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Más conocida por escribir 'Vindicación de los derechos de la mujer', 'La educación de las hijas' es un antecedente literario en el que realiza una encendida defensa de la educación femenina y del placer intelectual como medio de encontrar el equilibrio existencial, más allá de las pasiones. Asimismo, es una radiografía sociohistórica de los retos con que afrontaban las mujeres su futuro, aportando consejos a otras madres y revelando sus miedos y prevenciones. Amelia Valcárcel, en su prólogo, introduce esta nueva edición de una manera certera y lúcida.
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Seitenzahl: 114
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Mary Wollstonecraft, por John Opie, 1797
Primera edición, diciembre 2010
Segunda edición, abril de 2022
Primera edición en ebook, mayo de 2022
El Desvelo Ediciones
Paseo de Canalejas, 13-3°A
39004 Santander
CANTABRIA
www.eldesvelo.es
@eldesvelo
Título original: Thoughts on the education of daughters: with reflections on female conduct in the more important duties of life, Mary Wollstonecraft, 1787
© de la edición, El Desvelo Ediciones, 2022
© de la traducción: Cristina López González, 2010
© del prólogo: Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós, 2010
© del diseño de cubierta: Bleak House
© de la edición digital, Bookwire.de, 2022
eISBN: 978-84-125213-8-2
IBIC: JFFK
Thema: JBSF11
Depósito Legal: SA 154-2022
Impreso en España-Printed in Spain
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Mary Wollstonecraft
Traducción
Cristina López González
Prólogo
Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós
Prólogo
PREFACIO
LOS PRIMEROS AÑOS
DISCIPLINA MORAL
DOTES EXTERIORES
MODALES ARTIFICIALES
VESTIDO
LAS BELLAS ARTES
LECTURA
INTERNADOS
EL TEMPERAMENTO
DESAFORTUNADA SITUACIÓN DE LAS MUJERES QUE HAN RECIBIDO UNA EDUCACIÓN REFINADA PERO NINGUNA FORTUNA
EL AMOR
EL MATRIMONIO
CONSIDERACIONES VARIAS
BENEFICIOS DE LAS DECEPCIONES
SOBRE EL TRATO A LOS CRIADOS
LA OBSERVANCIA DEL DOMINGO
SOBRE EL INFORTUNIO DE LOS PRINCIPIOS FLUCTUANTES
LA BENEVOLENCIA
JUEGOS DE CARTAS
EL TEATRO
LUGARES PÚBLICOS
Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós
Para Esther, in memoriam
Este es un conmovedor libro escrito por una señorita de amplia inteligencia y pocos posibles allá por 1787. La joven tenía veintiséis años. Se llamaba Mary Wollstonecraft. Pero sigamos un poco la historia. Una docena de años después, Mary Godwin, madre de Mary Shelley, murió de sobreparto al traerla al mundo.
Mary Shelley escribió Frankenstein, asunto del que casi todo el mundo ha oído hablar. Esta jovencita, que luego fue su madre, no es tan popular. Se llamaba, insisto, Wollstonecraft. De por medio también se había llamado Mary Imlay. Previamente, como Mary Wollstonecraft, había escrito La vindicación de los derechos de la mujer. Dicho sea de paso, los frecuentes cambios de nombre de las autoras europeas no están calculados para seguirles la pista. Y el de Mary Wollstonecraft es un caso paradigmático. Tres nombres para treinta y ocho años de vida, varios libros, muchos artículos, una enorme correspondencia, dos intentos de suicidio y un par de hijas, cada una de un caballero distinto.
Una vida de novela. La vida de Wollstonecraft, inglesa con un apellido de resonancia germánica, es un ejemplo de romanticismo, aunque fuera su hija Mary la que escribió el cuento romántico por excelencia. Mary Shelley, o Mary II, ha pasado a la memoria colectiva por su Frankenstein. A la memoria de la literatura y de la mitología romántica. Su madre merece un alto puesto en la historia del pensamiento político.
Se lo trabajó. Formó parte del selecto círculo de radicales que proponía un cambio severo en la política británica. Hablamos de una Inglaterra que estaba empezando a desarrollar la Revolución Industrial, cuyo campo se estaba despoblando porque los campesinos escapaban a las ciudades en busca de horizontes, aunque allí encontraran miseria las más de las veces.
La Ilustración británica era fuerte y enfrentaba estos cambios dividida. Los llamados radicales eran un grupo de aliento ilustrado. Una gran correa de transmisión que contaba con elementos que compartían una matriz religiosa fuera de las enseñanzas oficiales de la Iglesia Anglicana.
Este pensamiento estaba más extendido, al ser religioso, que las ideas más laicas y elitistas por ejemplo de Hume. Britania poseía un abonado campo de radicales, que se inspiraban lejanamente en John Locke, y tenían por modelo a las rebeldes colonias americanas; entre ellos formaban una nutrida red de opinión y apoyo mutuo. No tenían acceso a la política, ni cauce formal; se les observaba con recelo cuando no se les vigilaba directamente desde el poder. Los tories eran sus enemigos declarados. Les atribuían un credo: cierto vago humanismo, más la idea de que las desgracias sociales individuales provenían de una mala organización y no, como era obvio para los conservadores, de la índole misma de la naturaleza humana. A ellos estaba unida la joven Wollstonecraft.
Mary había nacido en una familia mediana. La clase media avanzaba. Tuvo un abuelo que había logrado un cierto patrimonio y un padre que no sabía conservarlo. Y tenía también dos hermanas. La carrera de las mujeres era casarse, pero ni Mary ni sus hermanas tenían dineros ni dotes que se lo permitieran. Las chicas de su clase, sin dote, no tenían matrimonio. Fue su hermano, Ned, quien se salvó y se quedó con los últimos recursos, intentó reconstruir el patrimonio del abuelo y se olvidó por lo demás de las tres. Que, dicho sea de paso, no sabían ni lograban hacer nada útil, porque no podían trabajar como criadas ni vivir como señoras.
Esta, aunque no lo parezca, es una situación ideal porque en ella se han cocinado muchas de las innovaciones intelectuales femeninas. Sin ir más lejos, otro tanto le pasaba a Austen y les ocurrió después a las Brontë. A decir verdad, en la Inglaterra ilustrada pululaban mujeres inteligentes sin engarce social fijo que se daban perfecta cuenta de su situación. A las niñas se les enseñaba a llevar una casa, lectura, dibujo, algo de música, conversación y arreglo personal. Todas estas cosas lucían muy bien si estaban sentadas sobre unas buenas rentas anuales de algunas miles de libras, pero las desclasadas sólo tenían vanas ideas en la cabeza, una pluma en las manos, y un porvenir de institutrices como mucho. Mary Wollstonecraft siguió todas y cada una de las estaciones del calvario de su lugar social. Creció viendo los dislates económicos de su padre, que maltrataba a su madre lo normal, mientras hacía que su familia le siguiera en todos sus proyectos: más de dos y tres veces y en distintos lugares se fue gastando lo que tenía en llevar la contraria a su tiempo; compró diversas granjas y trató de dárselas de señor rural.
Las niñas conocieron bien una educación deslavazada en manos de una madre aterrorizada y dulce y unos criados de categoría inferior. Se buscaron amigas. No encontraron novios. Acabaron de señoritas de compañía, de mal casadas, o en el dudoso puesto de institutriz. Una novela de la época, de enorme éxito, Clarisa, servía de norte y consuelo a todas estas desesperadas. El argumento era sencillo y lo hemos visto repetirse desde entonces. Una joven institutriz recala en casa de un amo pasional y algo torvo que asedia su virtud. Tras defenderla con valentía y delicadeza al tiempo, lo impresiona lo suficiente como para que la tome por esposa. El viejo cuento de la bella y la bestia. Esta historia tiene mucho éxito porque es falsa. Siempre hay una loca en el desván y nunca en la dura realidad las bestias adineradas desposan a las exquisitas pobretonas. Las dos hermanas de Mary intentaron vías parecidas con fracasos considerables.
Pero, ¿qué podían hacer las niñas entonces? A las mujeres en frase de Emile de Châtelet no les estaban abiertos los oficios ni los empleos. No podían emplearse en el foro, los negocios, la contabilidad… Podían descender a oficios manuales –modistas, costureras, dependientas–. Casi todas las mujeres de la naciente clase media se veían en un callejón sin salida. Para sus hermanos, los oficios que luego se llamaron de cuello blanco estaban abiertos, al igual que lo estaban la administración, la marina, el ejército o directamente la emigración a las colonias en busca de mejor fortuna. Ellas sólo tenían sueños.
A los veintisiete años, Mary Wollstonecraft escribió este pequeño libro, La educación de las hijas. Naturalmente no daba ninguna solución a lo que de suyo no la tenía. Pero juntó en él un conjunto de reflexiones muy dispares que dan cuenta del arsenal escaso del que disponían estas mujeres para enfrentarse a una situación casi insostenible. Sin embargo, la imprenta hacía su labor: las chicas eran capaces de comprar y leer libros e ir amueblando la cabeza aunque no tuvieran derecho a entrar en ninguna institución educativa solvente.
A los veintisiete años, Mary Wollstonecraft, que era una persona de indudable talento a la que sus amigos llegarían más tarde a llamar genio, tenía mucha experiencia sobre la falta de horizontes y muy pocos conocimientos formales. Mary, como todos los radicales, había leído a Locke a su buen entender. Hizo esto cuando intentó, con sus hermanas, abrir una escuela. A casarse había renunciado. Más tarde leyó a Rousseau. Esto fue mientras intentaba desempeñar el puesto de institutriz en una familia irlandesa, patricia, sumamente rica. Y esto era, quizá, prácticamente todo su equipaje cultural. La escuela fue un fracaso y la familia la puso en la calle con el billete de regreso desde Irlanda a Inglaterra. Para su talento, y encolerizada con la experiencia, ella estaba cargada de razón. Como resultado escribió una pequeña novela en la que la travestía y adornaba y también perfiló mejor este pequeño tratado. Valor no le faltaba. Cierto que después lograría una formación extensa, pero esa es otra historia. La de polemista contra Burke. La de testigo en primera fila, viviendo en París, de la Revolución Francesa. La de autora de la Vindicación.
Wollstonecraft publica este ensayo de pedagogía a los 28 años. Lo escribe probablemente un año antes y tras dos experiencias sensibles. Una de ellas ya se ha citado, su estancia con la familia Kingsborough, en Irlanda. La otra, más dura, si cabe. La muerte de esa amiga del alma que toda adolescente tiene, en su caso, su amada Fanny Blood, que murió en sus brazos en Lisboa, fruto de la doble conjunción de un mal parto y la tuberculosis. Nuestra inteligente y pasional Mary había hecho una infame travesía hasta Lisboa para acompañarla en el último tramo de su embarazo. Tanto su amiga como la criatura murieron y Mary volvió a Inglaterra en un viaje que duró semanas en medio de un mar tempestuoso. La vida le daba cosas duras de digerir.
Esas experiencias se reflejan en esta obra que está llena de reflexiones autobiográficas con las que la autora intenta encontrar consuelo para las mujeres y para sí misma. Su mundo es tétrico. Sus diagnósticos, en muchas ocasiones, acertados. En otras, se deja llevar por ensoñaciones religiosas, que es uno de los modos en que los seres humanos buscan seguir respirando cuando las situaciones se hacen insostenibles. Este tipo de literatura era relativamente frecuente y varios de sus amigos radicales la habían intentado ya. Todo está revuelto en este pequeño tratado, que habla de las niñas, de la educación, de la suerte de las mujeres y de ella misma.
El que sería su editor, Johnson, se arriesgó con ella. El tema estaba de moda justo porque la situación estaba bloqueada. La parte ilustrada del siglo XVIII creyó firmemente que la educación era la panacea de todos los males. ¿Podría la educación de las mujeres sacarlas del callejón sin salida en el que se encontraban? ¿Cómo debía de ser esa educación?
Mary conocía alguna de esas obras, es más, se inspiró en ellas. Tenía la experiencia de su fracasada escuela y su calamitoso desempeño como institutriz. No era la única. En Alemania, Lenz escribió una obra teatral, El preceptor, sólo para quejarse del oficio. Esta obra es su joven vida, pero también resultado evidente de la influencia de la lectura de Rousseau, norte de toda la pedagogía del momento. Un autor a quien la Wollstonecraft más madura llegaría a conocer muy bien. Le manifiesta pleitesía desde el principio.
El texto comienza con la alabanza de la leche materna. Wollstonecraft, contra todas las arraigadas costumbres de su época, hace una encendida defensa de la crianza natural. La educación de las hijas comienza cuando beben la ternura de la leche materna. No soporta Mary la educación aristocrática que separa inmediatamente a los hijos para entregarlos a nodrizas y criados. El canto a la naturaleza la seduce. Las mujeres son hembras y no por nada, se acaba de crear el orden de los mamíferos en las ciencias naturales. Así que como la gata con los gatitos, las perrillas, las vacas o las yeguas, las mujeres dan leche. Han de darla a sus criaturas. No por menos, había Linneo fabricado recientemente el orden de los mamíferos. Las mujeres son hembras. La primera parte de la educación la da el instinto. Y esto su siglo no lo tenía tan claro, ni debo decir, el nuestro tampoco. Debe recordarse aquí un influyente trabajo que sobre el supuesto instinto maternal publicó Badinter hace dos décadas.
No imaginamos cómo sonaba la crianza natural en los oídos del siglo XVIII. Dar de mamar era para las clases inferiores que, si podían, lo delegaban. Semejante desprecio no era aprecio por la libertad de las mujeres, sino un asunto de términos civilizatorios. Lloyd de Mause, el magnífico historiador de la pedagogía, lo explicó: la crianza antigua busca ante todo distanciarse de la animalidad; se debe borrar ese rastro. El amamantamiento se delega; la postura erecta se consigue atando a los bebés a tablas rígidas. Y por lo mismo existían también andadores y se impedía gatear a las criaturas. La costumbre de dar el pecho estaba peor vista a medida que se avanzaba en la escala social. Imagino que como consecuencia de su odio sobrevenido a la recientemente conocida aristocracia, Mary decidió comenzar por ahí.