A solas con su marido - Michelle Smart - E-Book

A solas con su marido E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Lo único que quería era huir… Hasta que el deseo la paró en seco. Keren escapó de la isla de Agón con el corazón roto, convencida de que su matrimonio se había acabado. Y de pronto tenía que volver a lidiar con su muy atractivo marido, Yannis, y acabar con aquello para siempre. En lugar de eso, se encontró varada en Agón y Yannis insistió en que pasara tres días más con él antes de que todo terminara. Como no podía huir del anhelo fiero que él volvió a despertar en ella, Keren no tuvo más remedio que abrir los ojos a la verdad. No solo a la tragedia que los había destrozado, sino también a la alegría y la pasión que había intentado olvidar sin conseguirlo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Michelle Smart

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A solas con su marido, n.º 2922 - abril 2022

Título original: Stranded with Her Greek Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-687-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAS AGUAS calmadas del Mar Egeo por el que Keren Burridge navegaba con su cúter de diez metros, el Sophia, presentaban un contraste total con la tempestad que bullía bajo su piel, la tormenta que no había dejado de crecer en su interior desde que la isla Agón apareciera en el horizonte.

La costumbre le hizo soltar el timón, tomar la crema solar y untársela por la cara y en todas las partes del cuerpo a las que alcanzaba. Se había quemado en Las Bermudas y lo doloroso de la experiencia había logrado que llevara siempre a bordo crema para el sol suficiente para un mes. A ese respecto, Keren aprendía rápido. Solo tenía que sufrir dolor una vez y hacía lo que fuera para impedir que se repitiera.

El dolor que la esperaba ese día, en cambio, era inevitable.

Una brisa la envolvió y atrapó las velas. El Sophia respondió aumentando la velocidad. Los latidos del corazón de Keren también aceleraron la suya.

Veía ya claramente lugares conocidos. El palacio real de Agón, las ruinas de un templo antaño majestuoso que databa de tres mil años atrás. Lugares que había explorado en un tiempo en el que creía que la isla sería siempre su hogar.

Veía también la imponente villa blanca situada en la cala hacia la que se dirigía. El sol naciente bailaba encima de ella, arrancándole brillos seductores. Fraudulentos.

No tenía nada de seductora. Si pudiera pasar toda su vida sin volver a ver aquella villa, lo haría contenta, pero las decisiones que se tomaban en momentos de dolor a veces acompañaban de por vida.

En el lado izquierdo de la cala, un muro de roca circular creaba un malecón pequeño, aparentemente natural. Reconoció el yate anclado allí. Era ligeramente más largo que su cúter y se usaba únicamente para transportar a su dueño al superyate anclado en el puerto deportivo principal de Agón.

Después de dirigirse a su zona de anclaje y asegurar su barco, Keren se abrochó la riñonera a la cintura y agarró los lirios rosas que había cultivado amorosamente en macetas.

Saltó descalza al muelle con los lirios en la mano.

Había llegado el momento.

El malecón terminaba en una playa inmaculada de arena blanca tan hermosa como cualquiera de las que había visitado en sus quince meses de vagabundeo por el mar. La arena fina y cálida se colaba entre sus dedos de los pies cuando caminaba por ella hacia los escalones de piedrecitas que llevaban a la villa. Cuanto más se acercaba a ellos, más le pesaban las piernas y mayor era la opresión en su pecho.

En la parte alta de los escalones había una verja ancha de metal que conectaba con un muro alto diseñado para mantener fuera a los intrusos.

La verja se abrió automáticamente, tal y como esperaba. Un ejército de cámaras de seguridad había observado todos sus movimientos desde que llegara a la caleta. Las personas sin rostro que la miraban sabían que debían dejarle entrar en cualquier momento sin hacer preguntas. Yannis había cumplido su palabra, aunque solo fuera en eso.

Los jardines de la villa eran amplios y muy bien conservados. Keren siguió la senda que serpenteaba entre la piscina y la zona de entretenimiento, negándose a permitir que los recuerdos la atenazaran o frenaran sus pasos.

El melocotonero estaba en una zona recóndita de los jardines, la única parte que no tenía vigilancia. Había crecido mucho en los casi dos años que hacía que lo habían plantado y ya era lo bastante grande para dar fruto. Los melocotones que lo cubrían empezaban a madurar. Cerca del pie del tronco había una lápida de granito tallada en forma de ángel. En ella estaban grabadas las palabras Sophia Filipidis. Keren se dejó caer de rodillas al lado de la lápida.

Había flores frescas y recientes en un jarrón. Ella añadió los lirios, bajó la cabeza y recitó una plegaria por el alma de su hija. Y a continuación le habló. Le contó los sitios en los que había estado, la gente que había conocido, las flores que había olido y los alimentos nuevos que había comido. Hablar con ella allí le resultaba muy natural, a pesar de que Sophia había vivido todo aquello con ella desde el amplio espacio que ocupaba en el corazón de Keren.

Cuando terminó de hablar, miró de nuevo el melocotonero. Lo habían elegido juntos. En la cultura china, el melocotonero es el árbol de la vida y los melocotones un símbolo de inmortalidad. Su hija no había respirado nunca por sí misma, pero su recuerdo viviría en ese árbol.

–Sabía que vendrías hoy.

El dolorido corazón de Keren dio un vuelco y cerró los ojos.

Hacía dieciocho meses que no veía a su esposo. Solo se habían comunicado a través de sus abogados.

Si se hubiera acercado a ella en alguna de sus otras visitas allí, Keren le habría recordado su acuerdo, su promesa de permitirle ir allí cuando quisiera visitar la tumba en paz y soledad.

Respiró hondo, se levantó y se volvió hacia él.

–Hola, Yannis.

Unos ojos increíblemente azules se posaron en los suyos. El corazón le latió con fuerza. Se expandió y subió hasta su garganta.

Los anchos hombros de él subieron y bajaron pesadamente, un gesto que atravesó el pecho de ella, y luego él se adelantó hasta situarse a su lado.

Guardaron silencio hasta que ella sintió una presión cálida en la mano y separó los dedos para que él pudiera entrelazarlos con los suyos y unificar por un breve momento el dolor de ambos.

Era el primer contacto que tenían desde la primera vez que habían estado en ese mismo punto despidiendo a su hija. Si Sophia hubiera sobrevivido al nacimiento, ese día habría cumplido dos años.

Keren devolvió el apretón de los dedos de Yannis y después apartó la mano con gentileza y se cruzó de brazos.

–¿Cómo estás?

Él inclinó la cabeza hacia delante.

–Bien. ¿Y tú?

–Bien.

Más silencio.

En otro tiempo habían conversado con fluidez.

Pero de eso hacía ya mucho.

Ella retrocedió un paso.

–Debería volver a mi barco.

–¿Te quedas a beber algo?

Ella se apretó los bíceps.

–No creo que sea buena idea.

–Hay cosas de las que quiero hablarte.

–Hazlo a través de los abogados –como habían hecho desde que ella lo dejara.

–No todo se puede decir a través de ellos –él bajó las manos por los pantalones y se encogió de hombros–. Ven a tomar algo. Almuerza conmigo. Hablemos. Y luego firmaré los papeles.

Keren lo miró a los ojos. Llevaba tres meses esperando que Yannis firmara los papeles que finalizarían el divorcio y fijarían el acuerdo económico.

–¿Los tienes aquí? –preguntó.

–En la caja fuerte.

¿De verdad podía ser tan fácil? ¿Una conversación y habrían terminado oficialmente?

O lo había ablandado la solemnidad del día, o se había cansado de jugar con ella.

En los dieciocho meses desde que lo había dejado, toda la magnánima generosidad que Yannis había declarado al principio que tendría con ella había acabado limitándose a lo más esencial.

Keren había aceptado la oferta inicial de él sin protestar, pero Yannis había cambiado de idea y la había dividido por la mitad. Y después la había vuelto a dividir. Y luego otra vez.

El château en Provence, la casa en Milán, el Aston Martin, el Maserati… Todo eso le había sido ofrecido y luego retirado.

Ya solo quedaba una pequeña parte del acuerdo extrajudicial propuesto por él al principio, y a ella no le importaba que lo retirara también.

No había peleado en absoluto, ni siquiera cuando su abogada se lo había suplicado diciéndole que estaba aceptando una parte mínima de lo que tenía derecho por ley.

Keren no quería luchar. Le daba igual que Yannis tuviera la satisfacción de creer que había ganado. No le importaba nada lo que dijera la ley. Solo habían estado casados catorce meses. No quería nada de él excepto el derecho a visitar la tumba de su hija.

–De acuerdo. Hablemos –dijo. Miró la lápida–. Pero no hoy –añadió con suavidad. No lucharía en un día de luto. Ese día era el día de Sophia.

O Yannis sentía lo mismo o lo entendía, porque inclinó la cabeza y dijo:

–Quédate esta noche en la caleta y nos veremos para desayunar en la terraza de la piscina.

–De acuerdo.

–¿Tienes comida en el cúter o digo que te lleven el almuerzo y la cena?

–Tengo provisiones, pero gracias –repuso ella. Quizá sí que él se había ablandado. Tal vez la conversación que quería tener fuera una ofrenda de paz. Quizá quisiera disculparse…

Una sonrisa triste curvó sus labios. Yannis no se había disculpado por nada en toda su vida.

Él volvió a asentir con la cabeza.

–Te veré por la mañana.

Keren esperó hasta que se perdió de vista para volver a la cala.

 

 

Estaba en cubierta, en la popa del Sophia, vaciando el agua de la lavadora improvisada cuando vio una figura en la playa.

Se dijo que seguramente no iría allí, pues habían acordado verse por la mañana.

Pero recordó que Yannis era así. Un hombre que había demostrado que su palabra era muy poco fiable.

Él caminó por el agua y ella hizo lo posible por ignorar su presencia.

Volvió a atornillar la base del barril en su sitio, alzó la ropa mojada y la colocó en una cesta de plástico limpia.

Aunque él estaba a bastante distancia, se sentía expuesta. Al volver al barco, había cambiado el vestido sencillo de verano de antes por un bikini amarillo y un pareo azul minúsculo que había atado alrededor de la cintura y que apenas le rozaba el trasero.

Apretó los labios con terquedad. En los catorce meses de su matrimonio, se había cambiado muchas veces de ropa porque a Yannis no le resultaba apropiada la que llevaba para ir a un lugar concreto.

–¿Qué haces?

¿Por qué la sobresaltó su voz si lo había visto nadar hasta pocos metros de ella?

–Tender ropa.

–¿Tienes lavadora?

Ella tocó con la mano su barril multiusos.

–¿Esa es tu lavadora?

–Sí. Tiene piedras en el fondo. Añades ropa, detergente y agua y empiezas a navegar. El movimiento de las olas consigue que actúe como una lavadora y mi ropa sale limpia y fresca.

No era su intención hablar tanto, pero los nervios y la necesidad de probar que la segunda aparición inesperada del día por parte de él no la molestaba lo más mínimo le habían soltado la lengua.

Miró la expresión confusa de él, expresión que le había visto muchas veces, normalmente cuando hacía algo que él no haría o que no entendía.

–¿No sería más fácil una lavadora?

–Lo dudo. Ocupa mucho espacio y utiliza mucha electricidad. Además, si se estropea, es difícil encontrar un técnico que la arregle en el mar.

Él no parecía convencido.

–¿Puedo subir a bordo? –preguntó.

Keren respiró hondo para reprimir el mal humor.

–Hemos dicho que hablaremos mañana.

–Lo sé, pero siento curiosidad por ver cómo vives. No me quedaré mucho.

Ella pensó que siempre podía empujarlo por la borda si se quedaba más tiempo del conveniente.

Sonrió de mala gana y le tiró la escalera de cuerda más próxima.

Él subió con gran facilidad y se quedó de pie en la cubierta, chorreando agua, que le caía por el vello moreno que cubría su pecho bronceado y le bajaba por el abdomen plano hasta la cinturilla del bañador corto negro.

Keren se apartó y retorció una camiseta mojada por encima de la borda, haciendo todo lo posible por bloquear la vista del cuerpo casi desnudo de Yannis. Que tenía un cuerpo fantástico era algo que ya sabía. Había estado casada con él y compartido su lecho casi todas las noches desde el día en que se conocieron…

No fue lo bastante rápida para bloquear esos recuerdos y un pulso de calor vibró en su pelvis. Agarró por reflejo la barandilla en la que se apoyaba.

La voz profunda de él sonó cerca de su oído. Demasiado cerca.

–¿Puedo ayudar?

Ella se apartó.

–No, gracias –señaló con la cabeza la escotilla abierta–. Vete a explorar.

«Explora y márchate».

–¿No quieres que me seque antes?

–Es un barco. Se moja. Simplemente no te sientes encima de nada.

Él se encogió de hombros.

–Es tu casa –dijo. Y desapareció dentro.

Keren respiró hondo, procuró relajarse y siguió con el trabajo de escurrir la ropa y colgarla en la cuerda que había preparado.

Yannis asomó la cabeza.

–Tienes un horno.

–Sí.

Él parecía impresionado. Volvió a desaparecer, pero su ausencia no duró mucho.

–También tienes frigorífico.

–¡No me digas! No me había dado cuenta.

Él le sonrió y volvió a bajar.

Entre la ropa que Keren tenía que secar había ropa interior. La idea de que Yannis la viera tendida no debería producirle cosquilleos en la piel ni ablandarle las entrañas. Solo era ropa interior, y todo el mundo la usaba. No era nada de lo que avergonzarse.

Un pulso más profundo y tembloroso la recorrió por dentro al recordar todas las veces que él le había quitado la ropa interior. En ocasiones con los dientes.

La idea de que Yannis pudiera ver esas prendas y considerarlas feas y poco seductoras fue lo que la impulsó a colgarlas en lugar de esconderlas.

¿A quién le importaba lo que él pensara? A ella no. Ya no.

Cuando terminó de tender la ropa, él seguía todavía explorando. No había una buena razón para tardar tanto.

–¿Has terminado? –preguntó ella desde la escotilla. No tenía ninguna intención de bajar allí con Yannis succionando todo el oxígeno de un espacio ya de por sí limitado.

–Estoy haciendo café –contestó él.

Keren apretó los dientes y respiró hondo. No se permitiría enfadarse todavía.

–Has dicho que no te quedarías mucho.

Si él oyó eso, lo ignoró. Su voz llegó un momento después.

–¿El café instantáneo está endulzado?

–No.

–No encuentro azúcar.

–He dicho que podías explorar, no registrar mi casa.

–¿Cómo voy a encontrar azúcar si no miro? –preguntó él con un tono de voz razonable que hizo que ella quisiera arrojarle el extintor de incendios.

–Está en el armario al lado del frigorífico, en un paquete azul y blanco que pone «azúcar». ¿Tú has hecho café alguna vez? –preguntó ella.

Yannis procedía de una familia cuyos ancestros se remontaban hasta la fundación de Agón, una familia considerada de la nobleza, una familia que contaba entre sus amigos a los miembros de la familia real Kalliakis. El propio Yannis había estudiado en el mismo internado inglés que el rey y sus dos hermanos, aunque unos pocos años más tarde. Criado en medio de riquezas, había llegado a los treinta y cuatro años sin realizar ninguna tarea doméstica.

–No creo que sea muy difícil –contestó.

Keren alzó los ojos al cielo. Abrió el toldo que proporcionaba sombra a la pequeña mesa exterior y se sentó en uno de los bancos.

Le horrorizó descubrir que le temblaban las piernas. Apretó las manos en los muslos y ordenó a sus tensos nervios que se calmaran.

La pena en la tumba de su hija y el saber que Yannis también sentiría más el dolor ese día, habían suavizado el impacto de su aparición inesperada en la villa. Pero no había nada que suavizara el impacto de su visita al barco. Ella había creído que tenía un día para prepararse para volver a verlo, pero él la había pillado por sorpresa y ella quería hacerse una pelota y aislarse del mundo. No debería sentir eso. De hecho, no debería sentir nada por él.

Se dijo que era solo por la sorpresa. Después de dieciocho meses separados, era normal que verlo de nuevo fuera un shock para su cuerpo.

Todo en su interior se contrajo cuando él salió por fin por la escotilla, agachó la cabeza al cruzar la cuerda con la ropa y se reunió con ella en la mesa.

Le pasó una taza de café y movió la cabeza con ademán confuso.

–¿Cómo puedes vivir en tan poco espacio?

–Es suficiente para mis necesidades –musitó ella.

Temerosa de mirarlo a los ojos, asustada del surtidor de emociones dolorosas que se formaban en su estómago, volvió levemente la cabeza y fijó la vista en el mar tranquilo y en calma.

–Mi barcaza es más grande que esto –él se refería al yate anclado al lado del Sophia. Keren llevaba a bordo un kayak, lo que le permitía anclar el barco en el mar, subir al kayak y remar hasta una playa sin perder tiempo.

Su pierna derecha empezó a temblar de nuevo. Cruzó los tobillos en un esfuerzo por calmarla.

–Prefiero la sustancia al estilo –musitó.

–¿Detecto una indirecta? –preguntó él.

–Pues sí, y creo que lo mejor será que termines el café y te marches. No quiero discutir contigo hoy –repuso ella. Al menos tenía control de su voz. Eso la reconfortaba un poco.

–Yo tampoco quiero discutir hoy, glyko mou.

–Pues hazme un favor y tómate el café en silencio.

Él se echó hacia atrás y bebió un trago. Su disgusto fue inmediato.

–Esto es horrible.

Keren apretó las manos alrededor de su taza y tomó un sorbo. El café era más fuerte de lo que le gustaba, pero pasable.

–No está mal –dijo.

–Es un sacrilegio para el café –él tomó otro sorbo para convencerse de lo malo que era–. Entiendo por qué se llama café instantáneo. Es instantáneamente horrible.

–¿Y por qué no te vas a tu casa y pides a un empleado que te haga uno como es debido?

–Pronto. Tu frigorífico y armarios están casi vacíos. ¿Qué vas a comer?

–Comida de la alacena.

–¿Dónde está eso?

–¿Quieres decir que no has encontrado todos los secretos de mi pobre cúter?

–¿Debo volver a mirar?

–No. Hay una alacena detrás de las escaleras de la proa. Y ahora, si no vas a terminar eso, puedes irte ya. Si vas a terminarlo, tómatelo y márchate.

–¿Quieres que me vaya?

–Sí. Y si vuelves antes de mañana, me iré yo.

–¿Y perderte nuestra conversación?

–Eres tú el que quiere hablar, no yo.

–Si no hablamos, no firmaré los papeles.

–¿Crees que me importa?

La voz de él adquirió un tono afilado.

–Creía que estabas deseando que llegara el divorcio.

Keren se las arregló para controlar su voz.

–Preferiría que fuera cuanto antes, pero si tiene que ser más tarde, será más tarde.

–Puedo no firmarlos nunca.

–Cierto –asintió ella con una frialdad en fuerte contradicción con lo acalorado de las emociones que palpitaban bajo su piel–. Pero si no los firmas, conseguiré el divorcio según la ley de Agón.

–Dentro de diez años.

–Ocho y medio –corrigió ella–. Ya llevamos dieciocho meses separados.

Se habían casado en la isla de Agón y pasado en ella su corta vida matrimonial, por lo que la disolución de su matrimonio se regía por las leyes de allí. La ley estipulaba que, si uno de los esposos rehusaba el divorcio, el matrimonio podía disolverse sin su consentimiento a los diez años de la separación.

La idea de esperar hasta entonces para ser totalmente libre resultaba insoportable. ¿Sería capaz él de aguantar tanto tiempo por despecho? ¿No le quedaba nada más con lo que atormentarla?

–¿Y cómo te han resultado estos dieciocho meses?

–Pregúntamelo mañana –Keren se levantó y apoyó una mano en la mesa para disimular la debilidad de su cuerpo–. Por favor, Yannis, vete. Tu presencia aquí me ha hecho enfadar y hoy no quiero estar enfadada. Estamos tristes los dos y no es una tristeza que podamos compartir –nunca habían podido hacerlo.

Las facciones de él se tensaron. Apretó los labios y la miró a los ojos.

Keren se preparó para un comentario mordaz por parte de él, pero este no se produjo. Yannis inclinó la cabeza.

–Te veré por la mañana –dijo.

Se levantó del banco y saltó al agua.