunda hija, Mary Shelley, quien se convertiría en la autora de "Frankenstein". Aunque fue marginada por la sociedad de su tiempo, su legado perduró, siendo reconocida como una de las primeras voces en cuestionar y desafiar las limitaciones impuestas a las mujeres. Hoy, Wollstonecraft es homenajeada como una pionera del feminismo, y su influencia impregna el pensamiento contemporáneo sobre la igualdad de género, reforzando su lugar entre los grandes defensores de los derechos humanos
Sobre la obra
"Vindicación de los Derechos de la Mujer" es un tratado fundamental que defiende la igualdad educativa y social para las mujeres. Mary Wollstonecraft critica el sistema que somete a las mujeres a la ignorancia y la dependencia, argumentando que esta condición no es natural, sino resultado de una educación deficiente y restrictiva. Al desafiar las normas de su época, Wollstonecraft señala que las mujeres, al igual que los hombres, poseen capacidades intelectuales y morales, y que deben tener acceso a la educación para desarrollar plenamente sus talentos y contribuir a la sociedad.
Desde su publicación, "Vindicación de los Derechos de la Mujer" ha sido reconocida por su audaz crítica a la opresión femenina y su defensa de la autonomía y racionalidad de las mujeres. Las ideas expresadas en la obra han inspirado movimientos feministas y continúan siendo debatidas y valoradas por su visión del papel de las mujeres en la sociedad.
La obra sigue siendo relevante por su análisis de las desigualdades de género y por su defensa de la igualdad de derechos y oportunidades. Al abordar la importancia de la educación y el respeto mutuo entre hombres y mujeres, "Vindicación de los Derechos de la Mujer" ofrece reflexiones sobre la lucha por la equidad, siendo una referencia en las discusiones sobre justicia social hasta el día de hoy.
Tras considerar el devenir histórico y contemplar el mundo viviente con anhelosa solicitud, las emociones más melancólicas de indignación desconsolada han oprimido mi espíritu y lamento verme obligada a confesar tanto que la Naturaleza ha establecido una gran diferencia entre un hombre y otro como que la civilización que hasta ahora ha habido en el mundo ha sido muy parcial. He repasado varios libros sobre educación y he observado pacientemente la conducta de los padres y la administración de las escuelas. ¿Cuál ha sido el resultado? La profunda convicción de que la educación descuidada de mis semejantes es la gran fuente de la calamidad que deploro y de que a las mujeres, en particular, se las hace débiles y despreciables por una variedad de causas concurrentes, originadas en una conclusión precipitada. La conducta y los modales de las mujeres, de hecho, prueban con claridad que sus mentes no se encuentran en un estado saludable, porque al igual que las flores plantadas en una tierra demasiado rica, la fortaleza y provecho se sacrifican a la belleza, y las hojas suntuosas, tras haber resultado placenteras a una mirada exigente, se marchitan y abandonan en el tallo mucho antes del tiempo en que tendrían que llegar a su sazón. Atribuyo una de las causas de este florecimiento estéril a un sistema de educación falso, organizado mediante los libros que sobre el tema han escrito hombres que, al considerar a las mujeres más como tales que como criaturas humanas, se han mostrado más dispuestos a hacer de ellas damas seductoras que esposas afectuosas y madres racionales; y este homenaje engañoso ha distorsionado tanto la comprensión del sexo, que las mujeres civilizadas de nuestro siglo, con unas pocas excepciones, solo desean fervientemente inspirar amor, cuando debieran abrigar una ambición más noble y exigir respeto por su capacidad y sus virtudes.
Por consiguiente, en un tratado sobre los derechos y modales de la mujer, no deben pasarse por alto las obras que se han escrito expresamente para su perfeccionamiento, en especial cuando se afirma con términos directos que las mentes femeninas se encuentran debilitadas por un refinamiento falso; que los libros de instrucción escritos por hombres de talento han presentado la misma tendencia que las producciones más frívolas, y que, en estricto estilo mahometano, se las trata como si fueran seres subordinados y no como parte de la especie humana, cuando se acepta como razón perfectible la distinción solemne que eleva al hombre sobre la creación animal y pone un cetro natural en una mano débil.
Sin embargo, el hecho de que yo sea mujer no debe llevar a mis lectores a suponer que pretendo agitar con violencia el debatido tema de la calidad o inferioridad del sexo, pero, como lo encuentro en mi camino y no puedo pasarlo por alto sin exponer a malinterpretación la línea principal de mi razonamiento, me detendré un momento para expresar mi opinión en pocas palabras. En el gobierno del mundo físico se puede observar que la mujer, en cuanto a fuerza, es, en general, inferior al hombre. Es ley de la Naturaleza y no parece que vaya a suspenderse o revocarse en favor de la mujer. Así pues, no puede negarse cierto grado de superioridad física, lo cual constituye una prerrogativa noble. Pero no contentos con esta preeminencia natural, los hombres se empeñan en hundirnos aún más para convertirnos simplemente en objetos atractivos para un rato; y las mujeres, embriagadas por la adoración que bajo la influencia de sus sentidos les profesan los hombres, no tratan de obtener un interés duradero en sus corazones o convertirse en las amigas de los semejantes que buscan diversión en su compañía.
Tengo en cuenta una inferencia obvia. He oído exclamaciones contra las mujeres masculinas provenientes de todas partes, pero ¿en qué deben basarse? Si con esta denominación los hombres quieren vituperar su pasión por la caza, el tiro y el juego, me uniré con la mayor cordialidad al clamor; pero si va contra la imitación de las virtudes masculinas o, hablando con mayor propiedad, de la consecución de aquellos talentos y virtudes cuyo ejercicio ennoblece el carácter humano, y eleva a las mujeres en la escala de los seres animales, donde se las incluye en la humanidad, debo pensar que todos aquellos que las juzguen con talante filosófico tienen que desear conmigo que se vuelvan cada día más y más masculinas.
Esta exposición divide el tema de modo natural. Primero consideraré a las mujeres como criaturas humanas que, en común con los hombres, se hallan en la tierra para desarrollar sus facultades; después señalaré de forma más particular sus características.
También deseo evitar un error en el que han caído muchos escritores respetables, porque la instrucción que hasta ahora se ha dirigido a las mujeres más bien ha sido aplicable a las señoras, si se exceptúa el parecer pequeño e indirecto que se vierte a través de Sandford and Merton; pero al dirigirme a mi sexo en un tono más firme, dedico una atención especial a las de la clase media porque parecen hallarse en el estado más natural. Quizá las semillas del falso refinamiento, la inmoralidad y la vanidad siempre han sido sembradas por los nobles. Seres débiles y artificiales, situados sobre los deseos y afectos comunes de su raza de modo prematuro e innatural, minan los cimientos mismos de la virtud y desparraman corrupción por la sociedad en su conjunto. Como clase de la humanidad, tienen el mayor derecho a la piedad; la educación de los ricos tiende a volverlos vanos y desvalidos, y el desarrollo de la mente no se fortalece mediante la práctica de aquellos deberes que dignifican el carácter humano. Solo viven para divertirse, y por la misma ley que produce invariablemente en la Naturaleza ciertos efectos, pronto solo abordan diversiones estériles.
Pero como pretendo dar una visión separada de los diferentes estratos de la sociedad y del carácter moral de las mujeres en cada uno de ellos, por el momento esta alusión es suficiente. Y solo me he ocupado del tema porque me parece que la esencia misma de una introducción es proporcionar un recuento sumario de los contenidos de la obra a la que introduce.
Espero que mi propio sexo me excuse si trato a las mujeres como criaturas racionales en vez de hacer gala de sus gracias fascinantes y considerarlas como si se encontraran en un estado de infancia perpetua, incapaces de valerse por sí solas. Deseo de veras señalar en qué consiste la verdadera dignidad y la felicidad humana. Quiero persuadir a las mujeres para que traten de conseguir fortaleza, tanto de mente como de cuerpo, y convencerlas de que las frases suaves, el corazón impresionable, la delicadeza de sentimientos y el gusto refinado son casi sinónimos de epítetos de la debilidad, y que aquellos seres que son solo objetos de piedad y de esa clase de amor que se ha calificado como su gemela pronto se convertirán en objetos de desprecio.
Luego al desechar esas preciosas frases femeninas que los hombres usan con condescendencia para suavizar nuestra dependencia servil y al desdeñar esa mente elegante y débil, esa sensibilidad exquisita y los modales suaves y dóciles que supuestamente constituyen las características sexuales del recipiente más frágil, deseo mostrar que la elegancia es inferior a la virtud, que el primer objetivo de una ambición laudable es obtener el carácter de un ser humano, sin tener en cuenta la distinción de sexo, y que las consideraciones secundarias deben conducir a esta simple piedra de toque.
Esto es el esbozo aproximado de mi plan, y si expreso mi convicción con las enérgicas emociones que siento cuando pienso sobre el tema, algunos de mis lectores experimentarán el dictado de la experiencia y la reflexión. Animada por este importante objetivo, desdeñaré escoger las frases o pulir mi estilo. Pretendo ser útil y la sinceridad me hará natural, ya que al desear persuadir por la fuerza de mis argumentos en vez de deslumbrar por la elegancia de mi lenguaje, no perderé el tiempo con circunloquios o en fabricar expresiones rimbombantes sobre sentimientos artificiales que proceden de la cabeza y nunca llegan al corazón. Me emplearé en las cosas y no en las palabras, y deseosa de convertir a mi sexo en miembros más respetables de la sociedad, trataré de evitar esa dicción florida que se ha deslizado de los ensayos a las novelas y de ellas a las cartas familiares y a la conversación.
Esos pulcros superlativos, cuando se escapan de la lengua sin reflexión, vician el gusto y crean una especie de delicadeza enfermiza que rechaza la verdad simple y sin adornos; y un diluvio de falsas sensaciones y sentimientos desmesurados, al ahogar las emociones naturales del corazón, convierten en insípidos los placeres domésticos que deben suavizar el ejercicio de aquellos severos deberes que educan al ser racional e inmortal para un campo de acción más noble.
La educación de las mujeres últimamente se ha atendido más que en tiempos anteriores. Aun así, todavía se las considera un sexo frívolo y los escritores que tratan de que mejoren mediante la sátira o la instrucción las ridiculizan o se apiadan de ellas. Se sabe que dedican muchos de los primeros años de sus vidas a adquirir una noción superficial de algunas dotes; mientras tanto, se sacrifica el fortalecimiento de cuerpo y alma a las nociones libertinas de belleza, al deseo de establecerse mediante el matrimonio — único modo en que las mujeres pueden ascender en el mundo. Y como este deseo las hace meros animales, cuando se casan actúan como se espera que lo hagan los niños: se visten, se pintan y se las moteja de criaturas de Dios. ¡Ciertamente estos frágiles seres solo sirven para un serrallo! ¿Puede esperarse que gobiernen una familia con fundamento o que cuiden de los pobres infantes que traen al mundo?
Luego, si puede deducirse con exactitud de la conducta presente del sexo, de la inclinación generalizada hacia el placer que ocupa el lugar de la ambición y de aquellas pasiones más nobles que abren y ensanchan el alma que la instrucción que han recibido las mujeres hasta ahora solo ha tendido, con la implantación de la sociedad cortés, a convertirlas en objetos insignificantes del deseo — ¡meras propagadoras de necios! — , si puede probarse que al pretender adiestrarlas sin cultivar sus entendimientos se las saca de la esfera de sus deberes y se las hace ridículas e inútiles cuando pasa el breve florecimiento de la belleza, doy por sentado que los hombres racionales me excusarán por intentar persuadirlas para que se vuelvan más masculinas y respetables.
Realmente la palabra masculinas es solo un metemiedos; hay poca razón para temer que las mujeres adquieran demasiado valor o fuerza, ya que su patente inferioridad con respecto a la fortaleza corporal debe hacerlas en cierto grado dependientes de los hombres en las diferentes relaciones de la vida; pero, ¿por qué debe incrementarse esta dependencia por prejuicios que ponen sexo a la virtud y confunden las verdades llanas con ensueños sensuales?
De hecho, las mujeres se encuentran tan degradadas por la mala interpretación de las nociones sobre la excelencia femenina, que no creo añadir una paradoja cuando afirmo que esta debilidad artificial produce una propensión a tiranizar y da cabida a la astucia, oponente natural de la fortaleza, que las lleva a completar el juego con esos despreciables ademanes infantiles que minan la estima aunque exciten el deseo. Que los hombres se vuelvan más castos y modestos, y si las mujeres no se hacen más sensatas en la misma proporción, quedará claro que poseen entendimientos más débiles. Parece poco necesario decir que hablo del sexo en general. Muchas mujeres tienen más sentido que sus allegados masculinos; y como nada pesa más donde hay una lucha constante por el equilibrio sin que tenga naturalmente mayor gravedad, algunas mujeres gobiernan a sus maridos sin degradarse, porque el intelecto siempre gobernará.
Señor, habiendo leído con gran placer un escrito que ha publicado últimamente, le dedico este volumen — la primera dedicatoria que he escrito en mi vida — para inducirle a leerlo con atención, y porque pienso que me entenderá, lo que no supongo que harán muchos de los que se creen agudos e ingeniosos, que quizás ridiculicen los argumentos que no son capaces de rebatir. Pero, señor, llevo mi respeto hacia su entendimiento aún más lejos, porque confío en que no dejará de lado mi obra y concluirá a la ligera que estoy en el error porque usted no consideró el asunto a la misma luz que yo. Y, perdón por mi franqueza, pero debo observar que usted lo trató de modo demasiado superficial, satisfecho con considerarlo como lo había sido en otro tiempo, cuando los derechos del hombre, por no aludir a los de la mujer, eran pisoteados como quiméricos. Así pues, le emplazo ahora para sopesar lo que he avanzado respecto a los derechos de la mujer y la educación nacional; y lo hago con el tono firme de la humanidad, porque mis argumentos, señor, están dictados por un espíritu desinteresado: abogo por mi sexo y no por mí misma. Desde hace tiempo he considerado la independencia como la gran bendición de la vida, la base de toda virtud; y siempre la alcanzaré reduciendo mis necesidades, aunque tenga que vivir de una tierra estéril.
Así, es el afecto por el conjunto de la raza humana lo que hace a mi pluma correr rápidamente para apoyar lo que creo que constituye la causa de la virtud; y el mismo motivo me lleva a desear honradamente ver a la mujer colocada en una posición desde la que adelantaría, en lugar de retrasar, el progreso de aquellos gloriosos principios que dan sustancia a la moralidad. En efecto, mi opinión sobre los derechos y obligaciones de las mujeres parece brotar de modo tan natural de esos principios fundamentales, que pienso, aunque no sea muy probable, que algunas de las mentes preclaras que dieron forma a vuestra admirable constitución coincidirían conmigo.
En Francia, sin duda, existe una difusión más general del conocimiento que en cualquier otra parte del mundo europeo, y lo atribuyo, en gran medida, al intercambio social que durante mucho tiempo ha pervivido entre los sexos. Es cierto — expreso mis sentimientos con libertad — que allí se ha extraído la esencia misma de la sensualidad para regalo de los voluptuosos y ha prevalecido una especie de lujuria sentimental que, junto con el sistema de duplicidad que todo el contenido de su gobierno político y civil enseñó, ha proporcionado una siniestra suerte de sagacidad al carácter francés, denominado propiamente finesse, de la que emana con naturalidad un refinamiento de modales que daña la esencia al echar a la sinceridad fuera de la sociedad. Y la modestia, el vestido más bello de la virtud, se ha insultado en Francia de modo más grosero que en Inglaterra incluso, y hasta sus mujeres han tachado de mojigata esa atención a la decencia que los brutos observan por instinto.
Los modales y la moral se hallan tan ligados que a menudo se han confundido; pero aunque los primeros solo deben ser un reflejo natural de la última, cuando varias causas han producido modales artificiosos y corruptos, que se adquieren muy temprano, la moralidad se vuelve una palabra vacía. La reserva personal y el respeto sagrado por la claridad y delicadeza en la vida doméstica, que las mujeres francesas casi desprecian, son los pilares airosos de la modestia; y, lejos de despreciarlos, si la llama pura del patriotismo ha alcanzado sus senos, deben trabajar para mejorar la moral de sus conciudadanos, enseñando a los hombres no solo a respetar la modestia en las mujeres, sino darle cabida ellas mismas, como la única vía de merecer su estima.
Al luchar por los derechos de la mujer, mi argumento principal se basa en este principio fundamental: si no se la prepara con la educación para que se vuelva la compañera del hombre, detendrá el progreso del conocimiento y la virtud; porque la virtud debe ser común a todos o resultará ineficaz para influir en la práctica general. ¿Y cómo puede esperarse que la mujer contribuya a menos que sepa cómo ser virtuosa, que la libertad fortalezca su razón hasta que comprenda su deber y vea de qué modo se encuentra conectado con su beneficio real? Si se tiene que educar a los niños para que entiendan el principio verdadero del patriotismo, su madre debe ser patriota; y el amor al género humano, del que brota una sucesión ordenada de virtudes, solo puede darse si se tienen en consideración la moral y los intereses civiles de la humanidad; pero la educación y situación de la mujer en el momento presente la dejan fuera de tales investigaciones.
En esta obra he presentado muchos argumentos que me resultaban concluyentes para probar que la noción prevaleciente sobre el carácter sexual era subversiva para la moral, y he sostenido que para hacer más perfectos el cuerpo y la mente humanos, la castidad debe predominar de modo más universal, y que esta no será respetada en el mundo masculino mientras la persona de una mujer no deje de ser idolatrada, por decirlo así, cuando escasa virtud o sentido la adornen con grandes rasgos de belleza mental o la interesante simplicidad del afecto.
Considere, señor, estas observaciones sin pasión, pues un destello de su verdad pareció abrirse ante usted cuando observó “que ver una mitad de la raza humana excluida por la otra de toda participación en el gobierno era un fenómeno político que, según los principios abstractos, era imposible explicar”. Si es así, ¿en qué se apoya su constitución? Si los derechos abstractos del hombre sostienen la discusión y explicación, los de la mujer, por un razonamiento parejo, no rehuirían el mismo examen; aun así, en este país prevalece una opinión diferente, basada en los mismos argumentos que utilizan para justificar la opresión de la mujer: el precepto.
Considere — me dirijo a usted como legislador — que si los hombres luchan por su libertad y se les permite juzgar su propia felicidad, ¿no resulta inconsistente e injusto que subyuguen a las mujeres, aunque crean firmemente que están actuando del modo mejor calculado para proporcionarles felicidad? ¿Quién hizo al hombre el juez exclusivo, si la mujer comparte con él el don de la razón?
De este mismo modo argumentan todos los tiranos, cualquiera que sea su nombre, desde el rey débil hasta el débil padre de familia; todos ellos están ávidos por aplastar la razón, y también siempre afirman que usurpan el trono solo por ser útiles. ¿No actúan de modo similar cuando fuerzan a todas las mujeres, al negarles los derechos políticos y civiles, a permanecer confinadas en sus familias, andando a tientas en la oscuridad? Porque ciertamente, señor, no afirmará que un deber pueda obligar cuando no se basa en la razón. Si realmente este fuera su destino, los argumentos se desprenderían de la razón; y, así, magníficamente apoyados, cuanto más entendimiento adquieran las mujeres, más se atarán a su deber comprendiéndolo, porque si no lo comprenden, si su moral no se fija con los mismos principios inmutables de los hombres, no existe autoridad que pueda exonerarlas de él de manera virtuosa. Pueden ser esclavas convenientes, pero el efecto constante de la esclavitud degradará al amo y al subordinado abyecto.
Pero si se debe excluir a las mujeres, sin tener voz, de participar en los derechos naturales del género humano, pruebe primero, para rechazar la acusación de injusticia e inconsistencia, que carecen de razón; de otro modo, esta grieta en vuestra Nueva Constitución siempre mostrará que el hombre, de alguna forma, debe actuar como un tirano, y la tiranía, en cualquier parte de la sociedad donde alce su descarado frente, siempre socavará la moralidad.
Reiteradamente he sostenido que las mujeres no pueden ser confinadas por la fuerza a los asuntos domésticos y he proporcionado argumentos que me parecen irrecusables al desprenderse de cuestiones de hecho que prueban mi afirmación; porque, aunque ignorantes, se inmiscuirán en los de más peso, descuidando los deberes privados solo para estorbar, con ardides arteros, los planes ordenados de la razón que se alzan por encima de su comprensión.
Además, mientras estén solo hechas para adquirir dotes personales, los hombres las buscarán en variedad por placer, y maridos infieles harán esposas infieles; realmente deberá excusarse a estos seres ignorantes cuando, al no haberles enseñado a respetar el bien público o no haberles concedido ningún derecho civil, intenten hacerse justicia mediante el desquite.
Abierta de este modo la caja de los males, ¿qué va a preservar la virtud privada, la única protección de la libertad pública y la felicidad universal?
Luego, que no exista coerción establecida en la sociedad y, al prevalecer la ley de gravedad común, los sexos caerán en el lugar que les corresponde. Y cuando vuestros ciudadanos se formen con leyes más equitativas, el matrimonio se volverá más sagrado; vuestros jóvenes escogerán esposas por motivos de afecto y vuestras doncellas permitirán que el amor desarraigue la vanidad.
Entonces el padre de familia no debilitará su constitución y degradará sus sentimientos visitando a las rameras, ni olvidará, obedeciendo la llamada de los apetitos, el propósito con el que se instituyó. Y la madre no descuidará a sus hijos para practicar las artes de la coquetería, cuando el sentido y la modestia le aseguren la amistad de su esposo.
Pero hasta que los hombres no dediquen atención al deber de un padre, es vano esperar de las mujeres que empleen en la crianza el tiempo que, “sabias para su generación”, deciden pasar ante el espejo; porque este ejercicio de astucia es solo un instinto natural que les permite obtener de forma indirecta algo del poder que injustamente se les niega compartir; pues si no se permite a las mujeres disfrutar de derechos legítimos, volverán viciosos a los hombres y a sí mismas para obtener privilegios ilícitos.
Deseo, señor, sacar a flote algunas investigaciones de este tipo en Francia y si llevan a confirmar mis principios, cuando se revise vuestra constitución, debieran respetarse los Derechos de la Mujer, si se prueba plenamente que la razón exige este respeto y demanda en alta voz JUSTICIA para la mitad de la raza humana.
Suya respetuosamente, M.Y
En el estado presente de la sociedad, parece necesario regresar a los principios fundamentales en busca de las verdades más simples y disputar cada palmo del terreno con algunos de los prejuicios predominantes. Para abrirme camino, se me debe permitir enunciar algunas cuestiones llanas, cuyas respuestas parecerán probablemente tan inequívocas como los axiomas en los que se basa el razonamiento; no obstante, cuando se enredan con diversos motivos de acción, se contradicen formalmente, ya sea por las palabras o por la conducta de los hombres.
¿En qué consiste la preeminencia del hombre sobre la creación animal? La respuesta es tan clara como que una mitad es menos que un todo: en la Razón.
¿Qué dotes exaltan a un ser sobre otro? La virtud, replicamos con espontaneidad.
¿Con qué propósitos se implantaron las pasiones? Para que el hombre, al luchar contra ellas, pudiera obtener un grado de conocimiento negado a los animales, susurra la Experiencia.
En consecuencia, la perfección de nuestra naturaleza y la capacidad de felicidad deben estimarse por el grado de razón, virtud y conocimiento que distinguen al individuo y dirigen las leyes que obligan a la sociedad. Y resulta igualmente innegable que del ejercicio de la razón manan naturalmente el conocimiento y la virtud, si se considera al género humano en su conjunto.
Simplificados de este modo los derechos y deberes del hombre, parece casi impertinente tratar de ilustrar verdades tan incontrovertibles; pero prejuicios profundamente enraizados han nublado la razón y cualidades espurias han asumido el nombre de virtudes de tal modo, que resulta necesario perseguir el curso de la razón, cuando ha sido confundida y envuelta en el error, por varias circunstancias adventicias, comparando el axioma simple con las desviaciones casuales.
Los hombres, en general, parecen emplear su razón para justificar los prejuicios que han asimilado de un modo que les resulta difícil descubrir, en lugar de deshacerse de ellos. La mente que forma sus propios principios con resolución debe ser fuerte, ya que predomina una especie de cobardía intelectual que hace que muchos hombres se disminuyan frente a la tarea o solo la cumplan a medias. No obstante, las conclusiones imperfectas que se desprenden así son a menudo muy verosímiles, porque se basan en una experiencia parcial, en opiniones, aunque sean limitadas.
Volviendo a los principios fundamentales, los vicios, con toda su deformidad innata, procuran permanecer ocultos a una investigación minuciosa; pero un conjunto de razonadores superficiales siempre exclaman que esos argumentos comprueban demasiado y que puede que una medida corrompida hasta la médula sea conveniente. De este modo, la conveniencia se contrasta continuamente con los principios básicos, hasta que la verdad se pierde en una maraña de palabras, la virtud en las formas y el conocimiento en una nada sonora, a causa de los engañosos prejuicios que usurpan su nombre.
En abstracto, para todo ser pensante resulta tan forzosamente evidente que la sociedad está formada del modo más sabio y que su constitución se basa en la naturaleza del hombre, que parece insolencia tratar de probarlo; no obstante, deben brindarse pruebas o la razón nunca será la que obligue al mantenimiento de un precepto; además, presentar un precepto como argumento para justificar que se despoje de sus derechos naturales a los hombres (o a las mujeres) es uno de los absurdos sofismas que insultan a diario el sentido común.
La civilización de la mayor parte de los pueblos europeos es muy parcial, por lo que se puede plantear la cuestión de si, a cambio de la inocencia, han adquirido algunas virtudes que resulten equivalentes a la aflicción producida por los vicios que se han extendido para tapar la fea ignorancia y la libertad que se ha trocado por una esclavitud espléndida. El deseo de deslumbrar por las riquezas, la preeminencia más cierta que un hombre puede obtener, el placer de mandar sobre zalameros aduladores y muchos otros cálculos bajos y complicados, propios de una egolatría excesiva, han contribuido a aplastar a la masa del género humano y a hacer de la libertad un asidero conveniente para desdeñar el patriotismo. Porque mientras que se concede al rango y los títulos la mayor importancia y ante ellos “el Genio debe esconder su cabeza disminuida”, con muy pocas excepciones, resulta muy desafortunado para una nación que un hombre de facultades, sin rango ni propiedad, alcance renombre. ¡Ay, qué calamidades inauditas han padecido cientos para comprar un capelo de cardenal a un aventurero oscuro e intrigante que codiciaba estar a la altura de los príncipes o tratarlos con despotismo empuñando la triple corona!
Tal ha sido la miseria que ha emanado de la monarquía, las riquezas y los honores hereditarios, que los hombres de aguda sensibilidad casi han llegado a blasfemar para justificar el designio de la Providencia. El hombre se ha mantenido tan independiente del poder que lo creó como un planeta sin ley que se lanza desde su órbita para robar el fuego celestial de la razón, y la venganza del Cielo, oculta en la sutil llama, como la malicia encerrada en Pandora, castigó de modo suficiente su temeridad con la introducción del mal en el mundo.
Impresionado al contemplar la calamidad y el desorden que saturaban la sociedad, y cansado de chocar contra bobos superficiales, Rousseau acabó prendado de la soledad, y como a la vez era optimista, labora con una elocuencia poco común para probar que el hombre era por naturaleza un animal solitario. Desencaminado por su respeto a la bondad divina, que ciertamente — ¡porque qué hombre con sentido y sentimientos puede dudarlo! — dio la vida solo para comunicar felicidad, considera el mal como algo positivo, obra del hombre, sin tener en cuenta que exalta un atributo a expensas de otro, necesario por igual a la perfección divina.
Levantados sobre una hipótesis falsa, sus argumentos en favor del estado de naturaleza son verosímiles, pero erróneos. Digo erróneos porque afirmar que el estado de naturaleza es preferible a la civilización, en toda su perfección posible, es, en otras palabras, someter a juicio la sabiduría suprema; y la exclamación paradójica de que Dios ha creado todas las cosas bien y que el error ha sido introducido por la criatura que él formó, sabiendo lo que hacía, es tan poco filosófica como impía.
Cuando ese Ser sabio que nos creó y colocó aquí concibió esta hermosa idea, quiso, al permitir que fuera así, que las pasiones desarrollaran nuestra razón, porque pudo ver que el mal presente produciría el bien futuro. ¿Podía la desvalida criatura a la que trajo de la nada soltarse de su providencia y aprender audazmente a conocer el bien mediante la práctica del mal sin su permiso? No. ¿Cómo pudo ese enérgico abogado de la inmortalidad argumentar de modo tan inconsistente? Si la humanidad hubiera permanecido por siempre en el brutal estado de naturaleza, que ni siquiera su mágica pluma puede pintar como un estado en que echara raíces una sola virtud, habría resultado evidente, aunque no para los errantes impresionables y poco reflexivos, que el hombre había nacido para recorrer el círculo de la vida y la muerte, y adornar el jardín de Dios con algún propósito que no podría reconciliarse fácilmente con sus atributos.
Pero si, para coronar el conjunto, tenía que haber criaturas racionales a las que se permitía aumentar su excelencia mediante el ejercicio de poderes implantados para ese fin; si la misma benignidad tuvo a bien dar existencia a una criatura por encima de los brutos, que podía pensar y perfeccionarse, ¿por qué debe a este don inestimable, porque fue un don, si el hombre fue creado de modo que tuviera capacidad para alzarse del estado en que las sensaciones producen una tranquilidad animal, llamársele, en términos directos, una maldición? Se podría considerar una maldición si el conjunto de nuestra existencia se viera sujeto por nuestra continuación en este mundo, ya que ¿por qué la fuente indulgente de la vida iba a darnos las pasiones y el poder de reflexionar solo para amargar nuestros días e inspirarnos nociones erróneas de dignidad? ¿Por qué debe conducirnos del amor a nosotros mismos a las sublimes emociones que excita el descubrimiento de su sabiduría y bondad, si estos sentimientos no se pusieran en movimiento para mejorar nuestra naturaleza, de la que forman parte, y hacernos capaces de disfrutar de una mayor cantidad de felicidad? Persuadida con firmeza de que no existe mal en el mundo que Dios no haya decidido, fundo mi creencia en su perfección.
Rousseau se emplea en probar que originalmente todo estaba bien; una muchedumbre de autores en que todo está bien ahora, y yo en que todo estará bien.
Pero, fiel a su primera posición, próxima a un estado de naturaleza, Rousseau celebra la barbarie y, apostrofando a la sombra de Fabricio, olvida que, al conquistar el mundo, los romanos nunca soñaron con establecer su propia libertad con bases firmes o con extender el reino de la virtud. Ávido por apoyar su sistema, estigmatiza como vicioso todo esfuerzo del genio; y para expresar la apoteosis de las virtudes salvajes, exalta las de los semidioses, escasamente humanos: los brutales espartanos que, a despecho de justicia y gratitud, sacrificaban a sangre fría a los esclavos que se habían portado como héroes para rescatar a sus opresores.
Hastiado de los modales y virtudes artificiales, el ciudadano de Ginebra, en lugar de tamizar de modo apropiado el tema, se deshizo del trigo y de la cizaña, sin esperar a indagar si los males que su alma ardiente rechazaba indignada eran la consecuencia de la civilización o los vestigios de la barbarie. Vio el vicio hollando la virtud y a la apariencia de bondad ocupando el lugar de la realidad; vio el talento doblegado por el poder para siniestros propósitos y nunca pensó en seguir los pasos del gigantesco mal hasta el poder arbitrario, hasta las distinciones hereditarias que chocan con la superioridad mental que eleva de modo natural a un hombre sobre sus semejantes. No percibió que el poder real, en pocas generaciones, introduce el idiotismo en la estirpe noble y constituye el cebo que vuelve indolentes y viciosos a cientos.
Nada puede colocar el carácter real en una consideración más despreciable que los múltiples crímenes que han elevado a los hombres a la dignidad suprema. Intrigas viles, crímenes contra natura y todo vicio que degrada nuestra naturaleza han sido los escalones de esta distinguida eminencia; y aun así, millones de hombres han consentido sumisos que la descendencia sin cuento de esos rapaces merodeadores descanse tranquila en sus tronos ensangrentados.
¿Qué sino un pestilente vapor puede cernerse sobre la sociedad cuando su director máximo solo se halla instruido en la invención de crímenes o en la tonta rutina de ceremonias infantiles? ¿Nunca los hombres serán inteligentes?, ¿nunca cesarán de esperar maíz de la cizaña y peras del olmo?
Para todo hombre resulta imposible, cuando se dan las circunstancias más favorables, adquirir el suficiente conocimiento y fortaleza mental para cumplir los deberes de un rey, al que se ha confiado un poder incontrolado; ¡cómo deben violarse, entonces, cuando su mismo encumbramiento es una barrera insuperable para lograr sabiduría o virtud, cuando todos los sentimientos de un hombre se encuentran ahogados por la adulación y el placer concluye la reflexión! No cabe duda de que es una locura hacer que el destino de cientos dependa del capricho de un semejante débil, cuya mera posición le coloca por debajo del más ruin de sus súbditos. Pero no se debe rebajar un poder para exaltar otro, porque todo poder embriaga al hombre débil, y su abuso comprueba que cuanta mayor igualdad exista entre los hombres, mayor virtud y felicidad reinarán en la sociedad. No obstante, esta máxima y otras similares deducidas de la razón simple levantan una protesta: la Iglesia o el Estado se encuentran en peligro si no se tiene fe ciega en la sabiduría de los tiempos antiguos; y a los que, estimulados por la visión de la calamidad humana, osan atacar su autoridad, se los vilipendia por despreciar a Dios y ser enemigos del hombre. Son calumnias amargas que han alcanzado incluso a uno de los mejores hombres, cuyas cenizas todavía predican paz y cuya memoria pide una pausa respetuosa, cuando se tratan temas que reposan tan cerca de su corazón.
Tras atacar la majestad sagrada de los reyes, es poco probable que sorprenda al añadir mi firme convicción de que toda profesión cuyo poder radique en una gran subordinación de rango es muy perjudicial para la moralidad.
Un ejército permanente, por ejemplo, es incompatible con la libertad, porque la subordinación y el rigor son los sostenes mismos de la disciplina militar; y el despotismo es necesario para proporcionar vigor a las empresas que uno ordenará. Solo unos cuantos oficiales pueden sentir el espíritu inspirado por las nociones románticas del honor, una especie de moralidad basada en la moda de la época, mientras que el cuerpo general debe ser movido mediante órdenes, como las olas del mar; porque el fuerte viento de la autoridad empuja adelante con furia temeraria a la muchedumbre de subalternos, que se preocupan poco en saber por qué.
Además, nada puede ser tan perjudicial para la moral de los habitantes de las aldeas campesinas como la residencia temporal de un conjunto de jóvenes indolentes y superficiales, cuya sola preocupación es la galantería y cuyos modales pulidos vuelven más peligroso el vicio al ocultar su deformidad bajo alegres ropajes ornamentales. Una apariencia de moda, que no es más que un símbolo de esclavitud y prueba que el alma no tiene un carácter individual fuerte, somete a la gente rural a la imitación de los vicios, cuando no pueden captar las gracias evasivas de la cortesía. Todo cuerpo es una cadena de déspotas que, al someter y tiranizar sin ejercitar su razón, se convierten en un peso muerto de vicio e insensatez para la comunidad. Un hombre de rango y fortuna, seguro de su ascenso por el interés, no tiene otra cosa que hacer sino perseguir algún capricho excéntrico, mientras que el caballero necesitado, que tiene que ascender, como bien dice la frase, por su mérito, se vuelve un parásito servil o un vil alcahuete.
A los marinos les conviene la misma descripción, excepto porque sus vicios adquieren un aspecto diferente y más grosero. Son completamente indolentes, cuando no cumplen las ceremonias de su puesto, mientras que la insignificante agitación de los soldados puede denominarse indolencia activa. Más reducidos a la compañía de los hombres, los primeros adquieren cierta tendencia al humor y las burlas maliciosas, mientras que los últimos, al mezclarse con frecuencia con mujeres bien educadas, adoptan una inclinación sentimental. Pero el entendimiento queda por igual fuera de cuestión, ya den rienda suelta a la carcajada o a la sonrisa cortés.
¿Se me permitiría extender la comparación a una profesión donde se tiene que hallar con certeza mayor entendimiento, puesto que el clero tiene oportunidades superiores para perfeccionarse, aunque la sumisión restringe casi por igual sus facultades? La ciega sumisión impuesta en el seminario para formar la fe sirve de noviciado al cura, que debe respetar servilmente la opinión de su rector o patrón si quiere prosperar en su profesión. Quizá no pueda darse un contraste más enérgico que el existente entre el modo de andar servil y dependiente de un pobre cura y el porte cortés de un obispo. Y el respeto y desprecio que inspiran hacen la ejecución de sus distintas funciones igualmente inservible.
Es de gran importancia observar que el carácter de todo hombre se halla formado, en cierto grado, por su profesión. Un hombre con sentido puede que solo presente un moldeamiento de talante que desaparezca cuando se descubra su individualidad, mientras que el hombre común y débil rara vez posee otro carácter que no sea el que pertenece al cuerpo; finalmente, todas sus opiniones han sido tan impregnadas en la cuba consagrada por la autoridad, que no puede distinguirse el tenue alcohol que producen las uvas de su vino propio.
Así pues, la sociedad, como se hace evidente cada vez más, debe ser muy cuidadosa en no establecer cuerpos de hombres que necesariamente se volverán viciosos o necios por la misma constitución de sus profesiones.
En la infancia de la sociedad, cuando los hombres se hallaban saliendo de la barbarie, los jefes y los sacerdotes, al tocar los resortes más poderosos de la conducta salvaje, la esperanza y el temor, debían poseer un ascendiente ilimitado. La aristocracia, sin duda, es naturalmente la primera forma de gobierno. Pero, al perder pronto el equilibrio los intereses encontrados, surgen la monarquía y la jerarquía de la confusión de las luchas ambiciosas, y se aseguran los cimientos de ambas mediante las posesiones feudales. Esto parece ser el origen del poder de la monarquía y el clero, y el alba de la civilización. Pero esos materiales combustibles no pueden contenerse largo tiempo y, al hallar salida en las guerras exteriores y en las insurrecciones intestinas, el pueblo adquiere algún poder en el tumulto, que obliga a sus gobernantes a disculpar su opresión mostrando su derecho. Así, según las guerras, la agricultura, el comercio y la literatura expanden el entendimiento, los déspotas se ven obligados a hacer que la corrupción encubierta mantenga firme el poder que en sus orígenes se arrebató por la fuerza abierta. Y esta venenosa gangrena latente se extiende con mayor rapidez mediante la lujuria y la superstición, escorias seguras de la ambición. El títere indolente de una corte al principio se vuelve un monstruo lujurioso o un sensualista exigente y luego se contagia de lo que su estado innatural propaga, se hace el instrumento de la tiranía.
La púrpura pestilente es la que convierte en una maldición el progreso de la civilización y deforma la comprensión, hasta que los hombres sensibles dudan si la expansión del intelecto produce una mayor porción de felicidad o de desdicha. Pero la naturaleza del veneno indica su antídoto; y si Rousseau hubiera remontado un escalón más en su investigación o su mirada hubiera podido traspasar la atmósfera neblinosa que no se dignó casi a respirar, su mente activa se habría lanzado a contemplar la perfección del hombre en el establecimiento de la civilización verdadera, en lugar de tomar su feroz vuelo atrás, a la noche de la ignorancia sensual.
Con el fin de explicar la tiranía de los hombres y excusarla, se han esgrimido muchos argumentos ingeniosos para probar que los dos sexos, en la adquisición de la virtud, deben apuntar a alcanzar un carácter muy diferente; o, para hablar de modo más explícito, no se admite de las mujeres que tengan la suficiente fortaleza mental para adquirir lo que realmente merece el nombre de virtud. No obstante, al admitir que tienen almas, debería parecer que solo hay un camino dispuesto por la Providencia para dirigir a la humanidad a la virtud o la felicidad.
Luego, si las mujeres no son enjambres de frívolas efímeras, ¿por qué hay que mantenerlas en la ignorancia bajo el nombre engañoso de inocencia? Los hombres se quejan, y con razón, de la insensatez y los caprichos de nuestro sexo, cuando no satirizan con agudeza nuestras impetuosas pasiones y nuestros vicios serviles. Debería responder: ¡he ahí el efecto natural de la ignorancia! La mente que solo se apoya en prejuicios siempre será inestable y la corriente avanzará con furia destructiva cuando no haya barreras que rompan su fuerza. Desde su infancia se les dice a las mujeres, y lo aprenden del ejemplo de sus madres, que un pequeño conocimiento de la debilidad humana, denominado justamente astucia, un genio suave, obediencia externa y una atención escrupulosa a una especie de decoro pueril les obtendrá la protección del hombre; y si son hermosas, no se necesita nada más, al menos durante veinte años de sus vidas.
Así describe Milton a nuestra primera y frágil madre; aunque, cuando nos dice que a las mujeres las forma la gracia suave, dulce y atractiva, no puedo comprender su significado, a menos que, en el verdadero sentido mahometano, quiera privarnos de almas e insinuar que solo somos seres designados por la gracia dulce y atractiva y la obediencia ciega y dócil a satisfacer los sentidos del hombre cuando no puede por más tiempo remontarse en las alas de la contemplación.
¡De qué modo tan grosero nos insulta quien así nos aconseja convertirnos solo en animales gentiles y domésticos! Por ejemplo, la atractiva dulzura, tan calurosa y frecuentemente recomendada, que gobierna mediante la obediencia. ¡Qué pueril expresión y qué insignificante es el ser — ¿puede ser inmortal? — que condesciende a gobernar por métodos tan siniestros! Lord Bacon dice: “Ciertamente, el hombre pertenece a la familia de las bestias por su cuerpo; y si no perteneciera a la de Dios por su espíritu, sería una criatura baja e innoble”. Realmente me parece que los hombres actúan de modo muy poco filosófico cuando tratan de lograr la buena conducta de las mujeres intentando mantenerlas para siempre en un estado de infancia. Rousseau fue más consecuente cuando quiso detener el progreso de la razón en ambos sexos, porque si los hombres comen del árbol del conocimiento, las mujeres irán a probarlo; pero del cultivo imperfecto que reciben ahora sus entendimientos solo obtienen el conocimiento del mal.
Concedo que los niños deben ser inocentes; pero cuando este epíteto se aplica a hombres o mujeres, solo constituye un término cortés para la debilidad. Porque si se admite que las mujeres fueron destinadas por la Providencia para adquirir las virtudes humanas y, mediante el ejercicio de su entendimiento, esa estabilidad de carácter que es el terreno más firme donde sustentar nuestras esperanzas futuras, se les debe permitir volverse a la fuente de luz y no forzarlas a moldear su desarrollo por el centelleo de un mero satélite. Concedo que Milton fue de una opinión muy diferente, ya que solo se inclina ante el irrevocable derecho de la belleza, aunque sea difícil hacer consecuentes dos pasajes que quiero contrastar ahora. Pero a menudo sus sentidos conducen a otros grandes hombres a inconsistencias similares.
Adornada de perfecta belleza
Le dijo Eva: “Mi autor y mi señor,
Lo que me pides haré sin replicar;
Así lo ordena Dios. Dios es tu ley
Y tú la mía; no saber nada más
Es la ciencia mayor de una mujer
su mejor elogio.
Estos son exactamente los argumentos que he utilizado para los niños, pero he añadido: vuestra razón ahora está ganando fortaleza y hasta que llegue a cierto grado de madurez, debéis pedirme consejo; después tenéis que pensar y solo confiar en Dios.
No obstante, en los versos siguientes Milton parece coincidir conmigo, cuando hace que Adán discuta así con su Hacedor:
¿No me has hecho tú aquí tu substituto,
Poniendo a esas criaturas inferiores
Por debajo de mí? Entre desiguales,
¿Qué sociedad, qué armonía, qué auténtico
Deleite se puede establecer? Ya que
Todo debe ser mutuo, y en la misma
Proporción entregado y recibido;
Pero en desigualdad, el uno intenso
Y el otro negligente, mal se pueden
Acomodar, y pronto nace el tedio.
Hablo de compañía, tal y como
La busco, capaz de participar
En todo goce racional.
Así pues, al tratar sobre los modales de las mujeres, desechemos los argumentos sensuales y descubramos lo que deben intentar hacer para cooperar, si la expresión no es demasiado osada, con el Ser Supremo.
Por educación individual entiendo, porque el sentido de la palabra no está definido con precisión, una atención tal al niño que agudice lentamente los sentidos y forme el genio, regule las pasiones cuando comienzan a fermentar y ponga a trabajar el entendimiento antes de que el cuerpo alcance la madurez, de modo que el hombre solo tenga que continuar, no comenzar, la importante tarea de aprender a razonar y pensar.
Para prevenir cualquier tergiversación, debo añadir que no creo que la educación personal pueda llevar a cabo las maravillas que algunos escritores optimistas le han atribuido. Los hombres y las mujeres deben educarse, en gran medida, mediante las opiniones y modales de la sociedad en la que vivan. En toda época ha existido una corriente de opinión popular que lo ha arrollado todo y ha dado al siglo, por decirlo así, un carácter familiar. Puede inferirse con justeza entonces que, hasta que la sociedad no esté constituida de modo diferente, no es posible esperar mucho de la educación. Sin embargo, es suficiente para mi propósito presente afirmar que, sea cual fuere el efecto que las circunstancias tengan sobre las facultades, todo ser puede hacerse virtuoso mediante el ejercicio de su propia razón, porque si uno solo fuera creado con inclinaciones viciosas, esto es, positivamente malo, ¿qué puede salvarnos del ateísmo?, o si adoramos a un Dios, ¿no es este Dios un demonio?
En consecuencia, la educación más perfecta es, en mi opinión, un ejercicio del entendimiento, calculado lo mejor posible para fortalecer el cuerpo y formar el corazón. O, en otras palabras, para posibilitar al individuo la consecución de hábitos de virtud que le hagan independiente. De hecho, es una farsa llamar virtuoso a un ser cuyas virtudes no resultan del ejercicio de su propia razón. Esta era la opinión de Rousseau con respecto a los hombres; yo la extiendo a las mujeres y afirmo con toda confianza que se las ha sacado de su esfera mediante el falso refinamiento y no por el esfuerzo de adquirir cualidades masculinas. Sin embargo, el homenaje real que reciben es tan embriagador, que hasta que no cambien los modales de la época y se formen sobre principios más razonables, puede que sea imposible convencerlas de que el poder ilegítimo que obtienen al degradarse es una maldición y de que deben volver a la naturaleza y la igualdad si quieren conseguir la satisfacción apacible que comunican los afectos. Pero en esta época debemos esperar, quizá, hasta que los reyes y nobles, instruidos por la razón y al preferir la dignidad real del hombre al estado de infantilismo, se sacudan sus ostentosas galas hereditarias, y si entonces las mujeres no renuncian al poder arbitrario de la belleza, probarán que tienen menos inteligencia que el hombre.