Aguas primaverales - Iván Turguenev - E-Book

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Iván Turguenev

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Beschreibung

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 años que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt.

Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el corazón de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pastelería familiar de la chica y así estar más cerca de ella. Antes de poder casarse felizmente, realiza un viaje de negocios y cae rendido a los encantos de una mujer más mayor y sofisticada.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Iván Turguenev

Aguas Primaverales

A eso de la una de la madrugada regresó a su gabinete de trabajo, despidió al criado que había encendido las velas. Y sentándose en una butaca junto al fuego, cubrióse el rostro con ambas manos.

Nunca había sentido tal desfallecimiento físico y moral. Había pasado la velada con amables damas e inteligentes caballeros. Muchas de aquellas damas eran bonitas; la mayor parte de los caballeros distinguíanse por el talento y el ingenio; él mismo se había mostrado en la conversación interlocutor agradable y hasta brillante... y a pesar de todo eso, nunca se había encontrado tan irresistiblemente acometido y opreso por aquel taedium vitae de que hablaban ya los antiguos romanos.

Si hubiese sido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y de enervamiento; un amargor corrosivo y urente, como el del ajenjo, llenaba su alma entera; cierto no sé qué denso, helado, tétrico, le envolvía por todas partes como una oscura noche, y no sabía cómo desembarazarse de esa oscuridad, de ese amargor. Era inútil recurrir al sueño, presentía que el sueño no iba a venir en su auxilio.

Insensiblemente se sumió en largas y lentas reflexiones, deshilvanadas y tristes.

Meditó acerca de lo vano, inútil y vulgarmente embustero de las cosas humanas. Todas las épocas de la vida -acababa de cumplir cincuenta y dos años- desfilaron unas en pos de otras ante los ojos de su pensamiento, y ninguna de ellas encontró gracia delante de él. ¡Agitarse siempre en el vacío y la nada, andar siempre dando tajos y mandobles al aire, siempre embelesarse medio cándida, medio conscientemente con el señuelo de vanas quimeras! “Poco importa lo que contenta a un niño, con tal de que no llore”, dice un proverbio ruso. Luego, de pronto, cual nieve que nos cae en la cabeza, ver llegar la vejez y con ella su compañero, el temor a la muerte, ese temor que nos zapa y nos roe sin cesar...; después, por último, ¡el chapuzón en el abismo!

¡Y aun dichoso si transcurre así la vida! Porque más de una vez, . antes del fin, como la herrumbre ataca al hierro, llegan los achaques y el sufrimiento...

La vida no se le aparecía como ese mar de olas tumultuosas que describen los poetas; se la representaba llana como un espejo, inmóvil, transparente hasta en sus más oscuras profundidades; sentado él en una barquichuela vacilante, y abajo, en el fondo del abismo oscuro y fangoso, entreveía vagamente, a semejanza de peces enormes, formas monstruosas: eran todas las miserias de la vida, enfermedades, pesares, demencia, ceguera, pobreza... Y ante su vista sale de las tinieblas uno de esos monstruos; sube, sube sin cesar; se hace cada vez más visible, cada vez más horriblemente distinto... Un momento más, y, levantada por el lomo del monstruo, va a zozobrar la barca. Pero de nuevo parece hacerse más vaga la forma, desciende el monstruo, se vuelve al fondo y se queda allí tendido, agitando apenas su oscura cola... Sin embargo, tiene que venir el día fatal en que se tumbe la barca.

Sacudió la cabeza, levantóse de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la estancia y tomó asiento detrás de la mesa de escritorio; después, abriendo uno tras otro todos los cajones, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte cartas de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba ninguna cosa. Su único objeto era librarse, por medio de cualquier ocupación, de los pensamientos, que le perseguían como una pesadilla.

Desdobló al acaso algunas cartas. Una de ellas contenía una flor seca, rodeada por una cinta ajada. Se encogió de hombros, echó un vistazo a la chimenea y puso aparte las cartas, como si se hubiese dispuesto a entregar a las llamas esas inútiles reliquias.

Siguieron sus manos explorando febrilmente los cajones; de pronto abrió los ojos de par en par y atrajo suavemente hacia sí una cajita octógona, de forma anticuada, y levantó despacio la tapa. Dentro de esa caja, entre dos capas de algodón en rama amarillento, hallábase una crucecita de granates.

Durante breve rato examinó esa cruz con aspecto trascordado; luego, de pronto, dio un débil grito... Lo que se retrató en su rostro no fue pesar ni júbilo; era cual si hubiese encontrado de improviso un ser tiernamente amado en otro tiempo, perdido de vista desde mucho atrás, reconocible aún, y, sin embargo, cambiado enteramente por los años.

Levantóse, volvió a sentarse junto a la chimenea, y de nuevo escondió la cara entre las manos... “¿Por qué hoy, por qué hoy precisamente?”, pensó. Y viniéronle a la memoria muchas cosas pasadas largo tiempo antes.

He aquí lo que recordaba...

Pero primero es necesario que os diga su apellido y sus nombres de pila y patronímico. Nuestro protagonista se llamaba Dimitri Pavlovitch Sanin.

He aquí de qué se acordaba:

I

Era en el verano de 1840. Sanin acababa de cumplir veintidós años; volvía de Italia a Rusia, y hallábase de paso en Francfort. Sin familia casi, poseía una fortuna independiente, si no muy cuantiosa. Habiéndole dejado un pariente lejano algunos miles de rublos en herencia, resolvió gastárselos en el extranjero antes de ingresar en la administración, antes de ponerse a lomo la albarda oficial necesaria para asegurarle la subsistencia. En efecto, Sanin había puesto en planta su proyecto; y tal maña se dio, que el mismo día de llegar a Francfort tenía el dinero justo para volver a San Petersburgo. En 1840 eran escasos los caminos de hierro; los señores viajeros iban en diligencia. Sanin sacó su billete, pero la diligencia no partía hasta las once de la noche. Quedábale mucho tiempo que gastar. Por fortuna, el día era magnífico; y Sanin, después de haber almorzado en la fonda del Cisne Blanco, célebre a la sazón, salió a callejear por la ciudad. Fue a ver la Ariadna de Dannecker, y no le pareció ni fu ni fa; visitó la casa de Goethe (entre paréntesis, sólo había leído de este poeta el Werther, y para eso en una traducción francesa); paseó por la orilla del Mein y se aburrió como debe hacerlo un concienzudo viajero de recreo; por último, hacia las seis de la tarde, fatigado, llenos de polvo los zapatos, encontróse en una de las calles menos importantes de Francfort, calle que, sin embargo, estaba destinada a no despintársele de la memoria en largo tiempo.

En la fachada de una de las pocas casas de esa calle, vio una muestra que anunciaba a los transeúntes la “Confitería Italiana de Giovanni Roselli”. Entró a tomar un vaso de limonada. En la primera pieza, detrás de un modesto mostrador, en las tablas de una alacena pintada, se ostentaban simétricamente, como en una farmacia, algunas botellas con rótulos dorados y botes de cristal de boca ancha llenos de bizcochos, pastillas de chocolate y caramelos. No había nadie en esa pieza; sólo un gato gris roncaba guiñando los ojos y amasando blandamente con las patitas una alta silla de paja puesta junto a la ventana; una canastilla de madera calada yacía boca abajo en el suelo, y junto a ella un grueso ovillo de estambre rojo resplandecía en un rayo oblicuo de sol poniente. Un ruido confuso, extraño, salía de la estancia inmediata. Sanin esperó a que la campanilla de la puerta hubiese concluido de tocar, y dijo en voz alta:

-¿No hay nadie aquí?

En el mismo instante abrióse la puerta de la pieza vecina... Sanin se estremeció de asombro.

II

Una joven de unos diecinueve años, con los negros cabellos flotando, esparcidos sobre los hombros desnudos, se precipitó en la tienda extendiendo ante sí los brazos, igualmente desnudos. Vio a Sanin, lanzóse hacia él, le agarró una mano y trató de llevárselo consigo, diciéndole con voz entrecortada:

-¡Pronto, pronto, por aquí, sálvelo usted!

Sanin no siguió a la joven; no porque vacilase en obedecerla, sino porque el exceso de su asombro le dejó clavado en el sitio. Jamás había visto semejante belleza. Volvióse ella hacia él, y su voz, su mirada, el movimiento de las manos juntas oprimiendo su mejilla pálida expresaban tal desesperación mientras le repetía: “¡Pero venga usted!” que se precipitó en pos de ella por la entornada puerta.

En la segunda estancia vio tendido en un diván de crin pasado de moda a un muchacho de catorce años, parecidísimo a la joven; evidentemente era su hermano. Aquel niño estaba muy pálido, blanco más bien, con reflejos amarillos como la cera o como un mármol antiguo. Tenía los ojos cerrados; la sombra de sus espesos cabellos negros le cubrían la frente inmóvil y lisa, las cejas finamente dibujadas e inertes; veíanse brillar los dientes apretados entre los labios azulencos. Tenía la apariencia de no respirar ya; uno de los brazos estaba debajo de la cabeza, y el otro colgando pesadamente hasta el suelo. El niño estaba vestido de pies a cabeza y abotonado de arriba abajo; tenía puesta la corbata, oprimiéndole el cuello.

La joven se lanzó hacia él exhalando un grito de angustia. -¡Está muerto, está muerto! Ahora mismo estaba sentado ahí; charlábamos juntos... De pronto se ha caído, y no ha hecho ya ningún movimiento... ¡Dios mío! ¿Es posible que no se le pueda socorrer? ¡Y mamá que no está aquí!... ¡Pantaleone! ¡Pantaleone! ¡Vamos! ¿Y el doctor? -añadió en italiano-. ¿Has ido en busca del doctor?

-Signora, no he ido; he enviado a Luisa hijo una voz cascada, detrás de la puerta.

Y un vejete, vestido con un frac de color de lila y botones negros, con alta corbata blanca, pantalón de nankin muy corto y medias de lana azul, entró en el cuarto renqueando con las piernas torcidas. Su pequeñísima cara desaparecía casi por completo bajo una inmensa maraña de cabellos grises como acero. Erizados en todos sentidos y cayendo en mechones despeluznados, esos cabellos daban a la fisonomía del viejo cierta semejanza con la de una gallina moñuda, semejanza tanto más chocante cuanto que bajo esa pelambrera gris oscura sólo podían distinguirse una nariz picuda y unos ojos amarillos y redondos por completo.

-Luisa tiene buenas piernas, y yo no puedo correr prosiguió en italiano el viejecillo, levantando uno tras otro los pies gotosos y planos, calzados con zapatos de cordones-. Pero he traído agua.

Con los dedos flacos y nudosos apretaba el estrecho gollete de una botella.

-¡Pero Emilio se morirá entre tanto! -exclamó la joven, y extendió las manos hacia Sanin-. ¡Oh caballero! O mein herr! ¿No puede usted socorrerlo?

-Hay que sangrarle; esto es un ataque de apoplejía hizo observar el viejo llamado Pantaleone.

Sanin no tenía ni las más ligeras nociones de medicina, pero sabía que los niños de catorce años no suelen tener ataques de apoplejía.

-Esto es un síncope y no... lo que usted pretende -dijo a Pantaleone-. ¿Tiene usted cepillos?

El viejo volvió hacia él su carita.

-¿Cómo?

-¡Cepillos, cepillos! -repitió Sanin en alemán y en francés; y haciendo el ademán de quien cepilla ropa, volvió a repetir-: ¡Cepillos!

El vejete acabó por comprender.

-¡Ah, cepillos! ¿Spazzete? Ciertamente, tenemos cepillos. Tráigalos usted aquí, vamos a quitarle la corbata y el paletot, y después le daremos friegas.

-¡Bien... benone! ¿Y no hay que echarle agua por la cabeza? No... más tarde. Por ahora, vaya usted muy pronto a buscar los cepillos.

Pantaleone dejó en el suelo la botella, salió a escape y regresó enseguida con dos cepillos, uno para la ropa y otro para la cabeza. Acompañábale un perro de aguas, rizado de lanas, quien meneando de prisa la cola se puso a mirar curioso al viejo, a la joven y hasta a Sanin, como si hubiera querido saber qué significaba todo aquel bullebulle.

Sin perder tiempo, Sanin quitó el paletot al muchacho siempre inmóvil, le desabrochó el cuello levantó las mangas de la camisa, y armado con un cepillo, se puso a darle friegas con todas sus fuerzas en el pecho y en los brazos. Pantaleone paseaba no menos enérgicamente el otro cepillo, el cepillo de cabeza, por sus botas y sus pantalones. La joven se había arrodillado junto al diván, y con la cabeza entre ambas manos, contemplaba a su hermano con los ojosfijos, sin pestañear siquiera. Sanin frotaba siempre y la miraba a veces de reojo. ¡Dios, qué hermosura era!

III

Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña; un ligero bozo sombreaba imperceptiblemente su labio superior. Su tez de un mate uniforme y una palidez de ámbar, las ondas lustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori, en el palacio Pitti. ¡Y qué ojos,sobre todo! Ojos de un gris oscuro con un círculo negro en la pupila, ojosmagníficos, ojostriunfantes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apagaban su brillo. Involuntariamente le vino a Sanin a la memoria el maravilloso país que acababa de abandonar. Pero ni aun en Italia misma había encontrado nunca nada parecido. La respiración de la joven era rara y desigual; hubiérase dicho que para respirar aguardaba cada vez a que su hermano recobrase el aliento.

Sanin frotaba sin descanso. No se limitaba a mirar a la joven: llamábale la atención la original figura de Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estremecía a cada movimiento de cepillos, exhalando un gañido quejumbroso; y sus enormes mechones de pelo, bañados en sudor, balanceábanse con pesadez de un lado a otro, como las raíces de alguna planta grande descalzadas por una corriente de agua.

-Quítele usted las botas; por lo menos -iba a decirle Sanin... El perro de aguas, probablemente trastornado por el carácter extraordinario de estos sucesos, agachóse sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.

-¡Tartaglia, Canaglia! -cuchicheó el viejo en tono amenazador.

Pero en ese momento, el rostro de la joven se transfiguró: alzáronse sus cejas, agrandáronse aún más sus grandes ojos,radiantes de júbilo...

Miró Sanin... La cara del muchacho iba adquiriendo un poco de color, los párpados habían oscilado, retemblaron las ventanillas de la nariz; aspiró el aire a través de los dientes, apretados aún, y exhaló un suspiro.

-¡Emilio! -exclamó la joven-. ¡Emilio mío!

Abriéronse los negros ojos de Emilio; aún miraban con vaguedad, pero sonreían ya débilmente. La misma sonrisa cruzó por sus labios pálidos; en seguida movió el brazo que colgaba y con un esfuerzo lo puso junto al pecho.

-¡Emilio! -repitió la joven, levantándose.

Su rostro tenía una expresión tan viva y tan intensa, que parecía pronta a deshacerse en lágrimas o a soltarse a reír.

-¡Emilio! ¿Qué hay? ¡Emilio! -dijo una voz en la pieza inmediata.

Y una señora pulcramente vestida, morena, de pelo entrecano, entró con paso rápido. La seguía un hombre de cierta edad, y por encima de su rostro mostrábase la cabeza de una criada.

La joven corrió a su encuentro.

-¡Está salvado, mamá! ¡Vive! -exclamó estrechando convulsa entre sus brazos a la señora que acababa de entrar.

-Pero, ¿qué ha sucedido? -repitió ésta-. Venía yo a casa y me encuentro al señor doctor con Luisa...

Mientras la joven contaba lo que había pasado, el doctor se acercó al enfermo, quien iba volviendo cada vez más en sí, y continuaba sonriéndose con aire un poco forzado, cual si estuviese confuso por el miedo de que había sido causa.

-Por lo que veo dijo el doctor a Sanin y a Pantaleone- le han frotado ustedes con cepillos; han hecho ustedes muy bien, fue una idea acertadísima. Veamos ahora qué remedio...

Pulsó al joven, y le dijo: -Saque usted la lengua.

La señora se inclinó con solicitud hacia su hijo, quien se sonrió más francamente, levantó la vista hacia ella y se puso encarnado. Sanin se hizo la cuenta de que estaba de más, y pasó a la tienda. Pero antes de poner la mano en el pestillo de la puerta exterior, apareciósele de nuevo la joven y le detuvo.

-¿Se va usted? -dijo, mirándole de frente con gentil mirar-. No le detengo; pero es absolutamente preciso que venga usted a vernos esta noche. Le estamos tan agradecidísimos (tal vez ha salvado usted la vida a mi hermano), que queremos darle las gracias. Mamá es quien se lo ruega. Debe decirnos usted quién es, y venir a participar de nuestra alegría.

-Pero, ¡si hoy mismo salgo para Berlín! -Tartamudeó Sanin.

-Le sobrará a usted tiempo -replicó la joven con presteza-. Venga usted dentro de una hora, a tomar una jícara de chocolate con nosotros... ¿Me lo promete usted? Tengo que volverme junto a mi hermano, ¿Vendrá usted?

¿Qué podía hacer Sanin? Vendré -respondió.

La joven le apretó la mano con rapidez y volvióse atrás corriendo. Sanin se encontró en la calle.

IV

Hora y media después estaba Sanin de vuelta en la confitería de Roselli, donde le recibieron como de la familia. Emilio estaba sentado en el mismo diván en que le dieron las friegas. El doctor había partido, dejando una receta y recomendando que le preservasen con esmero de las emociones vivas, a causa de su temperamento nervioso y predispuesto a las enfermedades del corazón. Emilio había sufrido otros desmayos de ese género, pero no tan profundos ni tan prolongados. Por lo demás, el doctor declaraba que por el momento había desaparecido todo el peligro.

Emilio, cual conviene a un convaleciente, estaba arropado en una amplia bata, y su madre le había puesto al cuello un pañuelo de lana azul; pero tenía una expresión alegre, casi como en día de fiesta. En una mesita puesta frente al diván erguíase una enorme cafetera de porcelana, llena de aromático chocolate, en torno de la cual se desplegaban pocillos, paquetes de jarabe, platos llenos de bizcochos y molletes de pan, y hasta ramos de flores. Seis velas finas ardían en dos candelabros de plata de forma antigua. A un lado del diván hallábase un mullido sillón a lo Voltaire, donde se vio obligado Sanin a sentarse. Todos los moradores de la confitería, con quienes había entablado conocimiento aquella tarde, se encontraban allí reunidos, sin exceptuar el gato y el perro Tartaglia, y todos tenían cara de pascuas: el mismo perro estornudaba de gozo: sólo el gato continuaba haciendo arrumacos y guiños.

Fue preciso que Sanin dijese su apellido, nombres y calidad, así como el sitio donde nació. Al saber que era ruso, las dos damas prorrumpieron en exclamaciones de asombro, y ambas a una voz declararon que pronunciaba perfectamente bien el alemán; pero añadieron que si prefería hablar en francés, podía emplear este idioma que ellas mismas comprendían y hablaban con facilidad. Sanin aprovechó en el acto este ofrecimiento. “¡Sanin, Sanin!”. Jamás habían podido imaginar las dos damas que tan fácil de pronunciar fuese un apellido ruso. No menos les agradó su nombre bautismal “Dimitri”.

La señora dijo que en su juventud había oído cantar una ópera magnífica, Demetrio e Polibio; pero declaró que Dimitri era mucho más agradable que Demetrio.

Sanin habló así cerca de una hora. Por su parte, las damas le iniciaron en todos los detalles de su existencia. La del cabello gris, la madre, era quien más hablaba. Hizo saber a Sanin que se llamaba Leonora Roselli, que había perdido a su marido, Giovanni Battista Roselli, quien veinticinco años antes se estableció en Francfort, de confitero; que Giovanni Battista era natural de Vincenza y un hombre buenísimo, aunque un poco vivo de genio, pendenciero y encima ¡republicano! Al decir estas palabras, la señora Roselli señalaba con el dedo un retrato al óleo, colgado encima del diván. Debe suponerse que el pintor (también “republicano”, añadió suspirando la señora Roselli) no había acertado a reproducir por completo el parecido, pues el retrato del difunto Giovanni Battista representaba un bandolero sombrío y con gesto de vinagre, por el estilo de un Rinaldo Rinaldini. En cuanto a la señora Roselli, había nacido en “la antigua y soberbia ciudad de Parma, donde existe aquella magnífica cúpula pintada por el inmortal Correggio”; pero su larga permanencia en Alemania la había germanizado casi por completo. Después, moviendo tristemente la cabeza, añadió que ya no le quedaban más que aquella hija y aquel hijo (los indicó por turno con el dedo), que la hija se llamaba Gemma y el hijo Emilio, que los dos eran buenos muchachos y obedientes, Emilio sobre todo...

Y yo, ¿no soy obediente? -interrumpió la hija.

-¡Oh! Tú... tú eres también una republicana -respondió la madre.

Después dijo que, naturalmente, los negocios iban menos bien que en tiempo de su marido, maestro en el arte de la confitería... (¡Un grand’uomo!, gruñó Pantaleone con aire sombrío); pero que, sin embargo, gracias al cielo, aún se encontraban medios para vivir.

V

Gemma escuchaba a su madre, y tan pronto reía, tan pronto suspiraba, como le pasaba suavemente la mano por el hombro o le dirigía amenazas joviales con el dedo, y algunas veces miraba a Sanin. Levantóse por último, estrechó a su madre entre los brazos y la besó en el cuello, debajo de la barba. La madre rióse mucho y hasta dio un leve grito.

Sanin trabó también más amplio conocimiento con Pantaleone. Supo que éste había sido antaño cantante de ópera, en los papeles de barítono, pero que hacía mucho tiempo que había abandonado la carrera teatral, y ocupaba en la familia Roselli un término medio entre un sirviente y un amigo de la casa. A pesar de su larga residencia en Alemania, no había aprendido nada del idioma del país; sólo conocía los términos injuriosos y los destrozaba sin piedad. Ferrofutto spiccebubbio decía de casi todos los alemanes. Hablaba el italiano con perfección, habiendo nacido en Sinigaglia, donde se oye la lingua toscana in bocca romana.

Emilio dejábase mimar y se abandonaba a las agradables impresiones de un convaleciente o de alguien que acaba de librarse de un grave peligro; por lo demás, aparte de eso, era fácil ver que todos los de casa le mimaban. Dio gracias con timidez a Sanin y se dedicó más que nada al jarabe y a las golosinas. Sanin se vio obligado a tomar dos jícaras de chocolate excelente y a comer una considerable cantidad de bizcochos; no hacía más que tragar uno, cuando ya le presentaba otro Gemma. ¿Cómo rehusárselo? Bien pronto se sintió a sus anchas, como en su casa; las horas corrían con una rapidez inverosímil. Le hicieron tratar de muchos asuntos: acerca de Rusia en general, el clima, la sociedad, los campesinos rusos (y en particular los cosacos), la guerra de 1812, Pedro el Grande, El Kremlin, las campanas y las canciones rusas. Las dos damas no tenían más que una idea muy vaga de esa región inmensa y remota. La señora Rose111 (o, como solían llamarla por lo común, Frau Lenore) dejó estupefacto a Sanin al preguntarle si aún existía la célebre casa de hielo construida en San Petersburgo el siglo pasado, y a propósito de la cual había leído un artículo tan interesante en uno de los libros de su difunto esposo: Bellezze delle arti. Y como Sanin exclamase: “¿De veras se figura usted que no hay verano en Rusia?”. Frau Lenore le explicó cómo se había presentado hasta entonces ese país: nieves eternas, todo el mundo envuelto en pieles y todos los hombres militares, pero una extremada hospitalidad y campesinos muy sumisos. Sanin se esforzó en darle, así como a su hija, informes más precisos. La conversación recayó acerca de la música rusa; y al punto le rogaron que cantase un aire ruso cualquiera, y le indicaron en un rincón de la pieza un pianito en que las teclas blancas estaban reemplazadas por negras, y viceversa. Obedeció sin hacerse rogar, y acompañándose bien o mal con los dedos de la mano derecha y tres de la izquierda (el pulgar, el del corazón y el meñique) cantó un poco nasalmente y con vocecilla de tenor, primero el Sarafán y después Po ulitse mostowoy. Las damas le elogiaron por su voz y su música, pero admiraron sobre todo la dulzura y la sonoridad de la lengua rusa, y le rogaron que tradujese el texto. Sanin satisfizo su deseo; pero como las palabras del Sarafán y de Po ulitse mostowoy (que traducía con poca elegancia. “Por una calle empedrada, iba una joven por agua”) no podían hacerles formar una gran idea de la poesía rusa declaró, tradujo y cantó, no sin degollarla un poco en las coplas en tono menor, la romanza de Puchkin, Recuerdo esas horas divinas, puesta en música por Glinka. Las damas quedaron entonces entusiasmadas, y Frau Lenore hasta descubrió en la lengua rusa pasmosas relaciones con la italiana: Mognovenie (ó viani), sa mnoi (siam no¡), etcétera. Los mismos apellidos de Glinka y Puchkin, que pronunciaba Puski, pareciéronle tener una armonía familiar para su oído.

Sanin, a su vez, rogó a las damas que le cantasen alguna cosa. Tampoco hicieron melindres con él. Frau Lenore se puso al piano y cantó con su hija algunos dúos y stornelli. La madre debió haber te nido en sus tiempos una buena voz de contralto; la voz de la joven, aunque un poco débil, sin embargo, era agradable.

VI

Pero lo que admiraba Sanin no era la voz de Gemma, sino a Gemma misma. Sentado detrás y un poco al lado de la joven, decíase que jamás palmera ninguna, ni aun en las estrofas de Beneditof, poeta de moda entonces, hubiera podido competir en elegancia con las felices proporciones de su talle. Cuando en los pasajes expresivos alzaba los ojos al techo, preguntábase él qué cielos no hubieran podido abrirse ante tal mirada.

Apoyado contra el quicio de la puerta, con la barba y la boca sepultadas en su inmensa corbata, o escuchando muy serio con el aire de un inteligente, el viejo Pantaleone mismo admiraba la belleza de la joven y se extasiaba, aun cuando hubiera debido estar habituado a ella.

Habiendo concluido Frau Lenore de cantar sus dúos, advirtió que Emilio tenía una hermosa voz, de timbre argentino, pero que estaba en la edad de mudarla (en efecto, hablaba con voz de bajo, con detonaciones constantes en falsete), y, por consiguiente, no debía cantar. Pero invitó a Pantaleone a sacudir la nieve de los años en honor de su huésped.

Pantaleone tomó en seguida un aire arisco, frunció las cejas, desgreñó sus melenas y declaró que desde mucho tiempo atrás había renunciado a todo eso. Por lo demás -añadió-, en su juventud no hubiera retrocedido ante un reto, porque pertenecía a aquella gran época en que existía una verdadera escuela de canto y verdaderos cantantes, cantantes clásicos que nada tenían de común con los chillones de ahora. Él mismo en persona, Pantaleone Cippatola da Varese, recibió un día en Módena el homenaje de una corona de laurel, y en aquella ocasión hasta soltaron palomas blancas en el teatro; y un príncipe ruso, el príncipe Tarbusski, con quien tuvo en otro tiempo relaciones de íntima amistad, le invitaba siempre después de cenar a que se fuese a Rusia, prometiéndole montañas de oro... ¡montañas! Pero él no había querido abandonar il paese del Dante. Verdad es que más tarde circunstancias desgraciadas... sus propias imprudencias... Aquí se interrumpió el viejo, suspiró profundamente y bajó la cabeza; después empezó otra vez a hablar de la época clásica del canto y sentía una admiración tan honda como desmedida.

-¡Qué hombre! Il gran García nunca se rebajó hasta cantar de falsete, como lo hacen los pésimos tenores, los tenoracci de nuestros días. ¡De pecho, nada más que de pecho! ¡Voce di petto, si!

El viejo, con sus dedillos flacos, se golpeó enérgicamente el buche.

-¡Y qué actor, un volcán! ¡Signori miei, un volcán, un Vesubio! ¡Tuve el honor y el gusto de cantar con él en la ópera dell’illustrissimo maestro Rossini, en el Otello! García cantaba el papel de Otelo, yo el de Yago. Y cuando cantó esta frase...

Al llegar aquí, Pantaleone tomó una postura trágica y se puso a cantar con voz temblorosa y ronca, pero aún muy expresiva, sin embargo:

L’ira d’avverso fato

io piú non temerò!

 

“El teatro se venía abajo, signori miei. Pero yo no me quedé cortó, y repliqué después de él:

L’ira d’avverso fato

temer più non doviò.

 

“Y él, después, de pronto, como una rayo, como un tigre:

Morrò!... ma vendicato...

“Y fijense ustedes, cuando cantaba... cuando cantaba la célebre cavatina de Il matrimonio segreto:

Pria che spunti Palba...

Entonces él, il gran García, después de estas palabras:

I cavalli di galoppo

hacía sobre estas palabras:

Senza posa caccierá

hacía... oigan ustedes qué prodigioso es esto, com ‘é stupendo!... hacía...

El viejo salió con una fioritura dificilísima; pero al llegar a la décima nota, se hizo un lío, se puso a toser y se volvió bruscamente, diciendo:

-¡Déjenme en paz! ¿Por qué me atormentan ustedes?